Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Abajo

¿El Estado constitucional democrático de Derecho en España fue institucionalizado en Cádiz?

Anselmo Henrique Cordeiro Lopes1




ArribaAbajoIntroducción

En el próximo año, los españoles conmemoran el bicentenario de la Constitución de Cádiz, que es considerada la primera Constitución genuinamente española. Muchos aprovechan la proximidad de la fecha conmemorativa para identificar en el texto constitucional de 1812 el inicio del constitucionalismo español y el marco de la definición de la división de poderes, la representación política y la garantía de derechos -o sea, de la Constitución- en España. Una de las finalidades del presente trabajo es justamente examinar críticamente esa aserción general y verificar hasta qué punto ella es verdadera.

Pero no nos quedaremos con la cuestión de saber si el Estado constitucional en España surge con la Constitución de Cádiz. Trataremos de ir más allá y cuestionar si el Estado de Derecho en España y el Estado democrático también nacen en Cádiz. Los tres conceptos -Constitución, Estado de Derecho y democracia- pueden contener conjuntos semánticos de coincidencia parcial; sin embargo, no son conceptos idénticos. De esta manera, es posible que las «fechas de nacimiento» del Estado constitucional, del Estado de Derecho y del Estado democrático en España no sean coincidentes.

No negamos el hecho de que los conceptos que abordamos tienen varias alternativas de significación; unas más flexibles, otras menos. En nuestro trabajo, adoptaremos opciones semánticas más exigentes, pero, más que conceptuar, trataremos de definir las condiciones jurídicas para que se consideren respetados los conceptos en cuestión. Una vez firmadas las condiciones teóricas, reconoceremos, en la Constitución de Cádiz, los rasgos que puedan identificar un Estado constitucional, un Estado de Derecho y un Estado democrático, así como las condiciones que faltaron para la identificación plena del Estado constitucional democrático de Derecho, entendido como la fusión de los tres conceptos.

Debemos alertar al lector también que nuestras reflexiones son sobre todo jurídicas, es decir, nuestra preocupación está en el mundo del «deber ser», de lo que prescribían los textos constitucionales, y no en el mundo del «ser», de lo que efectivamente se cumplió históricamente a partir de la obediencia o desobediencia de los mandamientos constitucionales. También se podrá percibir a lo largo de nuestras reflexiones que el propósito de este estudio no es solo apuntar un texto constitucional que satisfaga a ciertas condiciones de la dogmática jurídica, sino ejercitar los conceptos de Constitución, Estado de Derecho y Estado democrático utilizando como base de análisis la Constitución de 1812.






ArribaAbajo¿Qué es un Estado constitucional?

El Estado constitucional es un Estado que se institucionaliza por medio de una Constitución en sentido moderno. Pero ¿qué es una Constitución en sentido moderno? Ésta es la pregunta que concede utilidad a cualquier discusión sobre el constitucionalismo. De hecho, si bastase la afirmación teórica de la existencia de un documento con el nombre de «constitución del Estado» para que se reconociera una obra del constitucionalismo moderno, éste sería totalmente vacío de sentido.

En la fórmula clásica de los franceses, «toute societé dans laquelle la garantie des droits n'est pas assurée, ni la séparation des pouvoirs déterminée, n'a point de constitution». Ésta es la proposición que está en el artículo 16 de la Déclaration des Droits de l'Homme et du Citoyen, firmada por los revolucionarios franceses el 26 de agosto de 17892. Desde esa acepción, se puede concebir la Constitución como un conjunto de normas que consagran derechos básicos de las personas y reglas sobre los poderes del Estado, en las cuales debe estar prevista la desconcentración de los poderes, justamente a fin de garantizar esos derechos y evitar la tiranía. Ese concepto también refleja parte de la arquitectura constitucional de los Estados Unidos de América, desde las constituciones de los Estados confederados hasta la Constitución de 1787 con las diez enmiendas de 17913.

Tomando como referencia el contexto social existente en el inicio del constitucionalismo, es decir, en los últimos años del siglo XVIII y en el inicio del siglo XIX, los derechos mínimos que demandaban protección estaban relacionados con la libertad de locomoción y residencia, la libertad de comercio e industria, la libertad religiosa, la libertad de expresión y comunicación, la propiedad, la igualdad y la participación en las relaciones jurídicas públicas, el proceso penal justo y el derecho de petición. Esos derechos ya estaban reconocidos en las disposiciones del título I de la Constitución francesa de 1791, en los artículos 2.º a 20 y 32 de la Declaración de Derechos de la Constitución francesa de 1793 y en las enmiendas I, III, IV, V y VI de la Constitución de los Estados Unidos. A esa lista inicial de derechos se debe añadir otros que surgieron a lo largo del siglo XIX y al principio del siglo XX, como la prohibición de la esclavitud (artículo 6.º de la Constitución francesa de 1848 y Enmienda XIII, de 1865, de la Constitución de Estados Unidos), la igualdad racial (Enmienda XV, de 1870, de la Constitución de Estados Unidos y Preámbulo de la Constitución francesa de 1946) y la igualdad política de género (Enmienda XIX, de 1920, de la Constitución de Estados Unidos y Preámbulo de la Constitución francesa de 1946). Podríamos también añadir aquí los derechos sociales, mas no lo haremos porque admitimos que son estos una opción política fundamental de los Estados que no es necesariamente una condición de existencia del Estado constitucional, sino del Estado social. Así, por ejemplo, los Estados Unidos, que sin duda son un Estado constitucional, hasta hoy no poseen en el texto constitucional una declaración de derechos sociales.

Para que esos derechos básicos -fundamentales- sean reconocidos como garantizados por la Constitución, hace falta que haya instrumentos jurídicos que proporcionen eficacia a los mismos. Sin la previsión constitucional de esos instrumentos -las garantías constitucionales- no se puede reconocer la existencia de una Constitución en el sentido moderno.

Ya el reconocimiento de la división de poderes4 requiere que la potestad legislativa no sea confundida con la potestad ejecutiva y, principalmente, con la potestad jurisdiccional. Demanda también que los poderes sean independientes, aunque puedan controlarse mutuamente, y que sus miembros -los agentes políticos de los poderes- sean dotados de garantías especiales de independencia.

Al lado de la fórmula derechos más división de poderes, añadimos un tercer elemento para que la Constitución se considere completa: la supremacía constitucional. Un documento político no puede ser considerado Constitución si es posible la elaboración de leyes o de otros actos normativos en su contradicción. Para que esté presente una Constitución en sentido normativo (no en sentido meramente sociológico, moral o político), hace falta esa superioridad entre la norma que constituye los poderes del Estado y las normas que son fruto del ejercicio de esos mismos poderes. Para que haya supremacía constitucional, en regla, también se exige que existan instrumentos especiales de control de los actos que atentan contra la Constitución, una institución que ejerza, con independencia de los demás poderes, esa función de control y un límite a la reforma de la Constitución.

De hecho, sin uno o varios órganos con competencia para controlar la constitucionalidad de las leyes y los actos infraconstitucionales, la Constitución puede que se limite a ser un mero plano de intenciones y de debates políticos. Para que sea un instrumento verdaderamente normativo, es importante que la Constitución sea objeto de control jurídico en las manos de órganos independientes. Otrosí, normalmente se exige que existan recursos judiciales previstos en la propia Constitución para que los entes legitimados puedan, eficazmente, postular la inconstitucionalidad de las leyes ante esos órganos independientes.

Finalmente, la existencia de mecanismo diferenciado de modificación de la Constitución es condición para que ésta pueda ser suprema socialmente. Sin cláusulas de reforma, el texto constitucional, que fue construido para proteger las personas, puede pasar a ser un instrumento de esclavitud, vinculando perpetuamente los individuos y grupos sociales a consensos de sus antepasados. En ese supuesto, la posible consecuencia es una progresiva disminución del respeto a la Constitución y su pérdida continua de supremacía político-social. Por otro lado, si la Constitución puede ser reformada por el mismo consenso legislativo que forma una ley, aquella no tiene más fuerza normativa que ésta. Así, en este supuesto, tampoco hay supremacía constitucional. De esta manera, la supremacía constitucional exige que la Constitución no sea inmutable, pero que tampoco sea reformable por procedimientos ordinarios. Su reforma debe demandar un procedimiento extraordinario, rígido.




ArribaAbajo¿Qué es un Estado de Derecho?

Según Gustavo Zagrebelsky, la expresión «Estado de Derecho» tiene su origen en la palabra alemana «Rechtsstaat», que surge en el siglo XIX como referencia a un Estado bajo el régimen de derecho, y no bajo un régimen de fuerza -«Machtstaat»- o de policía -«Polizeistaat». En este sentido, la idea de Estado de Derecho nace como una oposición a la arbitrariedad en la actuación estatal. En su desarrollo semántico, la expresión pasó a connotar un Estado de razón, en el que el Gobierno estatal se construye y se ejerce según la voluntad general de la razón y con el objetivo de alcanzar el bien mayor general, lo que demandaría que el Estado fijase previamente cuáles son las actividades lícitas e ilícitas de los ciudadanos, de modo que éstos puedan saber exactamente cuál es el grado de libertad de que gozan. Esa división entre licitud e ilicitud debería estar expresada claramente en la ley, a la cual deben estar subordinados el propio Estado y los ciudadanos. He aquí la supremacía de la ley, que es garantizada, en esta concepción liberal, por medio de la presencia de jueces independientes5. Así también lo entiende Antonio Enrique Pérez Luño, para quien el Estado de Derecho está, desde su aparición, vinculado al Estado de razón kantiano, al rechazo de cualquier «transpersonalismo» y a la limitación del Estado con la protección de los ciudadanos por medio de la ley6.

Como podemos concluir, conceptualmente, el Estado de Derecho está íntimamente conectado con los valores de la libertad de los individuos, la igualdad de los ciudadanos, la seguridad en el gozo por las personas de sus derechos, la supremacía de la ley, el control de la Administración Pública y la previsibilidad de sus actos. Desde esas ideas generales, podemos construir las condiciones jurídicas que debe satisfacer un Estado para que sea reconocido como Rechtsstaat. Para serlo, debe el Estado:

  1. garantizar la primacía de la ley sobre los actos administrativos del Estado -el principio de legalidad-.
  2. reconocer la igualdad de los individuos en la ley y en sus relaciones con el Estado -el principio isonómico-.
  3. conferir independencia e imparcialidad al Poder Judicial y a sus miembros.
  4. garantizar, por medio de los jueces, la previsibilidad en la interpretación y aplicación de las leyes -el principio de la seguridad jurídica-.
  5. garantizar a todos los ciudadanos el amplio derecho a la seguridad.

En el centro de los requisitos del Estado de Derecho están la libertad, la igualdad y la seguridad. La supremacía de la ley sobre la Administración sirve justamente al propósito de proteger la libertad del ciudadano ante la arbitrariedad estatal. Tomando la ley en su sentido material, como conjunto de normas abstractas y generales, su primacía también garantiza la isonomía entre los ciudadanos, protegiéndolos contra privilegios y discriminaciones de unos y otros. El reconocimiento de esos derechos, sin embargo, nada valdría sin el reconocimiento del derecho a la seguridad, cuyo mejor concepto está en la declaración de la segunda Constitución francesa, la de 24 de junio de 1793. En su artículo 8.º, está escrito que la «sûreté consiste dans la protection accordée par la sociétè à chacun de ses membres pour la conservation de sa personne, de ses droits et de ses propriétés». Expandiendo ese concepto, se puede decir que el derecho a la seguridad es el derecho que uno tiene de gozar de sus derechos básicos de modo libre de riesgo, debiendo el Estado proteger al individuo de posibles ataques contra otros individuos y debiendo algún órgano independiente del Estado proteger a la persona de ataques del propio Estado. Es este derecho de seguridad que demanda la existencia de un control judicial fuerte y de reglas claras de convivencia, las cuales desembocan en el principio de la seguridad jurídica.

También es indispensable para el Estado de Derecho la existencia de jueces independientes y sobremodo imparciales. Considerando que las leyes nada valen sin su enforcement, y que éste es realizado por los jueces, si éstos no son imparciales, tampoco será la ley socialmente igual para todos y previsible en su interpretación y aplicación judicial. Así, para que todos sean, de hecho, iguales ante la ley, y para que las reglas jurídicas sean previsibles, deben los jueces ser imparciales. Esa necesidad de imparcialidad es lo que justifica, por un lado, las prerrogativas de independencia de los jueces y, por otro, las limitaciones impuestas a los jueces, impidiéndoles realizar algunas actividades y asumir algunos puestos públicos fuera de las plazas judiciales.




ArribaAbajo¿Qué es un Estado democrático?

En las teorías políticas y jurídicas se puede hallar varios conceptos de democracia, unos más rigorosos, otros menos. Si elegimos un sentido extremadamente estricto de democracia, acabaremos por negar su existencia en casi todos los Estados occidentales que son generalmente considerados democráticos. Eso ya lo había percibido Jean-Jacques Rousseau, cuando escribió que: «A prendre le terme dans la rigueur de l'acception, il n'a jamais existé de véritable Démocratie, et il n'en existera jamais. Il est contre l'ordre natural que le grand nombre gouverne et que le petit soit gouverné»7. Por eso, en vez de tratar de definir democracia, que sería una tarea para toda una tesis doctoral, trataremos de identificar los rasgos jurídicos del Estado democrático.

Robert Dahl distingue entre criterios identificadores de la democracia y condiciones para que haya una democracia en larga escala. Más que los criterios8, nos interesan las condiciones propuestas por Dahl para la democracia representativa que él llama poliárquica. Son estas:

  1. «funcionarios» -o agentes políticos- elegidos por el pueblo.
  2. elecciones libres, justas y frecuentes.
  3. la libertad de expresión.
  4. el derecho de acceso a fuentes diversificadas de información.
  5. el derecho y la autonomía de asociación.
  6. la ciudadanía inclusiva9.

Aceptamos esas condiciones jurídicas como un mínimo, pero no nos contentamos solo con ellas. Así, para los efectos de este trabajo, añadimos como condiciones al reconocimiento del Estado democrático las siguientes:

  1. la garantía institucionalizada de igual y plural participación10 de los ciudadanos y ciudadanas (aquí estamos incluyendo la igualdad de género y racial) en los poderes públicos.
  2. la representación política como elemento central de legitimación de los poderes constituidos.
  3. el reconocimiento y la garantía de las libertades en general, en especial, de las libertades de pensamiento, expresión, comunicación, prensa y cátedra.
  4. la división horizontal y vertical de poderes.
  5. la garantía de la paz interna y externa, con el abandono de la violencia en favor de instrumentos pacíficos de convencimiento y composición de conflictos.

La participación política de los individuos (incluyendo las mujeres y todos los grupos étnicos y raciales) en el Estado es una forma de reconocimiento de la igualdad política11 de los mismos, así que la igualdad es un valor fundamental de la democracia. Sin embargo, la igualdad aplicada en su extremo sentido puede, como bien advertía Alexis de Tocqueville, generar un tiranía de la mayoría, sofocando otro valor fundamental democrático, la libertad12. Como la democracia no puede ser sinónimo de tiranía, hace falta también el reconocimiento de canales institucionales de participación y expresión de las minorías y también garantías de derechos individuales que protejan las personas contra la opresión de grupos mayoritarios. Esos derechos son los mencionados en el párrafo anterior (y quizá también otros, como el derecho de propiedad y de seguridad). En un Estado democrático, todos esos derechos, pero en especial las libertades, deben ser protegidos contra medidas opresoras convertidas en leyes por la mayoría. Eso es lo que se llama verdaderamente de protección de las minorías.

La protección de las minorías también impone la existencia de un Poder Judicial que prevalezca sobre los demás poderes en la protección efectiva de los derechos. Es que el Poder Judicial, con su imparcialidad e independencia ante los intereses mayoritarios, es capaz de superar los consensos momentáneos tiránicos y proteger con equidad las minorías. Ésa también era la percepción de Tocqueville: «Il est de l'essence du pouvoir judiciaire de s'occuper d'intérêts particuliers et d'attacher volontiers ses regards sur de petits objets qu'on expose à sa vue; il est encore de l'essence de ce pouvoir de en point venir de lui-même au secours de ceux qu'on opprime»13.

Además del cumplimiento ciego de la regla mayoritaria, según Tocqueville, había otra amenaza a la libertad: la centralización político-administrativa. De hecho, como bien reconocían los padres del constitucionalismo liberal, la concentración de poderes genera riesgos a las libertades y por eso, para protegerlas, hay que dividir los poderes. Esa división de poderes de la teoría política liberal clásica era, ante todo, horizontal. Sin embargo, a la democracia también importa la división vertical de poderes, siendo importante para la preservación de las libertades el respeto a las autonomías locales y regionales.

Tocqueville era pesimista respecto al futuro de Europa y pensaba que la centralización político-administrativa estaba encaminada a acabar con la libertad y la independencia de las personas. Son sus palabras: «Je pense que, dans les siècles démocratiques qui vont s'ouvrir, l'indépendance individuelle et les libertés locales seront toujours un produit de l'art»14. En gran parte, la previsión hecha por el pensador francés fue acertada, mas no del todo, puesto que, después de algún retroceso histórico, la mayoría de los países europeos preservaba alguna forma de autonomía regional y local, independientemente de instituirse o no un Estado federal. Hoy, no es posible reconocer como plenamente democrático un Estado que no respeta las autonomías locales.

Un Estado democrático también presupone el manejo de la violencia solo como ultima ratio; en otros términos, la democracia presupone la paz. Por lo tanto, la violencia del Estado contra las personas y sus libertades debe ser excepcional. Siempre que sea posible, el Estado debe buscar medios alternativos y pacíficos de solución de conflictos sociales e interpersonales; debe preferir los instrumentos conciliadores en vez de los mecanismos represores. Esa lógica debe estar reflejada en el derecho penal positivo, que debe rodear de garantías al individuo y buscar medios alternativos a la violencia y la prisión, garantizando siempre, al mismo tiempo, la seguridad que es derecho de las personas que conviven en sociedad.

Una democracia tampoco puede comportar una doble ética. Así, no puede el Estado democrático garantizar la paz interna por un lado y buscar la guerra en la esfera internacional. Por eso, también es garantía de la democracia la preferencia por las soluciones pacíficas de los conflictos internacionales y el reconocimiento y acatamiento del orden jurídico internacional, principalmente de las normas internacionales de derechos humanos, que garantizan la igual dignidad de los hombres y de las mujeres en todo el mundo15.




ArribaAbajoLa Constitución de Cádiz (1812)

La Constitución de Cádiz fue precedida por una asamblea constituyente que se reunió por la primera vez el 24 de septiembre de 1810. Después de casi un año y medio de reuniones y deliberaciones, finalmente se produce la aprobación final de la Carta el 14 de marzo de 1812 y su promulgación el 19 de marzo del mismo año. La intención de los constituyentes era crear un texto político-normativo liberal que fuese válido para España, parte de América y Filipinas. La Constitución estuvo en vigor hasta el 4 de mayo de 1814 y fue restablecida entre los días 7 de marzo de 1820 y 1 de octubre de 1823 y entre 13 de agosto de 1836 y 18 de junio de 183716. Aunque sea posterior a la Constitución napoleónica para España de 1808 (la Carta de Bayona), el texto político de Cádiz es considerado el primero verdaderamente español no porque tenga su aplicación prevista para los españoles, sino porque fue elaborado por los españoles y para los españoles. En este sentido, hasta hoy la Constitución de 1812 es considerada «de origen popular»17.

Para saber si la Constitución de Cádiz fue una Constitución en sentido propio, hay que verificar, en primer lugar, si en ella se puede encontrar una fórmula de institución y división de poderes. Observamos que, de hecho, se puede hallar una división básica de tres «poderes» (en el texto constitucional, la palabra empleada era «potestad»; equivalen, sin embargo, en la arquitectura político-constitucional, a los «poderes» que son constitucionalmente consagrados hoy18): el «Gobierno», que tiene normas previstas en los artículos 13 a 17 y 168 a 241, en cuyo ápice estaba el Rey; «las Cortes», cuyas normas están entre los artículos 27 y 167; y los «Tribunales», con normas constitucionales entre los artículos 242 y 308.

Constatada la existencia de los «Poderes», debemos observar si son ellos independientes. El Poder «Ejecutivo», sin duda alguna, era independiente. Lo demuestran los artículos 168 y 170 de la Constitución19. El primer dispositivo garantiza la irresponsabilidad política y jurídica de su titular, el Rey (el famoso y antiguo principio «the king can do no wrong»); el segundo, la concentración de los poderes ejecutorios en sus manos.

Sin embargo, su poder no era absoluto, considerando la lista de doce restricciones a su poder -en favor de las Cortes- previstas en el artículo 172. Además, entre las atribuciones de las Cortes estaban también otras actividades de control, como la fijación de las fuerzas de tierra y del mar, la ordenanza al Ejército, la fijación de gastos de la Administración Pública, la aprobación de las cuentas públicas, el establecimiento de las aduanas, el control de los bienes nacionales, la aprobación de planos generales para la policía y la «sanidad del reino» y la toma de responsabilidad de los secretarios de despacho y demás empleados públicos (artículo 131, apartados 10, 11, 12, 16, 17, 18, 23 y 25).

El Poder Legislativo -las Cortes- también podía ser considerado independiente. El cerne de su poder estaba en su «facultad» de proponer, decretar, interpretar y derogar leyes (artículo 131, apartado 1.º). Su independencia también estaba garantizada por las prerrogativas de sus miembros, los diputados, que eran inviolables por sus opiniones, sólo podrían ser juzgados criminalmente por el tribunal de Cortes y, durante las sesiones y hasta un mes después, no podrían ser demandados civilmente o ejecutados por deudas (artículo 128). Pero su independencia no era absoluta, puesto que podría el Rey negar sanción a las leyes, firmando en los proyectos aprobados la expresión «Vuelva a las Cortes» (artículo 144). En este supuesto, el mismo asunto no podría volver a ser tratado por las Cortes en el mismo año (artículo 147).

Lo que llamamos de Poder Judicial -los Tribunales- también gozaba de cierta independencia. Según el artículo 243, la función judicial era exclusiva de los tribunales, no pudiendo las Cortes o el Rey intervenir en ella, sea por medio de avocación de causas pendientes, sea mandando «abrir los juicios fenecidos». Los jueces también gozaban de garantías personales en la Constitución. No podían ellos ser depuestos de sus destinos «sino por causa legalmente probada y sentenciada, ni suspendidos, sino por acusación legalmente intentada» (artículo 252). Sin embargo, la independencia de los jueces tampoco era absoluta. El Rey, en caso de quejas «fundadas», podría suspenderlos y pasar el expediente al Supremo Tribunal de Justicia (artículo 253). En caso de soborno, cohecho o prevaricación, cualquier persona podría enjuiciar una acción contra el juez (artículo 255). Además de esto, los jueces eran personalmente responsables de la legalidad de sus decisiones (artículo 254), lo que, en teoría, podría comprometer su independencia funcional. Sin embargo, en aquel entonces, la concepción que se tenía de la ley imponía su aplicación con base en la interpretación literal. No existía -como hay hoy- la idea de que la ley, como programa normativo, puede generar diferentes normas, dependiendo del método hermenéutico empleado y del flujo de valores aplicados por el intérprete legal. Se presumía que la ley era un comando claro y unívoco y que no había espacio de decisión normativa para el juez. Así, en ese contexto, era razonable responsabilizar el juez por un «desvío» del texto de la ley.

Como se puede constatar, los tres poderes constitucionales estaban investidos de potestades concentradas y eran, en esencia, independientes, aunque hubiese mecanismos de control. Sus miembros también gozaban de independencia relativamente amplia. El Rey era el único totalmente irresponsable por sus actos. Diputados y jueces, a su vez, solamente podrían ser responsabilizados por sus actos en circunstancias especiales definidas en la Constitución. Así, se puede reconocer en la Carta política de Cádiz una división mutuamente controlada de poderes, que es propia de una Constitución en sentido material y fuerte.

Superada la primera condición de una verdadera Constitución (la división de poderes y el mutuo control), debemos buscar en la Constitución de Cádiz la garantía de los derechos básicos de los ciudadanos. Observamos que, en su texto, no hay un título o capítulo propio y exclusivo para el reconocimiento y la garantía de derechos. Éstos están fragmentados en diversas disposiciones constitucionales topológicamente desconcentradas.

La primera norma que estipula derechos constitucionales individuales está recogida en el artículo 4.º de la Constitución, que obliga a la Nación -o sea, el Estado- a conservar y proteger la libertad, la propiedad y los demás derechos legítimos de los individuos. Aquí está el núcleo liberal de la Carta política de Cádiz. De hecho, la casi totalidad de los demás derechos constitucionales siguientes, de una forma o de otra, están imbricados con la libertad en sentido genérico y el derecho amplio de propiedad.

Después de esos derechos y de los derechos de participación política (que examinaremos en el análisis del dudoso rasgo democrático del texto constitucional de Cádiz), el primer derecho básico -¿fundamental?- que se reconoce en la Constitución de 1812 es el clásico derecho a ser juzgado por un juez «natural», predefinido según reglas anteriores al hecho determinadas por normas legales de competencia, derecho éste que estaba garantizado en el artículo 247 de la Constitución, aislado entre normas relativas a los tribunales españoles. A su vez, el moderno derecho a elegir lo que llamamos hoy medios alternativos -y extrajudiciales- de solución de controversias ya estaba previsto como derecho constitucional en los artículos 280 (que trata del arbitraje) y 284 (que trata de la mediación). Incluso el último artículo impone que la mediación sea una etapa previa y necesaria de todo proceso civil, lo que, per se, demuestra un gran compromiso normativo con la paz social.

La gran mayoría de los derechos constitucionales de la Carta de Cádiz está en el rol de los derechos del demandado en el proceso criminal. Allí están previstos: la reserva judicial para la prisión (artículo 287); el derecho del preso de comunicarse con el juez (artículos 289 y 290); el principio de la motivación de las decisiones judiciales que determinan la prisión (artículo 293); el derecho a ser puesto en libertad con el ofrecimiento de fianza (artículo 295); el derecho a la dignidad en las cárceles (artículo 297), el deber del juez y del alcalde de visitar las cárceles (artículo 298 y 299); el derecho de identificación del acusador (artículo 300), el principio de la publicidad en las sesiones de juzgamiento (artículo 302); la prohibición de la tortura («tormento» -artículo 303); la prohibición de la pena de confiscación de bienes (artículo 304); el principio de la personalidad de la pena (artículo 305); y la inviolabilidad del domicilio (artículo 306). En realidad, en cuanto a esto último, no sería caso propiamente de un derecho constitucional, sino de una garantía constitucional. El derecho constitucional implícito que está siendo tutelado por la garantía es la intimidad doméstica. Esta intimidad doméstica allí estaba tutelada por la inviolabilidad del domicilio.

Las clásicas libertades públicas relativas a la libertad de pensamiento también estaban contempladas por el texto de 1812. En el artículo 371 de la Constitución, estaba garantizado a todos los españoles el derecho de libremente escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo la responsabilidad establecida en ley. Pero la lista de derechos no termina aquí. La Constitución liberal también garantizaba el derecho de la igualdad tributaria (artículo 339) y el derecho -¡social!- a la educación básica pública (artículo 366).

De todos los derechos que se podría esperar de una Constitución del siglo XIX, el único que no estaba garantizado era la libertad religiosa. En realidad, no solo no estaba garantizada esa libertad sino que estaba expresamente prohibido el ejercicio público o privado de cualquier religión que no fuera la católica, apostólica, romana, considerada la «única verdadera» (artículo 12). En el campo de la protección de derechos, aquí está la gran cicatriz en la Carta de 1812. Una Constitución que pretende ser liberal no puede olvidar quizá la más importante de las libertades: la libertad de creencia. Este defecto del texto de Cádiz es lo suficientemente grave como para amenazar su reconocimiento como Constitución, en el sentido francés de división de poderes más derechos básicos. Sin embargo, considerando los demás derechos que son reconocidos por la primera Constitución genuinamente española, pensamos que es demasiado el hecho de negar la condición constitucional al mencionado texto político-jurídico por tal fundamento.

Una ausencia normativa significativa en la Carta política de Cádiz también es la falta de garantías constitucionales para los derechos allí reconocidos. Sin embargo, el recurso de nulidad al Supremo Tribunal de Justicia, previsto en el artículo 261, apartado 9.º, podría, en teoría, ser manejado también (independientemente de la existencia o no de la supremacía de la Constitución sobre las leyes) en defensa de los derechos constitucionales. De esta manera, esos derechos no estaban totalmente carentes de garantía.

En el tema de la rigidez constitucional, creemos que no hay muchos problemas de enfrentamiento hermenéutico. El penúltimo artículo de la Constitución impone un quorum especial de dos terceras partes de los diputados para que fuese reformado el texto constitucional por una ley que entonces pasaría a ser llamada ley constitucional. También el artículo 375 prohibía la reforma de la Constitución antes de los ocho años de su eficacia normativa. Aquí no reside la duda sobre la supremacía constitucional de la Carta de 1812. La gran dificultad está en la ausencia de un órgano -judicial o no- que pueda declarar la invalidez de una ley por su incompatibilidad constitucional y de, por consiguiente, un procedimiento propio para ese control de conformidad.

La verdad está en que, incluso en los Estados Unidos, el judicial review, definido por Stone, Seidman, Sunstein, Tushnet y Karlan como «a mechanism by which the courts may invalidate decisions of Congress and the President, subject only to the burdensome process of constitutional amendment»20, era todavía bastante incipiente en la primera década del siglo XIX. En aquel entonces, salvo en los Estados Unidos (y en circunstancias muy excepcionales), no se concebía admitir que el juez pudiese invalidar una ley aprobada por las Cortes. Ese pensamiento era coherente con la perspectiva político-representativa europea de la época. Si la lucha social de aquel entonces era desarrollada para garantizar el ejercicio del poder político por órganos que representaban los ciudadanos, no sería razonable otorgar a jueces sin representación popular el poder de «suspender» las leyes del Parlamento. En este sentido, el artículo 246 de la Constitución de Cádiz era expreso en prohibir a los tribunales suspender la ejecución de las leyes.

Si bien sin judicial review o procedimiento especial de control de constitucionalidad, la intención manifiesta de los constituyentes de las Cortes de Cádiz era la de proporcionar a su obra política maestra una fuerza normativa diferente de la fuerza de ley. En diversas disposiciones se lo puede constatar. En su artículo 7.º, establece la Carta política, entre los deberes fundamentales de los ciudadanos, el deber de «ser fiel» a la Constitución y de «obedecer» las leyes. Esta norma es interesante también porque vincula no solamente los poderes públicos a las normas constitucionales sino también los particulares, con lo que podemos concluir incluso favorablemente a la eficacia horizontal teórica de la Constitución de Cádiz. Otrosí, el orden en que están enunciadas las oraciones y el verbo empleado denotan una diferencia normativa entre lo que es una ley y lo que es la Constitución. De igual forma, en el artículo 279, se dice que los jueces jurarían «guardar» la Constitución y «observar» las leyes. El orden de los verbos que tienen por objeto la Constitución (con letra mayúscula) y las leyes (con letra minúscula) se mantiene en todo el texto constitucional (conferir, por ejemplo, el artículo 170). Los funcionarios, a su vez, cuando en ejercicio de cargos públicos, deberían jurar guardar la Constitución, pero no hacía falta que fuese mencionada la observancia de las leyes (artículo 374) en sus juramentos.

No nos cabe duda de que la supremacía constitucional era deseada por la Constitución de Cádiz. Lo que pasaba era que no se concebía que el Poder Legislativo pudiese ser una amenaza para el cumplimiento de las normas constitucionales. Todo lo contrario, se creía que las Cortes eran los guardianes de la Constitución. Así, en el artículo 372, estaba atribuida a las Cortes el deber de ofrecer remedios contra las infracciones de la Constitución. Los ciudadanos, si quisiesen reclamar la observancia de la Constitución, deberían peticionar ante las Cortes o el Rey (artículo 373).

Se puede concluir que la desconfianza constitucional no estaba en la posible falta de respeto por parte de las Cortes, legítimas representantes de los ciudadanos españoles. La desconfianza radicaba en los demás poderes, en especial en lo que llamamos Poder Ejecutivo. Lo demuestran las restricciones impuestas al Rey en el artículo 172 y la norma del artículo 226 que responsabiliza los «secretarios del Despacho» -similares a los ministros de hoy- ante las Cortes por actos contra la Constitución. Lo mismo puede ser percibido en el artículo 173, en que está descrito el juramento que debería el Rey prestar ante las Cortes en su advenimiento al Trono. Debería él jurar que «respetaré sobre todo la libertad política de la Nación y la personal de cada individuo; y si en lo que he jurado ó parte de ello, lo contrario hiciere, no debo ser obedecido, antes aquello en que contraviniere, sea nulo y de ningun valor».

En último lugar, notamos también que no tendría sentido firmar la rigidez constitucional, imponiendo un quorum de aprobación a las leyes constitucionales de dos terceras partes (artículo 383), y aceptar que una ley sea aprobada por una mayoría de votos (artículo 139) si la primera especie normativa -la Constitución y las leyes constitucionales- no fuese superior jerárquicamente a la segunda -la ley «ordinaria».

En sentido contrario, Ignacio Fernández Sarasola sostiene que no había relación de jerarquía entre la Constitución de Cádiz y las leyes. Existiría sólo una repartición de materias: las que estaban tratadas por la Constitución no podrían ser tratadas por la ley21. No estamos de acuerdo con Fernández. Considerando que la ley solamente sería «ley» si fuese aprobada según el procedimiento previsto en la Constitución, entonces un documento con pretensión normativa que contrariase las normas constitucionales formales de producción legislativa no valdría como ley. En este supuesto, la inconstitucionalidad formal de la pretendida «ley» demuestra que la Constitución ya era fundamento de validez de la ley, siendo, lógicamente, superior jerárquicamente.

Con esas consideraciones, no negamos la supremacía constitucional de la Constitución de Cádiz. Identificamos algunos obstáculos conceptuales en la Carta de 1812, pero éstos no son insuperables. Se trata aquí de una Constitución que contiene sus imperfecciones, pero que aún así es una Constitución en sentido fuerte, propio, material.

Ahora nos toca verificar la compatibilidad del Estado constituido por la Constitución de Cádiz con el concepto de Estado de Derecho. En primer lugar, debemos verificar si la primacía de la ley sobre los actos administrativos estaba garantizada en la Carta de 1812. Creemos ser bastante clara su presencia en este texto constitucional. En su artículo 171, apartado 1.º, estaba determinado que los actos administrativos normativos -los decretos, reglamentos e instrucciones- debían ser expedidos por el Rey como forma de ejecución de las leyes. De esta manera, las leyes deberían ser parámetro de validez de todos los actos firmados por el Gobierno. En otras palabras, las leyes primaban sobre todos los actos normativos del Gobierno y de la Administración Pública.

El principio isonómico también estaba reconocido en la Constitución, pero no en una norma general, sino en diversas disposiciones. Así, estando escrito en el artículo 244 que las leyes procesales serían uniformes en todos los tribunales, lo que desde ahí se extrae es que las normas sobre el proceso deberían ser las mismas para todos los españoles; o sea, la ley procesal no podría discriminar a nadie. En el artículo 244 también está prescrito que en todos los procesos solamente puede haber «un solo fuero para todas las clases de personas». Así, las normas procesales de competencia y jurisdicción deberían ser predeterminadas e iguales para todos, con las excepciones previstas en la propia Constitución (los eclesiásticos y militares gozaban de fuero particular -artículos 249 y 250). Ya el artículo 339 establecía otra forma especial de isonomía: la tributaria. Por fuerza de esa disposición, todos los españoles tenían que ser tratados igualmente por la Hacienda Pública, debiendo todos pagar, proporcionalmente, la misma cantidad de tributos, «sin excepción ni privilegio alguno».

Otra importante condición conceptual del Estado de Derecho también estaba manifiesta: la imparcialidad de los jueces. En el artículo 279 de la Constitución de 1812, se ordenaba que la justicia debería ser administrada con imparcialidad por los jueces. Vinculada a esta cláusula estaba el principio de la previsibilidad de las leyes en la Carta de Cádiz. Éste puede ser extraído implícitamente de la conjugación del artículo 254, que responsabiliza los jueces por toda falta de observancia de las leyes, del artículo 246, que impide a los jueces suspender la ley, y del artículo 131, apartado 1.º, que confiere a las Cortes la prerrogativa exclusiva de interpretar las leyes. De la lectura sistemática de esas tres disposiciones, se puede sacar el principio de la interpretación literal (además del principio de la interpretación auténtica), el cual no goza de gran prestigio hoy pero que, en aquel entonces, estaba al servicio de los intereses individuales de objetividad, imparcialidad, confiabilidad y previsibilidad de las decisiones judiciales. Desde esas prescripciones constitucionales, y tomando en cuenta la norma del artículo 261, apartado 9.º, que instituye el recurso de nulidad ante el Supremo Tribunal de Justicia a fin de corregir decisiones ilegales de los jueces, también es posible asimilar un principio de seguridad jurídica, que permitiría a los individuos conocer con exactitud las relaciones jurídicas de que son titulares activa o pasivamente y peticionar ante una instancia superior de justicia.

Por todas esas razones, no encontramos dificultades teóricas en definir la Constitución de 1812 como un texto que reconoce e institucionaliza un Estado de Derecho.

Finalmente, introducimos la última cuestión conceptual de este estudio. ¿La Constitución de Cádiz institucionaliza un Estado Democrático?

Algunos de los rasgos típicos del Estado democrático están presentes en la Constitución de 1812. De hecho, su texto establecía elecciones periódicas, siendo prevista la renovación de los mandatos de los diputados a cada dos años (artículo 108). La elección de los diputados los legitimaba como representantes de los ciudadanos, siendo el cuerpo colectivo de los diputados, las Cortes, un órgano de representación de la nación española (artículo 27). La mayoría de las libertades públicas reconocidas en el siglo XIX también estaban abarcadas por el texto constitucional, como ya anotamos anteriormente. Los poderes constitucionales estaban desconcentrados y había una incipiente división vertical de poderes, estableciendo la Constitución reglas de funcionamiento de los ayuntamientos a los que destinaba incluso competencia en materia fiscal (artículo 321, apartado 4.º). También las provincias estaban institucionalizadas constitucionalmente (artículos 324 a 337). A pesar de todos esos factores, a nuestro juicio, la Constitución de Cádiz, según los parámetros actuales que enunciamos en este estudio, no cumplía con importantes condiciones para la realización de un Estado democrático.

En primer lugar, las mujeres estaban excluidas de la vida política del Estado. Así, una mitad de los españoles no estaba legitimada para votar o ser votada, o sea, una mitad de la población española no estaba representada en las Cortes. Las mujeres no eran consideradas ciudadanas. Creemos ser incompatible con un Estado democrático la exclusión de la participación y representación política de la mitad de la población de nacionales.

Considerando que los constituyentes de Cádiz pretendían ver su obra política magna aplicable a las Américas, debemos puntuar que en situación todavía peor que la de las mujeres blancas estaban los indígenas. Los que no eran convertidos a la religión católica ni siquiera eran considerados «almas». No contaban como población; no eran españoles, sujetos de derecho, nada. Deberían contar solamente con la misericordia de los ciudadanos y los funcionarios del Estado.

La Constitución de 1812 también legitimaba la esclavitud. En su artículo 5.º, apartado 4.º, establecía que los libertos podrían acceder a la ciudadanía española. A contrario sensu, los esclavos -que no tuvieron la suerte de ser libertados- permanecían como estaban antes.

Los derechos políticos pasivos de los españoles varones y blancos también estaban reservados a algunos pocos en la Constitución de Cádiz. Quien quisiese ser candidato a un cargo de diputado habría de demostrar «renta anual proporcionada, procedente de bienes» (artículo 92). Así, para poder recibir los votos de sus conciudadanos, no bastaba ser hombre, libre, adulto, católico y blanco; hacía falta que también fuese afortunado económicamente.

También puede ser considerado un déficit democrático la ausencia de legitimación del Gobierno por sufragio popular. Este poder era titularizado por el Rey (artículo 14), él mismo un ser civil, criminal y políticamente irresponsable. Los «secretarios del Despacho», que ejercían funciones semejantes a los ministros de hoy, podrían ser nombrados y «separados» libremente por el Rey (artículo 171, apartado 16); no eran, pues, responsables ante las Cortes, salvo en el caso de que practicasen actos contra la Constitución o las leyes (artículo 226). Por lo tanto, uno de los poderes fundamentales del Estado español no estaba legitimado democráticamente.

Finalmente, y no menos grave, las religiones no católicas estaban expresamente prohibidas (artículo 12). O sea, una de las libertades públicas más importantes no solamente no estaba garantizada sino también estaba rechazada constitucionalmente. No había libertad religiosa, no había libertad de creencia en la España de Cádiz.

Por esas anteriores razones, concluimos que la Constitución de 1812 no institucionalizó un Estado democrático en España.






ArribaAbajoConclusión

La Constitución de 1812 institucionalizó poderes independientes, aunque sujetos a control, reconoció derechos y garantías liberales, era rígida en su proceso de reforma y, a nuestro juicio, estaba dotada de fuerza normativa propia. Así, el Estado nacido en aquel año era un Estado constitucional.

La Carta de Cádiz también imponía la primacía de la ley sobre los actos administrativos normativos, reforzaba el principio isonómico en diversas disposiciones, garantizaba la imparcialidad de los jueces, la previsibilidad de las decisiones judiciales y la seguridad jurídica. Era, pues, un diploma instituidor del Estado de Derecho.

Sin embargo, la Constitución de Cádiz negaba ciudadanía a las mujeres, negaba cualesquier derechos -o incluso dignidad humana- a los indígenas, legitimó la esclavitud, reservaba a los capacitados económicamente el derecho de ser candidato a diputado, excluía de la representación democrática popular el Gobierno y reprimía la libertad religiosa de las personas que no eran católicas. Por esos motivos, no puede ser considerada una Constitución democrática.

De esta manera, en conclusión, la Constitución promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812 institucionalizó un Estado constitucional de Derecho en España, pero no un Estado constitucional democrático de Derecho.




ArribaReferencias bibliográficas

  • CLAVERO, Bartolomé, Manual de Historia Constitucional de España, Madrid, Alianza Universitaria, 1992.
  • ——, El Orden de Los Poderes: Historias Constituyentes de la Trinidad Constitucional, Madrid, Editorial Trotta, 2007.
  • DAHL, Robert A., Sobre a Democracia, traducción de Beatriz Sidou, Brasília, UnB, 2009.
  • FERNÁNDEZ SARASOLA, Ignacio, Valor normativo y supremacía jurídica de la Constitución de 1812. Edición digital en: http://bib.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=12953&portal=0.
  • GONZÁLEZ-ARES, José Agustín, Introducción al Estudio del Constitucionalismo Español, Tórculo Ediciones, 1997, 2.ª ed.
  • RICO LINAGE, Raquel, Constituciones Históricas: Ediciones Oficiales, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2010, 3.ª ed.
  • MÉLIN-SOUCRAMANIEN, Ferdinand, Les Constitutions de la France de la Révolution à la IV République, Paris, Éditions Dalloz, 2009.
  • PÉREZ LUÑO, Antonio Enrique, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, Madrid, Tecnos, 2005, 9.ª ed.
  • ROSANVALLON, Pierre, La Légitimité Démocratique: Impartialité, Réflexivité, Proximité, Paris, Éditions du Seuil, 2008.
  • ROUSSEAU, Jean-Jacques, Du Contrat Social, Paris, Gallimard, 2008.
  • SARTORI, Giovanni, Teoría de la Democracia. 2. Los Problemas Clásicos, traducción de Santiago Sánchez González, Madrid, Alianza Universidad, 2007.
  • STONE, Geoffrey et alli, Constitutional Law, New York, Aspen Publishers, 2005, 5.ª ed.
  • TOCQUEVILLE, Alexis de, «De la Démocratie en Amérique», en Textes Essentiels, seleccionados por Jean-Louis Benoît, Paris, Pocket, 2000.
  • ——, Le Despotisme Démocratique, Paris, L'Herne, 2009.
  • ZAGREBELSKY, Gustavo, El Derecho Dúctil: Ley, Derechos, Justicia, traducción de Marina Gascón, Madrid, Editorial Trotta, 2008.


 
Indice