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Confesión y testamento poéticos de Ercilla.- Rasgos generales de su persona: amor al suelo patrio y a su rey.- El poeta y Felipe II.- Fueron justas sus quejas para con él?- Carácter retraído de Ercilla.- Causa probable del disfavor de que se quejaba.- Lo que era el disfavor en concepto de don Luis Zapata.- Extremada severidad de Felipe II para con Ercilla.- Filosofía del poeta.- Culto que tributaba a la Fortuna.- Del bien perdido, ¿qué nos queda?- Religiosidad de Ercilla.- Los hados y la intervención divina.- El honor caballeresco.- La compasión como nota culminante del alma de Ercilla.- Poeta, guerrero y filósofo.
Debió Ercilla de sentirse tanto más molesto por tales invectivas, cuanto que como observábamos, en esa última parte de su obra consignaba sus íntimas al par de amargas impresiones personales. Son tan hermosas y tan sentidas esas estrofas finales de La Araucana, que podríamos llamar la confesión y testamento poéticos de su autor, que estamos seguros el lector se complacerá en repetir con nosotros:
Descorrido así por el poeta el velo a sus sentimientos, a sus anhelos y esperanzas, a sus decepciones y a cuanto informaba, puede decirse, su alma, es llegado el momento de que, ampliando esas últimas notas de sus cantos, tratemos
de descubrir lo que de ella podemos conocer y dejó consignado en su obra. La historia de su vida estaba demasiado ligada a los acontecimientos que celebraba en su poema para que hubiera podido excusarse de hablar de sí; actor y testigo en esos mismos sucesos debían de figurar forzosamente, al lado del resultado de un combate, los nombres de los que a él habían asistido, o las reflexiones que los acontecimientos que iba contando le sugerían, porque, como lo expresa Bancel, «todo poema no es más que un eco de las ideas, de las pasiones de su tiempo. El poeta es el metal sonoro, el timbre de oro, de plata o de cobre, sobre el cual golpea la historia. Pero, ¿basta al poeta este rol pasivo? Debe mezclar al espíritu
de las cosas su propio espíritu. Sin esta comunión, sin este augusto himeneo, por el cual se fecundan el uno y el otro espíritu, la poesía no sería más que el registro armonioso y estéril de los acontecimientos humanos»
435.
En el bosquejo que emprendemos de los rasgos más prominentes del carácter e inclinaciones morales de Ercilla, en el estudio de sus afectos como de sus pasiones, se tropieza, apenas necesitamos decirlo, con algunos que pertenecieron en general al siglo en que floreció o que son inherentes a la raza de que procedía, y otros que, como en todo hombre, son propiamente suyos. Comenzaremos, pues, por presentar esas líneas dominantes, para deslindaren seguida las personales suyas que por las influencias de sus especiales inclinaciones y de la vida que llevó se tradujeron en rasgos que le son peculiares. Nada tan humano como La Araucana, diríamos, y su estudio nos permitirá entrever de su autor mucho más de lo que a primera vista pudiera pensarse.
Nada tampoco más determinado que el carácter español en la época en que Ercilla vivió. Disputando a la invasión de los moros durante siglos el terreno que en otros tiempos sus mayores ocuparon, el genio de la nación obedeció a dos influencias poderosas, que marcaron con signos indelebles sus huellas para lo futuro. En esa lenta y tenaz conquista por recuperar el suelo de la patria de poder de invasores, de quienes les dividían, además, las creencias religiosas, naturalmente debieron de exaltarse y extender hondas raíces en el pecho castellano su amor al país nativo, su ciego acatamiento a los caudillos cuyas banderas los llevaban a la victoria, libertándolos de extraña y odiada dominación, y el acrecentamiento de su fe por una religión en cuyo nombre combatían. Amor al rey, ciega creencia en los dogmas religiosos, y el espíritu de aventuras, fomentado luego por el descubrimiento de un mundo nuevo, fueron bien pronto así los distintivos del carácter español. A ellos se unía el culto del honor, que lo exaltaban hasta llevarlo a las cosas más insignificantes y que tan bien ha representado Calderón en el teatro; formando en su conjunto una nación poderosa por la unión de las coronas verificada bajo el reinado Fernando e Isabel, consolidada más —163→ tarde por las grandes empresas de sus sucesores en el trono, Carlos V y Felipe II, dueños ya de inmensos territorios y de fabulosas riquezas.
Sentimiento patrio, personificado en el monarca, entusiasmo religioso y espíritu de aventuras, derivado, especialmente para los que pasaron a América confiados en el empuje de su espada y en un valor a toda prueba para desafiar los peligros que en su conquista les ofrecían sus pobladores y los mayores, acaso, que una naturaleza virgen y vigorosa les oponía a cada momento a su paso, deteniéndolos en su marcha al través de regiones desconocidas y desiertas o pobladas a veces por sólo los fantasmas que sus sueños de riqueza les forjaban; derivado, decimos, del éxito que tantas veces coronó sus arriesgadas empresas, fueron así los distintivos del genio español en ese tiempo, y, por tanto, rasgos también del carácter de Ercilla.
Ese amor a su rey, que era en él como luz vivísima del norte de su carrera y que había de causarle a la postre las amarguras de cruel desengaño y herirle, por lo mismo, en lo más íntimo de su alma, resultaba un simple corolario del principio por todos sustentado de que los vasallos nacían con la obligación de servirle, y de ahí que gastase los más sombríos colores para pintar, cuando se ofreció la ocasión, la infamia que llevaba en sí el rebelde. ¡Qué admirable descripción la que hace cuando habla de los que en el Perú habían alzado bandera contra el monarca! ¡Cómo les muestra escudriñando temerosos sus conciencias; tendiendo afanosos el oído a cualquier ruido que sientan; la confusión en que andan; los recelos que les asaltan!
La devoción de Ercilla al rey, don Felipe había comenzado desde su niñez, según él propio cuidaba de recordárselo en la dedicatoria que le dirigió de la Primera Parte de La Araucana, desde el momento mismo en que en calidad de paje entró a su servicio al emprender su primer viaje a Flandes, y no desfalleció un solo instante durante todo el resto de su vida. «Siempre con la edad cresció en mí aquella inclinación y deseo de servir que en todas las partes
por donde anduve después acá, -repetíale aún allí,- que han sido muchas y diversas, he mostrado»
. Y a vueltas de manifestarle con toda modestia que en la campaña de Chile había hecho cuanto sus «flacas fuerzas pudieron, paresciéndome que aun no cumplía con lo que deseaba, quise también el pobre talento que Dios me dio gastarle en algo que pudiese servir a V. M. porque no me quedase cosa por ofrecerle»
, refiriéndose a la relación en verso de los sucesos de aquella campaña que había escrito.
En el curso de su poema, en cuantas ocasiones se le presentan, no cesa de repetir tales manifestaciones de sus propósitos de servirle y del afecto con que lo hacía. Ya le llama «gran Felipe», al hablar de su permanencia en Inglaterra,
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y le repite que, obtenida su licencia para partir desde Londres al Perú, salió en seguida de Lima con los soldados que marchaban a sofocar la sublevación araucana:
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Al publicar la Segunda Parte se la ofrecía igualmente como pequeño tributo suyo, «pues en mí, expresaba, no hay parte que no esté ofrecida a V. M.»
, como a fin a donde todos sus pensamientos estaban enderezados.
Con el propósito de celebrar sus hazañas, ingiere en su poema el relato de la batalla de San Quintín, principio de sus glorias militares, episodio tan ajeno al tema de que iba tratando, que hubo de recurrir para ello a una ficción poética, y que sólo por aquel deseo, expresamente consignado por él, podemos explicarnos. Al empezar la relación de aquel hecho de armas, al par que pondera su falta de fuerzas, levanta hasta los cuernos de la luna al feliz vencedor, diciendo:
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Ni se olvida de traer a cuenta en otro lugar de su obra, ya más adelante, y de ponderar la magnificencia de ese templo levantado entre agrestes rocas, resultado de aquel triunfo de sus armas, que se llama el Escorial:
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Mas aún: no contento con haber dado cabida así en el poema araucano a tal función de guerra, sigue contando en profecía los demás sucesos principales de su gobierno, hasta llegar a historiar también por entero con pasmosa exactitud hasta en —165→ sus menores detalles la gran batalla naval de Lepanto ganada por sus armas al mando de su hermano don Juan de Austria. Con tal motivo, dirigiéndose a él, le decía:
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Era imposible llevar más allá todo lo que pudiera ocurrirse a un historiador del reinado de Felipe II hasta aquel tiempo que en honra suya redundase.
Al fin de todo; sin embargo, después de tan acendrada devoción y del empeño jamás interrumpido durante treinta años (1568-1589) de celebrar y servir al monarca, llegaba a la triste conclusión, que estampaba lleno de amargura, de que su empeño había sido infructuoso:
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Pero, a pesar de eso, todavía proclamaba muy en alto que su voluntad, nunca cansada, estaba aún entonces más viva para servirle; desmayaba ya la esperanza; imposible le había sido vencer los contrastes de la fortuna; se veía sin las honras que creía haber justamente merecido, y todo por el disfavor cobarde que le mantenía arrinconado, sin que le quedase al fin otro camino que el de volverse a Dios, seguro sí de haber corrido el difícil camino de la vida por la derecha vía.
¿Hasta qué punto tenía razón Ercilla para formular tan amargas quejas contra el monarca? Si exceptuamos esas honras a que decía aspirar y que no insinúa cuales fueran440, su conducta para con él no parecen justificarlas, por lo menos hasta el momento en que le intercepta su carrera el «disfavor cobarde». Podemos citar muchos actos de Felipe II en que dio testimonio de su benevolencia hacia él. Niño aún, recíbele a su servicio como paje; le elige después entre los que debían formar su séquito en aquel fastuoso viaje emprendido para su casamiento con la reina de Inglaterra; Ercilla mismo reconoce agradecido que, ante sus instancias para partir de allí al Perú, le concede su licencia; dale con este motivo especial recomendación para su viaje; a su regreso accede a su petición del pago del sueldo de gentil-hombre lanza que pretendía se le estaba debiendo, sin más limitación que la muy razonable y perfectamente ajustada a las prácticas de una buena administración, de que, pues no pensaba desempeñarlo más, renunciase a él; le nombra luego gentil-hombre, con los gajes correspondientes, que se le pagaban aún cuando formulaba aquellas quejas441; decreta —166→ una pensión para una de sus hermanas; con don Juan de Zúñiga había hecho otro tanto y elevádolo hasta confiarle el puesto de preceptor de sus hijas; confiole la delicada comisión que ya conocemos cerca del Duque de Brunswick, por la satisfacción que decía tener de su persona y cordura, y todavía, según hemos de verlo luego, le pide por intermedio del Consejo de Indias su opinión en un grave asunto del gobierno de las Indias. Pudo ser efectivo que no leyera su Araucana, que no le diera todo lo que en verdad mereciera, como lo alcanzaban otros con muchos menos méritos que él; pero lo que apuntamos demuestra que no le tuvo siempre olvidado.
¿A qué se debió, pues, esa postergación que el poeta aseguraba haberse cebado en él? ¿Cuál fue su causa, en una palabra? Él afirmaba que procedía del disfavor cobarde. Muchos han creído, prestando entera fe a las palabras del poeta, que tuvo su origen en la enemiga que debió profesarle la familia, entonces poderosa, del Marqués de Cañete442, que, resentida del que llamaron estudiado silencio de Ercilla en su poema respecto a uno de sus miembros más conspicuos, don García Hurtado de Mendoza, que, precisamente en el año que precedió a la publicación de la Tercera Parte de La Araucana, había sido nombrado para el alto cargo de virrey del Perú. No lo creemos y es fácil demostrarlo. Con su poema en la mano probaremos443 que Ercilla se guardó en lo más íntimo el justo resentimiento que trabajaba su alma por la vejación e injusticia de que aquél le había hecho víctima, pues no convenía, así lo dijo, contarlas por entonces, dejando a los futuros historiadores el que le diesen la razón, y, adoptando la norma opuesta, no perdió ocasión alguna en que no tributara a Hurtado de Mendoza toda la participación que le cupo mientras mandó el ejército español en Chile, prodigándole por momentos elogios que en realidad no merecía, -cosa que él, como testigo presencial, no podía ignorar-; y tan persuadido estuvo de esto el propio don García, que, a una con su hermano don Felipe de Mendoza, escribieron en su loor sendos sonetos en los que se extremaban sus alabanzas de poeta e historiador; y ningún hecho nuevo se produjo en público que pudiera hacerle cambiar de opinión sobre este particular, hasta 1589; en que apareció en la Tercera Parte del poema tildado de «mozo capitán acelerado». De aquí pudiera haber nacido la malquerencia de la familia hacia Ercilla, pero cuando éste estampó aquel calificativo, la situación en que, según decía, se hallaba, estaba producida.
Descartado, pues, tal factor de los que contribuyeran a acarreársela; y, como uno —167→ de ellos, aunque remoto, su carácter, retraído y su propia modestia, que le alejaba de las solicitaciones cortesanas, y aun, quizás, el profundo respeto que profesaba a don Felipe, llevado a tanto grado, que hay quien asegura que cuando se veía en su presencia no acertaba a enhebrar palabra y que se vio por eso en el caso de decirle que le hablase por escrito444, pues tales circunstancias, más o menos baladíes, no podían llegar a ser causa de los extremos de que el poeta habla, es necesario, así, que supongamos que medió alguna poderosa para ello, que no ha trascendido hasta nosotros, pero que parece haber sido conocida de sus contemporáneos, entre otros, de Cervantes, quien, si no estamos equivocados, cuando entre sus pastores de la Galatea hace figurar a Ercilla disfrazado bajo el nombre de lauso445, nos la deja entrever, al decir, hablando de la vida de la corte, que quien siga la pastoril, no ha de temer
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Un descuido, una nonada, una distracción, tal vez, de las que solía cometer Ercilla446 había sido, pues, la causa del disfavor en que había caído con el monarca, y —168→ si no podemos atinar con ella, es indudable que ocurrió antes de 1584, fecha de la publicación de la obra de Cervantes, a quien el poeta se la referiría en el tiempo en que ambos se comunicaron meses antes en la campaña de Portugal.
Atando cabos, consideradas las diversas circunstanciasen que Cervantes habla por boca de Lauso en aquella novela, persuadidos estamos de que un hecho como el que refiere no pudo ser otro que la conducta diplomática de Ercilla en su comisión cerca de los Duques de Brunswick, de que algún indicio deja ya traslucir cierto párrafo de la correspondencia de Ercilla con el secretario Zayas.
Pero, se dirá: ¿tanta era la importancia que revestía aquel «disfavor» de que se lamentaba el poeta? Vamos a oír lo que por tal se entendía entonces, según lo describe quien, por haberlo también experimentado en cabeza propia447, supo describirlo con sus verdaderos colores.
« DEL DISFAVOR.- Bien merecía este traidor que en ninguna historia se hiciese mención de él, como del incendiario del templo de Diana, que se procuró (en vano) que jamás de él la hubiese: mas, como de la víbora y del basilisco se escribe, se escriba también de éste, tan malo, que no se le conoce padre, más madre sí, que es hijo adulterino de la envidia, que de ella el disfavor nace y dicen que ultimun terribiliun mors; mas Garcilaso por peor lo tiene que la muerte, que dice un su pastor:
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Égloga II. |
«Que apartar un príncipe un valeroso hombre de sí, descomunión real es, como las espirituales que proceden del Papa: es ramo cortado del árbol, que luego se seca, y todos se secan con él: miembro apartado del cuerpo, que hiede dondequiera luego, que le comen gusanos, que son deudas y pleitos, y el de la conciencia también, si hiciera, si dijera: carcoma es que roe un hermoso madero, y todas las haldas al favorescido después. »Ni es de maravillar si un gran caballero favorescidísimo de un príncipe, como sacado del agua el pez, al disfavor, elemento nuevo, muere luego. De esto murió el —169→ gran marqués del Gasto don Alonso de Avalos, a quien los cantores decían que quería mucho el Emperador, ni es menester decir por qué causa a otros ni a él, porque perdió una batalla (como si tuviera en su mano la fortuna y suceso de ella) que siempre se presume causa en el príncipe; mas, con causa o sin causa, siempre es mortal este veneno. De este se enflaqueció la virtud de don Álvaro de Bazán, señalado caballero, que vino a sumo trabajo y descontento, y el que navegaba mejor que Neptuno con muchas victorias por el elemento extraño del agua, no se daba a manos por el natural propio de la tierra. »De éste murió en cuatro días en Badajoz don Antonio Padilla, que no pudo resistir de el disfavor el aire nuevo y extraño. »De esto enfermó Francisco de Eraso, señor de Mon Hernando, persona muy capaz y de mucha verdad, secretario del Rey, y ¿qué gentil partido? que a tales enfermos que los habían de consolar todos y todos los visitaban en salud, nadie los visita después: sus salas se tornan montes, y del privado, privado: ni para en su zaguán caballo, ni litera, ni carro, y los puertos y puertas de los que privan, que suelen ser los de acá de España de arrebata capas, tórnanse los desiertos de Libia y la inhabitable tórrida zona (como decían los antiguos) y de día y de noche siempre línea equinoccial. »Agora, viniendo al cabo, como el Conde de Barajas acompañó a los muy poderosos en suma potencia y autoridad, los acompañó también en el reverso de su fortuna. »De esta dolencia pierden todos la gana de comer y de procurarlo, y deseando los hombres la vejez, y verse en su lugar y en su casa, que suele ser puerto en este mar de todas las tormentas, venida la vejez, y eso otro que desearon, los mata el disfavor con desconto: y como en el mundo ninguna potencia es perpetua, como son violentas las más, ni ningún señorío ni mando es durable, les acaesce a los poderosos y grandes privados al revés de lo que al agua: que ésta, tanto cuanto baja, sube: mas aquellos, con el disfavor tanto cuanto suben, bajan. »Al fin, este mal ni por medicina, ni por cirugía tiene cura: sólo ensalmo y palabras le podrían curar, y no todos médicos, sino aquellos solos que curan lamparones y corcobas, que son los reyes, cuyas palabras en una nómina u billete les daría salud, y porque me preguntarán qué son las palabras, digo que estas son las de un rey: «primo o pariente, ¿cómo os vá?»448 |
El disfavor equivalía, pues, a lo que hoy llamaríamos caer en desgracia, hecho de consecuencias imponderables según la pintura que de él nos ha dejado Zapata, y tanto más grave, cuanto que se trataba de un monarca absoluto por excelencia cual era el amo a quien servía Ercilla. Posiblemente, como lo dejan entrever las palabras de Cervantes, la severidad de Felipe II fue excesiva para con el poeta, quien pudo tener por ello, y sólo desde entonces, por lo que hemos visto, motivo para sentirse profundamente lastimado al par que abatido ante lo que ya no tenía remedio al parecer. Significaba eso la pérdida de sus esperanzas cortesanas, aquellas que pintaba a Fabio otro poeta insigne, diciéndole que eran prisiones en las que perecía el ambicioso y en las que al más astuto nacen canas... Ni con menos conocimiento de lo que en los palacios de los reyes solía suceder pintaba Bernardo de Valbuena:
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La devoción más acendrada a Felipe II, que ni el disfavor había de disminuir en momento alguno, fue, pues, el rasgo sobresaliente y el que en primer término aparece en el estudio del alma de Ercilla. Mas, como decíamos, su poema, que ha sido para él, según no pudo menos de ser, el depósito de sus acciones como de sus pensamientos, nos revelará lo que él le confió en otro orden y los colores especiales con que su imaginación adornó o transformó aquellos rasgos distintivos de su raza y de su tiempo que dejamos enunciados.
Entre ellos no ocupa escaso lugar el culto que se rendía a la Fortuna. A tanto llevaron esos hombres su confianza en la veleidosa divinidad, que, al paso que reconocían sus repentinos e inmotivados cambios, excitados por su celo religioso, no se detuvieron en esa pendiente y muy pronto se hicieron fatalistas. De aquí nació, a veces, que los rasgos más prodigiosos de valor y de audacia, que aun hoy nos sorprenden y excitan nuestra admiración en los conquistadores de América, fueron debidos a la creencia que habían llegado a formarse de que nada servía cuidar la vida y afanarse por prolongar unos días que estaban de antemano contados. Decía Ercilla:
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Vese, así, cómo formula su doctrina respecto a la serie de acontecimientos que componen la vida y que, eslabonados uno a uno, se dividen la sucesión de nuestros días, felicidad, alegría, placer en este instante; cuando más satisfechos nos sentimos, cuando ha llegado el caso de bendecir la existencia, de seguro, a esas horas fugitivas, han de reemplazar sombríos ratos de dolor y horas de eterno sufrir. He aquí, cabalmente, donde se revela el espíritu del poeta. ¿Qué nos aconseja hacer cuando sintamos en nuestro interior el contentamiento del alma? Guiados por el temor del momento que ha de seguir, que sólo será de incertidumbre, sino seguramente aciago, que pidamos al cielo que continúe para nosotros ese estado, o que, por lo menos, no sea acibarado por el dolor. Era, en realidad, la misma idea que abrigaban los antiguos romanos y que dio origen al culto de la diosa Némesis, transformada por el espíritu cristiano de Ercilla en una plegaria a la Divinidad.
Horacio, en quien la duda reemplazaba a las creencias y que, incierto del más allá de la muerte, sólo se preocupaba de pasar lo mejor posible unos días que los dioses le habían ofrecido como mezquino regalo, aconsejaba, por el contrario, que disfrutásemos de esos momentos. Él, que hablando con Póstumo, reconocía en aquella oda imitable cuán fugaz se desliza el tiempo, le repetía después que aprovechase de la ocasión, que, una vez perdida, acaso jamás retornaría. El protegido de Mecenas, reconociendo en la vida humana un estado precario, se valía de una filosofía utilitaria para tomar el partido más grato a sus gustos; Ercilla, a la inversa, recordando las ideas, de sacrificio que había aprendido en la lectura del Nuevo Testamento, se conformaba con el estado perecedero en que una mano infinitamente poderosa colocó a su hechura y solo reclamaba para sí que se dignase prolongar esa situación. Sabía perfectamente que
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lo que no era para él sólo un principio que la ajena experiencia o su estudio del corazón humano le hubiese enseñado, sino que en persona había pasado por ello, pues repetía
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En esta parte, el poeta se limitaba a hacer notar las variaciones por las cuales el hombre suele atravesar; era, por decirlo así, el anatómico de la verdad filosófica, pero que en su observación no pasaba más allá de apuntar el hecho, sin combinarlo con otras ideas o sentimientos, sin relacionarlo con otras funciones, como haría el fisiólogo. Mas, en otra parte de su poema no se ha detenido ahí, pues ha ido en su investigación hasta averiguar el efecto que la buena fortuna produce sobre el hombre:
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De este modo, el favorecido de la suerte, por eso sólo, se creerá capaz de emprender más de lo que buenamente podría en circunstancias normales, y el hombre pusilánime, desalentado, sin actividad, halagado por la buena fortuna, se convertirá en guerrero valiente, el valiente en héroe, el esforzado en gigante, el mediano en superior! Es, pues, el éxito el que acarrea el éxito, un esfuerzo otro esfuerzo, y al fin podrá llegar el caso en que con pequeños elementos pueda realizarse una gran empresa.
Sin embargo, cuando llegados a la cumbre estimamos pequeños a los que quedan al pie y desde la distancia contemplamos pigmeos a los que lejos permanecen, es casualmente cuando el peligro empieza y entonces también cuando las caídas son tanto más peligrosas.
Penetrándose de las mutaciones que constituyen la fortuna, exclamaba:
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Desde lo antiguo la Fortuna había sido objeto del acatamiento de los iniciados en los misterios de la voluble divinidad, a la cual se representaba como un ser implacable, verdadera fatalidad a cuya influencia no escapaban los mismos dioses
del Olimpo, tal como decía Schlegel: «Los antiguos miraban el destino como una divinidad
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sombría e implacable, habitando una esfera inaccesible y harto más arriba de la de los dioses del paganismo, simples representantes de las fuerzas de la naturaleza, aunque infinitamente superiores al hombre, estaban colocados en un mismo nivel en lo referente a este poder supremo»
453.
Ercilla, al mismo tiempo que le reconocía ese carácter esencial, familiarizado con sus mutaciones, prosiguiendo aún más allá en el análisis, su filosofía tomaba otro rumbo y saliendo del camino de la experiencia, para refugiarse en una doctrina que tal vez él mismo no aceptaba y con la cual muy pocos sabrían conformarse, advertía que para no tener que sufrir por la pérdida de lo que una vez se poseyó, el mejor partido es no tener nada. Es la misma filosofía de los pueblos del Oriente, viviendo del pasado, reducidos a los estrechos límites del presente, pero incapaces de abrazar lo porvenir y de desafiar sus peligros, único sistema que eleva al hombre haciéndolo capaz de grandes cosas y de nobles esfuerzos con sus inspiraciones audaces y sus felices realizaciones.
Esta determinación es hija en Ercilla de un pensamiento que lo asediaba a cada paso, que en su mente ocupaba un lugar muy prominente y al cual, por otra parte, lo conducía con la mayor facilidad el mismo tributo que ofrecía a la Fortuna. Reconociendo su inestabilidad, había llegado a convencerse de que dominándolo ella todo con su cetro inexorable, que gobernaba el mundo y se señoreaba de la vida, él como filósofo que veía más allá de lo presente y como cristiano alimentado con la enseñanza de una doctrina toda de regiones superiores a las de esta vida, asociaba a aquella idea de inestabilidad, otra que le era opuesta, y que, no sujeta a cambios ni mudanzas, todo lo igualaba con su mano descarnada, pero no menos poderosa, esto es, la muerte. El contraste hizo asociar elementos heterogéneos, y así, al lado de la diosa que repartía sus dádivas para arrebatarlas al día siguiente, reduciendo al mortal favorecido ayer a una condición más triste todavía con la situación de hoy, había de figurar la que venía a despojar al objeto de todas las preferencias de aquella de cuanto hubiese acumulado a su favor, sabiendo que marchaba con paso siempre seguro y que pisaba la cabaña del pobre o el rico techo del poderoso con planta igualmente certera.
He aquí la divinidad ante la cual cesaban las inconstancias y que sabía dar la igualdad. Ésta y la Fortuna habían sido unidas en su mente con un mismo lazo, y mientras se entregaba al examen de lo que ensalzaba la una, no olvidaba que en la otra se hallaba la que todo eso sabría anonadar.
Pero en su ánimo no aparecía sólo la idea filosófica, sino en un grado muy superior el elemento religioso. Era cosa singular, pero de muy fácil explicación, si se advierte que se trataba de un español aventurero de esos tiempos, el que ocupase en sus pensamientos en cada instante un lugar tan preponderante esa figura de la muerte. La idea que de ella se había formado no era, a decir verdad, una de aquellas que ciertos filósofos nos dan, risueña, consoladora, digna de tentación. No, nada más distante, ya sea de Ercilla o de cualquiera de los escritores de su tiempo, que pintarnos la muerte bajo un aspecto seductor y que pudiera llevar al suicidio. Werther no se habría escrito para ellos. Por el contrario, en sus concepciones pudiera decirse que reina con preferencia aquel concepto del famoso maestro griego que la definía «lo más terrible de lo terrible». A su imaginación de poeta, y de poeta conquistador y católico, se le presentaba mejor con el misterio de lo desconocido y todo el terror de un trance cuyas angustias a nadie le ha sido aún dado revelar. Más allá estaba la justicia eterna, que reserva premios a la virtud, pero que también tiene —173→ castigos para las faltas. Cuando esto consideraba Ercilla, no podía menos de decirse, después de manifestar el engañoso espejismo de los halagos terrenales:
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Hay en esta exclamación cierto recogimiento del que se examina en lo íntimo de su alma y que a solas se pregunta qué satisfacción, qué de duradero permanece en él después de lances que el mundo llama venturosos. Es la propia verdad de observación y este mismo dolor verdadero los que inspiraron a Jorge Manrique sus inmortales coplas, cuando exclamaba:
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Esa experiencia y ese conocimiento le hacían estampar a renglón seguido estas conclusiones:
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Este último término era lo que Ercilla jamás podía apartar de su memoria, mirándose tanto más cerca de él, precisamente cuando el torbellino de la vida más se lo hubiera hecho olvidar:
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Bastaría lo expuesto para manifestar la religiosidad del poeta, si no hubiese otras circunstancias que, tomadas también de su obra, viniesen a manifestarnos la regla de conducta que se había impuesto en virtud de sus principios y que hacen de él un cumplido caballero, un hombre de bien y un católico fiel observante de las prácticas religiosas. Eso sí, que estas ideas lo llevaron demasiado lejos y en vez de contenerse en los límites de la razón y de la observación de lo que pasaba a su rededor, o que su inteligencia le daba como exacto, traspasó ciertos límites, que en el siglo XX muy pocos le perdonarán. Queremos referirnos a la exagerada influencia que atribuía en las acciones de los hombres a la intervención de la Divinidad en su más bello privilegio; la libertad; doctrina vulgarísima entre los escritores contemporáneos del poeta y que nos bastará corroborar con unos cuantos ejemplos. De advertir es también que el de Ercilla fue pernicioso para sus imitadores, que, hijos de su misma escuela, vinieron en pos de él, y que, como todo discípulo, llegaron a exagerar los principios del maestro autor del sistema.
Bien sea que se examine la obra de Oña o de Álvarez de Toledo, u otro poema inspirado por el Arauco y las acciones de sus pobladores, la participación de lo que llamaron el «hado», la «fortuna» y aun la «mano de Dios», fue muy notable y vino a arrebatarles a esas producciones algo del mérito que para escritores imparciales puede asumir una historia. Porque es de notar que esos autores no se preocupaban solamente de la composición de un trabajo literario, en el cual la fantasía o la imaginación del poeta pudiese vagar a su antojo y poblar su creación de las imágenes maravillosas que le ocurriesen, sino de verdaderas crónicas en que la fidelidad del relato se sobrepondría a todas ellas. Sin duda que Ercilla no puede asumir la completa responsabilidad de esas faltas de sus sucesores por el ejemplo que les dio, ya que ellos —174→ obedecían a influencias idénticas, influencias de educación, igualdad de aventuras y similitud de razas; pero el prestigio de su nombre contribuyó a ello por mucho, ya que veían aplaudido en su obra lo que se proponían imitar.
Guiado por su creencia del gran influjo que el acaso, la fatalidad o la fortuna, la diosa del paganismo, ejerce sobre el destino de los hombres, sucede muchas veces que de un suceso cualquiera, la realización de una desgracia especialmente (en las cuales siempre se concede a aquella divinidad una participación mayor) no son obras de la imprevisión, descuido o temeridad de las víctimas, sino simplemente de lo señalado por el hado como objeto de sus iras. Si una batalla fue perdida, si un valiente murió, no se verá en lo primero un efecto puramente humano, nacido del mayor número de fuerzas, de la mayor pujanza o valor del vencedor, sino que humilde inclinará su cabeza ante esa fuerza invencible, a la cual no es capaz de resistir y que se llamaba el Hado. Véase, por ejemplo, la muerte de Pedro de Valdivia. La batalla en que este conquistador vino a hallar su tumba, dice fue comenzada bajo los más favorables auspicios; nada había podido el número ante la inteligencia, valor y superioridad de unos pocos esforzados españoles; pero,
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Esta creencia, es necesario lo tengamos presente, no es simulada, hija de las necesidades de la rima o de los adornos del lenguaje, pues existía en la conciencia del poeta y a ella sometía el resultado de las acciones de sus personajes. En esto se mezclaban y unían por mucho, lo repetimos, sus creencias religiosas, creyendo ver en un acontecimiento desgraciado de los compañeros o del enemigo la mano de Dios, castigando a los primeros por sus pecados o su ambición, lujuria, codicia, etc., y a los segundos por su vanidad. Esta opinión la ha vertido formalmente en más de una octava de su poema.
Contribuyen, además, a reforzar esta opinión el camino seguido por sus sucesores, cuyas palabras no dejan la menor duda al respecto.
Decíamos que Ercilla divisaba la mano de Dios en acontecimientos, por sus términos, puramente humanos, y en apoyo de este hecho vamos a citar un solo ejemplo que creemos bastará para justificarnos. Sabido es que tan pronto como Villagra se vio desbaratado en Marigueñu, hallándose incapaz de resistir en Concepción, hubo de abandonar la ciudad. Con este motivo nuestro autor dice al principio del canto VIII que esa determinación fue acaso disculpable en vista de la diferencia de fuerzas de ambos ejércitos y del temor de que con la derrota de los españoles los araucanos pasasen a cuchillo a los ancianos, niños y mujeres, y agrega:
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Esta teoría no era peculiar al poeta español y estaba muy distante de deberle a él su existencia, si recordamos por un momento que había leído esa doctrina nada menos que en la Biblia, que a cada paso se encuentra llena de prodigios obrados por Dios para castigo o como protección de su pueblo amado454. Por lo demás, el espíritu —175→ de ambos escritores era el mismo cuando aseveraban la intervención divina en los sucesos de los hombres enderezados a corregirlos y enmendarlos.
Veamos ahora cómo trata lo que se refiere al honor.
En aquellos siglos de heroísmo caballeresco, se ha visto Ercilla, naturalmente dispuesto, como soldado y castellano valiente, a hacer figurar por mucho lo que se convenía, según el mundo y según las leyes militares, en llamar honor. A tanto llegaba por esta parte, que cuando doña Mencía de Nidos, por ejemplo, levantándose del lecho en que yacía postrada para aconsejar a los españoles que no abandonasen la defensa de Concepción, amenazada por los araucanos victoriosos, ella, aun como mujer, se olvida de presentarles en su peroración los sentimientos más naturales del corazón. A hombres que eran padres de familia o poseedores de riquezas que iban a perder, para procurar llevarlos a la defensa sólo se cuida de increparlos como violadores de la honra que debían tener como soldados:
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Y ella en persona, empuñando la espada y la pesada rodela, ofrecía presentarse al frente del enemigo.
Poco antes, Villagra, al ver que desfallecía el ánimo de sus compañeros en la batalla de la cuesta de Andalicán, en sus exhortaciones para que continuasen peleando, para nada se acuerda del sentimiento más propio del corazón y que con más fuerza impera en él, el de la propia conservación; para nada menciona la prosperidad que les aguarda en caso de triunfo o los laureles que han de cosechar: sólo les grita que el honor está en peligro y que es preciso conservarlo a costa de la vida, porque de otro modo ¿qué se dirá de ellos?
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Tales son sus ideas y sentimientos respecto al honor: que ni una sombra venga a empañar su propio cristal, porque desde ese momento, ya la ajena consideración y la propia dignidad desaparecen; y en su lugar, con sólo una duda, con una suposición, todo el edificio tan trabajosamente levantado vendrá al suelo por su misma base. Véase en seguida cómo pinta los efectos producidos en el hombre una vez que abriga la creencia de que ha sido menoscabada su honra, cuando ya no puede presentarse ante sus compañeros con el orgullo del que nada tolera a ese respecto:
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Ese hombre se verá perseguido como un criminal por los remordimientos de su conciencia; la tranquilidad y el sosiego no se habrán hecho para él; si vuelve de alguna —176→ fiesta, siempre creerá aparecérsele como un espectro el sentimiento de su deshonra; por las noches lo verá en sus sueños y como una sombra lo seguirá a todas partes. Podrá comparársele a Orestes, perseguido por las Furias después del asesinato de Clitemnestra, implacables divinidades que irán con él a donde vaya, que le acompañarán al templo y hasta los pies de los dioses y que no se conformarán con el arrepentimiento del infamado, como se conformaron con el del hijo parricida.
Después de pintarnos los efectos que la conciencia del propio deshonor produce en el infeliz que es su víctima, nos manifiesta también cuánto estímulo ofrece, cuán grande aguijón es para el hombre el honor cuando se ve colocado en un trance difícil. Entonces,
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Y este pensamiento ve modo de presentarlo, a poco andar, realizado por la experiencia, que no puede menos que reconocerlo como cierto. Rengo, hombre denodado y de gran esfuerzo, acababa de caer casualmente en su lucha con Leucotón; este contratiempo lo enardece, enciende aún más sus primeros bríos y realiza, en el temor de verse deshonrado por el triunfo de su competidor, prodigios de destreza y de valor.
Un hombre que abriga tales ideas en este orden, si puede ser denodado al frente del enemigo y desafiar sereno cualquiera contienda en que se trate de sostener un puntillo de honor, es natural también que, como todo valiente, sepa usar de la victoria, contentarse con el triunfo y no gastar violencias para con un enemigo ya vencido.
Y así, naturalmente y sin esfuerzo alguno, llegamos a descubrir este rasgo tan peculiar como característico del alma de Ercilla, en todo momento compasiva, y de que en su poema nos ha dejado sobrados testimonios: ahí está su proceder con Tegualda, ayudándole a buscar el cuerpo de su marido y acompañándola en seguida en persona hasta dejarla en tierra segura, y su conducta con Glaura y Cariolano, de no menos nobleza y elevación de sentimientos, sobre todo cuando al ver a éste herido en desigual combate, se interpone entre sus compañeros, diciéndoles:
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¡Cómo se conduele de la suerte de los infelices indios prisioneros tomados en la batalla de Millarapue, hasta exclamar!:
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¡Cómo, cuando en seguida doce de los más notables de aquellos desgraciados van a ser llevados a la horca, trata con pretextos fingidos de salvar la vida a uno de ellos siquiera, que resultó ser el infeliz y valentísimo Galvarino, dando lugar con esto a uno de los incidentes altamente dramáticos de su poema, al oírle decir:
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¡Cómo se siente emocionado cuando va a referir el asalto de los indios al fuerte de Cañete, allí donde son rebatidos «con miserable estrago de su parte»!:
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¡Cómo después de aquel suceso, en la correría que hizo con algunos de los soldados españoles, al encontrar herida, oculta entre las espesuras de un bosque, a la joven Lauca,
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y después de oírle referir su lastimosa historia, añade:
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la disuade de su intento de quitarse la vida, la cura por sus manos y la confía después a los cuidados de un indio práctico ladino,
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¡Cómo, finalmente, se manifiesta conmovido ante la muerte atroz del insigne Caupolicán, calificándola con los términos más duros y cuidando de advertir que él no la presenció, que, de otro modo, no la hubiera consentido! Así, le vemos prorrumpir:
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Todavía más llevando ya sus miras a un punto de vista más general, precisamente con motivo de ese asalto al fuerte de Cañete, no se limita a condenar la conducta de sus compañeros en casos aislados, que son, en verdad, algunos, para marcar con el estigma de una explícita reprobación la conquista misma; y esto a propósito de la disertación —178→ filosófica acerca de la clemencia con que inicia el canto XXXII, con proyecciones y amplitud de miras tan vastas, razonadas y justas y de tal alcance político, que no podemos menos de insistir en que se lean esas estrofas. Ahí lo vemos: la mucha sangre derramada, el modo inhumano con que los indígenas fueron tratados por los conquistadores, sus crueldades inauditas, son factores que impidieron se produjera el fruto que era de esperar. Como miembro de la colectividad que tal es cosas había hecho, salvando su opinión, llega al resultado, siguiendo la de los más,
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se lava así las manos, para enarbolar como enseña, que no dejaba cosa por justificar el voe victis de los triunfadores romanos. En cuanto a él, guerrero, en verdad, pero, ante todo, humano y compasivo, se creía en el caso de advertir que bien pocas habían sido las cuchilladas que diera, afirmando juntamente que de ellas estaba disculpado, pues embebecida su mente en la obra que había emprendido, se olvidaba de la espada.
Tal disertación, como decíamos, se encuentra en el comienzo de un canto del poema y constituye demostración manifiesta de las aptitudes que Ercilla poseía de notable observador y de la feliz alianza que en él concurrían del
poeta, del guerrero y del filósofo. Quizás, por este camino no estaba distante de acercarse a Lucrecio, aunque, sin duda, sin sus aficiones panteístas, y lejos de haber cantado la naturaleza de las cosas, bien pudo disertar acerca de las condiciones de los hombres. Tal fue, en verdad, lo que intentó en su poema, que, aunque parezca extraño, contiene más de una curiosa y profunda observación sobre las pasiones y vicios de los hombres, y esta circunstancia es la que hace de La Araucana, no sólo una simple historia, sino también una epopeya en parte filosófica, hija tanto del poeta como del moralista. La profundidad de los pensamientos corre parejas muchas veces con la facilidad y armonía de la forma, y la oportunidad de la reflexión viene, asimismo, en ocasiones a manifestar la utilidad de la lección que de los hechos que refiere puede deducirse: particularidad que concurre por mucho al tono de majestuosa gravedad que en su conjunto asume la historia de
los valientes araucanos y de los esforzados guerreros castellanos, y todo ello expresado con una modestia tal, -que no debemos dudar de que fuese sincera,- que en una y otra vez se cree en el caso de pedir disculpas de no haber sabido emplear mejor «el pobre talento que Dios le dio»
, según se lo decía a Felipe II al dedicarle su obra, y que repite después al hablar de los móviles que le pusieron la pluma en la mano,
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¡Y esto cuando, como expresaba con verdad, aun la barba no había poblado el rostro!
Creemos que basta lo dicho, sin embargo, para que tengamos de manifiesto las líneas que informaban su alma, en sus creencias y en sus opiniones, y la guía de conducta que inspiró su vida, y de que hizo depósito incomparable en su Araucana.