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Madrid en la obra de Sarmiento

María M. Caballero Wangüemert





Desde los primeros siglos, la curiosidad y la sed de aventuras han impulsado a viajar al ser humano ávido de nuevos conocimientos que ensancharan su limitada rutina cotidiana. Ya la historia y el mito clásicos contemplan los esforzados desplazamientos de Ulises y Eneas, que inauguran un tema pródigo en la literatura de todos los tiempos, de la que son hitos el viaje de Marco Polo, los relatos de descubrimientos en el XVI y XVII, los viajes científicos y de observación del siglo de las luces y las insaciables búsquedas de los románticos. Texto, contexto o simple pretexto para cualquier otra intencionalidad, el viaje funciona como leitmotiv inacabable hasta nuestros días.

Dentro de este mareo, el siglo XIX asiste al nacimiento del viaje romántico en el que la primera persona encuentra su plena expresión. La fascinación por lo extranjero, por las culturas desconocidas produce un ensanchamiento del horizonte literario, que engloba desde el mundo del arte y la cultura, abierto por Mme. de Staël con su De l’Allemagne (1810, 1814), hasta toda una gama de orientalismos potenciados por la búsqueda del «color local» y en la que se inscriben Las Orientales, de Victor Hugo; L'Itineraire de Paris a Jerusalem (1811), de Chateaubriand; el Voyage en Orient (1835), de Lamartine, o el que con el mismo título publicará Nerval en 1851; sin olvidarlas estancias africanas de Flaubert (1849, 1858) o Fromentin (1846, 1853). A las compilaciones librescas del primero, va a oponerse el testimonio subjetivo de los demás, teñido de referencias culturales o reflexiones metafísicas. En muchos casos -como en nuestros días para Goytisolo- estos viajes fueron ritos iniciáticos con profundas repercusiones personales. No voy a incidir por esta línea que nos llevaría muy lejos; sólo me interesa señalar que, entonces, dentro de esos itinerarios, España formaba parte del «Oriente» por su diversidad árabe inductora de la búsqueda romántica de «lo otro».

No será este el caso de Sarmiento, quien considera a la vieja metrópoli como parte de su propia historia; y cuyas motivaciones personales para dar el salto al continente europeo son muy conocidas. Ante el incremento de detractores que genera en la opinión pública chilena la publicación de Facundo, su amigo Montt le impulsa a viajar con la excusa inmediata de estudiar los distintos métodos educativos del planeta. Para el cuyano, es esta la oportunidad de contrastar con el conocimiento personal, sus teorías librescas forjadas en los catecismos de Ackerman y otros textos de divulgación. Ya durante el viaje en barco conocerá a Tandonnet, el apasionado discípulo de Fourier; y una vez en Europa, será presentado a los hombres más brillantes del momento, bien sea en la política (Guizot, Thiers...) o la economía (Cobden). Asistirá a tertulias literarias, conocerá los ambientes mundanos e intentará, guiado por su potente ego, ser el polo de atracción de cuanto lugar visite. El resultado será la publicación de una obra en forma de cartas con el título de Viajes en Europa, África y América.

Dentro de los Viajes sarmientinos, el recorrido por España se presenta en bloque, constituido por una única carta dirigida a su amigo Lastarria y fechada en Madrid el 15 de noviembre de 1846. Está dividida en dos partes: la primera es un extenso flashback, que reelabora y recoge sus impresiones de viaje desde Bayona hasta la capital, incluyendo su estancia, de casi dos meses, en la urbe madrileña. La segunda es un rápido repaso, mucho menos elaborado, que bajo dos epígrafes -La Mancha y Barcelona- acaba de perfilar su visión del resto del país, al hilo de los saltos en diligencia y los trasbordos por el Guadalquivir y Mediterráneo. Madrid es, pues, para él, España; y la estructura del texto sarmientino justifica que no vaya a ceñirme ahora exclusivamente a la «capital cultural de Europa» que conmemoramos a lo largo de este año, sino que la englobe en el conjunto peninsular.

¿Qué ve Sarmiento y cómo lo ve? Habría que comenzar diciendo que el argentino ve poco, mucho menos que la mayoría de los viajeros románticos que, a lo largo del siglo, recorren nuestra tierra atraídos por el gancho de la «España pintoresca»: entra por Bayona, atraviesa Vascongadas -Vergara y Vitoria-; llega a Burgos, donde duerme, y al día siguiente está en Madrid. Allí tiene ojos para La calle de Alcalá, la Plaza Mayor, los teatros, los toros y El Escorial... Un rápido paseo por Castilla La Nueva le lleva a Córdoba, Sevilla, Cádiz, Gibraltar, Valencia y Barcelona... Ciudades que recorre a vuela pluma, sin detenerse en pormenorizadas descripciones dentro del texto. «Me fastidia describir monumentos que podéis ver mejor en una litografía»1 -dirá al pasar por Córdoba-; y es algo obvio, hasta el punto de que las escasas descripciones «pintorescas», largas y apasionadas como sucede con su prosa, siempre se aplican a los seres humanos, a la muchedumbre que se agolpa para ver el cortejo real, llena un teatro o palpita vibrante para ver las corridas de toros. Tal vez aquí haya un primer dato a tener en cuenta a la hora de caracterizar su viaje: no es un viaje romántico; y en la advertencia que antepone como pórtico a la edición global de sus Viajes, confiesa querer huir tanto del «viaje escrito» con matiz científico, heredero del siglo de las luces; como de las «impresiones de viaje» a lo Dumas, que desdibujan las fronteras entre ficción y realidad... Tampoco pretende suplantar una prensa omniabarcadora que en los lugares civilizados informa suficientemente; ni como sudamericano se siente preparado para describir lo que la limitación de su cultura europea le impediría detectar. Le queda esa «miscelánea de observaciones, reminiscencias, impresiones e incidentes de viaje»2 que, finalizado el periplo internacional, ofrecerá a los lectores chilenos bajo la estructura de «cartas», por ser este -dice- «[...] género literario tan dúctil y elástico que se presta a todas las formas y admite todos los asuntos»3 (I, p. 46).

No obstante, al visitar España, Sarmiento tiene un propósito bien definido que conecta con sus viejas preocupaciones; lo confesará ya en los primeros párrafos de la carta a Lastarria, su destinatario explicito en esta ocasión. Dice allí:

«Esta España que tantos malos ratos me ha dado, téngola por fin en el anfiteatro bajo la mano; la palpo ahora, te estiro las arrugas, i si por fortuna me toca andarle con los dedos sobre una llaga a fuer de médico, aprieto maliciosamente la mano para que le duela [...].

Poned, pues, entera fe en la severidad e imparcialidad de mis juicios, que nada tienen de prevenidos. He venido a España con el santo propósito de levantarla el proceso verbal, para fundar una acusación que, como fiscal reconocido, tengo de hacerla ante el tribunal de la opinión en América...».


(II, p. 147)                


La cita es larga, pero necesaria para establecer los parámetros en que se moverá el texto, que no son otros que su deseo de comprobar «in situ» una tesis apriorística: el origen español de los males americanos4. En este sentido, son contundentes las palabras con que cierra su estancia en Madrid, confesándose entre los que... «detestan todos sus antecedentes históricos i simbolizan en la España la tradicion del envejecido mal de América» (II, p. 184). Por supuesto, es una tesis vieja en el argentino quien durante su estancia en Chile había dejado continuas muestras de su preocupación en la prensa5. Tampoco cabe olvidar que constituyen el telón de fondo sobre el que monta su polémica dicotomía «civilización/barbarie» en el Facundo, publicado justamente antes de partir para el periplo internacional. Allí idealizará la civilización europea y lanzará sus dardos iracundos contra la vieja metrópoli causante -según él- de las desgracias del momento político argentino. El viaje desnivelara en gran medida estos presupuestos según se puede observar en las palabras que dirige a su amigo Carlos Tejedor a la vista de Ruán:

«¡Eh!, ¡la Europa! ¡Triste mezcla de grandeza y de abyección, de saber y de embrutecimiento a la vez, sublime y sucio receptáculo de todo lo que al hombre eleva o le tiene degradado, reyes y lacayos, monumentos y lazaretos, opulencia y vida salvaje!...»6.


(I, p. 184)                


Pero, si el polo europeo se tambalea como fruto de sus experiencias en muchos casos decepcionantes no sucede lo mismo con el otro término de la ecuación; el viaje le confirma en su sospecha de la decadencia americana. Lo prueban sus palabras de la advertencia.

«Por lo que a mí respecta, he sentido agrandarse y asumir el carácter de una convicción invencible, persistente, la idea de que vamos en América en mal camino, y de que hay causas profundas tradicionales, que es preciso romper, si no queremos dejarnos arrastrar a la descomposición, a la nada, y me atrevo a decir a la barbarie...».


(II, p. 49)                


Es bien sabido que Sarmiento siempre acusará a la metrópoli, en concreto a la historia de la colonia, como responsable ultima de la situación. En ese sentido, sería interesante constatar cómo a lo largo del viaje europeo -en el que no puedo entrar ahora por falta de tiempo- va desgranando un rosario de críticas contra los españoles: en Montevideo se cebará en la torpeza española por su mal entendido exclusivismo, que degenera en el odio al extranjero; el inmovilismo hispano frente a la aceleración histórica de Estados Unidos -dirá-, le lleva a encerrarse en sí mismo y, en todo caso, dedicarse a la poesía, ya que no sirve para otra cosa. En Río confirmará la existencia de la esclavitud entre españoles y portugueses, como signo de pueblos menos civilizados. Para combatir la atracción que sufre ante la pujanza y exotismo del trópico, inmediatamente resaltará su aspecto negativo: «[...] el apego a la rutina, la incuria y la pereza que en los pueblos engendra la facilidad de vivir como-quiera y con cualquier-cosa» (I, p. 146)7. Al entrar en Ruán y charlando imaginariamente con su amigo, aprovecha para denigrar a los que sólo conocen la literatura española; crítica que se acentúa cuando ya en una tertulia parisina ataca directamente a los españoles, acusándoles de no ser más que meros traductores... Con estas premisas, la focalización de España y de su capital, Madrid, estará viciada desde su origen y será eminentemente parcial.

Así es, en efecto: desde Bayona ridiculiza la anticuada diligencia en que viaja, responsable -dice irónicamente- de que «el estranjero [...] se cree en un pais encantado, abobado con tanta borlita i zarandaja, tanta bulla i tanto campanilleo, i declara a la España el pais mas romanesco, mas sideral, mas poetico, mas extramundanal que pudo soñarse jamas» (II, pp. 149-150). Lo que él ve en la geografía que recorre es algo semejante a las planicies asiáticas o africanas -tintura de orientalismo y secuela del enfoque facundino en el que la inmensa pampa argentina determinaba el bárbaro carácter de sus habitantes-: aldeas miserables, terrosas y tristes, con una población atrasada y algunas ruinas producidas por las guerras carlistas8. En Vascongadas, se lamenta del centralismo madrileño, opresor como la vieja inquisición; en Burgos, cuya ciudad le impacta, no ve más que la sombra de los tiempos heroicos: «Burgos de noche es la vieja Burgos de las tradiciones castellanas, la morada del Cid, la catedral gótica más bella que se conoce. De dia es un pobre monton de ruinas vivas i habitadas por un pueblo cuyo aspecto es todo lo que se quiera, menos poetico ni culto...» (II, p. 155) -tal vez por ello sólo hace noche.

Al llegar a este punto, el lector más ingenuo ya ha detectado un desdoblamiento del discurso sarmientino que intentaré explicar: por un lado, el narrador critica el bárbaro atraso de los españoles, que los empareja a cualquier civilización primitiva; pero por otro, hay una continua veta irónica por la que a cada avance de la sociedad -la disminución del bandolerismo por la presencia del municipal que recorre los caminos, por ejemplo- el narrador se lamenta de la desaparición del color local -«[...] al paso que van las cosas en España, toda poesía i todo pintoresco habrá desaparecido bien pronto» (II, p. 155)-. ¿Qué pensar al respecto? ¿Una más de las contradicciones de Sarmiento? Creo que existe una explicación más obvia e inmediata para este desdoblamiento continuo del discurso. Conviene recordar que el argentino, en el marco de su estancia europea -de mayo del 46 a junio del 47, aproximadamente- decide venir a España aprovechando un acontecimiento especial: las bodas reales de Isabel con su primo francés que se celebraron del 6 al 20 de octubre, «[...] para ver este pueblo al reflejo de los esplendores de la corona i los festejos regios que han de solemnizar el casamiento...» (II, p. 157). En la comitiva real francesa o como corresponsales de prensa, Gautier, Achard, Cuvillier-Fleury y Dumas también recorrerán el país, sopesando sus tópicos9. Sobre todo el último, con el que parece charló Sarmiento la víspera de escribir esta carta, venía guiado por el «color local»10, por lo demás, bastante generalizado entre los franceses. El argentino escribe teniendo en cuenta la óptica de éstos, sus opiniones, desdoblándose continuamente para captarla. A lo largo del viaje hasta Madrid, incluso ha compartido la diligencia con los grabadores Blanchard y Girardet, que vienen a fijar plásticamente los mismos acontecimientos11. No es difícil imaginar las conversaciones que cruzarían... En resumen, la posición sarmientina es la crítica regeneracionista; pero en el texto tiene un destinatario francés al que una y otra vez interpela con socarronería: «Por favor, ¡que el color local no se pierda! ¡adonde va España!». Lo cierto es que desde los parámetros franceses, la visión del país será más deslumbradora y cautivante que la ácida o dolorida óptica del hispanoamericano, a quien los males de la madre patria duelen en carne propia. Sería muy interesante comparar sus respectivos testimonios, pero por falta de tiempo me limitaré al final de este trabajo a establecer un breve contrapunto con el texto de Gautier, quien entonces ya era considerado una autoridad sobre España por su publicación de Tras los montes (1843).

Para el argentino que viene de París «un pandemonium, un camaleón, un prisma» (II, p. 211), capaz de satisfacer todos los gustos y necesidades; «Madrid, aunque real i mui noble, es siempre la villa de Madrid» (I, p. 174), un lugar que el extranjero puede abarcar en ocho días debido a «[...] la estrechez del círculo [...] y la simplicidad de los elementos que componen la sociedad...» (II, p. 174). Aun así, disfrutará de una ciudad bullanguera y desbordante, un Madrid de fiesta que, según él, sólo logra encubrir la decadencia y el «sistema de remiendos» (II, p. 157), que la metrópoli aplica a la política; y de que son símbolo los abundantes mendigos que pululan por las calles. Este párrafo ya es sintomático del funcionamiento textual con que el lector tropezará una y otra vez: el narrador sentirá la necesidad de apostillar, negativamente, todo lo que en un primer impulso le envolvió en un movimiento entusiasta.

La focalización del narrador sobre la capital española coincide con la imponente entrada del duque de Montpensier, que revela el gusto hispano por el espectáculo heredero de la parafernalia barroca: los balcones están adornados con colgaduras «de terciopelo bordado de realce» a lo largo de toda la calle Alcalá que -y cito-:

«Es una de las mas bellas i espaciosas de la Europa, i el punto frecuentado de preferencia por el pueblo i los elegantes. Allí está el cerebro de Madrid; la Plaza de Toros, la Aduana, el Correo, las Dilijencias, todos los centros de movimiento estan en contacto con la calle de Alcalá i la Puerta del Sol que es el corazon de la villa, a cuya aorta refluye la sangre por segundos, i a donde pueden contarse las pulsaciones del ánimo del pueblo, pues allí se manifiestan sus pasiones, sus goces o su descontento, con una vivacidad de que no hai ejemplo en otras partes».


(II, p. 158)                


La prosopopeya que transforma la calle en un organismo viviente da fuerza a una descripción que, en principio, era bastante escueta ya que en Sarmiento suelen tener un valor simbólico. En este caso introduce al lector a la «circunspecta gravedad castellana» con que el pueblo recibe al pretendiente regio -gravedad y mesura que, como veremos, desmienten los cronistas franceses quienes, con este motivo, recogen una explosión de fervor popular. Sin solución de continuidad, y en el mismo escenario de la calle Alcalá, seguimos al cortejo nupcial; y posteriormente asistimos al besamanos. En esta parte del texto, el narrador se deja ganar por el fasto: los tiros de caballos profusamente enjaezados; la fantástica iluminación de palacios y calles, los fuegos de artificio, los retratos reales expuestos a la adoración popular..., nada de ello tiene parangón en las cortes europeas. La descripción, bastante extensa, no es muy precisa, sino que más bien insiste en el efecto teatral apto para encandilar a un pueblo tradicionalmente fascinado por los pronunciamientos populares... El fasto de hoy -dirá el narrador- es pálido reflejo de tiempos mejores, como el besamanos es un recuerdo de tiempos feudales. Recojo un párrafo que me parece significativo:

«Tiros de caballos que pocas cortes europeas podrian ostentar tan bellos i en tan grande número, carrozas incrustadas de nácar, libreas i penachos de un brillo estraordinario, traian a la fantasia los bellos tiempos de la monarquia española, la cual en su abatimiento presente, se adorna con sus antiguas joyas, como aquellas viejas duquesas, que disimulan bajo el brillo de los diamantes, las enojosas arrugas que los años han impreso a sus semblantes».


(II, p. 160)                


España para Sarmiento sigue siendo un país barroco, de falsas apariencias: el esplendor encubre la decadencia. A pesar de ello, el narrador vuelve a lucir su maestría en la extensa descripción de las multitudes: mujeres con mantilla, hombres con variadísimos trajes regionales..., nobles y fregonas, cultos y paletos..., se arraciman en un bloque colorista, «[...] tan peculiar que bastara por si solo, a no haber tantas otras singularidades, para colocarlo fuera de la familia europea» (II, p. 159). En definitiva, son símbolo -¡cómo no!- de «[...] una de las llagas más profundas de la España, la falta de fusión en el estado...» (II, p. 159). Pero este mismo narrador se ha quejado de la ingerencia estatal en Vascongadas, precisamente en un intento de reconstituir la unidad... ¡Contradictorio Sarmiento!...

Durante su estancia aprovechará las fiestas para asistir a teatros y visitar el museo de pintura. El teatro real..., «un edificio de innoble esterior, o mas bien sin muestra esterior alguna que revele su existencia; pero elegantemente decorado en el interior, i como los teatros italianos, mui superior, en cuanto a efecto, a las grandes y suntuosas pocilgas de Paris...» (II, p. 172), es al que dedica más atención. No obstante, el teatro de la Cruz y el del Príncipe reciben también la visita del cuyano que no pierde ocasión de lanzar algún comentario sarcástico -cito-:

«Se dan en el teatro del Príncipe comedias de Lope de Vega, románticas, por la misma razón que en Francia se dan, en la Comedia francesa, trajedias de Racine i Corneille, clásicas, esto es para que los españoles anden siempre y sin saberlo con los frenos cambiados. El Teatro del Principe, ademas, sirve de Puerta de San Martin a los compositores modernos; de vaudeville, a Breton de los Herreros, para sus comedias de costumbres; de Palais Royal, a los autores de sainetes, verdadero pandemonio donde se ve todo lo que en materias teatrales hade verse en España...».


(II, p. 172)                


Incapaz de darnos una descripción pormenorizada, anota las representaciones y el impacto que causan en él -no en vano es un romántico cuya escritura descansa en la «sensación»-; aprovecha la asistencia a las piezas para lanzar sus teorías sobre el teatro hispano, que, por supuesto, «[...] viene arrastrándose todavia, veinte o treinta años atras del arte actual...» (II, p. 173). No es posible mayor cerrazón mental que la de Sarmiento a la hora de enjuiciar el octosílabo castellano, el teatro en verso, y, en general, todo el drama español que le parece falto de verismo, vibración y credibilidad, «[...] no por falta de talento, que es comun en España como lo es en todas partes donde nacen niños con craneo bien desenvuelto -dirá ateniéndose una vez más a sus teorías deterministas-, sino por falta de espectaculo real en la sociedad en que viven, rudimental aun, simple en sus virtudes, como en sus crimenes i en sus vicios» (II, p. 175). En definitiva, bárbara como la pampa argentina que es su heredera. Y lo que es peor, tal estado de cosas afectará igualmente a la poesía, lo que explica que los españoles sean simples traductores en este campo. Porque, paradójicamente, y a pesar de su cerrazón al extranjero, no les queda más que la posibilidad de la imitación; por eso, en Madrid todo es francés -dirá con agonía en un largo párrafo anafórico.

En cuanto al museo de pintura, el lector se halla ante el mismo proceso de escritura. Sarmiento no da pistas concretas sobre el exterior del edificio; respecto del interior sólo algunas generalidades, apuntando la existencia de vírgenes de Rafael y algunos otros lienzos italianos... La excepción la constituye un cuadro alegórico de la actual situación española -según el argentino- y cuyo asunto es «el hambre, la pobreza i el orgullo. Un moribundo rodeado de muertos rechaza con indignación el pan que le ofrece el frances...» (II, p. 183). De alguna forma revela que Sarmiento nunca se mueve por baremos de calidad artística, sino de intencionalidad sociopolítica. Tal vez por eso, en vez de recrearse en la descripción de los riquísimos fondos que el museo poseía fundamentalmente de pintura de los Siglos de Oro, se lanza a esbozar una indiscutibilísima teoría acerca de la decadencia de la pintura española contemporánea. Recojo un párrafo paradigmático del proceso de escritura del discurso sarmientino:

(el museo) «[...] es uno de los mas ricos i desiertos de la Europa. La escuela española tiene alli sus mejores representantes. ¿Cómo ha sucedido que la pintura haya muerto en España; pero muerto a punto de desaparecer completamente, como si jamas hubiese existido? La escuela española en pintura es como la escuela romantica en letras. Lope de Vega i Rivera Calderon i Velazquez son los pintores de la España que se petrifico en El Escorial...».


(II, p. 182)                


Al buscar una causa, el narrador vuelve a encontrarse ante la cerrazón mental de los españoles que practican «un arte que nace de si mismo: las manolas, los mendigos, los frailes, las procesiones y lo terrible son sus temas originales y propios; la aceleración de la historia mundial deja este mundo aislado, convertido en fábula, en mito y sin capacidad alguna de evolución». Es increíble la escasa sensibilidad romántica que muestra Sarmiento en este punto.

He dejado para el final en este rápido recorrido de los lugares madrileños, el análisis de la descripción de la Plaza Mayor. Los toros, para cuya ocasión se adecuó la tradicional plaza madrileña, realzaban el esplendor de esta joya de la arquitectura... «la mayor en estension que se encuentra en Madrid» (II, p. 164). Por ser una plaza porticada se presta perfectamente al manejo del narrador, quien pretende simbolizar en ella esa España eclesial que abomina. Dice así:

«La Plaza asemeja a un gran claustro i las calles que de ella parten arrancan por debajo de arcos triunfales que conservan la continuidad de los edificios que la circundan, ocupando uno de sus costados un palacio de arquitectura del renacimiento, recargado de adornos, torrecillas i pináculos...».


(II, p. 164)                


Pero, más allá de esta fría descripción exterior, lo que le interesa es el análisis del espacio convertido, con motivo de los toros reales, en un circo colosal ante el que palidece el hipódromo parisino, hasta ese entonces el «summum» de lo imaginable. El fragmento dedicado a los toros es proporcionalmente largo y se compone de tres secuencias con algunos corolarios. La primera, quizá algo estereotipada, glosa la corrida caracterizándola como espectáculo heredero del circo romano; la habilidad y el arte del toreo no consiguen paliar la sensación de «barbarie» que se desgrana de la sangre, el sacrificio de animales y seres humanos y la excitada reacción del pueblo. Esta primera secuencia, algo teórica, abre paso al cuerpo central de la narración cuyo registro tonal es bien distinto, ya que se hace eco del fuerte impacto que causa en Sarmiento la primera corrida a la que asistió. Es una descripción colorista, deslumbrada: el sol reverberaba sobre los 40.000 espectadores que, como una línea oscura, se superponían a las bandas de colores -carmesí, amarillo y celeste- de las colgaduras escalonadas circunvalando la plaza... Auténticas pirámides humanas cerraban las esquinas. Todo ello contribuía al complejo juego de luces y sombras... «variado como un tapiz por los colores diversos de los vestidos de señoras, las plumas de algunos sombreros i el continuo ajitar de los abanicos...» (II, pp. 164-165).

La llegada de la reina al palco, saludada por pañuelos, abanicos y sombreros, pone en marcha la fiesta descrita con morosidad y delectación; lo que no impide al narrador apostillar de vez en cuando las distintas escenas, con ese didactismo tan peculiar del cuyano. Moviéndose dentro del enfoque visual, se hace eco de la presentación de los cortejos nobles que apadrinaban los «caballeros en plaza»; y abre un paréntesis para glosar el toreo de Montes y El Chiclanero, las dos figuras del momento. La descripción visual característica de la primera parte de la secuencia, se enriquece ahora con lo auditivo; y la tensión del instante mágico se subraya por las alternancias de silencio/gritos en los espectadores. Recojo un párrafo en el que puede captarse el entusiasmo sarmientino:

«A estos primeros pases se siguen diez diversos, cual variaciones de un tema unico que es la muerte, i cuyas melodias se componen de coraje, actitudes artisticas, destreza y sangre fria. El publico español mudo, estático hasta entonces, no por efecto del miedo que no conoce, sino por la profunda emocion que le inspira el sentimiento del arte, prorrumpe en pos de aquellas brillantes florituras, en gritos apasionados que conmueven los edificios de la plaza; diez mil sombreros se ajitan en el aire; diez mil pañuelos i otros tantos abanicos se cruzan [...] Todas estas escenas tan irritantes, tan preñadas de emociones, pasaban en un abrir i cerrar de ojos, i a un minuto de silencio glacial, en que podían contarse las palpitaciones del corazón, sucedió el grito instantáneo, el trueno de aplausos de cuarenta mil espectadores, para caer de improviso en el mismo silencio de muerte, como aquella noche lúgubre que hace la tormenta iluminando el rayo súbitamente la naturaleza, para dejarla en pos sumida en la oscuridad...»12.


(II, pp. 168-169)                


La tercera secuencia se abre con una confesión sarmientina: «he visto los toros i sentido todo su sublime atractivo». Confesión que repetirá un par de veces más con esa primera persona, que certifica su asombro al constatar hasta qué punto la barbarie arrastra, proporcionando satisfacciones vedadas a la civilización. Casi avergonzado, se lanza acerrar la secuencia con una serie de reflexiones morales para contrarrestar su «pecado»: el hombre es un antropófago al que la sangre excita; «este pueblo asi educado, es el mismo que se ha abandonado a las espantosas crueldades de la guerra de cristianos i carlistas en España, el mismo que a orillas del Plata se ha degollado entre si con una barbaridad, con un placer, diré mas bien, que sobrevive hoi en la raza española» (II, pp. 170-171). La secuencia se cerrará con una nueva imagen visual de ese público que sale por los vomitorios de la Plaza Mayor, como olas que vienen y van... Es el fragor de un pueblo en delirio; el mismo que acudía al circo romano, que vivenciaba los autos de fe medievales... La comparación, levemente apuntada por el narrador al comienzo del pasaje, se ha confirmado afianzándose en su ánimo; no hay duda, «[...] en España los autos de fe i los toros anduvieron siempre juntos» (II, p. 170).

Un breve comentario para las líneas que Sarmiento dedica a El Escorial, como provincia madrileña. Firmemente influenciado por sus tesis deterministas en las que la naturaleza juega un papel prioritario, sólo ve una llanura despoblada y un «pigmeo humano» hundido entre la monumentalidad de la sierra: «es la montaña vecina quien aplasta i anonada el monumento, dándole un alma oprimida, helada, torba» (II, p. 179). El Escorial sería el producto del sudor de España, el gran monumento que toda civilización a punto de morir, levanta. En definitiva, el símbolo de ese «cuerpo enfermo», de esa civilización cautiva como sus monumentos de ciencia y arte lo están... Y cierra sus imprecaciones con una brillante prosopopeya de anáforas concatenadas:

«Entonces la montaña triste i descarnada que sombrea y humilla el monumento; entonces el frio glacial de aquellas paredes húmedas; entonces la desolación de aquel valle estéril i pedregoso; entonces la pobreza cerril de aquellos pocos habitantes que pastorean sus ovejas en el atrio del convento, toman su verdadero significado, la muerte de la España, su despoblación, su ignorancia i su ociosidad. Entonces el miserere de doscientas voces puede helar la sangre y hacer hincarse de rodillas al español de nuevo, i pedir a gritos misericordia por los males i la degradacion que lo agobian».


(II, pp. 181-182)                


¿Qué decir al respecto de esa visión apocalíptica? Sarmiento ve lo que quiere ver, lo que viene a ver. Y de alguna forma lo prueba el resto del viaje: en Aranjuez no quiere detenerse -¿Por qué? ¿Tal vez tiene miedo de encontrar algo francés que se vería obligado a celebrar?-... En La Mancha ve un secarral -lo cual no es extraño-; en la Bética y Sierra Morena entona un canto por aquellas colonias iluministas de Olavide abortadas de raíz... La España ilustrada que no pudo ser y duerme desde entonces... En Córdoba no vislumbra más que la grandeza pasada... A Sevilla le dedica un par de líneas para resaltar que su Archivo de Indias -único lugar que le interesa a fin de comprobar en sus papeles sus tesis sobre Hispanoamérica- está encarcelado. En efecto, parece que no logró hurgar en sus fondos... Un par de elogios para Valencia, porque está irrigada, con el valor que esto tiene para el argentino13... Y, ¡al fin!, fuera de España, es decir, en Barcelona: los catalanes son Europa:

«el aspecto de la ciudad es enteramente europeo; su Rambla asemeja a un boulevard, sus marinos inundan las calles como en el Havre o Burdeos, i el humo de las fabricas da al cielo aquel tinte especial, que nos hace sentir que el hombre máquina está debajo. La poblacion es activa, industrial por instinto i fabricante por conveniencia. Aqui hai onnibus, gas, vapor, seguros, tejidos, imprenta, humo i ruido; hai pues un pueblo europeo».


(II, p. 192)                


Creo que la visión sarmientina de Madrid es extraordinariamente injusta, a pesar de los motivos «regeneracionsitas» con los que cierta crítica ha querido defenderla. Sería interesante, en consecuencia, comparar su enfoque con el de un hombre como Théophule Gautier, que realizó un par de viajes a España en la misma década que Sarmiento. Así podría verse hasta qué punto la focalización de ambos está ideologizada, es decir, depende de premisas previas que empañan la óptica y deforman la realidad española. No obstante, el francés es capaz de abrir los ojos al entorno y comprobar lo equivocado de algunos de sus presupuestos -cosa inusitada en Sarmiento. Así sucede, por ejemplo, con el tema de la limpieza en posadas y albergues, agradable sorpresa que pone de relieve una y otra vez, quien esperaba comprobar en carne propia las lecturas del pícaro de los Siglos de Oro14. Gautier viene buscando ese «color local» que le fascina, embebido de literatura española... En su contacto con la realidad, sufrirá un doble proceso: por un lado, buscará lo pintoresco en connivencia con ese destinatario prioritariamente francés, al que se dirige una y otra vez, señalándole explícitamente su aparición, cuando ésta se produzca. Pero además se lamentará de que el español desee «civilizarse» anulando lo que le hace peculiar. En consecuencia, verá con simpatía las abigarradas diligencias con sus conductores «disfrazados» a lo folklórico; las ventas algo vetustas, la pervivencia y colorido de los trajes nacionales... Y lo justificará reiteradas veces:

«L'Espagne, qui touche à l'Afrique comme la Grèce à l'Asie, n’est pas faite pour les moeurs européennes. Le génie de l'Orient y perce sur toutes las formes, et il est fâcheux peut-être quelle ne soit pas restée moresque ou mahométane».


(p. 242)                


Desde esta óptica, la España fascinante comienza en Andalucía (p. 61): al llegar al umbral de Sierra Morena, se extasía sintiéndose en el paraíso de sus sueños, en Jaén constata, una vez más, la pervivencia de las costumbres pintorescas (p. 251); en Sevilla exalta la belleza y gracia de sus mujeres de mirada oriental... No es mi objetivo examinar pormenorizadamente la cosmovisión gauteriana: su capacidad de exaltar la monumentalidad de El Escorial -aunque tampoco le guste el lugar ni lo que representa-; o la curiosa pirueta con que concluye considerando como virtuosos ascéticos a esos hispánicos que trabajan sólo lo indispensable... Si me interesa, en cambio, resaltar que, frente al deseo de «uniformidad a lo francés» que guía a Sarmiento -y que, recordemos, le lleva a ver la variedad regional española como una llaga-, el francés está firmemente convencido de la existencia de un designio divino que modelo cada país de forma de esta manera. Cito un texto muy significativo:

«Nous croyos que tels n'ont pas eté les desseins de Dieu, qui a modelé chaque pays d'une façon différente [...] C'est mal comprende le sens de la creátion que de vouloir imposer la même livrée aux hommes des touts les climats, et c'est une des mille erreurs de la civilisation européenne...»15.


(p. 163)                


Tal vez como sociólogo y político, Sarmiento tenga razón en su lucha; pero como literato, como humanista y romántico que mira a Madrid a mediados del XIX, perdió la partida16.





 
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