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El delito colectivo

Concepción Arenal




Advertencia1

Muy de propósito escribimos algunas observaciones, porque no son todas ni aun muchas de las que podrían hacerse sobre el asunto; no nos proponemos desentrañarle, porque, aunque tuviéramos (lo que es dudoso) fuerzas para ello, no sería posible en estos breves apuntes.

Nuestro objeto es llamar la atención sobre este hecho: mientras los delitos comunes, al decir de los más, aumentan, y aunque así no sea en todos los países, en aquellos en que la criminalidad decrece, es con mucha lentitud, los delitos colectivos han desaparecido con el estado social que los motivó, o disminuyen rápidamente a medida que es menor el poder de las causas de que son efecto. Cuando muchas relaciones sociales que han encendido guerras sangrientas y prolongadas, son hoy armónicas, sino en absoluto, en la medida indispensable a la paz, lógico parece que esta armonía se establezca en todas las esferas de la vida social siempre que se introduzca en ella la cantidad de justicia indispensable, y creemos que esta condición no es imposible de llenar.

Así, pues, no intentaremos un análisis completo del delito colectivo, ni dar una lección; vamos a comunicar al lector una esperanza, procurando razonarla; no nos comprometemos a otra cosa, y se lo advertimos para que no exija más.

Estas observaciones empezaron a escribirse para el Congreso de Antropología criminal de Bruselas, pero nos faltó salud, y expiró el plazo en que debían presentarse los trabajos mucho antes de haber terminado el nuestro. En el momento de darle por concluído recibimos el informe de M. Tarde, notable como suyo, y que en el primer momento nos dio la idea de dejar inédito el nuestro; pero, reflexionando un poco, echamos de ver que, como la cuestión tiene varias fases, habíamos considerado una, que no es la observada por el distinguido magistrado de Sarlat.

El programa decía: Delito colectivo. (Criminalidad de las muchedumbres y de las sectas.)

Mr. Tarde ha tratado la parte contenida en el paréntesis; a nuestro parecer no es idéntica a la que está fuera de él, y que ha sido el objeto de nuestras observaciones.

Puede haber delito colectivo (según lo comprendemos) sin crímenes de muchedumbres, y crímenes de muchedumbres que sean delitos comunes y no colectivos, según la distinción que hacemos, y que parece indispensable en la práctica, cuando se trate de exigir responsabilidades e imponer penas.

Como quiera que sea, publicamos estas observaciones porque se refieren a una fase del asunto que juzgamos de alguna utilidad considerar.






ArribaAbajo- I -

El delito colectivo, como su nombre lo indica, es aquel en que toma parte una colectividad, sin que esta sola condición le caracterice: hay asociaciones numerosas de asesinos, monederos falsos, estafadores, etc., cuyos delitos no llamaremos colectivos aunque para cometerlos se asocien gran número de personas.

Lo característico del delito colectivo es que el objeto que se promete el delincuente no sea personal; que la idea que le guía, el sentimiento o la pasión que le impulsa, guíen o impulsen a otras muchas personas para un fin que no sea exclusivamente egoísta; que tenga, no una empresa, sino una, causa,2 buena o mala, razonable o absurda, pero común a todos los que la defienden: a ella sacrifican, unos el sosiego, otros la hacienda o la vida, y es ocasión para que muchos realicen cálculos interesados o den suelta a malos instintos; pero las diferencias en el modo de servirla o desacreditarla no prueban que deje de existir la idea, el sentimiento, la pasión que inspira a los autores o cómplices del delito colectivo, y quitándole el carácter personal esencialmente egoísta, le diferencian del delito común; difiere también de él, no sólo por el fin, sino por los medios, que, aun cuando lleguen a ser violentos, no están envilecidos por el egoísmo.3 El delincuente colectivo priva de la vida o de la hacienda, no por satisfacer su codicia o su odio contra el que personalmente le ofendió o aborrece, sino a fin de procurar medios pecuniarios con que sostener su causa o para combatir a los que la atacan; no persigue ni mata a un hombre como tal, sino como defensor de lo que él quiere destruir, como funcionario, como autoridad, como representante de una institución, como parte de una casta o de una clase.

Otra diferencia entre el delito colectivo y el común es que éste persiste a través de los siglos, y aquél desaparece con las instituciones sociales que ha combatido, o cuando no tiene razón para combatirlas; en este caso, los delincuentes van siendo cada vez menos y peores; hasta que, al fin, la idea, el sentimiento, la pasión, la causa, no tiene partidarios. Con la esclavitud y la servidumbre desaparecen las rebeliones de los esclavos y de los siervos; con las leyes que pretendían imponer por fuerza las creencias religiosas, desaparecen las guerras de religión; es ya raro, y lo será cada vez más, combatir a mano armada la libertad de conciencia.

Hay también, es cierto, delitos comunes obra de las leyes, que aparecen y desaparecen con ellas; sin aduanas ni contribuciones de consumos no habría contrabandistas ni matuteros, pero entran en la categoría de los delincuentes comunes por el móvil personal y egoísta que los impulsa y porque no se proponen reformarlas leyes, sino eludirlas.

Podrá objetarse que también al través de los siglos aparecen y desaparecen ciertos delitos colectivos, si no idénticos, con semejanzas que indican parentesco, es verdad, y la reproducción y la semejanza, cuando realmente la hay, hace sospechar que tienen en el fondo algún principio razonable y que podrá ser realizable alguna vez, de manera que llegue a ser legalidad lo que es rebeldía.

Por último, los que creen que el delito común desaparecerá objetarán que la persistencia no es característica suya; respecto a esta opinión o profecía, diremos con el poeta:


«A i posteri
L'ardua sentenza.»



Como quiera que sea, si ha de llegar un día en que no haya delito alguno, los más persistentes, los últimos que desaparezcan, han de ser los comunes, caracterizados siempre por el egoísmo.4

Para evitar la confusión que resulta a veces de no fijar bien el sentido de las palabras, conviene advertir que entendemos por delito colectivo una acción penada por la ley e inspirada, no por el egoísmo, sino por una idea, un sentimiento, una pasión común o un gran número de personas, y cuyo fin es hacer triunfar una causa.

Desde luego ocurren las objeciones que pueden hacerse a esta definición, y principalmente la de considerar como delito todo lo que como tal está calificado por la ley; responderemos:

1.º Que hay definiciones novísimas cuya novedad está en la forma, y que en el fondo vienen a decir lo mismo que decimos.

2.º Que hay definiciones diferentes de la que hemos dado que no comprenden todos los delitos, ni aun todos los que los autores quieren penar, según las cuales no se puede formar idea de lo que es delito, y que no tienen de positivo más que la confusión a que darían lugar si se admitiesen.

3.º Que las cosas han de tener palabras que las signifiquen. ¿Cómo llamaremos a la acción penada por la ley? Sobre que algún nombre hemos de darle para que la ambigüedad de las palabras no venga a introducir error en los razonamientos, la llamaremos delito.

4.º Que delito no es, en nuestro concepto, sinónimo de maldad; que puede ser una acción mala, buena, sublime, y que muchas veces, muchas, los malhechores son los que imponen la pena y los bienhechores los que la sufren: delincuentes heroicos que los contemporáneos inmolan y la posteridad honra y acaso diviniza.

Así, pues, vamos a tratar de acciones (buenas o malas) penadas por las leyes y realizadas por una colectividad que no se propone un fin egoísta: esta breve explicación previa era necesaria, y tal vez no sea suficiente y parezca vago el pensamiento y arbitrario el lenguaje; pero no hemos hallado medio de expresarnos con más claridad.

El delito colectivo no es solamente el delito político, sino la rebeldía por causa de organización social en la esfera civil, religiosa y económica, y todas nos parece que caben bajo la misma denominación general, en cuanto se proponen reformar o abolir leyes que se estiman injustas y no satisfacer pasiones ni cálculos personales. Y, por otra parte, ¿cómo no ver diferencias esenciales entre Espartaco, Padilla y Jaime el Barbudo?

Las semejanzas que tienen entre sí las rebeldías cuyo objeto es una reforma social en esta o la otra esfera, y las diferencias que las separan de los ataques violentos a la ley con un fin egoísta y puramente personal, nos parece que justifican la extensión que damos al concepto de delito colectivo y el no confundirlo nunca con el delito común.

Las condiciones del delito colectivo son:

Un medio social propio para que sea inevitable, o al menos posible;

Una idea, que es su núcleo y su impulso, aunque no siempre sea su ley;

Una colectividad que pretende realizar la idea y la convierte en causa.




ArribaAbajo- II -

Medio social apropiado. -Una sociedad en que todos fueran buenos e ilustrados, es decir, justos; en que nadie pidiera, ni negara, ni conservara cosa que no le fuese debida; ni hubiese más sufrimientos que los inherentes a la naturaleza humana, reconocidos como inevitables unánimemente, en esta sociedad existiría la armonía más perfecta y no serían posibles rebeldías de ningún género. Para los males que tienen remedio, la justicia y el amor; para los irremediables, la resignación, y siempre la paz.

A medida que una sociedad se aparte de este ideal, que tenga más individuos que nieguen lo justo o quieran lo imposible, han de multiplicarse las protestas y las rebeldías, a menos que los oprimidos por la injusticia carezcan de inteligencia o de energía hasta el punto de no comprender su derecho, o no tener ánimo para reclamarlo, o los descontentos sin razón sean en corto número, y estén enfrenados por la buena conciencia y el buen sentido general.

La sociedad más perfecta ideal, es aquella en que las rebeldías no tienen posibilidad de ser.

La sociedad que se acerca a la perfección, es aquella en que las rebeldías no tienen razón de ser.

La sociedad menos perfecta es aquella en que, habiendo grandes, poderosos, justos motivos para protestar, no hay protestas.

La injusticia, considerada como justicia o como necesidad, he aquí la mayor de las miserias humanas en que, por más o menos tiempo, han estado sumidos todos los pueblos, y lo están hoy todavía aquellos en que hay castas, clases privilegiadas, esclavitud, despotismo, en paz, con silencio, que es el de las tumbas donde está sepultada la inteligencia y la conciencia humana.

En toda sociedad donde hay rebeldes es porque hay oprimidos o equivocados. Escríbase lo que se escriba, en la bandera de una rebelión seguida por grandes multitudes, el pensador lee Justicia o Error, con frecuencia las dos cosas; y si puede haber exageración en haber dicho que los pueblos no tienen más criminales que los que quieren tener, nos parece que no la hay en afirmar que las sociedades hacen sus rebeldes, y que, en los delitos colectivos, el elemento social prepondera en términos que el individual entra a veces por muy poco si se prescinde, como se debe, para apreciar las rebeldías en su esencia y en su origen, de los que toman parte en ellas por cálculo o para dar rienda suelta a sus malos instintos.

Los delincuentes colectivos lo son por causa

De religión.

De organización civil.

De organización política.

De organización económica.

Los fenómenos sociales no tienen límites bien fijos, contornos muy marcados, líneas que determinan distintamente su forma y extensión, sin que, por el contrario, se entrecruzan, contribuyendo al hecho, no sólo la causa preponderante y por la cual se clasifica, sino otras menos ostensibles pero que influyen en él. En las rebeldías religiosas entra a veces la política; en las políticas, la religión; en todas, la organización civil y la económica; pero en un breve estudio como el que estamos haciendo sin prescindir de ningún elemento, debemos considerar principalmente el que prepondera.

Delitos colectivos por causa de religión. -Los elementos sociales de estos delitos son:

Dogmas que pretenden encerrar en sí la verdad absoluta;

Hombres que pretenden ser intérpretes infalibles de estos dogmas;

Multitudes que tienen fe viva en estos dogmas y en la infalibilidad de su interpretación;

Poderes que dan el apoyo de la fuerza pública a las prácticas religiosas que de estos dogmas se derivan a juicio de sus intérpretes;

Ignorancia general;

Hábitos de despotismo y de obediencia servil;

Moral extraviada y sensibilidad obtusa.

Considerando los componentes, podrá afligir, pero no admirar el compuesto.

Alguna vez se persiguen con razón sectas inmorales, perturbadoras de la sana moral, hasta de la decencia y del orden público; alguna vez los delincuentes pretenden imprimir sus creencias y se rebelan contra la libertad de conciencia, que no quieren más que para sí; pero, en general, en la sangrienta historia de las guerras religiosas, en la horripilante de los suplicios y torturas y hogueras encendidas por causa de religión, la justicia está de parte de los delincuentes colectivos, y los malhechores son los que en nombre de la ley quieren imponer su fe por medio de la violencia y llaman rebeldes a los que ellos han vencido o esperen vencer. No se pueden recordar sin dolor profundo los males que ha causado a la humanidad la alianza de poderes infalibles en el orden espiritual y despóticos en el orden material; los déspotas eran señores de vidas y haciendas; no les bastó; quisieron ser también señores de las almas y reducir el espíritu a ser eco de las únicas voces que tenían derecho a ser oídas.

En los países en que el despotismo religioso ha sido feroz y prolongado, dejó raíces que retoñan y aun dan frutos venenosos para los entendimientos y las conciencias; pero las rebeldías espirituales rara vez llegan a ser materiales y forman delincuentes colectivos; estas rebeldías son cada día más raras, y se ve claramente que acabarán por desaparecer del mundo civilizado.

Las persecuciones de los judíos de hoy no son un argumento contra lo que afirmamos; los judíos se persiguen más como usureros y ricos absoluta o relativamente, que como creyentes, y en todo caso se persiguen en pueblos atrasados en civismo y que conservan vestigios de la reciente servidumbre. En los pueblos más cultos, los creyentes de distintas religiones se unen para las buenas obras, oran a veces en el mismo templo, entienden por comunión de los santos la de los justos de todas las religiones, y rechazan el absurdo de que la fe se oponga a la caridad. La caridad, la caridad verdadera, la caridad de San Pablo, acabará por ser la base de todas las religiones, que, según la etimología de su nombre, servirán para unir, no para separar a los hombres; el progreso en este sentido, lento para las impaciencias del buen deseo, es rápido para la razón; y si el clero católico rechaza a los ministros protestantes que quieren asistir al entierro de aquel inolvidable arzobispo de París, de bendita memoria, que murió en las barricadas, en los Estados Unidos, las campanas del templo católico hacen oír sus fúnebres sonidos cuando pasa el cadáver del unitario Channing.

En ningún delito colectivo aparece tan evidente la acción social, no ya como concausa, sino como causa verdadera. Se borra de la ley el sacrilegio, el anatema; el Estado deja de dar al sacerdote soldados5 y verdugos, y los delincuentes colectivos por causa de religión desaparecen, casi instantáneamente puede decirse, considerando la lentitud de los progresos humanos; los viejos hemos conocido aún encausados por la Inquisición; no era ya la que encendía hogueras, descoyuntaba huesos y dislaceraba carnes; poco más de dos siglos habían bastado para hacerla, de horrenda, ridícula, y al poco tiempo imposible; jamás la razón hizo sentir su benéfica influencia, ni desarmó en menos tiempo tantas manos crueles, tantas iras implacables.

El error, que entra siempre más o menos en todo delito colectivo, sea como provocación en el que oprime o como impulso en el que se rebela; el error, factor común en todas las guerras, es factor preponderante en las religiosas; siempre acuden a la lucha las malas pasiones y feroces instintos, como gusanos a un cuerpo en descomposición; pero nunca es tan patente el extravío mental como cuando se despedazan los hombres en nombre de Dios. El fanatismo religioso, aunque coincida con otros fanatismos en desenfrenar instintos que deben estar enfrenados, tiene su origen principalmente en el entendimiento, y esto explica por qué puede desaparecer con relativa brevedad y ser tan terrible mientras existe, porque con la abnegación del santo tiene la furia del loco.

Delitos colectivos contra la organización civil. -En estos delitos, más tal vez que en ningún otro, la razón suele estar de parte de los rebeldes, que sufren lo injusto y no se rebelan, y eso rara vez, sino contra lo inalterable; es decir, que el origen de este delito está en la organización, que ataca la justicia en sus bases más esenciales y en sus raíces más profundas. Los delincuentes colectivos no han protestado en armas contra esta o la otra ley, y muchas parciales poco equitativas, sino contra la grande iniquidad general, que se llama servidumbre y esclavitud: hija desdichada de la guerra, no desmiente su origen, ni reniega de su madre; como ella, es rapaz, corrompida, cruel, sin equidad,sin pudor y sin entrañas. En la furia del combate, en la embriaguez del triunfo, en el pánico de la derrota, se comprenden las demasías de la fuerza y los desfallecimientos de la debilidad; pero lo incomprensible es que por años y por siglos la ley de los pueblos en paz sea la de los vencidos en el campo de batalla y de los habitantes de una ciudad tomada por asalto. Y lo ha sido, y hubo sabios que lo tuvieron por necesario, y juristas que lo reputaron justo, y soldados valientes, y caballeros con honor que no tuvieron por cobarde inhumana villanía ahogar en sangre las rebeliones de los esclavos y de los siervos; con ellos estaba la razón, la justicia; no les bastó por espacio de muchos siglos en que fueron penados como delincuentes, no por culpables, sino por débiles. De sus excesos, más bien que ellos, deben responder sus opresores. ¿Cómo el que hace esclavos tiene la pretensión absurda de que al rebelarse se conviertan en hombres?

La esclavitud y la servidumbre no sólo influyen, sino que caracterizan la organización económica, y, no obstante, la mencionamos aparte, porque, cuando se oprime a un vencido haciéndolo siervo o esclavo, lo más grave no es que se le remunere mal, es que se desconozca su personalidad con todas las terribles consecuencias que de este desconocimiento resultan.

Delitos colectivos contra la organización política. -Los elementos de esta clase de delitos son:

Poderes tiránicos o despóticos ejercidos con injusticia y gran daño del pueblo;

Colectividades que no se dejan oprimir por estos poderes;

Pueblos que entienden por soberanía el despotismo de las multitudes;

Colectividades fuertes para la protesta, débiles para el triunfo, que la opinión no contiene antes de la rebeldía, ni sostiene después;

Masas que se dejan manipular por minorías, ya vencedoras, ya vencidas, que alternativamente imperan sobre los vicios, las debilidades y la ignorancia que representan y explotan;

Ejércitos que no tienen la disciplina moral de la opinión, y vuelven las armas contra los poderes que se las han dado;

O varios de estos elementos combinados en mayor o menor proporción.

Cuando los delitos colectivos contra la organización política se repiten, es síntoma seguro de grave enfermedad en el cuerpo social.

Si el poder es injusto, la frecuencia e inutilidad de los ataques de que es objeto prueban cuán débil es el sentimiento de justicia.

Si el poder es justo y combatido repetidamente por la fuerza, no tiene raíces la idea del derecho.

Si los poderes, resultado de la rebelión, no tardan en ser derribados por otra, el pueblo tendrá los males de la guerra sin los beneficios de la reforma, y cambiará de personas y de nombres, dejando en el mismo estado las cosas: con mucha propiedad se ha dado a estos movimientos el nombre de convulsiones políticas, porque, como las que sufren las personas, denotan irritabilidad y debilidad.

A medida que los pueblos se ilustran y moralizan, es decir, que espiritualmente se fortalecen, van desapareciendo estos síntomas de la debilidad, y la fuerza moral, no la material, es la que derriba los Gobiernos y modifica las leyes. Así sucede en las naciones que marchan ála cabeza de la civilización, y aun en las muy rezagadas, como España, se nota el progreso. Los viejos recordamos que lo que se llamaba «libertad» no se creía garantizada sino armando al pueblo para que la defendiese; la garantía era ilusoria, pero positivo el error de que ningún derecho podía ejercerse si no estaba sostenido con las armas por el pueblo que lo proclamaba. Hoy ni siquiera ocurre que los derechos políticos necesiten estar defendidos por la milicia nacional, y si se ejercen mal o no se ejercen no es porque la fuerza material les falte, es porque la ignorancia y la inmoralidad los anula.

También recordamos los viejos que para un simple (¡y tan simple!) cambio de Ministerio se hacía un pronunciamiento que, si no por lo profundo, por lo general, podía llamarse revolución. Se pronunciaban las poblaciones más insignificantes de los últimos rincones; se sustituían las autoridades legalmente establecidas con juntas revolucionarias; quedaban todos los empleados cesantes para sustituirlos con empleados nuevos, o con los que había echado a la calle la última reacción, y, lo que es peor, corría sangre. Un general empezaba el parte de un combate muy sangriento en estos términos «A la eléctrica voz de ¡viva Isabel II! se rompió el fuego por ambas partes

De manera que para sustituir unos ministros por otros que fuesen un poco más o un poco menos liberales se encendía la guerra; advirtiendo que de esa libertad que a tanta costa se quería aumentar sobraba mucha, porque no se sabía hacer uso de ella.

Hoy no se conciben esas apelaciones a la fuerza para derribar un Ministerio, sino, a lo más, para derribar un trono; muchos no las quieren ya ni para eso, y mañana no las querrá nadie ni se necesitarán para nada.

Los delitos colectivos cometidos por la fuerza pública, sólo por excepción pueden calificarse hoy de sublevaciones militares; porque si éstos se sublevan, no es a la manera de la guardia pretoriana o de los genízaros, sino con un fin político; muchos sublevados podrán entrar en las categorías de que hablaremos más adelante, como calculadores o inconscientes; pero otros son hombres de fe, convencidos, y todos de hecho invocan una idea y fraternizan con los que sostienen la causa inspirada por ella. Como los extranjeros no suelen estar muy enterados de las cosas de España, porque los militares toman parte en una revolución o sublevación la califican erradamente de militar. Se ha visto, y se verá cada vez más, que los militares solos no pueden nada para cambiar la forma de Gobierno sublevándose, por mucho que sea su prestigio. Grande era el de O'Donnell, y no hubiera pasado de cabecilla (como burlescamente dijo, sin sabor acaso que decía la verdad) si no toca el himno de Riego y da el manifiesto de Manzanares: todas las sublevaciones militares posteriores han tenido un fin político, y fracasado las que no fueron poderosamente sostenidas por el elemento civil.

De la intervención ilegal de la fuerza armada en la política puede decirse que, como la frecuencia de las revoluciones, es un mal síntoma, muy malo para un pueblo; en los más cultos y morales los soldados lo son de la patria, no de los partidos. No estamos a nivel de ellos, pero algo hemos progresado. No se tiene tanta fe en la libertad que sale de los cuarteles, y las inteligencias y las conciencias mejores se emplean en convencer ciudadanos y no en seducir soldados.

El estudio, aunque no sea muy detenido, de las vicisitudes políticas en los pueblos cultos pone de manifiesto que las luchas a mano armada para cambiar o modificar la forma de gobierno, o no existen ya, o son cada vez más raras, y es evidente que los delitos colectivos por causa política desaparecerán en todos los países que por su ignorancia, su inmoralidad o su apatía no estén predestinados a la anarquía y al despotismo: es de esperar que serán cada vez menos, y aun que llegará un día en que ninguno se halle en tan deplorables condiciones.

Delitos colectivos por causas económicas. -Los elementos de estos delitos son:

Una organización económica defectuosa en alto grado, tanto para la producción como para la repartición de los productos del trabajo; poca inteligencia y moralidad en el consumo y empleo de los beneficios, de donde resultan riqueza excesiva, gran miseria y hábitos de indiferencia de los que gozan respecto a los que sufren;

Una colectividad compuesta en su mayoría de los que sufren, no se resigna y recurro a la violencia como el mejor medio o el único de alcanzar justicia;

Una organización económica bastante perfecta dada la imperfección humana, y una colectividad que llama a su deseo justicia y quiere realizarla recurriendo a la fuerza y prescindiendo de la posibilidad.

Las causas económicas aunque no tengan siempre la influencia preponderante que algunos suponen, es indudable querara vez dejan de influir más o menos en las revoluciones y en las rebeliones; y si bien es cierto que no sólo de pan vive el hombre, y que las ideas y las creencias religiosas y las ambiciones han encendido la mayor parte de las guerras, también lo es que éstas habrían hallado menos elementos en pueblos que disfrutasen de un gran bienestar material y satisfechos de su condición económica.

Como este bienestar y esta satisfacción no ha existido nunca, las protestas con violencia aparecen al través de la historia con mayor o menor intensidad, con intervalos más o menos largos, en esta o la otra forma, pero siempre llevando en el fondo el mismo problema: mejorar la condición económica del mayor número. Pasan a veces años, y muchos, sin que los miserables se rebelen, al menos arbolando su bandera, pero al fin vuelven a desplegarla porque simboliza una causa que no se ha ganado ni perdido nunca; porque no hay triunfes decisivos ni derrotas definitivas cuando se combate por un progreso tan seguro como lento. Al día siguiente de saquear un palacio o una tahona o incendiar una fábrica, los rebeldes sometidos tienen hambre, y el problema aparece idéntico que antes del combate, y aparecería lo mismo si los vencidos hubieran quedado vencedores.

Los delitos colectivos por causas económicas no se consuman cuando éstas son más poderosas: la miseria, en su período álgido, hace víctimas no rebeldes; mientras los irlandeses se morían de hambre no había sublevaciones ni crímenes agrarios, como no los hay entre los rusos, que perecen extenuados en aquel grado de abatimiento que no tiene ni las energías de la desesperación. Este hecho constante parece obedecer a una ley, pero es argumento inadmisible en prueba de que se quejan sin razón los que hoy sufren mucho, porque otros sufrieron más y murieron sin quejarse.

La rebeldía contra lo que es o se cree una injusticia, consta principalmente de cuatro elementos:

Idea de que por medio de la fuerza podrá realizarse el derecho;

Mal que hace la injusticia;

Sensibilidad de los que sufren este mal;

Falta de resignación para continuar sufriéndole.

Los que se creen sujetos, más que por razón, por fuerza, propenden a recurrir a ella y a creer que por su medio podrán lograr las ventajas que disfrutan los que la tienen. La fuerza que está en las cosas no suelen verla, y la de los hombres, que no inspira respeto, parece el único obstáculo, que, vencido, permitirá la realización de la justicia.

Los males no son, sino como se sienten. Lo que uno ve apenas conmovido o indiferente, es para otro causa de desesperación y le lleva al suicidio. Se dice que el pueblo es hoy menos miserable, tiene menos privaciones, lo cual no es tan fácil de probar como el que las siente más. Las aberraciones de la sensibilidad podrán ser más o menos insensatas, pero la ponen de manifiesto. Cierta manera de sentir y esa desesperación aguda que hace odiosa la vida, era no ha mucho como un doloroso privilegio de las personas cultas, de las clases acomodadas; hoy se suicidan los soldados, los sirvientes, los artesanos, todo el mundo que no pertenece al gran mundo. Cuando se suicidó el heredero del Emperador de Austria, un periódico decía que había acabado de una manera cursi; frase que ante aquella tragedia nos pareció impía, pero que viene a comprobar lo que vamos diciendo. Por este y por otros síntomas se pone de manifiesto que el pueblo tiene mayor sensibilidad que tenía, y, por consiguiente, con las mismas privaciones, y aun con menos, padece más.

Y la mayor resignación, ¿podrá templar el dolor más agudo? Todo lo contrario. Las entibiadas creencias religiosas; las ideas y las aspiraciones a la igualdad; el fermento colectivo de odios que, aislados, no se multiplicaban antes; el espectáculo o el relato de goces fabulosos, unos imposibles en otro tiempo, otros de que no tenían noticia los que estaban privados de lo necesario, y que hoy pueden saborear como una copa de hiel, todo hace la resignación más difícil que lo fue nunca.

La organización económica es injusta; el pueblo siente más las consecuencias de la injusticia, se resigna menos, y en algunos casos recurre a la fuerza para combatirla.

Decimos en algunos casos, porque son muy pocos; y asombra y consuela que tantos millones de hombres que sufren, y que con sólo levantar los brazos podían aniquilar a los que gozan, no los aniquilan, y que, en un día dado, millones de voces protesten, pero que las manos purificadas por el trabajo no se manchen con sangre. Este es el gran prodigio del siglo XIX, más grande, mucho más, que los del vapor y de la electricidad.

Decimos prodigio para expresar la inmensa magnitud de un suceso que impresiona el ánimo y le conmueve profundamente, no en sentido de cosa sobrenatural o inexplicable.

Y ¿cómo se explica que sean casi siempre inofensivas esas multitudes, muchas veces doloridas o justamente irritadas? ¿Se componen de santos? No: formadas están por hombres buenos, malos y medianos. ¿Las contiene la fuerza pública? ¡Qué podrían los miles de soldados contra los millones de obreros! Y, además, los soldados, ¿qué son? Hijos del pueblo, y tan oprimidos y más oprimidos que él en muchos países. El orden material no se mantiene, ni por la virtud de los unos, ni por la fuerza de los otros, sino por ley y necesidad social, comprendida por pocos pero sentida por los demás. La organización económica rodea al pueblo en una como red de injusticias, que contribuyen a formar los mismos que están envueltos en sus mallas; es de tal naturaleza que hiere a los que tratan de romperla con violencia por la complicación infinita de esta urdimbre social que se llama civilización moderna. La máquina es tan complicada, que si un tornillo falta produce trastornos que llegan a toda ella, y sufren daño explotadores y explotados. Los movimientos violentos para mejorar la vida material están contenidos por las necesidades apremiantes de esa misma vida, tienen un freno que podría llamarse automático; en la esfera económica, la revolución es imposible; lo que puede y debe hacerse, y no será poco, es activar la evolución.

Algo de esto van comprendiendo o sintiendo las muchedumbres; se habla menos de revolución y de liquidación social, y no son tan frecuentes las excitaciones al robo, al incendio y al asesinato, como medios de establecer la equitativa distribución de bienes. Compárese la Internacional de hace algunos años con las asociaciones de trabajadores de hoy, y se notará un gran progreso, menos propensión a recurrir a medios violentos y más sentido de la realidad.

Esto ha sido obra del tiempo; pero del tiempo, no en el sentido de salir y ponerse el sol muchas veces, sino de que en estos últimos años se ha hecho a las asociaciones populares un poco más de justicia y dádoles libertad para establecerse y funcionar. A medida que ha disminuido la presión injusta, ha sido menor el impulso y el poder explosivo; a la luz de la publicidad y de la libertad han desaparecido muchos fantasmas sangrientos que iban tomando cuerpo en las tinieblas; es necesario considerar que, si hay épocas en que las cadenas hacen esclavos, en otras hacen fieras.

¿Y los anarquistas? ¿Y los dinamiteros?

Los anarquistas es una minoría entre los obreros, que son, en general, socialistas, y que podrán aspirar a cosas más o menos posibles, pero que no pretenden conseguirlas por medio de la fuerza. Entre los anarquistas mismos, los dinamiteros forman una minoría, creemos que muy diminuta, y, sobre todo, muy débil, por la falta de inteligencia y de justicia de los que la forman. El miedo, la molicie, el egoísmo, perturban la serenidad del juicio y abultan y exageran la importancia de algunos atentados salvajes, que, si se miraran bien, podrían ser como una especie de espejo de las clases que los temen.

¿Quién sabe la parte que tiene en esos crímenes la organización económica? Habrá casos en que tenga muy poca, y otros en que no tenga ninguna, y en que los criminales no hayan oído hablar de anarquismo siquiera. En París, unos señores comen manjares selectos y beben vinos exquisitos, separados de la vía pública no más que por un grande y diáfano cristal; pasa un muchacho, tira una piedra y le rompe. ¡Anarquista! Probablemente hambriento y seguramente provocado, porque, si hubiese policía moral, no sería un derecho saciarse en mesas opíparas y a una agradable temperatura, tocando y a la vista de los que pasan tiritando de frío y muertos de hambre.

En un pequeño pueblo de Galicia, una explosión de dinamita mata a un cacique, a su inocente hija, y hiere de gravedad a un criado, sin que este crimen horrendo tenga nada que ver con las asociaciones anárquicas ni con la organización económica. Se califican de delitos colectivos, muchos, muchísimos, que son delitos comunes, provocados con frecuencia por el cinismo, el egoísmo y la injusticia, y multiplicados por el espíritu de imitación con la insensata publicidad que se les da. Cooperan a la absurda calificación los criminales mismos, halagados por la idea de transformarse (en concepto de muchos), de asesinos y ladrones, en héroes.

Los dinamiteros, creemos que con pocas excepciones (si las hay), son delincuentes comunes o insensatos, cuya razón está más o menos perturbada; y los anarquistas, una colectividad condenada a extinguirse como todas las que están saturadas del virus mortal del absurdo: puede vivir algún tiempo en una sociedad en que hay mucha ignorancia, mucho dolor y mucha injusticia, pero no prolongará su vida, y prueba que no es viable la falta de inteligencia de los que de ella forman parte. Un hombre exaltado, fanatizado, aunque sea inteligente, puede concebir como práctica la idea más impracticable, y arrastrar en pos de sí otro y otros y muchos que participen de ella; pero muerto el iniciador, va bajando cada vez más el nivel intelectual de los continuadores. ¿Dónde están hoy las grandes inteligencias de la anarquía? No las tiene. Pues colectividad que no sabe pensar no puede vivir.

¿Quiera esto decir que no hay que temer agresiones sangrientas y delitos por causa de organización económica? Seguramente que no. Los delitos colectivos propios de nuestra época en los pueblos cultos, son precisamente los que tienen su origen en el deseo de mejorar la condición material de los delincuentes, que pasan a vías de hecho, unas veces con propósito deliberado, y otras por circunstancias que no habían previsto. Dado el egoísmo de las clases explotadoras y la ignorancia de los explotados, es probable que, en adelante, los delitos colectivos por causas económicas sean frecuentes, y aun que lleguen a ser graves, pero no tanto, ni prolongados por tanto tiempo como los que han tenido origen en el despotismo de los reyes y en el fanatismo político y religioso de los pueblos.

Nos inspira esta esperanza la índole de la cuestión que se debate, porque, al intentar por la fuerza mejorar las condiciones materiales, se encuentra, como decimos, un inevitable regulador: la precisión de proveer a las necesidades de la vida. Además, como toda guerra se alimenta de ignorancia y de dureza, y hay más ilustración y humanidad que había en otros tiempos, si no una perfecta armonía ni una satisfacción completa, creemos que la paz material se establecerá en esta esfera antes que en otras, previa la cantidad de justicia indispensable en toda relación humana si ha de ser armónica.

Otros delitos colectivos tienen causas locales o pasajeras, y no debemos citarlos en estas breves observaciones. Hay uno, no obstante, si no general, persistente y digno por esto de llamar la atención: nos referimos al hecho, repetido en los Estados Unidos de América, de rebelarse colectividades numerosas, y a veces sostener combates sangrientos con la fuerza pública, para apoderarse o inmolar a acusados absueltos por los tribunales, o a supuestos delincuentes que aun no habían sido procesados. No hemos visto ninguna explicación satisfactoria de hecho tan inexplicable por lo repetido en un pueblo culto, donde el poder judicial dicen que tiene gran prestigio y existe el Jurado, este depositario exclusivo de la conciencia pública al decir de sus partidarios; sale del pueblo, y del pueblo salen también los que asesinan a los procesados que él absuelve; le acusan de venal, pero esta explicación vergonzosa, y queremos creer calumniosa, no puede darse cuando los absueltos son pobres y hasta desvalidos extranjeros.

El hecho, como que tiene causas, tendrá explicación para el que pueda apreciarlas, nosotros no podemos, limitándonos a consignarlo como un delito colectivo que denota un gran trastorno de la conciencia y una gran desviación del derecho. ¿Podrá contribuir a ella cierta dureza en la raza, reminiscencias del látigo que no hace mucho fustigaba a los esclavos, y los hábitos de una soberanía poco meditada que transforma la voluntad en ley, y hace la ley sinónimo de justicia? Lo ignoramos.




ArribaAbajo- III -

Hemos dicho que el delito colectivo, además de un medio social apropiado, necesita una idea, que es el origen de su existencia, su impulso, aunque no siempre sea su ley; en efecto, la idea mal comprendida, de razonable se convierte en absurda, y aun aparece transformada en pasión ciega o instinto brutal, y de aquí el desconocerla y acusar al que la concibió. ¿Es justa esta acusación?

El pensador, lleno de fe, busca en el pasado la explicación del presente; recorre el inmenso campo de la historia y se recoge dentro de sí mismo; estudia la estructura de las organizaciones sociales, al hombre en sus miserias, en sus grandezas, y después de una vida consagrada a la resolución del gran problema, la muerte le sorprende sin haber despejado la eterna incógnita del dolor y de la injusticia humana: se lo exige con frecuencia más de lo que puede dar, pretendiendo las soluciones prontas, incontestables e incontestadas de las ciencias llamadas exactas para la ciencia social: en ésta el observador, la cosa observada, el medio en que observa, el instrumento que emplea, todo se mueve, vibra, se agita, y más de una vez podría compararse el sociólogo a un astrónomo observando los astros desde un barco acosado por la tempestad. Los hechos que con calma impasible pueden apreciarse en las ciencias físicas, son en las sociales abusos que favorecen o perjudican, iniquidades que indignan, dolores que conmueven; las ajenas pasiones se miran al través de las propias, y lo mismo acontece con los errores. En las otras ciencias se estudia para formar opinión; en las sociales es raro que no preceda al estudio la opinión formada, muchas veces sin que sepa cómo, y si no es exacta constituye un obstáculo difícil de vencer o que no se vence nunca. ¿Será un remedio contra el error la fría impasibilidad? No; la razón sola juzgaría mal los sucesos de un mundo en que la razón entra a veces por tan poco, casi diríamos por nada: se necesita el conocimiento del hombre, y nadie lo conoce si no ha tenido sus debilidades y sus energías, sus satisfacciones y sus dolores; si no se ha elevado y hundido como él, sintiendo alternativamente la fuerza del desvarío y de la razón. Notémoslo: las inteligencias que dejan huella al través de los siglos tienen siempre una apasionada energía, si no en la forma, en el fondo: el filósofo impasible que no se indignase ante ninguna iniquidad, que no se conmoviera ante ninguna virtud, que no compadeciese ningún dolor, y armado del escalpelo de su razón disecara la humanidad como un cadáver, se parecería a una hermosa estatua que todos admiran, pero a quien nadie pregunta nada porque se sabe que no ha de responder.

Cuando, por una reunión de felices circunstancias, el pensador descubre la verdad y la fórmula; cuando, lleno de fe y de entusiasmo como portador de un presente del cielo, corre a ofrecerla a todos los hombres, acaso no echa de ver que camina a través de las pasiones y de los delirios humanos; cree penetrar con una luz en una atmósfera pura, y está saturada de gases inflamables, de manera que la antorcha de la razón se convierte en una tea incendiaria. No se lo exija, sería injusto, la previsión que no pudo tener; harta fatiga cuesta el descubrimiento de la verdad sin pedir el esfuerzo imposible y el conocimiento que a priori nadie puede alcanzar de todas las consecuencias de la mala interpretación de esta verdad. Otras veces se concede que la idea es buena, pero añadiendo en son de crítica que es prematura. Y porque lo sea, ¿ha de sepultarla consigo el que la tiene, y cometer el infanticidio intelectual, que, caso de que fuera posible, no sería conveniente? Ideas hay que necesitan fermentación de siglos, y si esta fermentación es agitada será por ley, no por culpa del que las emitió, que si en ciencia y en conciencia las tiene por exactas, está en su derecho, es su deber decir a sus contemporáneos: PARA VOSOTROS O PARA LOS QUE VENDRÁN. ¿Qué sería el mundo sin ideas? Con ellas y por ellas vive, y porque tantas veces las mancha no es razón que acuse al que se las dio puras.

Las verdades que se entregan a las multitudes pueden desfigurarse, se desfiguran muchas veces; pero después de oscilaciones más o menos violentas recobran su equilibrio, prevalecen, porque todo busca su natural nivel, y el de la verdad está muy por encima del error. Con frecuencia el filósofo puede decir a la multitud: ¿Qué has hecho de la verdad que te entregué? Tan desfigurada la veo en tus manos que no la reconozco.

Los pensadores, se dice, tienen a veces ideas absurdas, irrealizables, peligrosísimas; se extravían, y necesariamente han de extraviar a los que les dan crédito: es verdad. Los pensadores son hombres, y, como tales, sujetos a error; pero como nadie deja de andar porque puede caerse, tampoco de pensar por temor a equivocarse; y el que es sincero y hace cuanto le es posible para acertar, si se equivoca podrá hacer daño, pero no tendrá culpa; triste consecuencia de la limitación humana.

Los delincuentes colectivos pueden convertir en causa una idea razonable o absurda: en este último caso, sus defensores indican la falta de razón, si no por el número, por la calidad. Que muchas personas inteligentes quieran realizar por medio de la fuerza una idea esencialmente absurda será raro, aunque sea posible, y de todos modos, en vez de aumentar, irán disminuyendo con el tiempo, y más a medida que la instrucción aumente. Idea convertida en causa, cuyos partidarios aumentan con el tiempo y la ciencia; idea viable, en la que hay un fondo suficiente de justicia; idea que el tiempo y el saber debilitan; idea que no puede vivir porque no lleva en sí justicia ni bondad.



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