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El romancero caballeresco

Paloma Díaz-Mas





Como es bien sabido, el romancero es un género poético narrativo cuyos orígenes se remontan a la Edad Media. Se trata de una poesía de transmisión principalmente oral, que con frecuencia se cantaba (aunque también hay romances que sólo se recitaban), y de ahí que muchos temas romancísticos, transmitiéndose de generación en generación, hayan pervivido hasta prácticamente nuestros días en la tradición oral de España, Portugal, las islas atlánticas, América (en los países en que se habla español o portugués o entre las poblaciones de origen hispano de Norteamérica) y en la diáspora de los judíos sefardíes.

La forma característica de los romances son las tiradas de versos octosílabos con rima asonante en los pares, métrica que, al parecer, deriva de los versos largos con cesura de la poesía épica castellana; aunque también hay romances en hexasílabos, en versos más largos que el octosílabo, con rima consonante o con formas que tienden al estrofismo (por ejemplo, paralelísticos o que se cantan con estribillo).

Las fuentes por las cuales conocemos el romancero son diversas. Son pocos los romances que nos han llegado en manuscritos medievales (cancioneros cortesanos o cartapacios de uso personal), mientras que la mayor parte de los romances antiguos los conocemos gracias a la difusión que hizo de ellos la imprenta a partir de finales del siglo XV: empiezan a publicarse romances ya en pliegos sueltos incunables, se imprimen muchos en pliegos del siglo XVI y se continúan componiendo y publicando hasta prácticamente los inicios del siglo XX; también en el siglo XVI, la moda del romancero hizo que se imprimiesen libritos consistentes en colecciones de romances (Cancionero de Romances de Amberes, s.a., y sus reediciones, la Silva de varios romances de 1550, etc.) y que se incluyeran en libros de música impresos. Desde finales del siglo XIX, primero el interés de los eruditos románticos y luego el de filólogos, folcloristas y musicólogos, hizo que se emprendiesen encuestas de campo para recoger romances de la tradición oral viva, gracias a lo cual se ha podido rescatar esa parte del patrimonio cultural inmaterial.

En cuanto a los temas, aunque los orígenes de la métrica del romance estén en la poesía épica y sean épicos algunos de los más antiguos, en forma de romance se vertieron, a lo largo de los siglos, las más variadas narraciones: desde hechos históricos hasta relaciones de sucesos, vidas y milagros de santos, aventuras amorosas, episodios de la lucha fronteriza contra los musulmanes, sátiras de costumbres, etc.

Hablar de romancero caballeresco es hablar de casi todo el romancero, porque en esos romances de las más variadas temáticas se reflejaron los ideales del mundo caballeresco medieval, incluso en épocas y contextos -como el mismo siglo XVI, en que tantos romances se compusieron, imprimieron, difundieron y cantaron, o las primeras décadas del siglo XX, en que el romancero estaba vivo en la tradición oral de muchos lugares- en que la vida no se regía ya por ese antiguo ideario caballeresco. Así que en el romancero los ideales caballerescos medievales pervivieron como una mera ficción, que sin duda estimulaba la imaginación de los destinatarios, cuando ya hacía siglos que el código de comportamiento caballeresco había periclitado en la sociedad real.

En ese sentido, son caballerescos la mayoría de los romances épicos, muchos de los históricos (incluidos los fronterizos, que narran las luchas entre reinos cristianos y musulmanes), los moriscos, o los numerosísimos que en los siglos XVI y XVII se compusieron inspirándose en el Orlando furioso de Ariosto, y buena parte de los romances novelescos, que narran peripecias amorosas, conflictos familiares o aventuras de héroes.

El auge de los libros de caballerías en el siglo XVI hizo que entonces se compusiesen romances que resumían en verso algunos de los episodios de este tipo de literatura. Así, en el Abecedarium o listado alfabético de la biblioteca de Hernando Colón (el hijo de Cristóbal Colón, que fue un gran coleccionista de libros) aparecen algunas referencias de pliegos hoy perdidos, como un «Romance de don Clarián», escrito por un tal Sabalça, que probablemente se basaba en uno de los libros de Clarián de Landanís; o la mención de un pliego sobre «Lisuarte regis libertad en coplas» (sic) con el incipit «Preso estaua el rey lisuarte / en la torre defendida», que debía de basarse en el Lisuarte de Grecia, de Feliciano de Silva. También conocemos varios pliegos sueltos (uno de ellos, hoy en la Biblioteca Nacional) que contienen un romance de Floriseo y la reina de Bohemia («Quién hubiese tal ventura / en haberse de casar»), basado en el Floriseo o el Caballero del Desierto de Fernando Bernal.

Además, hay en pliegos sueltos y libros de romances del siglo XVI varios sobre la historia de Tristán e Isolda, como el que empieza «Herido está don Tristán / de una muy mala lanzada» que, más que derivar directamente de la vieja Materia de Bretaña, debieron de tomar pie en refundiciones de la historia de Tristán en forma de libro de caballerías, como el Tristán de Leonís impreso por Juan de Burgos (Valladolid, 1501).

En el romancero, el epítome del mundo caballeresco fue, sin embargo, la corte de Carlomagno. Situar una peripecia en la corte del emperador por antonomasia, o del «buen rey Carlos», mencionar genéricamente a «los doce Pares» o el nombre de alguno de los caballeros (como «el paladín Roldán», «Guarinos, almirante de las mares», «don Beltrán», etc.) equivalía ubicar la acción en un entorno ideal en el que regían las leyes de la caballería. Y, en consecuencia, encontramos en el romancero antiguo y en el que ha pervivido en la tradición oral moderna, situadas en una corte carolingia o pseudocarolingia, las más variadas historias, parte de las cuales no tenían en su origen ninguna relación con el ciclo épico de Carlomagno; por ejemplo, la historia del Conde Dirlos, que desarrolla un tema folclórico que aparece ya en la Odisea y en diversas baladas de varias lenguas europeas (el marido que parte para la guerra y regresa años después, disfrazado o irreconocible, justo a tiempo de impedir que su mujer se case con otro). Incluso se acabaron identificando con la corte carolingia romances que tratan de la Materia de Bretaña y de los caballeros del rey Arturo, como varios que tienen como protagonista a Lanzarote.

Algunos romances carolingios recrean peripecias que provienen de narraciones caballerescas medievales en verso, como el poema de Amis et Amile (siglo XII), en uno de cuyos episodios se basa el romance de Melisenda insomne; Ogier le Danois (siglo XII), en el que se basa el romance del Cautiverio de Guarinos (a mayor abundamiento, el romance sitúa la peripecia en plena batalla de Roncesvalles); o la Chanson de Aïol (siglo XIII), en la que se basan varios romances cuyo protagonista recibe el nombre de Montesinos.

El caso de Montesinos es un buen ejemplo de cómo entre finales del siglo XV y la primera mitad del XVI se compusieron y publicaron series de romances (algunos, de considerable extensión) sobre un mismo tema que, juntos, venían a constituir auténticas novelitas caballerescas en verso. Así, el romance que empieza «Muchas veces oí decir / y a los antiguos contar /que ninguno por riqueza / no se debe ensalzar» cuenta cómo el conde Grimaltos, noble criado de Carlomagno (quien lo ha casado con una de sus hijas), es calumniado por el malvado don Tomillas, cae en desgracia y es desterrado con su esposa encinta; errantes en despoblado, la mujer del conde pare un hijo, al que un ermitaño bautiza como Montesinos, porque nació en el monte (en la Chanson de Aïol el nombre del protagonista es Aïol, «serpiente», porque nació en el campo infestado de serpientes). La historia continúa en el romance «Cata Francia, Montesinos, / cata París la ciudad», en el que Montesinos, ya crecido y avezado en las artes de caballería por su padre, va a la corte a reivindicar la honra de su progenitor y mata al traidor Tomillas; otros romances relatan las aventuras de Montesinos ya instalado en la corte: su desafío a Oliveros por los amores de Aliarda («En las salas de París / en un palacio sagrado»); la conversión de la princesa mora Guiomar, que se hace cristiana para casarse con Montesinos («Ya se sale Guiomar / de los baños de bañar»); cómo la infanta Rosaflorida se enamora de él «de oídas, que no de vista» («En Castilla está un castillo / que se llama Rocafrida»). Y, por fin, la participación de Montesinos en la batalla de Roncesvalles, donde le corresponde atender en sus últimos momentos a su primo Durandarte (un personaje inventado por la tradición carolingia hispánica, y que toma su nombre del de la espada de Roldán), cuando éste le encomienda que, una vez muerto, le saque el corazón del pecho para llevárselo como ofrenda a su amada Belerma. De la contaminación de temas y motivos de la novela medieval en verso con los libros de caballerías es buen indicio el hecho de que el traidor que calumnia al conde Grimaltos ante Carlomagno se llame en los romances Tomillas, un nombre que viene del libro de caballerías Enrique, fi de Oliva (del que se conoce una impresión incunable de 1498 y fue varias veces reeditado hasta 1580).

Otro caso de ciclo romancístico que desarrolla episodios de una narración caballeresca es el de Valdovinos, que en último término deriva de la Chanson des Saisnes (siglo XII): sus amores con la infanta musulmana Sevilla, que se convierte para casarse con él («Tan claro hace la luna / como el sol a mediodía»); el intento del moro Calaínos de conseguir a Sevilla («Ya cabalga Calaínos / a la sombra de una oliva»); cómo Valdovinos es asesinado a traición y en despoblado por Carloto, hijo de Carlomagno y lo encuentra agonizante en el bosque su tío el marqués de Mantua, quien promete vengarlo («De Mantua salió el marqués / Danés Urgel el leal»); cómo éste pide justicia ante el emperador («De Mantua salen apriesa / sin tardanza ni vagar») y consigue que, pese a la oposición de Roldán, Carloto sea cruelmente ajusticiado y descuartizado para que sirva de ejemplo («En el nombre de Jesús / que todo el mundo ha formado»). Aunque lo más habitual es que estos romances se imprimieran por separado, en algún caso se publicaron todos juntos en el mismo pliego.

Por su parte, el ciclo de Gaiferos tiene como trasfondo varias narraciones folclóricas, pero se sitúa en un ambiente pseudocarolingio: el conde don Galván es asesinado por su propio hermano, que se casa con la viuda y manda matar al hijo de Galván, Gaiferos. El niño es abandonado en el bosque y criado por un tío suyo, que le enseña el arte de la caballería, y años después regresa a la casa materna para vengar la muerte de su padre. Asentado ya en la corte del emperador, se casa con Melisendra, hija de Carlomagno; ésta es cautivada por los moros y Gaiferos emprende la hazaña de rescatar a su esposa, cautiva en Sansueña, con ayuda de Roldán, quien le presta sus armas y su caballo.

En ese mismo entorno de la corte del «rey Carlos» se sitúa otro ciclo de romances famosísimos en el siglo XVI, en parte gracias a la música con la que se cantaban, que se hizo muy popular: los del Conde Claros, que cuentan cómo éste seduce a la infanta Claraniña, los amantes son encarcelados en castigo por su transgresión y el conde logra evadirse de su prisión, entrar disfrazado de fraile en la cárcel donde está Claraniña so pretexto de confesarla antes de que sea ejecutada, y acaba liberándola.

Como se ve, se trata en todos los casos de peripecias novelescas y amorosas, algunas de ellas derivadas de narraciones medievales en verso (seguramente a través de fuentes intermedias), en las que la aventura se reviste de un ropaje carolingio muy alejado de la épica del mismo tema y cercano a los enrevesados argumentos de los libros de caballerías, aunque -a diferencia de éstos- en el romancero está casi del todo ausente el elemento mágico: se trata de aventuras muy realistas, en las que no intervienen ni magos, ni enanos, ni gigantes, ni objetos mágicos (sólo, en algunas ocasiones, aparecen palacios maravillosos o algunas armas y caballos tan efectivos que podríamos pensar que tienen poderes sobrenaturales). Lo que acerca a estos romances a los libros de caballerías es, precisamente, la ética caballeresca que presentan ante el lector.

Esa ética caballeresca propicia que el Quijote esté lleno de guiños no sólo sobre los libros de caballerías, sino también sobre los romances caballerescos: don Quijote recuerda constantemente personajes, episodios y versos del romancero, e incluso algunos de los más famosos capítulos de la Segunda parte (como el 23, de la Cueva de Montesinos; o los 25-26, del retablo de Maese Pedro) toman como base los romances que tan bien conocían tanto Cervantes como sus lectores.





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