Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Julia

Mariano José de Larra


[Nota preliminar: edición digital a partir del Ms. de la Biblioteca Municipal de Madrid, sig. 40-10. Otra ed.: Larra, Textos teatrales inéditos, edición de Leonardo Romero Tobar, Madrid, CSIC, 1991, pp. 51-91]

«Julia / Comedia en dos actos / del / célebre Scribe / arreglada a nuestra escena / 1833 / Acto 1º. / J. L.»

PERSONAJES
 
ACTORES
 
DOÑA EUGENIA.LLORENTE.
ISABEL,   su hija.JOAQUINA.
AMELIA,   su sobrina. MELITA.
JULIA,   su sobrina.RODRÍGUEZ.
EDUARDO,   hermano de Amelia.MATÉ.
IBÁÑEZ [tachado].
CARLOS,   hermano de Julia.MONTAÑO.
DON SILVESTRE VERDUGO.ROMEA.
JORGE,   criado.
 

La escena en Madrid, en casa de DOÑA EUGENIA.

 




ArribaAbajoActo I

 

LLORENTE; JOAQUINA; MELITA aparecen. El teatro representa una habitación amueblada; puerta en el foro y laterales. A la izquierda del actor una mesa, a la derecha un velador, escribanía y papel.

 

Escena I

 

DOÑA EUGENIA, leyendo un diario. ISABEL y AMELIA, ocupadas en concluir unos vestidos de baile. JULIA, bordando en el lado opuesto.

 

AMELIA.-  Julia, te prevengo que si no empiezas a tomar tus disposiciones para el baile, nos vas a hacer esperar.

JULIA.-  No importa, no iré.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Cómo? ¿No irás?

ISABEL.-  ¿No irás a un baile donde estará lo mejor de Madrid?

AMELIA.-  ¿Y por qué razón no has de ir?

DOÑA EUGENIA.-  ¿Por qué capricho, has de decir?

JULIA.-  No estoy buena, me quedaré en casa.

DOÑA EUGENIA.-  Como usted quiera, señorita. Mejor. Harto tengo yo que hacer con llevar a mi hija y mi sobrina, sin haber de estar también a la mira de mi pupila... Todavía me acuerdo del último raout o grante a que asistimos... éramos cuatro mujeres de una casa.

AMELIA.-  Parecía usted la rectora de un colegio de niñas.

DOÑA EUGENIA.-  Amelia, no te pregunto a ti lo que parecía... Pero lo cierto es que si ha de estar una sentada donde la vean, no es tan fácil encontrar siempre en el mejor sitio cuatro sillas.

AMELIA.-  Sobre todo, cuando una sola de las cuatro ocupa dos asientos.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Qué dices?

AMELIA.-  Nada, tía mía; digo que he acabado mi guarnición... Soy de su opinión de usted... Tanto en el baile como en cualquier función es preciso estar siempre a la vista de todos.

ISABEL.-  Ése es el modo de que nunca le falte a una pareja.

AMELIA.-  Y acaso marido.

ISABEL.-  ¿Quién se acuerda de eso?

AMELIA.-  Eso quiere decir que no piensa en otra cosa.

ISABEL.-  No tanto como tú, señora prima.

AMELIA.-  ¡Yo! Sí, por cierto. A mí me es del todo indiferente, sobre todo mientras no vuelva de sus viajes mi hermano Eduardo, bajo cuya tutela estoy... Entonces, sí, podrá ser que me decida, pero de aquí allá no tenga prisa.

ISABEL.-  Con eso nos quieres dar a entender que eres rica y que yo no lo soy. ¿Eh? Pues no le hace; hemos de ver quién de las dos se casa antes...

DOÑA EUGENIA.-  ¡Isabel!

ISABEL.-  Sí, mamá; mi prima tiene un orgullo... Le aseguro a usted que no hay quien la sufra... Con su dote y sus tierras. Cierto que las tiene...; cierto que no hay cosa como ser rica heredera; cuando se tienen bienes está una dispensada de tener talento ni amabilidad.

AMELIA.-  En ese caso yo te aconsejo que busques bienes, porque lo que es...

DOÑA EUGENIA.-  ¡Niñas!

ISABEL.-  No somos tan ricas como tú; verdad es, pero tampoco necesitamos depender de nadie...

DOÑA EUGENIA.-  Cierto que no.

ISABEL.-  Y porque tengamos treinta mil reales de renta no por eso dejamos de apreciar a Julia que no tiene más que doce mil.

JULIA.-  Ustedes son demasiado amables.

DOÑA EUGENIA.-  Tienes razón, hija mía; al fin ella no tiene la culpa si es huérfana y si no es rica, y si su hermano Carlos sobre todo es un calavera y un necio por añadidura.

JULIA.-  Pero, señora, tiene usted un modo de disculparnos...

AMELIA.-  Muy injusto ciertamente; yo me pongo de parte de Carlos; aunque sea un poco alocado, es muy amable y tiene muy buen gusto para todo.

ISABEL.-  Sí, porque te hace la corte.

AMELIA.-  Y porque no te la hace a ti.

ISABEL.-  Porque yo no he querido.

AMELIA.-  Lo mismo sería que quisieras.

ISABEL.-  ¿Sí, Amelia? Pues ya lo veremos.

DOÑA EUGENIA.-  ¡Silencio, niñas, silencio! ¿Qué significa esa disputa?

ISABEL.-  Cree, porque es rica, que tiene derecho para decir gracias.

AMELIA.-  Porque cree tener talento se le figura que tiene carta blanca para decir tonterías.

ISABEL.-  Amelia, eso es ya demasiado.

DOÑA EUGENIA.-  ¡Otra vez! Ya os he dicho que calléis... viene gente.



Escena II

 

Dichos, CARLOS y después DON SILVESTRE.

 

CARLOS.-  ¿Hay voces? ¿Hay disputas?  (Un criado saca luces.) ¡Perfectamente! Eso es lo que a mí me gusta...

DOÑA EUGENIA.-  ¡Es Carlos!

CARLOS.-  ¿Se habla de ópera? ¿De la Grisi y de la Landa? Si la cuestión no está bastante embrollada, aquí estoy yo. Buenas noches, hermana mía. Entre usted, señor don Silvestre...  (A DON SILVESTRE que entra muy despacio.)  Mi señora doña Eugenia, permítame usted que le presente a uno de mis amigos... de la Universidad de Valladolid. Al caballero don Silvestre Verdugo, sujeto de la más distinguida nobleza, conde del Espinal en tierra de Campos, que acaba de heredar cuantiosos bienes en las inmediaciones de la corte, con la expresa condición que, al morir, le ha impuesto el testador, un tío suyo, hombre de ideas extraordinarias, de que se ha de casar en el término de un año; circunstancia que le coloca en una posición ventajosísima para con las madres y las tías.

DOÑA EUGENIA.-  Este caballero no necesita tantas recomendaciones, y...

DON SILVESTRE.-  Señora, usted es muy amable...

CARLOS.-  Además, a pesar de hallarse en la flor de su edad, es extremadamente tímido... ¡Ya se ve! Viene de provincia... Yo me he encargado de introducirle en el mundo y aun he tomado sobre mí el casarle... Tengo sus más amplios poderes...

DON SILVESTRE.-  ¡Carlos!

CARLOS.-  Yo en su nombre prometo ser un marido fiel, si los hay; prometo llevar a mi mujer a los bailes de máscaras, y no mirar jamás la cuenta de la modista... Prometo, en fin, no ser celoso.

AMELIA.-  Felizmente no es usted quien ha de cumplir lo que promete.

CARLOS.-  ¡Amelia! Dejo la respuesta para otra ocasión. Condecito, aquí estamos como en nuestra casa; podemos hablar con franqueza. Presento a usted en primer lugar a mi hermana Julia, dotada con todas las prendas que el cielo me ha negado a mí; esto vale tanto como decir que es un ángel... pero no me toca a mí hacer su panegírico; soy parte interesada. Es mi hermana; por consiguiente, la excluyo del concurso. Isabel,  (Presentando.)  la hija de la casa, el alma de los bailes; no he visto bailar sin ella una mazurca; no hay una joven que cambie de pareja en la galopa con más gracia y soltura que ella; ni hay pareja a quien no haya flechado inmediatamente. Le aconsejo a usted, por lo tanto, que no fije en ella sus miras, si no quiere ponerla en la dura precisión de elegir ni desbaratar combinaciones anteriores.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Adónde va usted a parar con ese período?

CARLOS.-  A las relaciones antiguas que median entre ella y mi amigo Eduardo, que viaja en el día por esos mundos... En cambio presento a usted  (Señalando a AMELIA.)  a la hermana de éste, Amelia, la más interesante y maliciosa joven de Madrid. Pero no le aconsejo que se inscriba en el número de los pretendientes a su rica dote, en atención a que sería preciso para eso romperse antes la cabeza conmigo.

DOÑA EUGENIA.-  Pero Carlos, ¿está usted loco?

CARLOS.-  De todas estas bellezas, pues, no queda más que una a quien pueda usted tributar sus homenajes, sin peligrosa rivalidad... mi señora doña Eugenia.

DOÑA EUGENIA.-  ¡Carlos!

CARLOS.-  ¿Y por qué no? Su tío no le prohibió las viudas, y...

JULIA.-  Hermano mío... una chanza de esa especie...

ISABEL.-  Es inoportuna, como todas las suyas.

CARLOS.-  ¡Bravo! Ya estáis todas contra mí. Queréis que un militar de mi edad gaste chanzas almibaradas como un lechuguino recién entrado en el mundo. Pero tranquilizaos; poseo un medio para reconciliarme con todas... Traigo una noticia.

TODAS.-  ¿Cuál?

CARLOS.-  La llegada de Eduardo.

JULIA.-  ¡Eduardo!  (Con calor.) 

AMELIA.-  ¡Mi hermano!

ISABEL.-  ¡Mi primo!

DOÑA EUGENIA.-  ¡Mi sobrino! ¿Está usted seguro?

CARLOS.-  Es noticia oficial. Pueden ustedes creerla con toda confianza, porque no viene en la Gaceta, sino aquí en mi bolsillo... He tenido carta suya.

DOÑA EUGENIA e ISABEL.-  Léala usted; léala usted.

CARLOS.-  ¿Qué tal? Cuando yo decía que había relaciones...

CARLOS.-  Un poco de paciencia. Ya voy. ¿Usted me permite condecito...?:  (A DON SILVESTRE que se aleja un poco.)  «Querido Carlos: A pesar de que no te acuerdas mucho de mí, desde que viajo por Europa...». -Cierto, nunca tengo tiempo para escribir-. «No he olvidado, ni olvidaré jamás que somos casi hermanos y que nos hemos criado juntamente con tu hermana Julia bajo la tutela de vuestro padre don Pedro de Quiñones; a su entereza debo y a su talento cuanto en el día poseo, incluso mis bienes, que me disputaba, como sabes, una familia ambiciosa y pudiente...». -Ya lo creo; mi padre era hombre de mérito; uno de los mejores abogados de Madrid, nunca tuvo más que un defecto; era demasiado hombre de bien.

AMELIA.-  Acabe usted.

CARLOS.-  Sí... Salvemos la primera página... Son elogios de mi padre y de mí... Esto nos entretendría demasiado...

DOÑA EUGENIA.-  ¿De usted? ¿Se chancea Eduardo?

CARLOS.-  Eduardo, señora, es muy formal; serio naturalmente y amigo de la razón... por eso nos queremos tanto.

AMELIA.-  La amistad se alimenta de contrastes.  (Riendo.) 

CARLOS.-  Y el amor de simpatías...  (Mirándole tiernamente.)  Felizmente para mí.

AMELIA.-  No comprendo...

CARLOS.-  Yo se lo explicaré a usted...  (Recorriendo la carta.)  «Llegaré a Madrid el lunes próximo, 10 de mayo, y a casa de doña Eugenia San Felices.»

TODAS.-  ¡Hoy!

CARLOS.-  Espere usted... Todavía faltaba:  (A AMELIA leyendo con intención.)  «Por lo que respecta al objeto de tu última carta, hablaremos. Sólo añadiré dos condiciones a mi consentimiento; en primer lugar el de mi hermana; en segundo, la seguridad de que la has de hacer feliz, porque como hermano y como tutor de Amelia, soy responsable de su porvenir y de su felicidad, etc., etc.». Me parece que está claro y terminante.

AMELIA.-  No tanto... Al fin hay dos condiciones...

CARLOS.-  Respóndame usted de la primera y yo le respondo de la segunda.

AMELIA.-  Veremos. No me he decidido todavía. Si me decidiese algún día, sería por mi prima Isabel que pretende estar casada antes que yo.

CARLOS.-  Querida Isabel... Cuántas gracias tengo que darle a usted... La deberé toda mi felicidad.

ISABEL.-  Todavía no, caballerito, todavía no.  (Picada.) 

AMELIA.-  Entre tanto le permito a usted que sea hoy todavía en el baile mi obsequiante.

CARLOS.-  ¿Con que tenemos baile?

DOÑA EUGENIA.-  Todas vamos.

DON SILVESTRE.-  ¿Me permitiría usted, señorita, que fuese yo su galán?  (A JULIA.) 

CARLOS.-  ¡Bravo!

JULIA.-  Muchas gracias, caballero, pero no pienso ir.

CARLOS.-  ¿Por qué? ¡Qué disparate!

JULIA.-  Es posible... pero no voy.

DON SILVESTRE.-  Señorita, perdóneme usted mi indiscreción... si yo no me atreviese, señorita...  (A ISABEL.) 

ISABEL.-  No puedo, caballero... estoy comprometida.  (Con sequedad.) 

DOÑA EUGENIA.-  ¿Qué haces? Se acepta de todos modos.

ISABEL.-  ¿Pero tengo yo la culpa, mamá, si tengo siempre veinte compromisos?... No soy como otras, que no tienen nunca sino el del momento...

AMELIA.-  ¡Hay tal orgullo! La piden más porque baila más...

ISABEL.-  Y porque me ven; todos los que gustan de bailar me piden siempre la primera.

AMELIA.-  Y los que gustan de hablar no la piden nunca para la segunda.

ISABEL.-  ¡Otra vez! Eso es demasiado.

 

(Sale un criado.)

 

CRIADO.-  Señora, está servido el refresco.

DOÑA EUGENIA.-  Vamos; nos queda muy poco tiempo para vestirnos; quiero ir y volver temprano. Caballero, ¿pasará usted a la otra pieza a refrescar con nosotras?  (A DON SILVESTRE.) 

DON SILVESTRE.-  Usted me hace demasiado favor.  (Ofreciéndole la mano.) 

CARLOS.-  -Bien decía yo;  (Aparte a AMELIA.)  no le ha quedado más que la mano de la viuda. Amigo, doy a usted la enhorabuena; va usted a hacer mil envidiosos en el baile.

DOÑA EUGENIA.-  Vamos, Isabel, Amelia.

DON SILVESTRE.-   (Al marchar, a CARLOS.) ¡Oh, cuento esta noche con otra conquista!

 

(Vanse por la derecha.)

 


Escena III

 

JULIA, CARLOS.

 

CARLOS.-  Ahora que estamos solos, Julia, dime, ¿por qué no vas al baile?

JULIA.-  Mucho lo siento, Carlos, pero no te lo puedo decir.

CARLOS.-  ¡Ah! ¿tienes secretos para tu hermano?

JULIA.-  Más adelante lo sabrás.

CARLOS.-  Pero lo dices con un tono tan triste...

JULIA.-  Como que lo estoy efectivamente... cuando me acuerdo de tus extravagancias y de tus calaveradas...

CARLOS.-  ¿Vas a echarme un sermón? Me voy.

JULIA.-  Mira, Carlos: quédate, cállate; a lo menos te veré... No sé cómo tienes valor para estar tanto tiempo sin verme... ¿No me quieres ya, Carlos?

CARLOS.-  ¿Que no te quiero? Yo que no tengo sino a ti en el mundo que me interese; mi única amiga, mi compañera; tú que siempre lo has sacrificado todo por mí, la mejor de las hermanas; ¡tan generosa!... Julia, te quiero como siempre te he querido... sólo que por desgracia, aunque más joven que yo, tienes tanto juicio que muchas veces me incomodas con...

JULIA.-  ¿Es posible?

CARLOS.-  Has tomado sobre mí un ascendiente tal que... te lo confirmo... en haciendo algún disparate, no me atrevo a presentarme delante de ti.

JULIA.-  ¡Dios mío! Y hace quince días que no te he visto.

CARLOS.-  Cierto.

JULIA.-  Es decir que ha ocurrido alguna desgracia...

CARLOS.-  ¿Pero tengo yo la culpa de que nuestro padre fuese un hombre de talento que no haya sabido dejarnos todos los bienes que necesitábamos? Si vieras qué cosa es ésa tan terrible y tan humillante... sobre todo cuando está uno entre sus amigos de colegio, o entre los que ha hecho después en el gran mundo; no quiere uno parecer un pobretón... Al contrario, es preciso hacer lo que hacen todos...

JULIA.-  ¿Y por qué no habías de confesar francamente que tu corta renta no te permite?...

CARLOS.-  ¡Oh! Nunca me he atrevido a decir que no tenía más que doce mil reales al año por mi casa; todos han creído siempre que tengo dos mil duros de alimentos; así que nunca hubiera confesado la verdad... pero a Dios gracias ya no tengo que confesarla... porque ya ni eso tengo...

JULIA.-  ¿Qué dices?

CARLOS.-  Todo lo he empeñado, por mejor decir, lo he vendido a don Cosme... Ya le conoces... Aquel prestamista... usurero... De este modo vine a reunir un capital de cinco mil duros con los cuales he hecho papel tres meses... como un marqués, como un grande. ¡Qué hermosura! ¡Qué placer! Yo había nacido para eso... Pero todo tiene un término en este mundo; en el día yo no tengo nada; mi paga y nada más; no hay que empezar... Estoy arruinado.

JULIA.-  ¡Dios mío! ¿Y qué dirá?

CARLOS.-  ¿Qué se ha de decir? Al contrario; esto me da cierta elegancia en el mundo... en la alta sociedad... entre la grandeza, cuyas casas frecuento... Allí dice uno: «estoy tronado, marquesa, no tengo un real»; y esto es de buen tono. «En ocho días he perdido cien onzas de oro al ecarté, condesita»; esto le da a uno cierto aire de persona principal y de atolondrado y disipador... La prueba de que esto es verdad es que he hecho una conquista, pero una conquista millonaria desde entonces acá: una duquesa viuda, un poco vieja, eso sí, pero me adora. Quiere casarse conmigo. No digas a Amelia una palabra de esto... empezaría a burlarse de mí... y...

JULIA.-  Y ¿quién es esa señora?

CARLOS.-  La misma que vive en esta calle.

JULIA.-  ¿Una mujer de sesenta años que ha enviudado ya de dos maridos?

CARLOS.-  Yo seré el tercero... ya ves que te proporciono una cuñadita...

JULIA.-  Y tienes valor para gastar chanzas en semejantes circunstancias.

CARLOS.-  Verdad es... de mala gana las gasto... y lo peor es que no he acabado todavía... no lo he dicho todo; si me parase yo a reflexionar el compromiso en que me hallo hoy, hoy mismo... ni quiero pensar en ello.

JULIA.-  ¿Qué compromiso?

CARLOS.-  Nada; el otro día, el hijo del Conde de Díez-Torres, uno de los muchos cuya amistad frecuento, un amigo íntimo mío, gastador como yo, necesitaba doscientos duros, por tres días nada más... me los pide sin más rodeos, de amigo a amigo, delante de algunas personas de categoría..., ¿cómo había de negárselos... sobre todo, yo que me jacto de buen tono?... Le respondí, pues, en el acto con aire desembarazado, que hizo, por cierto, muy buen efecto en la sociedad: «Esta noche los tendrá usted». Pero es el caso que la noche llegó y yo no los tenía... mas lo había prometido y no quería pasar la plaza de fanfarrón... Casualmente me hallo en el día encargado de la caja del regimiento, interinamente, hasta la vuelta del capitán cajero que está en una comisión importante, y dispuse en su favor...

JULIA.-  ¿De doscientos duros?

CARLOS.-  Sí, por tres días no más... tres días... es lo peor que ese tercer día es hoy, yo no he vuelto a saber de él y de un momento a otro puede llegar el capitán cajero, en cuyo caso deberé entregar los fondos... ¡Bah! De aquí a la noche decididamente hay tiempo todavía... Mi amigo es rico y hombre de pundonor; así que estoy tranquilo... es decir, tranquilo, no del todo... pero pienso distraerme... Esta noche tenemos una comida donde habrá buen Burdeos y exquisito champagne... yo me muero por el champagne... Iré y...

JULIA.-  De veras, ¿irás?

CARLOS.-  ¿Qué he de hacer? Y beberé también, aunque no de tan buen humor como suelo, eso no...

JULIA.-  Carlos, yo no puedo comprender cómo te expones con esa indiferencia a una ruina completa y a perder tu opinión sobre todo... porque, al cabo, si el condecito no te paga...

CARLOS.-  Eso no es posible.

JULIA.-  Pero, ¿y si llegase a suceder?

CARLOS.-  Si llegase a suceder... No hablemos... de eso; si llegase a suceder... Entonces... ya hallaríamos algún medio... Verdad es que ahora no me ocurre ninguno... ¡Ah, sí! Uno queda, Eduardo; nuestro amigo Eduardo llega hoy, es muy rico, y nunca malgasta nada... es un modelo en esa parte; ya sabes cómo nos quiere, sobre todo a ti; como que nos hemos criado juntos y en una misma casa... Cuéntale mi aventura y pídele en mi nombre...

JULIA.-  ¿Has perdido el juicio? ¿Yo le he de confesar tus yerros? ¿Y un yerro de esa especie...? ¿Yo le he de decir que, apenas entrado en mayoría, te has comido ya toda tu hijuela? ¿Qué concepto va a formar de ti? ¿Querrás que después de eso te confíe la felicidad y los bienes de su hermana?

CARLOS.-  No, no; tienes razón; no me acordaba.

JULIA.-  Conozco a Eduardo perfectamente..., es el hombre más honrado y el amigo más generoso...; con media palabra que yo le diga quedan tus deudas pagadas, y más si fuese necesario; pero también será preciso que renuncies entonces a Amelia... Nadie podría sacarle su consentimiento para esa boda...

CARLOS.-  Tienes razón, no le digas nada... Procura, por el contrario, que no pueda sospechar siquiera, ni ahora ni jamás... de ninguna manera. Yo no puedo vivir sin Amelia. Si he de renunciar a su mano, víctima de la desesperación, quizá llegaría al extremo de intentar levantarme la tapa de los sesos.

JULIA.-  ¡Carlos!

CARLOS.-  No te asustes; felizmente no tengo muchos que perder. Te juro que lo haría; podría ser que luego me pesase; pero el primer ímpetu... Por el contrario, si se consigue ocultar este secreto a Eduardo, tengo esperanzas de enmendar...

JULIA.-  ¡Oh! Si quisieras..., todavía es tiempo; para eso no hagas sino lo que te dicte tu corazón; tu corazón es bueno y generoso.

CARLOS.-  Sí, Julia.

JULIA.-  Renuncia a esa loca vanidad y a ese deseo ruinoso de figurar.

CARLOS.-  Sí, hermana mía, sí.  (Impaciente.) 

JULIA.-  Sepárate para siempre de esas compañías que te pierden...

CARLOS.-  Bien, Julia, bien...

JULIA.-  Mis sermones empiezan a incomodarle ya... no importa. Dame palabra de renunciar a la amistad de esos jóvenes del gran mundo... y esta misma noche...

CARLOS.-  Pierde cuidado... no jugaré tan tirado; te prometo no perder más que dos o tres duros.

JULIA.-  ¡Enhorabuena!

CARLOS.-  Sí, pero, para eso es preciso que me los prestes...

JULIA.-  ¿Cómo que te los preste?  (Admirada.) 

CARLOS.-  Cuando yo te digo que no tengo un cuarto... Yo no engaño nunca a nadie... no tengo un cuarto; tú tienes siempre tus ahorros.

CARLOS.-  ¿Cómo es eso, Julia?

JULIA.-  ¡Dios mío! Pero, Carlos, tú nunca quieres hacerte cargo de la razón, ni calcular... Acuérdate de que yo tampoco tengo más que cincuenta duros al mes, y de que no hace tantos días que di treinta por ti al usurero de don Cosme...

CARLOS.-  Es verdad, es verdad; ya no me acordaba.

JULIA.-  Acuérdate de que después has recurrido a mí en una o dos ocasiones.

CARLOS.-  Cierto, cierto; yo conozco que hago mal...

JULIA.-  No, eso no; no lo digo por eso; soy tan feliz cuando puedo sacarte de un apuro; pero !Ya se ve! Esto sólo puedo hacerlo cercenándolo de mis gastos, y ya es preciso confesártelo... Sabe que si no voy esta noche a ese baile, donde acaso me hubiera divertido, es porque no tengo un vestido de baile... No he querido mandármelo hacer...

CARLOS.-  ¿De veras? ¿Pues no te hubiera fiado tu modista?

JULIA.-  Sí, pero yo no quiero. No me gusta deber nada a nadie. Sin embargo voy a infringir mis principios por primera vez; tenía aquí guardados mis últimos tres duros para pagar esta mañana a esa misma modista un pico atrasado; no importa, le diré que aguarde... Toma, llevátelos.

CARLOS.-  ¡Oh!, no; jamás. Mejor quisiera morirme que dejarte sin nada...

JULIA.-  Yo lo exijo, Carlos; no me enfadaré... Si los rehúsas, es señal de que ya no me quieres; además, yo dentro de unos días debo tomar un tercio; de aquí allá, nada me hace falta, al paso que tú no puedes estar sin dinero... eres hombre y..., pero acuérdate que no tienes obligación de jugar.

CARLOS.-  Tienes razón... Y ¿quién sabe? Bien puedo ganar... Adiós, Julia,  (Cogiendo el bolsillo.)  adiós... Oigo un coche que ha parado en casa; alguna visita... Cuenta con mi agradecimiento; espero volver pronto con buenas noticias; si mis esperanzas no me engañan, me consagraré enteramente a indemnizarte de tus sacrificios.  (Sale corriendo por la derecha.) 



Escena IV

 

JULIA y después EDUARDO.

 

JULIA.-  ¡Qué cabeza! Por otra parte tiene tan buen corazón... Con tal que él sea feliz... ¿Quién viene?

EDUARDO.-  Avisa sólo a mi tía, pero no incomodes a las señoritas.

JULIA.-  ¡Dios mío! ¡Eduardo!

EDUARDO.-  Julia, querida Julia; por fin te veo; me habían dicho que estabais todas en el tocador... doy gracias al cielo... Pero, ¿qué tienes?

JULIA.-  Yo... nada.

EDUARDO.-  No; estás mala...

JULIA.-  No, no lo creas.

EDUARDO.-  Yo tengo la culpa; te he sorprendido con mi llegada...

JULIA.-  No; te esperábamos; mi hermano nos había anunciado ya tu vuelta.

EDUARDO.-  ¿Y puedo gloriarme, Julia, de que hayas deseado alguna vez esta vuelta?

JULIA.-  ¡Ah! Si fueras capaz de dudarlo, no merecerías que fuese... Con que tú no has pensado nunca en los amigos que habías dejado en España...

EDUARDO.-  Ni un momento solo me ha abandonado su memoria; era todo mi consuelo en tan larga ausencia... Ya sabes que no fui yo, tu padre fue, mi tutor, quien ideó y exigió este viaje... le consideraba como la última parte de mi educación...

JULIA.-  Cierto que dos años casi pasados en el extranjero deben haberte instruido mucho y haberte enseñado muchas cosas...

EDUARDO.-  No lo creas; algunas veces me he preguntado a mí mismo qué fruto he sacado de mi viaje... Impresiones fugitivas borradas cada día por otras nuevas, de todas las cuales no han quedado en mi memoria sino algunos nombres de ciudades y aldeas... Por lo que hace a las costumbres y a la sociedad, ¿crees tú que pueden llegar a conocerse corriendo la posta? Si vieras qué soledad, qué aislamiento, qué horrible vacío nos rodea en medio de esas ciudades populosas, donde no encontramos sino caras desconocidas e indiferentes... ¡Ah! Entonces vuelve uno el pensamiento a la patria, a los parientes, a los amigos, en fin, que acaso ya le tienen a uno olvidado.

JULIA.-  ¡Eduardo!

EDUARDO.-  ¡Con qué ansia desea uno volver a verlos...! Cuánto dinero daría uno por volver a ver la casa paterna y la sonrisa de una hermana. Ya lo ves, cumplido el término de mi peregrinación, sólo he pensado en correr hacia mi patria; cómo me palpitó el corazón cuando vi a lo lejos el país natal, y cuánto más después, cuando vi la hermosa posesión donde nos hemos criado y donde habitaba tu padre...

JULIA.-  ¿Cómo? ¿Has estado en Tolosa?

EDUARDO.-  Allí me rodeaba un sinnúmero de recuerdos... Allí empezaron los juegos de nuestra infancia, nuestros estudios, nuestros placeres, allí bajo la tutela de tu padre...; ¡ah!, estaba decretado por el cielo que no le hubiese de volver a ver para darle las gracias por los beneficios que me ha dispensado..., sólo he podido hacerlo sobre su sepulcro; al menos allí le he jurado pagar a sus hijos cuanto a él le debo; y tú Julia, ¿te dignarás aceptar en su nombre mis juramentos?

JULIA.-  ¡Ah!, siempre..., siempre  (Enternecida.) ya lo sabes.

EDUARDO.-  Julia, querida hermana... bien puedo darte este nombre..., ¿y Carlos? ¿Dónde está?

JULIA.-  Bueno; algo inquieto acerca de tu determinación...

EDUARDO.-  No debe tenerle inquieto. Si su conducta, como yo lo espero, no le hace indigno de mi hermana, no veo obstáculo que pueda oponerse a su boda...

JULIA.-  Acaso sus cortos bienes...  (Con timidez.) 

EDUARDO.-  Al contrario; ésa es la consideración que más me obliga...

JULIA.-  ¿De veras? Eduardo, en eso conozco que eres el mismo.

EDUARDO.-  ¿Por qué ha de causarte esto admiración? Dime, puesta tú en el lugar de mi hermana o en el mío, ¿pensarías en aumentar tus riquezas?

JULIA.-  No; pero sin buscarlas, puede uno encontrárselas; y mirándolo de esta manera, tus proyectos, Eduardo, me parecen muy bien meditados.

EDUARDO.-  ¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso?

JULIA.-  No sé si he cometido alguna indiscreción... En casa no es un misterio y doña Eugenia, tu tía, no nos ha ocultado que dentro de poco, Isabel...

EDUARDO.-  Ya lo sé; ésas son sus ideas; hace mucho tiempo que las he adivinado... Pero hasta ahora yo no he dado motivo para que pudiera figurarse que coincidían las mías con las suyas.

JULIA.-  ¿De veras?

EDUARDO.-  Y tú, Julia, que conoces el carácter de mi prima y el mío, sobre todo, ¿crees que puede llegar a verificarse semejante boda? ¿Crees que ésa sea la mujer que puede hacerme feliz? En una palabra, ¿es ésa la compañera que tú hubieras escogido para mí?

JULIA.-  ¡Oh!, no..., pero quién sabe si hubiera escogido otra peor...

EDUARDO.-  Pues yo al venir aquí, tenía otras miras..., pensaba en una boda que ha sido la esperanza de mi vida entera, y acerca de la cual quiero pedirte un consejo...

JULIA.-  ¿A mí? ¿Qué consejo te tengo que dar yo?

EDUARDO.-  Con todo eso, tú eres la única persona a quien quiero consultar, y si en un asunto de tanta importancia para mí, te niegas a escucharme, diré que no eres mi amiga...

JULIA.-  ¡Oh!, no; habla, habla; te escucho.

EDUARDO.-  Me cuesta algún trabajo explicártelo...

JULIA.-  No importa; yo haré lo posible por comprenderte.

EDUARDO.-  Ya te puedes figurar que se trata de una persona a quien amo... Pero todo el amor que la profeso no puede compararse con la confianza que tengo en ella, y con el aprecio que hago de su buen juicio y de su prudencia...

JULIA.-  Quién sabe si te equivocarás...

EDUARDO.-  No, no; estoy muy seguro, y en fin, ya que es preciso decírtelo... ¡Dios mío!, ¡mi tía!



Escena V

 

Dichos, DOÑA EUGENIA.

 

DOÑA EUGENIA.-  ¡Querido Eduardo! Acabo de saber tu llegada...

JULIA.-  ¿Hay tal? ¡Y otras veces tarda tanto en vestirse!

DOÑA EUGENIA.-  Estaba desesperada de que no hubiese habido aquí nadie para recibirte...

EDUARDO.-  No; Julia estaba aquí...

DOÑA EUGENIA.-  Cierto; pero... quiero decir, alguno de la familia. Julia, anda; dile a Amelia y a Isabel que está aquí Eduardo... Perdónalas; no sabrán nada; se están disponiendo para el baile.

EDUARDO.-  ¿Hay baile? Me alegro. Julia, ¿me permitirás que sea tu pareja?

JULIA.-  Eduardo...  (Riéndose.) 

EDUARDO.-  ¿Qué haces?

EDUARDO.-  Acepta y ya estoy comprometido. Me alegro; con eso acabaremos una conversación que tenemos empezada y que me interesa mucho...

DOÑA EUGENIA.-  ¿De qué se trata?

EDUARDO.-  Nada; un consejo que le pedía... Es un asunto que nos interesa a los dos.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Qué haces, Julia, que no vas?

JULIA.-  Tiene usted razón; voy... ¡Qué lástima! ¡Qué ocasión! Pero no importa; me parece que le conozco ya bastante.  (Sale por la derecha.) 



Escena VI

 

DOÑA EUGENIA, EDUARDO.

 

DOÑA EUGENIA.-  ¿Cómo? Apenas llegas y tienes ya secretos para mí.

EDUARDO.-  No, tía mía, nunca los tendré para usted. Entre parientes debe reinar la mayor franqueza; precisamente si tengo alguna buena cualidad es ésa. Por consiguiente voy a confesarle a usted mis intenciones; amo a Julia y espero casarme con ella, si ella quiere.

DOÑA EUGENIA.-  ¡Eduardo! ¿Y me haces a mí una confesión de esa especie?

EDUARDO.-  Con usted debía franquearme antes que con nadie, supuesto que es usted la cabeza de la familia.

DOÑA EUGENIA.-  ¡Ah! Te han seducido su maña y su coquetería; ¿la has hablado un solo instante y has tomado inmediatamente una determinación de esa especie?

EDUARDO.-  ¿En qué concepto me tiene usted, tía? Me he criado con ella y siempre la he querido; apenas salí de tutela cuando ya se la pedí a su padre que había sido mi tutor, quien me la negó rotundamente.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Te la negó?

EDUARDO.-  Sí, me la negó. Me dijo que yo era demasiado rico y que su hija no tenía nada; que podría creerse que había abusado de su influencia con su pupilo para obligarla a esa boda; añadió que esto podría perjudicar a su buen nombre y, mi honor, concluyó, es mi patrimonio. Decía bien; no tenía otro; pero por ese lado bien podía echarla de rico...

DOÑA EUGENIA.-  No digo que no.

EDUARDO.-  Puede usted hacerse cargo de mi desesperación. Sólo conseguí que me dijera: «Enhorabuena; sepárate de nosotros; vas a viajar un par de años por Europa, para completar tu educación; si a la vuelta no has mudado de parecer, si insistes en la idea de casarte con mi hija, por mi parte no me opondré; y si ella te quiere entonces también».

DOÑA EUGENIA.-  Bien, ¿y qué?

EDUARDO.-  ¿Y qué? Eso era precisamente lo que iba a preguntarla cuando usted vino a interrumpirnos.

DOÑA EUGENIA.-  Eduardo, tú eres dueño único de tu mano y de tus bienes; ningún consejo puedo darte, todo te parecería sospechoso en mi boca, porque al fin no ignoras mis antiguos planes. Tienes otras miras; por consiguiente no existe compromiso alguno entre nosotros; sólo se trata ya de tu felicidad; y si he de hablarte con franqueza, no sé si podrás hallarla en ese matrimonio.

EDUARDO.-  ¿Qué quiere usted decir con eso?

DOÑA EUGENIA.-  Que desde la muerte de don Pedro Quiñones, su hija Julia quedó bajo mi tutela, y me ha parecido ver en ella... y observar en su carácter cierto orgullo, cierta sequedad...; además me parece que su conducta no es arreglada; noto cierto desorden en sus gastos... y lo que es peor que todo, una hipocresía que es enteramente opuesta a tu franqueza natural.

EDUARDO.-  No es posible; usted puede haberse equivocado.

DOÑA EUGENIA.-  Enhorabuena... Obsérvala algún tiempo y entonces me dirás quién de los dos la juzgaba con más prevención. Pero aquí están...



Escena VII

 

DOÑA EUGENIA, ISABEL, AMELIA, EDUARDO, JULIA.

 

EDUARDO.-  ¡Amelia! ¡Cuánto tiempo hacía que no te había abrazado!

AMELIA.-  ¿No es verdad que me encuentras más alta y más guapa?

EDUARDO.-  No mucho más alta; pero mucho más hermosa, eso sí.

AMELIA.-  No hace mucho que me decía eso mismo...

EDUARDO.-  ¿Quién? ¿Carlos?

AMELIA.-  No; mi espejo; no podías llegar más a tiempo; nos llevarás al baile y antes nos ayudarás con tu bolsillo para una suscripción en favor de una pobre mujer...

JULIA.-  Sí, la viuda de un honrado artesano que encontramos ayer...

AMELIA.-  Y a quien Julia dijo que viniese por aquí.

EDUARDO.-  ¡Ah!..., es Julia.  (Con satisfacción.) 

AMELIA.-  Vas a auxiliar nuestras bolsas de hijas de familia... Yo como cuento contigo, no he sacado de la mía más que un duro; aquí está.

EDUARDO.-  Ahí tienes cuatro.

AMELIA.-  ¡Oh! Estás como los hermanos o los tíos que vienen de América... cuatro duros... ¿y usted tía?  (Tendiendo la mano.) 

DOÑA EUGENIA.-  Yo daré dos.

AMELIA.-  Verdad es que usted no llega más de Madrid ¿y tú Isabel?

ISABEL.-  Yo doy otro.

AMELIA.-  ¿Y tú, Julia?

JULIA.-  Yo... no puedo asegurar... No digo que no daré después... Tengo que volver a ver a esa pobre mujer... y tomar algunos informes.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Para qué? ¿Para hacer una buena acción? Primero se da y luego se piensa... a lo menos así he criado yo a mi Isabel.



Escena VIII

 

Dichos y JORGE.

 

JORGE.-  La modista está ahí, quiere hablar a ustedes.

DOÑA EUGENIA.-  No se ha enviado a llamar; no creo que necesitamos nada.

AMELIA.-  ¿A no ser que a mi hermano le haga falta comprarme un sombrero?

EDUARDO.-  ¿Yo?  (De mal humor y mirando a JULIA.) 

AMELIA.-  ¿Te incomodas por eso?

JULIA.-  No, compra dos, tres, si quieres, mil.

AMELIA.-  Dile que pasaremos mañana por su casa. ¿Qué papel es ése que tienes en la mano?

 

(EDUARDO se acerca a la mesa de la izquierda.)

 

JORGE.-  La cuenta de la modista.

DOÑA EUGENIA.-  ¿La cuenta? Me parece que he pagado yo recientemente la mía y la de las niñas... Ya saben que no me gustan las deudas. Los que son amigos de tener arreglo pagan en el acto... ¡Ah!, esto es otra cosa... Es para Julia,  (Leyendo.)  «resto de cuenta... tres duros».

ISABEL.-  Ya la tenemos como las señoras del gran tono... ya debe a la modista.

JULIA.-  Sí... es verdad. Dila que ya la veré,  (A JORGE.) que hablaremos mañana.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Y por qué no ahora?

JULIA.-  No es el caso... aquí delante de ustedes arreglar semejantes cuentas.

DOÑA EUGENIA.-  Por ventura deberías más de lo que se ve... En ese caso, debieras decírmelo francamente..., ¿qué mal habría en eso? Yo te adelantaría lo que necesitaras.

JULIA.-  Es usted demasiado amable, señora; no necesito nada; pero pierden ustedes el tiempo con semejantes niñerías; si se descuidan ustedes van a llegar tarde.

ISABEL, AMELIA.-  Dice bien. Ya es la hora de marcharnos.  (Se hablan bajo.) 

JULIA.-  Despide a la modista y vete.  (A JORGE, bajo.) 

JORGE.-  Bien, señorita; pero tengo que entregar a usted sola una carta importante de parte de don Carlos.

JULIA.-  Entonces aguarda.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Qué secretos tienes con Jorge?

JULIA.-  Nada... le estaba dando... un recado para mi hermano.

EDUARDO.-  No te entiendo Julia; pero estás turbada; ¿hay en esto algún misterio? Explícate conmigo.

JULIA.-  Eduardo, son cosas que no tienen interés para ti.

EDUARDO.-  No importa; tienes que explicármelas... en el baile, puesto que soy tu pareja...

ISABEL.-  ¿En el baile? Si no va.

AMELIA.-  Al menos lo ha dicho esta tarde.

DOÑA EUGENIA.-  Y la prueba es que no está vestida.

EDUARDO.-  ¿Es posible?

JULIA.-  Sí, es cierto... no puedo ir... no puedo...

EDUARDO.-  Me pareció, sin embargo, que antes, en presencia de mi tía, habías aceptado mi ofrecimiento...

JULIA.-  Sí, pero no me acordaba entonces sino del placer que hubiera tenido en bailar contigo.

EDUARDO.-  ¡Ah! Con que ahora ya no es un placer...

JULIA.-  Sí... lo es... pero..., Eduardo, yo no sé cómo decirte... ¡Ah!, Eduardo..., te ruego que no te enfades conmigo..., pero me es imposible.

EDUARDO.-  Señorita, yo respeto los secretos de usted...

JULIA.-  ¿De usted? ¿Secretos? ¿Puedes sospechar...?

DOÑA EUGENIA.-  ¡Oh, no! ¿Qué ha de sospechar? Un capricho, nada más... Esto le sucede a menudo, que nosotras ya estamos acostumbradas... Dentro de una hora ya no se acuerda.

EDUARDO.-  Mejor... Ése es mi deseo. Lo que siento es que olvide con esa misma prontitud y facilidad las palabras que da a sus amigos... ¿Vamos Amelia? Vamos tía; Isabel, ¿quieres mi brazo?

ISABEL.-  Con mucho gusto. Adiós Julia.  (Con aire triunfante.) 

AMELIA.-  Adiós Julia.

DOÑA EUGENIA.-  Adiós Julia.



Escena IX

 

JULIA, JORGE.

 

JULIA.-  ¿Hay suerte más desgraciada? Se va y se va enfadado conmigo. Ya marcharon  (Mirando a la puerta. A JORGE.)  Dame presto y espera la respuesta. «Querida Julia, soy perdido. El hijo del Conde de Díez-Torres, no puede volverme mis doscientos duros, en atención a que esta madrugada al salir de una casa de juego ha cometido la torpeza de levantarse la tapa de los sesos». ¡Dios mío! «Por otra parte, acabo de recibir carta del capitán cajero en que me dice que llegará esta noche para entregarse en el acto de los fondos que debe haber en caja. Ya conoces que si no los encuentra, no me queda más que un partido que tomar, que es seguir el ejemplo de mi amigo» -desdichado- «o casarme con la duquesa viuda que está cada vez más loca de amores; pero ya te haces cargo de que la primera determinación es la más agradable... te escribo aceleradamente, por si hallas algún otro medio; voy a ponerme a la mesa, pues no puedo faltar a mis amigos, ni a la comida que me dan; y después... pero de todas maneras, ya nos veremos... no me iré al otro mundo sin darte antes un abrazo. Tu hermano Carlos». Yo tiemblo... Él es muy capaz de hacerlo como lo dice... ¿Cómo le salvaría yo? ¿Dónde encontraría yo ahora doscientos duros? Se lo confesará todo a Eduardo...; pero, ¿y su boda?  (Titubeando.)  ¿Si hubiese algún otro medio? Desgraciadamente, Carlos no tiene ya nada, ha empeñado, ha malvendido su corto patrimonio a ese usurero de don Cosme... Está enteramente arruinado... ¡Ah! Yo no lo estoy...; si ese mismo don Cosme quisiera prestarme con las mismas condiciones con que solía prestarle a él... empeñando, vendiendo... Acaso no querrá a una mujer... No importa, probemos; felizmente sé las señas de su casa, desde que le envié últimamente treinta duros por Carlos.

 

(Sale JORGE.)

 

JORGE.-  ¿Está la respuesta, señorita?

JULIA.-  Espérate, Jorge, espera un momento...

JORGE.-  Bien, señorita; esperaré todo lo que usted quiera.  (Sentándose en un sillón en el fondo.) 

JULIA.-  «Señor don Cosme... necesito  (Escribiendo.)  en el acto, en el acto repito, doscientos duros... no sé de qué manera suelen hacerse estos negocios... le aseguro a usted que es la primera vez que esto me sucede; doy a usted por garantía, en primer lugar, mi palabra, a la cual no he faltado nunca y, en segundo lugar, la casa que tengo en esta corte y que me produce doce mil reales al año; de suerte que podrá usted quedar reintegrado en cuatro meses. Se lo pido a usted en nombre mío y de mi hermano Carlos, a quien ha prestado ya servicios de esta especie, y cuente con el eterno agradecimiento de entrambos. Julia». Toma, Jorge; lleva esta carta sin pérdida de tiempo adonde dice el sobre; que espero la respuesta inmediatamente y con la mayor impaciencia.

JORGE.-  Voy, señorita.

JULIA.-  ¡Quiera el cielo que mi diligencia no sea infructuosa! Carlos, Carlos, ¡qué de sacrificios me cuestas!





ArribaActo II


Escena I

 

(Siguen luces. CARLOS y después JULIA.)

 

CARLOS.-   (Entra cantando y se dirige a la puerta de la derecha.)  ¡Julia! ¡Julia! No hay cosa como un par de botellas de champagne, en el vino se ahogan todas las penas, y de entre la misma espuma sale siempre algún arbitrio... Julia...

JULIA.-  ¡Cielos!, mi hermano... Hasta saberlo de fijo, no quiero decirle nada.  (CARLOS hace un paso de baile sin notar que ha entrado JULIA.)  ¿Ha perdido la cabeza? ¿El sentimiento, acaso...?

CARLOS.-  ¡Ah! Julia. ¿Estás aquí ya? Si supieras lo que ha sucedido...

JULIA.-  ¿Qué ha sucedido? Pero te veo alegre... ¿Alguna buena noticia? ¿Has jugado? ¿Has ganado?

CARLOS.-  Nada; es mejor que eso... En primer lugar, hemos tenido en la comida un champagne... picante, espumoso...

JULIA.-  Carlos, por Dios, vamos a lo que importa...

CARLOS.-  Al contrario; hablemos de champagne, aunque no fuese sino por agradecimiento; él es la causa de todo. ¿Te acuerdas de mi amigo Silvestre, el conde del Espinal, esa especie de labriego que te he presentado esta tarde... pues ése estaba a mi lado, sin hablar una palabra, taciturno... Pero eso no prueba nada... es muy amable...; durante el primer servicio no hubo quién le sacara una palabra del cuerpo; pero el Burdeos empezó ya a despejarle, y a los postres, otro loco como yo. ¡Qué frivolidad! ¡Qué elocuencia! En una palabra, al levantarse de la mesa se arroja en mis brazos, me declara que te adora y me pide tu mano.

JULIA.-  ¿Qué dices?

CARLOS.-  Ya ves tú si es un buen partido; tiene un palacio en La Seca, o en Rueda, yo no sé dónde; pero ello es que no hay título ni propietario más rico que él en Tierra de Campos.

JULIA.-  Pero Carlos...

CARLOS.-  Tú serás la dueña de todo; yo y todos mis amigos iremos a pasar los veranos a tu casa; ya sabes que no es de buen tono pasar el verano en Madrid. Les diré... ésta es mi hermana, la Condesa del Espinal...

JULIA.-  Bien; pero escúchame una palabra.

CARLOS.-  ¡Yo soy quien la he casado! ¡Yo soy la causa de su felicidad!

JULIA.-  ¿Quieres escucharme?  (Asiéndole de un brazo.) 

CARLOS.-  ¿Qué hay, condesa? ¿Qué se ofrece?

JULIA.-  No se trata de mí, ni de condesas, ni de bodas. Eduardo acaba de llegar y puede descubrirlo todo. Y entretanto tú estás sin los doscientos duros, ni te acuerdas de ellos.

CARLOS.-  ¡Bagatelas! Ya en el día eso no me da pena..., mi cuñado Silvestre es hombre rico; ¿qué significan para él doscientos duros más o menos?

JULIA.-  Espero que no le dirás una palabra.

CARLOS.-  Ya está dicho...

JULIA.-  ¿Le has pedido?

CARLOS.-  Me lo ha ofrecido, he aceptado... entre cuñados...

JULIA.-  ¡Dios mío! ¿Hay locura igual?

CARLOS.-  Sí, hermana mía; te doy más de diez mil duros de renta... todo está arreglado ya; tanto que él vendrá a verte dentro de poco; yo le he dicho que venía delante para prevenirte...

JULIA.-  ¿Y con qué derecho...?

CARLOS.-  ¡Oh! Es preciso recibirle bien; en primer lugar, él se ha empeñado; en segundo, es un hombre de muy buena cuna, generoso, caballero... hombre, en fin, que dentro de unas cuantas horas va a adelantarme doble dinero del que necesito.

JULIA.-  Pero yo no he prometido recibirle, ni darle oídos... No le amo.

CARLOS.-  ¡Gran dificultad para casarse! ¿Y por qué no le amas?

JULIA.-  Porque... porque no amo a nadie.

CARLOS.-  Pues en ese caso, ¿qué más te da que sea él u otro? No es decir esto que quiera yo forzar tu voluntad; ¡Dios me libre! No soy yo uno de esos hermanos exigentes que se empeñan en hacer dichosas a sus hermanas a su pesar. Eres muy dueña de negarle tu mano, pero no por hoy... espérate a mañana.

JULIA.-  Mañana... le querré lo mismo que hoy.

CARLOS.-  ¿Qué sabes tú? Y entretanto salgo yo del paso; sólo una cosa exijo de ti de aquí a mañana, que no le desesperes...

JULIA.-  Pero eso es muy mal hecho... eso es ser coqueta...

CARLOS.-  ¿Es decir, que no te atreves a ser coqueta una noche, ni siquiera por mí? Cuando veo que tantas que lo son toda su vida por mera diversión...

JULIA.-  Di lo que quieras... Es una infamia... Tengo otro arbitrio mejor que ése, y que me gusta más... Si se logra...

CARLOS.-  ¿Y si no se logra?

JULIA.-  ¡Dios mío! Óyeme, siquiera...

CARLOS.-  No; no oigo nada; no tengo tiempo; ya es muy tarde; me estarán esperando en el baile, querían venirse temprano con motivo de la llegada de Eduardo; le he pedido a Amelia una contradanza... ¡Qué! Si tu boda me ha hecho olvidar mis propios intereses... Hermana mía, yo te lo suplico; decídete a ser dichosa, y a ser condesa... o a lo menos piénsalo, medítalo bien, y no decidas nada... Ya ves que esto no es difícil... ¡Adiós!, ¡adiós!..., me voy a bailar  (Sale por el foro cantando y bailando.) 

JULIA.-  Pero Carlos... se va, no me escucha. Va a perder la cabeza... ¿Quién viene? ¡Dios mío! ¡Don Silvestre!



Escena II

 

JULIA, DON SILVESTRE, que entra por la derecha.

 

DON SILVESTRE.-  ¡Ella es! ¡Ella es! Está sola...

JULIA.-  Ya está aquí...  (Aparte.) 

DON SILVESTRE.-  ¡Si me hablase ella la primera...!

JULIA.-  ¡Calla! Enhorabuena; no seré yo la que hable.

DON SILVESTRE.-  Señorita...,  (Después de un momento de silencio, con timidez.)  acaba usted de ver a Carlos...

JULIA.-  Sí, señor.

DON SILVESTRE.-  Yo también le he visto... antes...

JULIA.-  ¡Sí, señor!

DON SILVESTRE.-  He tenido la fortuna... y el favor... qué digo... el honor... de que él haya tenido la bondad... sí, la bondad... de permitirme que le ofrezca mis servicios..., y ése y cuantos necesite... Ciertamente... no tiene más que hablar...

JULIA.-  Usted es muy amable; mi hermano está muy agradecido...

DON SILVESTRE.-  Señorita...  (Con fuego y deteniéndose.)  y me atreveré a creer que usted también...

JULIA.-  Sin duda... Puede usted estar seguro de que todo lo que se hace en obsequio de mi hermano...

DON SILVESTRE.-  Sí, entiendo...

JULIA.-  No; no; pudiera usted equivocarse; quiero decir que sólo que su franqueza de usted y su honradez...

DON SILVESTRE.-  ¡Oh! comprendo, comprendo perfectamente  (Con entusiasmo.) 

JULIA.-  No, seguramente, no me comprende usted.

DON SILVESTRE.-  No importa; siga usted... No pido frases, ni discursos... no soy exigente.

JULIA.-  Tanto mejor... porque no puedo hacer otra cosa que manifestar a usted mi aprecio y mi agradecimiento...

DON SILVESTRE.-  ¡Ah! Julia, eso es todo lo que exijo de usted; yo no le pido a usted más... Y yo no sé cómo dar gracias a usted de... mi... de su...  (Se arrodilla.) 

JULIA.-  Caballero, ¿qué hace usted?

DON SILVESTRE.-  Eso es todo lo que deseo, eso me basta... Soy el más feliz de todos los hombres...

JULIA.-  Pero..., ¡por Dios!  (Viendo a EDUARDO que aparece en la puerta del foro. Le echa una mirada de indignación y se aleja.)  ¡Ah!

DON SILVESTRE.-  ¿Qué tiene usted?

JULIA.-  Le ha visto a usted aquí, y a mis pies.

DON SILVESTRE.-  ¿Quién? Ese caballero que se aleja...

JULIA.-  Sí, señor. ¿Qué le parece a usted que pensará de mí?

DON SILVESTRE.-  ¡Ah! Eso es fácil de componer; yo corro a explicarle...  (Corriendo hacia el foro.) 

JULIA.-  No, ¿adónde va usted? Suplico a usted que me deje... Váyase usted...

DON SILVESTRE.-  Pero..., ¿de qué proviene esa turbación y ese espanto? ¿Qué puede nadie decir en sabiendo que yo la amo a usted?...

JULIA.-  ¡Por Dios! Le ruego a usted...  (Asustada y queriendo obligarle a callar.) 

DON SILVESTRE.-  Lo diré a voz y en grito... La amo a usted... y lo tengo a gloria.

JULIA.-  Pues bien; caballero, si usted me ama... no exijo más que una prueba... Váyase usted, váyase usted al momento.

DON SILVESTRE.-  ¡Ah!, con mucho gusto... Yo creí que iba usted a exigir alguna cosa más difícil,  (Hace ademán de irse y en el momento de salir se detiene y dice a JULIA.)  sin embargo, lo que había prometido a su hermano de usted...

JULIA.-  ¡Otra vez! ¿Todavía está usted aquí?

DON SILVESTRE.-  ¡No, no! Me voy, me voy:  (Vuelve a irse y se detiene diciendo.)  Se lo dirigiré a usted, a usted se lo enviaré inmediatamente.  (JULIA le hace seña que se marche y se va.) 



Escena III

 

JULIA sola.

 

JULIA.-  ¡Dios mío! ¡Qué concepto habrá formado de mí! Me acusará de... ¡Cielos! ¿Y cómo tengo de purificarme? No importa, corro a...



Escena IV

 

JULIA, JORGE, por la izquierda.

 

JORGE.-  ¿Señorita?

JULIA.-  ¿Eres tú, Jorge? ¿Y mi carta?

JORGE.-  La he entregado al mismo sujeto, en propia mano; debía de ser cosa muy urgente, porque se ha puesto el sombrero en cuanto la ha leído y se ha venido conmigo.

JULIA.-  ¿Es posible?

JORGE.-  Allí fuera está, en la antesala, esperando; me ha dicho que conoce perfectamente la probidad de la señora y que trae consigo lo que le pide.

JULIA.-  ¡Qué fortuna! ¡Ya respiro! Sin perjudicar a mi pobre hermano, podré rehusar los favores del Conde del Espinal y despedirle... Le diré francamente que no le amo... Ven conmigo... Llévame adonde está...

JORGE.-  Sí, porque dice que tiene muchos negocios pendientes, que está deprisa y que no puede esperar...

JULIA.-  ¡Dios mío! Si perdiese la paciencia... Démonos prisa... ¡Cielos! ¡Eduardo!



Escena V

 

Dichos. EDUARDO sale por el foro.

 

EDUARDO.-  Señorita... veo que mi presencia la incomoda...

JULIA.-  De ninguna manera... Iba a salir...

EDUARDO.-  Por mí no se incomode usted... Haga usted sus quehaceres.  (JULIA hace que se va.)  Sin embargo, me hubiera alegrado mucho de hablar con usted dos palabras.

JULIA.-  Aquí estoy ya, Eduardo.  (Volviendo.) 

JORGE.-  Pues, ¿y ese sujeto que iba usted a ver?

EDUARDO.-  ¿Qué sujeto?

JULIA.-  Bien; suplícale que espere un breve instante... un instante nada más.

 

(Sale JORGE.)

 


Escena VI

 

EDUARDO, JULIA.

 

EDUARDO.-  Es muy sensible que sus ocupaciones de usted o sus visitas sean tan numerosas, que se vea precisado un amigo antiguo a pedirle una audiencia que sólo consigue a duras penas.

JULIA.-  ¡Ah!, Eduardo, nunca me has hablado en ese tono...

EDUARDO.-  ¿Y puede esto asombrar a usted? ¿No tengo yo un derecho para darme por ofendido, yo, cuya confianza hubiera debido hacerme acreedor a la suya? Usted, por el contrario, ha pagado con disimulo y falsedad mi ilimitada franqueza.

JULIA.-  Caballero.

EDUARDO.-  No acuso a nadie sin pruebas... los hechos hablan por sí solos. ¿Por qué no me ha confesado usted que no quería ir al baile por esperar aquí y recibir al Conde del Espinal? Yo le hubiera dicho a usted mi modo de pensar acerca de este paso, pero de ninguna manera me hubiera considerado ofendido. Usted es dueña de su mano y de su corazón, y no me importa que dé usted a nadie la preferencia; su elección me es indiferente..., pero su buena fama y su reputación no lo son para mí... pertenecen también a sus amigos. Usted lo ha olvidado hoy y ésta es mi queja.

JULIA.-  ¡Ah!, Eduardo, tanta dulzura, tanta bondad en el momento en que me crees culpable...

EDUARDO.-  ¿En qué la creo a usted? ¿Pues qué, no he visto yo al de Espinal a sus pies de usted, aquí mismo?

JULIA.-  ¿Y si hubiera sido a mi pesar? ¿Sin mi consentimiento? ¿Si no hubiera yo podido impedirlo...?

EDUARDO.-  ¿De veras?

JULIA.-  ¿Si te probase que no lo esperaba, que no sabía siquiera que podría venir...? Te lo juro.

EDUARDO.-  Pues en ese caso..., ¿cómo?

JULIA.-  Óyeme, Eduardo; soy muy desgraciada; yo quisiera y no puedo decirte lo que sufro; acaso seré culpable de ligereza, de imprudencia, pero nunca de falsedad... Si esto no fuese cierto, castígame con el más cruel castigo que se puede imaginar, con la pérdida de tu amistad; consiento en ello; pero hasta que tengas mejores datos, no me acuses; ten sólo compasión de mí que me veo precisada a guardarte un secreto... a ti, a quien quisiera confiar todas mis penas.

EDUARDO.-  No comprendo...

JULIA.-  Lo sé y eso es lo que me desespera...

EDUARDO.-  No importa; haré lo que me pides; esperaré más tiempo para juzgarte... Oye sólo una palabra.

JULIA.-  ¿Qué?

EDUARDO.-  ¿Amas a alguien?

JULIA.-  ¿Por qué me haces esa pregunta?

EDUARDO.-  Me has prometido ser franca.

JULIA.-  Enhorabuena, Eduardo; te juro que no amo al conde; que no le he prometido nada, y que ahora ya... sí; ahora ya no tendré con él más relaciones... ¿Me crees?

EDUARDO.-  Sí, te creo, te creo más que a mis mismos ojos; te creo porque lo dices y no exijo más testimonios. No hay mayor desgracia que desconfiar de la persona amada. Nada exijo ya de ti. ¿Estás contenta, Julia?

JULIA.-  Más de lo que yo puedo expresar... ¡Si vieras mi corazón!

EDUARDO.-  ¡Querida Julia! De aquí en adelante éste será el último secreto que habrá entre los dos.

JULIA.-  Te lo prometo... pero contigo ya no necesito emplear juramentos. ¿Me crees? ¿No es verdad?



Escena VII

 

Dichos, DOÑA EUGENIA, por la izquierda.

 

DOÑA EUGENIA.-  ¿Hay atrevimiento igual? ¿En mi casa...?

EDUARDO.-  ¿Qué ocurre, señora?

DOÑA EUGENIA.-  Un extraño, un desconocido, de muy malas trazas por cierto, a quien encuentro apoderado de mi sala, y que saludándome apenas, a mí, el ama de la casa, se me viene a quejar impertinentemente de que le hacen esperar.

JULIA.-  ¡Dios mío! Era tan dichosa... que ya le había olvidado.

EDUARDO.-  ¿Y qué quiere? ¿Por quién pregunta?

DOÑA EUGENIA.-  Por Julia.

EDUARDO.-  ¿Por qué razón...?

DOÑA EUGENIA.-  ¿Por qué razón? Ella, sin duda, nos lo dirá, porque el tal hombre es un don Cosme, usurero...

EDUARDO.-  ¿Un usurero?

DOÑA EUGENIA.-  Que está en relaciones con ella...

EDUARDO.-  ¡No es posible!

DOÑA EUGENIA.-  Eso es lo mismo que yo he dicho... Pero, en relación a que se trata de cantidades respetables... de prendas de gran valor empeñadas... y a que hasta su casa...

EDUARDO.-  ¿Su casa?

DOÑA EUGENIA.-  Y sin decir una palabra a nadie... una niña, menor todavía de edad...; ya puedes presumir que he echado a ese bribón con cajas destempladas como merece.

JULIA.-  ¡Dios mío! ¿Qué dice usted?

DOÑA EUGENIA.-  Que le han echado mis criados y que ha marchado furioso...

JULIA.-  ¿Se ha marchado? ¿Se ha marchado?... ¿Qué le ha hecho usted?

EDUARDO.-  Luego, ¿le conoces?

JULIA.-  ¡Dios mío!  (Aparte.) 

EDUARDO.-  ¿Cuanto hemos oído es cierto? ¿Tú lo confiesas?

JULIA.-  Sí, Eduardo.

EDUARDO.-  ¡Apenas puedo creerlo! ¿Y qué especie de relaciones pueden existir entre tú y un hombre de esa especie? ¿Con qué objeto le has llamado? ¿Por qué recurres a él? Respóndeme, por Dios, respóndeme.

JULIA.-  ¡Qué tormento! Eduardo, Eduardo, no te enojes conmigo, pero me es imposible...

EDUARDO.-  ¡Otra vez! Esto ya es demasiado.



Escena VIII

 

Dichos y AMELIA, por la izquierda.

 

AMELIA.-  ¡Julia! ¡Julia! Aquí te traigo una buena noticia; un recado del condecito...

EDUARDO.-  ¿Del Espinal?

AMELIA.-  Cierto; su criado acaba de traerle; preguntaba por la señorita Julia con un aire tan misterioso, que hemos apostado que es una declaración.

DOÑA EUGENIA.-  ¿De veras?

AMELIA.-  Vamos a ver si he ganado... porque yo apostaba a que... ¿Quieres que la lea?

JULIA.-  ¡Amelia!  (Asustada.) 

EDUARDO.-  ¿Qué haces?  (Deteniéndola.) 

AMELIA.-  ¿Por qué no? Eso nos divertiría...

EDUARDO.-  Esta carta pertenece a Julia...  (Con intención.)  Y a pesar de que ya en el día no tiene relación ninguna con el condecito... a ella sola, sin embargo, viene dirigida. «A mi señorita doña Julia»... Aquí está.  (Entregándosela.) 

JULIA.-  Muchas gracias... pero... yo no sé... Ignoro lo que puede contener... esta esquela.

AMELIA.-  Siempre hay un medio para saberlo..., leerla.

EDUARDO.-  Si estorbamos, nos retiraremos.

DOÑA EUGENIA.-  ¡Oh! ¿Qué duda tiene? Lee, lee; además, luego hay también que responder...

JULIA.-  «Usted me ha dicho que me aleje; he obedecido y envío a usted lo consabido... una letra de trescientos duros pagaderos a la vista... dichoso yo si al mismo tiempo que cumplo mi promesa, logro recordar a usted las que me han hecho, en su nombre... que usted misma no ha desaprobado...». ¡Oh! ¡Qué carta!  (Deja caer un papel que venía dentro.) 

AMELIA.-  ¿Y esa otra esquela que se ha caído? Es decir, que venían dos.  (Recogiéndola.) 

JULIA.-  Contiene cosas de poquísima importancia.  (Recobrándola.) 

AMELIA.-  ¿De veras? ¿No viene declaración ninguna? Veamos, veamos.

JULIA.-  ¿Para qué?

AMELIA.-  Para ver si he perdido; no estoy obligada a referirme a tu modestia... ¿No es verdad, Eduardo?

EDUARDO.-  ¿Y por qué no? Harías muy mal en no creer ciegamente en su franqueza... Por lo que hace a mí, no me queda ni la menor duda en el particular y me guardaría muy bien de exigir... ninguna prueba.

 

(Se sienta junto al velador. AMELIA sale por el foro.)

 

JULIA.-  ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Y Carlos? ¿Y Amelia? ¿Y su felicidad?... Desconfía de mí; acaso me desprecia... todo menos eso... todo lo sabrá. Toma, tómala, Eduardo.  (En voz baja a Eduardo.) 

EDUARDO.-  ¿Es posible?... Esta carta...

JULIA.-  ¡Dios mío! ¡Mi hermano!  (Viendo a CARLOS que viene, recobra la carta.)  No, no me determino... Aunque sea a costa de mi felicidad, no le descubriré.

EDUARDO.-  ¿Qué haces? ¿Qué debo yo pensar ahora? Julia, Julia, venga esa carta;  (a JULIA que revuelve la carta en las manos.)  si no todo se ha concluido entre nosotros.

JULIA.-  Como usted quiera, caballero... ¡Ah!, salgamos; no puedo resistir más.  (Sale por la derecha.) 



Escena IX

 

EDUARDO, DOÑA EUGENIA, AMELIA, CARLOS. AMELIA ha salido a su encuentro y le ha hablado al oído durante el fin de la escena anterior.

 

AMELIA.-  Le había encargado a usted que se granjeara la voluntad de Eduardo; y apenas le ha hablado usted.

CARLOS.-  Adiós, Eduardo.

EDUARDO.-  ¡Hola! ¿Eres tú, Carlos?  (Volviendo en sí.) 

CARLOS.-  Sí; así como a tu hermana, me ha parecido tu viaje demasiado largo.

EDUARDO.-  Sí, demasiado para tu felicidad, que se ha retardado con mi ausencia... Hay sacrificios que la razón exige,  (Distraído.)  y que sabré hacer. Carlos, por mi parte, la mano de mi hermana es tuya.

CARLOS y AMELIA.-  ¿Qué dices?

EDUARDO.-  Por lo que a nosotros respecta, querida tía, no habrá usted olvidado nuestros antiguos proyectos.

CARLOS.-  ¿Oyes? Se casa con Isabel.  (Bajo a AMELIA.) 

AMELIA.-  ¡Ah! Es decir, que se casará al mismo tiempo que yo.

DOÑA EUGENIA.-  ¡Querido sobrino!

EDUARDO.-  Soy con usted; hablaremos; pero ahora quisiera quedarme solo... A ti te digo también, Amelia; tengo que hablar con Carlos de asuntos de importancia.

CARLOS.-  Me va a hablar de sus viajes.  (Bajo a AMELIA.) 

AMELIA.-  Si eso pudiera instruirle a usted, no vendría mal.

CARLOS.-  ¡Amelia!  (Cogiéndole la mano.) 

AMELIA.-  ¿Qué quiere decir esa franqueza? Eduardo, mira que me quiere abrazar.  (CARLOS quiere abrazarla.) 

EDUARDO.-  Bien, déjame, te repito, vete ya.

AMELIA.-  Vamos pronto; mi hermano le aguarda a usted.  (Echando a correr por la derecha.) 



Escena X

 

CARLOS, EDUARDO.

 

CARLOS.-  Por fin; ya estoy casado... No ha dejado de costar trabajo... Con que... ¿Decías?

EDUARDO.-  Ya estamos solos; de tu hermana es de quien tengo que hablarte.

CARLOS.-  ¿De Julia?

EDUARDO.-  Sí; gracias a la amistad que nos une desde la infancia, puedo llamarme de la familia, y este paso que doy no debe admirarme. Si esta misma mañana hubieras tú sabido acerca de mi hermana alguna cosa que no te hubiera gustado, no hubieras dejado de avisarme...

CARLOS.-  Ciertamente que no.

EDUARDO.-  Pues bien; voy a usar de la misma franqueza... Te confieso que en el día la conducta de Julia no es la que debiera ser.

CARLOS.-  ¿Qué dices?

EDUARDO.-  Aquí, para entre los dos. En primer lugar, la he encontrado en esta misma pieza sola con don Silvestre.

CARLOS.-  Sí, lo sé; el condecito está perdido de amores por ella; pero ella me ha dicho a mí que no le ama.

EDUARDO.-  Y a mí también... Sin embargo, yo me le he encontrado haciendo ademán de echarse a sus pies; luego mantienen una correspondencia muy tirada. ¡Oh!, Sí, sí; he visto cartas que él le ha escrito y que ella ha recibido.

CARLOS.-  ¿Es posible? ¿Y por qué no me lo ha confesado...?

EDUARDO.-  Más; sabe por fin lo que una casualidad me ha hecho descubrir... Julia está arruinada...

CARLOS.-  ¿Julia? ¿Mi hermana?

EDUARDO.-  Sí, los cortos bienes, la pequeña herencia que le dejó vuestro padre... Todo lo ha disipado... o empeñado secretamente, o vendido...

CARLOS.-  No es posible.  (En alta voz). 

EDUARDO.-  ¡Silencio!

CARLOS.-  Vea usted... La que siempre me estaba predicando... sobre mis locuras...

EDUARDO.-  ¿A ti?

CARLOS.-  No; quiero decir, sobre mi poca formalidad... Ahora salimos con que ella... y sin decirme una palabra... Ahí está el mal, porque yo ya le decía...

EDUARDO.-  ¿Qué le decías?

CARLOS.-  No; nada, nada. Pero, dime; ¿estás seguro de cuanto me dices? ¿Por quién lo sabes?

EDUARDO.-  Por ella misma, que me lo ha confesado... y por personas... con quien se ha entendido..., un tal don Cosme, usurero...

CARLOS.-  ¡Don Cosme! ¡Es mujer perdida! Es el judío más judío; un hombre que presta al doscientos por ciento; que no da plazos, ni espera... ni... En una palabra, yo he tenido una letra...

EDUARDO.-  ¡Tú!

CARLOS.-  De un amigo mío... un amigo íntimo, que ha tenido que pagar... ¡Oh! Ya sé lo que cuesta, ahora ya comprendo cómo haya podido mi pobre hermana ver tan pronto el fin de su patrimonio... ¡Ella también!

EDUARDO.-   (EDUARDO mira alrededor.)  Ya te haces cargo de que nadie en el mundo debe penetrar un secreto de esta especie... Es preciso soldarlo todo sin que nadie entienda... Esto es cosa nuestra solamente.

CARLOS.-  Verdad es; es cosa nuestra.

EDUARDO.-  Tú no; tus cortos recursos no deben resentirse de una falta que tú no has cometido... Pero yo... criado con Julia, y su amigo antiguo...

CARLOS.-  ¿Qué dices?

EDUARDO.-  Yo no me hubiera atrevido a ofrecerle lo que ella acaso hubiera rehusado y debía rehusar... Pero de ti, que eres su hermano no podrá negarse a recibirlo. Toma, encárgate de arreglarlo todo, liquida y paga todas sus deudas; lo único que exijo es que no llegue a saber jamás... que yo he tomado parte en esto; pero acuérdate que es indispensable que, deponiendo por un instante la indulgencia y el cariño, de hermano, la hables severamente acerca de cuanto ha pasado.

CARLOS.-  Pierde cuidado; no veo de cólera. ¡Habernos engañado a entrambos de esta manera!

EDUARDO.-  Sí, pero tampoco vayas a...

CARLOS.-  ¡Oh!, no; es preciso que me sufra mis reconvenciones; alguna vez me había de tocar también a mí.

EDUARDO.-  Ella viene; adiós, adiós... Te dejo con ella; trátala sin embargo con los miramientos que...

CARLOS.-  No te doy palabra de nada; veremos... Adiós Eduardo; gentes como nosotros no necesitan gastar muchas palabras en estos asuntos para entenderse.

 

(EDUARDO se va por el foro.)

 


Escena XI

 

JULIA, CARLOS.

 

CARLOS.-  ¡Aquí está!

JULIA.-  ¿Eres tú, Carlos? Te andaba buscando, tengo que hablarte.

CARLOS.-  Y yo también tengo que hablarte a ti... Estoy muy descontento; muy enfadado contigo...

JULIA.-  ¿Y acerca de qué?

CARLOS.-  De lo que has hecho...

JULIA.-  ¿Cómo? Sabes...

CARLOS.-  Todo lo sé; y no me parece bien, hermana mía... No habiéndome dicho una palabra, esto pudiera haberme comprometido y perjudicado a mi boda sobremanera.

JULIA.-  ¿De qué manera?

CARLOS.-  Es inútil entrar ahora en pormenores; ya me entiendes; sé lo que es eso y aunque he prometido reñirte, no tengo valor... Voy al caso... No tengas miedo, no estoy enfadado ya contigo; te lo perdono todo, más haré todavía...  (Le da la cartera.)  Toma... ahí tienes.

JULIA.-  ¿Qué es eso?

CARLOS.-  Ahí tienes con qué pagar tus deudas.

JULIA.-  Yo te traía aquí para que pagues las tuyas.  (Enseñándole otra cartera.) 

CARLOS.-  ¿Cómo? ¿De qué procede eso?

JULIA.-  ¿Qué te importa a ti? Con tal que no proceda del don Silvestre, que yo no tenga que agradecerle favor ninguno, y yo no vuelva a verle... Porque ahora ya no es sólo indiferencia lo que siento... Es odio, le aborrezco.

CARLOS.-  ¡Otra vez! Julia, no te creo. Eduardo, que tiene de ello pruebas positivas me ha asegurado que os adoráis...

JULIA.-  ¿Quién? ¿Eduardo dice eso? Eduardo es un ingrato... es el hombre más injusto y le aborrezco más que al conde; ahora le detesto tanto como le amaba antes.

CARLOS.-  ¿Le amabas?

JULIA.-  ¡Dios mío! ¿Pues he pensado yo nunca en otro más que en él? Desde mi niñez, desde que me conozco, él solo..., todos mis proyectos, mis sueños, mi porvenir, mis esperanzas, todo se fijaba en él. Hubiera querido ser más bien desgraciada con él que feliz con otro. Ni sé lo que me digo...  (Deteniéndose.)  Estoy loca, loca... todo lo olvido hablando de él, ¿y aún me preguntas si le amo?

CARLOS.-  ¡Le amas! ¡Pobre hermana mía! ¡Julia! ¡Y él ama a otra!

JULIA.-  ¿Qué dices?

CARLOS.-  Se casa con Isabel, nos lo ha declarado a mí, a su tía, a toda la familia...

JULIA.-  Todo se acabó ya para mí... Me costará la vida... Querido hermano, te ruego que olvides lo que te acabo de decir; no es verdad; no; no le amo; le olvidaré, no volveré a pensar en él...  (Echando a llorar.)  ¡Ah! Siempre... siempre... Esta memoria es más fuerte que yo... ¿Y por qué ha hecho nacer en mí esta mañana misma ideas, de que estaba tan distante? Por qué me hablaba no hace mucho todavía como a su querida...

CARLOS.-  Sí, sí; no hay duda; ésas eran sus intenciones... Te ama; a lo menos te amaba... No queda duda alguna cuando recuerdo lo que hace poco... Pero es preciso que convengas en que tú también tienes la culpa... En primer lugar, no me dices una palabra, a mí que tengo tanta influencia sobre él, a mí que lo hubiera arreglado todo... todo; al contrario, te comprometes delante de él casi, y mantienes, sin darme el menor aviso, una correspondencia seguida con el conde...

JULIA.-  ¡Yo!... En mi vida he recibido más que una carta segura, y era para ti.

CARLOS.-  ¿Para mí?

JULIA.-  Ahí la tienes... Una letra...

CARLOS.-  Bien; esto te lo perdono; pero, ¿y tus locuras, tu disipación?... Yo que te creía tan arreglada, tan económica...

JULIA.-  ¿Qué dices?

CARLOS.-  No, no te reñiré; pero habrás de confesar que tus relaciones con dos Cosme y las cuantiosas sumas que le has pedido...

JULIA.-  ¿Quién te lo ha dicho? Puesto que lo sabes, sí, es verdad. Le acaban de echar de esta casa; he salido, he podido alcanzarle y a fuerza de ruegos y de súplicas y mediante un recibo de cuatrocientos duros, que me ha hecho firmar, ha venido en prestarme doscientos.

CARLOS.-  ¿Qué dices?

JULIA.-  Sólo para ti... Ahí lo tienes... Te los traía...

CARLOS.-  ¡Ah! Julia; soy un desdichado, un miserable... ¿y te acusaba yo de mis propias locuras? ¡Cuánto debes aborrecerme! Tú te perdías por no descubrirme, sin proferir una queja... Ibas a ser enteramente desgraciada sólo por mí... y yo nada sabía...

JULIA.-  Nada debía yo decirte...

CARLOS.-  Yo soy quien debiera haberlo adivinado... Pero, aún es tiempo...

JULIA.-  ¿Qué vas a hacer?

CARLOS.-  Dame, dame... Yo sé cual es mi deber...

JULIA.-  Pero, Carlos...

CARLOS.-  No se dirá que te has sacrificado siempre por mí... Y que yo... no, no. Adiós, hermana mía, adiós.  (Sale corriendo.) 



Escena XII

 

JULIA sola.

 

JULIA.-  ¿Qué va a hacer? Ya es tarde; ya no me ama; va a casarse con otra, todo se acabó ya para mí...



Escena XIII

 

JULIA, EDUARDO, DOÑA EUGENIA. DOÑA EUGENIA entra por el foro hablando con EDUARDO.

 

DOÑA EUGENIA.-  Sí, dentro de un instante estará ya el notario en la sala y vendrá a avisarnos.

JULIA.-  ¡El notario!  (Aparte.) 

DOÑA EUGENIA.-  Sí, querida mía; mi sobrino Eduardo se casa con su prima Isabel, a quien puedes dar la enhorabuena...

EDUARDO.-  No será la única que reciba; he querido que este día feliz para nosotros lo fuese también para ti, Julia... Acabo de ver al Conde del Espinal, y no me ha costado trabajo decidirle a una unión que desea con vivas ansias...

JULIA.-  Ignoro, caballero, quién le había encargado a usted un paso de esa naturaleza...

EDUARDO.-  Señorita, su hermano de usted me ha autorizado a darle.

JULIA.-  ¡Siempre mi hermano!

EDUARDO.-  Y nuestra antigua amistad me daba también cierto derecho...

AMELIA.-  Por aquí condecito.  (Saliendo con DON SILVESTRE.) 

EDUARDO.-  Aquí tenemos al mismo señor don Silvestre Verdugo, que se presenta en persona.



Escena XIV

 

Dichos, DON SILVESTRE, AMELIA.

 

AMELIA.-  Aquí tiene a mi tía... ya que quiere usted hablarla...

DON SILVESTRE.-  Sí, ya se ve, sin duda...  (Cortado. Pasa por delante de JULIA y EDUARDO y se coloca al lado de DOÑA EUGENIA.)  Para una pretensión que yo... por mí... no me hubiera atrevido a hacer... Y si me aventuro... seguramente... No... sí... sí... Seguramente que... es animado por mi amigo Carlos, y por el señor don Eduardo... y por...

JULIA.-  ¡Eduardo! Me parece que ahora le aborrezco ya del todo.

DON SILVESTRE.-  Pues señor... usted sabe, señora que yo... me veo en la dura precisión (digo dura; esto es según) de casarme en el término de este año... Y si me atrevo a pedir la mano de otra que no sea Isabelita, su hija de usted...

AMELIA.-  ¡Qué trabajo le cuesta!  (Aparte.) 

DON SILVESTRE.-  Espero que usted no se ofenderá, antes bien tendrá la bondad de hacerme el favor, de interponer para con mi señorita doña... doña... Julita, sí, doña Julita, bien digo... sus buenos oficios... su pupila de usted que, mejorando lo presente, tiene prendas..., ¿eh?  (a EDUARDO.) 

EDUARDO.-  Nada, siga usted...

DON SILVESTRE.-  ¡Ah! Pues señor...

DOÑA EUGENIA.-  ¿Para qué? ¡Oh! Ciertamente, caballero, mi pupila se creerá muy honrada al oír...

JULIA.-  Honrada... sí, señora... Pero como me es imposible corresponder al honor que el señor conde me dispensa, declaro que no puedo...

TODOS.-  ¡Julia!

DON SILVESTRE.-  ¿Cómo señorita? Es decir que... Pues me habían dicho... ¿Qué significa esto?

JULIA.-  Que sería una ingratitud a la amistad que usted dispensa a mi hermano, a los sentimientos que por mí experimenta, el unir su suerte a la de una mujer que no puede hacer su felicidad y que no le ama...

EDUARDO.-  ¿Será cierto?



Escena XV

 

Dichos, ISABEL.

 

ISABEL.-  Mamá, ahí está el notario; la espera a usted en la sala...

DOÑA EUGENIA.-  Vamos, pues, Eduardo, vamos Amelia.

EDUARDO.-  Allá voy, tía, soy con usted al momento.

AMELIA.-  ¿Y dónde está Carlos?

EDUARDO.-  Julia... por lo que  (En voz baja, acercándose a ella.)  más ames en el mundo explícame... di una palabra, una sola palabra... Y aun puedo...

JULIA.-  Nada tengo que decirle a usted,  (Conmovida.)  caballero... Su novia de usted le espera... Sea usted feliz, y olvídeme, como yo le olvido... (¡Ah!, me costará la vida, pero... no importa).

EDUARDO.-  Es decir que tú lo quieres... Así...

JULIA.-  Sí, lo quiero así.

EDUARDO.-  ¡Enhorabuena! Olvidémosla; reciba digno castigo su frialdad. Vamos.

JULIA.-  Ya no hay remedio.

ISABEL, AMELIA.-  Vamos.

 

(EDUARDO da la mano a ISABEL; DOÑA EUGENIA y AMELIA los siguen. JULIA está a la derecha, DON SILVESTRE a la izquierda. El grupo principal va a salir cuando se deja ver CARLOS en el fondo.)

 


Escena XVI

 

Dichos y CARLOS.

 

CARLOS.-  Deteneos. ¿A dónde vais?

AMELIA.-  A firmar los contratos, no se esperaba sino a ti.

CARLOS.-  Es imposible; esas bodas no pueden verificarse, yo no lo permitiré.

TODOS.-  ¿Cómo?

CARLOS.-  Porque Eduardo no ama a Isabel.

DOÑA EUGENIA.-  ¿Qué se atreve usted a decir?

CARLOS.-  Ama a mi hermana y es correspondido.

EDUARDO.-  ¡Carlos!  (Corriendo a él arrebatado de alegría.) 

JULIA.-  ¡Hermano mío!  (Quiere taparle la boca.) 

CARLOS.-  No; no; no tengo ya consideraciones que guardar; ahora se sabrá todo. La verdad debe decirse siempre en la última hora de la vida, y yo no creo que esté muy distante la mía... y si no me es igual.

EDUARDO.-  ¿Qué estás diciendo?

CARLOS.-  Que mi hermana ha recibido del Conde del Espinal, no un billete amoroso sino una letra de cambio destinada a pagar ciertas deudas... Esta letra era para mí... y esas deudas eran mías... Mi hermana acaba de empeñar parte de sus bienes a un usurero... ¿Y para quién? Para su hermano que se ha comido ya los suyos... Y esto no le parece bastante. Déjame,  (a JULIA que trata de interrumpirle.)  todo se sabrá, se deja sospechar, acusar, humillar, ¿y por quién? Siempre por su hermano, cuya boda y cuya felicidad no quiere desbaratar... Carlos podrá ser un calavera, convengo en ello, pero no es un ingrato... Toma Eduardo; ahí tienes tu dinero; toma Julia, ahí tienes tu letra... pagada y rota..., y por lo que respecta a mis deudas, ya están todas pagadas.

TODOS.-  ¿Pagadas?

CARLOS.-  ¡Pudiera haberme levantado la tapa de los sesos; éste era un arbitrio; fue el primero que me ocurrió, pero este arbitrio no remediaba nada, y sobre todo no dejaba pagados a mis acreedores... Entonces dije para mí; si de todos modos es forzoso renunciar a Amelia, hagamos el sacrificio por entero; me sorprendió un acceso de delirio, de desesperación; no me quedaba más capital que mi persona... Y lo he empeñado.

TODOS.-  ¿Cómo?

CARLOS.-  Sí, a una mujer rica, amable, generosa, que no tiene más que un defecto, que es tener tantos años como miles de duros.

TODOS.-  ¿Quién?

CARLOS.-  La duquesa, nuestra vecina.

TODOS.-  ¡Cielos!

EDUARDO.-  Una duquesa viuda...

CARLOS.-  No me la recuerdes, Eduardo; no hagas vacilar mi valor; he considerado toda la extensión del sacrificio... Tiene sesenta años... pero mejor..., ojalá tuviera setenta.

EDUARDO.-  ¿Y te has de casar con ella?

CARLOS.-  Es preciso que yo sufra un castigo; lo tengo demasiado merecido... Amelia... Amelia... yo no era digno de usted, ni de su hermano; no hay esperanza ya para mí, no hay felicidad. Abandonaré el mundo... Me retiraré a mis tierras; allá irás a verme; cazaremos... Tendré perros y caballos... ¡Ah! ¡Querido amigo, qué desgraciado soy! Y usted que debe estar picado...  (A DON SILVESTRE.)  Hombre, si quisiera usted batirse conmigo y matarme... me haría usted un gran favor.

DON SILVESTRE.-  ¡Oh!, no, no; bastantes favores le he hecho ya a usted de esta especie...

CARLOS.-  Hombre, será el último.

AMELIA.-  ¡Eso es una infamia! Postergarme a esa viuda.

EDUARDO.-  Vaya... tranquilizaos; ¿habéis perdido todos el juicio? Yo me encargo de corregir a Carlos.

CARLOS.-  ¿Y cómo? ¿Con qué derecho?

EDUARDO.-  Con un derecho que no merezco tampoco, pero que sin embargo reclamo... como cuñado.

DOÑA EUGENIA.-  Eduardo...

EDUARDO.-  Sí, tía mía, dígnese usted perdonarme; la amo demasiado para entregar a otra un corazón que le pertenece entero... Y tú, Julia, ¿te negarás a perdonar a un arrepentido?... ¿Vuelves la cabeza? ¿Tanto te cuesta concederme tu perdón? Enhorabuena no lo hagas por mí... sino por ese mismo hermano... Él quería sacrificarlo todo a su Julia ¿no hará Julia otro tanto por él?

JULIA.-  ¡Ah! He hecho tantos sacrificios por Carlos... que bien podré hacer este último... Y será...

EDUARDO.-  Julia...

JULIA.-  La recompensa de todos los demás.  (Con ternura.)  Sí, Eduardo... sí; te amo... Soy dichosa al decirlo... pero, ¿puedo ser feliz sin que lo sea mi hermano?

EDUARDO.-  Eso es cuenta mía... Le devolveré a la duquesa el capital que haya adelantado... En cuanto a los intereses, yo procuraré persuadirla a que no debe cobrarlos tan caros... Y entonces, si lo consigo, como lo espero, volveremos a cimentar la felicidad de Carlos, cuanto esté enteramente corregido, y la de mi querida Amelia.

AMELIA.-  ¡Isabel! Todavía no se ha decidido quién de las dos ha de casarse la primera.





 
 
[TELÓN]
 
 


Indice