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Lo fantástico en la novela popular española de la primera posguerra. A propósito de dos novelas de Cecilio Benítez de Castro

Blanca Ripoll Sintes


Profesor Serra Húnter - Universitat de Barcelona



Tras la guerra civil española -y con ello nos referimos a los dos, tres primeros años de posguerra-, las inmediatas posibilidades ideológicas, materiales y estéticas para la creación narrativa en el país se reducían a dos líneas generales con bien pocas excepciones: la literatura laudatoria (que dio en el cultivo de la novela bélica, fascista) y la literatura evasiva, en sus múltiples formas. Con el paso del tiempo la novela española generaría un número mayor de alternativas estéticas y, en el caso de la novela laudatoria, su presencia empezará a disminuir debido, fundamentalmente, a la fatiga social y a la necesidad del pueblo español de olvidar una tragedia moral y material sobre la que, por otra parte, tampoco se puede hablar con franqueza. Como asevera Martínez Cachero:

La gente española alta y baja, sufrida y de aparente buen humor, se ha cansado ya de la antaño obligada recordación de nuestra guerra y el «no me cuente usted su caso» es frase que se populariza frente a quienes todavía parecen dispuestos a asombrar y a edificar con sus pasadas peripecias; baja por eso sensiblemente, aunque no llegue a desaparecer de la circulación [...], el número de relatos bélicos, mientras que otros temas y preocupaciones hacen su entrada.


(Martínez Cachero, 1997: 51-52)                


Sin embargo, la literatura de entretenimiento, multiplicada en las diversas formas y colores de las numerosas colecciones de novela popular, perduró, y con enorme éxito de público, a lo largo de toda la dictadura franquista. La década de los cuarenta fue, no obstante, su particular edad de oro auspiciada por factores como la carestía material del momento; la vigilancia de la censura sobre cualquier tentativa más comprometida con la realidad social; un sector económico como el editorial completamente desballestado y que precisaba de obras breves y vendibles; o cuestiones que afectan al pulso emocional de un pueblo, como la necesidad de escapar de la hostilidad cotidiana de la posguerra española. (Martínez de la Hidalga, 2000: 33)

En este sentido, lo fantástico, apareció como una herramienta muy útil para lograr el fin evasivo, pues como apuntaba Antonio Vilanova en una serie de maravillosos artículos sobre Simenon y la novela policíaca que publicó en Destino a principios de los cincuenta: «muy pocos de nosotros estamos exentos de la ingenua afición a lo maravilloso, inesperado y sorprendente que constituye la verdadera esencia de la literatura popular de todas las épocas» (Vilanova, 1952: 17). Así lo fantástico se multiplicó en diversas colecciones de novela popular que tuvieron un claro exponente en el superhéroe «Yuma», particular creación de Guillermo López Hipkiss, quien bajo el pseudónimo de Rafael Molinero publicó sus 14 aventuras en la editorial barcelonesa Molino entre 1941 y 1943 (Boix, 2000: 121-132).

En este trabajo, nos dedicaremos a mostrar el funcionamiento de lo fantástico en dos novelas de 1940 de Cecilio Benítez de Castro. Si acudimos a los textos clásicos sobre historia de la novela de posguerra, el periodista y escritor cántabro, establecido desde los años 30 en Barcelona, es más conocido por transitar el primer camino de la novela-reportaje de ambiente bélico con Se ha ocupado el kilómetro 6 (contestación a Remarque), publicado en la barcelonesa editorial Juventud, en 1939, y por su pertenencia al grupo barcelonés «Azor», dirigido por Luys Santa Marina. Su opera prima, ambientada en la guerra civil y partidaria de la visión golpista, quería contradecir, como se observa en el título, la desoladora visión que Erich Maria Remarque ofreció de la I Guerra Mundial en Sin novedad en el frente, de 1929, ensalzando las bondades de la guerra, la alegría de las armas y la virilidad de la defensa patria. El relativo éxito de esta primera obra animó a Benítez de Castro a seguir escribiendo y en la misma editorial Juventud publicaría un año más tarde cuatro novelas: La rebelión de los personajes, Los dos amores de Máximo Claudel, El creador y Maleni. Nos detendremos aquí en la glosa de una biografía que le llevaría a irse en 1948 a Argentina, donde murió en 1975 y donde se convertiría en un acérrimo defensor de Perón.

La mayoría de sus novelas son de difícil clasificación, pues presentan cierta mixtificación genérica, pero dos de ellas (La rebelión de los personajes y El creador), destacan por una inusual presencia de lo fantástico en el desarrollo de las tramas, que son, por otro lado, de clara ascendencia detectivesca o policíaca. En la primera, el conflicto se resuelve con un ejército de fantasmas que asesinan a los actores de un drama de Shakespeare y que son en realidad los personajes del dramaturgo inglés; mientras que en El creador se combinan elementos herederos de la novela gótica del XIX y ciertos aspectos del mito de Pygmalion, con lo cual las fronteras entre la realidad y la ficción resultan borrosas y se resuelven también a partir de sucesos fantásticos (desapariciones misteriosas, poderes sobrenaturales, dominio del mundo natural, etc.).

En el exordio de La rebelión de los personajes, Benítez de Castro expone burlonamente cómo una noche, en sueños, se le aparecieron algunos personajes de tragedias y comedias de Shakespeare, que le instaron a que les vengara de los desmanes supuestamente cometidos por el dramaturgo inglés en sus obras. En la novela, curiosa mezcolanza de ambientes y temas (Londres en 1616 y 1816; una obra de teatro intercalada de tema y ambiente castellano...), Benítez de Castro va a proporcionar a los lectores su particular defensa del uso de la fantasía en una también particular poética de la novela idealista o de evasión:

Si nos dedicásemos íntegramente a retratar la vida, poco, muy poco, hallaríamos que pudiese interesar. En cuanto a esa vida se la rodea de detalles, de adorno, esa vida es bella, deseable. El que se imagine a una bella mujer fregando, o presa de terribles dolores de vientre, no podrá elevarse en éxtasis de adoración. Ayúdela con la luna, con el murmullo del arroyuelo, con las estrofas de un verso. Y esa mujer será diferente. Lo real y lo virtual andan en desacuerdo. [...] ¿Quién hubiera hecho nada en el mundo si no existiesen cosas imaginarias, creadas o soñadas?


(Benítez de Castro, 1940a: 111)                


Y serán, precisamente, cosas «imaginarias» o «soñadas» las que articulen la resolución del conflicto narrativo que, como se señala en el exordio, consiste en la venganza de los personajes de Shakespeare, y las que contribuyan a la necesaria evasión del lector de una realidad que no conmueve y que, según Benítez de Castro, apenas ofrece venero suficiente de temas para el Arte. Así, invita al olvido a través del refugio literario: «Cerrad conmigo los ojos, lectores. Olvidemos por un momento nuestras preocupaciones, nuestros pequeños incidentes, estos grandes engaños y estos grandes éxitos que se nos antojan» (Benítez de Castro, 1940a: 22).

Como en una novela policíaca de tipo anglosajón, el primer momento narrativo es el descubrimiento del crimen: en 1816, se estrena una obra inédita de Shakespeare en el palacio de Buckingham y, al acabar, el rey Jorge IV descubre que todos los actores y el director han sido brutalmente asesinados. A la fastuosidad descriptiva de los ambientes palaciegos y a la ambientación en un país extranjero, cabe sumar el efectismo y la acumulación de detalles escabrosos de la descripción de la muerte colectiva en el teatro, aspectos todos ellos que contribuyen a tensar la atención del lector y a evadirle de su realidad cotidiana.

Tras la caída del telón, el rey Jorge IV acude a comprobar el dantesco espectáculo de los actores petrificados, la sangre en el escenario, el olor a carne quemada, los ojos llenos de pez, vinagre y veneno de la bella actriz principal... Y en un acto de suprema perspicacia apunta el monarca: «-A fe mía, Chesterton, que aquí ha pasado algo tan raro que ninguno de nosotros lograremos explicárnoslo jamás, por muchas vueltas que le demos...» (Benítez de Castro, 1940a: 21).

En el capítulo siguiente, se retrocede al origen del crimen, al año 1616, fecha en que William Shakespeare supuestamente compuso una obra de tema castellano titulada Doña María Coronel. La obra, ambientada en tiempos de Pedro I de Castilla (en torno a 1350), es un drama de amor y honor que demuestra la pasión de Benítez de Castro por el lenguaje del siglo de oro (pasión que también desarrollaría en otra novela, Cuarto galeón -1941). El autor intercala en la narración de 1616 breves fragmentos de la obra de teatro, que lejos de mostrar una reflexión metaliteraria, cae de lleno en el error compositivo que la parodia cervantina del Quijote achacaba a los libros de caballerías: la yuxtaposición sin demasiado sentido de historias y tramas que simplemente entretenían al lector.

Volvamos no obstante a la novela. Shakespeare ha anunciado que Doña María Coronel va a ser su obra definitiva y empiezan a ensayarla. Sucede, días antes del estreno, un primer acontecimiento sobrenatural: el castillo de Whitehall, del rey Jacobo I, se quema de un modo inexplicable («Pero si arden las mismas piedras» o «Diríase, milores, que algo de sobrenatural hay en todo esto», Benítez de Castro, 1940a: 92; 93), lugar elegido para el estreno. Sin sobrecogerse en exceso, el rey inglés propone sustituir el castillo quemado por The Globe, que en la novela se transforma curiosamente en El Globus. Lord Southampton avisa al famoso dramaturgo de los rumores que circulan en la corte después del fatídico incendio: «Se decía que el palacio de Whitehall lo han quemado los manes de vuestros personajes, irritados contra vos. Y que el cielo está decidido a que no representéis una sola obra más» (Benítez de Castro, 1940a: 96).

Desoyendo los avisos que avant-la-léttre anticipan el fatal desenlace, Shakespeare continúa con el estreno de María Coronel, si bien él mismo se hace eco del segundo hecho fantástico de la trama: en un banquete celebrado en su honor en casa de Ben Jonhson, el dramaturgo explica cómo una noche había creído ver un fantasma, una aparición que le siguió por las calles de Londres. Furioso por las burlas del anfitrión, Shakespeare muere de un ataque de cólera balbuceando en su agonía que los dioses estaban moviendo todos los hilos necesarios para que no se estrenara su amada obra.

En efecto, este primer tramo concluye con el duelo nacional por la muerte del escritor y se da comienzo al siguiente capítulo, ambientado ya en el mismo momento histórico del crimen: 1816. Un descendiente del hermano de Shakespeare, Edmundo, logra montar el estreno de una obra inédita, hallada en un arcón familiar. Otro monarca, Jorge IV, ofrece el palacio de Buckingham para mostrar la desconocida pieza al público londinense. Volverán a intercalarse fragmentos de Doña María Coronel con otra historia secundaria, la del triángulo amoroso entre el actor-director Edmundo Shakespeare, su antigua amante y actriz Norma, y una joven ingenua y engañada por el primero, Lady Patricia Haynes.

Esta yuxtaposición de géneros y tramas nos lleva a un último episodio, titulado «¡Rebelión!», en el que una mezcla singular de mitos clásicos (Hades, Febo, Scilla...), leyendas germánicas (Walkirias, Brunilda, Odin...) y personajes shakespeareanos (Julio Cesar, Brutus, Macbeth, Julieta, Ofelia o Hamlet) forma un luminoso ejército dispuesto a vengarse del olvido en que su creador les había abandonado. Una «especial fosforescencia» parece posarse sobre el palacio de Buckingham, en plena representación de Doña María Coronel, momento en el que el lector asiste a cómo los espíritus de los antiguos personajes shakespeareanos toman los cuerpos de los actores del siglo XIX:

Y en este preciso instante lo insólito ocurrió. Patricia sintió claramente un terrible golpe en sus sienes. La sangre se agolpó sobre su corazón y percibió la angustiosa sensación de haber sido empujada, pero no por fuera, sino por dentro. Algo así como si un ser extraño hubiera penetrado en su cuerpo y hubiese, con energía sobrehumana, adaptado su figura a sus formas. Y notó cómo si, pugnando por asomar, mirase por sus ojos.


(Benítez de Castro, 1940a: 241)                


Cae el telón, el público aplaude entusiasmado y se observan dos escenas: la de la alegría y la expectación por ver aparecer a los actores, y la que esconde la enorme cortina, un panorama dantesco de muerte y horror. La posesión de los espíritus ha quemado por dentro a los actores, ha agotado por completo su energía vital y ha quebrado sus cuerpos: «Porque en el suelo, sin movimiento ni señal de vida, han ido cayendo, uno tras otro, los doce actores y los tramoyistas. Un hilo de sangre corre por las tablas. Mientras un insufrible olor a carne quemada se esparce por la pretendida sala del castillo» (Benítez de Castro, 1940a: 255). En el mismo momento de caída del telón, los soldados del palacio observan como un rayo de luz sale del edificio.

Pasemos ahora a El creador. Ya en el prólogo de la obra, Benítez de Castro señala el juego con el mito clásico del rey chipriota Pigmalión, enamorado de su propia estatua, de quien se apiadó la diosa Afrodita convirtiendo la figura de mármol en Galatea, una mujer de carne y hueso. En esta ocasión, la novela está también localizada en un lugar lejano y pululan por toda la obra nombres extranjeros que la dotan de exotismo para el lector español de 1940: Robert Caldwell, neoyorkino de clase acomodada y vida alegre, nos proporciona sus memorias en las que bien pronto destacará un misterioso personaje, el escritor Ridder Fergan.

Este último va a invitar al joven Caldwell a que pase una temporada en su finca particular, Sheridan Castle, situada en un lugar remoto y aislado, los Montes Apalaches. Fergan resulta tener costumbres propias de un asceta: contemplar las montañas rocosas durante días, escribir en habitaciones desnudas... El misterio rodea al personaje y una combinación de atracción y rechazo mueven al joven neoyorkino a interesarse por la última novela, todavía inédita, del veterano escritor. En una conversación sobre la misma, Fergan anticipa el motor de la narración: «-Lo que más me ha interesado siempre, joven Caldwell, es crear, hacer algo de la nada. Dar hálito vital a sombras muertas y hacerlas caminar por la vida a mi antojo, como títeres» (Benítez de Castro, 1940b: 44).

Y, efectivamente, de la nada emergen, una noche de tormenta, en el castillo, los tres personajes protagonistas de la novela de Ridder Fergan, conscientes de haber sido creados por el escritor y de haber pertenecido a una obra literaria. Caldwell irá asistiendo al trasvase exacto de la acción narrativa de la obra de Fergan a la realidad. El misterioso escritor, en su castillo de la cima de las montañas, empieza a tomar consciencia de su condición sobrenatural: «Él era otro dios. Algo más grande. Algo infinitamente más poderoso que un hombre medido por el simple poder de su inteligencia. Él era capaz de desencadenar temibles pasiones en seres hechos por su voluntad, a los que acompañaban forma y gesto concedidos asimismo por él. Él creaba situaciones y él, a su gusto, las resolvía» (Benítez de Castro, 1940b: 99).

La segunda parte de la obra consistirá en la intercalación de otra novela, Dynya Maru, escrita por Ridder Fergan y ambientada en un espacio todavía más exótico: la India. La bella princesa protagonista que da nombre a la obra va a cobrar vida en la tercera parte de la novela de Benítez de Castro. Su creador, Fergan, acabará trastornándose, loco de amor por la muchacha.

En esta segunda novela, los acontecimientos fantásticos están integrados desde un principio en una atmósfera más propicia: la cima de la montaña, las extravagancias de Ridder Fergan, la soledad y la vida contemplativa, las noches de tormenta, etc. Y, por otro lado, la reflexión metaliteraria es más sólida que en la anterior y está mejor engarzada en el desarrollo de la trama. La sombra del doctor Frankenstein preside El creador y la reflexión sobre los límites de la creación humana podrían haber generado un fondo filosófico y moral de mucho mayor calado.

Cecilio Benítez de Castro pretendió, en estas dos obras concretamente, dotar sus novelas de cierta aura de alta cultura: los guiños literarios, la intercalación de otras obras literarias, la mixtificación de géneros o las referencias a la mitología clásica. Sin embargo, la literatura y la mitología son en ambas ocasiones mero atrezzo; la intercalación de historias se aleja de la parodia cervantina o galdosiana para caer en la yuxtaposición episódica; y la combinación de distintos géneros (narrativa y teatro) no responde a ninguna otra intención que la de añadir diversión y variedad al conjunto.

No obstante, tuvo claro desde un principio que su intención como escritor era ofrecer a sus lectores una realidad artística distinta a la que podían contemplar con sus propios ojos. Y en ese sentido, la incorporación de elementos fantásticos, sobrenaturales, fueron un mecanismo idóneo para lograr ese objetivo principal: Leer para olvidar.






Bibliografía

  • Benítez de Castro, Cecilio, La rebelión de los personajes, Juventud, Barcelona, 1940.
  • ——, El creador, Juventud, Barcelona, 1940.
  • Boix, Armando, «Explorando maravillas. La novela fantástica en España antes de 1958», en AA. VV., La Novela Popular en España, I, Robel, Madrid, 2000, pp. 121-132.
  • Martínez Cachero, José María, La novela española entre 1936 y el fin de siglo: historia de una aventura, Castalia, Madrid, 1997.
  • Martínez de la Hidalga, Fernando, «La novela popular en España», en AA. VV., La Novela Popular en España, I, Robel, Madrid, 2000, pp. 15-52.
  • Vilanova, Antoni, «Simenon y la novela policíaca», Destino, núm. 781 (26/07/1952), p. 17.


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