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ArribaAbajo Historia e intrahistoria en Donde ladrón no llega de Luis Hernáez

José Antonio Alonso Navarro1



Introducción

En su novela Donde ladrón no llega (1996), Luis Hernáez no pretende reflejar detalladamente todo el complejo proceso histórico que llevó a la expulsión de los jesuitas en todos los territorios del vasto imperio español durante la época de la Conquista, incluyendo Paraguay y otras tierras rioplatenses colindantes, en 1767, por Real Decreto de Carlos III, por encima del resto de circunstancias narradas. Más bien, el anhelo principal del escritor paraguayo es, en el marco de este contexto histórico particular, tejer con suma laboriosidad una obra literaria que haga posible espejar la dimensión humana de algunos seres «intrahistóricos» que muy bien pudieran haber formado parte de ese intrincado experimento social, económico, político y cultural que conformaron la «Reducciones Jesuíticas» en su tiempo y plasmar la cotidianidad diaria de las mismas dentro de un revolucionario sistema que trataba de apuntar hacia un modus vivendi que permitiera la supervivencia de los indios guaraníes lejos de un mundo exterior colmado de plagas, encomenderos, bandeirantes y toda suerte de ambiciones forjadas por una sociedad civil asunceña carente de uniformidad y orden en sus costumbres generales y hábitos individuales.

Donde ladrón no llega no es una novela histórica, sino una obra «intrahistórica» (en la concepción unamuniana del término) que trasciende la propia historia, muchas veces escrita de una manera deshumanizadora y deshumanizante, impersonal y global, y trata de acercarse específicamente hacia aquellos seres humanos que volcaron sus vidas en pro del desarrollo de una comunidad floreciente y próspera, en apariencia, no llevada por un plan o designio económico o comercial, sino por la idea teocrática de conformar el Reino de Dios sobre la Tierra ad majorem Dei gloriam.

Mi intención en este trabajo es captar y resaltar este sentido intrahistórico endógeno de la novela y ponerlo a la luz de la perspectiva histórica oficial, con vistas a tratar de comprender mejor un sistema de gobierno fascinante que, sin duda alguna, en su momento, captó la atención del mundo entero, y que, para tristeza de algunos y gozo de otros, derivó en un trágico destino con su prohibición en 1767. Para ello, después de establecer los antecedentes históricos básicos, compararemos en paralelo la historia y la intrahistoria desplegadas a lo largo de la narración.




Antecedentes históricos

En España, en el siglo XVI, coexistía una fuerte concepción determinista que giraba en torno a la idea de Dios, y al objetivo histórico de llevar su mensaje hacia otros confines del mundo. Esta idea fija condujo a muchos españoles al Nuevo Continente, en un intento de redimir a aquellas criaturas que desconocían el mensaje de Cristo y llevarlos hacia el camino de la salvación eterna. El hombre del siglo XVI, profundamente católico, basaba su vida   —6→   en este ideal histórico que apuntaba hacia el compromiso de apartar al hombre de sus vicios y guiarlo por el buen sendero hacia Dios en una lucha sin treguas y sin concesiones.

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Donde ladrón no llega. Portada.

La conquista del Paraguay y las tierras rioplatenses vino marcada por esa intencionalidad de conquistar un mundo para Dios. Hubo numerosas decepciones al descubrirse la falsedad de ciertas leyendas surgidas en torno al Paraguay como tierra de oro y plata, no empero, se superaron con facilidad. Los fuertes contrastes climáticos existentes allende los mares tampoco impidieron la ruptura del ideal histórico ni de los perseverantes misioneros ni de los aguerridos exploradores que se adentraron por esas tierras semitropicales. La vocación espiritual de los misioneros españoles, según se recoge en algunas crónicas históricas, fue mayor a toda ambición particular o a cualquier otra fatalidad que encontraran tales hombres en términos históricos o territoriales.

Las primeras misiones establecieron inmediatamente un vínculo directo con los indios guaraníes, deseosos de sentir los misterios de la divinidad y de penetrar en su esencia más honda. Este vínculo fue posible, además, gracias a las coincidencias existentes entre ciertos relatos bíblicos dentro del Antiguo Testamento, con algunos mitos guaraníes que versaban sobre la creación del mundo por parte de Avá (Padre-Dios); la creación de la humanidad; y sobre cataclismos ominosos que llevaron a los indios a buscar refugio en otras tierras inhóspitas. Los religiosos pronto descubrieron el sentir religioso del indio guaraní a través del progresivo y gradual conocimiento de tan rica mitología, con sus arraigadas creencias en la salvación del hombre gracias a un Dios Todopoderoso; su capacidad para discernir entre el bien y el mal; y su fe en la búsqueda de la perfección interna a través del bien absoluto. Los guaraníes que encontraron los primeros misioneros hablaban de una entidad espiritual eterna, atemporal, sin fin en su existencia e ilimitada en su poder creador. Como en la religión católico-cristiana, los mitos indígenas citaban a un niño-Dios, y a una Madre sagrada encargada de concebir al ser espiritual de enorme raigambre entre los indios, responsable de crear a la humanidad entera y de encaminarla hacia la redención y hacia su propia inmortalidad.

Este panorama religioso hizo viable, por tanto, el rápido entendimiento entre guaraníes y religiosos. Los religiosos españoles, además, aprovecharon la música y el cántico propios del culto religioso, y la pompa sacra de la liturgia católica para atraer aún más a los guaraníes.




La Historia

Las primeras misiones jesuíticas comenzaron a florecer hacia el año 1613, cuando los seguidores de San Ignacio de Loyola, guiados por el Padre General, decidieron crear en el Paraguay una provincia que permitiera la expansión de la fe católica en tierras americanas. La razón de escoger Paraguay para crear un Reino de Dios sobre la Tierra no fue una elección al azar. Los jesuitas sabían muy bien, por otros misioneros, de la avidez de los indios guaraníes por penetrar en una religión que amalgamase esoterismo, espíritu de trascendencia, misterio y una explicación de ser en este mundo, así como el conocimiento de saber, en términos escatológicos, el destino del hombre tras su muerte. De este modo, y sabiendo de estos anhelos religiosos, los miembros de la Compañía de Jesús se prepararon para llevar a la zona del Guairá el Evangelio de Cristo.

A diferencia de otros misioneros, los jesuitas trajeron la liberación de los guaraníes; su separación de las ancestrales teogonías que autorizaban la ejecución de sanguinarios sacrificios humanos e incluso, la práctica habitual de la antropofagia entre hombres, niños y mujeres. En la zona del Guairá, los centros españoles existentes eran la Ciudad Real y la Villa Rica del Espíritu Santo. Éstas fueron fundadas por Ruiz Díaz de Melgarejo en 1556 y 1570, respectivamente. Cerca de ambas ciudades, los primeros jesuitas organizaron sus reducciones, en las que no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a llenarse rápidamente de indios que huían de los peligros de la jungla y de las encomiendas, donde eran sometidos a un régimen de esclavitud y de abuso terrible.

En la puesta en marcha de la actividad misionera de las reducciones, el énfasis principal, según los estatutos jesuíticos, recaía en Dios,   —7→   como el único Ser Absoluto reconocido en términos de autoridad, y guía principal de todo lo que allí iba a acontecer desde el comienzo de las mismas hasta su finalización, a pesar de todas las controversias que generaron durante su vigencia. Los jesuitas pretendían, dentro de estas reducciones, poner en marcha todo un mecanismo administrativo, social, político, económico y cultural, pero siempre, pretendidamente, con la mirada encomendada al servicio de Dios. La misión obedecía a designios superiores por encima del plano material. En palabras del historiador Efraím Cardozo (El Paraguay colonial, 1996), «lo fundamental en el orden misionero era la existencia de ese plan, creación puramente racional, obra de la mente humana, elaborada teniendo a la vista, como finalidad suprema, la salvación del alma humana, la redención del hombre, el triunfo de Dios sobre la tierra».

Con los misioneros jesuíticos y sus reducciones se inició una nueva forma de gobierno; una estructura social asentada en fundamentos teocráticos que habrían de durar más de un siglo y medio. Hasta la expulsión en 1767, sacerdotes jesuitas dirigieron la espiritualidad, formación, conducción, economía y trabajo de los indios guaraníes con el consentimiento voluntario de éstos. Hasta tal punto la influencia de los jesuitas sobre los guaraníes fue considerable que inclusive los padres recordaban a los esposos guaraníes sus deberes conyugales o maritales a toque de tambor. La Compañía de Jesús creó un vasto y complejo sistema de vida social que no encajaba con el resto de la comunidad civil laica asuncena. El sistema comunitario generó defensores y detractores, al erigirse como un régimen social contrario al género de vida sustentado por el resto de los paraguayos comunes. Los indios se encontraban conformes con la estructura en que se hallaban y no suscitaron ninguna rebelión o protesta en contra de esta forma de gobierno. Las leyes por las que se regían los jesuitas eran estrictas, pero justas y organizadas. Desde la mañana hasta la noche la vida del indio estaba rigurosamente guiada por los país2.

Cardozo apunta que «nada menos que dos gruesos volúmenes contenían bajo el título de Araporuaguiyeihaba, la detallada prescripción del uso que el guaraní debía hacer de su vida cotidiana. Por la mañana, los guaraníes se dirigían temprano a sus tareas en el campo, que se distribuían en las diversas «chacras» o parcelas de terreno existentes. Las mujeres guaraníes, por el contrario, se quedaban en sus casas a tejer prendas de vestir que posteriormente servían para vestir a los integrantes de la comunidad dentro de la reducción. Cardozo, al igual que Blas Garay (El comunismo de las misiones, 1996), habla de tres categorías de campos: el tabambae, perteneciente a la comunidad; el abambáe, usufructuado por los jefes de familia; y el tupambae, destinado a sostener los gastos del culto y el sustento de viudas, huérfanos, inválidos y ancianos. Según Garay, «para que nadie pudiera sustraerse a prestar el contingente de sus fuerzas, los jesuitas buscaron la manera de sacar provecho de los ociosos o de los que mostraban poco apego al trabajo, sometiéndoles a una regimentación particular». A este respecto, una de las extensiones de terreno, el tupambaé era el lugar adecuado para quienes rehusaban a trabajar y para los niños pequeños. Si los perezosos insistían en su negativa a trabajar o dejaban de hacerlo, por el bien común, se les imponía un castigo; comúnmente, azotes con un rebenque. Tras ello, según los historiadores, el guaraní debía besar con afecto la mano del «verdugo» (generalmente un padre), quien trataba de hacerle comprender que el castigo impuesto se había ejecutado por el bien de toda la colectividad y por el suyo propio.

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Vista general de Trinidad (Foto: Mar Langa).

Los animales de las reducciones eran de propiedad colectiva y a su cuidado, se designaba a los guaraníes en diferentes turnos. Muchos indios destacaban por sus habilidades manuales, por lo que los padres jesuitas los adiestraban en el arte de la escultura, cincelado, pulido, pintura, alfarería, mampostería, etc., convirtiéndolos, en general, en auténticos expertos en tallados de madera, pintura de imágenes religiosas, construcciones de viviendas, reparación de templos, etc. En Trinidad, en la actualidad, todavía pueden apreciarse algunas secuelas de lo que fue este fascinante y revolucionario sistema social. Las ruinas se erigen en testimonio viviente de la capacidad organizadora de los jesuitas; de su pericia a la hora de encauzar las habilidades o facultades individuales de cada indio. El anonimato en la   —8→   obra o producto final era una característica de las reducciones, por lo que resulta difícil, hoy en día, atribuir las obras escultóricas o pictóricas existentes a individuos determinados.

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Pintura de Ángeles en Misiones (Foto: Mar Langa).

En cuanto a la indumentaria, los miembros de la comunidad vestían de igual manera con el objeto de evitar distinciones jerárquicas innecesarias. Solamente en ocasiones solemnes, se permitía el uso de prendas especiales, las cuales, una vez finalizados los eventos sacros, volvían a guardarse en la casa parroquial.

Todos los bienes de las reducciones eran compartidos. Cuanto más se producía, más beneficios recibían los miembros de la comunidad. Sin embargo, como están de acuerdo la mayoría de los historiadores paraguayos y no paraguayos, todo este sistema de vida no estaba construido en bases económicas, sino religiosas. El fin último era la protección de las criaturas más desprotegidas y desfavorecidas, en un Reino donde éstas tuvieran acceso a una vida digna y justa; donde sus derechos pudieran ser respetados y pudieran estar a salvo de rapiñeros, encomenderos y traficantes de esclavos. Efraím Cardozo detalla que «al guaraní nada le faltaba y aunque le era desconocida la institución de la propiedad en el viejo concepto quiritario del derecho romano, era dueño efectivo de la cabaña que habitaba, del pedazo de tierra que cultivaba y del fruto de sus esfuerzos que revertía a sus manos después de satisfechas las necesidades colectivas. Y bajo este sistema, según los jesuitas, los guaraníes eran felices».

La política «comunista» en las reducciones era innegable. Todos trabajaban por el bien común, prescindiéndose de las necesidades individuales y eran miembros de una compleja colmena donde se trabajaba con empeño y sacrificio. Los guaraníes, históricamente, amaban, en verdad, a los jesuitas o, al menos, se sentían cómodos con ellos por haberlos sacado de una forma de vida tribal en la jungla peligrosa y expuesta a innumerables peligros. Este sistema, con sus extraordinarios resultados sociales, culturales y económicos, atrajo la atención del mundo entero civilizado en su momento, poniéndose el énfasis principal en este experimento tan prodigioso.

Al comienzo de la fundación de la provincia jesuítica en el Paraguay en 1604, los jesuitas se vieron sometidos a la provincia civil y a sus leyes y normativas. Sin embargo, con el tiempo, este grado de dependencia a la autoridad civil irá desapareciendo progresiva y gradualmente, hasta llegado el momento en que las conexiones o relaciones entre las misiones y la sociedad civil asuncena, con sus correspondientes autoridades, quedarán por completo anuladas. La autoridad del obispo de Asunción quedará también dejada de lado por parte de los miembros de la Compañía de Jesús. Toda forma de justicia, será, por consiguiente, administrada por ellos mismos con mano firme y sin sometimiento a las leyes españolas ni a los dictámenes legales del gobierno civil de Asunción. El aislamiento de los jesuitas será absoluto.

Los jesuitas vivían cómodamente en sus reducciones. Nada faltaba, no obstante, se decidió incrementar la producción existente en las misiones para poder sufragar los gastos que las guerras contra la religión católica y contra la propia Compañía de Jesús se estaban produciendo en la vieja Europa. Para ello idearon un plan: explotar los yerbales del Paraná, cuya explotación estaba en esos momentos a cargo de algunos paraguayos de la zona del Guairá y de Asunción. No les fue difícil a los jesuitas obtener el permiso necesario de las autoridades de Asunción para la explotación de los yerbales (se materializó con la emisión de una Real Cédula con fecha de 1645), argumentando falsamente que los indios se estaban muriendo de hambre debido a las duras condiciones del trabajo y del clima. Lógicamente, esta injerencia de los jesuitas provocó la cólera de los principales explotadores de yerbales de Asunción, que vislumbraban el creciente poder expansivo de los jesuitas por diferentes zonas del Paraguay. Inclusive, los propios miembros de la Iglesia ajena a la Compañía de Jesús, se envolvieron de una dialéctica en la que se mostraban contrarios a las acciones de los jesuitas por incrementar sus territorios y propiedades. Entre estos eclesiásticos no jesuitas se encontraban el propio obispo de Asunción fray Tomás de Torre, dominico, y poco después, fray Bernardino de Cárdenas, franciscano.

En 1649 se produjo el primer intento de expulsión de los jesuitas, mas la supremacía de éstos con sus guaraníes bien pertrechados y   —9→   equipados, hizo imposible que pudiera producirse. Los jesuitas y guaraníes derrotaron y masacraron sin piedad a las tropas asunceñas, mal equipadas y víctimas de una pésima organización. La consecuencia fue el incremento del odio entre ambos mundos. Los asunceños, en general, odiaban a los jesuitas por su progresivo aprovechamiento de extensiones de tierra, prados, bosques y yerbales, y por obstaculizar a los encomenderos para explotar a los indios como antaño. Además, los primeros temían que este poder llegara a acrecentarse tanto que pudiera expandirse incluso por Asunción, lo que significaría la limitación y el enclaustramiento de un gobierno civil. La capital paraguaya en aquella época se regía por la autonomía, independencia, una fuerte libertad y, a veces, por un libertinaje excesivo, lo cual propiciaba constantes cambios de gobernantes, y la posibilidad de instituir un gobierno sólido y firme que apuntase al progreso y desarrollo podía amenazar su modus vivendi. A los comuneros asunceños les molestaba, además, el que los jesuitas estuvieran exentos de toda suerte de impuestos, al contrario que el resto de los comerciantes asunceños. Ello supuso que desearan la guerra con los jesuitas. En apoyo a los comuneros, la Iglesia, de manera alternativa, se opuso al rápido avance de los jesuitas, puesto que la supuesta creación de un Reino de Dios sobre la Tierra, además de representar para la institución una forma de explotación de los indios, significaba también una manera de recaudar beneficios para la defensa de los intereses particulares de la orden en Europa. En Europa las misiones tenían sus detractores y admiradores. Los defensores de la Compañía de Jesús encontraron en las reducciones un modelo social perfecto; sus detractores, una forma de explotación de los indios en beneficio propio y la manera rápida de obtener beneficios y privilegios sin igual que les permitiera mantener su hegemonía en Europa. Entre los admiradores de las jesuitas se encontraban Bufón (Histoire Naturelle, tomo VI) y Montesquieu (De l'esprit des lois). Entre los detractores, se encontraban los jansenistas.

En 1759 Portugal comenzó a expulsar a los primeros jesuitas en territorio portugués en nombre de Carvalho. Los franceses siguieron el mismo ejemplo a través del ministro Choiseul. Carlos III al comienzo no tenía una idea muy definida de qué decisión tomar, pero persuadido por el conde Aranda, conocido volteriano y claro enemigo de los jesuitas, el monarca decidió a la firma de la orden de expulsión de los jesuitas el 27 de febrero de 1767.

En la novela de Hernáez se aprecia esta visión de los acontecimientos, y a los asunceños temiendo constantemente esta rápida expansión de los jesuitas.




Intrahistoria literaria

Hernáez ubica su historia en las reducciones jesuíticas. De la historia, con el autor, pasamos a la más ferviente intrahistoria, de tal manera que es posible percibir más cerca o más intensamente el ambiente cotidiano de las misiones en el siglo XVIII, poco antes de la expulsión de 1767. El autor se aferra a personajes que convierte en hombres y mujeres de carne y hueso, que muestran de modo gradual sus inquietudes, problemas, anhelos y frustraciones personales. Los propios sacerdotes salen también de los libros de historia y del anonimato para revelar al lector su genuina dimensión y su trascendencia humana, con sus gozos, temores, angustias y sus más íntimos puntos de vista sobre los acontecimientos históricos venideros. Los personajes hablan por sí mismos, brindando al lector un testimonio «intrahistórico», personal y directo. Hernáez reúne a una amplia gama: comienza con el indio Bernardino y a su alrededor se hilvana una historia personal que, progresivamente, se liga con otras sucesivas a las que se conectan otros personajes, con los que Bernardino está, de modo alternativo, irremediablemente unido. Entre tales personajes, se encuentran Salustiana, Feliciano, don Venancio, el negro Jeremías, Sinforiano, Rosa, el Padre Roque, el Alférez González, el padre Damián, el padre Jaime, Jacinto, el padre Forcada, el hermano Juan Bautista, Juan Antonio, el padre José, Federico, el padre Sebastián, Ramón, el padre Ignacio, el hermano Grimau, Gracián, Casiano, Julio, el gobernador Bucarelli, Baltasar...

En Donde ladrón no llega asistimos a múltiples historias personales que se desarrollan en el aislado ambiente jesuítico. Bernardino se marcha de las reducciones jesuíticas, sufriendo un destino determinado por sus padres y llevando consigo el estigma del pecado. Desde niño, había estado viviendo en una sociedad eminentemente paternalista y, ahora, fuera de las reducciones, se encuentra en un   —10→   mundo hostil representado por la sociedad civil asunceña; por los encomenderos, por quienes será apresado; y posteriormente, por aquellos que le forzarán a participar en la expulsión de los jesuitas. Historia e intrahistoria se amalgamarán en torno a este personaje ficticio, en torno al cual aparecerán otros reales, productos de la historia verídica, como el gobernador Bucarelli o el propio padre Antonio Ruiz de Montoya.

Solo, desamparado y desprotegido, Bernardino vivirá toda una serie de aventuras que mostrarán la desigualdad entre el modo de vida de los jesuitas e indígenas y los asunceños: aquéllos, trabajadores y perfectamente organizados, y éstos, con un gobierno civil laico arraigado en Asunción y apegado a un sistema de vida desorganizado y caracterizado por marcadas diferencias sociales. De vivir protegido y a merced de los jesuitas, el indio Bernardino servirá después en la casa de un potentado español tras su captura por los encomenderos. En su nuevo hogar, llevado por un destino ingrato, trabajará por algún tiempo hasta convertirse en uno de los «soldados» encargado, paradójicamente, de contribuir a la expulsión de los jesuitas de sus territorios. Sin embargo, el destino elegido por él mismo será otro. Éste, presa de una obsesión traumática, guiará parte de su vida hasta el día de su muerte. «Hijo del pecado», como se le decía en las misiones, tuvo como padres a Jacinto, un hábil y muy apreciado artesano por los jesuitas, y a Rosa, la amante de su padre, ya desposado con otra indígena en las misiones. Bernardino, en cierta manera, pagará el pecado de su padre y debido a la estigmatización que esto supone, contrario a las férreas normas jesuíticas o religiosas, no tendrá más opción que escapar de una atmósfera sofocante. El destino trágico de Bernardino sólo lo conoceremos al final del relato; destino que hará reflexionar al lector sobre la idiosincrasia del indio guaraní «inculturizado», expuesto a una forma de vida radicalmente opuesta, en origen, a la suya.

Bernardino se sentirá avergonzado por haber sido el fruto de una relación condenada por los jesuitas. Su gran enemigo será el padre Roque, quien, desde el principio del descubrimiento del «pecado», se mostrará intolerante con Jacinto, que estando ya desposado con una mujer, se involucrará en una relación adúltera con otra, rompiendo así una de las normas claramente establecidas en el Araporuaguijeihaba de la Compañía de Jesús. El choque cultural provocado ante esta situación es impactante. Por un lado, nos enfrentaremos a toda una cohorte de cánones eclesiásticos fijados por la Iglesia que prohibirán cualquier acto que atente contra la moral y las buenas costumbres y, por otro, la visión libre guaraní que no castiga las relaciones adúlteras y libres. Nos enfrentamos a dos visiones diferentes del mundo; dos formas diferentes de interpretar la vida. El castigo del padre Roque no se hará esperar y mandará que Rosa, la madre de Bernardino, y amante de su padre Jacinto, sea esculpida en piedra en uno de los altares mayores de la iglesia, en medio de un Purgatorio ígneo y doloroso.

Bernardino, con su mentalidad guaraní y horrorizado por ello, no podrá soportar la visión de su madre quemada simbólicamente por las llamas del Purgatorio y decidirá, de manera voluntaria, abandonar las misiones. Bernardino se enfrentará ahora con una idea fija: salvar a su madre Rosa del Purgatorio. Y no importa por cuantas adversidades, aventuras o peripecias haya de atravesar. Esa obsesión estará perenne en su mente hasta verla apartada de la afrenta pública y lejos de un lugar pétreo rebosante de llamas inmisericordes. Su idea será la de regresar lo antes posible a las misiones y poder llevar a cabo su plan. De momento, tendrá que adaptarse a las circunstancias impuestas antes del pensado retorno. Su forzado alistamiento a las tropas de los españoles y paraguayos asunceños encargados de hacer cumplir la orden de expulsión decretada por Carlos III en España en 1767, le brindará la posibilidad de acercarse a las misiones sin despertar sospechas. Para ello, antes trabajaba en la hacienda de don Venancio Carrillo y Pedroza, lugareño destacado de Asunción, a quien el Gobernador le pidió encarecidamente que le permitiera disponer de algunos de sus trabajadores para contribuir a expulsar a los jesuitas de sus territorios. La idea le disgustó bastante, puesto que la mentalidad de este hacendado estaba más situada en las cuestiones domésticas de su propia estancia que en asuntos de orden político, sin embargo, temiendo una posible enemistad con el Gobernador cedió algunos hombres, entre ellos Bernardino y Casiano. Les acompañaba el hijo de don Venancio, Julio. En añadido, se agregaron el capitán Gracián y el gobernador   —11→   Bucarelli, que iba a llegar desde Buenos Aires con aproximadamente mil quinientos hombres, con destino a Candelaria, capital de las reducciones.

Hernáez nos muestra en su libro a los jesuitas reducidos en su propia reducción, donde las noticias que llegan no son sino pequeños retazos de información o sucedáneos más apegados a rumores que a hechos reales. Viven en un mundo sin preocupaciones, casi cerca de lo idílico. Sin embargo, algunos como el padre Roque y Damián, no se sustraen a estos rumores, se preocupan y buscan la razón de su expulsión de los territorios que habitan. Estos dos jesuitas se preguntan qué mal han podido ocasionar en el Paraguay. En Donde ladrón no llega, están convencidos, por tanto, de los buenos designios que les han llevado a la creación de un lugar donde los indios no están sometidos a ningún régimen o sistema de esclavitud y donde pueden vivir con ellos, voluntariamente, libres de persecuciones y acosos que pongan en peligro su integridad y dignidad como personas o criaturas de Dios.

En la novela, se presenta una visión más anecdótica que histórica de los hechos. Sin embargo, muchos acontecimientos de la historia expuesta no escapan a la visión intrahistórica del relato que llega a combinar personajes reales con personajes ficticios. En Donde ladrón no llega, los jesuitas están perfectamente convencidos de su buen actuar y proceder. Damián dirá: «En las ciudades de Dios se come bien, se construye, se estudia, se trabaja en las artes [...] el pueblo indio trabaja en las artes, algo que les resulta casi imposible de creer, y que realmente no creen, porque desconfían más bien en alguna engañifa, en algún artificio que manipulamos nosotros interesadamente». Los jesuitas son conscientes de la realidad de los acontecimientos futuros y surge entre ellos la duda de oponer resistencia o acatar sumisamente la orden del Rey. La historia expondrá la decisión de los miembros de los jesuitas por abandonar sus territorios pacíficamente y renunciar a cualquier resistencia violenta.




Conclusión

La historia no aclarará lo suficientemente bien los verdaderos motivos de la expulsión de los jesuitas, ni tampoco será la misión intrahistórica de Hernáez exponerla o inducirnos a favor o en contra de una u otra opinión sobre un hecho sin precedentes que marcó todo un hito dentro del ámbito histórico. Las misiones jesuíticas tuvieron sus detractores y defensores por la trascendencia que este sistema de vida tan bien conformado adquirió, las cuales, sin importar las razones que las impulsaron (teocráticas, políticas, económicas, sociales, culturales, religiosas, etc.), no estuvieron exentas ni de errores ni de aciertos, como tampoco dejaron de atraer la mirada del mundo entero.

La historia pondrá de relieve, como también lo hará Hernáez en su libro, que los jesuitas obedecieron con extrema humildad y resignación la cédula real de Carlos III. En el libro de Efraím Cardozo puede leerse: «Yo -dijo el Padre provincial al comisionado de Bucarelli- en nombre mío y de los misioneros mis súbditos, me sujeto absolutamente a ese precepto del Rey y lo acato y pongo sobre mi cabeza». La tristeza de este proceder se refleja con extrema profundidad al final del libro de Hernáez, donde historia e intrahistoria se encuentran y amalgaman, para que sea el lector crítico quien diga la última palabra. Finalmente, el libro de Hernáez no pretende contar detalladamente la historia tal y como ha sido contada con mayor profundidad por diferentes historiadores, con fechas, circunstancias reales y nombres de destacados personajes, sino compilar breves historias anecdóticas entretejidas que proyecten la voz y dimensión humana de las mismas. Bernardino, que jamás aparecerá en la historia oficial como un personaje histórico de relevancia, tendrá un papel protagonista en la intrahistoria de Hernáez, desde el comienzo de su aparición en el relato, hasta el final de su trágica muerte, cuando haya culminado felizmente su propósito a costa de su propia vida. Junto a él, otros personajes ficticios y reales irán deshilvanando sus historias en un Reino de Dios sobre la Tierra forjado eminentemente por la mano del hombre.




Bibliografía

CARDOZO, Efraím, El Paraguay colonial, El Lector, Asunción, 1996.

GARAY, Blas, El comunismo de las misiones, El Lector, Asunción, 1996.

RUIZ DE MONTOYA, A., La conquista espiritual del Paraguay, El Lector, Asunción, 1996.