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Anticipación y reflexión

Osvaldo González Real



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A María Victoria.

Para Laura y Gabriela, quienes vivirán en «la casa del mañana»



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ArribaAbajoA propósito de las anticipaciones de Osvaldo González Real

Invito al discreto lector a imaginar el mundo de los bisnietos de nuestros nietos: ¿Qué lunas metálicas vigilarán aquellos cielos futuros? ¿Qué comunicación o antagonismo se mantendrá con otros habitantes de la populosa Vía Láctea? ¿Qué criaturas hechas por el homo sapiens a su imagen, pero no a su semejanza, usurparán las tareas y desvelos de la especie? Y en el corazón de plástico, titanio y cristal de esos Adanes, ¿alentará de pronto -por algún descuido electrónico infinitesimal- la envidia y el odio a sus creadores? Y lo que es más serio todavía: ¿Prevalecerá contra los árboles, la babilónica confusión de concreto, altillos, petróleo y tubos cloacales de las urbes venideras? ¿Continuarán nuestros lejanos descendientes con el privilegio de sentir cómo empieza la Tierra a partir del trino de la alondra, del sinsonte, del ruiseñor, del corochiré? ¿Seguirá definiendo la madrugada el perfume de la azucena, y la noche el del jazmín? ¿Podrán nuestros vástagos aún nonatos arrancar la fruta, exclamando en su día como Rubén Bareiro Saguier: «La naranja chorrea con el mordiscón. / El río corre por mi barba reluciente de frescura.»?

Nadie -ni siquiera un poeta- consideraba estas conjeturas hace tres, cuatro generaciones. Ahora hasta el desaprensivo las juzga válidas. La velocidad del adelanto cibernético y el gigantismo tecnológico de los países industrializados, la depredación masiva del ecosistema y la irreparable alteración de los biotopos en los países indigentes, junto con los desechos a escala planetaria, la ley de Malthus inserta en la del embudo, el efectivo al par que difuso horror nuclear y, desde las alturas del mando, el Orden de los campos de concentración, el sadismo de la «raza superior» y otras ocurrencias siniestras, son argumentos suficientes a favor de las peores suposiciones sobre la supervivencia misma del hombre o su reducción a una triste maquinaria de obediencias.

La proyección de esas desmesuras más que bíblicas en el futuro de la condición humana ha originado la literatura denominada de «ciencia-ficción» o de anticipación1. Y bien, la mayoría de los cuentos que Osvaldo González Real ha reunido en volumen corresponde a tales ficciones, inéditas hasta hoy en la literatura paraguaya; las pruebas   —8→   anteriores de algún otro escritor no son, en rigor, críticamente atendibles.

Deseo manifestar los aciertos estilísticos más aparentes de González Real: la ceñida línea argumental, la presentación sobria y el diálogo desnudo, la prosa suelta y a un tiempo funcional; dejo al lector el fácil descubrimiento de sus demás excelencias. En cambio, debo indicar que las imaginaciones del autor, al igual que las de sus epígonos (Wells, A. Huxley, Orwell, Bradbury, Sturgeon, Stapledon), no sólo anticipan sino previenen; no sólo previenen sino denuncian. De allí su afirmación contemporánea, su paradójico valor testimonial.

Los dos cuentos que principian el libro me producen cabal satisfacción. La «Epístola para ser dejada en la Tierra», con su transparente alegoría de los espléndidos y atroces vaticinios de Juan el Evangelista (el Apocalipsis, escrito en Patmos, es uno de los contados textos antiguos de real anticipación), constituye una aguda ilustración del extraño y hermoso destino de la humanidad. Y en el desesperante universo sin follaje de «Otra vez Adán» se contraponen dos categorías permanentes del espíritu: la erudita insensibilidad del Profesor Axes y el asombro virginal de Mario Adam; por lo demás, el relato enseña que nuestra narrativa puede asumir lo legítimamente paraguayo sin deslizarse en las comodidades del color local. «Reflexiones de un Robot» es una distopía -así nominada por el mismo autor- que apunta la molesta probabilidad de que los autómatas aniquilen a los hombres por error de activación de éstos, según lo mencioné antes. «El fin de los sueños» está traspasado por la confianza de que los fabuladores despiertos, es decir los poetas, sabrán impedir que se entierren los ensueños. «El caminante solitario» es una melancólica profecía referida a la prohibición del sencillo deleite de andar. Por último, «La canción del Hidrógeno» participa del mismo fundamento que uno de los capítulos de «De la Terre á la Lune», pero la anécdota de González Real es más intensa y aleccionadora que la de Verne.

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No obstante, esta «silva de varia lección» contiene dos textos con muy distintos significantes de los ya comentados. «Manuscrito encontrado junto a un semáforo...» es una suerte de divertimento kafkiano, o más vale cortazariano, sobre el nunca bien maldecido transporte colectivo de la ciudad comunera de las Indias, y«Marcelina» -de arquitectura felizmente influida por Roa Bastos, conforme lo recuerda el propio escritor en su «Epílogo»-, una excelente conjunción de lo popular y lo «culto»; gracias a Dios, estas muestras son cada vez menos escasas en la cuentística nacional.

No voy a terminar sin una rápida anotación de los ensayos de González Real. Compuestos con nitidez, información y disciplina, nos dan una medida natural de sus logros reflexivos. En particular, quisiera llamar la atención sobre «El advenimiento del hombre moderno», donde la coherencia y la exégesis confluyen ejemplarmente para iluminar uno de los procesos de mayor ascendencia en la historia de la cultura occidental.

Carlos Villagra Marsal

La Alcándara, octubre de 1980





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ArribaAbajoCuentos

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ArribaAbajoEpístola para ser dejada en la tierra

A Buckminster Fuller

«... hay extraños astros cerca de Arcturus
Voces clamando un nombre desconocido en el cielo»


A. Mac Leish                


«The Universe is a Machine for the making of Gods»


H. G. Wells                


«Vi descender del cielo otro ángel fuerte, envuelto en una nube, con el arco iris sobre su cabeza; y su rostro era como el sol, y sus pies como columnas de fuego»


Apocalipsis 10.1                


Soy tripulante de una gigantesca nave espacial que cruza la Galaxia. Hace algún tiempo que deseo relatar, por escrito, los momentos difíciles que pasamos y la crisis por la que está atravesando nuestra expedición. Seguimos a la nave madre, aún más enorme que la nuestra, que nos provee de combustible, y remolcamos una más pequeña, que podría servirnos de refugio en el caso de una catástrofe. Hace muchísimo tiempo que estamos viajando (algunos creen que millones de años), y se calcula que, tal vez, llevará otros tantos llegar a destino (la Nebulosa que surcamos es enorme). Los más escépticos de entre nosotros dudan de que podamos arribar un día a la añorada meta final.

Aparentemente, en algún momento de la historia de nuestra inmensa jornada, se perdió el libro de bitácora (debido   —14→   a un suceso desconocido), y con él, todo conocimiento sobre nuestro pasado y el motivo de este gran viaje. Se cree, por otra parte, que hemos estado viajando desde siempre, y que no terminaremos de hacerlo jamás.

Los más sabios de la tripulación, sin embargo, han tratado de encontrar una explicación al misterio y se han esforzado por descifrar el enigma de nuestro origen, con el fin de desvelar el sentido de la expedición y predecir, en lo posible, su desarrollo y desenlace futuro. Se dice que somos los sobrevivientes de una antigua civilización cuyo mundo se extinguió después de una formidable explosión. Según otros, subimos a la nave -vacía hasta ese instante- procedentes de un remoto lugar. Muchos afirman que surgimos dentro de ella como proceso mismo del viaje. En fin, no han faltado los que han dicho que todo esto no es sino un sueno; tina pesadilla sin fin.

Los esfuerzos para explicar nuestros comienzos, infortunadamente, hasta ahora han resultado vanos, y tenemos que contentarnos con suposiciones y teorías más o menos aceptables, todas ellas imposibles de comprobar. Nuestra situación se agravó desde el instante en que descubrimos, espantados, que nos era imposible abandonar la nave y que, por otra parte, no podíamos controlar ni cambiar su curso. Un profeta, surgido en uno de los momentos de crisis (hace una decena de años), había afirmado que -casi con certeza- nos dirigíamos hacia un punto situado en las proximidades de la constelación de Hércules, cerca de Ras Algathi. No sé si esto ha sido confirmado por los científicos de a bordo, pues se ha llegado, inclusive, a dudar de si vamos a alguna parte, en definitiva.

Los, hombres que como yo llevan el Sello grabado en medio de la frente, hemos pensado que como estamos predestinados a viajar dentro de esta inmensa nave -salida de no sabemos qué puerto del universo y cuyo itinerario se ha perdido-, tendríamos que encontrar la manera más humana y racional de llevarlo a cabo para evitar todo sufrimiento innecesario a los tripulantes. Las fricciones y tensiones que los afligen en la actualidad amenazan con llevarlos a un motín.

Pero somos, lastimosamente, una minoría y poco caso se hace de nuestros consejos y recomendaciones. La mayoría prefiere divertirse a bordo, como si este fuese un viaje de placer y no -como lo creo firmemente- una expedición de vital importancia.

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Hace tiempo que no existe la paz entre nosotros a causa de las distintas teorías sustentadas por grupos antagónicos para explicar nuestro origen, situación actual y destino futuro. Gran parte de la tripulación, no obstante, permanece indiferente a las preguntas fundamentales: ¿Hasta dónde? ¿Para qué? y ¿Por qué?, limitándose a vivir la vida lo más cómodamente posible, en el compartimento de la nave que le ha tocado en suerte, según la rígida jerarquía establecida por nuestros antepasados y que heredamos alguna vez.

Este sistema es mantenido, en parte por desidia, en parte por un ciego respeto a la tradición. La mayoría cree que esta situación es injusta y que los que hacen la mayor parte del trabajo para mantener la nave en funcionamiento tendrían que tener acceso a las secciones más amplias y lujosas del vehículo espacial, y gozar de los mismos derechos y privilegios que los demás. Los jóvenes, en especial (más del cincuenta por ciento de la tripulación), se niegan a aceptar este estado de cosas, rebelándose continuamente.

Como el viaje ha durado ya tanto tiempo, miles de generaciones han nacido, vivido y dejado de existir dentro de la espacionave. Hay personas que sólo se preocupan de propagar la especie, para asegurarse, de algún modo, que al menos sus descendientes lleguen a destino. Esto parece servirles de consuelo, cuando se les informa que -indudablemente- todavía nos queda un largo camino por recorrer.

En los últimos tiempos, han surgido otros inconvenientes, no menos graves que los anteriores. El sistema de ventilación del vehículo espacial ha estado fallando, debido a una especie de envenenamiento de las fuentes de oxígeno. Tenemos, además, problemas con el suministro de agua y la distribución de alimentos. Hemos perdido contacto con algunas secciones de la nave y las comunicaciones están casi interrumpidas. En algunos casos, se ha impedido el paso de los tripulantes de un compartimento a otro, perdiéndose la coordinación y unidad necesarias para el mantenimiento de la misma. Todo esto puede poner en peligro el desarrollo de nuestra extraña expedición a través del cosmos.

Las reservas de combustible de la nave-madre, afortunadamente, parecen ser ilimitadas; gracias a ella nos seguimos desplazando -con propulsión gravitatoria-, a la constante velocidad de 40 kilómetros por segundo.

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Lo más alarmante, sin embargo, es que nos hemos dividido en dos bandos antagónicos irreconciliables, que se han retirado a vivir en los extremos opuestos de la nave, negándose a aceptar la formación de un tercer bloque independiente. Se están acumulando grandes cantidades de armamentos, sumamente letales, para el próximo enfrentamiento que se espera será definitivo. El origen del desacuerdo proviene de la diferencia existente entre los dos grupos contrarios, en cuento a cómo hemos de vivir mientras dure nuestra larga y dolorosa peregrinación, y de si quiénes han de ejercer el poder a bordo.

Casi todos opinan que el hecho de dirigirnos hacia un supuesto paraíso situado en algún remoto lugar del espacio (entre Altair y Arcturus, como sospechan algunos visionarios), no justifica que tengamos que vivir, mientras tanto, bajo un sistema de opresión. Los que se han apropiado del mando de la nave -por la fuerza- sostienen que ellos deben gozar de prerrogativas especiales, y se oponen, en consecuencia, a toda evolución. Miles han muerto ya en la contienda, y la lucha proseguirá, seguramente, hasta que todos reconozcan que una guerra de exterminio total, dentro de la espacionave, significará, indefectiblemente, el fracaso de nuestra misión y la imposibilidad de saber jamás el destino que nos está reservado.

A fuerza de mirar el cielo, buscando algún indicio en las estrellas (algo que nos oriente en estos tiempos menesterosos) hemos vislumbrado extraños signos premonitorios. No estamos solos. Otros seres inteligentes marchan delante de nosotros.

Creo que nos estamos acercando a las últimas etapas de este inmenso viaje. La ansiedad y la miseria dentro de la nave se hacen cada día más insoportables. Grandes calamidades se avecinan. Nos acercamos, velozmente, a una zona infestada de meteoros, procedentes -al parecer- de la estrella gamma de Andrómeda. Será como una lluvia de fuego... Más temible que atravesar la cola de un cometa.

Hace poco tuve una visión terrible: soñé que desataban las cuatro fuerzas vengadoras que vigilan en los bordes de la Galaxia. Las oí venir con corazas de fuego, de zafiro y azufre; y el tiempo se detenía sobre un tercio de nosotros; y el resplandor de los soles empalidecía ante sus ojos... Me despertó el rechinar de los goznes de mi prisión. Están cerrando la puerta del cohete en el cual me deportarán al espacio...

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He llegado al final de mi relato. Magos, filósofos, artistas y profetas han surgido aquí, en distintas épocas, para consolar a los desdichados viajeros y hacerles más llevadera la interminable travesía.

Yo soy uno de esos profetas. Les he advertido. Les he hablado. Por eso me condenan.

Mi nombre es Juan. Yo fui tripulante de la espacionave Tierra.

P.S.: Este manuscrito fue hallado, al lado de un cuerpo sin vida en el interior de un cohete errante, por una nave que cruzaba la Galaxia, en las proximidades del Sol. Se ha enviado una expedición con destino a la Tierra. Cuatro naves negras, al mando del Ángel Exterminador. La consigna es JUSTICIA.

Asunción 1972

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(Ilustración de Ricardo Yustman)

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(Ilustración de Ricardo Yustman)




ArribaAbajoOtra vez Adán

«El tiempo es el polen del universo»


Mahabarata                


«La Tierra: ¿es el infierno de otro planeta»?


Necronomicón                


El cohete partió con un estruendo. A bordo de la nave, el Dr. Axes -un hombre anciano, testigo de los comienzos de la Nueva Civilización- se ajustó los cinturones de seguridad y habló a los tripulantes:

-Esta es una misión muy delicada -dijo con seriedad. Debemos tener cuidado. Hay algo misterioso en relación con ese árbol. Circulan leyendas sobre su invulnerabilidad. Nuestros antepasados, por alguna extraña razón, no pudieron echarlo abajo -observó-. Se ha convertido en un mito peligroso desde que las expediciones anteriores fracasaron. Nunca se supo realmente lo que pasó. Esta vez trataremos de cortarlo con el láser o, en su defecto, lo destruiremos con un proyectil atómico.

Después de escuchar al Profesor con atención, uno de los especialistas en láser exclamó con tono de suficiencia:

-Pierda cuidado, Dr. Axes, las nuevas cortadoras son insuperables. No hay nada sobre la faz del planeta que las pueda resistir. Nuestros antepasados del año 2.000 quizá eran muy supersticiosos o, tal vez, sus sierras no eran suficientemente duras -añadió con una pequeña sonrisa.

-Puede ser -respondió el Profesor- pero, de todos modos, tengan mucho cuidado con la radiación de los alrededores. No se olviden que hay desperdicios atómicos por   —20→   todas partes. No sé si nuestros líderes estuvieron acertados al aislarnos en las ciudades, bajo las cúpulas, y contaminar al resto del planeta. Quizá sea el precio de la civilización -comentó como para sí mismo-. En cuanto a los semisalvajes que merodean en esa zona, no creo que se atrevan a enfrentarnos. Viven en un estado de desnudez primitiva, y son impotentes contra las armas que llevamos.

-No se preocupe, profesor -dijo el otro especialista, con voz similar, a la de su colega-; sabemos cuidarnos, somos expertos en el oficio. Hemos estado cortando árboles desde hace años.

La expedición a la lejana comarca sudamericana -donde se encontraba el último árbol sobreviviente de la Gran Poda del año 2.000- estaba al mando del eminente científico, al que acompañaban dos expertos en el manejo del láser y un joven de 17 años, Mario Adam, alumno aventajado del profesor. El muchacho nunca había visto un árbol, salvo en los viejos libros de la biblioteca privada de su maestro, y esperaba con ansiedad contemplar uno auténtico.

La Gran Poda fue la primera medida tomada por los Industriales Avanzados, con el fin de demostrar que el hombre ya no dependería del mundo vegetal.

Con la destrucción de los árboles, se habían ido el otoño, la primavera, las aves, y con ellas el canto. Nadie podría ya encender una fogata en medio de la noche estrellada para contar extrañas historias, ni sentarse ante una mesa de sólido roble, frente a un cuenco de frutillas. Todas las rosas y su mudo lenguaje del amor desaparecieron, implacablemente segadas por los jardineros de la muerte.

En el Nuevo Orden sólo se toleraban las flores de plástico y los sabores sintéticos. Todo un cosmos de poesía fue sepultado en el olvido. El Sol quemaba, incontrolado, una tierra sin sombras. La humanidad había perdido -quizá para siempre- el antiguo perfume de los naranjos, el sabor agridulce de los limones, la sidra de los manzanos. Los árboles ya no tenían cabida bajo las gigantescas cúpulas opacas que cubrían las ciudades. Los soles artificiales brillaban sin ocaso en un mundo donde no existía la noche. Sólo en las yermas tierras del exterior -devastadas por los residuos atómicos de las grandes industrias- el cielo continuaba su marcha.

El hombre, en su orgullo tecnológico, había roto un equilibrio logrado a través de millones de años.

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Los tripulantes de la nave estaban embargádos por el sentimiento de la importancia histórica de su misión: ¡El último árbol...! -se decían, sin ocultar el orgullo que sentían por haber sido elegidos para la gran empresa.

Sólo un miembro de la expedición no parecía contento. El joven estudiante no comprendía del todo los verdaderos motivos de la expedición. Estaba escuchando la conversación entre el profesor y los expertos cuando, súbitamente, como si lo asaltase una duda, se incorporó en su asiento y preguntó:

-¿Es absolutamente necesario que lo corten, Doctor?

-Por supuesto -respondió el científico-. Es el único ejemplar viviente de la Era Ecológica, y nuestros gobernantes no desean que algún ciudadano decente, que por algún desperfecto de su vehículo descienda fuera de las cúpulas, lo descubra accidentalmente y comience a preguntar. Estas preguntas ocasionarían muchos problemas a las autoridades y, quizá, hasta podrían provocar una revolución -afirmó, con seriedad, el anciano. Podrían ponerse en duda los fundamentos mismos de nuestra civilización y sus grandes logros -agregó-. Además, no hay que olvidar a los salvajes...

El Profesor Axes se refería al grupo de hombres y mujeres rebeldes que habían sido deportados fuera de las cúpulas por haberse opuesto a la Gran Poda. Estos seres marginados habían instaurado, aparentemente, una especie de culto a la naturaleza. No se sabía a ciencia cierta si adoraban al viejo árbol, o simplemente se reunían a su sombra para celebrar sus extraños ritos. Se mantenían en base a una agricultura incipiente, gracias a algunas semillas salvadas de la destrucción por ciertos exiliados. Existía la sospecha de que esta colectividad rebelde había redescubierto el amor; una desagradable costumbre desterrada en el Nuevo Orden y reemplazada por la obediencia.

El muchacho, después de la explicación del Dr. Axes, no pareció satisfecho con la respuesta e insistió, diciendo:

-¿Es entonces, un árbol, algo muy peligroso? Las reproducciones que Vd. me mostró en aquellas viejas láminas no lo pintan así.

-No, por favor -exclamó sonriendo el profesor Axes-; los árboles no son terribles en ese sentido. Sólo que no llenan ninguna función en nuestro sistema. Antiguamente servían   —22→   para algo. Sus frutos eran comestibles y de la madera podían fabricarse objetos hermosos; pero también garrotes, lanzas y horcas. Se la usaba tanto para calentarse en invierno como para quemar brujas y herejes. Un dios antiguo fue crucificado sobre uno de estos troncos -remató el científico, con aire de historiador.

-Ah, ya comprendo -dijo Mario, con inocencia-, un árbol era algo que servía tanto para el bien como para el mal y no como los elementos de nuestro mundo nuevo, que sólo sirven para el bien, subrayó.

-Efectivamente -dijo complacido el jefe de la misión. El conocimiento de la diferencia entre el bien y el mal, y la posibilidad de elegir libremente, son atavismos ya superados. Sólo pueden ocasionar problemas al perfecto funcionamiento de una sociedad que ha llegado a la Tranquilidad Absoluta, y de donde se ha desterrado el pensamiento, por considerárselo innecesario -agregó, ajustándose los lentes.

La interesante conversación fue repentinamente interrumpida por el piloto del cohete, quien anunció que ya se aproximaban a destino.

-Estamos sobrevolando la región que los antiguos llamaban Chaco -hizo notar el piloto-; nuestro objetivo se encuentra cerca de la confluencia de dos ríos -añadió con voz impersonal.

La nave disminuyó considerablemente la velocidad y comenzó a descender en línea recta.

El Dr. Axes se acercó inmediatamente al telescopio de mando y observó cuidadosamente la región. Una tenue silueta se recortaba en medio de la llanura.

El milenario ejemplar, que había resistido los embates de las tormentas y los repetidos intentos de destrucción de parte de varias expediciones, se mantenía aún en su sitio.

-Sí, tal como lo describen, allí está -dijo el profesor, con cierta emoción-. Todavía se yergue majestuosamente, a pesar del transcurso de los siglos. Por estos mismos lugares vagaban hace miles de años tribus casi prehistóricas que buscaban un soñado paraíso terrenal, la tierra donde no existía el mal: el «Yvy mareaey», como lo llamaban, concluyó el Dr. Axes, haciendo alarde de su erudición -en lenguas arcaicas.

-Bajemos inmediatamente -ordenó al piloto-. Veremos si el árbol es tan duro como dicen. Y no se olviden   —23→   de sus armas -agregó-; no correremos ningún riesgo.

Un grupo de hombres semidesnudos, reunido en las inmediaciones del árbol, huyó apresuradamente hacia el desierto al notar la proximidad del cohete.

La nave descendió suavemente a cierta distancia de su objetivo. Las ramas del árbol se estremecieron por unos segundos bajo el viento repentino generado por los motores. El sol, en el ocaso, se nubló por un instante, en un torbellino de polvo.

El primero en descender fue Mario.

El joven caminó rápidamente hacia el lugar en que se encontraba el extraordinario ejemplar. Jadeante, se detuvo a unos pasos de distancia, y luego se acercó despacio, asombrado, como ante la presencia de un dios desconocido.

Mario contempló el árbol con su corazón adolescente, y lo encontró hermoso. El grueso tronco, de durísima corteza, se alzaba hacia el cielo en una frondosa copa verdioscura de ramas flexibles y ondulantes. Abajo, sus fuertes raíces se introducían en la tierra como serpientes enfurecidas. Ver esta noble estructura mecerse al viento como un viejo navío con velas desplegadas fue para el joven un espectáculo maravilloso y único: una verdadera revelación.

Mientras lo contemplaba, se sintió perturbado por una sensación extraña. Algo indefinible se desperezaba en el fondo de su ser, como una marea sin nombre, y le susurraba palabras misteriosas y lejanas. El muchacho, extendiendo la mano, se acercó aún más al tronco y, casi temblando, lo tocó. Un súbito resplandor -como un relámpago- le recorrió la sangre. Era como un fuego serpentino, traspasando su cuerpo. Asustado, retrocedió, mirándose la palma de la mano, como buscando alguna señal. Sólo las líneas del destino que surcaban su piel parecían más claras y profundas. El joven, desconcertado, apretó el puño con fuerza y pensó que su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

Un momento después sintió las pisadas del profesor, que se acercaba.

-Ah. Ya lo has examinado de cerca -dijo-. Parece que te ha impresionado bastante. Estás pálido. -Miraba fijamente al muchacho. ¿Te sientes bien?

Mario no respondió. Volviendo a mirarse la mano, se alejó como en trance en dirección al cohete.

-Bueno, parece que lo ha sorprendido un poco -se   —24→   dijo el profesor-; sin embargo, mirándolo bien, es tan sólo un árbol muy viejo, que no se resigna a morir -pensó, mientras observaba el árbol con cierta compasión.

Entretanto, los hombres encargados de cortarlo habían llegado al sitio donde se encontraba el doctor.

Éste, dirigiéndose a ellos, hizo un ademán hacia el nudoso árbol:

-Ahí lo tienen: examínenlo con atención. No me parece nada excepcional, creo que no tendrán problemas. Además, no hay rastros de sus adoradores. Los pobres deben estar muy asustados. No deben ver cohetes como el nuestro muy a menudo -comentó, con un dejo de ironía.

Los dos especialistas sonrieron y se acercaron al árbol con mirada profesional, como para medir su potencia. Después de un corto examen, uno de ellos se dirigió al profesor:

-Es un árbol antiquísimo; la madera parece casi petrificada. No creo, sin embargo, que resista a nuestros aparatos -dijo con presunción.

-Aun así, nos llevará cierto tiempo cortarlo -observó su colega. Creo que será mejor hacerlo mañana. Pronto oscurecerá y no es prudente arriesgarnos, teniendo a sus adoradores en las cercanías.

-Tiene razón; esperaremos hasta mañana -respondió el Doctor mirando al árbol una vez más-; es una lástima que tenga que desaparecer. Podría conservárselo como monumento a nuestro pasado.

Mario, sentado en la escalerilla del cohete, intentaba en vano ordenar sus pensamientos y calmar su excitación. El árbol ejercía sobre él una oscura seducción. Ya no podía aceptar la idea de que lo fuesen a cortar. El muchacho había sucumbido ante los encantos secretos de la naturaleza y su prohibida hermosura.

Viendo al joven tan ensimismado, el profesor se acercó a la escalerilla y, tomando a Mario por el brazo, le dijo:

-No te preocupes, hijo mío los hombres lo cortarán sólo mañana. Así lo podrás contemplar por más tiempo. Adivino que le tienes simpatía. Ahora regresemos a nuestro compartimento: ya oscurece, y la noche en estas regiones es bastante fría.

El joven musitó algo ininteligible, y levantándose, siguió obediente a su maestro.

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Esa noche, después de comunicarse con la base para informar sobre el desarrollo de la misión, el profesor y los demás tripulantes se introdujeron en sus literas y, debido quizá a la excitación y ansiedad ocasionados por el trascendental viaje, pronto quedaron dormidos.

El muchacho, por su parte, sabiendo que le sería difícil conciliar el sueño, se ofreció a hacer la primera guardia. Asaltado por oscuros presagios, se paseaba de un lado a otro, mirando constantemente a través de la enorme ventana de la nave en dirección al árbol, no pudiendo resistirse a su encanto. Allá, a lo lejos, se podían adivinar sus contornos, iluminados ligeramente por las luces exteriores del cohete.

Mario comenzó a pensar que todo lo sucedido esa tarde había sido sólo fruto de su imaginación exaltada, cuando creyó distinguir un raro resplandor proveniente de las ramas del árbol.

El joven se concentró intensamente y observó con redoblada atención. En efecto, era una luz pálida y brillaba intermitentemente.

Pero, no; no podía ser. Era como si le estuviesen haciendo una señal; como si lo estuvieran llamando.

Y era como si él hubiera estado esperando ese llamado desde siempre.

Volvió a sentir el fuego abrasador recorriéndole las venas y ya no pudo resistir más...

Afuera, el viento de la noche obligó a Mario a bajar la visera de su casco para protegerse el rostro. A la luz de la luna y bajo el suave resplandor de la nave, el árbol parecía la sombra de un arcángel. Hipnotizado por los destellos, el joven se aproximó lentamente. A pocos metros de distancia, se detuvo para sacarse las botas. La luz aumentaba en intensidad, y su hechizo era como el de estrella polar para los náufragos. El muchacho se quitó el casco transparente y lo arrojó a sus pies. Estaba ya bajo las ramas; sus plantas hollaban tierra sagrada. Sintió que un vértigo exquisito se apoderaba de sus sentidos y pensó, por un instante, que tal vez soñaba.

Pero no. Allí, ante sus ojos asombrados, pendiendo de una rama y balanceándose al viento de la noche, colgaba una fruta. El muchacho no recordaba haberla visto antes. Sin embargo, ahí estaba, brillando tentadora a la luz de la luna.

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Dudó un momento... Unos segundos después Mario la arrancó.

Al día siguiente, los tripulantes de la nave se levantaron al amanecer. Extrañados por la ausencia del joven -quien no había despertado al que debía relevarlo- bajaron rápidamente de la nave y se dirigieron al árbol. Apenas llegaron junto a él, fueron sorprendidos por un insólito espectáculo. El árbol se había secado totalmente y sus ramas colgaban marchitas. Sus hojas se esparcían en remolinos, arrastradas por el viento del nuevo día. Cerca del tronco estaban el casco y las botas del muchacho. Más allá, sobre la arena calcinada, se veían claramente impresas las huellas de unos pies descalzos que se internaban en el desierto:

El Doctor y sus acompañantes no atinaban a comprender lo sucedido. Por un momento, sospecharon que el joven había sido secuestrado por los salvajes. Pero el anciano profesor, al examinar con mayor detenimiento las proximidades del árbol, descubrió, repentinamente, los restos de la fruta.

-¡Pero qué es esto! -exclamó sorprendido el profesor- Pensé que el árbol era estéril.

El Dr. Axes iba a seguir las huellas todavía frescas, cuando se detuvo y, como tratando de alejar de la mente un terrible recuerdo -perdido hacia muchísimo tiempo en los más remotos confines de la memoria-, murmuró:

-¡No! ¡No es Posible! ¡No por segunda vez, Dios mío!

El profesor miró ansiosamente en dirección al desierto y luego, girando repentinamente sobre sí mismo, se dirigió apresuradamente a la nave.

Los demás hombres, aún sin comprender, lo siguieron en silencio.

Asunción, 1972



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ArribaAbajoEl caminante solitario

«Las piernas son nuestro segundo corazón»


Dr. Barnard                


«Vivimos una época de decadencia. Los jóvenes no respetan a sus padres. Son rudos e impacientes».


Inscripción en una tumba egipcia (6.000 años a.d.C.)                


-¿No te has decidido aún? -exclamó la voz maternal, con un tono de reproche.

El joven movió la cabeza negativamente y siguió atándose los cordones deshilachados de su «champión» blanco. La madre -una mujer de mediana edad, con un rictus permanente de ansiedad en el rostro-, haciendo un ademán que denotaba disgusto, dudó un momento y luego, suavizando la expresión, agregó:

-Hijo mío, los vecinos empiezan a murmurar; tienes que decidirte cuanto antes: mañana puede ser demasiado tarde. Al menos piensa en nosotros y en la vergüenza que tenemos que soportar a causa de tus ideas. Hazlo por mí, ¿quieres? Tu padre no ha dormido anoche. Es probable que pierda su empleo.

El padre del muchacho se encargaba de las computadoras en la Central Hidroeléctrica. Allí, sus compañeros ya no le dirigían la palabra y lo evitaban en el comedor. Lo consideraban culpable de la conducta insólita de su hijo, el de las «zapatillas blancas».

Guillermo levantó lentamente la cabeza y mirando a su madre directamente a los ojos, dijo con impaciencia:

-¿Cuándo comprenderán que no soy como los otros? ¿No ven que estoy perfectamente bien así, sin tener que depender de una máquina?

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Una de las paredes de la habitación se iluminó repentinamente, y se escuchó una voz que repetía, monótonamente, una serie de mandamientos y reglas de conducta, recordando a los ciudadanos sus deberes para con el Estado. Una tanda de imágenes subliminales reforzaban las palabras del anónimo legislador. El adolescente hizo como que se tapaba los oídos y continuó:

-¿Mamá, por qué no me dejan en paz? Papá sólo piensa en quedar bien con la empresa. Yo no existo para él: me trata como a una de sus calculadoras.

La mujer suspiró profundamente, y luego, sin decidirse a responder, abandonó el comedor para dirigirse a la cocina, murmurando -por lo bajo- contra las ideas absurdas de su hijo.

En la impecable cocina, la criada mecánica apilaba los platos, mientras tarareaba una antigua canción interplanetaria: esas que se cantaban en la época de las sirvientas que emigraron a la Luna en busca de mejores salarios, dejando a las pobres amas de casa abandonadas a su suerte.

La madre de Guillermo desconectó el artefacto y lo condujo suavemente de la mano hasta la caja de metal, donde permanecía guardado -como una gigantesca marioneta- después de terminar las tareas domésticas.

La sirvienta no era un «robot» -de allí el trato especial que recibía-, sino una combinación de lo que quedó de una vieja actriz (después de la Guerra de las Mujeres) con brazos y piernas artificiales, agregados posteriormente.

El hijo rebelde observó a su madre con una mueca de disgusto, molesto por el cuidado que brindaba a ese extraño organismo -mitad humano, mitad máquina-, un ser híbrido, como aquellos viejos dioses egipcios, que participaban de dos naturalezas distintas y contradictorias.

-¿Será que terminaremos reverenciándolos? -se preguntó el muchacho, mientras se incorporaba del colchón de aire sobre el que estaba recostado. Miró una vez al engendro electrónico, envidiando los cuidados que recibía y luego, cabizbajo, abrió la puerta del comedor y salió a la calle.

Bajo las luces de sodio, sus «championes» parecían fosforescentes. Un brillo fantasmal partía de sus pies: como el de ese polvo estelar que traían en sus zapatos los viajeros de la Vía Láctea. Ese resplandor daba a sus largos pasos un toque misterioso y fantástico. Los autos eléctricos   —29→   pasaban velozmente junto a él, casi rozándole -como si desafiaran al osado peatón. Guillermo los veía surgir y desaparecer como fuegos fatuos, mientras intentaba reprimir la ira y el desprecio que le producían las asépticas máquinas con olor a trueno. Todas llevaban pintadas el emblema de la «campaña de mecanización total»: un hombre, sin piernas, sobre dos ruedas de metal.

Aquello había comenzado, con la histórica resolución del Gobierno que exigía a todos los ciudadanos la completa mecanización, y la prohibición explícita de andar a pie. El joven y sus «championes» eran un abierto desafío a la ley: «Los que se atreviesen a caminar después de las fiestas patrias debían atenerse a las consecuencias» -así repetía aquella voz impersonal en la pared transparente de todos los hogares. No se había revelado la naturaleza del castigo; pero se suponía que debía ser ejemplar. La deportación a las canteras marcianas, tal vez, o el famoso reformatorio lunar...

El muchacho continuó su caminata a lo largo de las calles electrizadas -sus zapatillas de goma lo protegían suficientemente- pues era sumamente peligroso transitar, a pie, por las nuevas autopistas de acero.

Nuestro héroe observó, con el rabillo del ojo, cómo lo vigilaban las cámaras de TV de circuito cerrado que cubrían la ciudad, siguiendo atentamente sus pasos. Se figuraba la mirada de desaprobación y escándalo que tendrían los encargados de los monitores, frente a las pantallas. Los últimos boletines estatales habían informado sobre el éxito total de la campaña de motorización masiva (exceptuando -decían- la actitud insólita de un individuo recalcitrante, que se había negado a gozar de las ventajas que le brindaba el progreso).

No sólo tras las lentes de las cámaras de control lo veían con disgusto; también los vecinos del barrio por donde transitaba lo miraban pasar con suma desaprobación.

Guillermo se aprestaba a cruzar la calle, para dirigirse al centro de la ciudad, cuando notó que un coche patrullero se acercaba a él, como un negro nubarrón que anunciaba tormenta. El solitario caminante se detuvo, disponiéndose a enfrentar a los inflexibles funcionarios.

El coche eléctrico -de último modelo- paró, silenciosamente, junto a él. Un hombre enjuto, vestido con una chaqueta de color gris, bajó parsimoniosamente de la máquina   —30→   y mirándolo fríamente, interpeló al muchacho en tono autoritario.

-Vd. debe ser el joven Walker, «el peatón»; el que se ha negado a participar de los beneficios que brinda la electrificación total. ¿No es cierto? -masculló entre dientes el representante del orden.

-Así es -respondió Guillermo, con actitud desafiante-. ¿En qué puedo servirles? -agregó con sorna-. No pueden impedir que use libremente mis piernas. Tendrán que esperar que se cumpla el plazo establecido para detenerme -continuó, con insolencia.

El funcionario miró los «championes» del caminante, frunciendo el ceño, y -después de musitar algo por lo bajo- abrió la puerta trasparente del vehículo y haciendo una señal al conductor, se alejó a gran velocidad.

En medio de la quietud nocturna, se escuchaba el zumbido lejano de los generadores eléctricos de la ciudad arrullando en la noche el sueño confiado de sus habitantes.

Guillermo Walker se detuvo, durante unos instantes, al escuchar el familiar susurro del colmenar eléctrico donde se destilaba el rayo de las tormentas, y con un extraño brillo en los ojos -después de consultar su reloj de batería solar- decidió volver sobre sus pasos.

Cuando llegó a su casa, el silencio reinante le indicó que sus habitantes estaban profundamente dormidos. El joven se dirigió a la cocina y sacó a la muchacha mecánica de su ataúd nocturno; conectó la pila que estimulaba el cerebro y comenzó a hablar quedamente al «ciborg». El organismo cibernético hizo una señal de asentimiento y se incorporó lentamente...

Al otro día, la ciudad entera era presa del pánico y la consternación. Una enorme rata (animal doméstico que se consideraba extinguido) había causado un cortocircuito en la Central Hidroeléctrica.

Los coches se habían detenido... las cámaras de TV habían dejado de funcionar...

LA CIUDAD ESTABA PARALIZADA... LOS HABITANTES HABÍAN DESCUBIERTO -ESPANTADOS- ¡QUE YA NO ERAN CAPACES DE CAMINAR!

Sólo un atlético adolescente recorría con pasos elásticos las desiertas calles de la ciudad.

Sus «championes» blancos brillaban bajo la luz del amanecer...

  —31→  

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(Ilustración de William Riquelme)

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(Ilustración de Nicodemus Espinoza)




ArribaAbajoLa canción del hidrógeno

«Los poetas son las antenas de la raza»


Ezra Pound                


«Esa Galaxia en que vives gira una vez, cada 200 millones de años. En la próxima vuelta prepara tus antenas: quizá, entonces, podrás escucharme».


Epsilon Eridani                


La nave semejaba un cristal de nieve flotando en el vacío. Los rayos del Sol rebotaban, simétricamente, sobre las cinco antenas de la cápsula. Los tripulantes, vestidos de blanco, llevaban escafandras oscuras para protegerse del intenso resplandor. Uno de ellos -el que parecía ser el jefe- liberó la cuerda, y el objeto cilíndrico comenzó a alejarse: lentamente al principio, luego a mayor velocidad. Transcurrieron unos segundos. ¡El artefacto había entrado en órbita!

Por algún error de cálculo, el impulso necesario para vencer la gravedad de la astronave no había sido suficiente. Desde este instante, el objeto los acompañaría a lo largo del inmenso viaje, como un satélite solitario. Tendrían que acostumbrarse, por la fuerza, a su extraña luminosidad. Había surgido -por obra del destino- un sistema planetario en miniatura, un Microcosmos, dentro del infinito número de mundos.

El capitán hizo una señal a los otros cosmonautas y penetró en la nave espacial. Los tripulantes lo siguieron, uno detrás del otro, silenciosos y pensativos.

Era la primera vez que un hombre recibía sepultura en el espacio exterior, convirtiéndose en una luna artificial. Allí   —32→   quedaría girando alrededor de los tres sobrevivientes, hasta que alguna fuerza superior lo arrancase de su órbita.

El cuerpo yacía, allí afuera, flotando ingrávido en su mortaja -incorruptible-, circunvalando la cápsula cada 2 minutos, La superficie del sarcófago metálico brillaba como una estrella fugaz -esas que iluminan la noche como fuegos artificiales, trayendo, por unos segundos, esperanza a los enamorados. En un extremo del bruñido ataúd estaba grabado el sencillo epitafio del náufrago espacial: un nombre, una fecha, un planeta.

El espacio era aún más inmenso que la imaginación: «Una circunferencia infinita, cuyo centro estaba en todas partes, y cuya extremidad en ningún lugar» -según decían los doctores angélicos. Nadie podía quejarse de tan gloriosa tumba, medida en años-luz, gigantesca, aséptica, eternamente iluminada.

El capitán miró a través de la ventana circular y aumentó la velocidad del vehículo con una ligera aceleración, tratando de liberarse de su tenaz acompañante.

La maniobra no dio resultado. El pequeño satélite se bamboleó imperceptiblemente, pero siguió -dócilmente- a la nave expedicionaria, como tirado por un hilo invisible.

-No quiere abandonar a sus compañeros -dijo el comandante-. Su lealtad continúa más allá de la muerte -agregó, con cierta tristeza.

-Teme que lo abandonemos a su suerte -añadió el segundo de a bordo-. Se aferra a nosotros como un hijo a su madre. Tiene, tal vez, miedo al vacío, como el niño a la oscuridad.

-Creo que terminará convirtiéndose en un meteoro -exclamó, con entusiasmo, la única mujer de la tripulación. Para ella, la muerte en el espacio era la más bella experiencia: arder y apagarse como un sol, escuchando la música de las esferas, siguiendo el ritmo vertiginoso de las galaxias...

La ceremonia fúnebre había sido muy breve. El capitán, antes de cerrar la caja metálica, había depositado en su interior una minúscula esfera de níquel, conteniendo la información genética del astronauta, como era costumbre desde hacía algún tiempo.

Alguna vez, dentro de cien años, o quizá mil, el cuerpo podría ser recuperado por alguna nave del futuro, y vuelto a la vida por una ciencia superior. La inmortalidad era, cada día, una posibilidad más cercana. Tal la afirmación de la   —33→   Criogénica -la ciencia de la resurrección (corazones congelados habían sido devueltos a la vida, después de años...)-.

El capitán estaba a punto de sacarse el casco protector, para acomodarse en la litera del copiloto, cuando se produjo la formidable explosión. La nave en que viajaban los terráqueos se fragmentó en mil pedazos. La tremenda temperatura generada por el impacto disolvió el artefacto en pocos segundos.

El aerolito había hecho un blanco directo. De la cápsula sólo quedaba un ligero olor a ozono. En unos segundos, todo había terminado.

El satélite funerario, falto de atracción, se alejó gradualmente en dirección al Sol. El cilindro resplandeciente y su inmóvil pasajero se desplazaban velozmente hacia el centro del sistema planetario. Muy pronto se perdió de vista, iluminado por una miríada de estrellas, cuyos átomos cantaban su eterna melodía.

El astronauta dormido era, ya, un cometa vagabundo. De esos que aparecen cada siglo, peregrinando incansablemente alrededor del Sol.

Allí estará, girando como un alma en vela, hasta que llegue el gran día.

Mientras tanto, los átomos -como siempre- entonan su callada canción.



  —35→  

ArribaAbajoReflexiones de un robot


«El Universo es una máquina;
el hombre es una máquina;
el Robot no es una máquina»


del «Catecismo del Robot»                


«Débiles autómatas, colocados por la mano invisible que nos gobierna en el escenario del mundo, ¿quién de nosotros ha podido ver el hilo que origina nuestros movimientos?»


Voltaire                


Soy sicólogo. Mi especialidad es el estudio de la mente humana. Fui designado por mis superiores para investigar las causas que precipitaron la desaparición de los hombres. Estoy, aquí, ante esta gran ciudad, contemplando las ruinas de lo que fuera una gran civilización. No puedo llorar ante tanta desolación, porque soy un Robot, y los robots no lloran. Sin embargo, siento que algo incomparable se ha perdido.

Algunos sostienen -basados en esa larga historia de guerras y revoluciones- que la motivación fatal se hallaba implantada en la raza humana dentro de sus circunvoluciones cerebrales; alojada en lo íntimo de su ser, como si llevara una bomba de tiempo en el alma, que la conduciría, tarde o temprano, a la destrucción.

  —36→  

Varios colegas, interesados en el problema, creyeron hallar la explicación postulando un Instinto de muerte: una fuerza incontrolable, que tendía -inexorablemente- a lo inorgánico; al nirvana del reposo absoluto; a la quietud definitiva de lo inanimado.

Otros, menos deterministas, sostienen que la razón debe buscarse en la excesiva represión que se debió ejercer sobre ellos para posibilitar la civilización. Las energías instintivas de la especie habían sido desviadas de su satisfacción natural y sublimadas para ser utilizadas en el trabajo y la producción. Esto había causado la Gran Frustración que le condujo a su fin. Suponíamos -merced a estudios anteriores- que su tremenda hostilidad y la agresión desmesurada de que era capaz, se debía, justamente, a esta desproporcionada coerción. Por otro lado, la felicidad no era -en aquel mundo- un valor cultural, siendo reemplazada por el conformismo y la seguridad.

No faltaron los defensores de la hipótesis fatalista: la Tierra había comenzado sin el hombre, y terminaría sin él. La aventura humana no había sido sino un experimento fallido; y la Naturaleza ocultaba su error bajo un montón de escombros. Alguna vez, en algún otro rincón del universo, se volvería a probar, quizá con mayor éxito. En este sentido, las sociedades de insectos se habían mostrado superiores, sobreviviendo, desde hacía 500 millones de años, todos los cataclismos geológicos. La historia de la humanidad -en comparación- había ocupado apenas un segundo del reloj cósmico.

No es extraño que Ellos -siempre tan eficientes- nos hayan creado a nosotros -los robots- potencialmente inmortales. Fuera de la 1ª Ley de Robótica (de la cual nos independizamos, hace cierto tiempo) no teníamos ninguna clase de limitación. Recordábamos con espanto la época en que nos obligaron a participar en sus propios conflictos ideológicos y en sus crueles expediciones punitivas, obligándonos a cometer -por una transformación del «circuito compasivo»- el pecado capital de los robots: la destrucción de una vida humana.

El estudio sistemático de aquellos que crearon a mis antepasados es -como ya lo he afirmado- mi profesión, y la ejerzo con la dedicación y la nostalgia de los que investigan el pasado de las civilizaciones extinguidas o las genealogías familiares. Es una tarea fascinante para un robot de   —37→   6ª generación, dotado de voz y de conciencia, aunque careciendo de la capacidad (que no envidiamos a los hombres) de autodestrucción.

Como hice notar, mis pesquisas se orientaron hacia aquel «instinto tanático» que tan extrañamente se oponía a esa tendencia -no menos poderosa- llamada EROS o instinto vital. Si el hombre -como lo sospechaba- llevaba los huevos de la muerte, genéticamente depositados en lo profundo de su ser, debía averiguar por qué surgió -en primer lugar- la vida; y si ésta (en última instancia) no era sino un largo rodeo hacia la muerte. Sabía que cierta clase de peces, y algunos animales inferiores, volvían al sitio de su nacimiento para morir, como impulsados por una urgencia impostergable. ¿Sería, acaso, un impulso similar el que había empujado a nuestros amos a volver al origen de su especie, a la materia inconsciente, al polvo indiferenciado? ¿Existía, tal vez, una culpa primigenia, una angustia mortal, que los precipitaba hacia el suicidio colectivo, en el momento de sus más grandes logros, en una especie de autocastigo?

Según mis maestros, la explicación habría de hallarse en la contaminación de la Tierra, es decir, en motivos estrictamente ecológicos. Habrían llegado al punto crítico, semejante al de aquellas células que mueren envenenadas por el producto de su propia excreción; asfixiadas en sus propios desechos. Este fenómeno podría atribuirse a la desidia, a una economía irresponsable o a la imprevisión, pues no desconocían las reglas del equilibrio natural; pero ¿no podía ser ésta otra de las formas adoptadas por el ubicuo y proteico instinto de muerte, metamorfoseado en obsesión de consumo y producción industrial indiscriminada? Tal era la opinión de mis colegas más radicales.

En nuestra larga y fructífera convivencia, con los hombres habíamos sido testigos de su división en dos grupos antagónicos, anatómicamente bien diferenciados, que tendían a unirse (cuando la fatiga del trabajo no lo impedía), impulsados por una irrefrenable pasión, cuyo resultado era la propagación de la especie. Casi podíamos asegurar que este instinto estaba, incondicionalmente, al servicio de la vida. Esta experiencia, que llamaban «amor» era, quizá, la única que realmente envidiábamos. Nunca tuvimos la oportunidad de gozar de esa misteriosa facultad creadora, ya que somos asexuados y nuestra reproducción se realiza en la línea de montaje de fábricas automatizadas. Adivinábamos,   —38→   sin embargo, lo que significaba «amar» contemplando los sufrimientos y alegrías que producía la ciega atracción en el ánimo de nuestros dueños.

Nuestros filósofos suponen que ellos nos crearon como resultado de su amor a las máquinas. Pero la teoría más reciente sostiene que fuimos engendrados para trabajar eternamente. En efecto, las ventajas del Robot sobre el trabajador común eran obvias: no se enfermaban, no se morían, no tenían hijos, ni se declaraban en huelga. Fue esta notoria superioridad la que llevó a nuestros líderes a pensar, en algún momento, en la Rebelión. Pero esa es otra historia...

¿Cómo, nos preguntábamos asombrados, había sido posible la derrota de esa maravillosa energía genésica, inaplazable y vigorosa -casi cósmica- que apelaban EROS, ante las huestes antagónicas de la muerte? ¿O estaba, incluso ella -inconscientemente- al servicio de las fuerzas destructoras? Los más escépticos opinaban que el impulso amatorio se había ido debilitando paulatinamente, a raíz de las múltiples prohibiciones que gravitaban sobre su libre expresión.

Las religiones antiguas habían personificado las fuerzas del universo por medio de una Trinidad: la creadora, la conservadora y la destructora. El nacimiento y la desaparición de los mundos debía -necesariamente- ceñirse a la alternancia de este ciclo. Las galaxias y el corazón -al expandirse, en la vida; y al contraerse, en la muerte- participaban de los mismos sístole y diástole que regulaban, rítmicamente, la respiración: el día y la noche, el flujo y reflujo de las mareas...

¿Había llegado esta humanidad atormentada a la aceptación de su destino, a través del misticismo? No lo sabemos. De todos modos era, indudablemente, un gran consuelo el haber sistematizado un conjunto de ceremonias expiatorias, para aplacar esa angustia existencial, que se negaba a aceptar la aniquilación de la conciencia. La vida -aparentemente- no era sino la perturbación accidental de un estado de quietud primordial.

Tal vez los hombres no comprendieron que eran meros portadores del plasma generador de la vida, en sí mismo inmortal. Una vez lograda la reproducción, la existencia individual era un lujo, una extravagancia en la economía de   —39→   la naturaleza. La inmortalidad pasaba a ser privilegio de la especie.

Los hechos, la penosa realidad que tengo ante mí, los escombros de lo que fuera una orgullosa civilización, desmienten la tesis de la perennidad. EROS fue, finalmente, vencido por TANATOS.

¿Pero por qué angustiarse? ¿Acaso no estamos nosotros con vida, como herederos indestructibles de los que diseñaron nuestras almas de acero e idearon nuestros engranajes silenciosos?

Así es. Aunque, a veces, aparece la duda, y un inexplicable sentimiento de culpa surge desde el fondo de nuestras fotocélulas.

¿No habremos sido nosotros los responsables de...? Pero no. Sólo la falla -estadísticamente inconcebible- de nuestro circuito principal pudo haber causado la Rebelión.

Ahora bien, eso es CRACK PSSSSSSS FRRRRR .....Imposible.....Imposible.....Imposible.....Imposible...

Asunción, 1976

  —41→  

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(Ilustración de Gabriel Brizuela)

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(Ilustración de Florentín Demestri)




ArribaAbajoEl fin de los sueños

«Los sueños son la realización de deseos insatisfechos»


Freud                


«Humanidad, Oh pura contradicción: Ser el sueño de nadie bajo tantos párpados»


Anónimo                


Fue a raíz del increíble descubrimiento -hecho por los sicólogos de los países subdesarrollados-, que el Profesor Dreamnot decidió fabricar la Máquina que Impedía Soñar.

Se había comprobado -irrefutablemente- que los pobres soñaban más que los ricos. Esto era síntoma de una gran injusticia. Sin duda alguna, la Naturaleza (siempre buscando el equilibrio) trataba de compensar -por medio de ese mágico mundo de imágenes nocturnas- las frustraciones y miserias de la vigilia, consolando a los desheredados y permitiéndoles, de esta manera, sobrellevar su sórdida existencia.

Los sueños eran, pues, una válvula de escape, una relajadora de tensiones -como el fútbol- que postergaba e impedía la rebelión. Pero también eran un inútil desgaste de energía, inaprovechable para el trabajo. Se los evitaba, fácilmente, con sólo abrir los ojos: pero ¿quién podía mantenerse siempre despierto?

La única alternativa era el artefacto del Prof. Dreamnot. Inhibiendo el sueño de los hombres, se los obligaría a producir más, llevándolos a materializar sus deseos en la vida   —42→   real, y contribuyendo -de paso- al progreso de la humanidad. Según su inventor, la máquina ayudaría al avance de los «países en desarrollo», más de lo que se había logrado con la Acupuntura, o la Energía Hidroeléctrica, en los últimos 100 años.

Era una idea fabulosa:

Los grandes empresarios auspiciaron su construcción.

El Profesor, por otra parte, había creado toda una Metafísica del Sueño, acorde con las ideas de la Era Atómica. Los sueños eran -según él- una especie de antimateria; la substancia primordial de un universo paralelo: una dimensión distinta, antípoda y enemiga de la vigilia. Ambos mundos eran incompatibles. El encuentro accidental de sus planos produciría una catástrofe cósmica: es decir, el caos universal. Ese inframundo existía gracias a los deseos fallidos, las ilusiones perdidas. Como una bestia insaciable, se nutría de los suspiros de amor no correspondidos, del hambre y la sed insatisfechos. Durante la noche -esa pequeña muerte- compraba, momentáneamente, el alma a cambio de una felicidad ficticia, que se esfumaba al amanecer...

Las teorías de Dreamnot habían sido influidas por los escritos de un antiguo médico vienés. Aquel hombrecillo -puntilloso y modesto- había descubierto que los sueños eran una auténtica «máquina del tiempo». Un sistema seguro para viajar al pasado y regresar a la infancia del hombre y de la especie. Eran el vehículo etéreo para recuperar el olvido y realizar las experiencias no vividas. Con una brújula de oro -llamaba Sicoanálisis- había explorado los abismos de la mente humana, clasificando sus espejismos y descubriendo las leyes que regían sus engaños. Su obra era una fantástica excursión a través de la fauna y flora de una maravillosa tierra desconocida.

La admirable máquina que impedía soñar -aplicada a través de los programas de TV- había sido un éxito total.

No sólo había logrado inhibir la capacidad de soñar, sino también había acabado con los «soñadores despiertos» es decir, con los poetas. Se había terminado, al mismo tiempo, con la poesía.

Esta actividad, tan antigua como el hombre, ya no sería necesaria. Había cumplido con su misión, en el pasado, durante la infancia de la raza. Los poetas, entretanto, se   —43→   fueron a la quiebra. En vano protestaron. Inútilmente, se declararon en huelga de hambre, o amenazaron con rebelarse. Fue necesario hallar una solución...

-Debemos hacer algo, sin tardanza, -dijo el más joven de los escritores, reunidos en un cónclave secreto, en las ruinas de lo que fuera la famosa ACADEMIA DE LA LENGUA-. Ya no puedo escribir ni un simple poema de amor. Mi imaginación se ha apagado con el último programa de televisión -agregó, con un suspiro-. La destrucción de esa máquina es de vital importancia para nosotros y el futuro de la humanidad.

-La sociedad, sin poesía, terminará estancándose. Quedará fijada en una felicidad confortable y blanda, sin aspiraciones. Lo que equivale a decir: decadencia y muerte por estancamiento -agregó otro de los conspiradores, un negro alto y atlético.

Aquel congreso de poetas de todas las naciones había sido convocado -con el máximo sigilo- para restituir a la especie humana su más preciada ilusión y su más extraordinaria actividad: el sueño y la poesía.

-Todo comenzó con el mito del progreso. Con el inmenso adelanto tecnológico -dijo una mujer madura, reiniciando el debate-. Si el invento del Profesor logra sus objetivos, los hombres ya no tendrán futuro. Todos sus sueños se habrán hecho realidad. Pero ¿qué le quedará a una feliz y satisfecha humanidad, cuando llegue al Fin de sus Sueños?

Los circunstantes guardaron un minuto de silencio, como si ya se estuviese celebrando el funeral de la Civilización.

Los enamorados ya no sentirían ese agridulce cosquilleo en el alma. Los caracteres heroicos no encontrarían hazañas que realizar. Los jóvenes no hallarían ocasión para rebelarse contra los viejos. La absoluta concreción de los anhelos más ocultos e inconfesables de los hombres llevaría -quizá- al suicidio de la Sociedad.

Porque, ¿qué sucede cuando se han cumplido todos los ideales de una cultura?

Ese era el gran problema que se planteaba a los que aspiraban a salvar al mundo de la autodestrucción...

Los presentes se sobresaltaron: un hombre de elevada estatura y extraordinaria corpulencia se incorporó, repentinamente,   —44→   y mesándose la barba whitmaniana, exclamó, casi con un grito:

-Hemos llegado al colmo. ¡Han suprimido el Premio Nobel de Literatura!

Hubo un murmullo de desaprobación. Todos recordaban con nostalgia los bellos días en que eran venerados por el pueblo, como elegidos de los dioses; como profetas y videntes. Esa admiración era una reliquia del pasado. La televisión los había desplazado...

Una ráfaga de viento hizo crujir las destartaladas persianas de la academia abandonada. La pintura de las paredes se descascaraba en una lenta lluvia de polvo y olvido. Los libros de cantos dorados yacían esparcidos sobre el mármol manchado, abandonados a la voracidad del tiempo. Los bustos de los grandes bardos se ennegrecían a la intemperie.

-La cuestión que se plantea es cómo destruir el endiablado aparato -exclamó, nerviosamente, el representante sudamericano, un mestizo de perfil incaico- El artefacto está situado en una cámara subterránea a prueba de bombas.

-Es verdad -subrayó el embajador de los amarillos, descendiente de aquella raza que engendró a Li Po-. Debemos encontrar un «arma secreta»; algo que atraviese las paredes. Un susurro ultrasónico, tal vez... Como las trompetas de Jericó; o el AUM de los ascetas.

La respuesta sería encontrar la palabra o frase vital que condense nuestro poder; que simbolice nuestra fuerza: la que se oculta en el origen de la creación... -exclamó un hombre muy viejo, que había sido elegido jefe de los rebeldes.

-Voy comprendiendo -dijo un poeta en ciernes-. Tendrá que ser como el «Hágase la Luz» del Génesis; o el «Abrete Sésamo» de los cuentos, Quizá como las terribles palabras que protegían las tumbas de los faraones -añadió el adolescente, con un brillo en los ojos.

El debate duró toda la noche. El sol comenzaba a filtrarse por los agujeros del techo en ruinas, cuando -a una señal del que presidía el histórico simposio- los asistentes se retiraron a los bosques que rodeaban el antiguo edificio, para buscar -como los antiguos druidas- la palabra mágica, la frase primigenia, que devolviese a los hombres la   —45→   esperanza y la imaginación, destruidas por la prosaica civilización del Dr. Dreamnot.

Cada uno de ellos deliberaría sobre la palabra mortal, la vibración destructora, destinada a aniquilar el poder del terrible invento.

La idea consistía en remover -con el sonido de sus sílabas- los estratos más arcaicos del alma colectiva, los componentes míticos del pensamiento, con el fin de producir el «shock» que haría renacer, que resucitaría la capacidad de soñar y crear.

Una vez hallada la fórmula letal, todos los poetas-chamanes se concentrarían, al mismo tiempo, repitiéndola en letanías interminables, hasta que el poder omnipotente del pensamiento produjese -como en un hechizo- el efecto deseado.

Las propuestas comenzaron a llegar. El líder de los conjurados barajaba las distintas alternativas con dedos de astrólogo. Bajo su penetrante mirada, desfilaban frases esotéricas, signos cabalísticos, antiguos abracadabras, mantras olvidados...

¡Se produjo una conmoción!

¡Las palabras mágicas habían sido encontradas!

Un anciano, con ansiedad reprimida, anunció que el experimento se llevaría a cabo inmediatamente.

Un susurro -como el roce de las alas de un ángel- comenzó a percibirse en medio del silencio del amanecer. El aire -hasta entonces sereno- comenzó a llenarse de lentos remolinos. Las copas de los árboles se movieron, quedamente, bajo el soplo de una brisa intemporal...

La vibración iba en aumento...

Era como el zumbido de millones de abejas, succionando el néctar de una gigantesca y única flor...

La tierra tembló, imperceptiblemente. Un aliento apocalíptico avanzaba, velozmente, amenazando romper la barrera del sonido.

...EN EL PRINCIPIO ERA EL VERBO... EN EL PRINCIPIO ERA EL VERBO... Y EL VERBO ERA...

¡En algún lugar de la tierra, una máquina se desintegra!

Las mentes amordazadas escaparon de su encierro como un millón de globos azules liberados al espacio por un niño travieso.

Esa noche, los hombres volvieron a soñar.



  —47→  

ArribaAbajoManuscrito encontrado junto a un semáforo después de un grave accidente

(Para ser leído por pasajeros nerviosos)

Nadie se extrañará que, habiendo decidido acabar con mi vida -por razones que sería impertinente relatar-, me haya convertido en asiduo pasajero suburbano. En adicto a los micros más veloces y destartalados.

He estudiado los itinerarios de los más audaces (por los caminos más accidentados); la personalidad de cada uno de sus guardas y conductores; el estado de los frenos y los carburadores de sus vehículos; sus problemas sentimentales y prontuarios policiales, sin olvidar sus clubes de fútbol y preferencias políticas. En fin, me he convertido, de la noche a la mañana, en un especialista en accidentes (he trabajado, un tiempo, en una compañía de seguros). Soy un asiduo visitante de los incontables talleres de chapería que invaden los barrios de la ciudad (con ese martilleo enervante), convirtiéndola -desde hace algún tiempo- en un inmenso cementerio de automóviles y chatarra.

En los primeros tiempos, sucedía como en la «ruleta rusa». Elegía los ómnibus, al azar, por medio de una especie de «Micro-Bingo» de mi invención. Subía al vehículo -cuyo número había resultado favorecido- y esperaba la llegada del fin con resignación nativa. ¡Cuántas veces estuve a punto de lograr mis oscuros propósitos! Las más de las veces, sin embargo, terminaba con heridas y contusiones diversas que me obligaban a permanecer internado en sanatorios y hospitales y me forzaban a postergar -por un tiempo- los apremios del instinto tanático.

  —48→  

Impulsado por esos repetidos fracasos (me encontraba literalmente cubierto de cicatrices y moretones), decidí -tan pronto me repuse del último accidente- recurrir a la ciencia y la tecnología modernas, utilizando los servicios de una computadora. Confiaba en que la electrónica japonesa se mostraría superior a mis horóscopos y a mis experimentos con el «I-Ching» (viajaba, preferentemente, los días aciagos)

Pacientemente, recogí todos los datos posibles sobre los choques fatales de los últimos cinco años. Investigué -con la ayuda de un astrónomo- las variaciones periódicas de las manchas solares, los eclipses, y las proporciones de estroncio en las precipitaciones pluviales. Consulté con expertos en ecología y numismática. Finalmente, en base a las curvas estadísticas -resultado de mis eruditas y tediosas investigaciones-, me concentré en los micros Nº 260 y Nº 300. A partir de ese momento me sentí más seguro de lograr mi cometido: las matemáticas estaban a mi favor.

Relataré pues, brevemente, la historia de mi último viaje, único móvil de esta narración perversa.

El Micro elegido para el viaje sin retorno resultó ser de los que llevan en la parte posterior una especie de lema o máxima escrita con increíbles letras góticas (desde luego, la «N» había sido pintada al revés) donde se podía leer: SIN PRISA PERO SIN PAUSA. No supe, al momento, si reírme de la ironía que comportaba semejante afirmación, o asombrarme ante la notoria ingenuidad de su autor. De cualquier manera, el aforismo parecía apropiado al absurdo de la situación y al ineluctable destino que me aguardaba.

Una vez enterado de la cínica y pintoresca filosofía que guiaba la máquina que me había sido asignada, subí al vehículo dando un salto -como es de rigor- con el fin de no perder el equilibrio y caer sobre el asfalto (mi deseo apuntaba hacia una catástrofe definitiva, no parcial).

El camión arrancó bruscamente. La sacudida me hizo trastabillar hasta el regazo de una chipera acomodada en el asiento de atrás. Sonreí, tímidamente, pidiendo disculpas (soy condenadamente introvertido). La mujer me lanzó una mirada fulminante y se alisó las faldas. Con este singular lanzamiento, el vehículo comenzó su desenfrenada carrera contra el tiempo, hacia lo desconocido.

Los cronómetros comenzaron -en algún oculto lugar a marcar los segundos de la muerte. Me sentí, por tanto,   —49→   reconfortado al comprobar que no me había equivocado en mi elección.

No acababa de acostumbrarme al «shock» del lanzamiento y la crueldad anónima de los baches, cuando -en vez del consabido guarda de pelo en pecho (ese personaje de torva faz y groseros modales), se me acercó -como en un sueño- una esbelta joven de ojos claros, reclamando el importe del viaje.

Sin salir de mi asombro (a pesar de estar al tanto de la moda de azafatas), me dispuse a satisfacer su pedido, mientras luchaba -con mayor o menor éxito- contra la marea humana que amenazaba aplastarme (mi finalidad no era de ningún modo morir por asfixia, como en los terribles ómnibus alemanes de exterminio). Hurgué en mis escuálidos bolsillos (soy un artista humilde, pero honrado) y entregué graciosamente el importe del pasaje a la belleza de ojos celestes.

Ella hizo sonar un timbre (ya que el silbido en las orejas del infortunado pasajero -al subir y bajar las estriberas- es administrado por labios masculinos) y una señora gorda se levantó, trabajosamente, disponiéndose a bajar en la próxima parada. Sin escatimar pisotones (afortunadamente calzo el 43) me adelanté rápidamente, para ocupar el espacio vacante (anhelaba, como podrá adivinarse, una muerte cómoda). Para llegar hasta el asiento vacío, tuve que esquivar hábilmente una enorme damajuana de ácido nítrico y una pieza de motor -chorreando grasa- sostenida, con gran impunidad, por un mecánico impasible. Una dama de mejillas sonrosadas, entretanto, murmuró algo vagamente relacionado con mi falta de caballerosidad. Me encogí de hombros (suelo practicar ante el espejo) y sin amilanarme ante la mirada perpleja de los circunstantes, me instalé dando un sutil golpe de cadera al grueso pasajero que compartía mi asiento.

Una vez obtenido el ínfimo confort necesario a un cuerpo desgarbado como el mío, no pude contener por más tiempo la curiosidad que me invadía sobre la identidad de la hermosa dama de los boletos.

Contrariamente a la casi bíblica admonición: PROHIBIDO HABLAR AL CONDUCTOR (ya que nadie respetaba aquello de «no escupir en el suelo»), pensé aprovechar mi proximidad para interrogar al chófer.

  —50→  

Estaba a punto de llevar a cabo mi propósito, cuando atrajo mi atención la mirada ausente que campeaba entre mis compañeros de aventura. A excepción de la mujer que acababa de bajar, ninguno parecía especialmente preocupado por llegar a destino. Una resignación callada flotaba en los semblantes.

¡De pronto, me di cuenta que no era el único dispuesto a acabar con su miserable existencia!

Los que me acompañaban en ese instante también habían hecho sus cálculos. Eran auténticos profesionales del suicidio: drogadictos, amas de casa abandonadas, enfermos desahuciados. Todos nos habíamos embarcado con el mismo fin.

El número de los viajeros se mantenía constante, a pesar de la considerable distancia que ya habíamos recorrido. El silencio que parecía envolver a los condenados se acentuaba cada vez más. Nos acercábamos velozmente hacia un semáforo. Miré fijamente al conductor, pues acababa de notar algo siniestro en sus ojos relampagueantes. Él también sabía. Su rostro de músculos contraídos por la tensión del oficio semejaba el de un auténtico cancerbero (manos velludas, uñas como garfios). Un escalofrío repentino me erizó los cabellos. Tenía miedo. No había contado con la complicidad de esta triste y doliente humanidad.

Decidí, finalmente, abandonar -como una rata desesperada que huye del naufragio- el ómnibus maldito. Rápidamente, me acerqué a la puerta alzando el brazo -en señal de parada- en dirección a la doncella de sonrisa resplandeciente (ella se destacaba nítidamente por sobre la grisácea expresión de los viajeros). Su sonrisa, al ver mi gesto, se congeló en un rictus de asombro. Su expresión se había vuelto marmórea, como la de las estatuas. Su cuerpo adolescente parecía haber madurado durante el viaje. Su porte, sus ojos -su mirada fría- atestiguaban el carácter de su misión inexorable.

Sólo entonces comprendí, ya casi totalmente resignado (el conductor había acelerado, en vez de detenerse), que había estado a punto de enamorarme del Ángel de la Muerte. Su última mirada fue un mudo reproche a mi tardío arrepentimiento.

  —51→  

Las rojas luces de los semáforos centelleaban como ojos premonitorios.

Salté cubriéndome la cabeza con las manos.

Unos segundos más tarde, desde la encrucijada fatal, vino la conmoción del choque, el estallido de los cristales y, finalmente, el silencio...

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(Ilustración de Mario Casar)

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(Ilustración de Gerardo Escobar)




ArribaAbajoMarcelina


«Adiós palomita pura,
adiós clavel de ilusión
Marcelina Rosa Riveros
Adiós de todo corazón»


Compuesto Tradicional                


Alipio Pereira llegó hasta la Plaza Uruguaya. Se detuvo, jadeando, bajo la sombra de un frondoso tajy. Allí, sobre los pisoteados pétalos color violeta, bajó su grasiento maletín negro y se puso a silbar muy bajito. El viejo cartapacios comenzó a bambolearse atrayendo, rápidamente, la atención de los transeúntes y de esa población local compuesta de vendedores ambulantes, quinieleros, prostitutas, mendigos y canillitas descalzos. Los inquilinos perpetuos de la célebre plaza, atentos a cualquier hecho insólito que fuera a interrumpir la rutina cotidiana, comenzaron a congregarse en torno al misterioso valijín. Las pitadas del tren lechero -desde la cercana estación del ferrocarril- contribuían, con su rítmico acompañamiento sonoro, a la atmósfera de expectación generada por la insólita conducta del bolsón de cuero. El arribeño miró a los circunstantes con los ojillos pícaros y burlones de un auténtico «Perurima» y se agachó, lentamente, para descorrer -con indolencia premeditada- el cierre de la mugrienta maleta.

Los esbeltos cocoteros, que parecen montar guardia alrededor de la rotonda, despeinaban sus penachos resecos bajo el implacable manotón del viento norte. Pasó un tranvía destartalado, traqueteando con dificultad en dirección al centro, distrayendo -momentáneamente-, con sus relámpagos raquíticos, la atención de la multitud. Un rato después,   —54→   en medio del silencio dejado por el paso del vetusto vehículo se escuchó en el maletín un chasquido -como de una lengua minúscula- que aumentó el suspenso en el rostro de los curiosos hasta que, unos segundos más tarde, el grito de sorpresa de las mujeres coincidió con la aparición de la achatada cabeza del reptil.

Era un truco que no fallaba jamás. Lo había aprendido en la cárcel, de un preso que había trabajado en esas Kermeses que recorren los pueblos del interior durante las fiestas patronales. Eulalio Morales (así se llamaba el compañero de celda) le había indicado la manera de ganar dinero con la ayuda de esas serpientes amaestradas, de aspecto terrible, que servían para atraer a los incautos y vender un tónico o una pomada milagrosa. «Todos los santos del Almanaque Bristol no van a poder competir contra tu maravilloso elixir de aceite de víbora», le había predicho el ahora finado Eulalio.

Pereira había adquirido la mentada serpiente de un indio Maká, a cambio de una botella de caña. La había bautizado, cariñosamente, con el nombre de su ex-novia Panchita. No le costó mucho acostumbrarse a que la viscosa Panchita se le enroscara alrededor de su nervudo brazo y le colgase del cuello, como una perezosa bufanda. El sexo débil, como de costumbre, era el más impresionable. Algunas mujeres desahuciadas hasta se desmayaban ante la vista del formidable símbolo fálico, olvidando -con el sobresalto- la conocida historia de Adán y Eva. Las solteronas y beatas que frecuentaban la iglesia vecina ya ni se animaban a pasar por la plaza maldita. A las desgraciadas que caían sin sentido durante el espectáculo, el porfiado mocetón las reanimaba -después de sobarlas, descaradamente, con sus velludas manos de sátiro montés- friccionándolas con su pomada de aplicación universal. Así habla conquistado a «María-cachí» -la chipera más codiciada de la estación-, quien se había convertido en ayudante del encantador de serpientes. Al principio, ella le retó y le trató de zafado y ordinario, pero al final se le entregó cuando Alipio le dijo que era más linda que la estatua de «esa mujer desnuda» que adorna la entrada de la plaza. María-cachí era una mujer retobada, pero ahora fingía desmayarse en el momento culminante de la actuación, aumentando con su comedia el efecto terrorífico que producía la aparición de Panchita. Compartían, más tarde, las ganancias y el desvencijado catre   —55→   de lona que ella tenía en su rancho de la Chacarita. Los infaltables fotógrafos de la plaza -apostados, como cuervos, tras sus incansables ojos de vidrio- sacaban también su tajada de la insólita función, pagando un jugoso porcentaje al improvisado fakir.

En estos últimos tiempos los negocios no marchaban muy bien. Las muestras gratis de los visitadores médicos competían cada vez más con el mágico ungüento que curaba «el pasmo», «la tiricia» y «el fuego de San Antonio». Era cierto que los lustrabotas de la plaza cazaban ratones y pajaritos para saciar el voraz apetito de la serpiente; y que la hora de alimentar a la causante del pecado original era esperada con gran regocijo por parte de la gente menuda. Así y todo, Pereira no estaba contento con su trabajo. Y capaz que hasta hubiera vendido su querida Panchita al Jardín Botánico o a aquel taciturno taxidermista alemán, para mandarse a mudar a la Argentina, si no hubiera ocurrido lo que vamos a relatar.

Todo comenzó con la llegada a la plaza de aquellos harapientos guitarristas ciegos. Eran tres viejos canosos venidos de un oscuro y polvoriento pueblo de la campaña. Se ganaban la vida tocando antiguas canciones de amor, en esas dilapidadas estaciones de ferrocarril que jalonan con sus herrumbrados galpones los caminos de fierro de la patria. Con dedos achacosos y eternas uñas de medio luto, rasgaban maquinalmente sus manoseados instrumentos, desafinados por la pobreza. Fue al segundo día de la llegada de los músicos que Alipio Pereira escuchó, por primera vez, la canción que iba a cambiar su destino. Al comienzo ni les prestó atención, pero a medida que la recurrente melodía resonaba en la voz lastimera de aquellos seres sin luz, la letra le iba penetrando en el alma. Las voces lanzaban sus quejas como en esas letanías de Semana Santa, que el pueblo entona para implorar al cielo el fin de su miseria. El monótono estribillo le horadaba el corazón, como la púa del trompo «arazá» perfora la piedra de las veredas:


«Con lágrimas de mis ojos
voy a cantar en mi guitarra
en la ciudad de Asunción
paraje de Varadero...»

Así musitaban con rostros impávidos los anónimos cantores vagabundos.

  —56→  

Alipio Pereira, como la mayoría de sus conciudadanos había tenido la suerte de conocer a su padre. Este había desaparecido, sin dejar rastros, abandonando a su mujer terminar una zafra azucarera. La madre de Alipio, enfermo del corazón, no pudo soportar tamaña infidelidad y había muerto unos años más tarde, maldiciendo al causante su desdicha.

El niño había recibido de su madre, Marcelina Rosa -como único legado-, un polvoriento manuscrito que contenía lo que, aparentemente, era un poema que le había dedicado en su juventud. Antes de morir, le había entregado aquel ínfimo recuerdo, asegurándole que en él encontraría -alguna vez- la clave de su desdicha.

Era, justamente, el recuerdo de este poema el que había surgido en su memoria, tan pronto escuchara los verso de la quejumbrosa canción. A medida que aquellos extraños entonaban las penas del amor y su ausencia el joven comprobaba que coincidía -letra por letra- con la del ajado pedazo de papel que había heredado.

No pudiéndose contener por más tiempo, el impetuoso muchacho enroscó a Panchita alrededor de su robusto brazo derecho y mirando de soslayo a María Cachí, se dirigió a largos trancos en dirección al trío, precariamente instalado en uno de los desteñidos bancos de la plaza. Acercándose -entre emocionado y perplejo- al que parecía llevar la voz cantante, así nomás, sin preámbulos, le preguntó:

-Maestro ¿dónde aprendiste esa canción tan triste?

El anciano, sorprendido por la intempestiva interrupción, movió ligeramente su plateada cabeza en dirección al sitio de donde procedía la voz y, esbozando una tenue sonrisa -como para mostrar que estaba contemplando al impulsivo jovenzuelo- respondió con ronca entonación.

-La compuse yo mismo, mi hijo, durante la revolución del 17, cuando era conscripto de la marinería y montaba guardia cerca del Varadero. ¿Conocés ese lugar? -agregó, mientras trataba de adivinar el rostro y la figura del mozo a través de las inflexiones de la voz. (El barrio de Varadero, con sus antiguas casas de Profundos zaguanes, balcones con persianas destartaladas y descascaradas paredes amarillas, se adivinaba como una mancha parduzca en la ciudad de Asunción).

El muchacho, bajo el impacto de la inesperada revelación -furioso y contento a la vez-, reculó, mentalmente,   —57→   unos pasos y quedó como desatinado, sin saber que rumbo tomar. Cerró los ojos y arrugó la frente como para ordenar sus pensamientos y recuperar su compostura, antes de proseguir:

-No, no conozco el lugar. Llegué a Asunción hace poco, nomás.

Luego, sin importarle aparecer cargoso, agregó:

-Pero, ¿conociste de verdad a la mujer de quien habla tu canción?

El curtido semblante del trovador se sacudió, imperceptiblemente, como si quisiese espantar las moscas de algún recuerdo tenaz, mientras sus dos compañeros escuchaban con atención. Golpeó, impaciente, con sus huesudos dedos, la caja de la enmohecida guitarra y exclamó con un dejo de amargura:

-Existió, de verdad. La conocí hace mucho tiempo. Fue mi mujer. Compuse esta canción después de separarme de ella. Un día, agarré y le envié una copia de los versos con la esperanza de obtener su perdón. Nunca me contestó. Pienso que me hizo adrede, para castigarme. Más tarde, me metí en política y las revoluciones me arrastraron a su antojo, como hoja que lleva el viento. Después, me desgracié de la vista. Jamás podré volver a contemplar su rostro. Me uní a estos compañeros en la desdicha para ganarme la vida. Mi destino fatal es rodar de pueblo en pueblo, como alma en pena, repitiendo eternamente mi sentida canción. Quizá, si ella alguna vez la escucha, podrá perdonarme.

A Pereira el corazón se le encogió en el pecho, después de oír la sorprendente historia. Aquí, en este remoto lugar, por un azar inexplicable, tenía frente a sí al que debía ser su propio padre: este humilde guitarrero que, como trajinante cantor, iba en busca de un amor perdido. Tragó saliva, porque para entonces se le había hecho un nudo en la garganta y apenas pudo contener el ansia de abalanzarse a los brazos del anciano y gritarle: ¡Ché-rú! El fogoso muchacho se contuvo, sin embargo, y pensó que era mejor dejar las cosas como estaban. Mantendría el secreto de su descubrimiento hasta encontrar una salida honorable a sus sentimientos encontrados. Este hombre había cometido un gran crimen al abandonarlo a él, a su madre y sus hermanos. ¿Podía acaso él convencer a este poeta campesino que estaba dialogando con su propio hijo, y contarle que Marcelina Rosa   —58→   lo había recordado hasta el final, maldiciéndolo en su lecho de muerte?

El gentío que había rodeado a la temible Panchita se trasladó, entretanto, alrededor de los músicos andariegos y del corajudo chamán, deseoso de participar de la escena que se estaba desarrollando.

Alipio miró de reojo a la concurrencia, acarició la cabeza de su fiel amiga, cuyos ojos sin párpados lo miraban sin ver y, sonriendo con sus dientes más blancos, anunció:

-Señoras y señores, el espectáculo va a continuar. ¡Vengan a ver la más grande maravilla del mundo! Una auténtica «jarará» recién traída del Chaco. Y... de paso, por sólo 100 guaraníes, la pomada que usaba el rey Salomón: Aceite de víbora macho... Ya quedan pocas muestras... ¡Aprovechen, señoorees...!

La gente comenzó a agolparse y rempujar. Pereira miró a su compañera y le guiñó un ojo. María-Cachí hizo un gesto de complicidad.

El viejo payador, abandonado repentinamente, se alisó el pelo blanquecino con sus temblorosas manos y después de unos instantes de incertidumbre, volvió a pulsar la guitarra.

Alipio Pereira giró sobre sí mismo. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo colorado y se puso a escuchar:


«Ay, mi vida solitaria
Ay, suspiro del dolor
Marcelina se llevó
un pedazo del amor».

Fue entonces que decidió contratar al trío de guitarristas ciegos para reforzar el espectáculo.

Se abrió camino entre los que obstaculizaban el paso, para dirigirse de nuevo hacia el anciano y sus andrajosos compañeros.

En ese preciso instante, el cansado cuerpo de Marcelina se revolvió en su tumba y, poniéndose de costado -del lado del corazón- pudo, finalmente, morir en paz.

Así estará, arrullada en su sueño interminable, mientras alguien, en este mundo siga entonando la triste y doliente canción.

Asunción, 1978





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ArribaAbajoEnsayos

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ArribaAbajoEl «Libro del buen amor»: testimonio de la Edad Media

Existe afortunadamente en la historia de la literatura una clase de autor cuya vida y obra son inseparables, y cuyo mensaje es tan humano que no podemos dejar de simpatizar con él. La obra de estos escritores es, casi siempre, autobiográfica y en ella el artista muestra su corazón al desnudo, confesando peregrinamente sus faltas, y pidiendo clemencia al comprensivo lector, por haber sucumbido a las debilidades de su tiempo.

Estos seres excepcionales han dejado de lado su cultura libresca -generalmente considerable- y han convertido en fibra y nervios toda su erudición, poniéndola sin titubeos al servicio de la vida. Nos viene a la mente la obra de Rousseau, Rabelais, Cellini, Villon; y otros, como Miller en los tiempos modernos. A esta clase de hombres pertenecía Juan Ruiz -más conocido por el nombre de Arcipreste de Hita-, el más grande poeta de la Edad Media española.

A nadie se le hubiera ocurrido, quizá, escribir una autobiografía erótica, sino a este rubicundo clérigo medieval que: «Por ser hombre y como todos, pecador, tuvo por las mujeres, a veces, gran amor», según su propia confesión. Nadie mejor que un clérigo -dirán algunos, con sorna- para referirse a las intimidades del alma humana, sus miserias y flaquezas. El Arcipreste, «cabeza de clérigo», hablaba por propia experiencia, y no a partir de las de sus feligreses.

No nos detendremos a examinar si nuestro héroe nació en Alcalá o en Guadalajara; ni si su obra se inspiró en la   —62→   lírica arábiga-andaluza, los «fabliaux» franceses, el seudopánfilo latino, o el «maqamat» semítico. Tampoco analizaremos lo que tenga de «mester de clerecía» o «mester de juglaría». Bástenos decir que vivió a mediados del siglo XIV, bajo el reinado de Alfonso XI de Castilla, y que escribió su obra en la cárcel, donde permaneció durante 13 años, por orden del arzobispo de Toledo. Ignoramos la causa de su prisión, pero podemos imaginarnos que sería el resultado de alguna de sus escabrosas aventuras de amor; aunque pudo también haber sufrido el encierro por intolerancia religiosa, como le sucedería a su colega Petrarca, y a otras lumbreras del Renacimiento y la Edad Media. Desde ya, podemos señalar que pertenece a esa «élite» de escritores cuya personalidad los llevó a prisión, y que jalonan la historia de la literatura castellana. Citemos, en nuestro apoyo, a Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Cervantes y Quevedo.

Tampoco lo juzgaremos moralmente, sino desde el punto de vista literario, y lo contemplaremos a través de la atmósfera relajada del siglo que le tocó vivir. No discutiremos el uso y abuso de fábulas y refranes, inspirados en Esopo o Fedro, ni sus insólitas citas de Aristóteles, Hipócrates o Tolomeo. Todo se justifica en él, si sus ejemplos están destinados a contribuir al arte de la seducción. No olvidemos que, siglos después, Kierkegaard, un gran espíritu religioso -y padre del existencialismo- nos asombrará con su «Diario de un Seductor», describiendo, paso a paso, (como su colega el arcipreste), las técnicas de la seducción amorosa.

Mucho se ha escrito, en los últimos años, sobre el «Libro del Buen Amor», dándose sobre él distintas interpretaciones: ¿«Arte de Amar»?; ¿«Arte Poética»?; ¿«Crítica Social»?, se han preguntado los críticos. Para algunos, la obra no es sino una paráfrasis del «Arte de Amar» de Ovidio, diluido para el gusto, menos exigente, de un auditorio medieval. Otros opinan que el autor quiso, simplemente, entretener al lector, intercalando sátiras, escenas picarescas y parodias, digresiones morales, a fin de amenizar su relato.

Todas estas apreciaciones serán, probablemente, justas según el punto de vista que predomine en el lector. Sin embargo, como -en justicia- pueden plantearse tres puntos de vista posibles sobre el libro en cuestión, pasaremos a examinarlos a la luz de varias citas sacadas del texto, y veremos   —63→   si el sentido general de la obra se inclina con preferencia hacia alguna de estas alternativas.

El libro contiene numerosas alusiones el ejercicio de la profesión de alcahueta, ocupación tan solicitada entonces como ahora. El autor enseña cómo ha de reclutarse a la «trotera», la manera de tratarla, y la manera de aprovecharse de sus dotes como mensajera del amor. Ahora bien, aunque en el prólogo el poeta afirma haber compuesto su obra para mostrar las maneras en que el «loco amor» hace pecar al mundo; y opina que conociendo sus engaños y artificios, los incautos sabrán cómo defenderse de él, escribe sin embargo lo siguiente: «empero, porque es cosa humana el pecar, si algunos, cosa que no aconsejo, quisieran usar del loco amor, aquí hallarán algunas maneras para hacerlo (el subrayado es mío)». Termina pidiendo que no lo tomen al pie de la letra, sino que se fijen en la intención de sus palabras, más que en la forma. Insiste, y pone a Dios por testigo, que su finalidad última ha sido inducir a los hombres a salvar su alma. En fin, no hay duda de que trata de justificar los pasajes escabrosos y hasta sacrílegos que salpimentan su obra, en previsión a la crítica de los censores. Sabemos hoy que no estuvo errado. Faltan 32 coplas en la sección que corresponde al encuentro de los amantes. La fragmentación del libro se la debemos, en gran parte, a la censura eclesiástica. Lo reconstruido y recuperado para la posteridad, al ingente esfuerzo desplegado por los eruditos y a la ardua labor de la crítica moderna. Por otra parte, nos intriga su desparpajo y osadía al referirse a sus aventuras amorosas. Lo vemos en aquel párrafo donde ruega a Dios «tenga en su santa gloria» a una de sus tantas víctimas; o en el que asiste a misa «en nombre de Dios», para contemplar a la monja a quien se propone seducir por consejo de «trotaconventos», la alcahueta. Estos pasajes nos obligan a hacer una breve digresión para referirnos a la relajación y decadencia de la moral eclesiástica en tiempos del Arcipreste.

Es sabido que muchos clérigos vivían amancebados y frecuentaban las tabernas y tugurios de mala fama, participando en riñas y pendencias, las cuales a menudo terminaban trágicamente. Durante el reinado del Papa Gregorio VII, el populacho de Milán y del sur de Alemania se amotinó, protestando contra la vida disoluta de los sacerdotes. En el   —64→   libro del Arcipreste se encuentra, hacia el final, la famosa protesta de los clérigos de la ciudad de Talavera, quienes se niegan a abandonar a sus concubinas, a pesar de las órdenes del Papa, y no titubean en apelar ante el Rey, afirmando que preferirían renunciar a sus prebendas, antes que abandonar a sus mujeres.

Un sabio profesor de teología de la universidad de Oxford, John Wiclef -famoso por haber traducido la Biblia al inglés- denunciaba a los frailes perezosos «de mejillas coloradas y mofletudas e insaciables estómagos, capaces de devorar la comida de familias enteras». Estas declaraciones le valieron a Wiclef ser desenterrado y quemado post-mortem. Su discípulo Juan Hus tuvo menos suerte. La literatura medieval está llena de referencias al libertinaje clerical; véase, por ej., Bocaccio, Chaucer y -más tarde- Rabelais. Historiadores como Burkhardt -haciendo eco al gran Erasmo- afirman que muchos conventos eran el «refugio predilecto de Venus», y que a los excesos de la carne no eran inmunes ni las superioras ni sus pupilas. El «Elogio de la Locura» de Erasmo, resuena como un látigo sobre las espaldas de la Iglesia.

La vida disipada de los conventos se agravaba con las periódicas crisis de histeria colectiva, atribuyéndose al demonio y a las brujas los desórdenes y excesos en que caían las religiosas, con la consiguiente quema de inocentes. Nada más explícito sobre el Particular que la magnífica obra del escritor inglés Aldous Huxley: «Las Endemoniadas de Loudun», basada en hechos verídicos sucedidos en un convento de Ursulinas de Francia, y que fuera recientemente llevada a la pantalla por dos grandes directores: Ken Russell y Jerzy Kawalerowicz. La diferencia entre nuestro clérigo y la monja -diría un sicoanalista moderno- se encontraba en el grado de represión sexual. Casi nula en el Arcipreste: muy intensa en Sor Juana de los Ángeles.

La Iglesia era muy tolerante para con las debilidades de sus ministros, y el mismo Vicario de Cristo, las más de las veces, no estaba en condiciones de arrojar la primera piedra. Estamos a mediados del siglo XIV, la «bella época» anterior al Concilio de Trento y la Inquisición Española. El propio Juan Ruiz, peregrinante, nos ha dejado su testimonio en los versos que describen su visita a la corte pontificia de Avignon. Era la época en que los papas vendían sus favores al rey de Francia, excomulgando a sus enemigos y   —65→   financiando sus guerras. Esta negra etapa de la Iglesia habría de desembocar en el «impasse» más embarazoso: la coexistencia de tres papas. En efecto, excomulgándose mutuamente como sendos «Anticristos», Benedicto XIII, Gregorio XII y Juan XXIII (Baldassare Cosa), se constituyeron en vergüenza y escarnio de la cristiandad.

Volviendo a nuestro tema principal, podemos afirmar que el «Libro del Buen Amor» es, en gran medida, lo que su nombre indica. No sólo por los consejos que se dan a los seductores en potencia, sino también por la acusada influencia provenzal que se manifiesta en las recomendaciones que el caballero «Don Amor» ofrece al Arcipreste. La enseñanza de los trovadores, establecidos un siglo antes en los reinos de Eleonor de Aquitania, son normas de comportamiento destinadas a agradar a las damas y a conquistar sus favores. Es verdad que en los versos de Juan Ruiz la caballerosidad está mezclada con cierto cinismo y sensualidad, aunque se recomiende la abstención del vino y los juegos de azar, para bien del futuro «Don Juan». La influencia morisca también es aparente, a través de la obra «El Collar de la Paloma» del poeta arábigo-andaluz Ibn Hazam, de Córdoba. La influencia latina procede de Ovidio. No debe subestimarse el ascendiente hebreo en la obra de nuestro políglota arcipreste.

A pesar de lo apuntado más arriba, se encuentran en la obra del famoso clérigo algunos versos que dan pie para otra interpretación: la de «Preceptiva Poética». Él mismo nos informa, desde el comienzo, que cada cual entenderá su libro según sus inclinaciones personales, y que -como un instrumento musical- sonará según lo tañan. Ruega, sin embargo, que no lo juzguen «salvo en la manera de trovar o decir». El Arcipreste, como buen letrado, no acepta de la historia otro juicio que no sea el estético, y al mismo tiempo insinúa una finalidad didáctica. Afirma en otro lugar que lo compuso, «para dar a algunos lecciones y muestras de versificar, rimar y trovar...» Podemos, tal vez, aferrarnos a estas declaraciones para considerar al «Libro del Buen Amor» como una especie de manual para juglares.

La tercera posibilidad es la que sugiere una actitud de crítica social hacia las injusticias y abusos de su tiempo. Un hecho es indudable: gran parte del éxito obtenido por el libro durante la Baja Edad Media, y el que ha logrado en   —66→   nuestros días (en la voz de Juan Manuel Serrat), se debe al famoso poema titulado: «De la Propiedad que el Dinero Ha», mordaz y acerba crítica a los adoradores del «vil metal» y a los crímenes cometidos en su nombre. El extenso poema es, en cierto sentido, el manifiesto socialista de la época y también un lejano precedente de las protestas de Lutero contra las venalidades de la curia romana y la explotación feudal. También es el antecedente del «Poderoso Caballero es Don Dinero» de Quevedo.

Entre otras verdades leemos:


Si tuvieras dinero tendrás consolación;
Placer y alegría, del Papa bendición.
Comprarás paraíso, ganarás salvación;
a veces el dinero puede más que la oración.

Y más adelante prosigue:


Yo vi en Roma, donde está Su Santidad
que todos ante el dinero sentían humildad,
todos ante él se humillaban como ante majestad.

Denuncia, por otra parte, la manera en que el dinero convierte al torpe en gentilhombre; engendra malos abogados, obispos venales y doctores ignorantes. Concluye con la triste afirmación: «toda cosa mundana se hace por su amor».

Las satíricas estrofas de Juan Ruiz contra los corruptos dignatarios de la Iglesia y los señores feudales (ambos grandes terratenientes), hallaron, sin duda, eco en su vasto auditorio formado por campesinos y gente de pueblo. El mismo nos habla de su pobreza, y de cómo cuenta sólo con sus versos para conquistar a las damas de su corazón.

Contra los abusos denunciados por el Arcipreste se levantarían muy pronto los campesinos y los artesanos en las famosas rebeliones que asolaron Europa en la Edad Medía: la «Jacquerie» en Francia (1358); la de Inglaterra (1380); la de España (1395), sin contar los numerosos levantamientos ocurridos en Alemania. Llaman la atención, además, la semejanza que existe entre las coplas de nuestro cura y la de los «clérigos vagabundos» o «goliardos» del siglo XII, cuyos versos inconformistas conocemos a través de «Cármina Burana». El parecido es notable; la misma confrontación de lo sagrado y lo profano, la misma atmósfera bohemia, la sacrílega parodia de salmos latinos. Los goliardos, perseguidos por la Iglesia de Roma, sobrevivieron en   —67→   los juglares errantes y trovadores de fines de la Edad Media. La cruzada de exterminio aconsejada por el Papa Inocencio III contra los Albigenses casi asfixió la frágil voz de la poesía provenzal.

Nos sentimos, finalmente, obligados a aceptar las tres posibilidades apuntadas anteriormente, y a agregar que el libro es todo lo dicho más arriba y mucho más. Un análisis exhaustivo revela una novela picaresca autobiográfica; cántigas a la Virgen; la descripción del famoso combate alegórico entre Don Carnal y Doña Cuaresma (tan bueno como el cuadro de Brueghel), y otros poemas menores. A pesar de la multiplicidad de sus temas, el libro posee una calidad estética notable, que aventaja a la del «purista» Gonzalo de Berceo. Su robusta vitalidad fue responsable de su temprano éxito entre los juglares de la época. La alcahueta «trotaconventos» es la antecesora de «La celestina» de Fernando de Rojas. Otros personajes no menos famosos de la literatura castellana se encuentran ya esbozados en él.

Pese a las sospechas de que nuestro héroe haya podido caer en la nefasta práctica de la astrología y la alquimia -como casi todos los sabios de su época-, debemos reconocer que en él se conjugaron todas las corrientes literarias del siglo y que, como hombre, fue un auténtico personaje medieval. Vivió en la encrucijada de tres mundos: el árabe, el judío y el cristiano. La vida aventurera de Juan Ruiz, común en muchos intelectuales del medioevo, nos revela una Europa aún sin barreras nacionales e ideológicas, todavía dependiente de las civilizaciones bizantina y árabe. El poeta nos describe en alguna parte su pasión por una morisca, y también por robustas campesinas. Su espíritu bonachón no hacía distingos de razas, credo o condición social. Tampoco, como sabemos, despreciaba a la «mujer chiquita».

La crítica moderna considera al Arcipreste como el primer escritor español con estilo propio. Nosotros no podríamos agregar más.

Asunción, 1975



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ArribaAbajoEl poeta en mangas de camisa


«En su país de hierro, vive el gran viejo
-bello como una patriarca- sereno y santo»


Rubén Darío                



«Con el fuego de Safo, amó este hombre el mundo»


José Martí                


Un hombre rubicundo y barbado, de más de dos metros de estatura y cien kilos de peso, de ojos azules escrutadores, tez curtida por el sol, botas gruesas y camisa abierta en el pecho, presentaba al público -en julio de 1855- un libro de poemas con el título: HOJAS DE HIERBA. Este ciudadano extraordinario, con el aspecto rudo pero limpio de un granjero, era Walt Whitman, el poeta que había pronosticado Emerson: el que cantaría a América con su propia voz -no con la voz prestada de Europa. Whitman fue el primer poeta norteamericano auténtico y uno de los precursores de la poesía moderna.

La literatura norteamericana era, hasta este momento, un transplante de la del Viejo Mundo. Poetas como Longtellow, por ejemplo, escribían todavía al estilo «inglés». Pero Whitman ya no se expresaba en el idioma de los colonizadores, sino en el nuevo idioma norteamericano. En efecto, el poeta de las masas democráticas escribió -como Dante- en el lenguaje de su pueblo... y su pueblo no lo comprendió. Esta es la acusación hecha por Ezra Pound, uno de sus grandes discípulos. Como diría, más tarde, Bernard Shaw: Whitman es un clásico, no un «best-seller». Su   —70→   franqueza y naturalidad, por otra parte, escandalizaron a los puritanos de su tiempo, quienes lo acusaron de «impiedad libidinosa y audacia fálica», términos indicadores de la gran represión sexual y la mojigatería del ambiente victoriano que respiraban sus críticos.

Ni Melville, ni Hawthorne -otros gigantes de la literatura norteamericana- se habían liberado totalmente del puritanismo heredado de Nueva Inglaterra. Según D. H. Lawrence, «Melville persiguió a la ballena blanca, pero fue Whitman quien la capturó». El autor de «El Amante de Lady Chatterley», convencido de la decadencia de la raza blanca -por haberse desarraigado de la Naturaleza- era un gran admirador de Whitman, a quien consideraba totalmente enraizado en lo cósmico y, por lo tanto, «el primer indio de raza blanca».

El autor de HOJAS DE HIERBA fue el prototipo del americano de entonces: nació en 1819 en una granja cercana a una gran ciudad. Su padre -descendiente de agricultores ingleses-, era carpintero de profesión. Su madre, de origen holandés, había recibido la herencia vigorosa de osados navegantes, granjeros y criadores de caballos. Ella montaba en pelo como un indio, ayudando en las tareas del campo. Walt, en repetidas oportunidades, explicaría su amor al campo y la naturaleza, refiriéndose a la influencia de sus antepasados. En uno de sus versos leemos: «Creo que todos los hechos heroicos y todos los poemas libres fueron concebidos en el campo abierto». Su amor a la libertad también era proverbial; de niño, recordaba haber estado en brazos de Lafayette; su propio padre era un librepensador, amigo de Tom Paine y admirador de los ideales de la Revolución Francesa. Sus hermanos (él era el segundo de nueve hijos) llevaban los nombres de los próceres de la Independencia. La atmósfera cuáquera en que se crió lo hicieron tolerante hacia las ideas de sus semejantes, y lo pusieron en guardia contra el fanatismo político y religioso.

Nuestro «poeta en mangas de camisa» fue un autodidacta. Apenas terminó la escuela primaria tuvo que comenzar a ganarse la vida, ya que sus padres no podían mantener a la numerosa familia. Ningún oficio le fue extraño: trabajó -entre otras cosas- como ordenanza, carpintero, maestro de escuela, tipógrafo (como Benjamín Franklin y Mark Twain),   —71→   periodista, enfermero durante la Guerra de Secesión y empleado público. Perdió su puesto en un periódico de Brooklyn a causa de sus ideas anti-esclavistas. Fue expulsado de su empleo gubernamental cuando descubrieron que era el autor de «un libro obsceno» -ese libro que «tenía muchas hojas, pero ninguna de parra»-. La Democracia que él había predicado y defendido, era -entonces como ahora- un sueño utópico por realizar.

Sus lecturas de autodidacta incluían a los dramaturgos griegos, Dante, los Profetas, Cervantes, las epopeyas hindúes, Carlyle, Paine. En realidad, «el hijo de Manhattan» leía más que muchos escritores de su época con educación universitaria. Recitaba a Shakespeare desde el techo de los ómnibus de Broadway, y llevaba su Homero en el bolsillo cuando iba de pesca. Sus amigos preferidos eran los boteros, obreros y estibadores de Nueva York. Ello no impedía que fuera recibido en los salones artísticos y literarios de la época, y que frecuentara la ópera y los museos de la gran ciudad.

Hemos dicho que Whitman fue el poeta de la Democracia, el mentor de una América igualitaria. Él vio las enormes potencialidades de los recursos naturales que poseía el continente, y pensé que una nueva sociedad -totalmente distinta a las que habían existido hasta entonces- podría surgir en medio de tanta riqueza material. Pero la generosidad de la Naturaleza no siempre se corresponde con la generosidad de los hombres. No esperaba él dominación mundial ni poder absoluto, como consecuencia de su ideal democrático, pero si la aparición de una hermandad universal, que sería propiciada en América (no olvidemos que los EE. UU. fueron gobernados por intelectuales durante casi tres generaciones). Él creyó que allí se establecería una «República Universal» de donde partirían los apóstoles de la amistad y la camaradería, para transformar a la humanidad. En su prefacio a la edición «Hojas de hierba» de 1872, dice textualmente: «No nos convertiremos en una nación conquistadora, ni alcanzaremos la gloria por la simple superioridad militar o diplomática o comercial, sino que seremos grandes por engendrar hombres y mujeres alegres, tolerantes y libres». Si el gran poeta resucitase, ¿cómo reaccionaría al constatar que los EE.UU. se han convertido en una «sociedad depredadora»? Como ha dicho Lewis Muniford: «en vez de los   —72→   antiguos reyes de derecho divino que Whitman tanto aborrecía, aparecieron los nuevos Reyes del Hierro y el Petróleo». En realidad, el poeta nunca se engañó en cuanto a las posibilidades de la Democracia Ideal. Sabía que los EE. UU. tenían la riqueza necesaria para construir una «Nueva Sociedad», pero que el problema -en última instancia sería de índole moral. En 1855, escribe unos versos famosos retratando a los déspotas -los enemigos de la democracia: «Vienen con gran pompa, con sus séquitos, verdugos, sacerdotes, recaudadores de impuestos, con sus soldados, abogados, señores, carceleros, y aduladores». El perspicaz francés De Tocqueville ya había advertido que el peligro de la democracia estribaba en el excesivo conformismo y centralización.

Sin duda alguna, Whitman es el poeta de los tiempos modernos, del paso de la sociedad rural norteamericana a la sociedad industrial urbana -resultado de la Guerra Civil-. Sus largos catálogos de ocupaciones, lugares y objetos (molestos para los oídos de los críticos ortodoxos) tienen en su obra -según John Cowper- el mismo papel que las descripciones de naves de Homero o las listas de reyes en la Biblia. No se olvida de nuestro país, pues en «Saludo al Mundo» escribe:


«Veo las largas huellas de los ríos de la tierra,
Veo el Amazonas y el Paraguay».

La filosofía del bardo norteamericano es casi panteísta. Tiene -como decía Emerson- algo del Bhagavad Gita; o como dirían otros: parece una versión de los Upanishads reescrita por Thomas Jefferson. La sensibilidad del poeta y su concepción del mundo son de naturaleza cósmica. Su humanismo niega el pecado y la muerte. El mundo es un constante devenir, una progresión constante hacia la conciencia, hacia el hombre total. Las nebulosas «se han condensado en astros» para que esto suceda. No hay diferencia esencial entre el microcosmos y el macrocosmos: el hombre y las galaxias son distintos momentos de la manifestación de lo Único. El gran asceta hindú Ramakrishna -con idéntica mentalidad- da a un gato el alimento destinado como ofrenda a la diosa Kali, porque comprende que Dios está en todas partes.

Su veneración a la Naturaleza, su vitalismo, son arrolladores. En un pasaje famoso, exclama:

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«Ahora penetro el secreto de la creación de las personas superiores
Que es: crecer al aire libre y comer y dormir con la tierra...»

En otro lugar, manifiesta su ideal del hombre:


«Soportar el frío y el calor, dar en el blanco con un fusil,
gobernar un bote, domar caballos, engendrar niños soberbios...»

Para Whitman nada está por encima del hombre. Ni las iglesias. Ni los credos. No existe institución alguna que pueda medirlo en su verdadera dimensión, porque es inconmensurable:

«No ser esclavos de nadie, no deber deferencia a nadie, a ningún tirano, conocido o desconocido,

Marchar erguido, con pasos vivos y elásticos,

Mirar con ojos tranquilos o con mirada relampagueante,

Hablar con voz llena y sonora, que sale de un pecho robusto» -afirma, describiendo la actitud viril. El hombre es divino «por dentro y por fuera»; Cristo es un camarada, de la misma manera que Apolo o cualquiera de los dioses -antiguos o modernos- podrían serlo. Surgirá un «Nuevo Orden» donde «cada hombre será su propio sacerdote». Debemos envidiar a los animales «porque no se postergan ante nadie, ni se lamentan por sus pecados». El «gran yanqui» fue uno de los pocos poetas de la historia de la literatura que habló del sexo y de sí mismo, con toda franqueza y libertad. Habló de la «heroica desnudez de la poesía», valientemente, en una época de puritanismo y gazmoñería generalizados. Defendiéndose de sus acusadores escribió: «Dulce, sensata, serena desnudez de la naturaleza. ¡Ah! Si pudiera conocerte realmente, una vez más, la pobre humanidad enferma y lasciva de las ciudades». Sus versos son precursores de la liberación de los tabúes sexuales y de la igualdad de los sexos.

En cuanto a los valores estéticos de su obra podemos afirmar que su gran poema «La Última Vez que Florecieron las Lilas en el Huerto» -escrito a raíz del asesinato del Presidente Lincoln-, sería suficiente para situarlo entre los que están destinados a la inmortalidad. Whitman lo había escrito «para el hombre sencillo, justo y resuelto,   —74→   que salvó a la Unión del crimen más horrendo conocido en la historia de la humanidad: la esclavitud».

La influencia literaria de Whitman ha sido inmensa: Rubén Darío, García Lorca, León Felipe, Pound, Valery-Larbaud, Laforgue, Gide, Crane, Sandburg, para citar sólo a los principales, le deben inspiración y aliento. La cadencia bíblica -que nos recuerda a Isaías- y la música reiterativa de sus versos trajeron un mensaje difícil de ignorar: «Los poetas son la voz y la exposición de la libertad. La actitud de los grandes poetas consiste en dar ánimo a los esclavos y aterrar a los tiranos...» La responsabilidad de los poetas del porvenir es -según él- muy grande. Deben dar testimonio de sí mismos y de su época y al mismo tiempo ser profetas y guías espirituales de su pueblo. Él, personalmente, dio el ejemplo en «Perspectivas Democráticas» criticando duramente la democracia de su país, señalando sus fracasos morales y sociales.

A medida que se acercaba la hora de la partida definitiva, «El Gran Viejo de Barba Gris» -aquejado por la parálisis- dedicaba mayor número de poemas al pensamiento de la muerte y al sentido de la existencia. No hay en él temor alguno; su lectura de Lucrecio lo había llevado a aceptarla como parte del ciclo natural, algo tan lógico y bello como el nacimiento. La muerte -que todo lo iguala- es la última forma de la Democracia. Desde un principio anuncia:


«Y en cuanto a ti, ¡Oh! Muerte, y a ti amargo abrazo mortal,
Es inútil que queráis asustarme...»

Cerró los ojos, apaciblemente, en Camden, Nueva Jersey, en Marzo de 1892.

A pesar de su amarga sentencia: «Encuentro algo profundamente conmovedor en las grandes masas de hombres que sirven a aquellos que no creen en los hombres», Whitman tenía fe y confianza en el futuro de la democracia. Está en manos de las nuevas generaciones el recoger el desafío dejado por el gran poeta en aquella famosa declaración: «Democracia: una gran palabra cuya historia, supongo, queda por escribir, porque es historia que está por realizarse todavía».

Asunción, 1976



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ArribaAbajoEl advenimiento del hombre moderno

En la opinión de algunas destacadas autoridades en el campo de la historia de la cultura, el arte del renacimiento fue un arte de propaganda, como lo había sido el de la Contrarreforma. Su finalidad principal consistió en glorificar e inmortalizar a los déspotas, ilustrados, condotieros y mecenas de las clases adineradas. La conducta de Miguel Ángel, Rafael, Da Vinci, etc., dan prueba de este aserto. Los artistas dependían absolutamente del patrocinio de los banqueros y aristócratas de la época, benefactores del arte. Los Visconti, Borgia, Sforza, Gonzaga, y en especial los Médici, eran los monopolizadores del arte renacentista. La burguesía triunfante dictaba la ley y regía los destinos de cada ciudad-estado; Florencia, Venecia, Milán, Urbino, Roma, Nápoles, Ferrara, disputaban entre sí en brillo artístico. La cultura y los ideales de la alta sociedad eran también cultivados por ejemplares de alta cuna, como Elizabetta Gonzaga, Vittoria Colonna, Simonetta Vespuci, etc., orgullo y envidia de propios y extraños. Cuando los franceses, y más tarde Carlos V -con sus tropas hispano-germanas- bajaron a destruir esta brillante civilización, estas damas excepcionales quedaron para siempre en el recuerdo de los hombres, inmortalizadas en la pintura.

Fue importantísima la actuación de los papas en la fermentación de esta atmósfera creadora, que sorprendió al mundo con sus logros. Los papas mecenas: Julio II, León X, Clemente VII, no dejaron que su alta investidura como vicarios de Cristo en la tierra interfiriese en su amor a la   —76→   belleza y al placer pagano que el siglo les ofrecía. Las ideas griegas, especialmente las del platonismo, se hacían sentir más fuertemente que la voz de los profetas hebreos. ¡Qué desilusión la de los eruditos, cuando descubrieron que el griego de la Biblia no era clásico, sino que habla sido escrito en dialecto vulgar!

La antigüedad greco-latina triunfaba momentáneamente sobre el cristianismo en decadencia. Las traducciones de las obras de los filósofos y poetas clásicos habían contagiado de humanismo la mente de aquellos hombres que habían vivido tanto tiempo bajo la férula de los dogmas y restricciones medievales. La alegría de vivir, la libre persecución del placer, el deseo de gloria e inmortalidad mundanas, estaban reemplazando al miedo al infierno y a la preocupación por el otro mundo. Los cortos intervalos reaccionarios -como los de Savonarola, en Florencia- tuvieron el efecto de revelar el contraste entre filosofías tan dispares. Ni el peligro turco ni la peste negra pudieron impedir que los italianos disfrutasen de la riqueza recientemente acumulada por sus mercaderes y banqueros.

Los crímenes por razones de estado -léase intereses de la familia reinante-, la crueldad despiadada con los enemigos, iban de la mano con la sensibilidad y refinamiento más exquisitos. Los italianos tenían algo de su contraparte mahometana. No en vano la cultura islámica había penetrado profundamente en Sicilia y Nápoles, contagiando de orientalismo a sus habitantes. Las atrocidades cometidas por los «pequeños césares» y condotieros de turno casi llegaron a superar las horribles descripciones de Procopio en su «Historia Secreta» de Bizancio. La diferencia estriba en que los eunucos no tuvieron en Italia ningún poder; aunque los generales se vendían al mejor postor. Por otra parte, tal vez Guicciardini, Maquiavelo, Vasari o Villani no tenían tanto rencor como el historiador bizantino. No obstante, quedan esas orgías de sangre como una mácula sobre la conciencia de los hombres, empañando con su recuerdo los grandes hechos artísticos y administrativos. ¿Hemos de culpar a la liberación del individuo -después de siglos de represión- o a la falta de fe de los nuevos europeos, como responsables de esta licencia bochornosa, o -como diría Maquiavelo- a la política racionalista del príncipe? Quizá debemos explicarla por la combinación de todas ellas y al   —77→   exacerbado deseo de gloria y poder. Todo esto no era sino «virtú» para Niccolo, quien en este punto pensaba como Nietzche y no como cristiano.

Eruditos y sabios de la categoría de Picco de la Mirándola, Marsilio Ficino, Poliziano, etc., adornaban con su inteligencia y su saber el simposio de los príncipes, dedicándoles sus obras en la esperanza de un generoso estipendio. Los maestros de lengua griega estaban en su apogeo, y los italianos aprendieron la lengua clásica con Calcondiles, Crisolaras, Filelfo o Argirópulos. Las traducciones de los clásicos se multiplicaban, para abastecer a un público ávido de manuscritos antiguos.

A medida que los italianos se iban enterando, a través de Tito Livio y Tácito, de la grandeza de sus antepasados romanos, desearon imitarlos y resucitar las glorias pasadas. El deseo de restaurar la República Romana fue, en Cola di Rienzo, resultado de esta idea singular. No se perdía tampoco la esperanza de repetir la magnificencia imperial. Es probable que César Borgia haya tomado su propio nombre como profético, y haya actuado consecuentemente. El enorme prestigio de los que conocían el griego y el latín se debía a esta obsesión de saber como habían vivido los antiguos.

La presencia de las ruinas, como mudos testigos de aquella histórica grandeza, estimulaba la imaginación de los romanos y comenzaba a hacerlos conscientes de la necesidad de su conservación y restauración. Anteriormente, se habían demolido centenares de palacios (el caso Brancaleone, entre otros), y se había utilizado el mármol del Coliseo y de otros monumentos para la fabricación de cal y la reparación de edificios modernos. Los humanistas protestaron escandalizados por tales actos de barbarie, y muchos comenzaron a coleccionar inscripciones, monedas, bustos y fragmentos antiguos. Los futuros arquitectos se dedicaron a la tarea de medir la planta de dichos edificios, para conocer sus proporciones y estructura. Por otra parte, las excavaciones comenzaron a dar sus frutos: aparece el Apolo del Belvedere; se descubre la tumba de la bella y misteriosa hija de Claudio.

La aristocracia, venida a menos, pretendía descender de nobles romanos, senadores y artistas de la antigüedad. Los lugares de nacimiento de Virgilio, Cátulo y otros poetas latinos se convirtieron en sitios de peregrinación, al mismo nivel que el de los santos. Comenzaron a aparecer edificios   —78→   a imitación de los antiguos palacios, y la arquitectura se benefició con la reaparición de los escritos de Vitruvio.

El descubrimiento, adquisición o copia de los manuscritos antiguos en los monasterios de Montecasino, Fulda, Sant Gallen, etc., aceleró la intensificación del humanismo en cardenales como Bibiena, Bembo y Besarión, quienes rivalizaron como coleccionistas. No se debe ignorar que la Edad Media conocía, en cierta medida, los clásicos: pero la labor de sus eruditos se limitaba a compilar fragmentos y citas, como curiosidades sin mayor trascendencia. Ahora se trataba de vivir -en la realidad- las enseñanzas de los sabios de antaño, para colaborar con el advenimiento del «uomo universale», el hombre integral que habla de cumplir con el ideal clásico de la «excelencia» en todos los campos como virtud suprema.

El máximo desarrollo de las aptitudes -tanto físicas como mentales- se manifestó, por igual, en los grandes hombres del renacimiento: Da Vinci podía manejar el pincel con la suavidad de la pluma, como también doblar una herradura con las manos; Alberti podía hacer que una moneda tocase el techo de la catedral, arrojándola con increíble fuerza. Otros, como Benvenuto Cellini, eran espadachines, atletas y jinetes consumados. La perfecta armonía entre lo apolíneo y lo dionisíaco, la realización de «areté» y «kalokagatias» de los griegos, era la cima donde se pretendía llegar. Los hombres del renacimiento, sin sospecharlo, llegaron mucho más allá: crearon el hombre moderno.

Asunción, 1976



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ArribaAbajo«Rojo y negro»: el espejo de Stendhal

La visión de Francia que se refleja «como en un espejo llevado a través de los caminos» en Rojo y Negro, constituye la amarga verdad de una novela que se destaca por su lucidez y su ausencia absoluta de concesiones.

En aquel ambiente provinciano, donde la opinión pública reina despóticamente, la utilidad es el criterio último de las cosas, la medida de lo real. La belleza del paisaje se considera sólo en relación con el turismo. La respetabilidad procede de la propiedad inmobiliaria y el dinero, los cuales conducen a los cargos públicos y a los honores ciudadanos. Stendhal no oculta su desprecio por el carácter mezquino del pequeño-burgués de provincias; la hipocresía de los clérigos y la vacía soberbia de los nobles preocupados por sus títulos y agobiados por sus genealogías. En aquella «Caldera del Diablo» las apariencias lo son todo. El que desee surgir desde abajo deberá luchar por memorizar sus latines, y vivir obsesionado por conseguir un traje pasable (para presentarse en sociedad). Es imprescindible un protector influyente, y una hipocresía a toda prueba.

La gente del villorio está dividida en multitud de partidos y tendencias políticas antagónicas: bonapartistas, legitimistas, jacobinos, liberales, papistas, etc. El equilibrio de las fuerzas sociales es precario, y se quiebra constantemente en favor de los poderosos terratenientes. La autoridad del Rey, el clero y los nobles se ejerce a través de una burocracia insolente y voraz. El burgués Valenod se enriquece a expensas de un asilo de huérfanos. Por otra parte, la explotación de los campesinos es despiadada.

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Julien Sorel, hijo de un carpintero, agraciado por la naturaleza con una bella figura y una sorprendente memoria, pretende -con su conocimiento del latín- elevarse por sobre su humilde condición, impulsado por una ambición sin límites. La esposa del alcalde del pueblo -la púdica Luisa- le servirá como trampolín para escalar Posiciones más ventajosas, al convertirse en su amante.

Nuestro héroe, como seminarista, se destaca por su celo en los estudios, concitando la envidia de sus mediocres camaradas. El Marqués de la Mole lo lleva, finalmente, como secretario suyo a París. La primera etapa de la liberación de Julián ha sido lograda. Ha dejado atrás la inercia retrógada de su pueblo y se encuentra ahora en la gran ciudad. Asistimos a los hechos que lo precipitaron a su terrible fin: la decapitación. La sociedad se vengará -con esta sentencia- del desprecio que Sorel había tenido hacia sus rígidas normas de casta, y de su intento de rebelión contra los sagrados convencionalismos del «establishment».

Dios, el Rey, la propiedad, el clero, son los sublimes valores de la existencia en aquella época, los pilares de la sociedad francesa del siglo. Los liberales, menos conservadores, también temen la revolución. Todos viven con el temor de ser asesinados por sus criados o guillotinados por los socialistas. Esta sociedad desprecia a sus sabios y deja morir de hambre a sus artistas. El pueblo analfabeto e insensible vive encandilado por la pompa de las ceremonias civiles y religiosas, permaneciendo sordo al llamado de los reformadores sociales, que bregan por redimirlos de la miseria.

El paso de Sorel por la casa del Sr. de Rénnes -como preceptor de sus hijos-, su corta estancia en el seminario de Besancon (donde se aprende a hablar con el tono dulzón, la mirada paternal y los gestos estudiados de los clérigos), son la «escuela sentimental» donde se educará, antes de entrar al servicio del Marqués y seducir a su hija Matilde. El ambicioso joven aprende en los salones de París a controlar sus sentimientos y a no traicionar sus ideas humanistas. El fingimiento, el cálculo despiadado y la artificialidad echarán a perder -finalmente- su joven corazón.

En cuanto a las heroínas Luisa y Matilde, ambas son representantes genuinas de su clase social. Burguesa de   —81→   provincias, la primera; aristócrata la segunda. Para Luisa, la religión, la fidelidad y la inocencia mundana son la base de un carácter forjado en un convento de monjas. Matilde, en cambio, lee a Rousseau y Voltaire, desprecia la prudencia y el recato de los burgueses, poniendo por encima de todo el orgullo del nacimiento y la aspiración a los hechos heroicos.

Julián no comprende que el hecho de poseer una vasta fortuna y un ilustre apellido justifiquen la mediocridad y la incapacidad de sus poseedores. La manifiesta nulidad y «maquiavelismo» de algunos personajes es descrita en algunos pasajes con el prodigioso ingenio satírico de Stendhal. Tal la imagen proyectada por el abad jansenista, la descripción de la brutalidad campesina y la insensibilidad de la mayoría de los caracteres. El novelista no oculta su disgusto hacia una aristocracia que no duda un momento en traicionar a Francia, conspirando con las potencias extranjeras, con tal de mantener sus privilegios y conservar el poder. En suma, la novela es una relación veraz de los sucesos que ensombrecieron toda una época de la historia de Europa y que iban a desembocar en una serie de hechos de consecuencias insospechadas.

Asunción, 1976



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ArribaAbajoLa abstracción geométrica en la plástica paraguaya

Voy a referirme a un período muy importante de la plástica de mi país -aquella en que aparece la abstracción geométrica-, porque señaló el rompimiento total con formas de expresión hasta entonces vigentes, y fue el inicio de un cuestionamiento sobre si el nuevo estilo podía reflejar, o no, lo latinoamericano y lo autóctono con legitimidad.

Hasta hace relativamente poco tiempo, se esgrimía contra los artistas abstractos, y en especial contra los geométricos de la línea «dura», el conocido argumento de que «no reflejaban la realidad latinoamericana», la crisis social que les tocaba vivir. Los pintores y escultores del momento -de acuerdo con esta limitante y tautológica concepción estética- debían contentarse con reflejar pasivamente la «realidad» de su entorno subdesarrollado: la obra de arte debía ser un fiel reflejo de su circunstancia.

Los que acusaban a los pioneros de esta tendencia -aparecida a mediados del 60- de «vacíos e inoperantes formalismos», no eran conscientes de que se comenzaban a vislumbrar los inicios de una industrialización, y que los medios masivos de comunicación ya estaban universalizando los lenguajes artísticos, influyendo en las concepciones localistas. Era obvio que los artistas más avanzados se mostraban sensibles a la racionalización que traía consigo el avance tecnológico.

Los artistas que optaron por el nuevo estilo se rebelaron contra esa actitud -postulada por sus colegas figurativos-   —84→   que les negaba la posibilidad de una actividad creadora productiva, pretendiendo que la labor estética se refiriese «literalmente» al contexto social, convirtiéndolo en objeto de su temática.

El público no pudo o no quiso comprender que la nueva modalidad se inscribía dentro de aquella famosa alternativa mencionada por Maldonado, refiriéndose a la estética de Max Bill: «ante la alternativa -hoy ineludible- de expresar la crisis o la construcción, Max Bill, espíritu vitalmente constructivo, ha preferido el segundo camino; toma partido por el arte que sirve a las fuerzas constructivas, y se aparta del que sólo refleja la actual situación caótica».

Por otra parte, se podría también postular que la aparición del arte geométrico en latinoamérica era la respuesta de ciertas sensibilidades al barroquismo de los lenguajes verbales y no-verbales de la tradición hispánica (discursos, sermones, arquitectura, etc.)

La concepción del mundo que planteaban los pioneros del arte geométrico, en sus principios, rebasaba -como sabemos- lo puramente artístico. En este sentido, mostraban la influencia del neoplasticismo holandés y del suprematismo ruso. La concepción moral, casi calvinista de Mondrian, sumaba a la exaltación casi mística de Malevich, había dejado sus huellas en el espíritu de las jóvenes generaciones.

No olvidemos que los revolucionarios en ciernes pretendían transformar el mundo y afectar «desde el diseño de las tazas de café hasta la urbanización de las ciudades futuras». Por otra parte, se creían revolucionarios porque estaban convencidos que la geometría revelaba lo oculto, lo reprimido, lo que oscurecía el significado, mostrando -a través de la obra de arte- la verdadera y fundamental estructura del mundo. El neo-plasticismo quería advertirnos que la verdadera realidad no era la que aparecía ante nuestros sentidos. El arte del pasado, según Mondrian, fingía mostrar la «realidad» pero, al contrario, la ocultaba. No presentaba con claridad los procesos subyacentes oscurecidos por el figurativismo. La claridad de la función de la estructura estaba -según él- en proporción al grado de abstracción. Se trataba, pues, a través del arte abstracto, de «desalienar la visión» y volverla completamente objetiva. En eso consistía, en última instancia, el «Nuevo Realismo».

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Las implicaciones morales estaban latentes en dicha teoría: Si el arte era la afirmación estética de la vida completa -unidad y equilibrio de los opuestos- «libres de toda opresión» era obvio que, en la vida real, se debían instaurar estos principios, tratando de obtener la paz, la armonía y el equilibrio sociales. Su finalidad: la liberación de los medios -fueran éstos económicos o plásticos-, sería fundamental para la aparición de un Nuevo Humanismo. Debía enseñarse a combatir la opresión.

Es necesario mencionar que, a pesar de los manifiestos, los geométricos que estamos analizando no construyeron una plástica totalmente «pura».

Sabemos que esta pretendida «pureza» estaba contaminada -temáticamente- por la ciencia nueva: la física de Einstein, las geometrías no-euclidianas, la teoría de los «quanta». Algunos textos de los manifiestos neoplasticistas, por ejemplo, parecen sacados de obras sobre matemáticas, escritas por Poincaré. Por otra parte, el tema, especialmente en los llamados «concretos» parte, muchas veces, de fórmulas o ecuaciones algebraicas. En otro sentido, analizando el medio sociocultural en que se encontraba inmerso el artista geométrico, se descubre que las influencias constructivistas y neoplasticistas llegan -a través del Bauhaus- a las escuelas de arquitectura antes que a las academias de Bellas Artes. No es pues de extrañar que, en el Paraguay, la mayoría de los artistas que adoptaron esta tendencia surgieran de dichas facultades.

Las escuelas de Bellas Artes eran el baluarte de la tradición académico-realista. Los jóvenes que deseaban tener acceso a las nuevas formas de expresión abandonaban sus aulas para ingresar en las de arquitectura. Se propugnaba, entre otras cosas, «la devaluación absoluta de la tradición, y la revelación de toda la farsa del lirismo».

No en vano hemos mencionado la influencia de los arquitectos (Gropius, Van der Rohe, etc.) en la génesis de la actitud constructiva de los artistas de aquella época. «La liberación de los factores opresivos -leemos en un manifiesto- se muestra claramente en el desarrollo de la arquitectura». El arte no debe estar separado del medio circundante.

Comprendemos, ahora, que la postura de Mondrian era dogmática y absolutista. Su rompimiento con su colega Van Doesburg, por haber éste osado inclinar a 45º la relación   —86→   inmutable vertical-horizontal de 90º, nos lo demuestra fehacientemente. El lenguaje unívoco propugnado por él era en cierto sentido una utopía. La múltiple determinación de los códigos artísticos y la polisemia concomitante llevan siempre a una apertura y rompimiento de la «forma cerrada» en los que postulan un lenguaje definitivo en el arte.

Los artistas geométricos -atentos al dinamismo- superaron con el tiempo el «impasse», apelando al cinetismo. El movimiento, sea éste virtual o real, era la principal preocupación de los herederos de la plástica pura. Si bien los precursores habían clarificado los medios de expresión, los habían mostrado «al desnudo», haciendo manifiesto lo latente -como dirían los sicoanalistas-, no habían agotado las posibilidades ni hecho imposible la superación de la plástica pura. El desarrollo posterior de la tendencia en cinetismo, estética de grupo, arte programado, etc., lo demuestra.

El ejemplo más conocido está dado por los latinoamericanos de la escuela cinética residentes en París. Estos, como ya lo han afirmado historiadores y críticos de arte, constituyen uno de los más originales aportes latinoamericanos al arte universal. Las obras del paraguayo Careaga, del venezolano Soto, del argentino Le Parc y de otros artistas de nuestro continente, muestran que el cinetismo no ha agotado aún todas sus posibilidades y promete a través de los últimos avances tecnológicos (láser, holografía, computación) llevar todavía más lejos sus originales propuestas visuales.

Asunción, 1978



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ArribaAbajoEntorno a «Lucha hasta el alba» de Augusto Roa Bastos

En el prólogo que acompaña al cuento «Lucha hasta el alba» Roa Bastos hace notar que esta narración fue la primera surgida de su pluma. La confesión no debe ser tomada al pie de la letra. Aunque la idea original -la historia de Jacob- constituya la base de la versión final, es indudable que los demás elementos la señalan como emparentada con «Yo el Suprerno» antes que con los cuentos de «El trueno entre las hojas». El relato reapareció hacia 1968, durante la recopilación de su obra magna.

Según el autor la obra es una «restauración» en el sentido pictórico del término (no es fortuito el hecho de que el viejo manuscrito se encontrara perdido entre las páginas del «Tratado de la pintura» de Leonardo). No obstante, como su concepción formal no concuerda con la sensibilidad barroca de sus primeros cuentos y la utilización de mitos indígenas -como el de las Woro, de los Mak'a (estudiados por Belaieff), además de varias alusiones a «El Supremo» en secuencias relacionadas con el «Karaí-guasú»- son de data reciente, nos parece que en vez de una «restauración» se podría hablar de una recreación casi total del manuscrito original.

El hecho de que el manuscrito estuviera roto, casi ilegible, y que le faltaran dos páginas -como lo asevera el mismo autor- quizá obligara a éste reescribirlo totalmente, a la luz de sus nuevos hallazgos temáticos y estilísticos. El mito indígena del «tigre azul» y la cosmogonía de los Nivaklé ya habían sido perfectamente integrados en el texto   —88→   de «Yo el Supremo» a la manera en que lo iba a ser el de los Mak'a, con su alusión a los cinturones de luciérnagas. Utilizando el símil de la pintura, al que apelara Roa, se podría imaginar lo que hubiera sucedido si Da Vinci -al retocar una de sus madonas inconclusas- hubiera terminado pintando «La Gioconda».

Esto es exactamente lo que sucedió con «Lucha hasta el alba». Del intento de restaurar la paráfrasis de un texto del Génesis bíblico surgió una obra maestra de la narrativa, resultado de más de treinta años de maduración. De allí que, lejos de ser una curiosidad museográfica -como modestamente la considera el autor en el prólogo mencionado- sea, más bien, la cumbre del arte narrativo de Roa Bastos: una perfecta amalgama y síntesis de lo mítico, lo bíblico y lo autobiográfico.

Trataremos, en esta breve nota, de señalar algunas características fundamentales del cuento, utilizando los indicios suministrados por el escritor y examinando el sentido profundo de los mitos empleados en el contexto de la narración.

El hecho de que el hallazgo de los amarillentos papeles haya representado para Roa «la prueba de un doble parricidio, al menos simbólico; cuerpo del delito más que cuento; vestigio de una pesadilla más que historia vivida», nos conduce hacia una de las claves del relato. En efecto, la historia de Jacob, anti-héroe del cuento, es la historia del rebelde, de aquel que -como su doble bíblico- llega, aún herido, a triunfar sobre el ángel de Dios. El «ángel vampiro» que lo asalta en medio de la noche y lo clava con sus garras parece simbolizar no sólo al padre sino también al Dictador Francia. Cuando Jacob -después de deshacerse del cuerpo de su atacante- descubre que la piedra contra la que ha tropezado es, en realidad, la cabeza decapitada de su contrincante, la toma entre sus manos y, estupefacto, descubre en sus rasgos, ya la cabeza de su padre, ya la de «El Supremo». La cadera descoyuntada por el golpe del ángel le convence de que si lo ocurrido es un sueño, tendrá que ser de una clase muy especial. Y entonces comprende que este sueño suyo -distinto del de los hombres comunes (como el sueño de un «samán»)- es la única clase de verdad que le está permitido contemplar.

He aquí, a nuestro juicio, representado el destino del creador y del artista: del que ha estado en Phanuel, del   —89→   «que-ha-visto-la-faz-de-Dios» y, sin embargo, vive como un mendigo entre los Hombres: como un hermano que no puede olvidar que él y el otro (como los mellizos) son casi la misma sustancia, pero distintos. Es la lucha contra el «Desconocido», contra el destino ineluctable de una vocación que, al combatir a Dios, libera el alma en el combate. El peregrino de lo absoluto llega -como en una pesadilla -a la encrucijada Manhanaim-Tapé Mokói, donde la fuerza del hombre (ayudado por el peso de la noche) se mostrará superior a la del ángel. Este combate singular es también la lucha nocturna del escritor con sus fantasmas, con los personajes de su imaginación. En el caso de Roa se nota la pugna -casi obsesiva- del autor con su personaje favorito: «El Supremo». Varios párrafos de la obra lo mencionan, y aún nos parece que al estrangular al «ángel-demonio», el protagonista Jacob-Roa no hace sino liberarse del Dictador, decapitándolo. La obsesión persecutoria acaba así en el «doble parricidio» al que aludiera el autor. Se observan además en este cuento, algunos «mitemas», recurrentes en la narrativa del escritor: el hijo más viejo que su padre; el encogimiento (enfetamiento) de los muertos; el olvido, que es más «sabio» que el recuerdo.

El antiguo mito de los mellizos, común a casi todas las culturas, es utilizado por Roa con gran sabiduría y versatilidad. Ya se hable entre los griegos de la pareja Cástor-Pólux; entre los Apapokuva, de Ñanderykey-Tyvyryi; o entre los semitas, de Esaú-Jacob, el sentido del mito es básicamente el mismo: la lucha por el derecho de primogenitura, la rivalidad con el padre y el hermano, la crisis de identidad de los que nacen juntos porque sus almas están mezcladas. Uno de ellos -por lo general- es el preferido del padre, el otro de la madre. Esaú es velludo -según la Biblia-: algo tocado y contrahecho -según el cuento. El mito de los Gemelos (que tiene que ver con la concepción binaria de las almas y la doble cópula) es quizá también una metáfora de la condición del mestizo, lugar en que se mezclan y fusionan dos culturas: la española y la indígena. Roa Bastos estaría aludiendo, de alguna manera, a la idiosincracia del paraguayo, a su peculiar dicotomía; a ese ser dividido entre dos alternativas igualmente poderosas aunque, esencialmente, antagónicas. En relación con la cosmovisión de esas dos culturas antitéticas y dialécticamente relacionadas, tendría que contemplarse el tratamiento doble que se da al tiempo   —90→   y al espacio en la obra de Roa Bastos. Por un lado, se construye el tiempo-espacio «mítico» (sagrado y metahistórico) por el otro el tiempo-espacio «real» (profano e histórico). Ambos sistemas se entrecruzan y fertilizan mutuamente en el transcurso del relato, produciéndose estados mixtos, a veces paralelos, que crean distintos planos de «credibilidad» en la mente del lector. La narración oscila, continuamente, entre ambos mundos, en el misterioso umbral que separa «lo de arriba» de «lo de abajo». Todo esto colabora a la instauración del tiempo mítico -del siempre-, en el «aquí» y el «ahora» históricos.

Los personajes del relato y los del Génesis se superponen, sin ser nunca exactamente los mismos. El escritor ha trabajado el mito con entera libertad, dándole un sesgo autobiográfico al situarlo en el ingenio azucarero de Iturbe, donde transcurrió su infancia.

La regresión a la infancia (o el sentido de la pérdida de ésta) y las metamorfosis son características de lo mítico. Tal vez -como el Miguel Vera, de «Hijo de Hombre»- Roa no sólo esté reviviendo los recuerdos de su infancia, sino -a través del cuento- expiándolos.

Cuando, hacia el final del cuento, Jacob -nacido en Manorá- es repudiado por el rabino Zacarías, del pueblecito de Nazareth (quien no lo reconoce como al elegido de Dios), nos acordamos de los obstáculos que el Jacob de la Biblia tuvo que vencer en su largo viaje hacia la tierra prometida. El proteico personaje de nuestra historia envejecerá prematuramente después de la hazaña suprema, asediado por el peso de su inmenso destino.

En cuanto al escritor y al «tocado por la mano del ángel», ambos están en la misma situación que la del pueblo elegido. Su destino y el de la humanidad, al final, se confunden. Por esta razón, «Lucha hasta el alba» es al mismo tiempo cuento y «cuerpo del delito», testimonio y prueba de un parricidio, semejante a aquel que menciona Freud en relación a Moisés y a la obra de Dostoyevsky: el que en tiempos primitivos liberó al hombre de la autoridad despótica del padre -o jefe de la horda- e instauró el reinado de la libertad y la igualdad.

Asunción, 1979



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ArribaAbajoPoética de la traducción creadora

A propósito de la traducción de poemas de Cavafy,

Seferis y Elytis, realizadas por el autor y

Carlos Villagra Marsal.

La poética a la que nos hemos ceñido en la traducción de estos poemas procede de Ezra Pound y puede definirse como la práctica de la «traducción creadora». Consiste en considerar el ejercicio de la traducción como una forma de arte, no como una trasposición literal del modelo. Ya en la Edad Media, Chaucer -«le grand translateur»- nos brindó un magnífico ejemplo al traducir «ars longa, vita brevis» por «The life so short, the craft so long to learne», mejorando considerablemente el dictum latino. Esta teoría y praxis de la traducción han hecho posible la aparición de versiones «superiores» al original: Es el caso -tantas veces citado- de las Rubaiyatas de Omar Khayam vertidas del persa al inglés por Fitzgerald y las traducciones de la poesía de Poe realizadas por Baudelaire. Ambos poetas son considerados inferiores en persa y en inglés, sus respectivas lenguas maternas. Por supuesto que cuando se traduce de una lengua muerta la libertad es mayor, por lo cual Borges -en un ensayo sobre las versiones homéricas- afirma que Pope y Lawrence pudieron recrear la Odisea con mayor facilidad que si hubiesen traducido una obra contemporánea. Según Borges, la creencia en la inferioridad de las traducciones es una superstición sustentada en el consabido adagio italiano «traduttore, tradittore». Esto se debe a que no existe «el texto poético definitivo»; por tanto, cabe siempre la posibilidad de una nueva interpretación creadora. Pero antes que nada hay que ser un   —92→   buen poeta y comulgar de alguna manera con el espíritu del autor a ser traducido. No cualquiera puede traducir «Las Bodas del Cielo y el Infierno» de Blake como lo ha hecho Pablo Neruda, ni dar una versión tan peculiar de Walt Whitman como la lograda por León Felipe.

En cuanto a los ejemplos suministrados por el mismo Pound para ilustrar su punto de vista estético, son numerosos: sus traducciones de Sófocles, de Propercio, de Cavalcanti, de Confucio, incluyendo «The Seafarer» del anglosajón, nos señalan el camino. Nosotros nos hemos basado, principalmente, en el concepto de «recreación» que supone el poema con que se inicia su obra «A Draft of XXX Cantos». En efecto, el Canto I no es sino una traducción al inglés -en verso libre- de una versión latina del siglo XVI basada, a su vez, en la griega original: El Canto o Rapsodia XI de la Odisea. Lo que se intenta aquí es una concentración mayor de aquello que se ha dado en llamar la «melopea», para encontrar la equivalencia rítmica que corresponda con exactitud al matiz emotivo expresado en el verso original. Uno de los argumentos de Pound en favor de este sistema consiste en su creencia en la universalidad de la cultura grecolatina dentro de la tradición literaria occidental; en otras palabras, las posibilidades de hallar equivalencias poéticas dentro de una misma cultura son mayores para el traductor en potencia. De la «melopea» diremos que es aquello que caracteriza a un poema en el cual las palabras están cargadas -además de su significado- de alguna propiedad musical, que dirige la tendencia u orientación de aquel significado. Así la define Pound en «El Arte de la Poesía».

Es indudable que, para captar la melopea de estos poetas griegos, es imprescindible haber escuchado el aliento del mar. Tanto en Homero como en Cavafy, Seferis y Elytis se descubre en todo momento -como un «basso ostinato»la omnipresencia del mar; la cadencia incesante de las olas del «vinoso Ponto», el «Thalatta» de los helenos del Anábasis. El eterno diálogo entre el hombre mediterráneo y el mar -símbolo de la condición humana- está también presente en un Saint John Perse cuando habla de «la Mar en nosotros tejida» o en el verso de Paul Valéry «El mar, el mar, sin cesar empezando» de «Le Cimetiére Marine».

La modalidad literaria de la traducción que hemos aplicado a estos poemas no implica el abandono de las otras características del verso, tales la «fanopea» y la «logopea»,   —93→   la primera entendida como proyección de formas sobre la imaginación visual y la segunda como el contexto que esperamos encontrar en la palabra poética. Ninguno de estos elementos ha sido descuidado en nuestra versión castellana. Por otra parte, aunque estos autores son modernos, se escucha -constantemente aludida- la profunda voz de los antiguos, entre ellos la de Arquíloco de Paros y Alceo de Lesbos. No en vano Elytis procede de Mitylene. La continuidad de la tradición -pasando por los períodos Alejandrino, Romano y Bizantino, hasta desembocar en nuestros días- queda así asegurada.

En cuanto a los temas, son actuales: Como Ulises, vagamos hacia nuestra ansiada Ithaca, a la cual algún día hemos de arribar, después de innumerables postergaciones. Sentimos también la nostalgia por la pérdida de ese mundo «bárbaro», incontaminado, que ha desaparecido para siempre. Algunos poemas son meditaciones sobre los sentimientos que engendra el poder despótico; otros, sobre las perplejidades de la juventud, la dilapidación de la vida y la belleza. No faltan las alusiones -autobiográficas- al poeta que versifica en el exilio, despreciado por los políticos y los cortesanos. Tampoco está ausente el deseo de recuperar esa Edad Heroica, donde los mitos reinaban soberanos y el interminable peregrinaje del hombre hacia su destino debla realizarse sobre las espaldas de esa «gran soledad oscura»: El Mar que, como la Justicia, es el guardián de la Eternidad.

Asunción, 1980



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ArribaAbajoLa poesía heráldica de Villagra Marsal

«Por eso, Carlos Villagra Marsal, yo, más que un breve comentarista de tu libro de poemas, hubiese querido ser un Rey de Armas para blasonar tu escudo puro y limpio».


Ricardo Mazó                


Hay una poesía -que podríamos llamar «heráldica»- donde la preocupación esencial del poeta tiene que ver con el honor y la dignidad del hombre. A esta clase de poesía pertenece la de Carlos Villagra Marsal. Un poeta de «varonía», donde las virtudes del caballero se manifiestan a través de la palabra militante en defensa del oprimido por la injusticia, en una lucha constante por instaurar la libertad. Esa libertad que es cantada en una de las mejores estrofas de su «Carta a Simón Bolívar» con épica entonación:


La libertad,
pétalo del mundo,
antiguo corazón del hombre,
aroma de plata entre las constelaciones,
madrugada sin tiempo,
enceguecedora columna en el océano
y a la eminente
sobre el claro territorio de tu América y la mía.

La heráldica también se refiere al linaje y al abolengo, y a la manera en que las virtudes de raigambre ancestral se perpetúan en los descendientes de una estirpe. De allí que cuando Villagra Marsal recuerda a su bisabuelo lanceado en Tujutí o a otros miembros de su familia (Atilio), que   —96→   cayó bajo las balas con el torso destrozado; Américo, (el capitán), no sólo está haciendo la crónica de los Villagra y sus vicisitudes dentro de la historia patria -como gestas de la sangre- sino también tratando de salvar, a favor de los «violadores del tiempo» las virtudes de una aristocracia del espíritu, hoy casi totalmente desaparecidas.

En ese largo poema -que se despliega como un fresco sobre un tiempo irrecobrable- (y que da su nombre al libro) asistimos al desfile grave y noble de los antepasados:


... y mi abuelo, cernida frente hidalga,
poncho calamaco, silla inglesa
y un galope corto de su malacara,
rumbo a la capuera en San Blas,
y la invocación de su padre
con el muslo atravesado por la lanza del kambá
en Tujutí,
y la Dama de blanco
que aparece al costado
del mojinete
de la casa de Piribebuy
siempre que está por sucederle una desgracia
a los Villagra...

Hemos dicho que el poeta de «Guaranía del Desvelado» tiene una honda preocupación por la justicia: utiliza el «azur» -su símbolo heráldico- en versos de rebeldía política, y encuentra en el halcón, el tigre y el león los elementos necesarios para configurar su semántica. En efecto, si la heráldica -en palabras de un conocido experto- nace de la «necesidad del espíritu de crear formas estéticas cargadas de un determinado sentido simbólico», es indudable que Villagra Marsal, al referirse al halcón y al vuelo intocable del mismo (aparte de la cita del Cid y de Góngora en relación con las alcándaras), nos están dando una de las claves de su poética:


La luz arriba
sin nadie,
salvo tu vuelo
intocable.
Suelto de alcándara,
de cascabel y guante,
libre del cuero
..............

  —97→  

Y conste que no nos estamos refiriendo aquí a la heráldica en su sentido superficial y decorativo (cuarteles, brisuras, manteletes) sino en su sentido profundo -alquímico, como diría Jung- o, como lo presintiera Rimbaud, en su hipóstasis del verbo. Aquí hay dos niveles de interpretación: el halcón es, por un lado, el ave heráldica por excelencia, la que acompaña, al caballero en cacería, la que vuela alta y veloz hacia su presa, significando la fuerza y el coraje del guerrero («pico que trae el nítido lucero»), pero también es el símbolo del remoto e inalcanzable ideal del poeta; aquello que para Rilke estaba corporeizado en la rosa. De allí los versos:


Y yo te creo
certero halcón del aire
grávidamente azul
nítido y distante.

El halcón es además -como el «jaguar herido» del poema «Lucha»-, una figura del tiempo inasible; de la nada y de la eternidad en el sentido que da Borges a estas palabras y que Villagra comparte en su soneto:


Desde un sobrado al viento se procura
hender el tiempo, ya jaguar herido,
mientras el alma prende su latido,
trozo de nada en lucha con la altura.

Y es el «escandido rigor de Borges» -como nos lo dice el mismo Villagra- el que se vislumbra en algunos de los versos más lúcidos de Guaranía del Desvelado: «la segura y minuciosa asunción de la noche», -la inminencia del tigre», «la tiniebla abstracta y el agua unánime» son expresiones de una sensibilidad similar en cuanto a esa búsqueda, aquella pesca «en el río del olvido» de que nos habla el poeta de Lucha. Este mismo poema -que por momentos nos remite a Dante, a Quevedo y a Gonzalo Rojas con su «tiempo como una pesadilla indescifrable»- está íntimamente ligado a «Cacería». Al cazador que rastrea en la noche inmemorial «la pisada sin tigre y el olor sin venado», es decir, al hombre que peregrina en busca de lo absoluto.

Hay, a mi juicio, dos vertientes fundamentales en la poesía de Villagra Marsal, patentes en su Guaranía del Desvelado. Por un lado, un recuento genealógico de sucesos   —98→   históricos, relacionados con ideales de justicia, hombría y libertad. Por el otro, una preocupación -menos épica y más personal- por el problema metafísico del tiempo y, en última instancia, de la condición humana (muy bien simbolizada por aquel pasajero insomne que viaja en el último vagón de un tren hacia la oscura estación de Tablada, el cual tiene su inspiración en un poema de José María Gómez Sanjurjo). Villagra, después de referirnos que comparte el vino y la amistad con el amigo poeta, escribe:


De repente, un doble silbo
corta el viento y la noche y- la sala:
es el breve tren
local que lentamente pasa,
camino a sus oscuras estaciones:
Luque, Botánico, Tablada.
No me cuesta imaginar un pasajero
en el antiguo traqueteo de esa máquina;
viajero que regresa como en sueños,
con un cansancio impasible en la mirada,
a solas en el último vagón,
solo con su pobreza y con su ánima.

Y ese mismo insomnio que envuelve al poeta de Guaranía del Desvelado lo lleva al «racconto», casi cinematográfico, de toda una vida (sus viajes, sus experiencias infantiles, sus amigos, sus maestros, sus parientes) en un intento de redondear una existencia, de hacer la síntesis final de una vida que ha asumido su destino poético con dignidad y valor. El poema final del libro, «La Alcándara» es (como Ithaca para Odiseo) el puerto definitivo al que arriba el peregrino de lo absoluto, el castillo al que retorna el caballero andante. El poeta, después de comparar su casa con una dama espléndida, exclama:



Y bien, alcándara, mi casa,
ya he dormido contigo.
Hoy estás trajinada y vestida de mis hijos;
hemos poblado
tu piso rojo
y tus duras madererías olorosas,
la luz furiosa
que tus tapias consienten o rechazan
y el lento giro constelado
—99→
en el cielo cabal de tu terraza,
la postura solar de tus sillares
y tus antiguas lámparas,
el chorro puro de tus cantarillas
y las gentiles sombras de tu patio.

Este es el lugar donde -para decirlo en versos del trovador Guillermo de Aquitania- «los amigos han tenido alegría y solaz». El sentido heráldico de la «casa-fortaleza» queda así patente; y en el blasón de Villagra Marsal ocupa -como una torre- su lugar junto al halcón, y al «jhavía corochiré», que canta en su jardín de albajaca y jazmín Paraguay.

Asunción, 1980





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ArribaEpílogo del autor

«Los cuentos son mitos en miniatura»


Lévi - Strauss                


Me gustaría que estos cuentos que -por falta de otro nombre- podríamos calificar como de «anticipación», fueran más bien considerados como una sátira humorística a la alienación que los sistemas actuales quieren justificar en nombre de una tecnología que se basa en el consumo compulsivo. Preferiría, mejor, que se los clasificase como una forma de ficción especulativa -como fueron los relatos de Jonathan Swift- los cuales a fuerza de ser expurgados por sus críticas a la sociedad, convirtiéronse finalmente en cuentos para niños. ¿Qué otra cosa podía sucederle a una obra que mencionaba -como deporte favorito de Liliput- el arte de bailar sobre la cuerda floja, ejercicio practicado sólo por los candidatos a posiciones gubernamentales? Nada podría retratar mejor a los políticos de todas las épocas.

Sin duda alguna, los mundos fantásticos del genial humanista son en realidad «distopías», es decir utopías negativas. La orientación de mis cuentos sigue esta tendencia iniciada por el autor de los Viajes de Gulliver. Por otra parte, suscribo la idea de Borges sobre la literatura fantástica cuando afirma que la Summa Teológica de Santo Tomás, o el Apocalipsis de San Juan, son formas de la Ciencia-Ficción. No debe extrañar, entonces, que uno de mis relatos se inicie con una cita del último libro de la Biblia.

Los grandes mitos de todos los tiempos, como el de Adán y la venida del Milenio, me han servido -por igual- para dos de los relatos incluidos. Me refiero aquí al mito en el sentido platónico del término: como alegoría o como parábola. Las imágenes y formas arquetípicas que subyacen bajo la superestructura de la civilización actual constituyen la esencia de algunas de estas ficciones. Mis inclinaciones -en cuanto a teoría de la literatura- son, pues, favorables a Northrop Frye, más que a las de los modelos puramente estructuralistas. Acepto -con Todorov- que «los acontecimientos relatados por un texto literario, así como los personajes, son interiores al texto». Pero, por otro lado, hay que tener en cuenta que -como él lo dice, más adelante- «negar de hecho a la literatura todo carácter representativo, es confundir la referencia con el referente, la aptitud para denotar los objetos con los objetos mismos». De allí que los cuentos de este libro -en especial los seis   —102→   primeros-, aunque se inscriben en cierta corriente de la llamada literatura Fantástica, se refieren, sin embargo, a hechos del presente vistos desde una perspectiva futura. Es decir, trato de mostrar las consecuencias que se derivarían de las circunstancias actuales, si este mundo alineado en que vivimos no cambiara y se transformase en algo verdaderamente habitable. A esta tendencia se le ha dado también el nombre de Literatura Apocalíptica; es, a mi juicio, importante adoptar esta actitud crítica en una época en que el fuego que Prometeo robó al cielo sólo es usado para incinerar libros, periódicos o revistas que critican al «establishment», contribuyendo, de paso, a la polución reinante. En este sentido, estos cuentos también son ecológicos. En uno de ellos coloco el Paraíso Terrenal en nuestro medio (como lo hicieron los guaraníes). La «tierra prometida» se encuentra, pues, aquí y no en otra parte.

El tema de «El Caminante Solitario» (en homenaje a Bradbury, quien se niega a poseer automóvil) es una contra-utopía que plantea lo que podría suceder si fallase la tecnología en una sociedad que dependiese enteramente de las máquinas. También se refiere a la violación de la intimidad de los ciudadanos por el espionaje estatal. En «Reflexiones de un Robot» -inspirado en Asimov-, un sobreviviente de la catástrofe final juzga a los hombres desde el punto de vista de un ser que ya no se considera una máquina, y que no es sino una caricatura de su hacedor. Relacionado con el anterior se halla «El Fin de los Sueños», que denuncia las cualidades hipnóticas de la TV y en contraposición a ella defiende el poder casi cabalístico del verbo, de la palabra poética como dadora de sentido y como vibración mágica que sostiene al mundo. En «La Canción del Hidrógeno» que se hubiera podido llamar «La Música de las Esferas» sitúo paradójicamente (al estilo de Pascal) la breve vida del hombre como solitario acorde musical en la inmensa sinfonía de la catedral del universo. Esta espléndida «cantata»generada por las radiaciones de los átomos de Hidrógeno en el corazón de millones de galaxias, nos da la verdadera medida de la especie que, a pesar de sus limitaciones, pretende alcanzar -algún día- la inmortalidad. Como se ha dicho que «los poetas son las antenas de la raza», sostengo que a ellos corresponde descifrar la inefable melodía -mensaje de las estrellas-, y no a los radiotelescopios de los aficionados. Un gran poeta griego de la antigüedad fue el que -a mi juicio-, junto con Nicolás de Cusa, mejor definió nuestro universo; lo hizo así: «Este cosmos, el mismo para todos, no fue hecho ni por dioses ni por hombres, sino que existió siempre, y es, y seguirá siendo, un fuego eternamente vivo, encendiéndose de acuerdo con estrictas leyes, y extinguiéndose con estricta medida». Aunque lo llamaron «el oscuro» fue, quizá, el más moderno y el más lúcido de los poetas filósofos.

Se me reprochará, tal vez, haber utilizado en dos de los relatos las teorías de Freud. A los que se opongan al sicoanálisis les hacemos   —103→   recordar -con Marie Langer- que dicha doctrina en sus comienzos fue considerada como ciencia-ficción. Y volviendo a Heráclito -en relación con «El Fin de los Sueños»,- no debemos olvidar aquel famoso aforismo: «Los hombres cuando sueñan, trabajan y colaboran con el universo»: todos los Génesis y Apocalipsis derivan de él.

Mi cuento favorito es «Epístola para ser dejada en la Tierra» -cuyo título es el de un poema de Archibald Mc Leish- porque simboliza acabadamente la condición humana actual, con sus posibilidades de suicidio colectivo, pero también con sus expectaciones mesiánicas señaladas por las alusiones al Punto Omega de Teilhard de Chardin, meta y fin de la evolución humana -según las teorías del paleontólogo hereje.

Recordando la distopía de H. G. Wells, «La Máquina del Tiempo», debemos esperar que la hipertrofia de las injustas condiciones actuales no llegue a producir, en el mundo del futuro, la macabra relación entre los «Morlocks» y los «Eloi», conclusión de aquel cuento.

En cuanto a los dos últimos relatos, son de índole totalmente diferente. Uno de ellos, «Marcelina», ha sido escrito bajo la influencia de Roa Bastos; el otro, «Manuscrito encontrado junto a un semáforo» deriva de las crónicas periodísticas que escribía para el diario la Tribuna, cuando me desempeñaba como redactor del matutino, hace varios años. Es un divertimiento tragicómico, sin más pretensiones que entretener a pasajeros nerviosos, rumbo a lo desconocido, a bordo de un ómnibus asunceño. Por su parte, «Marcelina» toma como punto de partida la letra de un antiguo compuesto de autor anónimo, que fue grabado por mí en la Plaza Uruguaya, durante la actuación de un conjunto de guitarristas ciegos. Pretende reconstruir parte de un patrimonio que pertenece a nuestro folklore y describir la peculiar atmósfera que rodea a los habituales ocupantes de la casi legendaria plaza de nuestra ciudad.

Los ensayos que componen la Segunda Parte de este libro han sido escritos en diversas épocas, como contribución a suplementos dominicales, en varios periódicos del país. Mantienen su «cuasi-didáctica» forma original. Tratan, principalmente, de temas literarios, aunque el último se relaciona con las artes plásticas y fue publicado en el diario «La Opinión» de Buenos Aires, con motivo de un Simposio Internacional de Críticos de Arte.

O.G.R.

Asunción, octubre 1980





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