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Barrio Palestina

Novela

Susana Gertopan



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Para Claudia, Fernando y Eduardo mis hijos.

A la memoria de mis abuelos, inmigrantes que también vivieron en barrio Palestina, y de quienes recibí gran parte de este legado cultural.

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Tenía la mente llena de poesía y de novela, estaba preparado para la conmoción interna que los escritores llaman «amor».


Isaac Bashevis Singer                


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ArribaPrólogo

La novela Barrio Palestina, especie de Ghetto asunceño, recrea un submundo, una judería muy peculiar. El trasplante de los habitantes de Vilna, Varsovia y otras ciudades polacas a esta tierra tropical y folclórica (en el sentido paraguayo del término) produjo una situación de convivencia humana llena de dramatismo y nostalgia.

La autora, protagonista de las peripecias que describe y testigo de estas historias domésticas, está perfectamente capacitada para hablarnos de sus experiencias y vivencias, como de primera mano. Esta obra es, pues, fundamentalmente de índole testimonial y, de allí, el valor que tiene como obra literaria y como saga de las numerosas familias judías que vinieron a nuestra patria buscando la salvación. El famoso Barrio Palestina, así bautizado por sus inquilinos, con mucho acierto, era un microcosmos de aquellos villorrios de Europa Central, como Galitzia y otros sitios, alejados de los centros hegemónicos del continente.

Puedo escribir sobre Barrio Palestina con conocimiento de causa, pues viví gran parte de mi existencia (hasta los 20 años) en esa zona, en calles aledañas: Paraguarí, Fulgencio R. Moreno, México. Asistí a la famosa Escuela «República de México», del barrio (conocido como de turcos y judíos) donde tuve como compañeros de banco a los Karlik, los   —10→   Morgenstern, los Paluch, los Fridman, y otros no menos famosos. Vivíamos en completo compañerismo y tranquilidad. No sospechaba yo, en aquella época de mi infancia y adolescencia, las tragedias y problemas que aquejaban a estas desarraigadas familias, llegadas a estas tierras con traumas de toda especie. Me encontraba, en realidad, con gente ya asentada, ya recuperada de los pogroms y las persecuciones. El antisemitismo no existía, y solamente había la prohibición de no enamorarse de un «goi» y mantener cierto decoro religioso, cierta ortodoxia frente a los extraños. Conocía también, al grupo que se había instalado antes y que incluía a los Schwartzman, los Blinder, los Schifenbauer, etc. En fin, tengo recuerdos muy vívidos de la gente del barrio en cuestión, y creo que hasta me enamoré de algunas de mis vecinas. Eran jóvenes exóticas con un ligero toque oriental, lo que las volvía muy atrayentes.

Pero, volvamos al libro que nos toca comentar. La novelista en ciernes, Susana Gertopan, a quien conozco muy bien, ya que en un tiempo fue mi alumna, tiene una especial facilidad para la narrativa. En efecto, en esta novela corta, describe la sicología de los personajes de una manera acabada y recrea maravillosamente la atmósfera que rodea a los mismos aquí -en su nueva patria- y la de Polonia, de donde vinieron. Personajes como Féiguele, el rabino Elías, Moishele, los padres y las demás familias judías del conventillo, están descritos con gran simpatía y sencillez a la manera de precursores de este tipo de obra, como Aleichem, Singer y otros. Un lenguaje llano -no rebuscado- es el elegido para ambientar a los personajes. El estilo es, por lo tanto, directo -sin barroquismos de ninguna clase-. El conflicto entre los componentes de esta familia típicamente judía (con la   —11→   «idi-she mame», el sionismo, el hassidismo, etc.) está presentado de manera, por momentos, trágica. La relación entre padres e hijos y de parejas está descrita con lucidez y espíritu crítico. La autora no se detiene ante ningún tabú. Presenta, inclusive, las dudas religiosas que padece el personaje principal ante la ortodoxia y su angustia existencial ante la persecución de su pueblo y los horrores del holocausto. En sentido estricto esta novela es un «Bildungsroman», porque describe la evolución caracterológica de un joven ante las circunstancias de la vida. Se plantea, además, el tema del sionismo, que produce rompimientos y roces ideológicos dentro de la familia. Al final, el héroe de esta historia opta por el deber patriótico que implica el viaje a Palestina, a luchar como sionista. La figura y la influencia de Teodoro Herzl, es aquí notoria, en términos de conflicto generacional.

Para terminar, debemos subrayar que Susana Gertopan ya es conocida en los medios literarios locales -como miembro del Taller Cuento Breve-, y como escritora de poemas desde hace tiempo. Por lo tanto, esta notable novela no viene sino a corroborar su vocación de escritora y su actitud testimonial ante sucesos y experiencias de importancia vital dentro de su historia personal, y la de muchos otros judíos en el exilio.

Osvaldo González Real





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Vivíamos en un barrio en las afueras de Varsovia. Las calles eran de piedra, angostas y muy ruidosas; a mí y a otros niños nos gustaba jugar en la vereda, hacíamos mucho barullo al igual que los vendedores ambulantes que ofrecían a gritos toda clase de mercancías.

En el vecindario, la mayoría éramos judíos a excepción de unas pocas familias. Nuestra casa estaba a mitad de la cuadra, al lado de la panadería; en la misma estaba la lavandería, a pocos metros el mercado; detrás, el puesto de frutas y al final de la calle, la pescadería. La nuestra, era una casa pequeña. Tenía dos cuartos: en uno dormían mis padres, y el otro compartíamos mi hermano Féiguele y yo. También estaba el cuarto de baño, la salita, la cocina con una enorme estufa y «el altillo». El altillo lo alquilaba Motke, el librero, él lo utilizaba como depósito para guardar los libros viejos.

Todos en el barrio hablábamos en yiddish y en polaco.

La vida transcurría tranquila, a no ser por algún tumulto en la calle, producido por la llegada de un nuevo vecino.

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Pero ese invierno todo cambió, fue el más largo y crudo que recuerdo. Un paisaje pálido de árboles desnudos y raídos enlutaba la ciudad. También las calles cambiaron, se volvieron peligrosas, la nieve acumulada obstaculizaba el tránsito de autos, tranvías y de carros. La nueva ola de frío y el miedo impedían que saliéramos de nuestras casas.

Ese miércoles a la noche hizo más frío que nunca, una nevada persistente desfallecía sobre la ciudad, se celebraba la quinta noche de Jánuca, la fiesta de las luminarias. En el candelabro de nueve brazos, cinco lamparitas de aceite de oliva, encendidas una al lado de la otra, a la misma altura, iluminaban con luz clara las ventanas de cada hogar judío. Mientras yo observaba distraído la calle y las ventanas de los vecinos, golpes insistentes a la puerta de nuestra casa interrumpieron la calma.

Golpeaban la puerta una y otra vez.

-¡Móishele, Móishele! Ve a ver quién viene -dijo mi madre. Fui corriendo a la puerta, y cuando la abrí me encontré con el rabino Elías.

-¡Rabino Elías! ¿Qué hace usted acá hoy? -pregunté.

En ese momento olvidé que era miércoles, el día en que el rabino nos visitaba. Tenía destinado un día de la semana para cada barrio. Él se preocupaba por la situación de todos sus feligreses: de que a nadie nos falte comida, medicamentos, carbón, kerosén. Y para aquellos que no sufrían de hambre o de frío, pero sí padecían de tristeza o soledad; a ellos les llevaba palabras de aliento, y lecturas de parábolas santas.

Los viernes y los sábados los dedicaba a Dios.

Su memoria era admirable, tenía la capacidad de recordar y citar capítulos enteros de la Mishná y además era un gran estudioso de la Torá.

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De estatura baja y figura pequeña, llevaba la barba larga y delgada, tenía los ojos profundos; llenos de sabiduría, que reflejaban bondad y fe. Yo siempre envidiaba esa fe. Una fe inquebrantable con la que yo, siendo aún muy joven, ya no me llevaba bien. Fue en ese tiempo cuando nacieron mis dudas.

El rabino llegó con su hijo, que tenía un gran parecido físico con el padre, el niño iba tan abrigado que solamente quedaban al descubierto los aladares debajo de la gorra de terciopelo negro.

-¡Mi Dios! -dijo mi madre sorprendida cuando los vio-. ¡Rabino Elías! ¿Qué hace caminando por la calle en una noche como ésta, de tanto frío y acompañado del niño?

Su barba estaba blanca y congelada, su rostro traía la dureza y el frío de la calle.

El rabino se sacudió la nieve del abrigo, después se lo sacó así como el sombrero de piel.

Mi madre tomó al niño de la mano y lo llevó a la cocina, junto a la estufa; el padre lo siguió, caminó unos pasos y una vez frente al fuego se sacó los guantes y acercó las manos frías, al calor.

-¡Sí que hace frío! Reitze, ya mis años no me ayudan, estoy viejo y el frío carcome mis huesos. ¿Tienes algo caliente para compartir con este pobre hombre?

Mi madre corrió a preparar una taza de té para el rabino.

-Hoy no quiero té, Reitze; prefiero otra bebida, algo más fuerte.

-¿Qué le parece una copita de licor de anís?

-¡Eso está mejor!

Mi madre trajo dos copitas servidas y un trozo de gelatina de pata, y para el niño una taza de leche tibia rociada con azúcar y canela, y algunos bizcochos.

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El rabino Elías saboreó la comida, luego de hacer las bendiciones, bebió el licor y dijo:

-Nadie prepara esta comida como tú, mi querida Reitze, tienes el verdadero gusto judío, que Dios conserve siempre tus manos limpias y sanas, y les den fuerza para seguir cocinando muchos años más.

El rabino siguió hablando; pero ahora el tono de su voz cambió. Se tornó ronca aunque sus ojos mantenían la misma frescura.

-Mis palabras traen preocupación, siéntense -nos dijo a mi madre y a mí-, y tú Féiguele, ven, acércate también, es muy importante lo que tengo que contarles. Las noticias que nos llegan de Alemania no son buenas, todo lo contrario, que Dios nos libre, pero se habla mucho de Hitler y de sus intenciones de llegar al gobierno. Además los alemanes se están preparando para una guerra, no se sabe cuándo; pueden faltar años, pero seguro que cuando eso suceda, nos va a alcanzar. Es mi obligación avisar que los tiempos cambian, el cielo se está oscureciendo ante los ojos de los judíos. Todos conocemos al pueblo polaco, su gente es tan antisemita como otros, aunque no todos lo son, ése es un consuelo, siempre se encuentra gente buena, pero más que nunca corremos riesgos; algunos conocidos míos creen que nada malo va a suceder, que todo va a pasar. ¡Ojalá sea así! Solamente Dios lo puede saber.

Después de escuchar estas palabras el rostro de mi madre cambió por completo.

-Por favor rabino, no me asuste, ni tampoco asuste a los niños -suplicó mi madre.

-Nada de eso, pero recuerda lo que sucedió en Egipto cuando «El ángel de la muerte» iba de casa en casa para   —17→   terminar con los primogénitos. Dios marcó las casas de los israelitas. En cada una se sacrificó un cordero, que fue comido, y con cuya sangre se salpicó el umbral como señal del acuerdo. Cada israelita se convertiría en un sacerdote en el santuario de su hogar, dedicado al servicio de Dios. No hay que esperar que Dios venga de nuevo en nuestra ayuda, debemos estar prevenidos.

Quedamos en silencio, todos miramos a los ojos del rabino, él los mantuvo bajos, luego levantó la mirada y continuó diciendo:

-Bueno Reitze, a pesar de estar a gusto en tu casa, ya tengo que marcharme, aún me quedan muchas otras que visitar, y la noche ya cayó. Recuerda que Rabí Shimón afirma que hay tres coronas: la corona de la Torá, la corona del sacerdocio y la corona real; pero que la corona de una buena reputación es superior a todas ellas.

Féiguele y yo nos acercamos a despedir a los visitantes. El rabino puso sus manos sobre nuestras cabezas, y nos bendijo:

-Recuerda Móishele de ponerte regularmente las filacterias, cumple con tu compromiso; quienes dejan de usarla, figuran entre aquellos transgresores de Israel, que pecan con sus cuerpos porque se niegan a subyugarlos a la adoración del Todopoderoso. Bueno, ahora sí ya es momento de marcharnos, buenas noches Reitze, y que siempre nos encontremos en fiestas.

-¡Buenas noches, rabino Elías, que vaya usted con salud!

El rabino dio un beso en la frente a Féiguele. Acomodó las manos dentro de los guantes, lo tomó del brazo a su hijo y ambos se perdieron por las calles oscuras de la ciudad.

Después de despedir al rabino, mi madre continuó en la cocina preparando la comida para la cena, Féiguele la   —18→   ayudaba en los quehaceres, no sólo esa noche, él siempre se encontraba cerca de ella. Yo, en cambio, preferí la lectura, pero la preocupación que trajo el rabino Elías no me permitió concentrarme. ¿Qué pasaría con nosotros si venía la guerra? ¿Adónde iríamos? Esas dudas me dominaron por mucho tiempo. Sentí miedo, mucho miedo. Caminé hasta la cocina, mi madre estaba cantando mientras revolvía plácida la sopa de remolacha. A mi madre le gustaba cantar. ¡Siempre cantaba!

-¡Mamá! -grité.

-¿Qué quieres, Móishele?

-¡Tengo miedo! Las noticias que trajo el rabino Elías me dejaron preocupado.

-¡No tengas miedo, nada malo puede pasar!

Aunque las palabras de mi madre sonaban tranquilizadoras, el miedo y la ansiedad persistían. Para distraerme tomé la armónica, regalo del abuelo en el último purim y me senté junto al candelabro, cerca de la ventana, sobre un baúl viejo, de esos que guardan recuerdos. Y mientras tocaba me distraje mirando la calle. A lo lejos vi la figura de mi padre, iluminada bajo el farol. Caminaba con pasos cortos y lentos, llevaba los brazos cruzados detrás de la espalda, la cabeza gacha, el ala del sombrero le cubría casi todo el rostro.

Me pregunté: ¿De dónde vendría? Nunca tomaba ese camino cuando regresaba de la fábrica.

A unos minutos de haberlo visto, mi padre entró. Detrás de él una ráfaga de viento heló el salón. Besó la palma de la mano, la misma con la que rozó la metzuzá. Sacudió las botas y se quitó el abrigo salpicado de nieve, también la bufanda y el sombrero, y los acomodó en el perchero. Como de   —19→   costumbre me acerqué a él para saludarlo, pero con un gesto brusco me apartó. A pesar de ello yo insistí. De nuevo se frustró el saludo.

¿Qué le pasaba? Parecía otra persona, no lo reconocía en esa actitud. Mi padre siempre llegaba a casa contento, con la sonrisa en los labios. Ahora era un hombre distinto al de siempre.

-¡Móishele, llama a tu madre y a Féiguele! ¡Tenemos que hablar seriamente antes de la cena!

Después de dar esa orden se lavó las manos y se sentó a la mesa. Él y yo fuimos los primeros en ocupar nuestros asientos, luego vino mi hermano y por último apareció mi madre trayendo los platos servidos, humeantes.

-Hazme el favor Reitze, siéntate y escucha -dijo mi padre tomándola del brazo.

La casa parecía otra, sentí como si de pronto todos fuéramos extraños. Durante la cena, era común el intercambio de opiniones, generalmente las frases se entrelazaban con entusiasmo, confundiéndose las voces, pero esa noche, todos permanecíamos sumidos en un silencio incómodo.

Mi padre apartó su plato sin haber probado la sopa, nos recorrió con la mirada y dijo:

-Tenemos que marcharnos, la guerra se acerca, se habla mucho de Hitler y de sus intenciones, pretende mantener vivos sólo a los que tienen sangre aria, en especial sangre alemana, para preservar el honor alemán. La persecución a los judíos ya empezó aquí en Polonia. También son perseguidos los marxistas y los comunistas, aunque ellos pueden negar sus creencias para salvarse; nosotros no, somos siempre el chivo expiatorio. Ya en las paredes aparecen pintados dichos como «Alemania, despierta, Judea, muere».

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El rostro de mi madre se puso pálido, contraído por la ira. Mi padre tomó un sorbo de agua y continuó hablando.

-La fábrica se cerró y cada vez es más difícil para un judío encontrar trabajo, es prácticamente imposible. Esto no ocurre solamente en Varsovia, toda Polonia está igual y hay otros lugares donde es peor. Este es el momento de irnos, aunque es muy difícil conseguir los documentos.

-¿Irnos? ¿Adónde? -pregunté, asustado.

Féiguele se puso más pálido que de costumbre. Mi madre dejó la mesa corriendo, como si huyera de las palabras que terminaba de escuchar. Yo quedé en la silla, duro, como de piedra. No comí; tampoco podía mover las piernas, ni los brazos, aunque lo intentaba, era inútil, ellos no me obedecían. Distraído y como ajeno a lo que estaba sucediendo, detuve la mirada en unas papas teñidas de rojo, sumergidas en la sopa, ya tibia.

-¿Irnos? -pregunté de nuevo. Jamás me imaginé vivir lejos de este barrio. Me sentía identificado con todo lo que me rodeaba e interesado en lo que sucedía. Aquí nací, aquí en una pequeña sinagoga fui llamado por primera vez a leer la Torá en el día de mi bar mitzva, aprendí a leer y a escribir en la pequeña escuela cruzando la plaza, visitaba a mis amigos, leía a autores que en ese momento satisfacían mis expectativas de curiosidad, tenía a mi abuelo, y disfrutaba los momentos que compartía con él, también estaban los tíos, las primas y sobre todo extrañaría a mi guarida. ¿Quién sería yo lejos de todo esto? Temí el desamparo.

La voz de mi madre interrumpió mis pensamientos.

-¡Móishele! -desvié los ojos de la sopa y la miré.

-¡Levántate, hijo, y ve a buscar el postre! Los higos están limpios y frescos, también trae los panqueques de queso. Éste   —21→   era mi postre preferido, cuando mi madre los preparaba yo era capaz de comerme la fuente entera, pero en ese momento ni la idea de comer los panqueques me entusiasmaba.

-¿Todos tenemos que ir? -pregunté a mi padre.

Me miró, yo hice lo mismo, de pronto sus ojos claros se obscurecieron y con voz triste me contestó:

-Escucha bien Moishe, no es sólo cuestión de trabajo, ni de comida, además de todo eso es seguridad. ¿Entiendes esa palabra? ¡Seguridad! -elevó la voz, y casi gritando continuó diciendo:

-¡Sobrevivencia! Nos van a matar como a hormigas y no somos conscientes de ello. Los alemanes no van a parar hasta ver al último judío aplastado bajo sus botas.

Se levantó y enojado volvió después de unos minutos con el periódico en las manos.

-A ti, Móishele, que te gusta tanto leer -sus palabras sonaban a reproche-, lee esto, te aseguro que es más interesante que esas historietas que lees todo el día y que no hacen otra cosa que robarte la vista; lee esto que te va a servir para contestarte a ti mismo.

Tomé el periódico y leí los titulares: «Se proyecta construir campos de concentración para judíos». Más abajo leí que Himler en un discurso dijo: «Cuando en los cuchillos salpica sangre judía, todo va doblemente bien».

Tragué saliva, sentí que algo en el estómago se me revolvía, y un sabor amargo me subió hasta la boca.

Mi padre siguió hablando a gritos, su rostro se veía acalorado, entonces mi madre se acercó con la intención de calmarlo.

-¡Dovid, no grites, todo el vecindario te va a escuchar!

Inmediatamente mi madre empezó a sollozar, en ese momento yo sentía lo mismo que ella, las mismas ganas de   —22→   echarme a llorar; luego ella se alejó, dejándonos de nuevo solos a mi padre y a mí, pero por pocos minutos, él se levantó y la siguió, corrió la cortina de tela desteñida que separaba la cocina del salón, se acercó a ella y le dijo:

-Reitze, tranquilízate, no te angusties, mejor vamos a descansar, nos va a hacer bien dormir. Mañana será otro día, y con la luz del sol pensaremos mejor, no te preocupes, ahora todos estamos cansados, muy cansados. Vamos, Reitze.

Mientras ellos iban al dormitorio pensé que fueron pocas las veces que los oí discutir. Me preocupó que en adelante eso también cambiara.

Esa noche, cada uno, en silencio y sin darnos las buenas noches, fuimos a la cama. Siempre antes de dormir me detenía y miraba el cielo. Esa era una noche extraña, oscura, yerta, huérfana de luna. Prefería ese momento del día, cuando los demás dormían, yo disfrutaba de la calma, esa calma que me permitía intimar con mis pensamientos. Subí al altillo, a mi guarida. Era una pieza oscura, repleta de libros apilonados del piso al techo. ¡Adoraba ese lugar! Olía a pergamino, a viejo, a quietud. Me pasaba largas horas entretenido en silencio. Tomé el libro que fui a buscar y de nuevo bajé.

Entré al dormitorio, pero Féiguele aún estaba despierto, entonces guardé el libro debajo del colchón para que él no lo notara, esperé unos minutos, y por fin mi hermano quedó dormido. Encendí la lámpara de kerosén y me dispuse a leer. El texto era de la biblia y se llamaba: «Los deberes del corazón» escrito en hebreo, el rabino Elías me lo había prestado con la intención de que practicara ese idioma.

-¡Lee mucho en hebreo! -decía- para no olvidarlo, y estudia la Torá. Como dice Hilel y Shamai: si estudias mucho la Torá no te vanaglories, pues para ello fuiste creado.

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Leyendo me había quedado dormido, pero de pronto un ruido me despertó, cuando abrí los ojos, no sabía dónde estaba, ni qué hora era; tenía la ropa puesta y el libro abierto sobre el pecho. Asustado me senté al borde de la cama, bajé los pies al suelo, entonces por fin reconocí el lugar. Mi corazón latía como si fuera a salirse del pecho. La luz de la lámpara iluminaba el rostro de Féiguele. Lo miré, se parecía mucho al de mi madre, tosía y gemía, pensé que tal vez sufría de una pesadilla, me acerqué a él, y noté que no era solamente un mal sueño. Féiguele parecía enfermo, se veía mal, le toqué la frente. Tenía fiebre. Lo arropé y fui corriendo a buscar a mi madre. Ella y mi padre no dormían, seguían discutiendo.

-¡Mamá, mamá, ven pronto, Féiguele parece sentirse mal! Mis padres corrieron junto a él.

Féiguele yacía pálido, sudoroso, respiraba con dificultad y el pecho le chillaba.

Mi padre se vistió deprisa y salió corriendo a buscar al médico.

Mi hermano era un niño diferente al resto, no le gustaba jugar con otros de su edad, nunca salía a la calle solo, siempre iba acompañado de mi madre o de mí. Era tímido y miedoso. Se enfermaba de cualquier peste que aparecía, tenía la salud debilitada. Era bajo de estatura, delgado, su rostro carecía de color, anchas sombras cercaban sus ojos claros. Mi madre se dedicaba todo el tiempo posible a cuidarlo, más de lo que habitualmente cualquier madre cuidaría a un hijo. Entre él y yo no existía mucho parecido; ni físicamente ni en otros aspectos, teníamos diferentes gustos, a mí me gustaba salir a la calle a jugar con otros niños, él prefería quedarse en la casa a ayudar a mi madre, siempre se encontraba cerca de ella. Muchas veces sentí celos de él, deseaba padecer alguna   —24→   enfermedad para llamar también la atención de nuestra madre. Igual que Féiguele. En realidad mi hermano era su preferido.

Después de un buen rato mi padre volvió acompañado del doctor Roynsky, siempre él acudía con una sonrisa cuando se le necesitaba, era un buen hombre, además de ser buen médico.

-¡Buenas noches, Reitze! Vamos a ver qué le sucede a Féiguele, seguro es sólo un resfriado, con este frío es lo más común. Ahora, dígame: ¿A quién se le ocurre enfermarse en una noche como ésta? -rió el doctor-. ¡Sólo a Féiguele! Se acercó y puso el estetoscopio sobre el pecho del enfermo, después auscultó los pulmones. Le tomó el pulso y se quedó un buen rato sentado en la cama junto a él.

Nosotros observábamos atentos la expresión del médico mientras esperábamos ansiosos el diagnóstico.

-¿Qué te pasa, hijo? -preguntó a Féiguele- ¿Te duele algo? Y éste con un gesto de cabeza, negó.

El doctor Roynsky salió de la pieza, mis padres y yo lo seguimos:

-¿Qué enfermedad tiene Féiguele, doctor? -pregunté.

-Es un simple ataque de asma. Nada serio, pero hay que cuidarlo mucho, tiene que hacer reposo y comer liviano.

El doctor dejó algunas indicaciones y unos medicamentos, se despidió, subió al carro y se alejó.

Ese fue el principio de sucesivos y cada vez más frecuentes ataques. Féiguele nunca sanó.



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Desde aquella noche, mi padre volvía a casa cada vez más tarde, sin trabajo y con la misma angustia. Las noticias eran desalentadoras, y las esperanzas de cambio dejaron de existir. Pocos eran los que abandonaban Europa, la mayoría seguía esperando mejoras, aunque éstas nunca llegaban.

Decían que en América se vivía bien, y que a los judíos les dejaban trabajar libres y seguros. Pero pensar en ir a vivir allá era lo mismo que creer en los sueños, y que estos se cumplían; aunque el rabino Elías creía en los suyos, decía que Dios aparecía en ellos; por eso sus sueños también eran sagrados.

Pasaron varios miércoles y el rabino no volvió a visitarnos. Se ausentaba constantemente, recorría pueblos y ciudades para así interiorizarse de cómo seguía la situación de los judíos. Por fin nos visitó de nuevo, esta vez llegó con la triste noticia de que no habrían más viajes; su salud decayó y el doctor le recomendó una vida más tranquila.

Las nuevas noticias que traía eran más terribles que las anteriores. El rabino nos recomendaba y pedía que   —26→   permaneciéramos en nuestras casas el mayor tiempo posible, que no saliéramos si no fuera por alguna urgencia, pero nosotros dudábamos de sus palabras. Creíamos que las historias que nos contaba con tanto miedo eran parte de sus sueños. Hasta el día en que Leibe, el dueño de la pescadería, contó lo que le sucedió cuando fue a proveerse de pescado, en el mismo puesto de venta, donde siempre acostumbraba a ir, la diferencia fue que la última vez, por ser judío, le dieron toda la mercadería podrida. Leibe era un buen hombre, trabajador, su mujer y su hija siempre olían a arenque ahumado. Otro relato fue el de Frida, la dueña del puesto de frutas, una vieja amiga de mi madre, siempre que venía de visita a nuestra casa traía en un canasto las frutas que le sobraban y mi madre las cocinaba con abundante azúcar. Cuando comíamos compota, sabíamos que Frida estuvo de visita. Ella también contó que un hombre pasó en una bicicleta frente al puesto y con un palo tiró al suelo todos los cajones cargados de frutas. Esa fue la ruina de la pobre Frida.

Cada día en casa teníamos menos comida, el hambre se hizo sentir. Mi madre y yo íbamos juntos al mercado todas las mañanas a hacer las compras, pero con las pocas monedas que llevábamos no traíamos más que unas cuantas papas y un poco de leche.

Féiguele se quedaba en la casa porque teníamos que formar largas filas frente a la panadería y a la pescadería para conseguir un trozo de pan o un filete1 de pescado. En esos días mi madre se angustiaba pensando qué haríamos en la próxima festividad si no conseguíamos pescado; a mí más me preocupaba qué haríamos sin azúcar

Un día mientras estábamos en la fila, pensé en las demás personas que como nosotros esperaban su turno para recibir algo de comida.

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Sus rostros se veían preocupados, algunos miraban el cielo quizás pidiendo ayuda a Dios. Recordé las palabras del rabino Elías cuando uno de sus alumnos le preguntó dónde estaba Dios y él respondió: «En todas partes, Dios dice al hombre como dijo a Moisés»: «Sácate los zapatos de tus pies, sácate lo que encierra habitualmente tus pies y percibirás que el lugar sobre el cual te hallas parado, en este momento, es tierra santa. Pues, no hay ningún peldaño de existencia en el cual no podamos encontrar la santidad de Dios en todos lados y en todo momento».

Observé a mi alrededor, la cola frente a la tienda de ventas de azúcar no se movía, una mujer joven, sin dientes y con una niña pequeña en brazos se balanceaba delante de nosotros. Las dos se veían cansadas, enfermas y llenas de piojos. Mi madre se ofreció a tener a la niña mientras la mujer se recuperaba. Ella aceptó y la entregó como quien se libera de un bulto pesado. Respiró hondo y se sentó a un lado de la fila, sobre un montículo de basura. Por fin llegó nuestro turno, después de esperar horas recibimos la ración que nos correspondía, y mi madre le devolvió la niña a su madre.

Regresábamos caminando cuando nos llamó la atención la cantidad enorme de negocios cerrados con barras de hierro y con enormes candados. Sentimos miedo, pues nunca antes habíamos visto las calles tan abandonadas y tristes.

Ya había oscurecido cuando llegamos a la casa y nuevamente encontramos a mi padre escuchando la radio: estaban transmitiendo la subida de Hitler al poder en Alemania.

Mi padre bajó el volumen y dijo:

-¡La desgracia ya empezó!

Mi madre fue a la cocina a preparar té en el samovar. Sirvió cuatro vasos llenos, y cuando los trajo a la mesa, la sorpresa   —28→   fue que teníamos azúcar. Mi padre con mucho cuidado partió un terrón en cuatro pedacitos, cada uno de nosotros tomó uno y lo llevó a la boca, luego bebimos el té.

-¿Será siempre así? -pregunté.

-Ahora, compartimos un terrón de azúcar, quizás mañana ya no tendremos ni pan duro para comer -respondió.

Esa noche, no había sobrado nada del almuerzo, y no tuvimos qué comer. Cada vez íbamos más temprano a la cama, sin sueño, pero era la mejor excusa que encontrábamos para huir del hambre y para no enfrentar el tema del viaje. Mi madre temía la decisión de mi padre. Aunque ella ya estaba tomada.



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Féiguele no mejoraba, las crisis le sobrevenían siempre en las madrugadas. El doctor Roynsky aconsejó a mis padres que se lo lleven a otro lugar, donde hiciera menos frío y hubiera menos humedad. Eso era imposible, tan imposible como que mi padre encontrara trabajo. Así fue que Féiguele siguió enfermándose.

Últimamente Málkele no visitaba mis sueños, en cambio las pesadillas seguían. Esa noche de nuevo desperté sudoroso, con el corazón dándome golpes, y con miles y miles de fantasmas que venían a buscarme. Me quedé un momento en la cama, pero por temor a quedar dormido de nuevo, preferí levantarme. Fui hasta el salón, la noche aún estaba presente, quise tocar la armónica pero desistí, la música despertaría a mis padres. Entonces fui al altillo, allí no molestaría. Mientras subía escuché unas pisadas, enseguida las reconocí, eran de mi padre, y venían de su dormitorio. Esa escena se repetía noche anoche. De pronto salió de la pieza, y en la penumbra me vio; yo también lo miré, llevaba un sobre en la mano.

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-¡Móishele! ¿Qué haces levantado? -me preguntó.

-No podía dormir, papá.

-Ve de vuelta a la cama, mañana temprano tienes que levantarte para ir a estudiar.

-Bueno papá, buenas noches, y que descanses -respondí y resignado volví a las pesadillas.

Desperté más temprano que lo habitual, la mañana estaba oscura, un cielo gris amenazaba con una nueva tormenta de nieve. Mi madre nos abrigó y acompañó hasta la puerta de entrada, después de darnos miles de recomendaciones, siempre era así cuando salíamos, principalmente cuando iba Féiguele. En la calle, desde la vereda de enfrente Ittele nos levantó la mano, saludándonos, por lo general íbamos y volvíamos juntos los tres a la escuela.

Ittele además de vecino era el hijo de Motke el librero, que también era prestamista; él lo negaba hasta el cansancio, juraba por todos sus antepasados muertos que sólo eran calumnias fabricadas por unos cuantos envidiosos, pues a él las cosas le iban muy bien. En el barrio todos conocíamos la capacidad que tenía de convertir una moneda en otras varias, y éstas a la vez en billetes. Su trabajo consistía en recorrer las casas ofreciendo libros económicos, y también bajos intereses. Ittele era idéntico a su padre, hasta en el peinado. No sabíamos cómo hacía, pero cuando llevaba a la escuela dos monedas, volvía con cinco, a todos nos sorprendía pues siendo tan joven dominaba las matemáticas.

Cuando le preguntábamos, curiosos, cómo lograba esos trucos, él respondía:

-¡Soy igual a mi padre, heredé de él su inteligencia! Recuerden que llevamos la misma sangre -decía.

  —31→  

Pero no sólo las monedas se reproducían en sus manos, también las golosinas. Recuerdo cuando llegó a discutir con su padre por el mismo cliente; el problema surgió cuando Motke se enteró que el hijo realizaba el mismo negocio, y no tan sólo eso, también seleccionaba a los mismos clientes. Ambos le habían prestado a Leibe el pescadero, un billete, y lo peor fue que Ittele le cobró menos intereses. El conflicto lo arregló el rabino Elías.

Esa mañana íbamos mi hermano, Ittele y yo tranquilos caminando a la escuela, cuando de nuevo comenzó a nevar, Féiguele tenía la nariz roja y fría, su salud me preocupó, el frío empeoraría su estado. El viento era tan fuerte que frenaba nuestros pasos, era difícil continuar, nos tomamos de las manos y seguimos. Dudé por un instante si no sería mejor regresar a la casa, pero el camino de regreso era más largo, ya sólo nos quedaba cruzar la plaza, para llegar a la escuela, además allí siempre nos esperaban con leche tibia, barritas de chocolate y galletas de guindas.

Caminábamos lentamente, cuando de pronto recibí un golpe en la cabeza, entonces me detuve, sentí que todo daba vueltas a mi alrededor, una y otra vez los rostros de Ittele y Féiguele aparecían y desaparecían, estaba mareado, tropecé y caí.

Instintivamente llevé la mano a la frente, miré el guante y lo encontré sucio de sangre.

-¿Qué te pasa, Móishele? -asustado me preguntó Ittele.

-Me duele la cabeza, me lanzaron una piedra -contesté.

Estaba tirado en la nieve, con la frente rota.

En ese momento se oyó a lo lejos la voz de un niño:

-¡Ustedes! Judíos puercos, no se atrevan a cruzar la plaza. No podía levantarme, las piernas me temblaban, estaba sin fuerzas. Seguía nevando, cada vez con más intensidad.

  —32→  

Aunque intentaba levantarme, no podía, el cuerpo se me hundía más y más en la nieve, una cortina blanca me dificultaba ver a lo lejos. Ittele y Féiguele también estaban asustados y sin saber qué hacer, ni adónde ir. La herida seguía sangrando. Tuve miedo y deseos de llorar. Lloré, lloré de rabia y de dolor.

De nuevo escuchamos la voz del niño:

-¡Vengan, cobardes, defiéndanse, o nadie les enseñó cómo hacerlo!

Una y otra vez escuchaba esas palabras, se repetían como ecos, insoportable. Me tapé los oídos y bajé la cabeza. Intenté levantarme, a pesar del dolor. Féiguele estaba desesperado, me pedía suplicando, rogando:

-Por favor, Móishele no lo hagas, te va a matar, mira cómo estás, tienes la cabeza rota, hazme el favor, vamos, recuerda las palabras de papá.

Aquellas palabras acudieron a mi mente: «La cobardía es producto de las circunstancias». Lástima que mi padre nunca aclaró de qué circunstancias se trataba, pero también recordé aquella enseñanza ética del Talmud: «justicia, justicia, esto habrás de perseguir». ¿Por qué ésta repetía la palabra justicia? Para enseñarnos que la debemos practicar en todo momento ya sea para nuestro proyecto o detrimento, judíos y no judíos por igual.

Tanto Féiguele como Ittele y yo quedamos paralizados, el niño desapareció y en su lugar aparecieron un par de soldados, rigurosamente uniformados. Se acercaron tanto que tuve miedo de quedar aplastado bajo sus botas. Uno de ellos se dirigió a nosotros, habló en polaco, y con voz de mando dijo:

-Regresen a sus casas ahora, y no vuelvan a cruzar la plaza, el lugar de ustedes está allá -indicando con la mano en alto nuestra calle.

  —33→  

-¡La próxima vez pueden morir!

Esas palabras no sonaban como una simple advertencia, eran una real amenaza y de esas que se cumplen -pensé-, mientras los miraba desde el suelo. Con mucho esfuerzo pude sentarme, por primera vez sufrí la derrota y la humillación, lloré amargamente, como nunca antes lo había hecho. Después sí, lloré muchas veces, solo y acompañado, con lágrimas y sin ellas. Después sí, lloré.

Cuando los soldados se alejaron, Ittele me tomó de un brazo y Féiguele del otro, con la ayuda de los dos me pude parar. Volví la mirada al suelo: la nieve estaba teñida de rojo y el aire olía a hiel.

Así, con la frente rota, la cabeza gacha y la ropa manchada, caminé hasta la casa. Ahora mi cobardía estaba disfrazada de vergüenza. Ni bien entramos a la casa, corrí al cuarto de baño. Mi madre estaba cosiendo cuando nos vio entrar.

-¿Qué pasa, Móishele? ¿Por qué vuelven tan temprano?

-¡Móishele se lastimó la cabeza, mamá! -contestó Féiguele.

-¿Qué te pasó, Móishele? ¿Enfermaste?

-¡No, recibió un golpe! -Ittele habló.

-¡Oy, madre mía! ¿Qué te pasó, hijo?

-¡No te preocupes mamá, es una raspadura!

Mi madre revisó mi herida y luego me puso la cabeza bajo la canilla.

-¡Dios mío! ¿Peleaste con otro niño, Móishele?

-No, no peleé, caí y me lastimé.

-¡Es mentira! Un niño le tiró una piedra y nos insultó a los tres porque somos judíos; no pudimos cruzar la plaza para llegar a la escuela, esa es la verdad -Ittele terminó de hablar. Mi madre de nuevo preguntó:

-¿Qué hicieron ustedes?

  —34→  

-No hicimos nada malo, íbamos caminando, es la verdad, mamá.

-Quiero saber qué hicieron después de recibir el insulto.

-Volvimos a casa -respondí.

Mi madre calló.

A partir de aquel día no volvimos a ir a la escuela ni volvimos a cruzar la plaza.

Desde que dejé de ir a estudiar, tenía más tiempo libre para dedicarme a la lectura. Me aproximé a escritores antiguos como Iehúda Halevi, de quien leí «Kuzari». Otro libro fue «El problema del bien y del mal» de Hillel Zaitlin. El rabino Elías festejaba cuando leíamos a estos autores, pues con esas lecturas enriquecíamos nuestra cultura judía.



  —35→  

Después de aquel incidente con el niño de ida a la escuela, en mi cabeza sólo existían miedos y preguntas sin respuestas. Pensé acercarme a mi padre con la intención de conversar sobre los temas que me inquietaban, en un principio dudé, porque siempre tenía dificultades para dialogar con él, pero igual fui hasta el salón, allí lo encontré sentado cerca de la radio con el rostro preocupado y dije:

-¡Papá!

-¿Qué quieres, Móishele?

-Dime, ¿qué nos puede pasar si nos quedamos?

-¡No sabemos! Pero seguro que nada bueno.

-¿Qué le pasará al resto de los judíos de otros lugares de Europa?

-¡Igual que a nosotros si nos quedamos! ¡Sólo Dios sabe!

-Sabes, papá, hay muchas cosas que me preocupan. Durante la noche me quedo despierto, pensando.

-¡No pienses tanto, hijo!

-¿Por qué los judíos no hacemos algo para evitar la guerra?

-Sabes, Móishele, tienes la cabeza liviana. Las personas como   —36→   tú siempre caminan solas por la vida, o se mueren de hambre y tampoco se preocupan por mantener a su familia, mira el ejemplo del tío Iósel que se pasa la vida de reuniones en reuniones, pero con sus ideales no compra alimentos. Sabes, hijo, a veces es mejor no pensar tanto.

Por un momento se me ocurrió hablar con mi madre, quizás ella podría entender mis dudas, pero me detuve, sería un error; ella sólo se preocupaba de nuestra alimentación y de nuestra salud. Además, tampoco me entendería.

No pedí permiso ni avisé a mis padres, salí a la calle sin saber adónde ir. Sólo necesitaba hablar con alguien que entendiera lo que me estaba sucediendo. Caminé. Las mismas preguntas de siempre estaban ahí, presentes de nuevo, buscando respuestas una y otra vez: ¿Quién era yo? ¿Adónde iríamos? Seguí caminando unas cuadras más y sin darme cuenta llegué al final del callejón, de pronto me encontré frente a la casa del rabino Elías.

Unos cuantos niños jugaban alegres en la vereda, los aladares les bailaban de un lado a otro del rostro. Y los flecos de la pechera ritual se escapaban por debajo de las gabardinas. En la misma cuadra donde estaba la casa del rabino vivían otras familias religiosas. También existía una pequeña academia Talmúdica. El rabino Elías como rabino jasídico, era el director de esa escuela superior donde los jóvenes concurrían para estudiar.

Me acerqué a uno de los niños, lo reconocí de inmediato, era el hijo menor del rabino y le pregunté:

-¿Está tu padre en la casa?

-Sí, pasa, la puerta está abierta.

En la casa del rabino Elías, siempre se mantenía la puerta abierta, porque él decía: «Ten siempre abierta la puerta de tu   —37→   casa y abiertos tus oídos para recibir a quien necesite porque recuerda que aquel que cierra sus oídos y su puerta ante el grito del necesitado, gritará algún día, y no obtendrá respuesta».

Sin estar muy convencido, igual entré. La casa estaba casi a oscuras, la luz mortecina de una lámpara me condujo al cuarto donde se encontraba el rabino sumido en sus oraciones. Era la habitación más importante de la casa: en ella estaba el Arca Sagrada, donde se guardaban los Rollos. Lo observé, era el ejemplo del hombre entregado a su fe. Sobre el hombro llevaba puesto el manto ritual para oraciones, y las filacterias arrolladas, los cordones sobre el brazo más próximo al corazón y sobre la cabeza, como símbolo de la sumisión del pensamiento y del sentimiento del alma, que vive en el cerebro; y de los deseos y aspiraciones que brotan del corazón. Recordé las enseñanzas del rabino cuando estudiaba con él para mi bar mitzva.

Abandoné esa habitación, y fui a la siguiente; era su despacho, allí recibía a los visitantes que acudían a él para pedir consejos o solicitar el divorcio o la bendición para la boda. Sobre el escritorio había libros amontonados desordenadamente. Entre ellos reconocí: «El Zohar» el libro del esplendor. El rabino siempre escogía ese libro para leernos, pues estaba considerado como la obra mayor de la Cábala.

De pronto como parte de un sueño me vi sentado frente al rabino, él me formulaba preguntas a las cuales yo no respondía.

Salí deprisa, como asustado de ese ensueño. Fui a saludar a la esposa del rabino que estaba junto al fogón preparando sopa de gallina. La cocina olía a pluma quemada, y en una   —38→   olla enorme dos gallinas hervían mientras ella rellenaba los cogotes. Me paré a su lado, ella dejó lo que estaba haciendo y me tomó del hombro.

-¿Qué te trae, Móishele?

-Solo vine2 de visita -respondí.

Esther era una buena mujer, y sobre todo era muy buena compañera del marido, el rabino Elías siempre agradecía a Dios de tener una esposa como ella a su lado. Tenía las facciones y la conducta de una persona bondadosa, siempre estaba alegre y risueña. Era bastante robusta, llevaba una peluca con abundante pelo inclinada hacia la frente, El matrimonio tenía ocho hijos, todos varones. Esta también era toda una bendición de Dios, para el rabino.

-¡Móishele! ¿Quieres beber té o servirte algunas galletas?

-¡No, gracias -respondí-, ya tengo que regresar a la casa no avisé a mis padres adónde iba y ellos estarán muy preocupados!

-Entonces, Móishele, ve rápido y que Dios ilumine tu camino.

Salí sin respuestas, a preguntas que tampoco formulé, volví a la calle, al frío, y a mis dudas. Caminé, la mañana estaba espléndida. No quería volver a mi casa, y se me ocurrió visitar a la tía Yenttel, la única hermana de mi padre. Golpeé la puerta, ella la abrió y se puso contenta al verme. Siempre festejaba cuando iba a verla.

-¡Buenos días, Móishele! Pasa por favor. ¿Qué te trae por aquí? ¿Te envía tu madre?

-No, tía Yenttel, ella no sabe que estoy acá, vine a visitarlos a ti y al tío Iósel.

-¡Me haces tan feliz! Ponte cómodo. Lástima que no tenga nada dulce con qué invitarte, hace días que el tío no trabaja -agregó avergonzada de su pobreza.

  —39→  

-No te preocupes, tía Yenttel, no tengo hambre ni sed, por favor no te angusties.

-Sabes Móishele, la riqueza es tan linda como la vida, y la pobreza tan fea como la muerte.

No sabía qué decir para consolar a la pobre tía Yenttel, entonces preferí callar. La tía se alejó y me quedé solo en la cocina. En medio de aquel silencio escuché unas voces que cada vez se hacían más claras y más fuertes. Pero ¿de dónde venían? Decidí seguirlas. ¡Las voces venían del sótano! La tapa estaba abierta, y la alfombra deshilachada que cubría la entrada estaba corrida hacia un lado. Pero ¿quiénes estarían en ese lugar que solamente servía como depósito de cachivaches? -me pregunté.

Quise bajar, pero tuve miedo. Luego, despacio, empujado por la curiosidad puse un pie en el primer escalón; después en otro. El hombre que hablaba era el tío Iósel, reconocí su voz. Para que no me vieran, permanecí recostado en la pared, escondido detrás del haz de luz, el lugar estaba apenas iluminado por una vela apoyada sobre la estufa en desuso.

Eran como una docena de hombres, no conocía a ninguno, sólo al tío. Unos estaban sentados sobre cajones y otros en el piso, atentos al discurso. Por el ambiente parecía una reunión secreta.

De pronto se le escuchó a la tía Yenttel llamarme a gritos: -¡Móishele, Móishele! ¿Dónde estás?

Sus gritos interrumpieron mi concentración y la de los demás. El tío calló. Miró en dirección a la escalera y se sorprendió cuando me vio.

-¡Móishele! ¿Qué haces escondido en la escalera entre las telas de araña?

Quedé estático, no sabía qué responder.

  —40→  

El tío Iósel caminó hasta la escalera y subió algunos escalones. Se paró frente a mí y me preguntó:

-¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?

-Poco tiempo -fue lo único que pude responder.

Me tendió la mano, yo le di la mía, y con su ayuda bajé. Me senté en el suelo al lado de un hombre muy parecido a mi padre; tenía la barba oscura y los ojos luminosos. Las manos gastadas y las uñas teñidas de grasa.

La reunión siguió como si nada hubiera ocurrido. El tío Iósel continuó hablando, sus palabras tenían fuerza, pasión.

A los pocos minutos de encontrarme en ese sótano sucio, abandonado y con olor a encierro, me sentí seguro, aliviado. Las dudas me abandonaron y mis miedos se arrinconaron.

El tío terminó su discurso. Cuando todos los presentes se despidieron, se sentó en el suelo a mi lado y me contó el significado de esas reuniones y las razones por las que tenían que permanecer en absoluto secreto.

El tío dijo:

-Luchamos clandestinamente pues cualquier núcleo que tiene nivel político, entre ellos el sionismo, está prohibido y ponemos en peligro no sólo nuestras vidas, también las de nuestros familiares. El grupo tiene como ideales el retorno a Palestina y la formación del estado judío, la realidad de la tierra propia. Teodoro Herzl decía: «Los judíos que lo quieran, tendrán un estado, su estado... El estado judío es una necesidad universal, por lo tanto surgirá Eretz Israel y la reconstrucción en Palestina».

Cuando el tío Iósel me explicaba lo hacía con el mismo entusiasmo con el que hablaba momentos antes. Mientras yo lo escuchaba, no podía creer que este hombre con tantas   —41→   ganas de luchar y con ideales concretos fuera el mismo hombre débil con el que todos en la familia estábamos acostumbrados a tratar.

Yo terminaba de conocer a otro tío Iósel, un hombre admirable.

-Escúchame, Móishele, cuando quieras puedes volver, esta es tu casa, tú ya lo sabes, y estos son tus amigos; también puedes ser útil a la causa.

-¡Gracias, tío! ¿Pero no te parece que soy muy joven?

-¡No, necesitamos gente de tu edad, más de lo que tú crees! El tío Iósel me acompañó hasta la puerta de entrada y me despedí emocionado, convencido de que volvería. Y volví.

Salía la calle, a la realidad, ya había anochecido.

Tímidamente la luna se asomaba. Caminé, fue la única vez de aquel invierno que no sentí frío. Estaba confundido, pensaba diferente. Aún no era consciente del sentido real de esa nueva manera de vivir: sin miedo, vivo, hombre.

Cuando llegué a la casa encontré a mis padres preocupados, hacía varias horas que me había ido.

-¿Dónde has estado, Móishele? -preguntó mi madre.

-Fui a visitar al rabino Elías, mamá.

Después de oír la respuesta que les di, ellos se tranquilizaron, yo sabía que aprobarían aquella visita. La otra, a la casa de la tía Yenttel, no conté.

Esa noche subí especialmente al altillo a buscar libros sobre el sionismo. También me interesaba saber más sobre Teodoro Herzl. Encontré uno muy pequeño escrito por él: «El estado judío». También de Moisés Hess: «Roma y Jerusalén», y de León Pinsker: «Autoemancipación». Estos últimos eran antecesores de Herzl.

  —42→  

A la mañana siguiente de la visita que hice a la casa de los tíos, bien temprano, se presentó la tía Yenttel. Mi madre y ella se sentaron en la cocina frente a dos vasos de té aguado; por un rato largo se quedaron hablando en voz baja, como para que nadie las escuchara. Fue así como mis padres se enteraron de mi visita a aquel sótano y de la mentira. Ellos conocían muy bien el motivo de esas reuniones, y también el riesgo que todos corríamos si me hallaban en ese sitio.

A partir de ese momento me quedaron totalmente prohibidas las visitas a la casa de la tía Yenttel. Pero la orden no tuvo efecto, yo igual encontraba la manera de escapar de mi casa sin que nadie lo notara, o creaba alguna excusa con el fin de salir. No podía dejar de ir, allí yo sentía distintas emociones, aquel grupo de personas me contagió la pasión por un ideal, la lucha real por una causa válida. Sentí admiración por el primer estadista judío desde la destrucción de Judea. Aquel hombre concilió una política, el movimiento sionista y fue él mismo: Teodoro Herzl, su dirigente.

Por un tiempo las pesadillas desaparecieron y yo despertaba por las mañanas tranquilo y fresco.



  —43→  

Mi madre estaba cantando en la cocina, y yo cerca de ella leía unos artículos, cuando mi padre se acercó llevando en la mano un pequeño cuaderno negro.

-¡Mira, Reitze, ahora sí podemos irnos!

Ella tomó el cuaderno, primero lo miró, y luego lo leyó detenidamente.

-¿Qué es eso, mamá? -pregunté.

-Toma, Móishele, entérate tú mismo, léelo.

Lo leí y dije:

-¿Adónde vamos a ir?

Mi madre contuvo las lágrimas unos minutos. Luego se echó a llorar.

-¡A América, allí está el tío Jaim y su familia; ellos nos esperan, nos van a ayudar, son muy buenas personas!

-¡Papá! ¿Por qué mejor no vamos a Palestina?

Mi padre se fue al salón sin decir una sola palabra. La idea de ir a América no me disgustaba, porque tenía ilusión de ver de nuevo a Málkele, tantas veces pensé en ella, soñé con ella, deseé como loco volver a verla. Recuerdo cuando la   —44→   conocí poco antes de la celebración de mi bar mitzva. El abuelo me había llevado a una ciudad cercana donde vivía un pariente que era sastre, con la intención de que me confeccionara un traje para ese acontecimiento, sería el primero que tendría. El tío Jaim era cuñado político del abuelo. Después de la muerte de la abuela dejaron de visitarse con la misma frecuencia.

Aquella mañana bien temprano el abuelo y yo subimos al carro y fuimos hasta allá. Cuando llegamos el tío Jaim nos recibió contento. Tenía una sonrisa contagiosa, parecía un hombre sencillo de buenos sentimientos, desde ese momento lo empecé a apreciar. Si no fuera por la barba matizada de canas, y una curvatura en la espalda, parecería un niño. Sus ojos eran pequeños, azules, casi transparentes. Vestía saco largo y negro, semejante al que usaba el rabino Elías, llevaba colgada al cuello una cinta métrica gastada y un dedal herrumbrado en el dedo del corazón.

-¡Entren, por favor! Tengo tanta suerte de que estén conmigo, en mi casa -dijo.

Entramos, la casa era parecida a él, alegre, llena de plantas y de pájaros multicolores que trinaban dentro de sus jaulas.

Mindú, su mujer, vino también a saludarnos y a darnos la bienvenida. Era risueña como el tío Jaim, más alta y grande que él.

De inmediato llamó a sus hijas y una a una se fueron acercando a saludar.

-¡Esta es Dóbbele, la más chiquita! -dijo el padre orgulloso. La pequeña gateaba a los pies de su madre.

Después se acercó otra niña un poquito más grande que la anterior, ésta ya daba pasos decididos y no se despegaba de la pollera de la tía Mindú. Tímidamente nos miraba, curiosa. La presentaron como Rójele.   —45→   Sórele se presentó sola, era robusta, tenía los cachetes rojos y el pelo negro, enrulado. Era la más parecida a la tía Mindú.

-¡Málkele, Málkele! -llamaba la tía-, ven, hija, quiero que conozcas a unos parientes de tu padre, que llegaron de Varsovia.

Tras el llamado de la madre, apareció la hija mayor.

Málkele era diferente a las demás. Apenas la vi, mi pecho palpitó, como si me hubieran asustado. La mejilla me ardía, las palabras se me atragantaron en la garganta, no pude hablar, sentí vergüenza. Málkele era casi tan alta como yo, tenía los mismos ojos del padre, claros y soñadores, el pelo rojizo, recogido en dos anchas trenzas que le caían a cada lado. Era hermosa. Por más que lo intentaba no podía apartar mis ojos de los de ella, ni después apartarla de mis fantasías. Pasamos todo el día en la casa del tío. Como el viaje era largo y cansador, el abuelo prefirió tomar tinas horas de descanso. La familia nos atendió igual que a príncipes, la tía cocinó pescado, como le gustaba al abuelo. El tío en ningún momento dejó de hablar de América, era su único tema.

-¿Por qué hablas tanto de América, Jaim? -preguntó el abuelo en un momento de la conversación.

-¡Sabes, mi querido amigo, me preocupa mucho vivir en Polonia, tú ya sabes, no hay trabajo, se escucha y se lee mucho sobre una posible guerra!

-¡Jaim, no te preocupes tanto! -respondió el abuelo.

-¡Hay tantas cosas que me preocupan! Lo más terrible es que no tengo un solo hijo varón. Cuando me muera, ¿quién va a rezar una oración por mí? Le pido a Dios todas las noches durante mis plegarias que me mande un hijo varón, y que ilumine a mis cuatro hijas mujeres para que en sus caminos encuentren buenos hombres, se casen y yo pueda tener la   —46→   gran satisfacción de acompañarlas hasta el palio nupcial. No quiero morir antes que Dios me conceda estos pedidos. Yo soy un buen hombre, ¿verdad?

-¡Seguro, seguro, Jaim, eres un buen hombre! -respondió el abuelo, asintiendo además con la cabeza.

-Honro la palabra de Dios -siguió diciendo el tío Jaim- cuido a mi mujer, como ningún otro hombre; no tengo fortuna, pero a mi familia no le falta pan, trabajo desde la mañana bien temprano hasta la noche, solamente para darles todo a ellas, que no les falte nada, todo lo que tengo es para ellas, soy un hombre honesto, sin vicios, a veces una copita de más, pero no soy ningún borracho, que Dios me arranque los dedos -escupió a un lado- si digo mentiras. Y tú sabes ¡cuánto valen mis dedos! Sin ellos no puedo trabajar. No pido nada más, sólo satisfacciones, quiero satisfacciones.

-Jaim, te mereces muchas satisfacciones, y estoy seguro que Dios te las va a conceder, tú lo mereces, y tu familia también.

-¡Tú también eres un buen hombre, también mereces satisfacciones, mi buen amigo!

El día se fue rápidamente, teníamos que volver, aunque yo prefería quedarme todo el tiempo, me divertían las palabras del tío Jaim, jugué con las niñas, disfruté de la comida y de la amabilidad de la tía Mindú y sobre todo de la belleza de Málkele. Antes de despedirnos el abuelo invitó a toda la familia para la celebración de mi bar mitzva.

Nos despedimos. Tomamos el camino de regreso. Durante el viaje sólo pensaba en Málkele, en sus ojos; me quedó el sabor dulce de su mirada. Por varios motivos esperaba ansioso que llegara el día de la celebración de mis trece años, por lo que significaba a partir de ella mi compromiso con el judaísmo,   —47→   dejaba de ser un niño y adquiría la responsabilidad de un hombre, al ser llamado por primera vez a leer la Torá. También lo esperaba ansioso para volver a ver a Málkele.

Pero una vez más mis deseos no dejaron de ser solamente eso: deseos, la realidad fue triste. Unos días antes de la fecha cuando volví de mis clases de la casa del rabino, encontré al tío Jaim hablando con mi padre. Vino especialmente a traerme el traje encargado y además un libro de regalo: «El pilar del servicio» de Baruch Kossover. Me pidió disculpas por no poder estar el día de mi bar mitzva. Él y toda su familia se iban a América. Por fin se iban. Eso significaba que Málkele no vendría. El pensar que no la volvería a ver me dejó muy triste.

El tío Jaim compartió la comida con nosotros y poco después se despidió, pero antes le entregó a mi padre un papelito doblado.

-Acá está escrita nuestra nueva dirección, por si alguna vez la necesites, siempre mi casa estará abierta para ustedes -dijo, y se fue.

Yo también abandoné la mesa, volví a la casa del rabino Elías, a las clases de Talmud. Durante la tarde, el rabino nos habló del Mesías y nos explicó que con su llegada el mundo por fin será liberado.

Yo no presté atención a esas ni a las siguientes palabras que dijo el rabino: me sentía enojado y triste.



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