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Historia e intrahistoria colonial en la narrativa paraguaya de los albores del siglo XXI

Mar Langa Pizarro1





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La novela paraguaya cuenta con menos de un siglo de historia jalonada de retrasos, divorcios y desconocimientos. Su evolución, desde sus orígenes folletinescos hasta la actualidad, ha sido un camino plagado de dificultades políticas, sociales y culturales: censuras, presiones, falta de medios para publicar, ausencia de lectores por la escasez de la población y el bajo nivel educacional, escritores que emigraban buscando mejores condiciones de vida, y el tópico tantas veces repetido del desierto cultural.

En los panoramas de las literaturas hispanoamericanas, Paraguay ocupaba apenas unas líneas que se limitaban a constatar una situación desoladora, y a repetir media docena de nombres que solían pertenecer o bien a autores paraguayos que vivían en el extranjero o bien a autores extranjeros que vivían en Paraguay. Por supuesto, no faltaban las menciones a Augusto Roa Bastos y a Gabriel Casaccia, auténticos impulsores de la prosa literaria paraguaya, que no alcanzó su madurez hasta mitad del siglo XX. En ocasiones, aparecían acompañados por españoles afincados en ese país americano, que convirtieron sus vidas y sus obras en un homenaje (muchas veces desgarrado) al pueblo que los acogió: Rafael Barret y Josefina Pla, cada uno en su momento y con sus particularidades, serían los representantes de estos nombres. Los estudios citaban también a escritores argentinos que vivieron algunos años en Paraguay, como José Rodríguez Alcalá (autor de la primera novela «paraguaya», Ignacia, de 1905) y Martín de Goycoechea Menéndez (uno de los que más contribuyeron a forjar la imagen del heroísmo de los paraguayos durante la guerra contra la Triple Alianza). Y poco más.

Los paraguayos que vivían en el país encontraban serios obstáculos para publicar sus obras, incluso pagando ellos mismos las ediciones. Si salvaban esa dificultad, habían de enfrentarse a la inexistencia de canales de distribución, a la enorme escasez de público lector, y al desinterés internacional. En esas condiciones, fueron surgiendo autores de poemas y de cuentos, pero la novela alcanzó muy poco desarrollo.

A mitad del siglo XX, cuando una más de las múltiples revoluciones (en esa ocasión la de 1947) obligó a emigrar a buena parte de la población paraguaya, y una más de las dictaduras (entonces, la de Stroessner, que se prolongó desde 1954 hasta 1989) sometió al país a un férreo régimen, se abrió un nuevo abismo entre los creadores. Los escritores que se fueron tuvieron oportunidades vedadas a los que se quedaron. Los emigrantes entraron en contacto con las tendencias literarias universales; y alcanzaron la posibilidad de ver impresas y valoradas sus obras. Los que permanecieron en Paraguay tuvieron que optar entre el halago al régimen o el silencio; entre la asunción de los valores de la dictadura, la omisión de cualquier referencia   —116→   a la situación, o la condena al ostracismo. Si bien la censura no fue demasiado dura con la creación artística, el ambiente generado por el stronismo implicaba convertir en sospechoso a cualquiera que pudiese contradecir las tesis del dictador: en esa categoría entraban tanto quienes escribían como quienes leían. Y en un estado de prebendas y corrupciones, estar bajo sospecha podía hacer muy difícil la existencia de cualquiera. No obstante, a partir de los años ochenta, se fue generando un cierto clima de resistencia. El stronismo tenía los días contados: el descontento se había generalizado; la burguesía había empezado a viajar, a conocer lo que sucedía en el exterior; y regresaron algunos de los exiliados. Estos cambios afectaron también a la literatura que, además, se vio beneficiada por la creación de algunos talleres literarios, y de algunos proyectos editoriales. Por otra parte, el aumento de la censura en los medios de comunicación dio a la prosa de ficción la posibilidad de narrar lo que para el periodismo estaba prohibido. Y la literatura aprovechó esa oportunidad, acercándose al presente del país, y a un pasado que, en buena medida, explicaba ese presente.

De ese modo, la narrativa histórica empezó a ser uno de los subgéneros favoritos de los escritores paraguayos. Urgía explicar, desde una perspectiva distinta a la difundida por la historiografía oficial, lo acontecido desde la Independencia, desmitificar a «los grandes hombres» a los que Stroessner afirmaba parecerse. Por su forma y por su fondo, esa prosa histórica de ficción conectaba con la que Menton dio en llamar la «Nueva Novela Histórica Hispanoamericana», rompiendo así con el retraso de las letras paraguayas; y ofreciendo un contrapunto crítico que, al replantear las versiones del pasado, obligaba a cuestionar el presente y el futuro del país.

Es justo señalar que la desmitificación de la Historia paraguaya había comenzado en Argentina, donde Augusto Roa Bastos (Asunción, 1917) inició la tendencia de la «novela del dictador» con Yo el supremo (1974), obra en la que llevó a la ficción la figura de Gaspar Rodríguez de Francia desde novedosos planteamientos estructurales y lingüísticos. También en Argentina publicó Juan Bautista Rivarola Matto (Asunción, 1933-1991) Ybypóra (1970), una novela política llena de referencias históricas. Más tarde, Rivarola Matto adoptó temas históricos en Diagonal de sangre (1986), La isla sin mar (1987) y El santo de guatambú (1988), la trilogía en la que trató de alcanzar la objetividad al narrar diversos momentos del pasado paraguayo.

Foto

Augusto Roa Bastos

Sin embargo, como Roa Bastos vivía fuera del país, y Rivarola Matto se mantuvo dentro de los márgenes de la narrativa tradicional, hemos de esperar hasta 1984 para encontrar, dentro de Paraguay, innovaciones en la prosa histórica de ficción. En esa fecha, Helio Vera (Villa Rica, 1946) publicó el excelente libro Angola y otros cuentos, donde incluyó «La consigna», un relato sobre la guerra de la Triple Alianza que no omite algunos de sus más terribles episodios. «La consigna» apunta a la lealtad hacia el tirano como uno de los motivos de las sucesivas dictaduras y sumisiones del país. En el momento de su publicación, Osvaldo González Real comentó: «esta narración nos recuerda las mejores de [...] Augusto Roa Bastos, en su manera efectiva y funcional de manejar ciertos giros del lenguaje [...]. Esta concepción casi mítica de la historia de nuestro pueblo tiene su antecedente en la técnica narrativa de YO EL SUPREMO»2. En la segunda edición de Angola, Helio Vera añadió uno de sus mejores cuentos, «Destinadas», dedicado de nuevo a denunciar las atrocidades cometidas por Francisco Solano López durante la contienda. Y hay magníficos relatos históricos en su libro digital La paciencia de Celestino Leiva (2000).

Si nos centramos en la novela histórica paraguaya, cabe destacar que Guido Rodríguez Alcalá (Asunción, 1946) fue el auténtico artífice del cambio de perspectiva: con una mezcla de sucesos reales e inventados, de documentación y manipulaciones literarias, sus novelas Caballero (1986) y Caballero rey (1988) cuestionan tanto la imagen que se había ofrecido sobre la guerra contra la Triple Alianza, cuanto la figura de Bernardino Caballero, supuesto Reconstructor de Paraguay tras la guerra.

La publicación de estas obras (sobre todo, de la primera) abrió un tenso debate en el país, con un cruce de críticas y contracríticas que llegaron al insulto y a la amenaza personal. Y   —117→   es que Bernardino Caballero, retratado en la novela como un pícaro analfabeto e interesado, había fundado el Partido Colorado que estaba apoyando a Stroessner, y había sido el político más influyente de Paraguay desde el final de la Guerra contra la Triple Alianza hasta comienzos del siglo XX. El propio Stroessner se proclamaba artífice de la «Segunda Reconstrucción» (la primera era la emprendida por Caballero); y heredero de los tres dictadores de la primera etapa independiente: Gaspar Rodríguez de Francia, Carlos Antonio López y Francisco Solano López, cuya grandeza también se desmoronaba en las novelas de Guido Rodríguez Alcalá.

Retrato

José Gaspar Francia

A punto de terminar la dictadura stronista, la novela histórica paraguaya era un género en alza: interesaba a los lectores; desarrollaba procedimientos estructurales y formales que la vinculaban a la «nueva novela histórica hispanoamericana»; introducía una base documental de la que solían carecer los textos paraguayos supuestamente historiográficos; y, al ofrecer una versión del pasado distinta de la establecida por la dictadura, horadaba sus cimientos e invitaba a la crítica.

El golpe militar de 1989 supuso un aumento de las libertades. El espacio de la realidad volvió a ser la prensa y, aunque parte de la literatura siguió reflejando el presente y el pasado, el interés de la novela histórica pareció desplazarse. Los grandes mitos creados por el revisionismo y apoyados por la dictadura ya habían sido bajados del pedestal a través de la novela. Esto, y el hecho de que la transición democrática, a pesar de sus continuos traspiés, liberara a la prosa de ficción de parte de su misión combativa, dio la oportunidad a los autores de estudiar otras épocas, de centrarse en reflejar la vida del pueblo, y de recobrar la función lúdica de las letras.

Son muchas las narraciones literarias paraguayas que han adoptado argumentos históricos durante los últimos quince años. Pero, puesto que el tema que aquí nos ocupa es la recuperación del mundo colonial paraguayo en la novela del cambio de siglo, habremos de prescindir del análisis de obras que tratan sobre el Descubrimiento (como Vigilia del almirante, de Augusto Roa Bastos, 1992; y De lo dulce y lo turbio, de Carlos Colombino, 1997), sobre el Paraguay ya independiente (Pancha, de Maybell Lebrón, 2000), o incluso sobre la Historia de otros países (Retrato de familia, de Adriana Cardús, 1997). Para ejemplificar tres modos de enfocar la Historia del Paraguay colonial, hemos elegido Donde ladrón no llega, de Luis Hernáez, que apareció en 1996; Vagos sin tierra, de Renée Ferrer, que obtuvo la Mención Especial del Premio de Literatura 1999; y Velasco, de Guido Rodríguez Alcalá, editada en 2002. Las tres se centran en los últimos cincuenta años de la Colonia. Más concretamente: el presente de Donde ladrón no llega es 1767 (el año de la expulsión de los jesuitas); Vagos sin tierra arranca allá por 1773 (momento de la fundación de la villa de Concepción) y se extiende hasta 1840 (año de la muerte de Gaspar Rodríguez de Francia); y Velasco narra lo acontecido entre 1810 y 1812, es decir, los sucesos inmediatamente anteriores y posteriores a la deposición del último gobernador español de la Colonia.

A pesar de la confluencia en el tiempo del que tratan, los argumentos de estas tres novelas son absolutamente dispares: Donde ladrón no llega reconstruye la vida cotidiana durante los últimos años de las reducciones jesuíticas; Vagos sin tierra se centra en la lucha por la tierra de los paraguayos desposeídos; y Velasco analiza, desde una perspectiva bastante diferente a la oficial, la figura de un hombre real, que ocupa páginas en los libros de Historia. Veremos, a continuación, cuáles son los mecanismos y los objetivos de estas tres novelas que, en el cambio del siglo XX al XXI, hunden sus raíces en lo que sucediera en Paraguay dos centurias antes.

El autor de Donde ladrón no llega, Luis Hernáez (Asunción, 1947), había comenzado su andadura literaria en 1990, con la novela El destino, el barro y la coneja, donde renovó el tema del arraigo de la violencia en el inconsciente colectivo paraguayo tradicional. Atraído por la figura del fundador de Asunción, Domingo Martínez de Irala, Hernáez ha publicado la novela, Ese interior reino de nada.

Resulta curioso que la primera novela paraguaya sobre la época colonial sea una obra sobre las reducciones jesuíticas que, además, se acerca a ellas tratando de trascender los hechos puramente históricos para sumergirse en   —118→   la cotidianidad de quienes vivieron ese particular sistema administrativo. Pero lo cierto es que, de la mano de Fernardino, Donde ladrón no llega nos conduce desde las reducciones hasta el mundo civil asunceno de las encomiendas, contraponiendo ambas formas de vida. Son universos paralelos, que comparten el tiempo y casi el espacio, sin comprenderse y casi sin conocerse. Pero están condenados a enfrentarse: lo anhelan unos y lo temen otros. Y ese enfrentamiento supondrá el final de uno de los experimentos socioeconómicos que más pasiones han suscitado a lo largo de la Historia.

Sin embargo, el enfrentamiento entre el mundo colonial y el de las reducciones no es el único que se perfila en la novela: dentro de las Misiones, observamos tanto a los jesuitas (convencidos de la bondad de su obra, aunque no siempre seguros del método utilizado para llevarla a cabo) como a los indígenas (que acatan, sin entenderlas, las férreas normas impuestas por la autoridad de los religiosos). La contraposición de estas dos formas de enfocar la vida es el motor de Donde ladrón no llega, ya que Bernardino abandona Trinidad porque no puede soportar la penitencia que los religiosos han impuesto como castigo a su madre, culpable de algo que para los guaraníes no es un pecado sino una costumbre: el adulterio.

Bernardino es el único que se subleva contra el poder establecido, y por ello ha de salir de esa sociedad organizada e igualitaria, y enfrentarse a un mundo de encomiendas, explotaciones y envidias. Tácitamente, Hernáez está sosteniendo que la actitud paraguaya poco crítica con la autoridad nació en las Misiones, contradiciendo así las tesis de Roa Bastos en La tierra sin mal. Y decimos «tácitamente» porque Hernáez persigue una objetividad casi fotográfica en esta novela, y ha de ser el lector quien juzgue los hechos. Con ese fin, los personajes adquieren su propia voz para exponer sus argumentos, sus dudas, sus problemas y sus angustias. Así, presenciamos discusiones entre los religiosos, en las que se llegan a cuestionar el modo en el que están condenando a los indígenas a una especie de «niñez perpetua».

A través del hilo conductor de un protagonista indígena que sale de las reducciones para enfrentarse a un mundo para el que no está preparado, las anécdotas y los personajes de Donde ladrón no llega se multiplican. Es el terreno de la intrahistoria, de los seres individuales que llevan adelante su existencia en un marco histórico, pero con vivencias personales. Esto, y el hecho de que carezcan de rasgos regionalistas, los dota de una universalidad que pocos autores son capaces de conseguir.

Oímos a los propios personajes dialogando, en un lenguaje que supone una cuidada actualización del castellano del siglo XVIII (por ejemplo, se opta por mantener el tuteo, ya que el voseo del paraguayo actual todavía no se había introducido). Los conocemos también a través de la voz en primera persona de Bernardino, y de los datos que nos ofrece un narrador omnisciente que aclara, en tercera persona, lo que los protagonistas no podrían explicar. Esta distribución de voces, que respeta la verosimilitud de los narradores limitados, aparece, sin embargo, desdibujada por la interesante contaminación lingüística que se produce entre el protagonista y el narrador; y por la importancia de la música, en forma de onomatopeyas y cantos en latín.

La multiplicación de las historias individuales hace que el tiempo se ralentice. Más aún si tenemos en cuenta que, como hiciera Hernáez en su novela anterior, Donde ladrón no llega alterna dos tiempos narrativos: el presente (1767) y el pasado que recuerda Bernardino. Solo al final de la novela, presente y pasado, Historia e intrahistoria, confluyen en un relato que mantiene el suspense, narrando de forma paralela lo que sucede en Trinidad, y lo que ocurre entre quienes se dirigen a ella para expulsar a los jesuitas. Bernardino está entre estos últimos. Pero su misión no es, como la de los otros, apropiarse de los supuestos tesoros de las reducciones, sino liberar a su madre de un castigo simbólico para él insoportable.

No hace falta decir que la mayor parte de los personajes de la novela son seres inventados, pero tal vez sea interesante señalar que con ellos conviven gentes que sí existieron (el gobernador Bucarelli, el padre Ruiz de Montoya, el arquitecto Primoli, los músicos Domenico Zippoli y Antón Sepp...). Además, hay anécdotas que parecen inventadas y, sin embargo, son reales (como la del violín que se lleva a Europa desde Misiones); abundan los datos extraídos de obras históricas (de Blas Garay, Cecilio Báez y Manuel Domínguez);   —119→   lo descrito sobre la vida de las Misiones tiene mucho en común con los trabajos de Cardozo; y no faltan apuntes sobre arquitectura, que proceden de un ensayo inédito del que el propio Hernáez, arquitecto de profesión, es autor: Descubriendo Trinidad.

La diferencia entre el ensayo y la novela [reflexionaba Hernáez en una entrevista que mantuvimos en Asunción en 1998] es que ésta última te da la libertad para resolver cuestiones que en el ensayo sólo puedes apuntar... Por eso, la literatura acaba cambiando nuestra visión sobre el pasado.


También Renée Ferrer (Asunción, 1944) ha estudiado con detenimiento el pasado que refleja en Vagos sin tierra. De hecho, esta autora se doctoró en Historia con una tesis sobre los orígenes de Concepción, que es el argumento que recrea en su novela. Durante el siglo XVIII, la zona de Concepción sufría el ataque de los bandeirantes portugueses y de los indígenas mbaya-guaycurúes del Chaco, que llegaron a dominar el norte de la región. Para frenar el avance de unos y otros, los últimos gobiernos coloniales emprendieron la reconquista de territorios, tanto por medio de la repoblación (Concepción se funda en 1773) y las Misiones (en 1760, los jesuitas establecen la reducción de Belén) como por las armas (en 1794, se crea el fuerte de San Carlos sobre el río Apa).

Vagos sin tierra narra la fundación de Concepción, y la lucha por la tierra de quienes emprendieron su repoblación. Es, como el resto de la producción narrativa de Renée Ferrer, una obra que se centra en los seres oprimidos que tratan de salir adelante a pesar de la realidad histórica que los circunda. Porque Vagos sin tierra no relata los grandes hechos de una gesta sino la vida cotidiana de un matrimonio que lo abandona todo para alcanzar el sueño de él: la tierra prometida.

Todo comienza, precisamente, con el sueño de Chopeo y la oposición callada de Paulina. Y ahí tenemos otro rasgo que une esta novela con el resto de la producción de Renée Ferrer: en los sistemas totalitarios y en los países pobres, parece sostener la autora, la mujer es siempre víctima por partida doble, porque a las imposiciones del medio ha de sumar las imposiciones del varón con el que convive. Así le sucedía a la protagonista de su novela anterior, Los nudos del silencio (1988), que sufría la represión de un régimen autoritario asentado en un país pobre, y la alienación a la que la sometía su marido, quien, además, formaba parte del aparato represor stronista.

La tierra prometida que buscan los personajes de Vagos sin tierra, al margen de sus reminiscencias bíblicas, tiene su vinculación con el imaginario guaraní, pueblo que ha pasado gran parte de su Historia efectuando migraciones3 en busca del Yvy marane' (la tierra sin mal) que le prometían sus chamanes. Y no debe desvincularse del problema que actualmente sufre Paraguay, con sus latifundios no siempre bien explotados, y las constantes ocupaciones de tierras por parte de los que carecen de ellas. En cierto modo, como sucedía en las novelas de Guido Rodríguez Alcalá antes mencionadas, puede afirmarse que Vagos sin tierra establece un modo de buscar la explicación del presente indagando en el pasado. Y de ahí la reflexión premonitoria de Paulina ante la insistencia de su marido para conseguir los títulos de propiedad de las tierras que le asignan: «ella no consiguió convencerle de que los papeles, aunque llevasen firma y rúbrica, sólo servían para prender fuego si contradecían el capricho de la autoridad» (pág. 42).

En Vagos sin tierra, esa autoridad cambia de nombre en varias ocasiones: es el gobernador Agustín Fernando de Pinedo quien funda Concepción (1773); pero en el capítulo 53 de la novela se comenta: «la noticia de que la Provincia del Paraguay era ya Independiente»; y el 66 se abre mencionando «el anuncio de la defunción» de «Karaí Francia», es decir, de Gaspar Rodríguez de Francia (quien murió en 1840). Así pues, asistimos a casi setenta años de Historia. O mejor, de intrahistoria. Porque la Historia de los grandes hechos solo se narra a través de la vida de los personajes. Por ello, se mencionan los impuestos y los diezmos que han de pagar los campesinos durante la Colonia, y las expropiaciones que emprende Francia. En cambio, se omiten nombres de gobernadores y batallas.

La documentación, por tanto, se dosifica, se diluye en un relato rápido, estructurado en sesenta y ocho brevísimos capítulos que podrían parecer pinceladas casi impresionistas, o fragmentos de un poema en prosa. Sin embargo, esos trazos adquieren unidad gracias a las redes tejidas por los personajes, y a una cierta linealidad del argumento.

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El lirismo de la prosa y la importancia del mundo interior de los personajes son la herencia que la narrativa de Renée Ferrer recibe de su poesía, género que no ha abandonado desde que, en 1965, publicara Hay surcos que no se llenan. En Vagos sin tierra, su lenguaje se tiñe de resonancias lorquianas; adquiere una fuerte carga de musicalidad; se convierte en un claro exponente del español paraguayo, calcando sus giros y su vocabulario; y aparece preñado de rasgos de oralidad, como las onomatopeyas, las metáforas y el uso de vocablos guaraníes cuando la autora considera que su sonoridad es mayor que la de sus equivalentes en castellano.

Los personajes son seres inventados que pueden simbolizar a todos los hombres y mujeres anónimos que han forjado la auténtica Historia del país. Los protagonistas, ya lo hemos mencionado, son Chopeo y Paulina, un hombre guiado por sus sueños y sus ansias de poseer algo propio, y una mujer que ha de subordinarse a sus deseos, aun a sabiendas de que nada cambiará. A ellos se unen diversos personajes secundarios que aparecen (curiosamente) a partir de los capítulos pares capicúas: es decir, del 22 y del 44. La primera de esas incursiones se relaciona con la experiencia de Chopeo en el yerbal. No es necesario recordar la denuncia de las condiciones de los trabajadores de los yerbales que emprendió Rafael Barret en sus obras, ni decir que tal vez sea esa la fuente de la que bebe Renée Ferrer cuando habla de la dureza del trabajo y menciona: «entre el tasajo, las churas, si la había, y cualquier trapo para cubrirse las partes, se le iba el jornal entero» (pág. 109).

Los protagonistas humanos se ven acompañados por otros personajes menos convencionales: el perro Yacaré y la luna adquieren una enorme importancia en el relato, lo que vincula esta novela con el volumen de cuentos ecológicos Desde el encendido corazón del monte (1994), donde Renée Ferrer hizo patente su preocupación por la interacción del ser humano con la naturaleza. Así, el tema de los campesinos y la naturaleza parece haber abandonado definitivamente la «novela de la tierra» (que pervivió en Paraguay hasta no hace muchos años) para insertarse en géneros más acordes con las tendencias universales: la novela histórica y el cuento ecológico.

Hay, además, un evidente tributo al realismo mágico en Vagos sin tierra: la hija de Chopeo y Paulina, Bernardita, tiene facultades paranormales. Este hecho permite presentar al otro poder represor: la Iglesia, que se ceba con la muchacha. Sin embargo, el papel de Bernardita trasciende el hasta aquí mencionado: aunque es ella quien más desgracias sufre (incluido el secuestro por parte de los indígenas), Bernardita es la única que consigue escapar del desdichado destino común. Un destino que se manifiesta en la estructura circular de la obra, que comienza y termina con un viaje de los protagonistas, tan pobres al inicio como al final. Y esta estructura está vinculada tanto al presupuesto, antes mencionado, de que la Historia se repite (y, por tanto, explicar el pasado es una manera de entender el presente) como a la idea indígena del tiempo circular, cíclico.

Vagos sin tierra no es el primer intento de Renée Ferrer de acercarse a los temas históricos. Ya en 1976, su cuento «Padre Andrés» apareció publicado en una antología de relatos premiados en el Concurso Hispanidad. «Padre Andrés» está narrado en primera persona por un sacerdote moribundo, que recuerda cómo decidió quedarse en un claro del bosque cuando vio a unos indígenas, y lo que sucedió desde ese momento hasta el presente, en 1550. Además, en La Seca y otros cuentos (Premio de la República 1986) Ferrer incluyó dos relatos sobre la Guerra contra la Triple Alianza: «Crónica de una muerte», protagonizado por Pancha Garmendia, la mujer a la que Francisco Solano López amó y mandó ajusticiar; y «Santa», reescritura del cuento «La vengadora», de Teresa Lamas, que presenta a una madre que mata a uno de sus hijos por pelear contra López. En ese mismo libro, aparecía «La confesión», que trataba sobre las injusticias de Gaspar Rodríguez de Francia; y «El delator» que, como «El vigía» (incluido en Por el ojo de la cerradura, 1993), transcurría durante la guerra del Chaco.

Como los de sus novelas, los personajes de los cuentos históricos de Renée Ferrer son seres inventados, o personas reales que no fueron protagonistas de los grandes hechos de la Historia. Y es que, en una charla, la autora nos confesó: «nunca me interesó la literatura como vía para narrar la vida de los grandes personajes».

Justo lo contrario le sucede a Guido Rodríguez Alcalá, quien ha vuelto a centrar su última novela, Velasco, en uno de esos hombres   —121→   que han marcado la Historia de su país. El coronel Bernardo de Velasco (primero gobernador de la Provincia de Misiones y, desde 1806, también de la de Paraguay) fue el último representante del poder nombrado por España: en circunstancias muy poco claras, Velasco fue depuesto la noche del 14 al 15 de mayo de 1811; e incluido en el gobierno provisional (supuestamente independentista) que se formó el día 16 del mismo mes.

Tras una minuciosa documentación (origen de su ensayo inédito Rasgos americanos de la independencia paraguaya), Guido Rodríguez Alcalá se acerca en la novela a los últimos momentos de la Colonia, y a los primeros de la Independencia. Para ello, como hiciera en sus dos novelas anteriormente citadas, ficciona la figura de un personaje histórico, y le da voz, convirtiéndolo así en narrador, protagonista y testigo de los hechos.

Velasco abandona el tema de la contienda de la Triple Alianza y sus consecuencias inmediatas, argumento motor tanto en Caballero y Caballero rey como en muchos de los cuentos de Guido Rodríguez Alcalá. Sin embargo, se mantienen algunos de los recursos a los que este escritor nos tiene acostumbrados, como la inserción de diversas voces narrativas, y la combinación de sucesos reales e inventados. Y continúa la tendencia a construir argumentos cada vez más lineales, que facilitan el seguimiento de la historia.

En contra de lo que sucediera en las otras dos novelas, el personaje ahora atrae las simpatías del lector. Y no solo porque no estamos ante un pérfido como Caballero, sino también porque Velasco carece de contradicciones e invita a la credibilidad; y porque el lenguaje que utiliza el autor incita a la identificación con el narrador. De hecho, al afrontar un tema poco claro pero poco manipulado por la historiografía oficial, parece que Rodríguez Alcalá está abandonando parte de su pretensión combativa anterior. En un momento de transición democrática como el actual, el sentido de la novela histórica es ligeramente distinto del que tenía durante la dictadura: entonces, atentar contra los mitos establecidos por el stronismo suponía batallar contra el propio régimen; ahora, la novela recupera su función lúdica, sin olvidar la indagación en la verdad.

Y esa verdad implica desmontar algunas de las afirmaciones de la historiografía oficial: así, Velasco sostiene que el 16 de mayo de 1811 no se izó «ninguna bandera tricolor como se ha dicho. Fue la bandera española» (pág. 58); y, además, recuerda: «juramos fidelidad a don Fernando VII» (pág. 58). Respecto a la revolución de los Comuneros, que algunos quisieron interpretar como un preámbulo de la Independencia, Velasco afirma: «no fue una rebelión contra el rey sino contra los jesuitas» (pág. 66).

Como sucede en sus obras anteriores, Guido Rodríguez Alcalá juega con las palabras de sus personajes para denunciar situaciones que se prolongan en el tiempo mucho más de lo que los protagonistas de las novelas deberían saber: por ejemplo, Velasco arremete contra el «vicio local de destruir documentos» (pág. 49); afirma que el guaraní es «el idioma de la mayoría pobre y de los ricos ignorantes, que entre nuestros ricos no son pocos» (pág. 100); y denuncia: «libros sobre el Paraguay, por desgracia, no se escriben o no se publican» (pág. 105).

Cuando ese sistema no basta para actualizar el texto, el autor no duda convertir a sus personajes en visionarios («esos porteños [...] dentro de cien años seguirán atribuyéndonos sus propias faltas», pág. 176), ni en recurrir al anacronismo (Saturnino Rodríguez de la Peña aparece como «el Poltergeist de la jabonería», pág. 159). Pero quizá el recurso al que mayor partido le saca es el de la ironía: «ningún filósofo francés se ha ocupado del asunto, con que no tenemos una fabulación como la urdida sobre el sistema jesuítico» (pág. 84). Una ironía que utiliza con particular saña contra la figura del primer dictador paraguayo:

ha firmado sucesivamente José Gaspar García Rodríguez Francia, José Gaspar Rodríguez de Francia, José Gaspar de Francia, Gaspar de Francia, Dr. Rodríguez de Francia, Francia el Dictador. Las razones del cambio no corresponde explicarlas a este servidor de ustedes sino a un facultativo médico. ¡Qué beneficioso hubiera resultado un diagnóstico a tiempo!


(pág. 59)                


Al margen de estas consideraciones, hay que destacar que, como sus obras anteriores, el texto de Velasco está trufado de citas de documentos reales: fragmentos de cartas del propio Velasco (pág. 49), notas enviadas a las autoridades (pág. 55), actas del Cabildo (pág.   —122→   62), citas del informe que redactó el gobernador Pinedo en 1775 (págs. 108-109), reglamentos de gobierno (pág. 188).... Algunas sirven para que el personaje pueda responderse a las múltiples preguntas que se va haciendo en su intento de comprender lo que ha pasado. Actitud esta que no es sino un reflejo de la costumbre de su autor.

Como hemos podido observar, Donde ladrón no llega, Vagos sin tierra y Velasco suponen tres acercamientos a la Historia y la intrahistoria del Paraguay colonial. Tres novelas de extraordinario interés que testimonian la vigencia de la narrativa histórica en el Paraguay del cambio de siglo; y que suponen la existencia de autores maduros que han sabido forjarse una voz literaria propia.






Bibliografía citada

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Colombino, Carlos, De lo dulce y lo turbio, Asunción, Club Centenario, 1997 (firmada con el pseudónimo Esteban Cabañas).

Ferrer, Renée, La Seca y otros cuentos, Asunción, El Lector, 1986.

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