ISABEL.- Todo se volvió más
doloroso desde que dejé la casa, donde el piano
estará esperando el roce de mis dedos.
(Se escucha el primer movimiento de la Sinfonía «El
Reloj» de Haydn.)
El recuerdo de mi
antigua rutina se me pega a la piel como una bufanda que me asfixia
más que estas paredes donde no hay ventanas para mirar el
sol. Quiero salir de este lugar horrible.
Sombras blancas me
asedian con sus pasos silenciosos; se abalanzan sobre mí,
hasta cazarme como a una mariposa que está a punto de
emprender el vuelo, condenándome a esta cama de
sábanas ásperas y barrotes fríos.
(Tic-tac, tic-tac, se escucha el tic-tac de un reloj cada
vez más fuerte.)
No veo relojes por
ninguna parte, sin embargo, siguen sonando en mi cabeza.
¿Cuánto hace que Omar no viene a verme?
Te visita cuando
estás dormida. Es más cómodo, así no
necesita hablarte.
Qué bien te
veo, Isabel. (Tono de parodia.) Pronto
estarás de vuelta.
¿Y los
relojes Omar?
Siempre andando y
desandando el tiempo de la ausencia y del desconocimiento.
(ISABEL
está como alucinada.)
¿Y Diego?
¿Dónde está Diego? ¿En el Brasil, en
África, en la Argentina? Un día se fue sin consulta
previa, cuando la novia se quedó embarazada, y Omar
decidió que era lo más conveniente para él.
Quiero ver a Diego. Sus cartas se demoran cada vez más, como
si supieran que las estoy esperando.
El tiempo se pasea
en mí como escarabajos que arrastran sus patas mientras
espero las cartas de Diego. Tic-tac, tic-tac. Hijo mío,
¿dónde estás?
(Se escucha el tic-tac, tic-tac.)
¿Por
qué no me dan las cartas de Diego? Hace tiempo que dejaron
de entregarme las cartas de Diego. Y esa mujer de blanco se hace la
tonta y tampoco me las da. Cuando le pregunto me sonríe,
como si yo no supiera que todos me toman por loca, y ella
también.
(El tic-tac va en aumento, luego disminuye.)
(ISABEL recobra el
sentido. Música segundo movimiento de «El
Reloj».)
¿Fue mejor
callar? No tuve alternativa.
El silencio es la
manera más segura de mentir, Isabel.
Ahora, con la
lucidez que proporciona la locura lo comprendo. Al principio no le
di importancia. Después me amordazó el placer de los
encuentros clandestinos a los que fui arrastrada por los
relojes.
O por tu propia
voluntad, Isabel.
Prisionera entre
estas cuatro paredes, soy libre. Ya no temo llegar al fondo de
mí misma.
Ahora es demasiado
tarde para explicarle a Omar por qué me atemorizaban los
relojes.
La vida no puede
limitarse a un plácido remedo de existencia, donde se
pretende ignorar la realidad mirando por una ventana clausurada
desde un supuesto paraíso.
Ya lo sé. Y
aunque tenga que permanecer encarcelada, me niego a ser nuevamente
aquella muñeca desentendida de la vida.
(ISABEL solloza.
Comienzan a sonar las doce.)
A las doce todo
recomienza. El golpe de libertad, las corridas con los brazos en
alto, el candente murmullo de unos labios.
(Se escucha una campanada.)
Y el taladro, otra
vez ese taladro en la nuca. Una recriminación me perfora,
hurgando dentro de mi cuerpo. ¿Cómo escamotearle mis
pensamientos? ¿Qué tiene adentro una mujer asediada
por el tiempo?
Escucho pasos.
(Tic-tac, tic-tac.) Alguien que no
conozco me atormenta; siento su respiración cada vez
más cerca, más cerca. No puedo respirar. La amenaza
me come los talones. (Tic-tac,
tic-tac.) Alguien se acerca, me ataca, socorro,
sáquenme de aquí, suélteme.
¿Quién me mete en una celda?
Voces, golpes,
sollozos. No quiero escuchar. Puedo oír mis pensamientos. Me
estiran de un lado a otro. El agua brilla en círculos
lejanos. El mandato de fingir me da vueltas en la cabeza.
(Suena otra campanada. La actitud de ISABEL cambia. Se marea.)
Socorro.
(ISABEL se
desploma.)
Me destrozo contra
las casas de cartón allá abajo. Desde la bahía
me saludan las sábanas tendidas, como si yo fuera una
pandorga más en el vacío. Mis claudicaciones bajan
también con el río. Las risas infantiles abofetean mi
indiferencia. La realidad está ahí para que yo la
vea.
(Suena otra campanada. ISABEL cambia de actitud. Se arrodilla
en el piso.)
Me envuelve la paz
de los conventos.
O de los
cementerios.
(Se escucha otra campanada. ISABEL cambia. Parece una prostituta,
se desprende la blusa, actitud provocativa.)
Ahora soy la
dueña de mis actos. No le temo a los ojos de los otros ni a
las lenguas. Ya no pido libertad, simplemente la tomo. Vení,
vení, mirá lo que tengo para darte en este lugar
humedecido por el deseo, (ISABEL muestra las piernas, los
senos.) hundí tu boca en la fruta que te
ofrezco. Tengo ganas de vos.
(Se escucha el cuarto movimiento de la Sinfonía «El
Reloj» de Haydn. Se proyecta la pintura en los paneles
del fondo.)
(Se ilumina el ventanuco intensamente.)
Una luz me llama.
Me acerco, me distancio, entro en ella.
La
comprensión es una inmensa luz que canta. En el centro de la
luz por fin me pertenezco.
(Suena otra campanada. Se apaga la luz del ventanuco.
ISABEL cambia de actitud,
atemorizada, se agarra la garganta. Las enfermeras continúan
cruzando el escenario sin decir una palabra.)
Sálvenme de
la que fui. Los relojes me llevan y traen irremediablemente desde
aquel plácido barrio residencial a este lugar donde se
mezcla el olor a soledad con los remedios, y sólo hay
corredores prolongados y caras que me acorralan cuando las
campanadas se disputan mi cuerpo liberando mi conciencia.
Ya nadie va a
venir. Gozo del amparo del desamparo. La vieja carcoma se repliega
en mi interior, mientras se descontrolan los relojes desbaratando
mi antigua placidez de losa.
(Se escucha muy bajo el cuarto movimiento de «El Reloj»
de Haydn. La luz vuelve a encenderse en el ventanuco.)
Dichoso el
mediodía cuando reconozco la clave de mis pasiones y las
trampas del sometimiento.
Soy vulnerable al
fin; más amada que nunca por los ángeles, despreciada
tal vez, sin importarme. Esta clarividencia dura sólo un
instante, pero es tan contundente que me sirve para descifrar el
resto de mi vida.
Acaso el
conocimiento sea una de las formas más temidas de la locura,
y por eso me encierran.
Bendita seas
locura, llena eres de gracia. (ISABEL recuerda casi con
alegría. Se levanta, camina lentamente hacia el centro del
escenario.)
Aquí no
tengo la protección de aquella vida lineal sin altibajos.
¿Dónde está mi razón?
¿La
perdiste o los viejos esquemas se rebelaron?
Durante todo el
día me comporto de la manera conveniente. Tomo las
píldoras sin que nada turbe mi semblante. Sólo cuando
suenan se derrumba la claudicación culpable dando paso al
entendimiento, a la responsabilidad de vivir por cuenta propia.
Sí,
tenías que haber hablado. No para detener los engranajes,
sino porque el silencio es un pozo donde se pudre el sentimiento y
se fabrican las máscaras.
El silencio nos
engulle, aplastándonos la lengua y alejándonos de los
otros, como si fueran extraños que miramos con ojos
ciegos.
Todos persistimos
en el silencio, ese cómplice solapado de la mentira. Salvo
el tic-tac de los relojes nadie interrumpía mi soledad.
Ahora sé que sin ellos el silencio me hubiera destrozado.
(ISABEL
recuerda casi con alegría.)
La última
vez que me senté al piano, la pesadilla no había
terminado. Apenas dieron las doce me colmó la
alegría, el vacío, el misticismo, el mareo, el deseo,
y aquellos dedos cortándome la respiración, hasta que
Omar me separó las manos cuando casi me estaba ahogando, y
me internó en este lugar donde no hay helechos, ni
jardín, ni música.
(Se escucha el cuarto movimiento de la Sinfonía «El
Reloj» de Haydn.)
Ahora estoy
aquí, sola, pero sin miedo a los relojes. Nada ha cambiado
en cierta forma, aunque nada es igual.
Los días se
suceden como antes. Sé con exactitud la distancia que media
entre cada minuto de esta realidad que me amordaza, entendiendo que
tras ella existe la verdadera realidad, de la cual no me puedo
desligar sin traicionarme.
(La música va en aumento. La luz invade el
escenario.)
Mientras los
relojes funcionen mantendré la compostura de antaño,
salvo cuando me sacuden y encuentro a la que verdaderamente soy,
reconociendo que los demás existen tanto como yo.
(La música se intensifica.)
¿Dónde estoy? Me pierdo en un laberinto, mi
clarividencia se agiganta. ¿No escuchas el gran girasol que
gime? Soy yo la que llora. Socorro. Me caigo. Me persiguen. Otra
vez las ganas de rezar. Padre nuestro no me dejes. Un olor a hombre
me perturba. Vení, acercá las manos, así,
así. Abrazame fuerte, fuerte. Socorro. Las mujeres de blanco
ya vienen de nuevo. Malditas. (ISABEL lucha con las
enfermeras.)
No quiero. No
quiero. Déjenme. No me aten los brazos. No.
(Le ponen una camisa de fuerza.) No
quiero ir. No, a esa pieza vacía, no.
(ISABEL
patalea.) No podrán conmigo, no podrán
sujetarme otra vez.
Suéltenme.
No. Basta. Esto terminó.
(Las enfermeras salen. El cuarto movimiento -finale- de «El Reloj»
se escucha más fuerte. Los paneles quedan totalmente
blancos.)
No sé
cuánto tiempo seguiré sola, imposibilitada de hacer
contacto con alguien, sabiendo que conviviré de ahora en
más con esta lucidez irreversible, que me impide
engañarme y me reclama. No sé si existe un final, o
éste es el final donde comienzan a disolverse las ataduras,
la enajenación, las máscaras.
La esperanza es la
más obstinada de todas las virtudes. O el mayor vicio de los
desamparados.
El único
vicio es dejarse manipular por los demás.
Ahora mi
único deseo es transitar el puente que se tiende hacia esa
otra orilla de mi ser, escuchar el llamado de los otros, liberando
de mi cantera de silencio el timbre genuino de mi voz.
(Una luz intensa llena toda la escena.)
No me importa que
suenen. Este encierro es una mera falacia de la que lograré
zafarme. Ni las campanadas ni el tiempo pueden hacerme daño;
sólo enseñarme los múltiples rostros que se
esconden detrás de una mentira existencial. Ahora yo soy la
dueña de mi propio destino. Yo decido qué camino
tomar.
Este estado me ha
poblado de luz.
Con la luz
vendrá la libertad y el valor de asumirla, aunque Omar,
ajeno a mi existencia, siga atrapado en su manía de darle
cuerda puntualmente a los relojes.
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