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La incógnita del Paraguay y otros ensayos

Hugo Rodríguez-Alcalá



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ArribaAbajoA manera de prólogo

Hugo Rodríguez-Alcalá: Breve radiografía de un hombre


Conocí a Hugo Rodríguez-Alcalá hace treinta y nueve años, recién llegado él del Paraguay con la intención de estudiar filosofía y obtener un segundo doctorado, a la par que daba clases para principiantes en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Wisconsin. Sabía de antemano que la jurisprudencia no iba a ser su principal campo de acción, en caso de permanecer en los Estados Unidos.

Recuerdo muy claramente el análisis que hicimos de su futuro. Como aspirante a profesor de filosofía, iba a tener dos serios escollos: por una parte, competir con norteamericanos para lograr, quizá, tras un largo período, una cátedra de filosofía y, por otra, tener que pensar en inglés, lengua que iba a dominar años después. La decisión final surgió ante su mente al considerar la importancia de ensayistas y pensadores hispánicos y los atractivos de la crítica literaria. Comenzó así una época de vastas lecturas en tres lenguas, volviendo siempre a autores favoritos: Américo Castro, Ortega y Gasset, Unamuno, Bergson, Dilthey, y, muy en particular, Francisco Romero, pensador argentino que Hugo admiraba por su postura idealista y la elegancia de su estilo1. Muy pronto se transformó en un hombre con una misión: interpretar la cultura hispánica a sus alumnos y al público en general.

Al descubrir la realidad norteamericana, empezó a perfilarse en su mente con mayor nitidez el ser de la comunidad hispánica, vista ahora no sólo como un conjunto de naciones americanas sino como una colectividad aún mayor, en la cual le cabía a España ser la raíz de origen. En la mente de Hugo no había exclusivismos localistas. Sin embargo, no creía necesario o conveniente mirar a América con un enfoque racial. Las culturas indias y africanas las entendía como factores contribuyentes, pero no determinantes, pues, a su entender, el destino de América Latina había de asentarse, inequívocamente, en el acervo iberoamericano, esto es, en el seno de la cultura occidental.

Había un segundo campo de actividades que también exigía una conciliación: adaptar sus actitudes y hábitos hispánicos   —8→   al ritmo y orientación de la vida yanki. Para ello era preciso concordar en su mente dos culturas que parecían chocar en muchos respectos. Espíritu armonizador por excelencia, puso entonces su voluntad al servicio de un nuevo plan de vida. Le era forzoso, pues, descubrir el sentido de las «rarezas» que a diario surgían ante su mente indagadora. Al mismo tiempo hacía una revaloración de la imagen forjada en su mente por Rodó, quien vio en la vida norteamericana, como directriz principal, un agresivo y miope pragmatismo. ¿Era el norteamericano, en verdad, como aparece en las páginas de Ariel? Le era indispensable, además, entender la psicología de sus alumnos y los objetivos, para él muy discutibles, de la educación universitaria. Magna tarea.

Hugo halló pronto un tercer motivo de conciliación: aunar su pasión por la poesía -libre vuelo de la imaginación- con el amor a la filosofía, disciplina que tiene por base la más estricta racionalidad. Descubrió muy pronto que ambos quehaceres tienen un punto de partida común -la intuición imaginativa-, la misma que inspira al científico al configurar un proyecto y sus posibilidades de desarrollo. Pero, ¿había de quedarse en el escarceo teórico y en el ensimismamiento poético? Ni uno, ni otro. Tenía por delante el campo de las realizaciones, esto es, la docencia. Estamos, pues, frente a un hombre múltiple en proceso de autoconstrucción, que se orienta hacia una meta definida.

Rodríguez-Alcalá ha vivido constantemente dominado por insaciables ansias de saber. El dominio de un horizonte es para él motivo de nuevas incursiones intelectuales. Finísimo observador, se detiene a veces en detalles al parecer minúsculos, que luego le sirven de trampolín para nuevos logros. Durante los años que me cupo en suerte tratarlo, le vi a menudo poseído de sus nuevos hallazgos. Hugo está entre aquellos hombres, cada día menos comunes, que tienen la capacidad de entusiasmarse ardorosamente con ideas, aunque no tengan aplicación «práctica». Siempre habré de recordar el entusiasmo con que leía o releía páginas de Ortega y Gasset en voz alta, no como lector desprevenido sino con la atención puesta, por una parte, en la argumentación, por otra, en las palabras y frases felices.

La disciplina intelectual obligó al poeta a poner en práctica las normas que aquélla impone: el deslinde preciso, la ordenación lógica, el culto de la palabra exacta. En sus elucubraciones llegaba a veces al borde extremo de lo racional, quedándose abismado ante lo incomprensible y arcano. «La mente -me dijo en una ocasión- está uncida a las categorías que supeditan todo conocer. ¿Cómo será lo que no cabe dentro de esas categorías?». Entonces su imaginación emprendía un vuelo creando verdades poéticas para hacer luz donde había sombras. La intuición, en la mente de Rodríguez-Alcalá, no reemplaza a la inteligencia sino que es el necesario complemento de ésta. Convicciones   —9→   de este tipo hacían de su persona un enigma ante los ojos de quienes vivían en un cómodo más acá.

Sería equivocado suponer que Hugo es sólo un ente pensante: detrás del intelectual se descubre siempre un hombre emotivo. En momentos de euforia da pasos nerviosos, gesticula o irrumpe en exclamaciones. Su palabra cobra entonces tintes dramáticos, acentuados por largas pausas. También tiene momentos de reconcentración y silencio, especialmente en trances de angustia o de fracaso. En una ocasión tuvo que escuchar objeciones y reparos, algunos de ellos injustos, por parte de un intelectual joven que era su examinador. Su agitación era evidente, pero, pasada la prueba, le oí decir como quien se ha librado de un vendaval interior: «No, no puedo guardarle rencor, porque todo lo dijo de buena fe». Y olvidó el incidente porque pudo reconstituir su yo tras el agobio de una experiencia desagradable.

Hugo sabe que todo hombre está en constante proceso de autocreación, dentro de una persistente problematicidad. Posee, sin embargo, la maravillosa cualidad de poder mirar el mundo con optimismo, a pesar de saber que la indagación de primeras causas lleva inevitablemente a la incertidumbre. Su poesía no es sino el asombro de quien se ve como ser mortal y limitado frente a la grandiosidad del cosmos y sus insondables misterios.

Le oí lamentar en una ocasión el no poder entregarse a una verdadera «ingenuidad» para gozar la vida sin conflictos o preocupaciones pertinaces. Sin embargo, cuando se hallaba frente a fronteras insalvables, podía recurrir a la meditación para entregarse, a través de ella, a gratas complacencias. Sé que muchos de sus amigos no llegaron a comprender la razón de estas «fugas» intelectuales. «Tú vives en falso», le dijo alguien, queriendo decirle que no tenía los pies en la tierra. Ese amigo no entendía que el hombre puede llegar a una fundamentación del ser a través de verdades íntimas. Mucho más acertado es pensar que Hugo vivía de su interioridad, en coloquio consigo mismo, y que su aparente inconsciencia era en realidad una callada y productiva introspección.

La personalidad de Rodríguez-Alcalá no es la del hombre común, pues no vive como el amigo aquel que tenía «los pies en la tierra». A este respecto acude a mi memoria el recuerdo de una visita que hizo a una especie de bazar acompañado de un amigo, quien se entregó totalmente a jugar con «cosas», con el embeleso de un niño. «Dichosos los simples», me dijo después. Hugo no vive sólo de cosas; sus actos y su palabra acusan una axiología que le permite alzarse por sobre las cosas y conveniencias para trascender a la zona de los valores. Su mentalidad se nutre del concepto de persona, tal como entiende este término Francisco Romero.

Para completar el retrato espiritual que aquí diseñamos es   —10→   preciso incluir también la cara elemental de la personalidad humana: el afán de vida y la búsqueda de la dicha. La obra poética de Rodríguez-Alcalá muestra constantemente el engaño de los valores irracionales y también su fascinación y poderío. Baste recordar esos poemas suyos que llama «vagamente» eróticos. El poeta tiene plena conciencia de su ser instintivo y de las demandas que impone a su ser espiritual. Esta antinomia de cuerpo y alma la reconoce como la esencia misma de la vida humana, pero es de interés observar que, instalado en la zona de la pasión, se mantiene siempre dentro de los límites del decoro. Este rasgo suyo, digámoslo de paso, explica su admiración por Rubén Darío, en quien se asocia la exaltación del sátiro con la aspiración angélica.

Al correr de los años la poesía y la personalidad de Hugo han ido simplificándose. Ha abandonado los oropeles del modernismo y también la propensión a las abstracciones. En años recientes sus versos se orientan hacia motivos cotidianos, que su alma traduce con hondura nunca antes alcanzada. En algunos momentos sus versos resuenan con la sobria vehemencia de Antonio Machado. El poeta y el hombre, tras de encontrar la sencillez, vuelven a la vida diaria y descubren en ella un genuino centro vital. El mundo poético se puebla de seres queridos y voces calladas, que parecen emanar de la tierra roja y sus palmeras, del canto de los pájaros, los aromas y la plenitud solar.

Las nuevas directrices poéticas no han cambiado en Hugo la esencia de su humanidad social. Persisten como antes su decidido rechazo de actos bochornosos, su respeto por el prójimo y su espíritu de donación. Si fuera necesario señalar una sola característica distintiva de su ser social, nada la retrata más cabalmente que su acendrado sentido de la amistad. La suya no es esa amistad chabacana que se despoja de todo rigor sino la amistad «bien cincelada» de que nos habla Julián Marías, expresión de su cordialidad, cortesía y ponderación.

Dice Alfonso Reyes que su vida fue una amplia trayectoria, cuyo fin había de coincidir con el punto de partida. Igual retorno se advierte en la obra de Rodríguez-Alcalá. Hugo ha reencontrado su tierra y se siente fortalecido por ella. Sus años en el extranjero no han extinguido el trasfondo de imágenes imborrables y emociones en que transcurrieron sus años decisivos.

Al terminar este año, Hugo se alejará de los círculos profesionales en que le hemos visto actuar por más de treinta años. Su retorno al Paraguay es comprensible. En toda partida va envuelta una tristeza, que él sentirá, y que sentiremos todos los que le hemos conocido.

1982

Eduardo Neal-Silva. Profesor Emérito

University of Wisconsin



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ArribaAbajoNota preliminar

Estos trabajos son como inéditos en el Paraguay. Casi toda mi obra ensayística se publicó, durante casi cuarenta años, en Estados Unidos, México, España, Francia, Alemania, Italia, en revistas que no circulan en nuestro país. Por esto me place2que la Editorial Mediterráneo publique en Asunción algunos ensayos que nunca vieron la luz entre nosotros.

El ensayo que da título al volumen fue destinado al Homenaje a Luis Alberto Sánchez, libro publicado en Madrid en 1983 con motivo de los ochenta años del escritor peruano. Mi propósito, al rendir con otros treinta y dos escritores americanos mi homenaje a Sánchez, fue historiar el impacto de una frase suya en la intelectualidad paraguaya, y rectificar algunos asertos que no halagaron, precisamente, mis sentimientos patrióticos. El ensayo, por ello, adolece de cierta patriotería que debe disimularse.

El trabajo sobre narrativa paraguaya de 1960 a 1970 apareció en Nueva York en la revista dirigida por H. F. Giacoman Nueva narrativa hispanoamericana. Toda la información en él inserta fue obtenida desde California, tras muchos años de ausencia del país.

El extenso trabajo sobre José Ferrater Mora se publicó como feature article, también en Nueva York, en la REVISTA HISPÁNICA MODERNA a la sazón dirigida por Ángel del Río. Este eminente crítico ya hace tiempo desaparecido quiso con la aparición de mi estudio en su revista honrar al filósofo catalán cuando la obra de éste adquiría prestigio internacional.

«Francisco Romero y el ensayo filosófico» se publicó en volumen Homenaje a Francisco Romero con que la Universidad de Buenos Aires honró al que era entonces su mayor filósofo con motivo de cumplir éste los setenta años, en 1964.

«En el cincuentenario de las 'Orientaciones' de don Pedro Henríquez-Ureña»3 apareció en Cuadernos Americanos, México, en 1977. El lector verá cómo las famosas 'Orientaciones' del humanista dominicano se prestaron para una reflexión sobre el llamado   —12→   boom de la narrativa hispanoamericana.

«Sobre Elio Vittorini y Juan Rulfo: dos viajes en la cuarta dimensión» fue leído en Madrid, en 1975, durante el Congreso de Literatura Iberoamericana, y publicado ese año en la revista La palabra y el hombre. El mismo estudio se reproduce en el libro Homenaje a Andrés Iduarte, Indiana, The American Hispanist, 1976.

El ensayo sobre Eloy Fariña Núñez y Hérib Campos Cervera vio la luz en Hispanic Review, Philadelphia, en enero de 1965. Es pura casualidad el que se republique justamente al celebrarse el centenario del autor del Canto secular.

Otro de los trabajos que destaco entre los del presente volumen, es el artículo inspirado por el 40º aniversario de CUADERNOS AMERICANOS. Publicado en esa revista en 1982, es un homenaje, un homenaje como los anteriormente aludidos, que me fue solicitado. Mi correspondencia con don Jesús Silva Herzog fue muy intensa durante más de treinta años. En 1980 el gran anciano me escribió para decirme que en el plazo de 26 años dos escritores batían el récord como colaboradores de su revista: Felipe Cossío del Pomar y yo. Esto explica -la larga amistad- el fervor de mi homenaje al prócer mexicano.

Asunción, 1985

H. R.-A.





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ArribaAbajoLuis Alberto Sánchez y el Paraguay

Historia de una incógnita


Para Luis Alberto Sánchez, en su niñez, el Paraguay fue una tierra de leyenda; luego, en la vida adulta, una «incógnita» en lo que mira a la literatura; finalmente, una tierra hospitalaria donde halló asilo como refugiado político y se le convirtió en tema de un libro publicado por una editorial paraguaya: Reportaje al Paraguay (1949)4.

Acaso no se me hubiese ocurrido a mí el título de este trabajo si, expatriado yo del Paraguay antes de 1937, no hubiese sido testigo de la impresión que causó en aquel año -y mucho después- la Historia de la literatura americana (Desde los orígenes hasta 1936). En el último capítulo de este libro, párrafo 10, Luis Alberto Sánchez se ocupa del Paraguay literario o, mejor dicho, da unas pocas noticias sobre escritores paraguayos bajo el título pronto famoso de «La incógnita del Paraguay»5.

Apenas hubo crítico paraguayo que al hablar de las letras patrias no se refiriera a la «incógnita» de Luis Alberto Sánchez. La incógnita del escritor peruano no sólo inspiró artículos y diversos comentarios, sino que suscitó todo un libro, el primero consagrado a la poesía paraguaya. Su autor es Walter Wey; su título: La poesía paraguaya. Historia de una incógnita (1951)6. Como se ve, catorce años después de la publicación de la Historia de Sánchez, la incógnita de éste, en lo que toca a la poesía, aspira a ser esclarecida.

Seis años antes, Arnaldo Valdovinos publicó en Buenos Aires un tomo titulado La incógnita del Paraguay. El título le fue inspirado por Luis Alberto Sánchez.

En 1966, Sindulfo Martínez, en el capítulo XXI de Hombres   —14→   y pasiones, todavía alude a la famosa incógnita. Y ya han transcurrido veintinueve años desde las perplejidades del autor peruano, y éste hace más de tres lustros que ha dado a la estampa el Reportaje antes nombrado.

Yo mismo, en un estudio sobre Roa Bastos publicado en un libro de 1967, me referí a la famosa incógnita, llamándola precisamente así: «famosa». Y en 1967 se han cumplido exactamente treinta años desde la aparición de la Historia de la literatura americana7.

Este trabajo, pues, debería titularse: «Luis Alberto Sánchez y la historia de su incógnita».

*  *  *

En 1949, Luis Alberto Sánchez escribe: «Para la mayoría de los americanos, el Paraguay es una especie de Terra ignota... Mis noticias sobre Paraguay eran de las más someras que sobre país alguno de la tierra haya tenido. Referiré algunas. Cuando yo era niño, mi padre... solía contarme con énfasis los heroicos fastos de un lejano país, envuelto en aromas de proezas y naranjos; áspera y perfumada comarca donde la muerte solía desenvolver su ritmo destrozando vidas e interrumpiendo ensueños. Todo lo que de allí venía era fabuloso... Hervía la conseja en las calles tapizadas de silencio y de melancolía, mordidas de árbol y sol. Relumbraba un cielo azulísimo sobre campos rozados por la metralla. Entre aquel caprichoso turbión de hazañas y quebrantos, de arengas y quejas, surgía, barbudo, implacable, Francisco Solano López, el mariscal de la epopeya, empuñando su lanzón de Nibelungo...»8.

Como se ve, para el niño aquel de a comienzos del siglo, futuro historiador y crítico, el Paraguay era una tierra de leyenda. Mucho más nos cuenta el escritor acerca de su visión infantil de la Terra ignota, que por muchos años seguiría siendo una incógnita. Un párrafo, que vale la pena el transcribir entero, resume sus ensoñaciones de la niñez:

«Para mí, el Paraguay se sintetizaba así: contradictoria amalgama de bravura y poesía, de epopeya y égloga; nación donde los   —15→   árboles deberían ser como los del Antiguo Testamento, para colgar de sus ramas arpas; o enredar en ellas las melenas del desleal Absalón. Tierra de flores; caliente jardín de las Hespérides bajo cuyos aleros se aposentaban no golondrinas, sino émulos de Jeremías, el profeta fuerte, a cantar el soberbio desastre de la patria»9.

Cuando muchos años después Sánchez dedique al Paraguay todo un libro autorizado por multitud de datos estadísticos, algo persistirá de estas imaginaciones infantiles, porque aun habiendo estudiado él la historia del país in situ, todavía hará empuñar al mariscal López su lanzón de Nibelungo, y esto es pura fantasía. El mariscal López cayó a orillas del Aquidabán blandiendo su espada -jamás blandió un lanzón- gritando la célebre frase «¡Muero con mi patria!».

*  *  *

¿Cómo es el Paraguay en que Sánchez encuentra asilo el año 1948?

Sánchez es amigo del entonces presidente del Paraguay. El mandatario ha cablegrafiado a su embajador en Lima: «Si Luis Alberto Sánchez desea venir al Paraguay, dígale que será recibido cordialmente. Natalicio González». Estamos en la segunda semana de octubre de 1948. En el Paraguay hace apenas un año que ha terminado la sangrienta guerra civil, que se prolongó cinco meses.

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En el Perú, en los primeros días de aquel octubre de 1948, se ha producido un levantamiento. En el Callao se libra una batalla. Sánchez, a la sazón en Lima, ha tenido que refugiarse en la Embajada de Paraguay. La Policía lo acecha. El gobierno peruano trata de detener al escritor. Pero el Embajador paraguayo, coronel Irrazábal -el famoso defensor y vencedor de Nanawa- logra poner a salvo al perseguido sin que éste tenga que entregar su pasaporte en manos de funcionarios limeños, deseosos de privarle del documento.

Tras larga odisea, en un destartalado avión argentino, un lento Alfa anfibio, Sánchez acuatiza frente al puerto de Asunción. Son las ocho y media de la mañana del 23 de octubre de 1948. El desembarco resulta ingrato. Quema el sol sobre la lancha que desde el viejo Alfa lleva al pasajero hasta el muelle. Un automóvil presidencial está esperando. Sánchez se hospeda en el Hotel Colonial, un hotel céntrico y nada bueno, como casi todos los hoteles que entonces había en Asunción. La ciudad debió de parecerle deprimente. Esto se lee entre líneas. No en vano una guerra cainita había asolado la república poco tiempo atrás. El calor es sofocante, y eso que estamos en primavera. El viajero camina por las calles «sudando -cuenta- como un peón». Apenas hay un lugar fresco donde tomar una cerveza. En el balcón de su cuarto de hotel hay un «persistente diálogo de dos grillos y unas cuantas cucarachas»10. ¡Extrañas estas cucarachas paraguayas, dotadas de voz y canto y capaces de dialogar con grillos compatriotas! ¡En mala hora ha llegado el escritor peruano al Paraguay! Pocos lustros después se hubiera podido alojar en algún hotel lujoso, todavía insospechable, con vistas maravillosas de la bahía y de una ciudad de infinitos árboles floridos con rascacielos irguiéndose donde ahora, en este caluroso octubre, dormitan chatas viviendas aplastadas bajo el terrible sol subtropical. En vez del viejo Alfa lo hubiera conducido por los aires una confortable aeronave de las Líneas Aéreas Paraguayas, también entonces insospechablemente futuras, y lo hubieran agasajado suaves azafatas de piel morena, negrísimos ojos y manos solícitas. En verdad, en aquel tórrido octubre de 1948 era inconcebible un Paraguay convertido lustros después en potencia   —17→   hidroeléctrica, suministrando un exceso de energía invisible a un estado del Brasil y a una provincia argentina...

Lo único hermoso que ve el asilado es un lago de «inmarcesible belleza» -anota-, a cuya orilla se yergue la villa veraniega de San Bernardino. Allí lo ha llevado el presidente González aquel mismo 23 de octubre, aniversario, entre paréntesis, de un trágico suceso político poco anterior al estallido de la Guerra del Chaco.

La noche de Asunción suscita el entusiasmo del viajero. «Una noche tersa, firme, compacta, azul». ¡Cuántas veces oyó él hablar de las noches del Paraguay! El hombre de letras recuerda entonces a la bailarina rusa que murió en Asunción. ¡El Paraguay de fuego!, había dicho Rubén Darío en su canto a la infeliz bailarina. «De fuego, sí, y de tersura -comenta Sánchez-; de fuego y de luna; de fuego y de añil; maravilloso espectáculo que requiere cantor y guitarra, poeta y músico, amor y nostalgia»11.

Pero, ¿qué pasa de pronto en esta tierra de belleza paradisíaca cuando sobre ella ejerce su sortilegio la noche estrellada en la paz y el silencio? Pues apenas ha transcurrido un día entero desde la llegada de Sánchez cuando estalla una «revolución». En efecto, la ciudad, poco después de la noche del 24 de octubre, retumba con estampidos de fusil y ráfagas de ametralladora, a los que se unen explosiones de granadas de mortero. Horas y horas dura ya la fiesta tradicional de la capital paraguaya cuando la radio anuncia que el gobierno ha triunfado. Los ánimos se apaciguan en el Hotel Colonial, donde el escritor, azorado, asiste al pavoroso espectáculo muy próximo, en pleno centro de Asunción, allí, en la calle Palma, de la lucha entre hermanos y además correligionarios...

*  *  *

En el capítulo 9, Sánchez retrata al «Mburubichá»; esto es, a su amigo el presidente Natalicio González, en cuya residencia es más de una vez huésped de honor. González y su esposa suscitan la admiración del escritor que se proponía desvanecer la incógnita del Paraguay. La señora de González, universitaria de refinada cultura, en plena revolución ha estado preparando una conferencia que debía dictar días después. Su tema: «La idea de Platón». Su esposo está estudiando a Aristóteles; poco antes de asumir la presidencia ha disertado en la Universidad sobre un tema   —18→   filosófico: «Idea del tiempo en San Agustín»12.

González es, sin duda, un gran escritor americano. No hay que reprochar a Sánchez que sea muy influido por las ideas políticas y de otra índole que su amigo formulaba entonces. Otro peruano famoso visitará el Paraguay años después, en compañía de otro escritor paraguayo, aún más famoso y persuasivo: Augusto Roa Bastos. Y Mario Vargas Llosa, que así se llamaba y llama el aludido peruano, verá al Paraguay en 1966 más con los ojos de Roa Bastos que con los suyos propios. Roa Bastos no ha percibido nunca o ha preferido no percibir el aspecto alegre, jovial, humorístico del pueblo paraguayo. Sus héroes son tristes, trágicos, incapaces de una sonrisa feliz, de un chiste todo buen humor y picardía. Vargas Llosa no advertirá esta alegría, esta jovialidad tan característicamente criolla en ninguna parte13.

En 1948, las circunstancias, por un lado, no eran propicias para captar serenamente las realidades. Éstas además no exhibían sus aspectos positivos. Muchas personalidades distinguidas, muchos escritores que comenzaban una obra poco después muy celebrada, habían huido del Paraguay como Sánchez del Perú. El viajero no llegó a conocer ni a hombres eminentes del mismo partido entonces en el poder. Y no todos los que conoció pudieron darle una cabal idea de lo que era y es la élite intelectual y social del Paraguay. Con excepción de algunos hombres jóvenes como César Garay, hijo del prócer, a quien trató en Chile, y de algunas personalidades más -muy pocas-, no entró en contacto con quienes hubieran enriquecido su conocimiento del país desde múltiples perspectivas autorizadas.

En su libro ni siquiera nombra a jóvenes de entonces, como un Edgar L. Insfrán, un Bilbao Zubizarreta, un Osvaldo Chaves, ni siquiera a figuras destacadas del coloradismo como H. Sánchez Quell. Tampoco a miembros de la intelectualidad paraguaya ajenos a la política desde hacía tiempo, como el historiador Julio César Chaves, ni a una figura rectora de la vida artística nacional como Josefina Plá. No cita siquiera una vez a uno de los mayores historiadores de América, autor entonces de numerosas obras y uno de los mejores prosistas de su patria. Me refiero a Efraím Cardozo,   —19→   que era además un profundo teorizador de la historia como disciplina filosóficamente orientada.

En la historia política del Paraguay, Sánchez, que visitaba el Paraguay no sólo como hombre de letras, sino como político militante, ignora la actuación de nada menos que de Eusebio Ayala, figura de jerarquía continental -«El Presidente de la Victoria»-, hombre de leyes profundamente pacifista, a quien le tocó ejercer la presidencia durante los años de una guerra triunfal en defensa del territorio invadido ya hasta casi las orillas del río epónimo.

Debe entenderse bien que el ambiente caldeado por las pasiones políticas, la inquietud, la zozobra en que vivía el Paraguay, no le permitieron ni siquiera sospechar que precisamente en la década iniciada en 1940, y no terminada aún cuando llega al país, se había suscitado un importantísimo movimiento intelectual y artístico. Hacia 1940, en efecto, surge una pléyade de escritores y artistas, algunos de los cuales lograrán fama continental. Esto ocurría por primera vez en la historia del Paraguay; nunca antes había surgido un narrador comparable a Roa Bastos; ningún poeta como Hérib Campos Cervera había influido ni iba a influir tanto en el Paraguay de antes, de entonces y de después; ningún paraguayo ha ganado, como Elvio Romero, parejo renombre de poeta ni le ha superado en fecundidad hasta la fecha. En la década siguiente, entonces ya muy próxima, surgiría otra pléyade acaso tan meritoria como la anterior. Pero esto no podía menos de ser una incógnita para Sánchez en 1948. Todavía hoy sigue siéndolo en el extranjero, aun para especialistas.

Sánchez demostró encomiable lucidez en el planteamiento de problemas de índole histórica, política, social económica y cultural. Sin embargo, un gran acontecimiento histórico de decisiva significación en el desarrollo espiritual del país no ocupó su atención debidamente: la Guerra del Chaco. Sánchez afirma, ya después de su descubrimiento del Paraguay, que la guerra de 1932 a 1935 no tuvo vencedores14. ¿Es que el Paraguay no salió victorioso? Un país que derrota sucesivamente a tres ejércitos enemigos, se apodera de gran parte de todo su material bélico, se arma hasta los dientes con las armas conquistadas, recupera 122.000 kilómetros cuadrados de su territorio y al final de la contienda ha   —20→   capturado más de 25.000 prisioneros, ¿no es un país vencedor?

La figura del ilustrado general victorioso José Félix Estigarribia no suscita su admiración. No lo entiende como estratega, como militar ejemplar y clarividente que ganaba sus batallas como partidas de ajedrez y que memorablemente predijo la mayor de sus victorias como infalible «operación matemática»15. Lo juzga como a un político más en la serie de políticos autoritarios que han gobernado al Paraguay. Acaso por no haber comprendido la grandeza del conductor del Chaco ni la de su jefe, el presidente Eusebio Ayala -a quien ni siquiera nombra, como queda dicho-, el escritor peruano no se hiciera problema acerca de qué haya podido significar la guerra victoriosa en el devenir histórico del Paraguay. Sánchez sabe muy bien lo que fue la guerra perdida de 1864 a 1870. Sobre ella ha escrito páginas honrosas para el vencido.

Ahora bien: ¿qué significó para el país derrotado y aplastado en 1870 el salir vencedor en 1935? El aplastamiento de 1870 constituyó un trauma tan pavoroso que se puede definir como una suerte de catalepsia espiritual, en virtud de la cual al Paraguay obsesionaba el pasado y estaba como ajeno al porvenir. Al producirse en 1932 la primera victoria, la de Boquerón, el país experimentó una extraordinaria exultación. Boquerón era más que una victoria. Así lo aseveran los versos de un poeta:


No ha sido Boquerón una batalla:
fue el reencuentro de un pueblo y su destino,



como poco antes había afirmado un elocuente ensayista, inspirador de los citados endecasílabos16.

Y, en efecto, Boquerón y la serie de deslumbrantes victorias que le siguieron iban a constituir un verdadero exorcismo del infortunio   —21→   paralizador del pasado no lejano todavía17.

Acaso el patriotismo encendido de los paraguayos y su carácter naturalmente jovial ocultaran el trauma a ojos extranjeros. Quien no ha estudiado el efecto de una derrota coetánea en el ánimo de toda una sociedad vencida -me refiero a la derrota del Sur norteamericano- acaso no tenga un término de comparación adecuado para comprender a fondo la derrota paraguaya de 1870 y luego captar el sentido de la victoriosa epopeya de 1932-1935.

Al firmarse el armisticio en esta última fecha, el Paraguay se sentía otro pueblo: era el de antes de 1870, sin por ello subestimar en absoluto la gloria inmarcesible de la otra epopeya: la del infortunio.

Si hoy, a más de cien años del cuasi exterminio de 1870, el Paraguay se proyecta resueltamente hacia el futuro, esto acontece gracias a Boquerón, Campo Vía, El Carmen, Yrendagüé y a otras hazañas de Estigarribia y sus legiones. Pueblo tradicionalmente heroico y guerrero, como muy bien lo sabe Sánchez, ha podido erguirse magnánimo y reconciliado con su destino bajo el verde peso exorcizante de sus laureles.

Como el Paraguay y, en especial, su literatura eran una incógnita para Luis Alberto Sánchez, no podía él captar el no obvio sentido larvado siempre en las obras literarias publicadas durante la etapa de la reconstrucción, aun en las de tono más afirmativo y sereno.

¿Por qué la historia devoraba a la literatura según frase feliz bien conocida? (Quien la escribió no entendió todo el dramático alcance de su propia observación). ¿Por qué se vivía absorto en el pasado y de espaldas al futuro? ¿Por qué en las primeras décadas del siglo era imposible una narrativa crítica? ¿Por qué la narrativa entonces posible era idealizadora y ciega ante las realidades de más urgente enfoque?

Los más sagaces críticos paraguayos han deplorado el hecho de que esos ensayos, esos poemas, esas narraciones hayan sido como fueron; no como deberían haber sido. No se percataron de que para el Paraguay sólo existía el pasado; no comprendieron   —22→   que el Paraguay necesitaba ante todo consuelo y no podía aún aceptar crítica; no cayeron en la cuenta de que la idealización en literatura era una manera ilusoria de restañar una profunda herida. De aquí que la literatura romántica e idealizadora de la época fuese la que he llamado yo «literatura de la consolación».

En el Paraguay vencido por la Triple Alianza, como en el Sur norteamericano vencido por el Norte, se produjeron fenómenos espirituales muy semejantes. Cabe insistir sobre este punto ya insinuado anteriormente. Por eso, si Sánchez hubiera estudiado con ánimo de establecer comparaciones los libros sudistas y los libros paraguayos posteriores a la derrota respectiva de ambas sociedades, el sentido de la historia política, social y literaria le hubiese resultado mucho más claro18.

Por otra parte, es muy probable que el ardiente americanismo de Sánchez le haya hecho mirar con tal horror la Guerra del Chaco, que rehusara él estudiar algo que no era un choque de intereses económicos internacionales; algo que no era la matanza atroz de la mejor juventud de dos pueblos hermanos; algo, en fin, que no era sórdido, ni sangriento, ni injusto, y que impuso un precio de sangre, de luto, de dolor; el país victorioso salió de la roja fragua de las trincheras cruelmente lastimado el cuerpo, sí, pero con el espíritu radiante y ya capaz de enfrentarse con el futuro, casi del todo curado de la amargura de su pasado trágico.

Hoy por hoy, en el Paraguay no interesa la breve actuación de Estigarribia en la vida política, actuación que Sánchez critica duramente. Estigarribia es el Conductor -así se le llama- de la guerra victoriosa. Es el símbolo de la recuperación espiritual de un pueblo que, amenazado una vez más por un vecino de efectivos militares y de armamentos muy superiores, pudo coronar su tradicional heroísmo con la victoria. Ninguna prevención banderiza obnubila hoy la visión de su grandeza.

*  *  *

Sin duda, lo más valioso del Reportaje al Paraguay es el análisis que Sánchez hace de las instituciones del país. Es más que un esclarecimiento puramente teórico, porque el escritor se empeña en señalar con la mayor claridad posible qué ha de hacerse para   —23→   remediar los males de que adolece la república en los días críticos en que la visita. Sánchez estudia el sistema político, el ejército, la organización obrera, la universidad, el periodismo, la economía y, claro está, la literatura.

No haré una síntesis de los capítulos consagrados a cada tema; por muy apretada que sea, no hay para ella suficiente espacio. Me limitaré a subrayar algunos comentarios acerca de lo que en aquel tiempo merecería mayor atención.

El parlamento paraguayo, afirma Sánchez, tiene un «tono casi estudiantil». Los parlamentarios son demasiado jóvenes. Algo semejante ha visto él en Venezuela y Guatemala. «No cabe juzgarlos con acritud cuando se considera su casi adolescencia»19. Por otra parte, la hegemonía del partido en el poder puede resultar peligrosa y precipitarlo «a un intento de suicidio»20. Es menester que otros partidos -el Liberal y el Febrerista- «maticen la asamblea»; de otro modo, «pueden acabar los Colorados devorándose entre sí»21.

El ejército «está demasiado politizado». Jefes y oficiales son gente levantisca. «Cuando un país vive pendiente de los antojos y compromisos de sus militares -dice tras historiar recientes levantamientos-, todo anda mal. Equivale a invertir los papeles: la patria, la dueña, al servicio de sus empleados, los militares»22.

Sánchez aconseja alejar de la capital a una fracción turbulenta de las fuerzas armadas, crear una guardia presidencial, cambiar la organización de la Policía y de la Marina de guerra. Páginas adelante, da la impresión de dirigirse directamente a los militares paraguayos, como si él fuera un ciudadano del país por ellos anarquizado: «Insisto -dice-: el ejército paraguayo debe reflexionar sobre su misión nacional. Como toda fuerza armada, su rol es conservar el orden, la ley, la soberanía; no confundirlo, burlarla y ponerla en peligro repetidamente...»23.

En 1948 existe en el Paraguay una «Organización Republicana Obrera». Esta organización, en diciembre de dicho año, es intervenida por el gobierno. El interventor es ministro de Educación   —24→   y además interventor de la Universidad de Asunción. Sólo en naciones totalitarias se concibe «una organización sindical bajo el dominio del Estado»24.

El régimen imperante ha heredado, en lo que mira a los obreros, «unas reglas absolutamente fascistas25». Ahora debe reaccionar y modificar el sistema «si no quiere sufrir el mote de totalitario»26.

A renglón seguido declara: «Una organización obrera dependiente del Estado carece del primordial clima de libertad que debe caracterizarla. Tres son los factores que intervienen en el fenómeno económico contemporáneo: Estado, capital y trabajo»27. Si el Estado somete al trabajo, el capital se someterá voluntariamente al Estado o lo sojuzgará astutamente.

La organización obrera en el Paraguay «necesita plena autonomía, auténtica base sindical, para llenar sus fines y coordinarse con el resto de América en defensa del patrimonio nacional común: nuestra libertad y nuestra tierra»28.

La Universidad tampoco goza de autonomía. Sánchez narra la historia de la institución y estudia su organización hasta en sus detalles. La única autonomía de que goza es de carácter puramente administrativo, y aun esta autonomía resulta muy relativa porque un controlador de gastos, nombrado por el gobierno, vigila la inversión de los fondos asignados.

Universitario él mismo, familiarizado con los sistemas universitarios del continente, es severo en su crítica. No se establece la inamovilidad de los catedráticos. El gobierno puede suspender al rector y a los decanos. En suma: una «cierta mentalidad dictatorial» informa el estatuto de la Universidad. «Para ser profesor titular o interino se requiere ser paraguayo -añade-, lo cual no se adecua con la índole de la enseñanza que es universal»29. A Sánchez le escandaliza la insignificancia de la dotación presupuestal universitaria. El sueldo de los profesores es misérrimo: unos 14 dólares mensuales. En la América Latina, un estudiante cuesta unos 250 dólares por año, más o menos. En el Paraguay de 1948,   —25→   apenas 13. Sánchez propone un plan de siete puntos para transformar radicalmente la realidad universitaria paraguaya. Indiquemos algunos: decuplicar el presupuesto; dotar a la universidad durante cinco años de una considerable suma anual para construcciones urgentes; establecer la inamovilidad de los catedráticos; instaurar la autonomía universitaria... En suma: un nuevo Estatuto que transforme totalmente la organización de la universidad.

Todo cuanto postula Sánchez en 1948 merece la gratitud del país que le dio asilo. No sabemos si las mejoras llevadas a cabo en los últimos treinta años se hayan inspirado o no en el Reportaje de Sánchez o en sus observaciones verbales durante su permanencia en el Paraguay. Lo indudable es que, tales como eran las cosas en 1948, el rector de San Marcos es digno del mayor encomio por su lúcido análisis y la sabiduría de sus exhortaciones.

Acaso su crítica resulte excesivamente dura por no haber tenido en cuenta lo que la universidad paraguaya, a despecho de su pobreza y de su defectuosa organización, ha logrado en la vida intelectual del país. En efecto, atenido al estudio de presupuestos y estadísticas y dialogando con descontentos en una época profundamente crítica, Sánchez no parece haberse preguntado qué papel desempeñó la institución estudiada, qué hizo efectivamente por el desarrollo intelectual del Paraguay. Sin duda, el aspecto negativo de su análisis es correcto y altamente autorizado. Pero al árbol hay que juzgarlo por sus frutos, no sólo por el aspecto de su tronco y ramas. Bien puede una polvorienta higuera dar sabrosas brevas y exquisitos higos. Sánchez no se ha detenido a considerar la calidad de tantos egresados de la universidad establecida en 1889 -una de las más jóvenes de América. ¿No ofrecen motivo de seria meditación egresados como los doctores Cecilio Báez y Manuel Domínguez, grandes maestros ellos mismos y fecundos publicistas; no es extraordinaria la obra del doctor Luis de Gásperi, insigne jurista -uno de los mayores de América- y gran profesor universitario él mismo? ¿Y no surgieron de sus claustros estadistas tales como Jerónimo Zubizarreta, los dos Ayalas -Eligio y Eusebio- y catedráticos insignes como los doctores Carlos Gatti, Juan Boggino, Manuel Rivero, Antonio Bestard, Luis Schenone? Los cinco médicos recién nombrados en la breve lista iniciada por Carlos Gatti formaron generaciones de facultativos de ejemplar competencia, que en el Paraguay y en otros muchos países   —26→   -especialmente en los Estados Unidos- ejercen con altura su profesión. ¿Y qué decir de los historiadores, los ensayistas, como los doctores Justo P. Benítez, Efraím Cardozo, Julio César Chaves, o de «universitarios profesionales» como Justo Prieto, que ejercieron cátedras en el país y el extranjero? La lista, claro está, podría alargarse considerablemente y acreditar con mayor elocuencia los méritos de aquella universidad, que en 1948, como todas las instituciones paraguayas, sufría aguda crisis.

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Tocante a la literatura paraguaya, Sánchez no amplió mucho sus conocimientos durante su permanencia en el país. Hay sólo dos autores a quienes conoce bien: Juan E. O'Leary y su discípulo Natalio González. Cita varios nombres más: Cecilio Báez, Blas Garay, Fulgencio R. Moreno y otros. En cuanto a poetas, no destaca en su Reportaje a Alejandro Guanes, el primero -y el más importante- de los modernistas. Muy de pasada lo cita como «autor de composiciones románticas», sin advertir que en las célebres «Leyendas» y otros poemas se revela un representante distinguido del modernismo dentro de la generación de 1900. «El modernismo -afirma- no tuvo eco en el Paraguay literariamente 'demasiado eterno'»30.

Tampoco descubre -cabe insistir- «nuevos valores poéticos» al final de una década en que precisamente surge una promoción llamada «generación de 1940». En ella se destacan Josefina Plá (que no se expatrió en 1947 a raíz de la guerra civil de ese año), Hérib Campos Cervera, José Antonio Bilbao, Óscar Ferreiro y sobre todo Elvio Romero, el llamado a mayor fama poética en todo el continente.

Se explica la aparente miopía del escritor por dos razones: primera, la caótica situación del país; segunda, el hecho de que Campos Cervera, Elvio Romero y otros estuviesen fuera del país. ¿Cómo, sin embargo, no llegó a enterarse de la obra de Josefina Plá, figura tan descollante no sólo en la lírica, sino en la dramaturgia, la narrativa, la crítica literaria y artística?

En 1950 aparece en Buenos Aires su Nueva historia de la literatura americana, publicada por la editorial de su amigo, el ya ex presidente Natalicio González: la Editorial Guarania. En el   —27→   prólogo declara Sánchez haber tenido la oportunidad de ponerse largamente en contacto con las culturas de Paraguay, Guatemala y Puerto Rico...». En el apéndice (pp. 510-511) se refiere a aquello de la «incógnita» lamentada en la edición anterior. En las veinte líneas que dedica al Paraguay no agrega nada sustancial a lo dicho en el Reportaje: no menciona siquiera a Josefina Plá ni a otros escritores que se destacan en el período historiado en el apéndice: 1916-1944.

Lo más curioso es que cuando en 1968 publica el maestro la segunda edición corregida y aumentada de su Proceso y contenido de la novela hispanoamericana, el Paraguay sigue siendo una «incógnita». Y eso que ahora sí, en 1968, el Paraguay cuenta con dos novelistas de primera categoría: Gabriel Casaccia, cuya primera novela es de 1952, La babosa, y Augusto Roa Bastos, cuyo gran libro, Hijo de hombre, de 1960, es una de las más notables obras de ficción de la América hispánica. Sánchez en 1968 no se olvida de Juan Rulfo -coetáneo de Roa-, ni de Carlos Fuentes, ni de Vargas Llosa, más jóvenes que el novelista paraguayo. Cita, sí, de pasada a algunos paraguayos. Entre ellos a Arnaldo Valdovinos, cuyo nombre de pila aparece como Armando (Curioso es también que en 1940 Sánchez cita ya a Arnaldo Valdovinos; pero aunque el título de la novela que menciona es correcto, Cruces de quebracho, su autor aparece como Amaldo Baldovinos. Véase América: novela sin novelistas, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1940, p. 28).

*  *  *

¿Cómo se explica que, a despecho del éxito continental -y aun europeo- de Roa Bastos, Sánchez ni siquiera lo cite en 1968? ¿Cómo sigue siendo para él una incógnita la fecunda labor narrativa de Gabriel Casaccia, que desde 1952 va adquiriendo cada vez mayor difusión?

He aquí una incógnita que esta vez no se relaciona con el Paraguay, sino con el gran escritor peruano. Sin embargo, ya bien cumplidos los setenta años, Sánchez sigue tan dispuesto como antes a despejar incógnitas, y si en 1968 ignora todavía a Roa Bastos, en 1976 da a la estampa en tres volúmenes la tercera serie de sus Escritores representativos de América. En el prólogo del primero nombra al novelista paraguayo; en el tercero le consagra diez páginas.

«Si existiera un prototipo de escritor en cuanto a envase físico   —28→   y en consonancia con el contenido espiritual, Augusto Roa Bastos llenaría los requisitos ideales asignables por votación popular a un poeta»31, afirma.

El crítico de una América sin novelistas y de un Paraguay sin poetas ha descubierto a un escritor, a quien coloca entre los mayores del continente. «Da la impresión -agrega- de un mago extraviado en sus propios sortilegios...; de otra parte, pertenece a un país misterioso».

Y es entonces cuando, a casi cuarenta años de haber escrito en 1937 aquello sobre la incógnita del Paraguay, vuelve a emplear la misma palabra: «Paraguay -subraya-, como parcialmente Bolivia, es una de las incógnitas sudamericanas». Poco después repite lo dicho en 1948 respecto al carácter de terra ignota del país. Porque, según Sánchez, pese a las transformaciones que ha experimentado la vida americana en sus relaciones internacionales, «Paraguay continúa siendo, como en los tiempos del dictador Francia, una región fabulosa metida entre selvas y ríos»32.

¿Sigue siendo como en 1830, en 1835, igual al país enclaustrado por el Supremo? ¿Pese al ferrocarril internacional, a las carreteras internacionales por las que llegan millares de turistas? ¿Y las motonaves y barcos que surcan de continuo el gran río, aguas abajo y aguas arriba en deleitosos viajes de 1.800 kilómetros entre costas pintorescas en que ya no dormita el caimán, bajo cielos que todavía cruzan bandadas de infinitos loros y garzas, en días apacibles de navegación, que son en sí las mejores vacaciones para el pasajero sin prisa? ¿Y qué decir de los aviones que entran y salen continuamente del país? Las Líneas Aéreas Paraguayas hacen aterrizar sus aviones cuatro veces por semana precisamente en la capital del Perú, en su itinerario Asunción-Miami, Miami-Asunción. Por otra parte, si La Nación y La Prensa de Buenos Aires llegan por aire al Paraguay y se leen aquí como si fueran «periódicos nacionales», el ABC y La Tribuna de Asunción llegan también por aire a la capital argentina en no interrumpido intercambio de noticias locales. ¿Sucedía algo más o menos remotamente parejo en tiempos del dictador Francia? Sin duda hay cierta exageración en el maestro peruano. Se diría que en él actuase un prurito poético   —29→   de mitificar al Paraguay, como si Sánchez se resistiese a renunciar a la visión legendaria de su niñez de futuro gran enamorado de la poesía, la novela, la historia y, en cuanto al Paraguay y otros países se refiere, la leyenda.

La figura del dictador Francia, de quien precisamente hace Roa Bastos protagonista de Yo, el Supremo, fascina al crítico peruano. Pero Sánchez no acaba de conocer bien la historia del dictador. En la página 143 afirma que Francia derrotó a Belgrano. Como se sabe, este general argentino invadió el Paraguay en diciembre de 1810, y fue derrotado por los comandantes paraguayos Cavañas y Gamarra el 19 de enero de 1811 y obligado a capitular poco después. En aquel tiempo, Francia no estaba en el gobierno ni tenía mando de tropa.

Después asevera Sánchez que el doctor Francia ejerció su dictadura omnímoda desde 1811 hasta 1840. Y esto tampoco es exacto, porque la dictadura temporal se estableció en 1814 y la perpetua en 1816. Hay otras inexactitudes, entre las que destacaré algunas para contribuir en mínima manera al esclarecimiento de la incógnita. Dice Sánchez que «un río solemne -el río Paraná- pone al Paraguay en contacto con el mundo exterior»33. En rigor, es el río Paraguay, el río epónimo, el cual, uniendo sus aguas a las del Paraná, ya en los límites con la Argentina, el río en cuya gran bahía se fundó Asunción en 1537. Éste es el río que hizo posible el Paraguay de ayer y de hoy. El Paraná, merced a las grandes represas, hará posible el Paraguay de mañana.

En lo que mira a Roa Bastos, informa que el escritor se inició como poeta en 1949; o sea, con la publicación de los poemas de El naranjal ardiente. En rigor, el primer libro de versos de Roa es El ruiseñor de la aurora y otros poemas, aparecido ocho años ante s, en 1941. Su primera novela, presentada el mismo año a un concurso del Ateneo de Asunción, se titula Fulgencio Miranda. Obras teatrales suyas, también de los comienzos de la década de los cuarenta, se titulan La Residenta, El niño del rocío... En esta última, Roa se revela consumado estilista y ya se prefigura la maestría de Hijo de hombre.

La biografía misma de Roa constituye para el famoso crítico una incógnita parcial, pues hace de él un universitario especializado en Economía y Derecho, formado en la Universidad de Asunción.   —30→   De pasada juzga a esta universidad, acaso más desdeñosamente que en 1948, aunque de ella dice que ha egresado, sin duda con buena formación, uno de los intelectuales más ilustres del Paraguay. En rigor, Roa nunca ingresó en la Universidad de Asunción. El novelista es casi un autodidacto, pues, apenas iniciados los estudios de bachillerato, abandonó las aulas y en años de copiosas lecturas forjó la cultura acrisolada tan patente en sus libros. Profesor universitario, sí, llegó a ser y con gran éxito. Pero esto merced a su fama de escritor y sin diplomas de dudoso o genuino valor. Dice Sánchez: «Es evidente que en él se disputan la primacía dos facetas, que son al mismo tiempo sus dos ocupaciones vivenciales: el economista y estudioso social, y el profesor de literatura»34.

Insisto en que estas rectificaciones se justifican sólo como muy modestas contribuciones al esclarecimiento de la tan a menudo referida incógnita, verdadero leit-motiv de estas cuartillas.

Lo destacable en el capítulo dedicado a Roa Bastos es que Sánchez valora acertadamente los méritos del novelista, el cual, «de un solo aletazo... -dice refiriéndose a la publicación de Hijo de hombre-, se pone en el mismo rasero que García Márquez, Sábato, Carpentier, Vargas Llosa y los adelantados del boom, Marechal y Asturias»35.

En suma: si en 1937 el autor de la Historia de la literatura americana tenía muy vagas noticias sobre escritores paraguayos, en 1976 incorpora a uno de ellos, entre los que juzga los mejores de América; esto es, «los representativos».

Cabe agregar, con respecto a lo que ahora puede llamarse el escándalo de la incógnita, que Luis Alberto Sánchez hizo un gran favor a la cultura paraguaya. Su libro de 1937 suscitó en el Paraguay una saludable reacción e incitó a críticos, ensayistas, poetas, narradores, no sólo a crear nuevos valores literarios, sino a hacerlos conocer en el extranjero. Sólo por esto merecería él, al celebrar los ochenta años de su fecunda existencia, que fuese honrado con el título de Ciudadano Honorario de la Terra ignota.

Digna también de reconocimiento es la fe que el humanista peruano tiene en el Paraguay desde los caóticos días de 1948.

  —31→  

Las últimas palabras de su Reportaje al Paraguay son éstas:

«El Paraguay debe una lección de ponderación, democracia y entusiasmo creador a América. Puede darla. Por consiguiente, tiene una cuenta pendiente con la inexorable Historia. A ella le debe una respuesta fecunda y progresista. Se le dará sin duda»36.

University of California, 1980

Riverside, California



  —[32]→     —33→  

ArribaAbajoLetras paraguayas

  —[34]→     —35→  

ArribaAbajoUn clásico y un superrealista, o dos visiones de una misma realidad: el Paraguay


... spectatum admissi risum teneatis, amici?


Horacio                


... Dictée de la pensée, en l'absence de tout contrôle exercé par la raison, en dehors de toute préoccupation esthétique ou morale.


André Breton                



I

Los dos poemas más famosos de la poesía paraguaya fueron escritos en Buenos Aires. Llenos ambos de la nostalgia del terruño, tratan de ser una síntesis de la patria ausente. El primero es el «Canto secular»37 de Eloy Fariña Núñez, compuesto en 1911 para celebrar el centenario de la independencia del Paraguay. Es obra de un poeta de ideales clásicos, de un erudito en la antigüedad grecorromana que, nacido en Humaitá en 1885, vive casi toda su vida expatriado en la Argentina, llamándose a sí propio «guaranizante». Falleció Fariña Núñez en Buenos Aires en 192938.

¡Raro el caso de Fariña Núñez! Se forma intelectualmente en el Seminario de Paraná, Argentina. Allí aprende griego y latín y él, nacido por así decir entre los escombros de la heroica ciudad destruida por los cañones de la Triple Alianza, tiene desde sus estudios clásicos dos patrias: Grecia y el Paraguay. La cultura en él era un país viviente, una gran morada espiritual. Y es bien curioso que el autor del «Canto secular», de los «Cantos dóricos», de las «Melopeas jónicas» y de los Mitos guaraníes vaya a mirar siempre lo guaraní desde lo griego y, también, en cierto modo, lo griego desde lo guaraní.

  —36→  

El segundo poema es de Hérib Campos Cervera, escrito unos cuarenta años después del «Canto secular»; esto es, hacia 1950. El poema se titula significativa mente «Un puñado de tierra»39. Es un canto de desterrado. Campos Cervera pertenece a una generación no muy posterior a la de Fariña Núñez. Nace el poeta en Asunción, en 190840. Se educa en un ambiente modernista y en sus comienzos es un tardío modernista. Campos Cervera es toda su vida un rebelde, un hombre de agudo sentido cívico. Sufre por esto dos destierros. El primero, en 1931. Entonces va al Uruguay, donde convive con poetas jóvenes, e intima con García Lorca. El desterrado descubre la nueva poesía y, deslumbrado, se desentiende de lo que llamó después su pasatismo. Cuando regresa a su patria, Campos es ya un artista maduro y algo así como un místico de la Vanguardia. En Asunción inicia una intensa labor intelectual y forma discípulos. Lee mucho, discute, predica, persuade. Y, sobre todo, hace leer libros nuevos. Hacia 1945 él y un grupo de escritores jóvenes han asegurado el triunfo de la nueva poesía y despertado una alerta conciencia artística. Dos años después estalla la guerra civil. Campos Cervera sufre el segundo destierro. Se radica en Buenos Aires. Allí intima con Alberti y otros poetas famosos. Y allí escribe «Un puñado de tierra».

Si desaparecieran todos los poemas del Occidente de los últimos siglos y sólo se salvaran dos, el de Núñez y el de Campos como únicos testimonios de la poesía de la mitad del siglo XX, estos únicos testimonios bastarían para dar una idea de la vertiginosa rapidez con que evolucionó la sensibilidad artística en muy pocas décadas.

Vamos a citar aquí trozos de ambos poemas acompañados de algunos comentarios. Nuestro propósito es hacer resaltar el contraste entre dos maneras de poetizar en épocas muy próximas sobre un mismo tema, el Paraguay, en dos poetas representativos del mismo país americano.



  —37→  
II

El «Canto secular» de Fariña Núñez es muy extenso: más de 1.000 versos. La idea del canto le vino al «guaraní de alma helénica»41 como se le llamó, del Carmen saeculare de Horacio. Al menos el título y algunas sugestiones, pero no lo imitó en la longitud: el Carmen saeculare consta sólo de 76 versos. Hay que indicar aquí sin embargo que las Odas seculares de Leopoldo Lugones son de 1910 y que el gran poeta argentino tuvo que ser una incitación más próxima que el romano.

La invocación del «Canto secular» revela de por sí el alma «guaranizante» y helenizante de Fariña Ñúñez:


Oh gran Tupá que, bajo el cielo de Ática
Fuiste el divino Pan, el Nous inmenso



le dice el poeta al dios de los guaraníes.


Tupá, padre del sol y de la luna,
Protector de los bosques,
Protector de los ríos,
Autor de los eclipses...
Enemigo de Pora,
Negación de Pombero...
A quien loan los monos en el alba,
Por quien chistan agüeros las lechuzas,
Contradictor de Añá, genio maligno,
Propicio rige el centenario carmen,
Desde el obscuro e inescrutable fondo
De la teogonía de la raza42



En el prólogo del «Canto» cuenta Fariña Núñez: «Comencé a escribir este poema bajo la inquietud que dejó en mi ánimo una discusión con uno de los más grandes poetas de nuestro idioma sobre el verso libre o sin rima, que me proponía emplear...» (Este poeta, dicho sea aquí de pasada, no puede ser otro que Leopoldo Lugones, el cual, como bien se sabe, preconizaba la rima «como   —38→   elemento esencial del verso moderno»43. Fariña Núñez, como después Jorge Luis Borges, no está en esto de acuerdo con Lugones. Al comienzo del «Canto secular», el paraguayo exclama:


Y es justo que los versos sean libres
Y que los pensamientos sean nobles



«... Dificultaba, por otra parte, mi tarea -agrega el autor del «Canto» en su prólogo- la magnitud del propósito que tuve en vista desde el primer momento: encerrar al Paraguay en mi canto... Y cuando mi espíritu adquirió el temple definitivo, experimenté la desconocida y suprema emoción de ser el intérprete, bien humilde por cierto, del alma colectiva»:


¡Paraguay, Asunción! Murmura el labio
Y la visión del paraíso bíblico
Hace entornar los párpados y puebla
La retina de pompas tropicales:
Una tierra de sol y de silencio,
De plátanos, naranjos y perfumes,
Donde el invierno es primavera riente,
Y sin cesar florecen las potencias
Húmedas y vitales de Deméter,
En desbordante plenitud de vida
Y en henchimiento pródigo de savia.
O una selva total, densa y sonora
Con gratos claros para los ensueños
Y para los vaivenes de la hamaca.
O un naranjal sin término que inunda
De blancura la cámara suntuosa
De la noche del trópico, en que brillan
Con resplandor intenso las estrellas,
Como en la protonoche.
O un pájaro polícromo44y parlante
De cola abierta en forma de abanico,
De pico rojo, de penacho de oro
Y con pintas azules en el pecho.
O una escena geórgica arrancada
Del opulento texto virgiliano.
O un cuadro colonial de suaves sombras,
Con su plaza, su iglesia, su Cabildo,
—39→
Sus carretas inmóviles, sus mozas
Con cántaros, y, en fin, toda la vida
De las generaciones precedentes.45



El «Canto secular» exalta todo lo que en el Paraguay es mito, historia, realidad social, fauna, flora. La patria se le aparece al poeta como una síntesis de la belleza y armonía del Cosmos. Tupá y Deméter vivifican perpetuamente el paraíso tropical. Todos los seres, hasta los insectos, adquieren especial significación como participantes en la fiesta vital de la tierra paradisíaca. Y lo griego y lo guaranítico se funden en poéticas alusiones míticas. Veamos qué dice el poeta de la cigarra, hemíptero cuyo clamor es nota esencial de los veranos guaraníes:


La cigarra estival hiere el silencio
De tus atardeceres y tus siestas,
Con su estridente cantinela grata
Al viejo Anacreonte dionisíaco.
Quizá por sugestiones ancestrales
O por virtud de su cantar sereno,
Parece que evocara la cigarra,
En la radiante tarde sin rumores,
El divino y recóndito equilibrio
De la belleza griega, sabia síntesis
De la serenidad del Universo
Y de la geometría de las cosas.
Ya posada en la rama del naranjo
U oculta entre la fronda de algún sauce,
La lírica cigarra inspira ritmos
De hexámetros augustos, cuyo vuelo
Rememora un rumor de abejas áticas
O un susurro de bosque de laureles.



Como se ve, el poeta no puede invocar a Tupá sin nombrar a Pan ni aun cantar la cigarra criolla sin evocar a Anacreonte. Paraguay y Grecia. Grecia y Paraguay. Esa misma cigarra escondida en la fronda del naranjo o del sauce es para el «guaraní de alma helénica»


Evocadora de sandías dulces
Y de diálogos de Platón el Ático...



  —40→  

Oigamos el elogio de la selva:


La selva, la sagrada y vasta selva,
Tus pompas tropicales magnifica,
Con el verdor eterno de sus frondas,
Con sus flores, sus aves y sus sones,
A las que sirven de sedante acústica
Las paralelas y vecinas aguas.46



(Alusión a los ríos Paraná y Paraguay).


Bajo el sol calcinante que la incendia,
Agítase sonora en los crepúsculos
Con pausado aleteo, o bien se puebla
De mansas olas de rumores vagos.
Cuando el viento sacúdela en la noche
Y con lento cantar la arrulla el río,
Tiembla como una lira y se estremece
Musicalmente, bajo el rayo suave
De la luna, que asoma entre las copas
De la distante quinta de naranjos...47



Todo en este canto a la patria hispanoguaraní es claro, lógico, equilibrado. Es obvia en el poeta una concepción del mundo y de la vida, del hombre y de la cultura, en que predomina una voluntad de orden, de armonía y una fe en la belleza concebida como proporción, simetría y serenidad. Intérprete del alma colectiva del Paraguay, Fariña Núñez parece que quisiera ser también intérprete


De la serenidad del Universo
Y de la geometría de las cosas.



En su entusiástica48 enumeración de seres y cosas bellas de su patria, el poeta se complace una y otra vez en nombrar al naranjo, árbol paraguayísimo. Se diría que sus endecasílabos fueran brotando como hilos ansiosos de formar collares con brotes verdes y con flores blancas del árbol favorito de su tierra:


Símbolo arbóreo de la zona tórrida,
El naranjo florece eternamente,
—41→
Creando en torno suyo, contra el tiempo,
La primavera, universal sonrisa.
Todo es en él estético y fructífero:
Desde la copa redondeada en cúpula,
Asilo de los loros y tucanes...
..................................
Hasta el gayo azahar de dulce néctar.49



¡Más de cuarenta son los versos al naranjo, sus flores y sus frutos! Tales versos son inevitables. Inevitables en un poema como éste, en que lo objetivo de la realidad cantada impone al poeta sus notas más características. La realidad cantada está allá, distante, pero bella y suficiente, parte de un mundo racional, sereno y armonioso, regido por un Nous clarividente.




III

Campos Cervera está de vuelta del Modernismo. Es más: lo que aquí llamamos Vanguardia, o, más concreta mente, el superrealismo, es en Campos Cervera una segunda naturaleza50. Difícil hallar un poeta más convencido de los valores de la «escuela» a que se ha adscripto. Núñez era un clásico que admiraba, como Darío, a Hugo, Verlaine y Wagner, mas cuya querida no era de París sino de la Hélade. Campos Cervera, más que preferencias o afinidades o simpatías, tenía una mística. Ésta era la Vanguardia.

Al producirse su segundo destierro, en 1947, el poeta ya había logrado su plena madurez artística. El éxodo de los vencidos de la guerra civil de aquel mismo año fue tan numeroso que Buenos Aires se convirtió si no en la primera, en la segunda ciudad de paraguayos. Los exilados llegaron en masa a la capital argentina y allí, nostálgicos de la patria enlutada, buscaron, no ya como los exilados de otras luchas civiles las columnas de un periódico para sus desahogos políticos, sino un intérprete de su dolor, capaz, más que del anatema, de la elegía y de la profecía. Ese intérprete fue Campos Cervera. Él lo sabía. Lo comprendió acaso con la angustia de quien adivina que el fin de la propia vida no está lejano. Y   —42→   Campos Cervera fue la voz elegíaca51, fue el clamor apocalíptico, fue también el anatema y la profecía. Él era, como se llamó a sí mismo, el «Designado». Murió el poeta tres años después de publicar sus mejores versos, en 1953.

Dijimos arriba que los dos poemas, el «Canto secular» y «Un puñado de tierra», escritos en Buenos Aires, tratan de ser una síntesis de todo el Paraguay. Ahora bien: si el «Canto secular» es un poema muy extenso y «Un puñado de tierra» es relativamente breve (72 versos), hay que hacer aquí una aclaración. El único libro de Campos Cervera, Ceniza redimida, de 1950, se divide en siete partes. De éstas, la primera consta de cinco poemas. Los cuatro primeros están inspirados por la guerra civil de 1947 y sus secuencias: son cantos del destierro. El quinto, «Amanecer sobre París», no es un poema paraguayo por su tema. Canta la liberación de París, de París visto como «París del mundo».

Los cuatro primeros poemas de Ceniza redimida constituyen, por consiguiente, uno solo, pues son variaciones sobre un mismo tema: el tema del Paraguay perdido por sus hijos desterrados. Algo así como podría ser una composición musical de cuatro movimientos.

Es por esto por lo que el autor de estos poemas del destierro resulta, en la poesía de Vanguardia, alguien que, como Fariña Núñez en la poesía anterior, «quiso encerrar el Paraguay en su canto». En 1911, año del centenario, el «Canto secular», por otra parte, no fue en rigor un poema único sino una serie de odas a la patria vista en sus múltiples aspectos. Fue algo así como una serie de «Odas seculares».

Leamos unos versos de Campos Cervera:



Un puñado de tierra
de tu profunda latitud;
de tu nivel de soledad perenne,
de tu frente de greda
cargada de sollozos germinales.

Un puñado de tierra,
con el cariño simple de sus sales
y su desamparada dulzura de raíces.

Un puñado de tierra que lleve entre sus labios
la sonrisa y la sangre de tus muertos.

Un puñado de tierra
—43→
para arrimar a su encendido número
todo el frío que viene del tiempo de morir.52



Para Fariña Núñez, insistamos, la realidad Paraguay, dentro de la total realidad del Universo, era un ordenado conjunto de seres y cosas. El poeta se complace en trazar el perfil individual de los más representativos de estos seres y cosas, ya a la luz cegadora del sol del trópico, ya bajo la magia del plenilunio. Seres y cosas integran, armoniosamente, esa gran realidad llamada Paraguay, limitada por caudalosos ríos. Núñez mira, pues, el Paraguay objetivamente. Si se permiten estas expresiones, lo mira mitológicamente, históricamente, socialmente, geográficamente. Siempre la razón está en él aliada a la fantasía. Los seres y cosas evocados por el poeta se comportan poéticamente, sí, pero también razonablemente. Nada de lo que son o hacen sorprende a nuestra manera habitual de concebir un dios, un río, un árbol, un pájaro, una flor.

En Campos Cervera no sucede así. El puñado de tierra que postula el poeta tiene labios. Evidente mente, esto no puede ser cierto, pero tampoco carece de sentido. Los labios pueden hablar, confortar, besar. Y el puñado de tierra que quiere el poeta debe en su pequeñez telúrica darte toda la tierra y toda la patria: esto es, la palabra, el consuelo, el beso, el amor; en suma: todo lo perdido. Campos Cervera, sin embargo, no explica, no aclara esa extraña atribución de labios a una realidad inerte. Hay en él, como en todos los superrealistas, una desestima de lo53 puramente intelectual, de las comparaciones lógicas. Además, en este agonista -que lo era y profesaba serlo con orgullo- mundo y vida son cualquier cosa menos espectáculo de racionalidad, de orden, de armonía. En su agonismo hay hasta una suerte de morbosa complacencia de mirar el mundo como algo caótico y desolado, y la vida como radical angustia y frustración. De aquí que la Belleza en sí carezca para él del prestigio arrebatador manifiesto en el «Canto secular». El poeta, nostálgico de la patria, evoca, sí, realidades bellas pero las evoca desde su angustia y, por consiguiente, así, previamente insufladas de angustia, pueden ya entrar en su mundo poético. Es54 menester que lo bello primero se colore de tristeza y cargue de sombrío patetismo para obtener carta de ciudadanía en su agonística poética.

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Veamos ahora cómo Campos Cervera, el paraguayo Campos Cervera, tiene que hablar de naranjales perfumados tal como lo hizo el paraguayo Fariña Núñez. Y veamos también la diferencia en el tono de la evocación, evocación tras la cual hay una cosmovisión radicalmente diversa:


Quise de ti tu noche de azahares;
quise tu meridiano caliente y forestal;
quise los alimentos minerales que pueblan
los duros litorales de tu cuerpo enterrado,
y quise la madera de tu pecho.55



Esos azahares florecen en naranjos paraguayos: son símbolos de muchas cosas bellas. El poeta agonista, consecuente con su sombría visión del mundo, echa sobre su blancura y su fragancia algo como un velo luctuoso: más que símbolo nupcial, el azahar evocado aparece como flor fúnebre. Se podría argüir que esta hora de la creación poética es una hora luctuosa para el poeta. Cierto. Pero debe reargüirse que las horas luctuosas son para el poeta todas las horas de creación: antes y después del drama de su patria. El agonista sentía el vivir como un incesante ir muriendo. Por eso lo hemos llamado, en otra ocasión, poeta de la muerte.

Interesa anotar aquí que el paraguayo vanguardista rechaza la serenidad, ideal clásico exaltado por Fariña Núñez. ¡Qué lejos está de la visión de Campos aquello que en el «Canto secular» era una síntesis


de la serenidad, del Universo
y de la geometría de las cosas!



Y esto es porque para Fariña Núñez el Universo es un Cosmos y, para Campos Cervera, un Caos.

A la objetividad del poeta del «Canto secular» sucede la egocéntrica visión del vanguardista. Para Núñez la patria, vista desde Buenos Aires, estaba allá, río arriba. Para Campos la patria no está allá, sino dentro de su ser agonista, en su angustiada subjetividad:

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Estás en mí, caminas con mis pasos.
Hablas por mi garganta, te yergues en mi cal
y mueres, cuando muero, cada noche.
Estás en mí con todas tus banderas,
con tus honestas manos labradoras
y tu pequeña luna irremediable.

Inevitablemente
-con la puntual constancia de las constelaciones-
vienen a mí, presentes y telúricas,
tu cabellera torrencial de lluvias,
tu nostalgia marítima y tu inmensa
pesadumbre de llanuras sedientas.
Me habitas y te habito;
sumergido en tus llagas
yo vigilo tu frente que muriendo, amanece.56



Se insinúa en el poema una personificación de la patria. Esto es, la visión de la tierra nativa como una mujer de «frente de greda» de «honestas manos labradoras», de «cabellera torrencial de lluvias». Pero esta figura queda en esbozo como las que se suelen ver en cuadros superrealistas. Nada debe ser demasiado concreto. O, si lo es, debe serlo en choque con otras realidades que poco o nada tienen que ver, de manera lógica, con lo concretamente aludido.

En el segundo de los cantos del destierro, Campos Cervera quiere dar un testimonio poético de lo que fue la tragedia de la guerra. Quiere hacer, como él mismo lo indica, «el inventario» de todos los horrores de la guerra:



Necesito bajar hasta el obscuro
nivel de la tormenta encadenada
y hacer el inventario de esta lenta yacija;
juntar las manos rotas, las frentes y los párpados,
clasificar el vasto trabajo del osario;
ver en qué forma suben las substancias terrestres
por los acantilados de la cal deshojada.

Tengo que custodiar desde hoy y para siempre
los surcos y los hoyos de los túneles
donde la estalactita de los ojos yacentes
y la pisoteada guitarra de estos labios
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esperan la llegada de una aurora invencible.
Yo soy el Designado...57



Y el poeta, porque es el Designado, el testigo, el intérprete de tanto dolor y de tanto amor de patria perdida, se yergue como sobre un paisaje apocalíptico de montones de escombros y cadáveres, y grita:



No moriré de muerte amordazada.
Yo tocaré los bordes de las brújulas
que señalan los rumbos del canto liberado.

Yo llamaré a los grandes capitanes
que manejan el Viento, la Paloma y el Fuego
y frente a la segura latitud de sus nombres

mi pequeña garganta de niño desolado
fatigará la noche gritando:

«¡Venid, hermanos nuestros!
¡Venid inmensas voces de América y del Mundo;
venid hasta nosotros y palpad el sudario
de este jazmín talado de mi pueblo!

«Acércate a nosotros, Pablo Neruda, hermano,
con tu presencia andina, con tu voz magallánica,
con tus metales ciegos y tus hombros marítimos;
acércate a la sombra de tu estrella despierta
y contempla estas llagas ateridas...!58



Tres son los poetas a quienes llama Campos: los tres de Vanguardia y de Izquierda. Llama a Neruda, llama a Nicolás Guillén


desde su Continente de tabaco y azúcar



y llama a Rafael Alberti


marinero en desvelo
pastor de los olivos taciturnos de España.



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Todos estos poetas y otros infinitos seres humanos tienen que venir a contemplar el Paraguay: un Paraguay terrible, como pintado por José Clemente Orozco.

*  *  *

Las citas de ambos poetas paraguayos no dan, ni mucho menos, una idea adecuada de sus logros poéticos.

Y, sin embargo, los versos citados de uno y otro, arrancados casi al azar y por tanto casi sacrílegamente de sus respectivos cuerpos poéticos, dan testimonio, por sí mismos y sin comentarios, del cambio radical producido en poesía en pocas décadas; esto es, entre las que comienzan en 1910 y terminan en 1950.

Fariña Núñez aún escribe su poema atento a aquellos versos de Horacio que traducidos dicen: «Si quisiera un pintor unir una cerviz equina a una cabeza humana y adaptarle variedad de plumas y miembros tomados de acá y de allá, por manera que lo que comenzó en mujer hermosa acabara feamente en monstruoso pez; invitados a contemplar tal cosa, ¿pudierais, amigos, contener la risa?»59, Campos Cervera, invitado a contemplar un cuadro así, es bien posible que quedara pensativo, ensimismado, como ante una revelación estética de profunda, maravillosa significación.

Y es que gran revolución se había operado en el arte. Campos Cervera, el superrealista, fue uno de los revolucionarios. El arte nuevo de hacer poemas, cuadros, estatuas, se complacía en contradecir, como nunca en la historia, la Epístola milenaria, la que puso en versos eternos principios casi tan viejos como el Occidente.

University of California, 1965

Riverside.





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