Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —137→  

ArribaAbajoJulián Marías y su circunstancia

Julián Marías ha publicado el primero de los tres volúmenes que se ha propuesto escribir sobre Ortega y Gasset bajo los auspicios de la Fundación Rockefeller. No conozco el plan ni siquiera el título de los tomos futuros. Por esto me atendré al volumen ya impreso211. Pero con esto no quiero decir que haré un comentario del libro, indicando el mérito de sus múltiples análisis. Tal intento sería imposible aquí por dos razones. Primera, porque comentar es, en cierto modo, resumir, y resumir adecuadamente las quinientas y más páginas de Marías no es factible. Segunda, porque no quiero hacerme la ilusión -ni suscitarla en otros- de que llamando la atención sobre lo penetrante y lo novedoso de este o aquel capítulo del libro, habré dado una idea aceptable de sus méritos de conjunto.

Evitaré, pues, referirme en detalle, por ejemplo, a la espléndida interpretación de las teorías de perspectiva, circunstancia y realidad del yo212 que ofrece Marías al lector y pasaré por alto la justificación admirable de ciertos aspectos no bien comprendidos de la formulación literaria que dio Ortega a sus ideas. Esta justificación es, entre paréntesis, una de las contribuciones más valiosas del discípulo a un recto entender de la personalidad y de la obra del maestro213.

El libro de Marías debe ser estudiado con morosa atención. La necesidad de tal estudio sólo será evidente al que ya lo haya hecho. Porque Marías ha llevado a cabo una labor que es como un inmenso mosaico en que fulguran con singular colorido y reverberación y dispuestas con sabiduría y arte, las infinitas piezas o teselas de una vasta y no siempre obviamente articulada creación intelectual. En efecto, Marías no sólo explica y completa   —138→   lo que Ortega ha dicho taxativamente en este o aquel texto citado aquí o allí y vuelto a citar en otra parte, sino lo que Ortega ha callado, lo que ha dado por sobreentendido y lo que, a lo menos por escrito, no ha llegado a decir nunca. De aquí el carácter musivo de la obra de Marías. Esto es, la reordenación, la «recomposición» de las ideas de Ortega en figuras o grupos de figuras completas. Por todo lo dicho, me parece mejor no hablar del Ortega de Marías; esto es, no hablar del libro ni de su tema mismo, sino de su autor. Más concretamente: me parece mejor hablar de la política intelectual de Marías, de los fines que se propone y de los medios que emplea, en su circunstancia de español y de meditador.

Preguntemos primero cuáles sean los fines que se ha propuesto Julián Marías. Resulta claro que él ha escrito su libro para tres clases de lectores. Primero, para los que no están familiarizados con la obra de Ortega; segundo, para los ya iniciados y con buena voluntad para entenderle a fondo, aunque no enteramente dueños de su pensamiento. Y tercero, para los que por una razón o por otra -y de voluntad deficientemente buena o resueltamente refractaria- asumen una actitud más o menos escéptica tocante a la profundidad y originalidad del maestro. Para estas tres clases de lectores Marías se ha propuesto explicar con máxima claridad el sentido histórico, los valores ideológicos permanentes y la actualidad de la filosofía orteguiana. Tal parece ser uno de los fines de nuestro autor como profesional de la filosofía y como miembro de una escuela filosófica de la que es hoy figura principal. Ahora bien, considerando a Marías como español consagrado a esa disciplina, advertimos que el ya aludido fin adquiere un especial sentido hasta casi convertirse en fin diferente. En efecto, explicar a Ortega en el ámbito de la cultura hispánica no sólo significa explicar a un filósofo, sino otra cosa. A saber: mantener, conservar y vigorizar la vigencia de la filosofía como función normal y logro asegurado en la vida espiritual de aquella cultura. Marías destaca claramente esta finalidad:

Antes de Ortega, un análisis del contenido esencial de la forma de vida histórica española no descubría en ella la filosofía, salvo en la dimensión, relativamente abstracta, en que formaba parte de Europa y de Occidente, realidades en que España estaba implantada. La obra de Ortega significa la inclusión de la filosofía en la textura misma de lo hispánico. Pero cuando se habla de cosas humanas, hay que tener   —139→   presente que les pertenece la constitutiva inseguridad: todo lo humano se puede ganar o perder, se puede malograr, puede degenerar o falsificarse. Cuando hablo de esa inclusión, estoy pensando en su posibilidad: su realización auténtica y plena depende de en qué medida esa filosofía sea poseída, asimilada, repensada, efectivamente incorporada a la estructura de nuestra vida colectiva. Pero lo que es cierto es que la filosofía, queramos o no, nos ha pasado, y que no se puede dar marcha atrás; lo que ha de decidirse en el futuro próximo es si ha de pertenecernos en forma intensa, depurada y fecunda o en forma residual y deficiente.214



Vemos, pues, claramente que uno de los fines de Marías es hacer que esa inclusión quede asegurada y fortalecida en forma cabal en el mundo espiritual hispánico, gracias a una asimilación sin ambigüedades ni penumbras de la obra filosófica de Ortega. Pero es el caso que esa obra filosófica, por su índole misma, debe ser clarificada desde dentro de la vida humana en que se ha elaborado. Cabe insistir en que esta clarificación desde dentro, requerida normalmente, en el caso de Ortega es especialmente necesaria, y sin que se pueda descuidar ninguna de sus dimensiones, incluyendo aquellas que podrían juzgarse menos «técnicas». Por consiguiente, ha sido menester presentar la filosofía del incorporador en España de la Filosofía, a la luz de las circunstancias, en uno de sus círculos más amplios aunque de centro más íntimo, encierran la totalidad de la vida colectiva española en el momento histórico en que aquella incorporación se hizo posible. Esto es, plantean perentoriamente el problema de España.

Bien: para lograr el propósito de Marías ha sido menester revivir toda una tradición combatida y negada implacablemente en la España de hoy, una tradición de la que Ortega en su hora fue uno de sus máximos exponentes, por no decir su misma culminación. Me refiero a la tradición liberal española.

Revivir tal tradición significa en la España actual muchas cosas, entre ellas un exquisito tacto y tal vez más de un riesgo. La enumeración de las dificultades de la empresa no interesa tanto -por lo obvia- como la consideración de su necesidad para posibilitar la reintegración al flujo de la vida española de una corriente espiritual que la ha ennoblecido y fecundado.

  —140→  

Podría argüirse que Marías al repensar a fondo la filosofía de Ortega y exponerla exaltando los méritos del maestro no revive, en rigor, aquella tradición. ¿No está la obra de Ortega allí, viva, vibrante, y no hay acaso -se podría agregar- hasta una calle de Madrid que lleva el nombre del pensador, a más de una editorial famosa por él fundada y que sigue publicando sus libros215, en ediciones cuidadas, sita en Bárbara de Braganza, a Núm. 12.

A esto podría replicarse insistiendo que no es sólo el pensamiento filosófico de Ortega el que hoy aparece clarificado, iluminado, transparente, sino que también es todo el problema de España el que vuelve a plantearse con máximo rigor teórico y no, por cierto, conforme a las miras de una rígida ortodoxia ideológica vigente oficialmente y apoyada por la fuerza.

Dicho de otro modo: gracias a Marías el Ortega que, pongamos por caso, se enfrenta con el problema de la vida colectiva española en 1914 o antes ya o después de esta fecha; el Ortega de «Vieja y nueva política» y otros escritos, surge del pasado reciente a la luz más favorable: surge como el gran héroe intelectual, cuya visión de la realidad social y política tiene una validez permanente y por tanto de imprescindible atención mientras aquel problema subsista. Porque, según resulta claro en Marías, es la de Ortega una manera teórica ejemplar de expresar y de canalizar todo eso que, resumido en pocas palabras, podría formularse así: el viejo anhelo de que España recupere la perdida forma y participe amplia y creadoramente en el ámbito de la alta cultura europea y universal.

El ideal reformador del Ortega regeneracionista no se ha realizado. Las ideas con que lo ha formulado -análisis de la vida pasada, crítica de la vida contemporánea y proyecto de vida futura- están allí todavía, llenas de verdad e imantadas de incitación, pero sin dispararse en acción, tales como flechas ligadas duramente a su aljaba. Y España, la vieja España está también allí, con muchas heridas por cicatrizar y menesterosa, como pocas veces en su historia, de una reforma tan urgente como radical.

¿Cuál era el supuesto fundamental de la reforma propugnada por Ortega en el célebre discurso «Vieja y nueva política»?

Marías nos lo dice en forma taxativa: «Frente a la consigna de la Restauración que fue mantener el orden a cualquier precio, Ortega advierte que 'antes del orden público hay la vitalidad nacional',   —141→   que 'nuestro problema es mucho más grande, mucho más hondo; no es vivir con orden, es vivir primero'»216.

Casi a medio siglo de distancia, ¿ha perdido actualidad esta idea en la España de hoy, tan saturada del orden? Marías no se formula ni contesta a esta pregunta, no le hace falta hacerlo. Está él escribiendo un libro sobre un filósofo; está interpretando lo más fielmente posible un pensamiento que él admira y a que sin duda se adhiere. A los efectos de su política intelectual, con decir lo que dice, ya dice todo lo que debe decir. Más abajo agrega:

Ortega afirma su confianza primaria en algo que no es el Gobierno ni el Estado, sino la libre espontaneidad de la sociedad, y previene contra «la tendencia fatal de todo Estado de asumir en sí la vida entera de la sociedad».

Lo apartan, pues, de la socialización y el estatismo dos motivos: la cuestión nacional y la confianza en la libertad y en la espontaneidad. Y, por tanto, su actitud política básica es el liberalismo con precisiones que lo distinguen del existente partido liberal217.



¿Existe hoy confianza en la espontaneidad de la sociedad en quienes detentan el poder en España? Limitémonos a considerar sólo un aspecto de esa espontaneidad coartada: la relativa a la expresión del pensamiento. ¿Puede hoy el intelectual español ejercer sin trabas un derecho tan inalienable como esencial a la función que le compete en la sociedad? Nadie ignora que en España existe la mordaza estatal de la censura. Décadas atrás, Ortega, por consiguiente, parece haber pensado más que para la España de 1914, para la España de 1960.

Discurriendo sobre la situación del intelectual en su patria, el mismo Marías ha escrito en un artículo publicado en inglés en los Estados Unidos:

Difícil es comprender la situación real: la censura es universal, omnipotente y sin normas públicas que la regulen. Es decir, el escritor no tiene derechos, no puede contar con la posibilidad de publicar nada. Esto produce automáticamente una «censura interna» que frecuentemente excede la del Estado, de modo que un autor o un director de periódico   —142→   ni aun «intenta» decir nada218.



¿Cómo se las arregla, entonces, Marías para decir tanto? Porque efectivamente, él dice mucho más de lo que podría esperarse en circunstancias tan adversas como las que él mismo puntualiza. Es más, dice todo lo que decía Ortega cuando no había en España esa censura universal y omnipotente, y agrega a lo dicho por Ortega el subrayado de una explicación entusiasta, exaltadora, al calor de la cual el valor ideológico de aquel decir no censurado ayer adquiere hoy el prestigio de una verdad revelada a los españoles como en el Sinaí del supremo saber filosófico.

Marías se las arregla, sin duda, empleando una táctica que él mismo ha indicado en el artículo referido más arriba: intelectual, él no intenta «una reivindicación formal de sus derechos»219. Pero intenta sí, decir todo lo que quiere decir en no abierto desafío a la censura y logra, sin aspavientos de mártir ni de «héroe» condenado ab initio al silencio o al castigo, lo siguiente: la difusión de ideas que, presentadas en la forma más sistemática posible, abogan por la libertad de pensamiento, propugnan la espontaneidad de la sociedad, condenan el asfixiante estatismo.

Dicho de otro modo: como la libertad de pensamiento no existe de jure en España, el intelectual Marías ha debido intentar ejercerla de facto. Para esto ha comenzado por aceptar la realidad en que vive. Es decir, ha resuelto no desanimarse ante la situación adversa; antes por el contrario, sacar partido de lo que en la precariedad de los derechos se pudiera obtener con una limpia voluntad de servicio. Se ha negado, pues, la innocua satisfacción de la renuncia patética, verificada con mayor o menor dosis de inédita indignación.

La misión del intelectual en la sociedad en que vive es misión de esclarecimiento. El sentido de tal misión se hace más evidente que de ordinario en el caso de un intelectual de la vocación, especialidad y circunstancias de Julián Marías. Verter luz sobre lo que es o debe ser una sociedad dada, significa pugnar por constituir una conciencia colectiva o, en ciertos casos, ser una vox clamantis in deserto que despierte y mantenga alerta esa conciencia. Para esto es menester ejercitar un derecho que es a la par condición   —143→   de todo esclarecimiento cabal: la aludida libertad de pensamiento. Marías, al intentar de facto ejercer este derecho, persigue un fin que no necesita elogio y emplea medios insospechables. Medios justificados por su vocación y su profesión y manejados con una actitud «realista». De no adoptar esta actitud «realista», que nada tiene que ver con la acomodaticia, porque su sentido moral es precisamente opuesto, a todo intelectual en situación pareja a la de nuestro meditador le restaría una alternativa igualmente estéril para los efectos de su misión: callarse del todo o dar coces contra el aguijón. En vez de rendirse, pues, a las presiones de su circunstancia, Marías ha optado por reabsorber a ésta en el sentido más completo que tiene esta tarea en la filosofía de su maestro Ortega.

¿Cómo proceder en forma en que teoría y práctica pudieran armonizarse respondiendo a demandas de carácter personal y a necesidades de carácter colectivo? El procedimiento de Marías ha sido el más plausible dentro de su circunstancia. Primero: exponer con máximo rigor la filosofía del «Yo soy yo y mi circunstancia». Esto era factible, posible, viable. Esta filosofía, además, estaba profundamente entrañada en la circunstancia personal de Marías. Segundo: hacer esta exposición conforme a una ética intelectual valedera -e indispensable- en cualquier sociedad, libre o no libre; una rectitud incorruptible y una total independencia220.

De este modo Marías ha resuelto el problema de la articulación de medios y fines. Y su política intelectual se ha ido desarrollando en íntimo consorcio con una ética intelectual sin cuya austera dignidad y prestigio no hay en la vida intelectual ni autoridad ni eficacia.

En un ensayo sobre el papel del intelectual en el mundo contemporáneo, José Ferrater Mora analiza el problema de la libertad de pensamiento como condición esencial de la ya aludida misión de esclarecimiento. Arguye que, en caso de que tal condición no exista, ha de ser ésta objeto de una conquista previa. Esta conquista podría ser lograda por «mártires» de la libertad de pensamiento. Mas Ferrater establece la posibilidad de que una sociedad   —144→   dada no crea en los mártires. Es decir, que los mártires no tengan el arrastre que en otras sociedades han tenido o que aún puedan tener. En este caso el martirio resultaría tan ineficaz como la pasividad o renuncia de toda acción intelectual. Esto, pese a la bella opinión que afirma metafóricamente la fecundidad de la sangre derramada por toda causa justa. Analiza también Ferrater otras posibles actitudes del intelectual que, menos radicales que las del mártir, resultarían, según las circunstancias, tan poco eficaces como la de éste. Se refiere sin duda a cierto oportunismo y cierto tipo de estrategia carentes de una insobornable ética. Por eso escribe:

Para actuar en la sociedad el intelectual necesita... dos cosas, ambas inevitables: una ética y una política. Con sólo la primera terminaría en la abstracción. Con la segunda únicamente, acabaría en la confusión. El problema del intelectual en la sociedad resulta ser, así, un aspecto capital del eterno problema de la relación entre los fines y los medios221.



Marías tiene una ética y una política. Gracias a su combinado ejercicio, evita la abstracción y elude la confusión. Y gracias a ellas puede ser fiel a su circunstancia. O, dicho orteguianamente: puede salvarla y, por tanto, salvarse.

1961



  —145→  

ArribaAbajoEn el cincuentenario de las «orientaciones» de don Pedro Henríquez Ureña

En fin, que es legítimo emanciparse de cuanto procedimiento se ha convertido ya en rutina y, en vez de provocar por parte del artista una reacción fecunda, sólo es peso muerto y carga inútil, sin más justificación para seguir existiendo que el haber existido antes. Pero que esto en nada afecta a la idea de la libertad, porque el verdadero artista es el que se esclaviza a las más fuertes disciplinas, para dominarlas e ir sacando de la necesidad virtud.


Alfonso Reyes                



Cien años de tentativas

Se cumplen los cincuenta años desde que Pedro Henríquez Ureña trazó sus «Orientaciones». Éstas constituyen un balance y liquidación de cien años de afán americano por lograr una expresión original. El maestro pasa revista de los programas de expresión artística que, desde las Silvas americanas -la primera de 1823-, se han propuesto y ensayado en América hasta la fecha de la redacción de su ensayo, mediada la tercera década del siglo en curso. Y al fin de su revista revela el único «secreto» en virtud del cual nuestra América hallará su más auténtica expresión222.

A los cincuenta años de habernos revelado ese secreto, sus palabras tienen tal actualidad que parecen escritas para esclarecer los problemas de hoy. Vale la pena de repensarlas en el trigésimo aniversario de su desaparición.



  —146→  
Las soluciones propuestas

Si ya antes de Junín y Ayacucho, en verso neoclásico, Bello postuló la independencia literaria, la siguiente generación, la de los románticos, propuso una literatura que «llevara los colores nacionales», como más tarde, los modernistas, reaccionando contra la pereza romántica, se exigieron severas disciplinas. «Ahora, treinta años después» -escribe don Pedro al levantarse la marejada vanguardista- «hay de nuevo en la América española juventudes inquietas, que se irritan contra sus mayores y ofrecen trabajar seriamente en busca de nuestra expresión genuina»223.

En cien años de historia literaria advierte don Pedro que cada nueva generación es, de una parte, descontento; de otra, promesa.

«Examinemos» -dice- «las principales soluciones propuestas y ensayadas para el problema de nuestra expresión en literatura... Ante todo, la Naturaleza. La literatura descriptiva habrá de ser, pensamos durante largo tiempo, la voz del Nuevo Mundo. Ahora no goza de favor esta idea: hemos abusado en la aplicación»224.

Don Pedro evoca entonces los paisajes que suscitaron el entusiasmo literario de Norte a Sur y de Este a Oeste. «A la naturaleza sumamos el primitivo habitante. ¡Ir hacia el indio! Programa que nace y renace en cada generación, bajo muchedumbre de formas, en todas las artes». No se ha avanzado mucho, declara don Pedro, desde los tiempos de Cortés, Ercilla, Cieza de León, Las Casas. «Ellos acertaron a definir dos tipos ejemplares que Europa acogió e incorporó a su repertorio de figuras humanas:   —147→   el 'indio hábil y discreto', educado en complejas y exquisitas civilizaciones propias... y el 'salvaje virtuoso', que carece de civilización mecánica, pero vive en orden, justicia y bondad...»225.

Tras el indio, el criollo. «El movimiento criollista ha existido en toda la América española con intermitencias, y ha aspirado a recoger las manifestaciones de la vida popular, urbana y campestre, con natural preferencia por el campo»226.

Otra forma de americanismo es la que el maestro define por el único precepto autoimpuesto: «Ceñirse siempre al Nuevo Mundo en los temas, así en la poesía como en la novela y el drama, así en la crítica como en la historia»227.

La decisión de circunscribirse al Nuevo Mundo no ha sido un error, como tampoco lo fueron las fórmulas anteriores. Aunque el quid de la cuestión no se hallaba en los temas, en momentos felices se logró una expresión vívida. Pero, subraya el maestro, «en momentos felices, recordémoslo»228.

Opuestos a criollistas y mundonovistas, los europeizantes ejercen una forma de radical descontento: lo valioso no está en América. Hay que continuar, sí, la vieja tradición de la cultura europea.

Sabida es la posición del humanista dominicano. Cada programa tiene su parte de verdad así como su porción de error. Ilusorio es, por ejemplo, el aislamiento criollista, por un lado; inaceptable, por otro, el desdén de los europeizantes. En América está América y está Europa; nuestra expresión no podrá prescindir de ninguna de las dos realidades. Si es cierto que la América española, que habla el idioma de Castilla, pertenece a la Romania, lo cual halaga al prurito europeizante, el criollismo no debe temer ni mucho menos tratar de repudiar esa pertenencia como rémora para toda originalidad: «tranquilicemos al criollo fiel recordándole   —148→   que la existencia de la Romania como unidad, como entidad colectiva de cultura, y la existencia del centro orientador, no son estorbos definitivos para ninguna originalidad, porque aquella comunidad tradicional afecta sólo a las formas de la cultura, mientras que el carácter original de los pueblos viene de su fondo espiritual, de su energía nativa»229.

Las fórmulas del americanismo no han tenido en cuenta algo esencial y por ello han resultado insuficientes. Las generaciones se suceden cada una descontenta de la anterior; el envés de ese descontento es una promesa. Esta promesa arraiga en la fe en un programa que no atina con el íntimo secreto de la originalidad. Se podría determinar como ley histórico-cultural la que designaremos como Ley del descontento y de la promesa. De la promesa insatisfecha.



  —149→  
La originalidad como deliberación, no como resultado

No nos interesa aquí dilucidar si esta «ley» es sólo aplicable a América o también a cualquier otro continente, nuevo o viejo. Más nos interesaría averiguar la razón de la peculiar intensidad con que entre nosotros se aplica y determinar a su vez la peculiaridad con que se manifiestan el desencanto y la ilusión, el disgusto por lo ya hecho y la anticipada dicha por lo que se aspira a hacer. Acaso una nota de esta peculiaridad resida en un afán de originalidad a ultranza, tanto en lo individual como en lo colectivo, en quien o en quienes el problema de la propia identidad asume urgencia obsesiva. Quede aquí este problema nada más que insinuado230.

Es preferible ahora atenerse a lo que don Pedro dijo en 1926, y reformular su pensamiento en los términos más sencillos: el afán de originalidad tal como a lo largo de un siglo se ha manifestado no nos llevará a la originalidad; el afán de perfección, sí. Ahora conviene citar el texto en las páginas en que, terminada la revista histórica, el maestro señala el camino verdadero:

Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queramos decir; afinar, definir, con ansia de perfección.

El ansia de perfección es la única norma. Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca comunicaremos la revelación íntima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, las   —150→   desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística, va en ella no sólo el sentido universal, sino la esencia del espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido.

Cada fórmula de americanismo puede prestar servicios (por eso les di a todas aprobación provisional); el conjunto de las que hemos ensayado nos da una suma de adquisiciones útiles, que hacen flexible y dúctil el material originario de América. Pero la fórmula, al repetirse, degenera en mecanismo y pierde su prístina eficacia; se vuelve receta y engendra una retórica»231.





  —151→  
Cincuenta años después: la tecnomanía

Pedro Henríquez Ureña fallece en 1946, justo a los veinte años de su meditación sobre lo que llamamos Ley del descontento y la promesa. No le toca verificar cómo esa ley se aplica en nuestros días.

¿En qué consiste el descontento de quienes viniendo después del maestro reaccionaron contra la literatura vigente hacia 1926, que es también el año de Don Segundo Sombra? Porque la ley ha vuelto a aplicarse.

La respuesta no es difícil de enunciar: en un rechazo despectivo de la narrativa anterior a la del llamado boom.

Esta ruidosa, estridente palabra inglesa, que como verbo significa producir un ruido vacío, como el de las olas o el cañón, o un incremento de valor en el mercado, entre otras cosas; y como sustantivo, vacío rugido, o incremento de valor en el mercado, tiene en nuestra historia literaria una connotación sugestiva: por un lado, auge; por otro, logro. Casi un «¡Al fin!».

Se diría que en el boom coinciden promesa y logro. Es exultación que acompaña al descontento. Una breve fórmula basta para sintetizar la razón del despectivo rechazo ya indicado: la ficción de las primeras décadas del siglo, especialmente la regionalista -Rivera, Güiraldes, Gallegos- no dramatiza conflictos humanos. Dicho de otro modo: en ella la Naturaleza domina y aplasta al hombre; en ella la geografía es todo. Y el hombre, nada.

Uno de los censores más severos de esa «literatura geográfica» distingue dos tipos de narrativa en la América española: la de los primitivos y la de los creadores. Cita entre los primitivos a Mariano Azuela, a Alcides Arguedas, a Eustasio Rivera, a Rómulo Gallegos, a Ciro Alegría y a Miguel Ángel Asturias.

¿En qué consiste la diferencia entre primitivos y creadores? Los primeros no profundizan en la realidad humana o no atinan a captarla; los segundos, sí. Los primeros, carecen de técnica. Mejor dicho: su técnica «es rudimentaria» -afirma Vargas Llosa-   —152→   «preflaubertiana»232, los creadores sí tienen técnica. La tienen y la exhiben, sobre todo, como un traje de luces. Pero sobre esto de la técnica no nos anticipemos.

Blandiendo un nuevo lenguaje, un lenguaje en libertad, los creadores han dejado de copiar a autores europeos -arguye el crítico aludido- para copiar la realidad233.

El descontento, bien mirado, arraiga en legítima repulsa de un número de autores que constituyen la masa de una literatura. Pero a esa masa, ya que empleamos esta terminología, se opone una élite o minoría selecta cuyos logros no deben ser descalificados sin más ni más. El descontento no para mientes en distingos entre lo valioso, lo mediocre y lo anodino. No va a perder tiempo citando autores y obras cuyo número crecido se identifica con la masa zaguera o sin jerarquía. Corta por lo sano atacando a todos, buenos y no buenos, a la minoría y a la masa, como si fuera pertinente rechazar a Góngora y Quevedo y a la lírica de su tiempo por las ineptitudes de los imitadores y de los dotados deficientemente. Algo parejo sería atacar a Darío y al rubendarismo mediocre por la mediocridad de muchos, sin respetar los méritos -y la inocencia- del maestro por aquellos imitado.

¿Existía en la narrativa anterior vista como masa un prurito de reforma social por el que, en muchos, la protesta degeneró en libelo o panfleto? ¿Hubo en los menos dotados un prototipismo de caracteres, no una visión de individuos concretos? Pues entonces hay que decir: -Reaccionemos contra eso; nosotros haremos una narrativa de seres vivos sin subordinar las exigencias artísticas a la denuncia de corruptelas políticas y sociales.

Hacer justicia a los mejores, esto es, a los que en rigor fueron la literatura anterior, la verdadera, valiosa y, en más de un aspecto, la continuada por los sucesores, no es incumbencia del descontento. Lo que le acucia es exaltar lo que se está haciendo hoy y se hará mañana. Por otra parte, si en la narrativa anterior, especialmente en mucha de la mejor aunque no en toda, el escenario era la pampa, la cordillera, el llano, el gran río, la selva, los panegiristas de la nueva narrativa aplauden que aquél sea ahora la   —153→   gran ciudad. Este cambio de escenario, este abandonar la Naturaleza, obra de Dios, para entrar en la vasta urbe moderna, obra del hombre, les parece signo indudable de una visión universalista que reemplaza el provincialismo de otros tiempos. Lo cual es una simplificación. Pues acontece que en la nueva narrativa, entre las obras de mayor mérito, figuran las de un Rulfo, un García Márquez, un Arguedas, un Roa Bastos cuyos escenarios ignoran el bullicio de las grandes ciudades y hacen de aldeas célebres por su arte el centro de una ficción de valores universales.

Ahora bien, la expresión genuina, original, de nuestra América se debe hoy por hoy, conforme a los portavoces del descontento, no sólo a la superación de las inepcias que se achacan a los que vinieron antes, sino muy especialmente a algo que parece ser lo más valioso, refinado y, para decirlo también en inglés, sophisticated: la técnica, la experimentación.

Esto nos plantea una cuestión. Los creadores -se ha argüido- no imitan, como los primitivos, a autores extranjeros. ¿Es que también han inventado su técnica los creadores? Si no la han inventado y sí la han importado, ¿no son también imitadores? Porque es el caso que tal ostentación hacen de su maestría técnica que la técnica y no la realidad misma parece ser su mayor cuidado. Las gafas para mirar asumen prelación -es la impresión que dan- sobre lo que deben mirar. La novela, convertida en experimentación, barca azotada por un huracán de frenesí tecnomaníaco, divierte sin duda a su autor, feliz en su juego delirante, pero desconcierta, irrita, desanima y aburre al destinatario.

Éste -el lector- habrá de apreciar con deleite cuanto una inventiva realmente creadora le ofrezca de novedoso como vívida intuición artística del mundo y de la vida; pero si advierte que la invitación a una experiencia estética lo lleva a laberintos tenebrosos en que se azora y pierde, arrojará disgustado el libro en que un desaforado oficio suplantó los fines por los medios.

La queja del lector no es siempre la del profano; éste puede ser el más avezado crítico en las aventuras literarias, como, por ejemplo, quien escribió la Historia de las literaturas de vanguardia y se entusiasmó con las mayores audacias artísticas de nuestro tiempo. ¡Cuánto lamentó Guillermo de Torre el esfuerzo que la lectura de la ficción tecnomaníaca le exigía! Y eso que su oficio era leerla y ser su exégeta.

Para un grupo de iniciados, la narrativa, cuanto más sorprendente,   —154→   desconcertante y plúmbea se ofrece a su estimativa, tanto más parece que estas notas la exaltan hasta el máximo nivel de madurez y plenitud.

Novelas, hay, en efecto, que deben ser leídas -entiéndase descifradas- lápiz en mano; anotando en las márgenes esto y eso que en tales y cuales capítulos puedan dar una vislumbre de aquello; consultando diccionarios, enciclopedias y, sobre todo, acudiendo a lo que privilegiados zahorís aciertan a desenmarañar o conjeturar234.

La imitación de quienes a otros tachan de imitadores es imitación de técnica o de técnicas. Las cuales se diría que se aplican a la materia novelable no precisamente para formarla sino para caotizarla en convulsivo afán de originalidad. Este querer ser original a todo trance concibe la originalidad como una manera exasperada de exhibicionismo: el que se arropara en multicolores disfraces para bailar en las plazas la zarabanda en un carnaval de vanidades.

Se afeaba en los novelistas de antes el que la Naturaleza devorara al hombre. Pensando en este reproche un comentarista ha conjeturado que si antes la Naturaleza era el protagonista, la técnica en la novela tecnomaníaca tiende a su vez a asumir el papel protagónico. Pareja reflexión ha llevado a un censor de la tecnomanía a satirizarla afirmando que lo importante para ciertos narradores y sus panegiristas ya no es el tema, ni el argumento ni los caracteres, ni las situaciones, ni las cosas ni la vida sino eso que, por tan repetido, no necesita nombrarse235.

Si en la narrativa de que hablamos la tecnomanía y la manía destructora del lenguaje conducen a la enajenación del lector, en la lírica pasa algo no menos lamentable. En esa lírica de tenebrosos   —155→   misterios, esa del culto de lo irracional que prescinde de formas de expresión comunicable, se quiere hacer una poesía nueva sin percatarse de que ya no son nuevos los caminos hacia la deseada novedad. Se ha andado y desandado por ellos más de medio siglo.

El irracionalismo de esta lírica se apoya en una teoría tenida por inconmovible. También la novela experimental del siglo pasado se fundó en una teoría que pareció definitiva. Que un supuesto teórico sobre la índole del hombre sea fundamento de algo así como una oscura mística poética de frutos aún más oscuros, es cosa lamentable. El énfasis sobre lo irracional y caótico del hombre y del mundo no sólo tiende ya a lo aludido sino a algo peor; a la nuda incoherencia, al disparate o a la futesa pretenciosa236. Asombra hallar en obras de poetas de fama establecida ciertas composiciones (si así pueden llamarse) que aspiran a la calidad de poéticas. Y lo que es peor aún, no faltan quienes las exalten como dechados en su género. Convertidas en dechado, se multiplican como la mala hierba.

¿Qué pensaría hoy don Pedro ante las alharacas del desenfreno tecnomaníaco en narrativa y ante la oscuridad, arritmia y vacío aparato de lo que pasa por lírica? Si desde el Limbo le fuera dado continuar, descorporizado pero tan clarividente como antes, su apasionado estudio de las letras de América y, además, se le permitiera dialogar con otro humanista, ya también residente entre las sombras, ¿qué diría en sosegados coloquios? Imaginémoslo.



  —156→  
Final: diálogo en el Limbo

-... Pues lo dicho y repetido tantas veces, Alfonso: «No hay secreto de la expresión sino uno...».

-Sí, lo recuerdo: «trabajarla hondamente» -dijo usted, Pedro-, «esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección».

-¡Qué memoria, Alfonso! Sobre todo cuando se trata de algo que escribí hace ya cincuenta años.

-«Cada generación» -bien recuerdo esas páginas de 1926- «es olvidadiza y descontenta». Y si no me falla la memoria, al hablar de los olvidadizos de entonces, dejó usted dicho: «Olvidan que en cada generación se renuevan, desde hace cien años, el descontento y la promesa».

-Hoy me rectificaría diciendo: «Hace ciento cincuenta años». Tocante a los poetas, me place poder recitar ideas de un ensayo de usted, no por breve uno de los más densos de doctrina y sabiduría.

-¿Cuál?

-Trataré de retribuir el honor que me hace su memoria mostrándole cuán indelebles quedaron en la mía no sólo éstas sino muchas páginas de usted.

-A ver, amigo Pedro.

-Siete años después de haber trazado yo el ensayo que usted tan bien recuerda, escribió usted su «Jacob o idea de la poesía». En este ensayo dijo: «Y aún hay malos instantes en que la obra poética pretende arrogarse las funciones de la escritura mediumnímica o sonambúlica; en que el poema usurpa la categoría de documento psicoanalítico o confesión abierta sobre el chorro, a grifo suelto, de las asociaciones verbales, para uso de los curanderos del Subconsciente. Lo cual equivale a tomar el rábano por las hojas, o a plantar flores para obtener criaderos de lodo, puesto que el sentido del arte es el contrario y va de la subconciencia   —157→   a la conciencia»237.

-¡Bravo!

-Déjeme citar el último párrafo. Vale la pena. Tiene actualidad allá abajo: «No me diréis que el poeta, a veces y aun las más de las veces, lo que necesita y lo que quiere es expresar emociones imprecisas. Como que la poesía misma nace del afán de sugerir lo que no tiene nombre hecho, puesto que el lenguaje es ante todo un producto de nuestras necesidades prácticas. Convenido; pero aun entonces, y entonces más que nunca, el poeta debe ser preciso en las expresiones de lo impreciso. Nada se puede dejar a la casualidad. El arte es una continua victoria de la conciencia sobre el caos de las realidades exteriores. Lucha con lo inefable: 'combate de Jacob con el ángel', lo hemos llamado»238.

-Pues todavía así pienso yo, Pedro.

-Y yo, como pensaba en 1926 y, como usted pensaba, en 1933. Ateniéndome a esa narrativa que ante todo se propone innovar, deploro, Alfonso, los excesos. Desearía ver menos afán de sorprender con audacias y más ansia de perfección. En ésta no cabe la frivolidad, esa frivolidad en que consiste el entusiasmo por la moda.

-Comparto su opinión, amigo Pedro. Creo que allá por 1924, en el elogio de un poeta joven, recién fallecido (¿Ripa Alberdi?) usted se refería a su «desdén de la moda» y a su «devoción por las normas eternas»239.

-En aquella ocasión hubiese sido más explícito.

-Lo fue usted, aunque un tiempo después. Si no me equivoco, en 1926. Pensando en lo que entonces era la moda, dijo usted que el arte había obedecido a dos fines humanos...

-¿Se refiere usted a mis «Orientaciones»?

-Sí, por supuesto. Uno de los fines del arte era, decía usted, «la expresión de los anhelos profundos, del ansia de eternidad, del utópico y siempre renovado sueño de la vida perfecta; otro, el juego, el solaz imaginativo en que descansa el espíritu. El arte y   —158→   la literatura de nuestros días apenas recuerdan ya su antigua función trascendental; sólo nos va quedando el juego... Y el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hastío»240.

-Si hoy rescribiera aquellas reflexiones, cincuenta años después, haría hincapié en eso de pirotecnia del ingenio y en su resultado, el hastío.

-Eso de pirotecnia y eso de hastío, Pedro, son cosas todavía de mucha actualidad...

-El arte poético es un jugar con fuego, como bien dijo usted Alfonso; pero exige algo más para que el fuego entregado a sí mismo, no sólo consuma.

-O cause hastío. ¿Siguió usted la polémica, en Nuevo Mundo, hace algunos años, sobre la nueva novela?

-Sí, he leído los números 33 y 37 de la revista. En uno anterior creo que fue Ignacio Iglesias quien la inició. ¿Qué será de Guillermo de Torre, de tiempo a esta parte?

-Ha de estar platicando con Apollinaire y Picasso. Algo habrá dejado en el tintero...

-Guillermo de Torre intervino en la polémica y habló del «estiaje de la imaginación en el plano novelístico». Aquí, por casualidad, tengo su texto. Se lo leo: «El estiaje es el nivel más bajo o caudal mínimo de un río, causado por la sequía. Y esta sequía ha sobrevenido tras uno de los períodos de cosecha más rica y desbordante como fue la novelística europea y aun americana incluyendo el período de entreguerras. Repetir frases inarticuladas, balbuceos seudoinfantiles, supuestas expresiones del subconsciente y otros tantos procedimientos semejantes no añade nada sustancial al fondo y a la forma novelística. Son meras restas, no sumas. Y el arte se compone siempre de integraciones»241.

-Son casi las mismas palabras que usa al juzgar el objetivismo...242

-Felizmente no hay estiaje en todos los ríos.

  —159→  

-Felizmente no: fíjese usted en el Río de la Plata, en el Perú, en Colombia, en México.

-Tocante al prurito de innovación, Thornton Wilder, recién llegado a estas alturas, se vino repitiendo que él no fue un innovador sino un redescubridor de valores olvidados, a rediscoverer of past goods.

-Conjeturo que a la exhortación de Ezra Pound -Make it new!- había que añadir otra cosa.

-Acaso lo que usted decía hace muchos años: «una devoción por las normas eternas». ¿Verdad?

-Tal vez. Lástima que no dejara yo bien en claro lo que entendía y entiendo por «normas eternas» en una época de historicismo, de relativismo, como la nuestra.

-Como la de abajo, Pedro. Pero mire usted: para los buenos entendedores, pocas palabras; para los otros, ni diez volúmenes. Diga, cambiando el tema abruptamente, ¿por qué será que nos tienen en el Limbo? No somos santos ni patriarcas antiguos en espera de la Redención (De usted yo he dicho en 1946 que era casi un santo; yo nunca lo fui, ni casi...). Tampoco somos antiguos. Ni hemos pasado a mejor vida antes del bautismo...

-Será por alguna razón, Alfonso.

-Tal vez seamos una especie de rehenes.

-¿Rehenes? No viajamos en jet ni nos metemos en conflictos del Cercano Oriente. Somos buenos americanos; usted sin duda lo es; yo he tratado de serlo.

-Por eso mismo: mientras no se cumpla en América, en la nuestra, lo que hemos predicado en vida, estaremos aquí, en el Limbo, que resulta más cerca de México y de Santo Domingo. Yo tengo fe en el porvenir, Alfonso.

-Eso dijo usted en 1926; han pasado cincuenta años.

-En la Eternidad, donde no hay tiempo según lo ha averiguado Borges, cincuenta años no son nada. Acaso por estar donde estamos pienso de la manera que pienso. ¿Seremos rehenes?

-Pero cincuenta años, allá abajo, Pedro, son muchos años...

-Paciencia, Alfonso. Paciencia. Algo muy bueno ya se ha hecho. No hay que perder la esperanza243.







Anterior Indice Siguiente