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La autointerpretación del romanticismo español

José Luis Varela





Como todo experto en sortear a la censura, Larra era un maestro en la expresión ambigua, la cual hace pensar más de lo que realmente dice y menos de lo que, expresado linealmente, comprometería; es pues una manifestación humorística que no siempre tiene el respaldo de una sólida convicción. Así, cuando trata de los límites de la función periodística, a propósito de los que, como él, escriben en El Español, Larra afirma que «el pasado no es nuestro» (BAE, II, 201); pero la afirmación admite también una lectura política no explícita, según la cual todo liberal español se siente marginado de la trayectoria seguida por su propio país, y condenado, en consecuencia, a crear mediante sus ideas progresistas un presente y un inmediato futuro de signo radical, por el que un sectarismo que hoy llamaríamos de izquierda, se opone al monopolio sectario del pasado nacional por la derecha, si es que se admite esta nomenclatura para el juego político de 1836. Pero esta ambigüedad deliberada -como he mantenido en otro lugar- es en realidad una operación de superficie, apoyada en el ingenio, y la presunta profundidad de muchas de estas expresiones se debe principalmente a las exégesis que han originado.

De corte parecido es otra afirmación del mismo Larra muy a propósito del tema a debatir en este Simposio. «Nuestro Siglo de Oro -dice- ha pasado ya y nuestro siglo XIX no ha llegado todavía» (Ibid. I, 456). ¿Pasado nuestro Siglo de Oro? Desde el punto de vista cronológico, es obvio. Pero, ya que lo escrito pertenece al segundo tercio del XIX, cabe pensar que se trata de una caducidad ideológico-estética, y en consecuencia de un desacuerdo con la identificación de Romanticismo y Siglo de Oro (tal como Böhl primero, Durán después, y el hispanista Allison Peers hacían respecto a la corriente por éste denominada «Resurgimiento») y además al reconocimiento por parte del autor del Macías de lo infirme, discontinuo y heterogéneo del movimiento romántico en España.

Efectivamente, la discontinuidad, fragilidad y fugacidad de nuestro romanticismo -circunscrito a la década que separa a La conjuración de Venecia del Tenorio- ha sido reconocida por multitud de estudiosos, que le han asignado causas socioculturales o políticas. La Guerra de la Independencia, la actuación inquisitorial o la censura fernandina son factores históricos, por ejemplo, aducidos para explicar la falta de continuidad y solidez del movimiento romántico; el divorcio entre una minoría cultivada y el inmovilismo del gran público, reacio a toda novedad, es otro factor de índole sociocultural que colabora al mismo resultado; podrían añadirse la dificultad de acomodación de una estética idealista y subjetivista en un país sin lírica erótica e intimismo propiamente dicho, así como el carácter intrínsecamente romántico -que, según Peers, hace tardía su aceptación como escuela- o la conocida teoría de Menéndez Pidal, según la cual España es reiteradamente el país de los frutos tardíos.

Adelantemos, sin embargo, la curiosa paradoja de que uno de los impedimentos históricos aducidos, la guerra de emancipación del imperio napoleónico, sea precisamente el revulsivo europeo, sobre todo en Alemania, que origina la atención preferente a España y su literatura conducente a una identificación temprana de su pasado literario con los postulados románticos. Un país entonces roto y sometido a Napoleón ve con noble emulación el ejemplo de gallardía popular frente a Francia, y admira, como luego veremos, la unión de letras y armas en sus hombres del Siglo de Oro. De aquí dos signos distintivos con los que nace la entonces llamada «nueva escuela»: la exaltación de la libertad y el nacionalismo, y otro más, luego abandonado, el Cristianismo como configurador del mundo de la intimidad, opuesto al clasicismo pagano.

Tiene gran significación en el desarrollo de este movimiento la temprana identificación de intimismo con Cristianismo, porque determina la obstinación en los preceptos clasicistas de los partidarios en política de fórmulas liberales (es el caso de Alcalá Galiano, por ejemplo) y condiciona el popularismo de los partidarios del conservadurismo político. Con todo, y para aproximarnos al tema de esta reunión, anticipemos que la «autointerpretación del romanticismo español» implica la revisión ideológica de sus textos programáticos y que hablar del romanticismo no es válido desde una sola de las dos corrientes ideológicas -la tradicionalista y la liberal, ambas perfectamente legítimas- que se disputan en el siglo pasado la primacía, y que en nuestros días, y por razones nítidamente ideológicas, prolongan entre los críticos aquella polémica.

Cuando Alcalá Galiano prologa en 1834 El moro expósito, de Rivas, cree abrir «un pleito aún no entablado en nuestra patria» entre clásicos y románticos («estas dos sectas», escribe). Cabe, aunque con dificultad, pensar en un involuntario olvido. Porque tras de estas páginas preliminares está su polémica con Böhl, la publicación de El Europeo (1823) y sobre todo el Discurso de Durán (1828), en el que se encuentran precisamente casi todos sus ingredientes críticos: el ataque a la literatura del s. XVIII («desapareció en España todo rastro de buen gusto literario»), la dependencia social del Arte (Durán había afirmado que el teatro constituía la «expresión ideal del modo de ver, juzgar y sentir de sus habitantes»), el nacionalismo (Durán hablaba del «genio nacional») y Alemania como matriz de la «escuela romántica» («para buscar el origen de la escuela romántica de nuestros días -escribe- fuerza es que vayamos a Alemania»; Durán había reconocido que «a tal grado de miseria se hallaba reducida la literatura dramática en todas partes, cuando a principios de este siglo algunos sabios alemanes se atrevieron a proclamar la emancipación literaria de Europa y a admirar y elogiar las grandiosas creaciones de los dramáticos españoles»). Hay un elemento ecléctico en la caracterización de Alcalá Galiano que anotar en su cuenta exclusiva: la consideración de que nuestro teatro del pasado es clásico o romántico, según el criterio que se aplique (es clásico si se atiende a su mitologismo, su versificación artificiosa y el estilo elevado; es romántico por su menosprecio de las unidades, por la mezcla de lo trágico y lo cómico y por la gran atención que concede a los temas medievales).

La revalorización radical del teatro del Siglo de Oro acometida por Durán, se apoya en consideraciones muy elementales, originadas por su total ausencia de compromiso con la educación clásica. El teatro español es distinto del griego, luego está fuera de juego toda comparación: se trata de géneros diversos presididos por reglas diversas; el español es más poético, quiere decirse más libre, y esta libertad se traduce en licencias cuyo fundamento no es otro que la verosimilitud. En consecuencia, los ataques a este teatro se derivan de la aplicación de un punto de vista extranjero, extendido en el siglo anterior como una plaga «por espíritu servil a Francia» y que afectaba la «antinacional manía de despreciar cuanto era privativamente producción de nuestros ingenios». Durán pasa además al ataque: reconoce que Francia se halla más lejos de la perfección romántica que los españoles de la clásica. No reconoce más que dos grandes tipos de Literatura: el clásico, que procede de la existencia política y religiosa de los pueblos antiguos, y el romántico, originado por un nuevo modo de existir «emanado de la espiritualidad del Cristianismo, las costumbres heroicas de los siglos medios y un modo diverso de ver al hombre». El drama español es netamente romántico en razón de su carácter cristiano, subjetivo, inverosímil y libre. Es, pues, un teatro propio de una sociedad nueva.

Esta reivindicación del romanticismo sustancial de nuestros clásicos y la vigencia social del mismo nos remiten inequívocamente a Böhl (1814...). Y, por lo que se refiere a la asimilación germánica de Cristianismo y romanticismo, también al López Soler que en 1823 se preguntaba: «¿Quién ignora la notable mudanza que ocasionó la aparición del Cristianismo en la sociedad humana...?»

Finalmente, Durán confiesa el «impulso patriótico» que le ha movido. Y en plena represalia y ofensiva, se permite solicitar la lectura y estudio de la dramática española, para coronarlos con la defensa de un autor que constituye en estos momentos una bandera:

«Propagándose y facilitándose así la lectura y el estudio de los buenos dramas españoles, se desengañará el público y verá que el mérito de sus autores no consiste, como algún crítico pretende, en sólo hacer buenos y armoniosos versos, sino en ser acaso los mayores poetas del mundo, a pesar de sus defectos. ¿Quién, por ejemplo, podrá competir con Lope en fecundidad e invención? Quién a Calderón podrá negarle la primacía en el arte de combinar los planes, de dirigir y sacar el mayor partido a las situaciones, en la perfección de las narraciones, en el modo de presentar sus ideas eminentemente poéticas y en el noble artificio con que supo hacer el verso octosílabo o romance, digno y capaz de expresar los más sublimes pensamientos?»



Calderón resume y potencia esas virtudes caballerescas y aquellas formas que caracterizaron a un Medievo añorado: Calderón encarna, como había acuñado Böhl en medio de la polémica, «un sistema espiritual» que constituye el programa y la meta de la «nueva escuela» o «escuela moderna», la romántica, frente a los rezagados neoclásicos de 1814. Es hora, pues, de que dediquemos unas palabras a la llamada polémica calderoniana, de la que, no obstante, no cabe aquí más que un esquema radiográfico capaz de evidenciar el sentido ideológico que entrañan dos actitudes en pugna.

Conviene que recordemos lo que para Böhl constituía la médula de la novedad aportada por A. W. Schlegel: que romántico era lo nacional por excelencia, es decir, lo puro e incontaminado por creaciones extranjeras, que en el caso español tiene en la poesía caballeresca, el Romancero, su formulación perfecta y duradera, y en consecuencia era para Schlegel romántica -como ha escrito con acierto Giovanni Allegra- «toda literatura que estuviera empapada y como legitimada por un hálito divino, por una substancia racionalmente incognoscible, por la reminiscencia de un origen angélico perdido, es decir, por una visión del mundo opuesta a las de los ideólogos y philosophes»; que lo clásico nada tiene que ver con la versión materialista, rígidamente canónica y externa, ofrecida en el siglo anterior; que España, afortunadamente para ella, permaneció adormilada en el siglo XVIII, pero persistieron en sus hombres los rasgos caballerescos que la habían histórica y humanamente configurado, a los que cabía atribuir su bizarría actual. La visión del clasicismo de la Antigüedad es más amplio en el maestro que en Böhl, ya que aquél -como ha recordado el citado Allegra- no creía distantes de la concepción y formas románticas muchas creaciones de la Antigüedad; Böhl, por el contrario, veía «en toda expresión de la verdadera clasicidad, un reflejo de la concepción naturalista del mundo», y por lo tanto vinculada al sensualismo materialista propugnado por la Enciclopedia. Esta limitación de lo clásico y su filiación al racionalismo materialista es decisivo para comprender la pasión hispanista y la actitud política de Böhl.

No disponemos todavía de una recopilación completa de los textos que componen la citada polémica, si bien a la conocida obra de Pitollet, La querelle caldéronienne, se ha sumado recientemente la tesis de Guillermo Carnero, que constituye, sin duda, la aportación documental más importante después de aquella, a la que opone ciertamente una exégesis de signo totalmente antagónico. Entre ambas queda diseñado de modo definitivo el itinerario y etapas de tal polémica.

Aparte de una contribución temprana (1805), firmada con unas iniciales convencionales y aparecida en Madrid, en Variedades de ciencias, literatura y artes, la polémica calderoniana nace con unas «Reflexiones de Schlegel sobre el teatro, traducidas del alemán» que Böhl publica en el Mercurio gaditano en septiembre de 1814. Como no se trata de abocetar aquí la historia de los incidentes, ni siquiera el contenido total de los argumentos esgrimidos por Böhl y sus opositores, conviene localizar en unos párrafos significativos lo más agresivamente nuevo de su contenido; pero no sin antes recordar que se trata, como el título advierte, de una traducción bastante libre de las Vorlesungen de Guillermo Schlegel, cuyo valor programático justifica a Böhl para reproducirlas cuatro años después en la Minerva madrileña y dos después en sus Vindicaciones de Calderón. Los párrafos que especialmente nos interesan son éstos:

Convendremos en que los ingleses y los españoles no tienen tragedias ni comedias al uso antiguo; pero han creado un género propio que llamaremos romancesco. El arte antiguo separaba con severidad todas las especies; el arte moderno pretende combinar todos los opuestos, y así se complace en amalgamar la naturaleza y el arte, la poesía y la prosa, la memoria y la esperanza, el alma y los sentidos, lo terrestre y lo divino, la vida y la muerte...

[...] Los españoles han hecho un papel en la historia, que la mezquina envidia de los tiempos modernos se ha esmerado en obscurecer. Haciendo de vanguardia de la Europa contra la irrupción de los fieros musulmanes, no cesaban de oponerles una barrera viva renovada de continuo. La fundación de sus reinos, desde Pelayo hasta la conquista de Granada, fue una sola aventura caballeresca. Y debemos confesar que la religión de Cristo, triunfante de tan grande superioridad de enemigos, es cosa prodigiosa. El español, acostumbrado a pelear al mismo tiempo por su independencia y su religión, las amó igualmente. Así es que el antiguo castellano era fiel a su Dios y a su rey hasta la última gota de sangre, esclavo de su honra, altivo para con los hombres, pero humilde ante todo objeto sagrado [...]. Sólo en España ha sobrevivido el espíritu caballeresco a la caída de la misma caballería [...]. Si la poesía moderna se funda sobre los sentimientos religiosos, sobre el heroísmo, el honor y sobre el amor, en España precisamente había de adquirir su más alta perfección...

[...] Hay enfermedades tan epidémicas del entendimiento, que no se puede librar de ellas una nación, sino inoculándoselas. Tal es la filosofía moderna. Los españoles parecen haberse libertado con sólo unas viruelas volantes o locas, mientras que las señales de una irrupción maligna desfigura las fisonomías de las demás naciones. En su existencia peninsular han pasado en modorra el s. XVIII; y en efecto, ¿qué mejor podían haber hecho? Los españoles debían aprender a admirar por convencimiento lo que han amado hasta aquí por inclinación; y sin hacer caso de la crítica bastarda del siglo filosófico, poner todo su conato en componer en el mismo sentido que sus grandes modelos...



Aunque los fragmentos precedentes constituyen una selección intencionada, y por lo tanto pretenden una síntesis significativa de la perspectiva de Schlegel -que no sólo traduce, sino que asume y subraya Böhl-, cabe identificar la almendra de su sentido en la rehabilitación de los principios espirituales -la Reconquista como Cruzada-, de la que proceden unos hábitos definitivos -la espiritualidad, la unión afectiva y efectiva de trono y altar- y unas conclusiones de orden literario: el teatro del Siglo de Oro como género propio con leyes también propias y el ataque consiguiente al «siglo filosófico», cuya envidia mezquina ha pretendido denigrar su grandeza. Como corolario natural, el camino de la poesía moderna ha de dirigirse a la restauración de esos valores encarnados por la poesía española, es decir, «componer en el mismo sentido que sus grandes modelos».

En octubre del mismo año, Böhl publica en Cádiz el folleto Donde las dan las toman. En esta réplica a sus contradictores, Böhl identifica el espíritu caballeresco español, quintaesenciado en los dramas de Calderón, con la oposición popular a los franceses, y a los principios de la Enciclopedia con la subversión total (republicanismo en el orden social y despotismo normativo en la república literaria). En las tres partes del Pasatiempo crítico (1818-1820) la politización de la polémica es tan patente que Böhl afirma a cara descubierta que «no es Calderón a quien odian los Mirtilos (Mirtilo, como es bien sabido, era el seudónimo de José Joaquín de Mora); es «el sistema espiritual que está unido y enlazado al entusiasmo poético». Esta es la afirmación capital. De ella arranca su repulsa a la versión dieciochesca de los clásicos, que le obliga a desestimar la concepción del teatro como cátedra de las costumbres, a pedir la abolición de las famosas reglas y a afirmar, finalmente, que la posteridad desconocerá todo lo que a imitación francesa se hizo en España durante el siglo XVIII.

Si es correcta, aunque sumaria, la exposición de estas ideas schlegelianas de Böhl, cabe la licitud de preguntarse si se pueden calificar de mero «camuflage de su reaccionarismo» como se hace en un libro, ciertamente muy valioso desde el punto de vista documental, que eleva a su título tal significación política, como es el de Guillermo Carnero, Los orígenes del Romanticismo reaccionario español: el matrimonio Böhl de Faber, editado en 1978 por la Universidad de Valencia. Porque, efectivamente, puede existir correlación entre tradicionalismo literario y reaccionarismo político, pero no es seguro que el primero conduzca inevitablemente al segundo, y viceversa. Es más, el tradicionalismo literario de Böhl se afirma con la seguridad polémica de quien se siente parte de una comunidad moderna y europea que constituye en ese momento una avanzada estética. Cuando afirma que España deberá componer «en el mismo sentido que sus grandes modelos» no parece seguro que lo que propone es repetir el pasado, por muy glorioso que éste sea, sino emular su sentido en el tiempo nuevo, es decir, declararse tradicionalista, heredero y continuador. Un elemental esfuerzo de perspectiva histórico-literaria nos obliga a reconocer como progresivas, no reaccionarias, la desestimación del valor ejemplar del teatro y del magisterio de las reglas, supervivencias en sus contradictores del siglo XVIII. Es verdad incuestionable, como señala con acierto Carnero, que una constante del pensamiento reaccionario es la identificación de la doctrina neoclásica y el republicanismo. Pero también lo es que los términos utilizados en el s. XIX nos obligan a una peculiar «lectura», es decir, a su exacta valoración semántica, en la que republicanismo quería decir ni más ni menos que anarquía o subversión revolucionaria, y neoclasicismo no era otra cosa, polémicamente hablando, que facción afrancesada, y partidaria, en consecuencia, de una visión materialista de la creación que había desembocado en unos excesos revolucionarios cuyo horror y decepción eran generales y recientes en toda Europa («¿A quién no ha desengañado -pregunta, como argumento de fuerza irrebatible, Böhl- la Revolución Francesa?»). La decepción de Klopstock se prolonga en los Schlegel, Novalis, Tieck -los románticos de la escuela de Jena y Berlín-, cuyos pensadores se llaman Fichte y Schelling, y que conoce su apogeo entre 1798 y 1804, maestros y guías de Böhl. Tieck termina su traducción del Quijote y fija su atención en Calderón -al que coloca por encima de Shakespeare- en 1799. En 1803, y por sugestión de Tieck, Schlegel publica en un volumen la versión de tres comedias calderonianas; seis años después, y merced a su versión de El Príncipe constante, Calderón se introduce en los intereses de su hermano Federico y del mismo Goethe. Y aun antes de Tieck -para quien Calderón significaba, fundamentalmente, magia formal, música verbal y una religión maravillosa- figuran en esta corriente hispanófila Lessing y otros. No puede olvidarse que si Humboldt encuentra en los españoles rasgos alemanes, es a Herder, en realidad, a quien debe atribuirse un tópico muy generalizado entre los primeros románticos alemanes, como el de explicar su simpatía hacia lo español por el «origen gótico» de su poesía o los «rasgos góticos» de su fisonomía y carácter. Algunos contactos humanos -la residencia en Hamburgo, por ejemplo, de 20.000 soldados españoles a las órdenes del marqués de la Romana, soldado y humanista, enviados por Napoleón- parecen confirmar lo que los escritores dicen; pero cuando estos soldados son enviados contra Suecia en 1807 y se entregan a Inglaterra, el entusiasmo se desborda, así como los incidentes de la guerra en España no hacen más que confirmar el orgullo nacional, que críticos como Schlegel detectan en su literatura y que parece constituir la contestación a aquella lamentación de Fichte sobre la incapacidad del intelectual para los actos enérgicos, pronunciada en 1806 y ante la ocupación de su país por las tropas francesas. La conversión al catolicismo de alguno de estos escritores o, en todo caso, su profundización en la vida espiritual, colabora a la atención por un país, su pasado y sus creaciones culturales, cuyo conocimiento favorecen antologías, diccionarios de bolsillo, gramáticas populares, etc. Este es el ámbito a que accede Böhl, no el de procedencia; el de origen, como es sabido, es rusoniano y luterano. Conoce nuestro país a los catorce años, lo vive durante la invasión francesa y echa sus raíces definitivamente en tierra andaluza desde 1813. Puede y debe suponerse en él un proceso paralelo al de sus compatriotas citados, a los que añade, con la residencia española, su matrimonio con Frasquita Larrea. Por todo ello no parece desmesurado cifrar la clave de su actividad erudita, polémica e ideológica en el hecho de que se trata de un hispanista converso que identifica catolicismo y España a la luz heroica de la Independencia, en momentos en que no existe Alemania, pero sí una España creada por el Catolicismo y combatida por la Ilustración. No parecen mera retórica romántica, sino palabras salidas del alma, las que pronuncia para reconocer que sólo a un alemán es posible identificarse con las costumbres de otras naciones, sencillamente porque sus compatriotas carecen de «una patria verdadera, por ser Alemania una aglomeración de diferentes estados, gobiernos, religiones y costumbres, siendo el idioma lo que únicamente tienen en común». Estaba con el pueblo creador de una poesía heroica revalidada en su lucha contra el invasor; identificaba al francés con el materialismo ilustrado que había desembocado en la Revolución y seguido en España por una minoría culta y esnob; patrocinaba una monarquía de tradicional arraigo popular y presuntamente inmune a las «viruelas locas» del mundo moderno. El fervor del converso -converso por vía doble: al catolicismo y a la «esencia» de otro pueblo- le hace, sin duda, cargar las tintas. Pero este fervor es auténtico, y no mera cobertura de una ideología reaccionaria. La reivindicación del «pueblo» fue durante el XIX un monopolio de moderados o tradicionalistas; el traspaso en nuestro tiempo a otras manos políticas puede ofrecernos una comprensible, pero errónea perspectiva ideológica.

La identificación del romanticismo con la corriente liberal -de la que constituía buena divisa la famosa correlación de Víctor Hugo entre liberalismo en política y romanticismo literario-, corriente posterior a la tradicionalista y arrolladoramente predominante a partir de la incorporación al país de los emigrados, condiciona la actitud ideológica de muchos críticos literarios, para los que tal corriente tradicionalista -diseñada a partir de Böhl, y hasta Zorrilla y Bécquer- no existe, sin más, o constituye un mero impedimento para el desarrollo pleno de lo que por antonomasia consideran «el Romanticismo».

A este respecto, permítaseme apostillar un par de publicaciones recientes sobre el tema que aquí se trata. La primera se debe al profesor Llorens, bien conocido por sus relevantes estudios sobre la actividad de nuestros emigrados en Inglaterra, y autor de una obra de síntesis, El romanticismo español (1980), aparecida muy poco después de su muerte. En ella se formula, tras una reseña de la polémica de Böhl con Mora y con Alcalá Galiano, unas objeciones a la obra de aquél, que me permito glosar, una por una.

Llorens censura la indelicadeza de Böhl al dar lecciones de patriotismo a un español que, como José Joaquín de Mora, había tenido una distinguida actuación en la batalla de Bailén. Así parece, efectivamente. Pero también es verdad que debiéramos adoptar otra perspectiva, infrecuente o quizá imposible en el tiempo de Mora, pero no en el de Llorens. Me refiero a la gratitud comprensiva que nos debe merecer esa falange de hispanistas de todo el mundo, hombres vinculados afectiva, libre, profesionalmente a España e identificados con ella, y por lo tanto con un derecho equiparable al nuestro para ejercer su crítica sobre algo que también les es propio, y además desde una perspectiva superior, porque no se trata de una patria heredada y gratuitamente recibida, sino merecida y conseguida con esfuerzo, y previamente elegida. De aquí, precisamente, que, un hispanista alemán de nuestros días, eslabón muy ilustre de una cadena que no inicia Böhl ni concluye en Vossler -que es el hispanista de referencia-, designase a España como su Wahlheimat, su hogar electivo, su patria de la voluntad y del sentimiento.

En segundo lugar, el profesor Llorens atribuye a los contradictores de Böhl un disgusto meramente estético ante el culteranismo de Calderón: no se trata, en su opinión, de disidencia ideológica ante el «sistema espiritual» que respalda tal culteranismo. No. En nuestra opinión, ni los textos ni la verdad histórica se compadecen con tal interpretación. Pasen, como licencia polémica, las «ridículas gerundiadas» que para Mora caracterizan el estilo calderoniano, o que a Alcalá Galiano La Vida es sueño -que, por cierto, conducía a Tieck unos años antes a situar a nuestro dramaturgo por encima de Shakespeare- le parezca «una monstruosidad»; es que Mora invoca «las funestas consecuencias en el orden literario y moral de las libertades» que expone su teatro, con lo cual -y siguiendo los argumentos de los ilustrados para suprimir los Autos Sacramentales- apela a motivaciones morales, algo, pues, más allá de lo estético. Y por lo que a Alcalá Galiano se refiere, no puede ni debe olvidarse lo que el propio interesado nos refiere en sus Memorias sobre su actitud mental y moral de estos años: ingresa en la masonería gaditana un año antes de iniciarse la polémica (cap. XXIII), reconoce que se volvió materialista por esos años (XXVI), reconoce su fanatismo político y su «fanatismo de secta» (XXVII), así como las implicaciones ideológicas de su polémica con Böhl: «mezcló con ella un tanto de política» (XXVII). Es más, nos brinda con su testimonio la mejor corroboración del tradicionalismo de su contradictor, al vincular nacionalismo con catolicismo y éstos con el pueblo español, ya que los franceses «protegían y extendían en los lugares ocupados por sus tropas» las logias masónicas, con lo que pertenecer a ellas se consideraba adhesión a la causa de los franceses (XXIII). Después de la guerra, la unión de trono y altar permite que los liberales se acojan a este sagrado, porque «la sociedad masónica era la forma que la conjuración había vestido» (XXVII) y frente a ella quedaba el Trono y el Altar, y bajo ellos el pueblo. La visión de Böhl, aunque inevitablemente exagerada por su fervor de converso, era históricamente veraz, y no eran razones de gusto, sino ideológicas, las que provocaban el rechazo de Calderón.

En tercer lugar, el absolutismo de Böhl impidió, en opinión de Llorens, que el nacionalismo de los liberales se identificase con el Romanticismo, mientras que el inmovilismo de los tradicionalistas españoles, enemigos de toda novedad, se abstenían de aplaudirle; con lo que Böhl, combatido por los liberales y sin el apoyo de los tradicionalistas, se quedó completamente solo. Pero -cabe argüir- ¿percibió Llorens con precisión el destino de esta objeción? Porque si tuvo efectivamente enfrente a los tradicionalistas españoles, esto no sólo demostraba el inmovilismo de éstos, sino la actitud progresiva de Böhl en el campo estético; y si los liberales no acertaron a compaginar nacionalismo con romanticismo -cosa posible después-, más bien parece incapacidad o voluntad de los mismos que oposición monopolizadora de los tradicionalistas, ya que su acción clandestina confinaba a los liberales en un gueto confesional, del que Galiano nos habla, que induce a pensar en una suerte de fatalidad política. Esta fatalidad es la que quisiera conjurar para siempre Larra desde las páginas preliminares de su traducción al libro de Lamennais en 1836.

Finalmente, la objeción de que la obra de Böhl constituyó un intento prematuro, ya que en España no había pasado todavía el siglo XVIII, es de menor cuantía y no consiste más que en la formulación negativa de un hecho positivo. Si queda advertida la concatenación crítica que existe entre Böhl, Durán y Alcalá Galiano, puede fácilmente concluirse sobre el mérito de encabezar una familia teórica que pretende actualizar estéticamente al país y enlazarlo con los orígenes germanos de la «nueva escuela». En todo caso, la carencia de seguidores inmediatos no arguye contra el iniciador, lo realza. Una actitud equidistante nos obliga a reconocer que es incorrecto identificar con el romanticismo de Böhl la reacción política; pero también clasicismo con liberalismo y revolución, como Böhl hacía, generalizando el caso individual de Alcalá Galiano.

Un discípulo americano de Llorens, el profesor E. L. King, tercia en la controversia ideológica con un incisivo ensayo sobre la esencia de nuestro romanticismo (Studies in Romanticism, 1962). La doctrina de Böhl, contenida en su idea de que los españoles deberían serlo, le parece «esencialmente ridícula», ya que la manera de ser romántico no podía consistir en la perpetuación de las comedias de capa y espada, la retórica de la religión y «todas las formas vacías del espíritu nacional», sino la de seguir el ejemplo de un Blanco White, quien, insatisfecho hondamente de sí mismo y de su circunstancia, rompe con España y con la Iglesia católica -en la que había alcanzado la dignidad de canónigo- y se reeduca en Inglaterra. La drástica fórmula propuesta por King -que en ciertas ocasiones corre paralela al simplificador apasionamiento que se atribuye a Böhl- pone muy alta la meta romántica: nada menos que dejar de ser católico y español. De la creencia de Peers sobre la idiosincrasia romántica de los españoles, pasamos al polo opuesto, o sea, al aborrecimiento de lo que había sido el español como condición previa para ser romántico, con lo que éste se convierte precisamente en la antítesis de aquél.

Más consistencia crítica contienen, sin embargo, los dos argumentos esgrimidos por King para explicar el desconocimiento español del Romanticismo, confundido en realidad con una «mascarada de disfraces románticos» por carecer de una Weltanschauung nativa y honda -o sea, de un pensamiento idealista- que lo respaldase: la falta de autoridad de la Razón, incapaz de originar una poderosa reacción contraria, y la existencia de dos «accidentes» -Böhl y los liberales emigrados a Inglaterra- que impidieron la formación de una doctrina propiamente dicha.

Cabría argüir -por vía eutrapélica- que si la razón careció efectivamente de fuerza, es porque lo impedía el subsuelo sentimental de los españoles, con lo que entraríamos en el campo grato a Böhl y a Allison Peers, precisamente. Pero parece más atinado argumentar frontalmente, alegando, por ejemplo, el papel que Feijoo había asignado a la Razón -miembro inexcusable de la dialéctica de sus ensayos y principio prevaleciente en todos los asuntos de «rigurosa física»- frente al de autoridad, reservado a la materia teológica. Por Feijoo penetra en sus discípulos del siglo XVIII (Jovellanos, Moratín, Cadalso). Podría también alegarse que Lista aseguraba a sus discípulos en 1839 que «la verdadera fuerza y energía del alma no está en las pasiones, sino en la razón», como Juretschke ha recordado en su Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista. Pero si lo que de verdad quiere decirse es que España no acepta la Enciclopedia, nos preguntaremos cómo podría hacerlo, si el principio fundamental de la misma era la primacía de la Razón sobre la Revelación, y por consiguiente el rechazo de la versión bíblica sobre la evolución humana. Con lo cual, y sin pretenderlo, entramos de nuevo en el coto de Böhl: la existencia de un Dauerspanier forjado en la Reconquista y expresado definitiva o perdurablemente en las comedias de capa y espada mediante las «formas vacías de espíritu nacional». Y con ello, también en la existencia de una doctrina romántica, todo lo fragmentaria y secundaria que se quiera, merced a esos accidentes de la radicación en España de un converso alemán y al regreso de los emigrados, configuradores de dos versiones distintas de un movimiento ciertamente efímero, pero real.

Un año después del estreno de Don Álvaro, Larra se hacía eco de los principios románticos del liberalismo triunfante con estas palabras, documento significativo, sin embargo, del eclecticismo estético:

«Libertad en literatura como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época, he aquí la nuestra, he aquí la medida con que mediremos; en nuestros juicios críticos preguntaremos a un libro: ¿nos enseñas algo?, ¿nos eres la expresión del progreso humano?, ¿nos eres útil? Pues eres bueno. No reconocemos magisterio literario en ningún país; menos en ningún hombre, menos en ninguna época, porque el gusto es relativo; no reconocemos una escuela exclusivamente buena, porque no hay ninguna absolutamente mala».



Para Larra, por consiguiente, ni la patria de la Enciclopedia, ni la de Calderón -invocadas por unos y otros- eran decisivas para la elección de una escuela literaria. Lo que prevalecía, dentro del principio general de los románticos -la libertad- era el de la utilidad, vieja exigencia clásica. Mediante un moderado eclecticismo crítico, Larra se situaba en 1836 más allá del pleito entre clásicos y románticos, entre tradicionalistas y liberales.

Aunque el contenido de esta exposición no lo justifique, permítaseme, a modo de recapitulación, reunir sus fundamentos, ya que no conclusiones:

1.º Una concatenación crítica de los manifiestos románticos -en los que la famosa controversia iniciada en 1814 tiene el valor de inscribirlos dentro de esa polémica iniciada por los ilustrados, seguida por el 98 y de nuevo exhumada por los hombres de 1936 sobre la asunción del pasado o su negación progresista- nos evidencia el sentido ideológico de la polémica, heredada por la crítica literaria de nuestros días.

2.º La identificación de tradicionalismo literario y reaccionarismo político constituye una transferencia al plano estético de la terminología y conceptos de la historia política (muy frecuente en muchas obras valiosas del hispanismo francés, sobre todo) y que conduce a la negación u ocultación de una corriente tradicionalista, anterior a la liberal, del Romanticismo español.

3.º La deuda de Alcalá Galiano -converso ya a la «nueva escuela» en 1834- al famoso Discurso de Durán (1828), así como la temprana actitud ecléctica, por lo que a su actividad crítica se refiere, de Larra en 1836, comprueban la fragilidad y fugacidad de las dos corrientes.

Es evidente que si la controversia de nuestros primeros románticos -de la que aquí apenas se ha revisado sino un aspecto, y preferentemente desde uno de los dos frentes en pugna- careciera de otro interés que el puramente erudito e histórico-literario, no hubiese proporcionado ocasión para nuevos apasionamientos crítico-ideológicos. La polémica es un episodio más -fragmentario, minoritario sin duda- del tan voluminoso «problema de España», y en consecuencia propicia una toma de partido, sobre todo cuando las condiciones históricas parecen homologables a las que presidieron la polémica de Böhl con sus contradictores. Es deseable, sin embargo, que la crítica actual prolongue la actitud de Larra, quien, al frente de su traducción de las Palabras de un creyente, programa en 1836 para un futuro próximo la conciliación de liberalismo y cristianismo, es decir, un punto final para la identificación de Trono y Altar.






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