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Los artículos costumbristas de E. Gil y Carrasco (1815-46) en el Semanario Pintoresco Español

Lucio Basalisco


Universidad de Verona



Entre febrero y septiembre de 1839, el poeta leonés Enrique Gil y Carrasco, tras alcanzar cierto renombre en el mundo literario madrileño, publica nueve artículos en el Semanario Pintoresco Español1. Sin embargo, sólo cuatro, que están inspirados en el ambiente rural, se inscriben de derecho en el género costumbrista (Los Maragatos, Los montañeses de León, Los Asturianos, Los Pasiegos), mientras los restantes cinco2 pertenecen más bien al género contiguo «relatos de viaje». Todos, como se deduce de los títulos, ilustran aspectos histórico-monumentales y folklóricos de la región leonesa y zonas lindantes.

El material utilizado es casi seguramente de primera mano puesto que el autor conocía bien lugares, tradiciones y tipos que describe. Por cierto, al mencionar tan sólo una vez una fuente quizá útil para su trabajo, o sea Orígenes de la Maragatería, que «parece dejó escrita el erudito y laborioso benedictino Sarmiento», su conciudadano, aclara en seguida que no pudo «dar con la obra»3.

De los aludidos cuatro artículos de costumbres, tres, o sea Los montañeses de León, Los Asturianos y Los Pasiegos tienen forma de carta dirigida a un hipotético amigo4, que desempeña el papel de interlocutor ficticio y al cual se hace reiteradamente referencia. Todos los artículos, estructurados como etapas sucesivas de un viaje, verdadero o imaginado, por las tierras de que tratan (págs. 263, 267, 271), se ajustan al siguiente esquema común, más o menos rígidamente seguido:

  1. introducción, constituida por consideraciones de vario tipo;
  2. delimitación o características geográficas de la zona de que se va a tratar5;
  3. observaciones generales sobre usos y costumbres del pueblo objeto del artículo6;
  4. ilustración de usos peculiares del mismo pueblo;
  5. descripción de trajes típicos de hombres y mujeres;
  6. consideraciones finales y despedida del amigo/lector.

El amor a lo popular, que indujo a Gil a recopilar una serie de cantares de la montaña leonesa7, se mezcla al por la región nativa en estos artículos que le brindaron al autor la oportunidad de volver otra vez los ojos a su Bierzo, siempre presente en su obra, considerar sus usos y costumbres, comparándolos con los de regiones colindantes, rendir homenaje a su tierra, dándola a conocer a un público más amplio. Además, tratar del Bierzo bajo el aspecto folklórico -camino al que lo condujo probablemente Mesonero Romanos, fundador y director del Semanario- significaba para Gil volver al pequeño mundo de la infancia, con su núcleo de afectos y recuerdos, que los años transcurridos en Madrid no habían podido borrar de su memoria. Más bien la obligada ausencia de su tierra había acentuado los aspectos idílicos de aquel mundo, sin que por eso el escritor cerrara los ojos -como se verá- sobre sus facetas más censurables.

El primer artículo está dedicado a los Maragatos, quienes entonces seguían manteniendo íntegras sus más antiguas usanzas, en su tierra «enclavada en el obispado de Astorga, provincia de León» (pág. 260). Gil los admira y llama la atención de los lectores sobre su vida simple y austera: «Del rápido bosquejo que hemos trazado, fácil será deducir la regularidad y pureza de costumbres, el buen gobierno y armonía de las familias, el respeto sumo a las canas, y otros mil elementos de tranquilidad y sosiego interior» (pág. 263). Gil pues no «se limita -como se observó- a describir las costumbres»8, sino también persigue finalidades más altas: quiere indicarles a sus lectores la virtuosa vida de provincia, que él prefiere, no cabe duda, a la más falsa y disoluta de la capital; a la vez tiene la intención de poner de relieve que las antiguas tradiciones y costumbres, en que vive el glorioso pasado, no han desaparecido: la España más castiza sigue viviendo9.

Sin embargo, no todo le ha agradado en la tierra de los Maragatos: el país «es árido y triste» (pág. 260), «Las casas del pueblo son bajas, oscuras y mezquinas; las de los ricos... son altas y espaciosas pero sin gusto en los muebles... Una sola cosa tienen de común, la suciedad y el desaliño» (pág. 263). La actitud de Gil hacia los Maragatos aparece algo ambigua: por un lado admira su vida austera, por otro se pregunta, en son de crítica, cómo hayan podido, aun viviendo «a la margen de dos caminos, real el uno y bastante frecuentado el otro... sustraerse absolutamente al movimiento de la civilización» (pág. 260). En realidad para una comprensión cabal del mensaje del escritor, es necesario tener en cuenta, junto con las críticas explícitas, las indirectas o implícitas que dirige al mundo de los Maragatos, aun amándolo, o en general a otros pueblos o aspectos de la realidad que analiza. Así, por ejemplo, al poner de relieve dos características de la sociedad maragata, o sea el «rigor de la disciplina doméstica y esta inexorable clasificación de las personas por los capitales», observa significativamente que «harían infeliz un sin número de gente en una sociedad más adelantada y culta» (pág. 261). Había dado en el blanco un estudioso del siglo XIX al escribir que Gil «Censura más que elogia» y que «su crítica, a semejanza de la de Fígaro, la primera vez que se lee parece un elogio, y la segunda, una delicada reprensión».10

En Los montañeses de León, segundo artículo de la serie, Gil ensancha el campo visual: alude, de paso, a las «antigüedades romanas y góticas» (pág. 263) de Astorga, a «las asombrosas minas de las Médulas» (ibíd.), al «sitio de una antigua ciudad... llamada Belgidum»11 (ibíd.), con el intento de despertar el interés cultural de sus lectores12. Después de una significativa alusión, por primera y única vez en estos artículos, a «la guerra civil que devora la Península» (pág. 264), dirigiéndose al amigo-interlocutor afirma que su viaje «es más poético que científico y por lo tanto sólo esperarás noticias generales» (ibíd.). Es concepto importante, que aclara los límites asignados por el autor a estos cortos escritos13 y que ya había expresado, fundamentalmente de manera parecida, en el artículo anterior («nadie esperará probablemente un artículo prolijo de estadística», pág. 260) y vuelve a repetir en Los Asturianos («no escribo un artículo geográfico y estadístico», pág. 268), para que no queden dudas en los lectores acerca de sus intenciones reales.

Luego nos habla de Babia, corazón de la tierra de que trata, donde la gente entonces se dedicaba casi exclusivamente a la ganadería. El poeta nos describe la atmósfera en que se celebra la vuelta de los pastores trashumantes a los primeros calores de mayo: «Las mujeres, los niños y los viejos salían a recibir a los ausentes, los perros acariciaban a sus amas, balaban las ovejas al mirar los sabrosos pastos de los montes, relinchaban las yeguas al reconocer sus praderas nativas...» (pág. 264). En un contexto en conjunto agradable, el tono falso y declamatorio causa una indudable sensación de molestia. Pero lo que importa subrayar otra vez es la actitud del escritor: él se da cuenta de que el viejo mundo del pastor está muriendo14, sobre todo por «la mejora de las lanas extranjeras» (pág. 274) y en efecto observará, unos años más tarde, en El pastor trashumante, que «los tiempos corren menos bonancibles que antes para los ganaderos de merinas» (pág. 274). Es un mundo que muere porque la sociedad, sacudida por la guerra civil, está cambiando, pero que Gil añora puesto que está ligado a los afectos de su niñez y a los principios en que cree.

En Los Asturianos, se hace de nuevo alusión al espíritu patriarcal, ya mencionado en Los Maragatos (pág. 261), gracias al cual las costumbres del país serían «sencillas, apacibles y risueñas» (pág. 268). Gil vuelve a confirmarse como un escritor conservador15, que no obstante todo sabe ver los aspectos negativos de una sociedad atrasada.

Lo más interesante de dicho artículo, junto con la investigación, común a estos escritos, «sobre el vocabulario peculiar de un grupo étnico»16, está representado por lo que nos dice sobre huestes y janas, apariciones «en que -subraya Gil- creen ciegamente estas buenas gentes» (pág. 270). Las primeras suelen «por las noches... recorrer los despoblados»; se configurarían como «extraña muchedumbre de luces ordenadas en simétrica y misteriosa alineación, que caminan callada y lentamente y... amenazan con próxima muerte en el lugar a que se dirigen». En cambio las janas serían «una especie de lindas mujercitas de plata que salen por el agujero de las fuentes, ... hacen coladas más blancas que la nieve y secan sus delicadas ropas a la luna, retirándose con ellas apenas se acerca algún importuno que las estorba en tan inocentes ocupaciones» (ibíd.). Estas creaciones fantásticas, típicas de Asturias, descubren el interés que Gil, como buen romántico, siente por tradiciones y creencias de «origen remotísimo» (ibíd.).

En el país de Los Pasiegos, título del último artículo, Gil ha encontrado «tanta originalidad en las gentes y las costumbres» (pág. 271). Pero sobre todo le ha llamado la atención el contraste entre dos maneras de vivir que los habitantes funden en una sola: son a la vez pastores y contrabandistas. Es evidente que Gil no podía no inmutarse ante este híbrido pasiego. Por cierto ha ido comparándolo con su pastor montañés y el resultado ha sido un contraste sorprendente. Al retratar la figura del pasiego, el escritor opone significativamente «el abandono de la vida de los campos» a «la vigilancia y astucia de las ciudades» (pág. 272), elementos ambos de que está amasado su personaje y que para Gil son inconciliables, como lo son las «mercancías prohibidas y las armas del contrabandista» por una parte y por otra el «dornajo de leche y el haz de heno» (ibíd.). Una vez más el mundo de la infancia, en que tomó forma en su mente la imagen del honrado pastor leonés, es la verdadera piedra de toque del escritor, que mira al pasiego con interés, pero no con amor, puesto que no forma parte de su mundo ideal.

Con Los Pasiegos se concluye el ciclo de los artículos de costumbres que Gil publica en el Semanario. Al costumbrismo volverá entre 1843 y 1844, colaborando con tres narraciones breves (El pastor trashumante, El segador, El maragato) en la obra Los españoles pintados por sí mismos17, donde se nos muestra más documentado. Sin embargo, los cuatro artículos analizados, aun no alcanzando la calidad de obras maestras, se siguen leyendo con gusto. Representan acaso, con los que acabamos de mencionar, la parte de su producción que menos ha envejecido y que más encanto conserva para un lector moderno.





 
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