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Unas pequeñas manchas de color

Fernando Alonso





Había una vez una estatua de piedra frente a la puerta principal de un museo.

Sobre su gran pedestal, se elevaba la estatua de un pintor famoso.

Cómodamente sentado, el pintor miraba hacia el frente y aferraba su paleta con gesto decidido. Sus ojos de piedra soñaban atrapar en un lienzo el aire leve de las mañanas y el rojo encendido de los atardeceres.

Situado de espaldas a la puerta, el pintor de piedra no acertaba a comprender si estaba allí para entorpecer la entrada, como un conserje exigente, o para servir de punto de encuentro a los que deseaban visitar el museo.

Al principio, desde aquella altura, veía pasar la vida; y su mirada curiosa entretenía las horas de sus días y los días de sus años.

Más tarde, ya no pudo soportar por más tiempo a las mismas señoras que paseaban niños rubios y mofletudos; a los mismos turistas cargados con las mismas cámaras fotográficas y a los mismos perros que siempre hacían las mismas desagradables cosas en la misma esquina de su pedestal.

Posiblemente aquella monotonía que había impregnado sus ojos de mármol; o quizá la edad, marcada por un leve toque de verdín que comenzaba a aflorarle en la comisura de los labios y en los surcos de la frente, le hicieron refugiarse en sus recuerdos.

Su vida pasada circulaba ante sus asombrados ojos de piedra como una cinta transportadora que él mismo ponía en movimiento, o hacía detenerse, con el solo mandato de su voluntad.

Poco a poco, el movimiento de aquella cinta sin fin fue convirtiéndose en razón principal de su existencia.

Ahora que ya no podía andar, atrapado por aquellos pies de mármol y por el sillón con el que formaba un solo cuerpo, gustaba de caminar hacia atrás por los senderos de la memoria.

En los días tibios y soleados aquella cinta sin fin le transportaba hasta las fronteras más lejanas de su infancia.

La estatua se conmovía al verse, cuando era niño, jugando en la calle con sus amigos o dibujando en el suelo con un palito.

Ya entonces estaba interesado en contar con sus trazos la vida que pasaba frente a sus ojos.

Más tarde, machacaba trozos de teja; y aquel polvo, mezclado con agua, le servía para pintar en las paredes blanqueadas y radiantes de cal.

Aquello le había acarreado más de un disgusto. Y así, mientras se rascaba la cabeza en la parte dolorida por el coscorrón, aprendió a hablar como un artista:

-No entienden mi pintura -murmuraba una y otra vez.

Desde el fondo encalado de la pared, la figura que había pintado le hacía guiños desvergonzados y burlones.

Aquellos gestos de burla, y los coscorrones que le dolían en la memoria, le impulsaron a dar un salto por encima de su infancia.

Y llegó al punto en que estrenó su primera juventud.

Aferrado a su paleta y a sus pinceles, se consideró el dueño del mundo.

Y, para poseerlo mejor, comenzó a pintarlo.

Su primera y única preocupación artística era reflejar fielmente la realidad.

Y de la realidad tomaba sus colores.

Sus fuentes principales eran el azul cambiante del agua, el verde múltiple de los árboles, algunas salpicaduras variopintas y leves de las flores y una gama de ocres, de los campos de su tierra, que iba desde el dorado al ceniciento.

Y en los días en que la lluvia y el sol libraban singular batalla, el pintor salía de su casa enfebrecido, para llenar su paleta con todos los colores del arco iris que se dibujaba en el cielo.

En cierta ocasión, pagó con un cuadro una capa que le habían hecho.

Sobre una plancha de hierro, pintó al sastre cortando un traje con unas enormes tijeras que brillaban al sol.

El sastre, muy satisfecho, lo colgó como cartel anunciador de su establecimiento.

Y el brillo de aquellas tijeras parecía gritar en medio de la calle.

-¡Aquí! ¡Aquí hay un buen sastre!

Desde aquel día, se puso de moda entre los comerciantes de la ciudad colgar en sus tiendas un cuadro suyo.

Aquello significaba mucho trabajo. Trabajo que le compensaba con una cierta prosperidad; pero también trabajo por encargo, que le robaba el tiempo que necesitaba para pintar las cosas que él quería: flores y pájaros, niños y ancianos, hombres y mujeres labrando los campos o cuidando el ganado.

Cierto día, el dueño de La Sardina Feliz le encargó un cuadro para decorar su pescadería.

-¿Qué le parece una sardina sonriente sosteniendo con una aleta una copa de vino?

-Pinte lo que quiera. Pero la sardina tiene que estar fresca y viva.

El pintor seguía reflejando la realidad tal y como la veía, tal y como se lo pedían.

Con el tiempo, había llegado a obtener resultados sorprendentes.

En sucesivas capas de pintura reprodujo fielmente la anatomía del pescado: las agallas, los intestinos, el armazón de espinas... Y, cuando recubrió todo con la última capa de brillantes escamas, la sardina parecía recién sacada de las aguas.

-Si las sardinas hablaran, ésta hablaría -dijo el pescadero cuando le llevó el cuadro.

Estaba tan contento, que le prometió pescado gratis durante siete años.

Pero, a los siete días, volvió hecho una furia:

-¡Me ha buscado la ruina! ¡Lo mato!

Con el sofoco que traía, era incapaz de articular palabra.

Cogió al pintor por un brazo y lo arrastró hasta la pescadería.

Allí había un gran revuelo. La gente protestaba y salía tapándose la nariz.

-¡Sólo me faltaba esto! -gritó el pescadero mientras echaba a correr detrás de un niño que había escrito debajo del nombre de la pescadería otro que decía:

LA SARDINA FÉTIDA

Cuando el pintor entró en la tienda, ya sabía que su cuadro era la causa de todo aquel alboroto.

El calor y, sobre todo, el paso de los días habían empañado el brillo de las escamas, y de aquella sardina en descomposición brotaba un olor insoportable.

-¡Qué hedor! -gritaban los clientes y salían amenazando con no volver nunca jamás.

Luego de un momento de vacilación, una sonrisa iluminó los ojos del joven pintor.

-¡Habrase visto desvergüenza! ¡Encima se ríe! -gritó el pescadero amenazándole con el puño.

Un grupo de clientes y algunos curiosos se arremolinaron a la entrada.

-¡No se altere, hombre! Sonrío porque esta obra significa la perfección del arte realista. -¿Perfección? ¡Mi ruina!

-Amigo, usted me pidió que la sardina estuviera viva. ¿No recuerda cómo elogió mi cuadro cuando se lo entregué?

-Sí. Pero ahora...

-Ahora es ahora y antes era antes. Usted me pidió que pintara la vida y eso hice. El problema de conservar esa vida ya no es cosa mía. Si usted cuelga una sardina en la pared ¿podría mantenerla durante siete días en toda su frescura?

-¡La tuya sí que es frescura!

-Amigo mío, yo cumplí mi parte. Lo demás es asunto suyo.

Todos aplaudían y reían aquellas salidas del joven pintor.

Éste, abandonó el escenario de su triunfo con la cabeza muy alta. Tan alta, que vio volar una figura con la túnica blanca flotando al viento, que venía a colocar sobre su cabeza una corona de laurel.

El mismo día de su triunfo se terminaron su negocio y su prosperidad.

Ningún comerciante se atrevió a encargarle un cuadro para decorar o para anunciar su establecimiento.

El joven pintor pasó una temporada muy feliz pintando las cosas que a él le interesaban: el penoso trabajar de los hombres y de las mujeres, la pobreza de las gentes, la soledad de los ancianos y de los niños...

Pero, uno tras otro, aquellos cuadros se almacenaban en su casa.

Su situación llegó a ser tan difícil que tuvo que usar el laurel de su corona para aliñarse unas lentejas. Era lo único que pudo comprar con las últimas monedas que le quedaban.

Entonces, recibió la visita de un amigo que venía para aconsejarle:

-Estos cuadros que pintas no le interesan a nadie. Son muy tristes...

-La vida no es feliz para muchas personas. -Ya. Pero ¿quién va a querer colgarlos en su casa? Se le atragantaría la comida.

-De eso se trata.

-Pues, no te preocupes; si sigues pintando esas cosas a ti nunca se te atragantará la comida.

El joven pintor bajó la cabeza pensativo, mientras su amigo seguía tratando de convencerle. -Tienes que ser razonable. Pinta cuadros que gusten a los compradores. De esa forma podrás vivir de tu pintura. Luego, si quieres, pinta lo que t e apetezca.

El joven pintor preparó colores y pinceles y se dispuso a hacer unos bocetos:

-¿Qué tema crees que puede gustar? -Yo creo que... paisajes...

El pintor hizo un apunte rápido.

-Tiene que ser más amable. Debe respirarse la dulzura del campo...

-Pero el campo no es dulce -protestaba el pintor arrugando el papel-. La vida de los campesinos es muy dura.

-¡Ya estamos otra vez! ¿Acaso los campesinos van a comprar tus cuadros?

-Hazme caso. Tienes que pintar para los que pueden comprar tus cuadros. Y, para ellos, el campo es dulce y apacible.

Poco a poco, interrumpido el trabajo con frecuentes discusiones, llegó a terminar aquel paisaje.

Un cielo sereno, pespunteado de montañas nevadas, enmarcaba un vallecito verde y luminoso. Dos ciervos se acercaban, con saltos elásticos, a un lago de aguas cristalinas donde unos cervatillos bebían mansamente. El reflejo de las aguas era tan luminoso que engañaba la mirada y, al cabo de un rato, no se sabía muy bien cuál era la figura y cuál su reflejo. Era un juego engañoso en el que resultaba imposible saber si los árboles, los ciervos y el cielo se reflejaban en el lago, o era el lago el que se reflejaba en el resto del paisaje.

Finalmente, el pintor estaba desesperado y su amigo, radiante:

-Hemos logrado lo que buscábamos.

-Hemos logrado una basura.

-Pues a mí me gusta.

-Tú no entiendes nada de pintura. ¿No os gusta el realismo? Pues esto es falso. No existe un paisaje así.

-Si tú quieres que sea real, será real. Tú sabes conseguir que el agua sea agua y que los ciervos tengan vida.

-¿Y crees que esto se venderá bien?

-Yo compraré el primero. Cuando lo vean en mi casa, te los quitarán de las manos.

Su amigo no se equivocaba.

Aquel paisaje provocó la admiración general y, pronto, se convirtió en un objeto de prestigio que todos deseaban poseer.

No había familia que se preciara si no podía presumir de tener en su casa uno de aquellos cuadros.

Hasta que, en una de las casas, un niño clavó una flecha en el cuadro.

Al principio nadie reparó en ello. El agujero estaba en medio del lago y se confundía con uno de los reflejos.

Después de unos días, una gran mancha de humedad apareció en la pared y el lago se fue vaciando, como si alguien hubiera quitado el tapón de un sumidero.

La pared chorreaba y el agua inundó las alfombras.

Cuando se vació el lago, toda la suciedad del fondo apareció en primer término: peces muertos, hierros oxidados y botellas rotas.

El cieno despedía un olor fétido.

El dueño del cuadro, que era persona razonable, fue a ver al pintor y le dijo:

-Ya sé que tú no tienes la culpa. Ha sido cosa de ese demonio de crío. Pero, tener un cuadro tuyo en casa, es como estar sentado sobre un barril de pólvora. No hemos podido aprovechar ni el marco. Anoche, mi hijo mayor y yo salimos como dos ladrones para tirar esa pestilencia en un descampado.

El joven pintor esbozó una leve sonrisa; porque sabía que tenía que decir adiós a aquel tipo de cuadros.

A partir de aquel momento su vida fue muy dura.

Se había acostumbrado a todas las comodidades que le habían brindado sus cuadros y ya no estaba dispuesto a renunciar a ellas.

De pronto un vapor denso borró el recuerdo de todas aquellas imágenes, de todos aquellos días. Eran las nieblas del otoño, anunciadoras de los primeros fríos, que helaban la memoria de las estatuas; el momento en que caían las hojas y las sonrisas y los sueños; cuando en los campos y en la ciudad sólo florecía la melancolía.

Entonces sus recuerdos se volvían lentos, pausados; a veces, más borrosos.

Durante algún tiempo, pintó retratos en la taberna.

Por unas monedas, que le servían para bienbeber y malcomer, fijaba en un lienzo a todos los parroquianos que se lo pedían. Y eran muchos; porque decían que un retrato vestía la casa y daba importancia a su dueño.

Aquellas gentes no le pedían un realismo absoluto.

Todos agradecían que hiciera el milagro de curarles en el lienzo de un ojo bizco, limpiar su rostro de verrugas o enderezarles la nariz.

Cuando había bebido unas copas de más, el pintor solía decir que se ganaba la vida como sanador y milagrero.

Cierto día llegó a la ciudad un caballero de noble porte y el joven pintor no tardó en ofrecerse para hacerle un retrato.

El caballero, a la vista del cuadro que acababa de pintar, aceptó muy gustoso diciendo:

-Con la condición de que seas fiel al modelo. A mí no me gustan las componendas. Esta cicatriz que cruza mi rostro es memoria de una batalla que recuerdo con honor.

Cuando el pintor concluyó su trabajo, el caballero le entregó una bolsa de monedas de oro y alabó con palabras encendidas aquella pintura.

El pintor balbuceó:

-Señor, sois la única persona que ha sabido apreciar mi trabajo. Por ello, deseo ofreceros un cuadro para que recordéis a este humilde pintor.

Mañana por la mañana os lo llevaré a vuestros aposentos.

Aquella noche el pintor la pasó trabajando. Situado frente al espejo, copiaba su propia imagen con pinceladas largas y seguras.

Era una tarea fácil: dominaba su oficio y conocía sobradamente su rostro.

Lo más laborioso fue pintar la boca.

Deseaba conseguir un realismo que superara cuanto había logrado en sus obras anteriores. Necesitaba mezclar los colores y los pensamientos de forma que aquel retrato pudiera expresar todo lo que él no se atrevía a decir al noble caballero.

Cuando, a la mañana siguiente, le llevó su cuadro, sintió que sus esfuerzos no habían sido en vano:

-Tenga cuidado, señor. La pintura todavía está fresca y podría mancharse.

-Las obras de arte no manchan, amigo mío. Lo terrible sería que se estropeara este cuadro tan hermoso.

En la soledad de su cuarto, el caballero contemplaba admirado el retrato; sin comprender cómo aquel gran artista vivía escondido en una mísera ciudad que no sabía valorarlo ni respetarlo.

De pronto, le pareció que los labios del retrato comenzaban a moverse.

El caballero cerró los ojos y sacudió con fuerza la cabeza para espantar aquella pesadilla, cuando comenzó a escuchar una voz de tono extraño, que se parecía a la del pintor:

-Le ruego, señor, perdone mi atrevimiento. Por favor, si está en su mano, ayúdeme a salir de esta ciudad que me ahoga y acabará por destruir me. Me he atrevido a hablarle de esta forma, porque ha demostrado que aprecia mi arte. Le pido mil disculpas por haber violado su intimidad con estas palabras que nacen de mi angustia.

El caballero estaba pálido. Aquello significaba la superación de todas las fronteras que el arte podía alcanzar.

Se adentraba peligrosamente en un campo que se acercaba más a la brujería.

No obstante, había tal angustia en aquellas palabras que olvidó cualquier recelo, pidió un coche y se hizo conducir a casa del pintor.

Lo encontró sentado frente a un lienzo en blanco, con la mirada baja y el rubor encendido en sus mejillas. Parecía arrepentido de las palabras que había mezclado con los colores al pintar el retrato.

La voz del caballero espantó de sus ojos aquel velo de temor:

-Amigo mío, no sé cómo ha logrado hacerlo y confío, por su bien, que no lo repita más. Estoy dispuesto a ayudarle; porque creo firmemente en su talento. En la corte encontrará pronto la valoración y el acomodo que merece un artista de su categoría. Yo estaré siempre orgulloso de haberle ayudado a conseguirlo.

El recuerdo de aquella escena comenzó a borrarse en la memoria de la estatua como una imagen saturada de luz.

Y la cinta transportadora que movía sus recuerdos circulaba a una velocidad tan vertiginosa que hacía fugaces los detalles.

Había retratado a los personajes más importantes.

Llegó a convertirse en pintor de la Casa Real. Pero el triunfo y el reconocimiento no habían colmado sus sueños.

En el fondo de su espíritu sentía que todo su éxito había sido a costa de no poder pintar lo que siempre había deseado; a costa de no recordar ya cuáles eran los cuadros que a él tanto le había interesado pintar.

Pudo comprobarlo un día que se encerró en su estudio dispuesto a romper con todo.

Y, luego de muchas horas de trabajo febril, se encontró con que había pintado un nuevo retrato del rey y varios apuntes de los infantes.

El ritmo del recuerdo se volvía trepidante, vertiginoso, hasta detenerse en seco en el momento en que los reyes inauguraron su estatua en presencia de toda la corte.

La estatua no conservaba la idea del tiempo. El vértigo del recuerdo le hacía perder la cabeza y no recordaba ya si había muerto o estaba con vida. En realidad, aquel dato carecía de importancia para su nueva vida de piedra.

Lo cierto era que seguía allí, sentado de espaldas a la puerta del museo, cultivando su aburrimiento y su nostalgia.

Una gran decepción le anegaba el alma; porque sentía que toda su vida de artista había sido un largo camino de fracasos; que su lucha constante por apresar la realidad no había servido para nada.

Había conseguido copiar la vida y reproducir en sus cuadros el aliento de los seres.

Pero aquellos cuadros eran efímeros, fugaces. Ya había visto desaparecer por vejez, deterioro y muerte algunas de sus obras; y las restantes, por ley de vida, no podrían durar mucho.

Como guardián, y espectador de primera fila de aquel museo, veía que las obras de arte sólo recibían el calor entusiasta de unos pocos visitantes; mientras que la mayor parte de los ciudadanos pasaban frente a sus puertas sin sentir el deseo de entrar.

La estatua de mármol sufría de melancolía al comprobar que había gastado su vida creando unas obras que interesaban a muy pocos y se perderían con el tiempo:

-Llegará un día en que no quede ninguna de mis obras. Entonces, las gentes se preguntarán quién soy yo y por qué se levantó este monumento en mi memoria.

Aquellas ideas sombrías ocuparon, todo un invierno, los pensamientos de la estatua.

De pronto, un rayo de luz cruzó por su cabeza. Quizá coincidió con el primer rayo de sol que había desentumecida sus dedos de mármol.

El artista sintió que, por un privilegio especial, aquella inmortalidad de piedra le permitía burlar al tiempo.

Y pensó aprovecharlo para replantear su obra; para ordenar hacia el futuro una actividad que estaba dispuesto a continuar.

Pensó que debía pintar cuadros que no estuvieran presos en un lienzo, ni encerrados en un marco; cuadros que volaran libres en el aire, que se abrigaran bajo los paraguas los días de lluvia o se colaran por las ventanas abiertas de las casas, como el soplo cálido de la tierra húmeda.

Con aquellos pensamientos, su corazón comenzó a latir como un pájaro.

Quizá por eso, fue un pájaro lo primero que deseó pintar. No quiso reflejar fielmente la realidad; porque ya no sabía dónde se encontraba la frontera que separaba la realidad de la fantasía.

Decidió centrar su atención en la luz, que encendía los colores, en el vuelo y en el canto. Entonces, llenó su paleta con las primeras luces del atardecer y, con trazos firmes y seguros, pintó en el aire un hermoso pájaro de color rojo. El pájaro sacudió sus alas, voló alrededor y fue a posar su vuelo y su canto a los pies de la estatua.

Poco a poco, fue llenando el cielo gris y las paredes cenicientas de las casas de amaneceres radiantes y crepúsculos encendidos, de pájaros y mariposas, de árboles y de flores.

Pintaba en el aire y en el viento para llenar de color y de belleza los ojos de las gentes que nunca visitaban los museos.

Desde aquel día, las gentes de la ciudad observaban, asombradas, los fenómenos increíbles que se abrían ante sus ojos: arco iris maravilloso en medio de la noche o bandadas de cigüeñas que anidaban en los árboles de navidad.

Cada mañana abrían la mirada como un abanico en busca de la nueva sorpresa que les esperaba aquel día.

Y muchas veces se detenían sorprendidos a contemplar un trébol de cuatro hojas, el brillo metálico de un escarabajo o la arquitectura incomparable de una caracola.

Cuando el cielo de la ciudad se llenó de pájaros, comenzaron a extender su vuelo por los campos vecinos.

Una mañana soleada, un hombre salió de casa con la escopeta al hombro y su perro olfateando el suelo.

El hombre llevaba días muy nervioso.

Era cazador y le gustaba disparar contra todo lo que corría o volaba.

Por eso, el ver tanto pájaro hermoso y libre le traía desazonado.

Por eso, el primer día de fiesta salió al campo dispuesto a calmar con su escopeta el nerviosismo que le producía ver tanta belleza surcando el aire en libertad.

Cuando llegaron al campo, comprobó con alegría que el cielo estaba cubierto de vuelos, de plumas y de cantos.

El perro se quedó en posición de muestra: con el rabo tieso y una pata levantada.

El cazador no sabía a cuál tirar; finalmente, apuntó a un ave que tenía las alas rojas y el pecho amarillo.

El disparo quebró la quietud de la mañana. Una sonrisa de satisfacción torció los labios del cazador al contemplar que su cartucho había roto el vuelo del pájaro.

Antes de que le cayera sobre la cabeza, el hombre vio con estupor que el ave se había convertido en dos masas de color.

El rojo le cayó sobre el pelo y el amarillo sobre el rostro.

Un gesto de incomprensión y de rabia alborotó sus ojos.

Se echó la escopeta a la cara y disparó contra el primer pájaro que pasó sobre su cabeza.

Un hermoso papagayo verde, convertido en masa de color, cayó sobre su perro.

El animal, con el pelo erizado, se revolcó en el suelo y corrió hacía el arroyo para lavarse.

Pero, aterrado por su propia imagen, echó a correr campo a través.

-¡Potty! ¡¡Pooootty!! -llamaba su dueño.

Pero el perro ni siquiera volvió la cabeza.

El cazador pensó que nunca más volvería a verlo, mientras intentaba inútilmente quitarse aquellas manchas de pintura.

Él no se echó a correr campo a través, porque tenía mujer, dos hijos y una tía mayor que vivía con ellos. Además, estaba acostumbrado a la oficina, donde trabajaba de lunes a viernes, y no podía vivir sin ver en la televisión los programas deportivos de los domingos.

De no ser por todas aquellas cosas, hubiera echado a correr por los campos, junto con su perro, y nunca más se hubiera vuelto a saber de ellos.

Por conservar todas aquellas cosas, estaba dispuesto a aguantar las bromas de sus compañeros de oficina cuando se presentara el lunes con el pelo rojo y la cara amarilla.

Ya se imaginaba la guasa de Norberto, que tenía la mesa junto a la suya:

-Vaya, parece que vienes hoy muy patriótico...

Se escondió, refunfuñando, hasta que las sombras de la noche cubrieron los campos.

De regreso a casa seguía murmurando:

-Como me fastidie con esas bromas, le sacudo.

En otra ocasión unos niños cazaron un pájaro con una red y lo encerraron en una jaula.

-¡Es un sietecolores! -gritaban entusiasmados.

A la mañana siguiente, la jaula estaba vacía y el grito de libertad de un arco iris apareció pintado en los barrotes.

Ya nadie se atrevió a salir de caza.

Todas las gentes andaban inquietas y asombradas buscando la manera de explicar aquellos hechos.

Perdían su mirada en el cielo y quedaban perplejos; porque no sabían distinguir ya los pájaros verdaderos de los imaginarios; los atardeceres reales, de los pintados.

Al principio, aquello les llenó de desconfianza.

Luego descubrieron que no existía una línea que separase la realidad de la fantasía.

Entonces, comenzaron a admirar todo aquello que estaba pintado; la habilidad con que alguien era capaz de mezclar los colores para conseguir un efecto hermoso.

Y estaban contentos, porque aquel prodigio sucedía en su ciudad, que antes tenía las casas grises y los cielos contaminados.

La estatua era feliz, porque desde el día en que todos se interesaron por el color y la belleza, comenzaron a visitar el museo.

Y abrían los ojos admirados al ver toda aquella hermosura que se encerraba entre las tablas doradas de los marcos.

Y se emocionaban, porque personas como ellos habían sido capaces de crear tanta belleza. Luego, con los ojos iluminados, salían comentando todo lo que habían visto.

A veces, alguna mirada se posaba con admiración en la estatua porque sabían que era la estatua de un pintor.

Aquel día, un hombre salía del museo con su hijo.

El niño se detuvo junto a la estatua:

-Papá, ¿qué cuadros ha pintado ése?

El padre cogió a su hijo de la mano y cambió de conversación, porque no sabía contestar a su pregunta.

El niño preguntaba y preguntaba con tesón infantil mientras su padre tiraba de él en dirección al paseo.

Al verlos alejarse, una sonrisa burlona se dibujó en los labios de la estatua; porque aquel niño y su padre no sabían que eran un padre y un hijo pintados.

No sabían que mientras se alejaban, paseo arriba, iban dejando sobre el pavimento unas pequeñas manchas de color.

Dito guardó silencio.

Miró a sus compañeros como si regresara de muy lejos.

De pronto, sintió que el bosque de piedra se alejaba de sus labios y de su mente.

De pronto, sintió un gran vacío que transmitió, con su mirada, a todos sus amigos.

Era como si su bosque de piedra hubiera comenzado a desmoronarse después de que él descubriera todos sus secretos.

Sin hacer un solo comentario, sin pronunciar una sola palabra, todos se alejaron del paseo, mientras que el atardecer comenzaba a pasar la página de aquel día.





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