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Concepción Gimeno, Emilia Serrano y las escritoras mexicanas durante el siglo XIX

Leticia Romero Chumacero





En la década de 1880, las escritoras españolas Concepción Gimeno y Emilia Serrano, Baronesa de Wilson, visitaron México. Con su resuelta actitud, demostraron que era posible vivir de la pluma, desafiando el marco ideológico que situaba a las mujeres únicamente dentro del ámbito doméstico. Su ejemplo halló tierra fértil en un país cuyos periódicos reportaban cada vez más puestas en escena de obras dramáticas y cómicas firmadas por mujeres, publicaciones de volúmenes de poesía, novelas y libros de viajes de autoría femenina, así como colaboraciones de poetas y cuentistas femeninas en los cotidianos. No era casual que, a la sazón, los nombres de algunas autoras peninsulares fueran conocidos entre el público lector americano, ávido de novedades; Carolina Coronado, Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro, Fernán Caballero, Pilar Sinués, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, así como Gimeno y Serrano, colaboraban en la prensa mexicana con cierta asiduidad, erigiéndose en los modelos en lengua castellana disponibles para las damas interesadas en la escritura creativa.

Pero, ¿de qué manera podían ser paradigmáticas Gimeno y Serrano, si desbordaban los límites generalmente atribuidos a las escritoras mexicanas? En un lugar donde se pretendía que estas fueran discretas diletantes, el feminismo de la primera y la deliberada notoriedad de la segunda no parecían particularmente armónicos. Por ello, el presente artículo tiene como objetivo analizar una de las facetas de aquella «zona de contacto» (Pratt, 2010: 33), destacando el estímulo creativo y simbólico que representó, entre cierto grupo de escritoras, la presencia de las españolas que vivieron en la nación latinoamericana durante la década de 1880.

La exploración de esa influencia que devino admiración, iniciará con la narración de su paso por el territorio mexicano, la cual permitirá observar hasta qué punto era atractiva y desconcertante la actitud profesional de ambas: Serrano recurría a la ostensible promoción de su trabajo, poniendo en tela de juicio el carácter tímido y aficionado que en México solía atribuirse a (y desearse en) las mujeres de pluma; Gimeno, por su parte, refutaba con aspereza a los censores de la presencia femenina en el ámbito público, por lo que excedía el tono, generalmente cordial, de sus colegas americanas. En esa parte del artículo se mostrará como, inicialmente, las dos fueron admiradas por los comentaristas del país que las recibió con entusiasmo. Sin embargo, conforme la novedad de sus actividades públicas dejó de ser noticia, se les tachó de artificiales y poco femeninas.

A continuación, se identificarán las huellas del productivo acercamiento entre escritoras forasteras y nacionales: en la obra de las primeras y en la forma como las segundas reforzaron su actitud profesional, en buena medida como resultado de la confluencia de obstáculos sociales y vocaciones creativas, compartidas por creadoras de ambos continentes. No está de más afirmar desde ahora que a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX la nómina de mujeres de pluma creció, al abrigo de la fundación de nuevas instituciones educativas destinadas a ellas, el fin de las guerras (internas y externas) sufridas por el país desde que consiguió su independencia, así como la circulación de publicaciones destinadas a las lectoras. Gracias a todo esto, la llegada de escritoras extranjeras tuvo lugar en un contexto muy receptivo a sus acciones e ideas, las cuales fueron juzgadas, para bien y para mal, como avanzadas.

Cabe aclarar que en estas líneas no se pretende ilustrar la forma en que dos escritoras viajeras miraron el entorno que visitaban, como se ha hecho recientemente en trabajos sobre ellas y otras decimonónicas (Ferrús Antón, 2011, 2015; Spicer-Escalante, 2012). Se trata de colocar en primer plano la perspectiva de los sujetos con quienes establecieron contacto: por un lado, los críticos literarios y periodistas de la Ciudad de México, quienes primero se mostraron gratamente admirados ante el inusual periplo de las españolas, y después dieron muestras de incomodidad ante la posible repercusión de ese ejemplo entre las escritoras mexicanas pues, como ocurría con Flora Tristán, bajo la apariencia de relatos de viajes las peninsulares hacían «críticas a la situación social» (Pratt, 2010: 289).

Por otra parte, junto a la preocupación de los críticos asoman las principales beneficiarias de la visita: las escritoras de la excolonia, para quienes sus colegas peninsulares se erigieron en paradigma, pues contribuyeron a reforzar su convicción de que era posible participar en el espacio público a través de la palabra escrita. Así pues, este trabajo se declara deudor de un trabajo publicado por Carmen Ramos Escandón (2001), quien ha sostenido que el solidario registro de la historia de las mexicanas, llevado a cabo por Gimeno durante su estancia en el país (y que también realizó Serrano, por cierto), contribuyó en la construcción de la identidad femenina finisecular; salvo que en estas líneas me detengo solo en una de las facetas de esa identidad, una faceta, por cierto, novedosa en el territorio que visitaron Serrano y Gimeno: la de las escritoras.


Cantoras famosas allende el mar

Hoy podemos ver con claridad en Emilia Serrano a una pionera, cuya escritura constituyó un «acto de reivindicación personal y profesional» (Ferrús Antón, 2015: 53). También estamos en condiciones de mirar a Gimeno como la autora de ensayos «contundentes y reivindicativos», donde refutaba lugares comunes sobre la condición de las mujeres (Díaz Marcos, 2012: 164). En el México de la década de 1880 hubo quien atisbó esas turbadoras novedades, agazapadas detrás de la estridente forma en que la prensa convirtió en un espectáculo el arribo de la primera, e intentó restar fuerza discursiva a la segunda aludiendo a su gentil aspecto. Acaso debido a la temerosa sospecha de que eran mucho más que eso la etapa final de aquellas visitas fue hostil por parte de la crítica.

Pero cuando Serrano y Gimeno arribaron a México, las precedía la reputación de autoras prolíficas y bien relacionadas con los círculos intelectuales español y francés. Prueba de su fama eran los cognomentos con los cuales se trazaban sus perfiles: doña Concepción era llamada la «defensora de la mujer», o la «cantora de las virtudes de la mujer», como prefería designarla su marido, el periodista catalán Francisco de Paula Flaquer, quizá para atenuar en parte la intrépida vena subversiva de la aragonesa. Doña Emilia era «la Ondina del Mediterráneo» o, como la calificó hiperbólicamente Juan Eugenio Hartzenbush, la «Décima musa». Claro está que la última denominación no tuvo resonancia en tierras donde ya había, desde el siglo XVII, una musa décima: la monja sor Juana Inés de la Cruz. Así las cosas, mientras se resaltaba en una la tendencia a abogar por las mujeres, en la otra se ponderaba el ánimo andariego, realzado por el inusitado hecho de que, según algunas versiones periodísticas, Serrano había realizado sola una travesía por todo el continente americano (según otras, la viuda ya había contraído nupcias por segunda vez cuando arribó a América).

La andaluza Emilia Serrano García (¿1838?-1922), era viuda de un noble británico de nombre Henry Wilson, cuyo apellido y título nobiliario usó para firmar sus obras hasta que contrajo matrimonio con el doctor Antonio García Tornel y comenzó a presentarse como Emilia Serrano de García Tornel (Ortega, 2006). Los artículos donde se proclamó su llegada a México resaltaron el aristocrático parentesco e hicieron énfasis en la identidad de los contertulios convocados por la madre de Serrano en su casa parisina: los Dumas, padre e hijo, Alfonso Lamartine y Juan Eugenio Hartzenbush. Cuando arribó al país latinoamericano, hacia el final de 1882, su bibliografía sumaba una veintena de títulos propios y casi una decena de traducciones del francés, italiano e inglés. Su nombre era más o menos conocido en el país; su ingente obra, por otra parte, no se divulgaba en la región. De ahí que El Centinela Español, diario erigido en su representante y promotor hasta julio de 1883, cuando dejó de circular, se dedicara, precisamente, a proveer entusiasta información sobre la escritora, su viaje y sus libros.

María de la Concepción Pilar Loreto Laura Rufina Gimeno y Gil (¿1850?-1919), nacida en Teruel, había iniciado su carrera como escritora en noviembre de 1869, cuando publicó el artículo «A los impugnadores del bello sexo», en El Trovador del Ebro, en Zaragoza, ciudad donde estudiaba, pues ella también era una joven de inteligencia excepcional (Simón Palmer, 1991: 366; Díaz Marcos, 2012: 163). En Madrid frecuentó tertulias donde conoció a Carolina Coronado y a Juan Valera, entre otras figuras de las letras españolas; más adelante, un libro suyo fue alabado por Víctor Hugo. En Barcelona fundó su primera revista, La Ilustración de la Mujer. Después, con la experiencia de haber dirigido otras publicaciones periódicas, además de ser autora de novelas y estudios fundamentalmente relacionados con la necesidad de dotar a las mujeres de una educación análoga a la varonil, Gimeno llegó a México en el verano de 1883.

En comparación con el discreto seguimiento periodístico del peregrinaje mexicano protagonizado por Gimeno, el de Serrano fue apoteósico. Desde que los sueltos anunciaron su proyecto de visitar el país y añadieron comentarios sobre su amistad con Fernán Caballero y Gertrudis Gómez de Avellaneda, hasta su salida del continente americano, más de seis años después, la escritora fue noticia. Los gacetilleros informaron con minucia y contagiosa expectación de las razones de la visita: durante una estancia en Cuba, donde visitaba a un tío suyo, gobernador de la provincia de San Cristóbal, Serrano proyectó la escritura de una historia de las repúblicas hispanoamericanas y necesitaba visitarlas para recolectar información. Aunque probablemente sus razones eran más complejas, pues el continente le resultaba atractivo desde la infancia y tal interés había renacido cuando perdió a su primer marido y a su hija, algunos años antes (Ferrús, 2011: 43).

No es posible soslayar aquí la existencia de una reputación que acompañaba a Serrano mucho antes de su viaje a América y que tenía voceros en México. Puede ser ilustrada citando al poeta, narrador y periodista Manuel Gutiérrez Nájera, quien escribió una juguetona presentación para su serie de colaboraciones en El Federalista, donde Alfredo Bablot, redactor en jefe, le solicitaba:

una charla, una crónica o una revista de los petites affaires de la semana [y Gutiérrez Nájera respondía:] ¡Yo!, ¡el menos apropiado para ello! ¡Yo, que así soy entendido en achaques mujeriles, en modas y alifafes, como en sideromancia y en alquimia! ¡Yo, que confundo un ruló con una tabla, y un polisson con una polonesa! ¡Yo, que jamás leo ni leeré nunca las crónicas de la baronesa de Wilson ni las revistas de María del Pilar Sinués de Marco!


(Gutiérrez Nájera, 1877: 1)                


Sinués (Zaragoza, 1835-Madrid, 1893), prolífica autora de novelas y libros morales, era conocida en México por divulgar en espacios periodísticos el cotilleo alrededor de la realeza europea, por sus comentarios sobre moda y por sus crónicas de costosos viajes a distintos países. Vincular la escritura de Emilia Serrano con la de doña Pilar era motivo suficiente para colocarla en la categoría de propagadora de banalidades. Si bien es cierto que esas banalidades no habían impedido que Sinués lograra varios espacios de circulación en México, donde era integrante honoraria del Liceo Hidalgo -asociación literaria de primer orden- desde 1872, y había colaborado en dos de los diarios más relevantes del momento, El Siglo XIX, durante el mismo año (con la columna «Cartas de Europa»), y La Iberia, durante 1873 (con «Cartas de España»).

Con todo, la expectativa despertada por la amistad de la Baronesa con escritores del Viejo Continente -hábil y constantemente divulgada por ella y sus voceros en forma anticipada-, así como el interés político ante la promesa de que el suyo sería un trabajo de enorme utilidad económica para los americanos, tuvo su momento culminante el 30 de diciembre de 1882, cuando desembarcó en el puerto de Veracruz («La baronesa de Wilson», 1882). No fue menor la recepción en Orizaba, a donde llegó en compañía de Telésforo García, director del diario La Libertad; ahí la esperaban el Gobernador del Estado, diputados locales, una comisión de la colonia española y otra de la prensa, donde, por cierto, sobresalía un entusiasta Manuel Gutiérrez Nájera, quien redactó la crónica de todo aquello para El Nacional («La Baronesa», 1883). Ellos formaron el contingente que la acompañó durante el almuerzo en el mesón de la estación de trenes. A la Ciudad de México arribó días después; la esperaba un alojamiento en el elegante Hotel Gillow, dispuesto por don Ramón Elices Montes, director de El Centinela Español y, más tarde, autor de una biografía autorizada por su amiga: La Baronesa de Wilson: su vida y sus obras (1883).

Durante los siguientes días se hiló en los periódicos un diálogo destinado a elegir el tipo de acto idóneo para recibir de manera oficial a la Baronesa: ¿debía brindársele un banquete invitando a varias señoras, como proponía El Teléfono del Comercio, o convenía más la velada literaria sugerida por El Correo de las Doce? («A la Baronesa de Wilson», 1883). Significativamente, se optó por lo segundo, sobre el argumento de que la agasajada era, ante todo, una escritora. Por aclamación, los comisionados para organizar el evento fueron, ni más ni menos, el escritor reconocido por sus colegas como «Presidente de la República de las Letras», don Ignacio Manuel Altamirano, y los directores de los cotidianos El Monitor Republicano y El Siglo XIX, Vicente García Torres e Ignacio Cumplido, respectivamente; la crema y nata de la intelectualidad nacional.

Las noticias sobre Serrano incluyeron el traslado de su domicilio al número 2 de la calle de San Diego, la especulación sobre su posible nacimiento en Veracruz, el previsible inicio de su colaboración periodística con El Centinela Español y su decisión de pasar cuatro años en el país. En el verano, El Siglo XIX comenzó a ofrecer en venta Las perlas del corazón, a peso el ejemplar, y al finalizar el año, la autora tenía preparado un almanaque para las señoras y ya circulaba el periódico El Continente Americano, bajo su dirección («El Continente Americano», 1883). Fue igualmente productivo el año de 1884, pues aunque El Monitor Republicano externó pesadumbre debido a que la andaluza había sufrido «un ataque al corazón y al cerebro [...] consecuencia del asiduo trabajo intelectual a que se ha consagrado» («La Sra. Baronesa de Wilson», 1884), aquello no debió ser tan grave, porque en octubre El Nacional reportó que la señora tenía en preparación un nuevo libro, titulado Americanos célebres. Adicionalmente, La Patria puso a la venta el poemario Lágrimas y sonrisas, cuya edición destinada a la Exposición de New Orleans, acababa de salir de su imprenta en edición de lujo y se vendía a diez reales el ejemplar («Americanos célebres», 1884; «Lágrimas y sonrisas», 1884).

En 1885 la escritora viajó hacia Estados Unidos para complementar sus investigaciones sobre el continente, verterlas en su «magna obra» América y su historia, y publicar tanto el volumen Americanos célebres como Mujeres americanas. A partir de entonces sus acciones poco a poco fueron desatendidas y, a momentos, hasta cuestionadas. Esto último ocurrió un año más tarde, cuando El Monitor Republicano denunció que el gobierno del Presidente Porfirio Díaz había destinado trescientos pesos mensuales para la Baronesa, a cambio de una investigación sobre las escuelas normales de profesores en Europa. Enterada de la divulgación de esas nuevas, Serrano aclaró mediante una carta publicada en El Siglo XIX que el cargo era honorífico y solo coincidía con su deseo de viajar a Europa para publicar sus obras americanistas en preparación (Serrano de Wilson, 1886). Empero, en septiembre de 1886, después de pasar más de una década «en el mundo de Bolívar y Juárez», volvió en efecto a su patria, donde fue recibida por integrantes de la política y la nobleza española convencidos de que esa estancia sería breve, pues su paisana se jactaba de tener un valioso y redituable encargo del gobierno mexicano («La Señora Baronesa de Wilson», 1886).




Domeñar lo excepcional

Mientras eso ocurría en Madrid, en la Ciudad de México el marido de Concepción Gimeno daba a conocer en La Crónica las felicitaciones enviadas a ella desde el sur del continente americano (Paula Flaquer, 1886: 1). Durante el verano de 1883, el nombre de la aragonesa había aparecido junto al de doña Carmelita Romero Rubio de Díaz y su esposo, el expresidente y general Porfirio Díaz (presidía el país en ese momento su compadre, Manuel González). Quienes leían el Diario del Hogar, La Patria, El Monitor Republicano o El Siglo XIX, conocieron los detalles de un almuerzo y la exposición de plantas y flores, organizados en el «Niza» de México, es decir en el lejano y pintoresco pueblo de San Ángel. En el evento social, los Flaquer pudieron departir con el Gobernador del Distrito, así como con algunos diputados y señoritas «de la mejor sociedad», según palabras de un reporter («La Sra. Gimeno de Flaquer», 1883). Este describió así a la española: «francamente no sabemos qué admirar más, si su grande ilustración, su delicada hermosura o su encanto esencialmente femenil». Ello contrastaba con la opinión que el enviado de El Nacional -aunque no solo él-, sostenía sobre un asunto importante: «las literatas de talento tienen generalmente algo de varonil en su presencia y en su trato [...] [y] han llegado al punto de llevar el traje del hombre, como lo hacía Jorge Sand» (cursiva mía). Debido a esa imagen mental, el reporter se mostró asombrado ante aquella mujer esbelta, pequeña de estatura y de mirada dulce.

Pero los comentarios no solo atendieron su apariencia, sino algunas de sus ideas. Julio Espinosa, enviado a San Ángel por El Nacional, destacó parte del contenido del artículo leído por Gimeno, y lo glosó: «Nuestras mujeres no tienen la educación elevada de las europeas. El salón y el boudoir desaparecen en sus aspiraciones. Para ellas existe otro mundo, otro deseo; para ellas solo existe la familia y los hijos» (Espinosa, 1883: 1). La acotación de Espinosa dejaba ver alguna ofuscación y cierta necesidad de distanciar las ideas expuestas por la española, de la vida cotidiana que él consideraba propia del país. No es casual que tres meses después de los acontecimientos en San Ángel, Gimeno publicara en el Diario del Hogar un artículo donde develaba cuán agridulce era tener fama de literata, «una corona que ostenta más espinas que flores», afirmó entonces (Gimeno de Flaquer, 1883a, 1883b). Ofrecido en «El Hogar», sección dedicada a las lectoras mexicanas, el bravo artículo exhibía las incongruencias de quienes por un lado alentaban a las mujeres a ser superficiales y coquetas pero, por otro, rechazaban a las escritoras. En opinión de la aragonesa, esos críticos eran incongruentes y algo más:

Las literatas tienen en contra suya a los estúpidos, los ignorantes, los burlones de oficio, los pedantes de profesión, los poetastros, los retrógrados, los entendimientos apolillados, los hombres de ideas rancias y las mujeres necias. No quedan en apoyo de las literatas más que los hombres de verdadero talento, que desgraciadamente están en minoría.


(Gimeno de Flaquer, 1883a)                


Sabedora de ser blanco de la maledicencia de incompetentes y a pesar de llevar poco tiempo en el país, Concepción Gimeno reconocía el estigma soportado por las escritoras mexicanas, pues estaba ligado a la formación cultural iberoamericana. Quizá sospechó que debido a esto serían cautelosas, aunque secretamente receptivas a sus comentarios sobre el tema. A ellas, pues, dedicó las reflexiones finales del artículo: «El día que la mujer mexicana prescinda de su exagerada modestia y adquiera el valor y la iniciativa que le falta para lanzarse al campo literario, se admirarán muchos nombres que hasta ahora permanecen en la oscuridad» (Gimeno de Flaquer, 1883b).

En febrero de 1884 José Barbier y Filomeno Mata, directores de La Voz de España y Diario del Hogar, respectivamente, organizaron un homenaje a Gimeno (Tola, 1984: 171-184). A pesar de tratarse de la ofrenda a una escritora, los textos redactados para la ocasión, sobre todo poemas de métrica varia, tendieron a referir la armónica fisonomía de la festejada, omitiendo referencias a las ideas expresadas en su obra. Galantes, Juan de Dios Peza y Joaquín D. Casasús hablaron de su «hermosura, talento y corazón» y de su «amor, juventud y belleza». En un manifiesto de tibio ateísmo, Hilarión Frías y Soto indicó que si fuera creyente vería en ella un «ángel de Dios». Seductor, Guillermo Prieto le dijo: «me encanta tu hermosura/ pero más... tu corazón». Sugiriendo con vaguedad la índole intelectual de la agasajada, Vicente Riva Palacio alabó su «talento y [su] hermosura»; Manuel José Othón vio en ella «la inspiración de Teresa/ y la virtud de Artemisa», Alfredo Chavero afirmó que en Gimeno brillaba «el genio como estrella», en tanto José Tomás de Cuéllar ponderó su «alma de poeta». Respeto confuso y fluctuante, en efecto, porque enfatizaba el atractivo de la mujer por encima de los vigorosos conceptos de la escritora (el único cercano a esto último fue Othón). Caballerosas, esas palabras equivalían a plantear una afirmación incoherente, a partir de elementos que en materia de lógica no se siguen y, desde la óptica del siglo XXI, tornan insultante el mensaje: «como escritora, Gimeno es una mujer guapa».

Claro que para la mentalidad del México de 1884 los versos de alabanza al aspecto físico eran bienvenidos e incluso esperados dentro de un digno homenaje a una mujer. De hecho, campeó la insistencia en identificar la moralidad, el compromiso familiar o, en este caso, la belleza física, antes de apreciar el rigor formal de los productos textuales femeninos. Pues bien, ni siquiera el lúcido Gutiérrez Nájera se sustrajo del todo a esa apreciación superficial e infructuosa. En el artículo con el cual participó en el homenaje comentó algo sobre el Álbum de la Mujer, semanario propiedad de la española entre 1883 y 1890; primero anotó: «Nadie mejor que Concepción Gimeno de Flaquer ha demostrado nunca la verdad de esta afirmación atrevidísima: "No hay sexo débil"» (Gutiérrez Nájera, 1883: 23). Atrevidísima era, en realidad, la afirmación, lo cual hace más desconcertante la manera como esa y otras osadías fueron minuciosamente evadidas por los poetas convocados al homenaje.

Desde la fina apreciación del Duque Job, en el Álbum. Gimeno enseñaba a las mujeres a ser fuertes, les decía que tenían alas. (Nótese el uso de esta expresión metafórica, empleada asimismo por escritoras británicas (Gubar y Gilbert, 1984) y por la mexicana Laura Méndez de Cuenca, quien en un cuento del libro Simplezas (1910) mostró a sus lectoras cuán importante era desplegar las alas en un acto liberador. Un acto necesario para permitir el diálogo en pareja, esto es, el «ideal» perseguido por la española según Gutiérrez Nájera:

La mujer suele viajar por vía distinta de la vía que sigue el hombre. Ella se viste, él estudia. Él trabaja, ella gasta. Él consulta los libros; ella, el espejo. Júntalos el amor, y el tedio los separa. [...] De estas fuerzas, que opuestas e irreductibles se destruyen, surge, cuando están unidas, el amor duradero, el que no acaba. El hombre salva las distancias en un ágil caballo de carrera. La mujer marcha a pie. Tiene alas, pero no conoce su empleo. Cuando lo sepa y vuele, la pareja sagrada pasará en la vida como Paolo y Francesca pasan en el poema del Dante: inseparablemente unida y estrechamente abrazada. Este ideal persigue en su periódico la señora Gimeno de Flaquer.


(Gutiérrez Nájera, 1883: 2-3)                


No obstante el reconocimiento de propuestas tan audaces, Gutiérrez Nájera coronó su artículo retratando a la aragonesa: «Su cutis tiene el color de la pasión [...] A sus ojos, dos trémulas estrellas del crepúsculo, asoma el alma». A descargo de tal remate para un artículo que se auguraba mejor, es pertinente identificar esa ambigüedad discursiva como un recurso empleado con asiduidad en otros lares. Es el caso del reporter de un diario impreso en México, quien resumió algunas ideas expresadas por Gimeno en 1891, durante la lectura de la conferencia «Las mujeres de la Revolución Francesa», en el Ateneo de Madrid; lo hizo, sí, pero también se detuvo en la descripción del atuendo portado por la autora en esa ocasión: «vestía un precioso traje de terciopelo negro, descotado y con adornos negros también, del mejor gusto» (Ríos, 1891: 1). ¿Qué añadían estos datos al resumen de su alocución? En sentido estricto, nada, pero servían como recordatorio: la persona cuya conferencia fue escuchada en el Ateneo era antes que cualquier otra cosa, una mujer atenta a detalles presuntamente propios de su sexo, verbi gratia, el buen vestir.

Gimeno era bienvenida en la casa presidencial, pese a todo. Cuando volvió al país, luego de recibir una corona de oro en La Habana (Gimeno de Flaquer, 1887: 3), fue distinguida como oradora inicial durante la inauguración del monumento a Cuauhtémoc, colocado en la amplia y señorial calzada de la Reforma. Era agosto de 1887 y la escritora, enmarcada por arcos de verduras y flores facturados por artesanos de las distantes municipalidades de Xochimilco y Azcapotzalco, leyó ante el Presidente de la República y sus principales ministros un soneto de corte indianista muy aplaudido por la concurrencia («La fiesta de Cuauhtémoc», 1887: 1).




Extranjeras de ideas ídem

El fervor con que las dos españolas respaldaron la educación de las mujeres tuvo mala acogida en ambientes conservadores, aun si en opinión de Gimeno el suyo era apenas un «feminismo moderado» (Díaz Marcos, 2012: 164). En 1898, por ejemplo, El Tiempo. Diario católico, habló con sorna del flaquerismo, neologismo relacionado con el recuerdo de «una española literata y escritora, que tenía la manía de traer siempre a las vueltas la cuestión de la educación de la mujer. Se llamaba Sra. Flaquer y por eso hemos tomado ese nombre generalizándolo» («Notas de la semana: el flaquerismo», 1898: 1, cursiva del original). Ese y otros rasgos de liberalismo de las españolas provocaron interpretaciones adversas. Ya en 1887, una gacetilla de aquel diario había delatado el ateísmo atribuido a otra española; se trataba de Rosario Acuña, periodista que motivó una pregunta retórica: «¿Aspira la Srta. Acuña a que su nombre sea objeto de prevención para las madres, y a que sus escritos no entren donde haya hijas que puedan contaminarse con su lectura?» («Escritora atea», 1887). Aquello era comparable con el escándalo alrededor de la excomunión de la narradora peruana Clorinda Matto de Turner, también acusada de ateísmo (Mosca Blanca, 1890: 1).

Quienes leían periódicos de la capital del país estaban al tanto de que en su patria Serrano y Gimeno frecuentaban una logia masónica (Ortega, 2006: 114). Probablemente habían escuchado rumores sobre la temprana relación entre Serrano y José Zorrilla, de quien se decía en los corrillos peninsulares que era el verdadero padre de la hija de doña Emilia. Además, había quienes calificaban de embuste el proyecto debido al cual esta recibió dinero de los gobiernos americanos; en este sentido son ilustrativas las expresiones del peruano Ricardo Palma en una carta privada con fecha 15 de noviembre de 1906, donde describió a la andaluza en términos poco diplomáticos:

[años atrás] vino a Lima una literata llamada la Baronesa de Wilson, una baronía de pega probablemente. Esta señora viajó por todas las repúblicas solicitando protección para una Historia de América que se proponía escribir o publicar. En todas partes embarcó a algún Presidente o Ministro de Estado y cosechó buenos duros, sobre todo en México, donde D. Porfirio Díaz la obsequió cinco mil pesos. [...] Al cabo de treinta años recibí, hace ocho días la sorpresa de que un dependiente del Banco me presentara un giro de 724 dólares que desde La Habana hacía contra mí la aventurera estafadora. [...] Si está la individua en La Habana, dé Ud. a conocer lo que le cuento, para que no siga explotando allá a la gente de buen corazón, y de candosidad [sic] suprema.


(en Simón Palmer, 2008: 398; las cursivas son mías)                


El embelesado respeto que habitaba en las crónicas y gacetillas fechadas en 1882, se había tornado franca desaprobación hacia el final de la centuria: masonas, embusteras, feministas, astutas, exhibicionistas, inmorales incluso, Gimeno y Serrano estaban lejos de erigirse en paradigmas, desde la perspectiva de los críticos americanos. La indiscutible y moderna capacidad de la andaluza para valerse de los medios de comunicación a fin de divulgar sus proyectos editoriales mediante lo que hoy podemos identificar como estrategia de mercado, fue juzgado casi como afrenta por quienes necesitaban justificar la escritura femenina presentándola como legado para los hijos o como mero pasatiempo. A diferencia del grueso de las mexicanas, las dos españolas valoraban la escritura como su actividad principal, recibían dinero por su trabajo, lo publicitaban sin tapujos e incluso respondían con dureza y con argumentos a sus censores. Algunos de sus colegas en México insistían en verlas como diletantes, pero algo les decía que no lo eran, que su comportamiento era propio de quienes ejercían la escritura profesional. Algo resultaba aún más perturbador: acaso ya no era mucha la distancia entre las españolas y las camaradas nacionales.




El legado: la confianza en el trabajo propio

Quizá el ejemplo de Gimeno y Serrano no habría preocupado tanto a los críticos mexicanos, si no hubiera existido un grupo de paisanas a quienes les resultase tentador. Pero las había y en materia de letras debidas a mujeres, la década de 1880 fue particularmente fructífera. Apenas iniciada, la jalisciense Refugio Barragán publicó en su patria chica dos trabajos en verso: La hija de Nazareth, poema religioso dividido en dieciocho cantos y Celajes de occidente: composiciones líricas y dramáticas. Además, en la imprenta de Filomeno Mata, en la capital del país, las hermanas Enriqueta y Ernestina Larrainzar iniciaron la publicación de los cuatro tomos de Viaje a varias partes de Europa..., con un Apéndice sobre Italia, Suiza y los Bordes del Rhin por su hermana Elena L. de Gálvez (1880-1882). En 1881, Barragán publicó el drama Libertinaje y virtud o El verdugo del hogar, las Larrainzar el volumen Misterios del corazón y la michoacana Esther Tapia el poemario Los cánticos de los niños. En 1882 se publicaron dos libros en verso: Flores del corazón, de Beatriz Portugal de Salinas, y Fábulas originales, de Rosa Carreto. La prolífica Barragán dio a conocer en 1883 el volumen Cánticos y armonías sobre la Pasión: obra religiosa escrita en prosa y en verso y dedicada a la niñez; Soledad Manero comunicó a la prensa que había elaborado una «obrita filosófica», se imprimió el volumen Obras de doña Isabel Prieto de Landázuri (fallecida en 1877), en tanto que las Larrainzar publicaron la novela Sonrisas y lágrimas. Recién llegada a México, Concepción Gimeno editó la revista El Álbum de la Mujer; un año más tarde, también en la capital, se organizó un homenaje a la española.

La Baronesa de Wilson publicó en 1885 un poemario y Gimeno una novela «realista» (El suplicio de una coqueta). En algunos diarios se propuso el rescate de la celda de sor Juana Inés de la Cruz, muy abandonada a la sazón, y Barragán hizo imprimir una nueva edición del poemario La hija de Nazareth. En 1886 se estrenó la comedia «Plantas parásitas», de Rosa Carreto, y Dolores Correa publicó tanto el poemario Estelas y bosquejos, como el opúsculo La mujer científica: poema; Esther Tapia formó parte de la redacción de La República Literaria, en Guadalajara, ese año. De 1887 data la publicación de la novela La hija del bandido, o los subterráneos del Nevado, de Barragán; de 1888, la revista Las Hijas del Anáhuac (pronto rebautizada como Violetas del Anáhuac), encabezada por Laureana Wright, y La Palmera del Valle dirigida por Barragán; de 1889 es la publicación de Staurofilia, de María Néstora Téllez Rendón, quien murió un año más tarde. Además, recientemente viuda, Laura Méndez de Cuenca retomó su carrera literaria y periodística.

Aquella constelación literaria era una muestra de lo que la ilustración podía hacer por las mujeres de la clase media favorecida por la apertura de instituciones educativas especializadas: «[Ellas] son las que quieren ser médicos, abogados, legisladores [...] en vez de muñecas de tocador» (Méndez, 1907: 10), escribió Laura Méndez de Cuenca al principio del siglo XX. Ejemplo de eso fue Matilde Montoya, la primera médica titulada en el país (1887). A propósito de tan feliz acontecimiento, Concepción Gimeno se sumó a las escritoras Refugio Argumedo, Francisca Cuéllar, Laureana Wright, Camerina Pavón y Oviedo, Concepción Luz Trillanes y Arrillaga, «dos señoritas de Monterrey» y «siete señoritas de los Estados Unidos», en la elaboración de poemas, artículos y misivas de felicitación, las cuales evidenciaban un poderoso ánimo solidario que Montoya agradeció en una carta pública (Montoya, 1887: 2).

El respaldo de la aragonesa se tradujo también en la difusión internacional de la obra de sus colegas mexicanas. En el Álbum de la Mujer, Gimeno acogió trabajos de María del Refugio Argumedo, sor Juana Inés de la Cruz, Esther Tapia, Laureana Wright y Titania (Fanny Nataly de Testa); si bien esta última no había nacido en México sino en Estados Unidos, era en el país hispanoamericano donde desarrollaba desde hacía algunos años su trabajo como cantante de ópera y redactora. Ya radicada en España, Gimeno elaboró un artículo donde fue más pródiga y enlistó a Isabel Prieto, Esther Tapia, Dolores Prieto, Laura Méndez, Laureana Wright, Teresa Vera, Rosa Carreto, Josefa Heraclia Badillo, Dolores Correa, Gertrudis Tenorio, Mateana Murguía, Refugio Barragán, Josefina Pérez, Refugio Argumedo, Luz Murguía, Luisa Muñoz-Ledo, Dolores Mijares e Isabel Pesado, reconociendo su distinción en materia de poesía (Gimeno de Flaquer, 1904: 1-2). Por su parte, en El mundo literario americano, Serrano compiló poemas de sor Juana y Laura Méndez, presentándolas mediante breves pero apasionadas semblanzas. En América y sus mujeres, por otro lado, se ocupó de referir «la existencia de una tradición intelectual» femenina (Ferrús Antón, 2011: 48).

Algunos años después, en febrero de 1905, cuando fundaron la Sociedad Protectora de la Mujer, Dolores Correa y Laura Méndez, entre otras intelectuales a quienes la peruana Clorinda Matto recordó con gusto en el fraterno ensayo «Las obreras del pensamiento en la América del Sud» (Boreales, miniaturas y porcelanas, 1895), recurrieron a las nociones libertarias de Gimeno para afirmar explícitamente que ellas también eran feministas. Su reivindicación principal era la educación que permitiría a las mujeres desarrollarse individualmente. Divulgaron su ideario a través de La Mujer Mexicana. Revista mensual consagrada a la evolución y perfeccionamiento de la mujer mexicana. Dirigida, redactada y sostenida solo por Señoras y Señoritas (1904-1907). Sintomáticamente, varias habían colaborado antes en El Correo de las Señoras (1882-1883), El Álbum de la Mujer (1883), de Gimeno, y Violetas del Anáhuac (1887-1889).

Aquello era parte de una sólida red donde se promovía y apoyaba el trabajo de las colegas. Muestra de esa actitud fue la felicitación que Dolores Correa extendió a Columba Rivera, nombrada en 1904 inspectora médica de la Normal de Profesoras, y a Esther Huidobro, designada subdirectora de la primaria anexa a la Normal: «Hoy la superioridad eleva por primera vez a las mujeres a puestos que antes ocupaban los hombres. [...] A los antifeministas les damos el más sentido pésame, pues a este paso el presupuesto de egresos ingresará al bolsillo de las damas» (Correa, 1904: 11-12).

La bravura era heredera del osado discurso de Gimeno, quien en 1883 dosificó en dos entregas un artículo, anteriormente mencionado, que brindó argumentos a las escritoras nacionales para responder las más comunes censuras que les eran prodigadas por algunos de sus colegas; se trata de «La literata», que circuló en las páginas del Diario del Hogar, periódico donde era colaboradora habitual desde su arribo a México. Muy lejos del memorial de agravios, la autora adjetivó con aspereza y convicción a sus fustigadores; los llamó estúpidos, ignorantes, burlones de oficio, pedantes de profesión, poetastros, retrógrados, entendimientos apolillados y de ideas rancias. En esa caracterización insistió cuando los develó injustos e intransigentes («si la literata es reservada, la denominan orgullosa; si es expansiva, charlatana; si es seria, altanera; si es alegre, loca»), los descubrió petulantes («al ver publicados ocho versos en un periodicucho no leído, se adjudican el título de poetas»), los mostró necios y neófitos («filósofos de diez y ocho años») y evidenció cuán proclives eran a erigirse en mentores de mujeres frívolas y envidiosas, tan sedientas como ellos de la atención justamente acaparada por las poetas (Gimeno de Flaquer, 1883a y 1883b).

Pero la mayor aportación de la aragonesa consistió en elaborar un retrato idóneo para desacreditar a críticos asaz frívolos. El texto de doña Concepción era argumentativo y combatiente, pues recurrió a la refutación como mecanismo para sustentar su razonamiento y develar las falacias de los maldicientes (tal como había hecho Juana Inés de la Cruz siglos atrás y como harían, años después, las mexicanas Laureana Wright y Laura Méndez en sendos ensayos). Para analizarlos con mayor minucia, limitó su examen a España, su país natal, e Hispanoamérica, en una de cuyas naciones habitaba a la sazón. Rebatió, por ejemplo, la insistente acusación de abandono de los «deberes domésticos»; para ello ilustró su posición relatando el caso de Laureana Wright, quien administraba su hogar, escribía poesía y confeccionaba su ropa y la de su hija. Con base en esto negó también la especie de que «casa de literata es sinónimo de casa de desorden» (cursivas del original), para lo cual contrastó el caso de una fútil aristócrata española cuyo hogar estaba ordenado solo porque contaba con servidumbre, y el de Emilia Calé, escritora gallega y madre de cuatro hijos educados con esmero por ella con la ayuda de juguetes celosamente elegidos para favorecer su aprendizaje. El remate de ese ejemplo esclarecedor consistió en indicar la opinión del marido de Calé: «el padre de las niñas bendice la hora en que eligió para esposa una mujer instruida» (Gimeno de Flaquer, 1883b).

Adicionalmente, la impugnadora juzgó propia del ámbito español e hispanoamericano la recepción negativa de sus letras e ideas y arriesgó una hipótesis al respecto: «En otras naciones la escritora representa un buen papel en todas partes. ¿A qué atribuir el que no suceda así entre nosotros? A falta de civilización». Al egoísmo, la falta de instrucción y de refinamiento social palpable en la negativa percepción de la escritura de ellas, la columnista sumó la existencia de un cálculo sórdido, capaz de mostrar la minúscula talla de sus adversarios: «a esos escribidores, escritorzuelos o poetastros les denominaría yo, ametralladores del Parnaso, pues no pudiendo entrar en él por derecho divino, quieren entrar por derecho de conquista» (cursivas del original). En resumidas cuentas, a ellos parecía sobrarles lo que en ellas se echaba de menos: la confianza en su trabajo. Justamente con esa reflexión inició y cerró Concepción Gimeno su colaboración periodística, pues si primero indicó la existencia de mujeres que sacrificaron su inspiración porque carecieron de valor para «sostener perpetua lucha con el hombre», más tarde proclamó que era imprescindible la instrucción pero también la convicción para adquirir «el valor y la iniciativa que le falta para lanzarse al campo literario», consideración a la cual, dicho sea de paso, llegó también Laureana Wright unos años después (Alvarado, 2005: 95).

Es importante situar los artículos de Concepción Gimeno en un marco más amplio, pues fue tal marco el que ella acercó a las mexicanas a través de artículos como los referidos. Se trata de un escenario donde también caben la argentina Juana Manso y las peruanas Corinda Matto de Turner y Mercedes Cabello de Carbonera, cuyas colaboraciones periodísticas de aquellos años giraron en torno de una idea resumida recientemente por las investigadoras María Cristina Arambel y Claire Emilie Martin con la frase «el genio no tiene secso [sic (2001: t. I, 48). El trabajo ensayístico de la española, de las sudamericanas, así como el de las mexicanas Wright de Kleinhans y Méndez de Cuenca, puede circunscribirse en lo que la lingüista canadiense Mary Louise Pratt ha denominado «ensayo de género»:

Una tradición de escritura que se desarrolló de manera paralela al ensayo de identidad. [...] Se trata de una serie de textos escritos por mujeres latinoamericanas a lo largo de los últimos ciento ochenta años, enfocados al estatuto de las mujeres en la sociedad. [...] De manera implícita, el ensayo de género impugna la negación de derechos ciudadanos a las mujeres. [...] Desde una perspectiva histórica, el ensayo de género puede verse como actor en una prolongada negociación política desarrollada en América Latina respecto a la posición social y los derechos políticos de las mujeres en la etapa post-independentista.


(Pratt, 2000: 70-88)                


Habiendo concluido las guerras intestinas que coparon a México durante décadas, y gracias a la ampliación de opciones formativas destinadas a las mujeres, las escritoras americanas que conocieron el trabajo de Concepción Gimeno y Emilia Serrano atisbaron a través de ellas un horizonte posible, forjado a partir de la confianza en la pertinencia y el valor del trabajo propio. Acaso el ejemplo de la primera fue el más poderoso para esa generación que, pocos años después, la citaba en sus revistas y se enorgullecía de su amistad. Fue esa generación la que impugnó discursos donde la diferencia sexual era traducida como desigualdad. Lo paradójico de esto consiste en que tal propósito germinó en sus mentes debido a la minuciosa insistencia con la cual les fueron negados ciertos derechos a ellas, tal como se les habían escatimado años atrás a las peregrinas españolas. Así, el «no puedes», formulado por los censores de uno y otro continente, fue transformado en ambos casos en una pregunta tan provocadora como inevitable: «¿por qué no?».








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