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El concepto de la feminidad en Zorrilla

Marina Mayoral Díaz


Universidad Complutense



Un texto muy interesante para plantearnos lo que el escritor entendía como propio de la condición femenina es su evocación del momento en que conoció a Gertrudis Gómez de Avellaneda. La evoca desde la vejez en sus Recuerdos del tiempo viejo1, pero sin duda reproduce lo que debieron de ser sus ideas y sentimientos de toda la vida:

Cuenta Zorrilla que en una de las sesiones matinales del Liceo, le pidió un amigo que leyese un poema de un joven escritor y le sirviese así de introductor en aquel cenáculo literario. Zorrilla echa una rápida ojeada a los primeros versos del poema, escrito en estancias endecasílabas y dice: «no tuve reparo alguno en arriesgar la lectura de los no vistos». Los versos «arrebataron al auditorio» y, desvelado el incógnito, Zorrilla y el Liceo aplauden y aceptan a Tula como gran poeta y hermosa dama. Términos que para Zorrilla resultan difíciles de conciliar y así lo manifiesta con lo que él mismo califica de «cándida ingenuidad». Pese a sus evidentes encantos femeninos, Zorrilla no se siente atraído por Gertrudis como mujer y para explicarlo llega a la brillante conclusión de que en ella se ha producido un error de la naturaleza. Oigámoslo con sus propias palabras:

... la mujer era hermosa, de grande estatura, de esculturales contornos, de bien modelados brazos, de airosa cabeza, coronada de castaños y abundantes rizos, y gallardamente colocada sobre sus hombros. Su voz era dulce, suave y femenil; sus movimientos lánguidos y mesurados, y la acción de sus manos delicada y flexible; pero la mirada firme de sus serenos ojos azules2, su escritura briosamente tendida sobre el papel, y los pensamientos varoniles de los vigorosos versos con que reveló su ingenio, revelaban algo viril y fuerte en el espíritu encerrado dentro de aquella voluptuosa encarnación mujeril. Nada había de áspero, de anguloso, de masculino, en fin, en aquel cuerpo de mujer, y de mujer atractiva: ni la coloración subida en la piel, ni espesura excesiva en las cejas, ni bozo que sombreara su fresca boca, ni brusquedad en sus maneras: era una mujer; pero lo era sin duda por un error de la naturaleza, que había metido por distracción un alma de hombre en aquella envoltura de carne femenina.


(T. II, pp. 2051-5 2)                


El talento de Tula fue sin duda un obstáculo para que algunos de sus amores más apasionados llegasen a buen término. Recordemos el despecho con que Tassara contesta por escrito a su petición de que le escriba unos versos: «Inspíramelos tú con tus verdades / Cual tus mentiras me inspiraron éstos. / Inspíramelos tú... Bien sabes cómo [...] Dignos de ti, que por tenerlo todo, / Demonio celestial, tienes talento»3.

Pero el caso de Zorrilla va más allá, puesto que ni siquiera la considera como mujer y así lo declara: «A mí, no viendo en ella más que la alta inspiración del privilegio ingenio, no se me ocurrió siquiera que debía las atenciones que la dama merece del hombre en la moderna sociedad». Y la trató siempre como «si no fuera más que un compañero de redacción, un colega y un hermano de Apolo».

Llegó hasta a tener una explicación con la Tula, que debía de sentirse extrañada de su conducta y, nos aclara Zorrilla, «la vanidad de la mujer cedió ante el amor propio del ingenio» y ella admitió «el error cometido por la naturaleza al crearla».

El episodio del Liceo tuvo lugar en 1840, cuando Tula tenía 26 años y Zorrilla 23 y no parece que la diferencia de edad condicionase la opinión del poeta que acababa de casarse con una mujer dieciséis años mayor que él. Había algo en Tula que la sociedad de la época consideraba masculino y fueron muchos escritores los que manifestaron esa opinión, aunque ninguno explicó con claridad por qué4.

Zorrilla se refiere a «la firmeza de sus serenos ojos», a su escritura «briosamente tendida sobre el papel» y a «los pensamientos varoniles de los vigorosos versos». Pero ¿cuáles eran estos pensamientos varoniles? O dicho de otro modo, ¿qué moldes rompía la Avellaneda? ¿Qué normas conculcaba?, ¿en qué se apartaba de lo que la sociedad consideraba propio de las mujeres?

Dando un rápido repaso a declaraciones de escritores y escritoras de la época podemos adelantar que era poco femenino el vigor, la fuerza, la pasión amorosa que Tula manifestaba en sus versos sin recato. Y tampoco era femenino expresar la falta de sentido de la vida o dudas de fe5. De la mujer se esperaba dulzura, consuelo, resignación, sacrificio, entrega a la vida del hogar: la humildad de la violeta y la bondad del ángel protector de la familia. La pasión erótica no tenía cabida en ese falso mundo femenino. Recordemos que Carolina Coronado, que defendió la causa de la mujer escritora, reivindicando el derecho a expresar por escrito sus sentimientos, no se atrevió a llevarlo a la práctica cuando se trataba de temas amorosos. La segunda edición de sus Poesías lleva una sección titulada «A Alberto» con esta dedicatoria: «Las siguientes composiciones están dedicadas a una persona que no existe ya. Por eso me atrevo a publicarlas. Una mujer puede, sin sonrojo, decir a un muerto ternezas que no quisiera que la oyesen decir a un vivo»6. En la dedicatoria va implícita una crítica a la actitud de la Avellaneda, cuyos versos de amor estaban dedicados a una persona viva. Esto sólo lo podían hacer los escritores; era, sin duda, una de las prerrogativas masculinas.

Hay, sin embargo, en el Romanticismo una abierta contradicción entre literatura y vida: las heroínas literarias, apasionadas y ardientes, no se ajustan en absoluto al papel que la sociedad asignaba a la mujer. ¿Es un ángel del hogar la Leonor de Don Álvaro o la fuerza del sino, que planea la fuga con su enamorado y que en lugar de irse a un convento se va a una cueva porque su orgullo no le permite soportar las miradas de las otras monjas?7, ¿lo es la Leonor de El Trovador, que abandona el claustro para seguir a Manrique? ¿Lo es la Teresa de Espronceda? Las heroínas literarias no respetan más leyes ni normas que las de su amor, ante el que desaparece cualquier otro deber moral, social o religioso. Y no sólo aman apasionadamente sino que con gran frecuencia declaran su amor sin el menor embarazo. Habían pasado ya los tiempos en que una señorita bien educada no podía decirle a un hombre te quiero, como pretendía la madre de Paquita de El sí de las niñas8. Probablemente nunca existieron esos tiempos. La mujeres siempre se declararon, si no de palabra con los ojos, tal como le echa en cara Manrique a Elvira en El Doncel de don Enrique el Doliente9.

De la galería de heroínas literarias románticas, las creadas por Zorrilla son de las más decididas y apasionadas en la expresión de su amor. Veamos algunos ejemplos: En la primera parte de El zapatero y el rey, al poco tiempo de conocer a don Pedro, Teresa responde así a sus requerimientos amorosos:

TERESA:
¿Os partís para esa tierra?
DON PEDRO:
El rey sus tercios envía
para allá, y según infiero
yo salgo con el primero;
pero al caso, prenda mía:
si no me dais antes de ir
de vuestro amor una prueba,
dad por llegada la nueva
de que estoy para morir.
TERESA:
Mucho en el alma lo siento,
que al cabo os quería bien.
DON PEDRO:
(Bello está en ella el desdén,
pero más el sentimiento).
¿Con que me queréis, Teresa?
TERESA:
Ya lo dije; mas si os vais
pésame que lo sepáis.
DON PEDRO:
¿Que os pesa, decís?
TERESA:
Me pesa
porque es vuestra condición
olvidar lo que ha pasado
en lugar que habéis dejado...

(T. II, p. 880)                


Más adelante, en la misma obra, don Pedro, actuando ya como rey, justiciero aunque cruel, intenta disuadirla de sus pretensiones. Ella se mantiene firme en su amor sin que la detenga la amenaza del deshonor ni un final desgraciado:

DON PEDRO:
¿Tanto le quieres?
TERESA:
Le quiero.
DON PEDRO:
Pues, Teresa, no le esperes;
Pedro es un valiente, sí,
te vengará porque es justo;
mas, aunque oírlo sea susto
no es ya Pedro para ti.
TERESA:
Razón no alcanzo, señor.
DON PEDRO:
Hay entrambos largo trecho
y es un mal que ya está hecho.
TERESA:
Todo lo iguala el amor.
DON PEDRO:
¡Imposible!
TERESA:
Yo no digo
que si es rico, noble, avaro;
mi amor me pague tan caro
si con mi amor no le obligo.
Si (aunque pensarlo me pesa)
con otra casado está,
el daño mortal será
no para él, para Teresa.
No le humillará mi amor,
si venga a mi padre y lava
mi afrenta, seré su esclava
porque él será mi señor.
Si a alguien con amarle ofendo,
nadie me podrá estorbar
que puedo en silencio amar
objeto que no pretendo.
DON PEDRO:
(¡Pobre muchacha!) ¿Y si fuese
Pedro un falso y un traidor?
TERESA:
No conseguirá un error
que por él no me interese;
aun si miente le amaré.
DON PEDRO:
¿Y si es un vil, cuyo oficio
te infama?
TERESA:
Haré un sacrificio
y su infamia partiré.
DON PEDRO:
¿Y si su conducta loca
con depravada intención
a tu orgullo con razón
y a tu honor, Teresa, toca,
¿le amarás?
TERESA:
¡Siempre, aunque triste,
lloraré mi desventura
y no habrá fin mi amargura
si es verdad!
DON PEDRO:
Tú lo dijiste.
Él sabía que hasta ti
no se podía bajar
y te enamoró a pesar.
¿Quieres aún buscarle?
TERESA:
Sí.

(T. II, p. 903)                


Igualmente decidida, pero con más suerte en el desenlace de sus amores, es la protagonista de La mejor razón la espada. Doña Juana se opone abiertamente a su padre, negándose a casarse con el hombre elegido por él, y huye con su enamorado para obligar así al padre a acceder al matrimonio que ella desea. Al final consigue el apoyo del duque de Arcos y la aventura acaba felizmente.

Además de decididas y sinceras participan las féminas de Zorrilla de un rasgo común a las heroínas románticas: la constancia amorosa. La amada romántica, vista por los escritores varones, muere sin olvidar al hombre amado, aunque éste la haya deshonrado y olvidado. El ejemplo paradigmático es la Elvira de El Estudiante de Salamanca («...perdón, perdón, ¡Dios mío! / si aún gozo en recordar mi desvarío»). También algunas escritoras se someten a ese estereotipo romántico, aunque no estén de acuerdo con él. En Flavio de Rosalía de Castro, Mara, la protagonista, se resiste a aceptar ese destino de amante abandonada y desgraciada, pero su resistencia se considera poco femenina y de ello la acusa un amigo de su enamorado:

Tenéis un alma fuerte como una roca, y no se puede hablar de amor con los mármoles [...] debéis vivir sola entre los hombres, no debéis ser amada [...] ¡Si supierais cuánta ternura, cuán dulce sentimiento inspira el rostro de una mujer bañado por las lágrimas!... ¡Cuánto es amada la que se resigna a sufrir cuando es olvidada!... ¡Cuando se la ve descender hasta la tumba amando los recuerdos que la hacen morir!... ¡He ahí la poesía de la mujer! Si os avergonzáis, pues, de amar, Mara, renegad de una vez para siempre de vuestro sexo...; si, por el contrario, queréis cumplir vuestro destino, olvidad el mundo y amad a Flavio.10


Las heroínas de Zorrilla no sólo no son remisas a la hora de confesar su amor sino que proclaman su condición de imperecedero y póstumo. Así, en la segunda parte del El zapatero y el rey, Inés declara al mismo tiempo que su amor la permanencia de éste más allá de la tumba:

CAPITÁN:
Adiós, mi vida.
INÉS:
Id con Dios
capitán, y Él os dé suerte.
CAPITÁN:
Para amarte hasta la muerte.
INÉS:
Más allá os querré yo a vos.

(T. II, pp. 922-23)                


Inés, que es hija de don Enrique, el hermano bastardo de don Pedro el Cruel, sigue amando al capitán aun después de que él le haya puesto un puñal al cuello para utilizarla como rehén y salvar así a don Pedro. Lo que no sabemos, porque nada dice el autor, es si mantuvo su amor en el Más Allá, después de haber sido ejecutada por orden de su amado. Tendremos que esperar al Don Juan Tenorio para comprobar estos amores post-mortem. Por el momento, lo que vemos es que en el capitán prevalece el fanatismo político sobre el amor y, cuando ya no puede hacer nada por salvar a su rey, manda asesinar a Inés para castigar de ese modo al nuevo rey de Castilla. Zorrilla no condena ese crimen inútil, que se presenta más bien como ejemplo de fidelidad al monarca y como un gesto trágico de sacrificio.

Cuando ese sentimiento de lealtad se encarna en una mujer, no entra en competencia con el amor y la obra toma derroteros cómicos y no trágicos. Así, en Lealtad de una mujer y aventuras de una noche, la protagonista, doña Margarita, leal a su antiguo amigo y protector, el príncipe de Viana, pone en peligro su propia vida, además de su honor y el de su marido por salvarlo. Pero todo acaba felizmente y el público debía de divertirse mucho con los enredos que ella trama para llevar adelante sus propósitos. No hay tragedia porque no hay conflicto entre el amor y el deber; no puede haberlo al tratarse de una mujer ya que en Zorrilla la mujer enamorada pone su amor por delante de cualquier otro sentimiento o deber: un rasgo característico para Zorrilla de la feminidad es la entrega total y completa a la fuerza del amor; o, dicho de otro modo, la sumisión absoluta a la voluntad del amado. Podemos encontrar algún ejemplo de este tipo de amor en personajes masculinos, pero, mientras en la mujer se ve como algo positivo, no así en los hombres, en los que aparece como pasión «funesta». Un ejemplo de ello lo vemos en la figura de don César de Traidor, inconfeso y mártir, que confiesa estar dispuesto a sacrificar por amor sus deberes con el rey y a deshonrarse para salvar la vida de la mujer que ama. Al declarar su amor a Aurora dice sentir:


Un amor sublime, santo,
mas tan tirano, tan fiero,
que sus fuerzas considero
a mis solas con espanto,
porque no hay ley, no hay deber
que pueda mi corazón
al poder de mi pasión
con ventajas oponer.
Si la que amo me dijera:
«Sé traidor: véndete esclavo»,
mi fe llevando hasta el cabo
me infamara y me vendiera.


Esta esclavitud amorosa no parece bien en los hombres. Aurora, que lo ha inspirado, califica ese amor de «horrendo» y lo condena:

AURORA:
¿Porque una mujer os ame
consentís en ser infame,
traidor y esclavo?
CÉSAR:
Consiento.
AURORA:
Haceos un poco atrás.
CÉSAR:
¿Por qué?
AURORA:
Esa pasión que tanto
ponderáis, más que amor santo,
es amor de Satanás.

(T. II, p. 1540)                


Debía de ser éste un tema poco atractivo para Zorrilla, cuando se centraba en un hombre. Así en Sancho García, vemos que Sancho Montero, escudero del conde de Castilla, le declara a su enamorada:


Yo tengo en poco,
sin ti, todo el mundo,
Estrella; la más santa obligación,
si lucha en mi corazón
con tu fe, sucumbe a ella.
Si fuera posible en mí
luchar lealtad y amor,
entre tu fe y mi señor
quedara el campo por ti.


(T. II, p. 1085)                


Este tema, sin embargo, no se desarrolla en absoluto. El escudero es un modelo de fidelidad a su señor y el conflicto se planteará en torno al personaje femenino de la Condesa, como veremos enseguida.

Tampoco llega a desarrollarse en Traidor, inconfeso y mártir. Aurora, que ha calificado de satánica la pasión de don César, experimenta ella misma un amor así por Gabriel Espinosa y acaba confesándoselo a su pretendiente para desengañarlo:


Amo a un noble ser
de quien ignoro hasta el nombre;
le amo todo cuanto a un hombre
puede amar una mujer.
Le amo desde que le vi;
le amo con toda mi fe,
y al sepulcro bajaré
con su amor dentro de mí.
Con él sueño, con él vivo;
lo que él desea apetezco,
lo que aborrece aborrezco,
y mi corazón, cautivo
de su sola voluntad,
a ella no más obedece.
Él me dice: «ama, aborrece»,
y amo y odio sin piedad.
Me dijo: «De ese mancebo
serás amiga», y yo os digo
que vos sois mi único amigo,
porque él lo quiere y yo debo
quererlo; y si él me dijera
«véndete esclava», ¡por Dios
os juro, que, como vos
por mí, por él me vendiera!


(T. II, pp. 1541-42)                


Es decir, que Aurora condena en César lo que ella misma siente, probablemente porque está reproduciendo lo que Zorrilla piensa del asunto: esta clase de amor sólo es admitido en las mujeres, mientras que en los hombres es una debilidad, ya que ellos deben someter sus sentimientos a otros valores. Y así la figura de don César en la obra citada está claramente oscurecida por la del protagonista, Gabriel de Espinosa (en realidad el rey don Sebastián de Portugal), que pone su dignidad real por encima de cualquier otra consideración. Es a este hombre precisamente a quien ama Aurora y a quien declara su amor con estas palabras:

AURORA:
No temas que me espante,
Gabriel, ni me arrepienta conociéndote,
de haberte amado nunca.
GABRIEL:
Es imposible.
AURORA:
Habla. Dime quién soy; dime quién eres.
Si eres villano y en tus venas viles
la sangre impura y maldecida tienes
de raza hebrea o de morisca tribu,
yo te amaré, Gabriel; si reales puedes
ostentar de tu estirpe en el escudo
coronados y espléndidos cuarteles,
yo te amaré, Gabriel; si eres acaso
criminal fugitivo y por mí temes
de un patíbulo infame la deshonra,
yo te amaré, Gabriel; llama si quieres
a un sacerdote y que con lazo eterno
anude nuestras almas; y no pienses
que el deshonor de criminal memoria
me humille. Te amo con amor tan fuerte
que oraré mientras viva en tu sepulcro,
orgullosa del nombre que me dejes.

(T. II, pp. 1560-61)                


Gabriel no accede a las demandas de Aurora: no le dice quién es ni acepta su amor, aunque reconoce que él también la ama. Pero por encima de ese amor está su dignidad a la que todo lo sacrifica. Aurora está dispuesta a aprovechar los sentimientos que inspira a César para conseguir la libertad para los dos, y es Gabriel quien le hace ver que eso supondría la muerte y el deshonor para el joven, además de un reconocimiento de culpa por su parte, al huir como criminal, siendo inocente. En suma, que es el varón fuerte el que defiende el pabellón del deber frente al hombre débil y enamorado y frente a la mujer, que siempre antepone a todo sus sentimientos. Como bien dice Estrella en Sancho García: «Sea, Sancho como quieres, / porque al cabo en las mujeres, / lo primero es el amor» (p. 1087). Igual actitud tiene Aurora. Gabriel Espinosa le marca el camino que debe seguir: aceptar su destino desgraciado, rasgo de feminidad, según ya hemos visto. Espinosa da sus consejos, o más bien órdenes, como si hablase en nombre de Dios, pero Aurora las acepta no por sumisión a la voluntad divina sino a la del hombre que ama:

AURORA:
Hiéranos a los dos un mismo golpe.
GABRIEL:
Tú no debes morir; aún que hacer tienes
sobre la tierra.
AURORA:
¿Qué sin ti?
GABRIEL:
Llorarme.
AURORA:
¿Lo mandas?
GABRIEL:
Yo, no: Dios; obedece.
[...]
Yo no he dicho jamás que era el que buscan
y a morir me enviarán sin conocerme.
Ora en mi tumba sin vergüenza y ora
mientras los hombres libertad te dejen;
y si te culpan como a mí, en silencio
digna siempre de mí, como yo muere.
AURORA:
¿Tú me lo mandas? Obedezco; sea,
Gabriel; digna de ti quiero ser siempre.

(p. 1561)                


El ejemplo más trágico de la fuerza avasalladora del amor en las mujeres lo tenemos en la figura de la condesa de Castilla de Sancho García. Enamorada del moro Hissem le ayuda a preparar la emboscada en la que ha de morir su marido y más tarde decide matar a su propio hijo. Aunque otras circunstancias concurren a llevarla a esa decisión fatal, no cabe duda de que ha sido el amor la fuerza fundamental, y sus declaraciones al amante son muy explícitas:

¿Y me llamas cobarde? Pues bien, moro,
habla, dime ¿qué quieres de mi amor?:
cuanto quieras haré, porque te adoro.

(p. 1089)                


Renunciar a tu amor es imposible;
dentro del fiero corazón le halago
mucho tiempo hace ya, y es invencible;
nada detiene su tremendo estrago.
A esta fatal pasión ceda primero
cuanto fui, cuanto soy y cuanto espero.

(p. 1098)                


Hemos visto en los personajes femeninos de Zorrilla el apasionamiento y la franqueza a la hora de declarar sus sentimientos amorosos; la sumisión a la fuerza del amor y a la voluntad del amado; la fidelidad y constancia amorosa. Todo ello lo encontramos elevado al más alto grado en el que es paradigma de la feminidad: la doña Inés del Tenorio.

Doña Inés es, en efecto, la más apasionada y al mismo tiempo inocente y sincera de las enamoradas de la obra de Zorrilla y probablemente de todo el romanticismo español. Nunca se había oído en la escena española una declaración de amor tan rendida y apasionada como la que doña Inés le hace a don Juan en la escena del sofá (pp. 1296-98): empieza reconociendo en el hombre el poder satánico de su atractivo, rasgo fundamental en la constitución del personaje masculino desde que Tirso lo elevó a la categoría de mito:

Tal vez Satán puso en vos
su vista fascinadora,
su palabra seductora,
y el amor que negó a Dios.

Ésa es la explicación que doña Inés se da a sí misma, al tiempo que a don Juan, para justificar su entrega, a la que no se refiere de un modo vago o impreciso, sino con la expresión muy concreta de «caer en vuestros brazos». En su declaración queda patente la concepción del amor como una fuerza irresistible, como una atracción a la que es inútil oponerse:

No, don Juan, en poder mío
resistirte no está ya:
yo voy a ti como va
sorbido al mar ese río.

Fijémonos en la originalidad de esa hermosa imagen, en la que se invierte el orden natural a que estamos acostumbrados: no es el río el que corre hacia el mar sino el mar quien «sorbe» al río, atrayéndolo hacia sí.

Las palabras siguientes constituyen un apasionado crescendo de amor, pero no de un amor puro y casto, sino de una pasión que enajena, alucina, fascina y envenena a quien la experimenta. Doña Inés es consciente de estar siendo arrastrada a una situación cuyo control se le escapa y cuyas consecuencias pueden ser desastrosas y hasta fatales: el empleo de la palabra «veneno» es significativo de ese temor que inspiran los sentimientos desencadenados por la presencia de don Juan:

Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.

Fijémonos de nuevo en que no hay nada de espiritual en la pasión que don Juan despierta. Doña Inés no habla de su alma sino de su presencia física: palabras, ojos, aliento que la trastornan. Y así, enajenada, alucinada, fascinada y envenenada doña Inés le plantea a don Juan, invocando su condición de caballero, la única alternativa que ve para su situación: la muerte o la correspondencia a su amor. Estamos lejos de las mujeres de Tirso que se entregan tras haber conseguido palabra de casamiento y que amenazan con el castigo eterno: «Advierte, / mi bien, que hay Dios y que hay muerte», le dice Tisbea a don Juan. El mismo Zorrilla, en Juan Dandolo, pone en boca de la enamorada Mariana junto a declaraciones de amor, otras de amenaza: exige promesa de matrimonio y le recuerda al duque Jacobo Dagolino que si no cumple tendrá que vérselas con su hermano, que es asesino a sueldo:

Si lo quieres, por tu dama,
por tu sierva pasaré:
todo, sí, lo arrostraré,
que nada pesa a quien ama.
Mas si tras tanta pasión,
tras tanto envilecimiento
traidor otro pensamiento
te asaltara el corazón;
si un día tal vez, villano,
como a esclava me despides,
entonces, ¡oh! no te olvides
de que he tenido un hermano.

(T. II, pp. 787-88)                


Por el contrario, Doña Inés no alude para nada al matrimonio, ni exige nada: suplica, invocando la compasión del caballero, que la ame o que la mate:

¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro
de tu hidalga compasión:
o arráncame el corazón,
o ámame, porque te adoro.

Ni siquiera aspira a una correspondencia paritaria, ya que pide amor y confiesa adoración. Ese amor de la mujer se mantendrá más allá de los límites de la muerte, tal como otros personajes femeninos han afirmado, y, lo que es más significativo, conseguirá salvar «al pie de la sepultura» al pecador arrepentido. Será este último rasgo el que dé a doña Inés el rango de modelo definitivo de lo femenino: la capacidad para salvar al varón, el carácter redentor de la mujer. Rasgo con el que Zorrilla viene a conciliar los dos modelos opuestos de literatura y vida: la amada, que puede conculcar todas las leyes divinas y humanas para seguir al amado, es al mismo tiempo el ángel que salvará su alma inmortal y la conducirá como la Beatriz de Dante a presencia de la divinidad.

En este sentido hay que interpretar el cambio experimentado por don Juan al oír la encendida declaración de amor de doña Inés. La sensualidad que impregna las décimas famosas del comienzo de la escena («¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor...») da paso a un súbito arrepentimiento. Don Juan, como Saulo, camino de Damasco, ha encontrado la luz y ve en doña Inés no el objeto de un «amor terrenal» sino el instrumento que Dios pone en su camino para salvarlo.

Este papel redentor de la mujer tiene detrás toda la tradición religiosa mariana, junto con la literaria del «dolce stil nuovo» y de los trovadores medievales. Y, además, la doctrina teológica de la comunión de los santos, por la cual el pecador puede llegar a beneficiarse de los méritos de los justos que intercedan por él ante Dios11. La originalidad de Zorrilla está en haber encarnado esa tradición en una mujer enamorada y pura. Frente a la libertad sin freno, frente a la rebeldía satánica, la mujer representa en Zorrilla la fuerza de la fe, pero también, no lo olvidemos, la de la sociedad: convierte al pecador y reduce al rebelde.

Muchos años después, en 1879, en el poema «Don Juan», leído por el autor en el teatro Español con motivo de la representación del Tenorio, Zorrilla se pregunta por las razones del éxito y del atractivo de su don Juan y la primera razón que da es precisamente el carácter de «freno» de doña Inés:


¿Qué tiene, pues, mi don Juan?
Un secreto con que gana
la prez entre los don Juanes;
el freno de sus desmanes:
que doña Inés es cristiana.12


Coincide en este sentido con la interpretación de José Alberich, que vincula el éxito de público del Tenorio con especiales características de la sexualidad masculina hispana13: el varón tradicional español concebía -creo que hay que hablar en pretérito- sólo «dos modos de relacionarse con las mujeres: o cruda sexualidad o veneración distante, casi religiosa». No esperaba de la esposa correspondencia a su pasión, sino «abnegación y fidelidad, oraciones y vigilancia moral sobre sus hijos».

Creo, sin embargo, que esa ruptura entre el objeto de apetencia sexual y el ideal de esposa no era exclusiva del varón español, sino algo común a la sociedad occidental de la época a la que pertenece la obra y queda de relieve en la ya aludida distancia entre las heroínas de la literatura romántica y el modelo de «ángel del hogar» que se deseaba para la vida real.

Las heroínas románticas son desde Werther, causa, aunque a veces involuntaria, de la destrucción del amante. El amor de Manfred por su hermana no lo salva, pese a que ella le anuncia el día de su muerte para que pueda arrepentirse. Lo original de Zorrilla ha consistido en romper ese carácter fatal del amor romántico. La ternura de la mujer parece reflejarse en la concepción de la divinidad: no es el Dios de la justicia sino «el Dios de la clemencia» quien finalmente perdona a don Juan. Y la clemencia se consideraba una virtud más femenina que la justicia.

Un papel tan importante en la vida del hombre podría inclinarnos a pensar que la mujer ocupa un papel central en la concepción del mundo y por tanto de la obra del autor. Pero no es así. Como en todo el Romanticismo, el papel de la mujer es el de satélite que gira en torno al astro de lo masculino. El centro de atracción y de atención es el varón: la mujer es sólo un elemento más de ese mundo. El carácter secundario de los personajes femeninos románticos se advierte en la frecuencia con que el nombre del héroe masculino pasa al título de la obra: don Álvaro, don Juan, Sancho Saldaña, el señor de Bembibre, el doncel de don Enrique el Doliente, Juan Lorenzo; o bien El Trovador, Traidor inconfeso y mártir, El zapatero y el rey... Zorrilla mantiene en la mujer esa condición de satélite del varón y no será hasta bien avanzado el siglo cuando en la literatura realista nos encontraremos con figuras femeninas que constituyen el eje central del relato: Madame Bovary, La Regenta, Fortunata y Jacinta, Pepita Jiménez...

Enlazamos ahora con nuestro punto de partida y, recopilando todo lo que hemos visto, podemos preguntarnos de nuevo por qué Gertrudis Gómez de Avellaneda, la divina Tula, tan apasionada, sincera y generosa en sus amores como pudieran serlo los personajes femeninos de Zorrilla, le parecía, sin embargo, al poeta un error de la naturaleza. Creo que no se debe a que careciese de rasgos femeninos, como bien destacó él mismo, sino a que poseía algo que Zorrilla consideraba propio y exclusivo del varón: el talento creador. En esto, como en tantas otras cosas, el escritor reflejó lo que la sociedad pensaba sobre las mujeres que participaban activamente en la vida pública cultural. Recordemos la opinión de un crítico de su época sobre las mujeres escritoras:

La mujer debe ser mujer, y no traspasar la esfera de los duros e ímprobos destinos reservados al hombre sobre la tierra. Sea enhorabuena poeta, artista; pero nunca sabia. Sea observadora y analice, pero sin tratar por ello de destruir el orden de cosas establecido [...] Del deseo jactancioso de suponerse con la energía de la virilidad, al olvido de la naturaleza y de sus leyes no hay tampoco más que un grado, y las mujeres de corazón varonil son una especie de monstruosidad repugnante a todo el mundo, y despreciables a sus propios ojos.14


Por eso Zorrilla, que no era envidioso del talento ajeno, admiró a Tula como a «un hermano en Apolo». No podía hacer otra cosa, porque nuestro buen poeta, igual que la mayoría de sus colegas escritores, estaba convencido de que Apolo no tenía hermanas.





 
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