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El discurso en la obra dramática de Bretón de los Herreros: diálogo y acotaciones



Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), poeta y periodista, se dio a conocer como dramaturgo en 1824 (A la vejez, viruelas), fecha a partir de la cual estrena continuamente, a veces dos obras y más en un año (en 1828: A Madrid me vuelvo, El ensayo, El rival de sí mismo, El ingenuo) y llega a componer hasta 103 obras originales, y hasta cerca de 200 si sumamos adaptaciones y traducciones. Algunas censuras lo retraen y es menos prolífico a partir de 1840. Aunque cosecha todavía grandes éxitos, a partir de esta fecha el humor festivo que campeaba en sus obras se va tornando en desconfianza y recelo, y en los últimos veinte años de su vida creará menos y se dedicará principalmente a sus tareas como secretario de la Real Academia Española de la Lengua, para la que había sido propuesto en 1837.

Fue un personaje importante en su época, porque, aparte de la fama que le proporcionaron sus obras dramáticas, fue conocido como periodista, autor de artículos de temática muy diversa, aunque principalmente de crítica de teatro y llegó a ser director de La Gaceta de Madrid; además trabajó a partir de 1836 en la Biblioteca Nacional, de la que fue director y también fue administrador de la Imprenta Nacional. No obstante, su mayor fama y gloria la debe a la escena, para la que creó un tipo de comedia costumbrista, festiva y llena de ingenio que se conoce como «comedia bretoniana».

Nos proponemos analizar el discurso de sus obras dramáticas originales, especialmente de algunas de las llamadas «comedias bretonianas», que consideramos temáticamente herederas de la comedia de enredo del teatro clásico y de la comedia moratiniana, aunque con rasgos propios y fuerte originalidad y desde luego, mucho más avanzadas en las líneas que reflejan unas relaciones sociales entre los dos sexos. Son obras escritas generalmente en verso y con cortas y escasas acotaciones, aunque con múltiples didascalias que facilitan su representación en el escenario, particularmente en algunos pasajes de encuentros y despedidas, cuya técnica escénica denota un profundo conocimiento y una acertada intuición de las posibilidades del diálogo escénico en relación con los espacios dramáticos lúdicos y escenográficos. Todas ellas, como destacan la mayor parte de los críticos, discurren con verso suelto y fácil, que en ningún momento constituye un lastre para la realización de un diálogo escénico fluido. A esta habilidad en el manejo de los signos escénicos, reconocida por la crítica unánimemente, se contrapone, también según la crítica contemporánea, una falta de inventiva en la fábula dramática y en los caracteres, ya que hay muchas obras que repiten las secuencias de funciones y los esquemas de actantes. Esta idea, manifestada por Larra en algunas de sus críticas a propósito de los estrenos de Bretón de los Herreros, fue repetida sin entrar en su verificación por otros críticos, a pesar de las razones que dio el autor para mostrar su escasa veracidad.

Nacido en la España del Neoclasicismo, sus primeras obras tienen ecos, sobre todo temáticos, de las comedias de Moratín: A la vejez, viruelas está inspirada en El sí de las niñas y escenifica varias veces los conflictos de matrimonios con edades muy desiguales, pero se aleja de didactismo y del tono moralizante, e insiste más en los hechos destacando sus aspectos cómicos y acaso ridículos; por ejemplo, Un novio para la niña termina con una escena que pone en solfa las moralejas que cierran las comedias moratinianas:

DIEGO.-
¡Qué desenlace
para una comedia! Ahora
la moraleja: ¿sí?

 (Con burlesca declamación.) 

¡Madres
que tenéis hijas!, guardaos
de oprimirlas, que más vale
no casarlas...


Por otra parte su vida transcurre paralela a la trayectoria romántica desde sus inicios hasta sus epílogos; conoce la polémica sobre el teatro español, que es al fin y al cabo la lucha entre el teatro libre, es decir, el teatro clásico español y el teatro sujeto a normas que impone el movimiento neoclásico afrancesado. Bretón de los Herreros supera, en una orientación realista, los conflictos de la comedia clásica, aunque se inspira en una temática muy próxima, y sigue las normas del teatro neoclásico sólo cuando conviene a sus fábulas y no las hace inverosímiles: en algunas comedias que se atienen a ellas, puede observarse que las unidades de espacio y tiempo no son un lastre para el ritmo de la acción, aunque en algunos momentos pueda parecer que las heroínas cambian demasiado rápidamente sus decisiones: están dispuestas a otorgar su mano a uno de los pretendientes y a las pocas horas deciden que se casan con otro; claro que hay que advertir que para estas mujeres no cuenta para nada el sentimiento, sino la valoración que hacen de las cualidades de los pretendientes, y si aparece uno mejor, abandonan al que sea.

Por otra parte, en el teatro de Bretón de los Herreros, y particularmente en su teatralidad (algunos efectos escénicos que destacaremos), se advierte que el romanticismo ha dejado alguna huella. Los estrenos románticos más destacados: La conjuración de Venecia (1834), Don Álvaro o la fuerza del sino (1835), El trovador, (1836) Los amantes de Teruel (1837) y en 1844 el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, vienen a coincidir con el estreno de las obras bretonianas más características: Elena (1834), Todo es farsa en este mundo(1835), Me voy de Madrid (1836), Muérete, ¡y verás!(1837), El pelo de la dehesa (1840)... Advertimos que los principales tópicos románticos son ajenos a la «comedia bretoniana», pero se pueden encontrar en alguna de sus obras, como Elena, que Bretón compone a petición de sus amigos, y en sus dramas históricos (Fernando el Emplazado, 1837, o Vellido Dolfos, 1839); en las comedias, en forma esporádica y circunstancial, hay alusiones y efectos dramáticos de tono romántico, pero nunca como motivos funcionales en la fábula, y faltan totalmente los sentimientos arrebatados propios del drama romántico; en cambio sí se encuentran con cierta frecuencia en las obras más típicamente bretonianas la sátira y la parodia de los excesos románticos, alusiones al desengaño y al esplín, a la vestimenta, a las actitudes enfermizas y a los sentimientos exacerbados de algunos jóvenes románticos. En general, y según expresa directamente en un artículo de 1831 (El Correo Literario y Mercantil), Bretón huye en su teatro de todos los extremos, y busca ante todo «el efecto teatral», aunque falte a las normas y se aleje de las modas; se inspira frecuentemente en casos sociales del momento, pero como autor de su tiempo conoce lo que está pasando y ejerce su facultad de elegir lo que le parece mejor en temas y personajes, en normas y efectos dramáticos, en estilos tradicional, neoclásico o romántico.

Creo que el «efecto teatral» lo consigue Bretón mediante del discurso de sus obras, más que por la historia, o por los sentimientos que experimentan o que enfrentan a sus personajes. Las fábulas descansan con frecuencia en la manifestación de algunos caracteres muy marcados por un rasgo: la mujer coqueta que se ve obligada a elegir entre varios pretendientes; los hombres excesivamente toscos, celosos, o confiados, etc. La mayoría de los críticos repitieron los juicios que Larra formuló a propósito del estreno de algunas obras y llegó a ser tópica la idea de que las historias y el cuadro de personajes se repiten en la mayoría de sus comedias, y puede que así sea en las más conocidas, que son también las más típicas de ese estilo bretoniano y las que mayores triunfos obtuvieron en el escenario.

Con ocasión del estreno de la comedia original en tres actos y en verso titulada Un tercero en discordia, Larra comenta, en relación a obras anteriores, los aciertos y las repeticiones de Bretón:

«Una comedia nueva del aplaudido autor de A Madrid me vuelvo y de la Marcela no podía menos de llamar la pública expectación, y aún de prevenirla favorablemente.

En esta composición dramática, como en la Marcela, se ha propuesto el poeta no censurar un defecto ridículo determinado, no ridiculizar un vicio feo o una pasión denigrante, no un objeto moral circunscrito y de general aplicación. Un cuadro bien presentado, en que se reúnen a formar el conjunto varios caracteres sacados de la sociedad, hábilmente colocados en contraste, parece haber sido la idea del autor.

En la Marcela es una mujer amable, cuya peligrosa amabilidad da esperanzas a tres amantes igualmente indignos de su alto cariño. En Un tercero en discordia es una joven perseguida también por tres amadores; los caracteres nuevos que presenta esta composición dramáticas son los de los dos amantes mas importunos de Luciana. El uno es un joven en demasía desconfiado del cariño y de la fidelidad de su amada; en una palabra, un hombre celoso; el segundo es un necio por el contrario harto confiado en el amor de una mujer que no le ha dicho siquiera que le ama, pero de cuyo cariño cree poder estar seguro; en una palabra, un presuntuoso. Un tercero en discordia que ni es celoso, ni presuntuoso, sino un tipo de la perfección social, un amante que ama sin prisa, sin mal humor nunca, que jamás confía en que es amado, que nunca exige nada, impasible, eterno, imagen del no movimiento y de la no acción, es el justo medio presentado en ese carrusel amatorio [...] a los ojos de una muchacha bastante fría, como el autor nos la presenta, bien educada, y de suyo sosegada, no hay duda de que don Rodrigo debe de ser el amante preferido, el esposo.

[...] Acabaremos este rápido juicio con una observación. En nada brilla más el singular talento poético del señor Bretón, que en la sencillez de sus planes; en todas sus comedias se conoce que hace estudio y gala de forjar un plan sumamente sencillo; poca o ninguna acción, poco o ningún artificio [...] una comedia apoyada principalmente, en la pintura de algunos caracteres cómicos, en la viveza y chiste del diálogo...»



El esquema de la mujer pretendida por varios galanes, todos ellos con algún defecto destacado que le da carácter y lo define, menos uno sin defectos -y sin virtudes- que será el elegido, se repite efectivamente, y fueron generales las críticas que se le hicieron a este propósito; Bretón argumenta que si bien determinados personajes se repiten (lo que hoy denominaríamos el «cuadro actancial»), son diferentes en su presentación y están matizados de modo que la repetición se refiere sólo a su funcionalidad, no a sus caracteres, es decir, se repiten como actantes, no como personajes:

«Insisto en que he sido tan variado como el que más en mis escritos teatrales; y esto a pesar de ser tantos y del corto espacio que de unos a otros ha mediado, lo cual me ha impedido, al bosquejar el plan de cada comedia, revisar con nimia escrupulosidad las anteriores para esquivar toda reminiscencia de ellas. Así, he reproducido, por ejemplo, no sé cuántas veces el carácter de coqueta, no pocas el de farsante, o de amor, o de virtud, o de nobleza, o de patriotismo, y muchas más el de vieja ridícula; pero ni todas mis coquetas lo son de la misma manera y en iguales circunstancias, ni todos mis buscavidas están vaciados en el mismo modelo, ni tengo en mi estudio aparatos litográficos que estampen hasta lo infinito la primer señora cuyas extravagancias me chocaron».



Lo que sí nos parece manifiesto es que tanto la fábula de las comedias de Bretón como el cuadro de actantes, que efectivamente se repite en algunas, aunque matizados de modo diferente por su propio ser o por las circunstancias en que los coloca el autor, según él mismo reconoce, responden a unos fines muy distintos de los que tuvieron en el teatro clásico, que también repitió esquemas y tipos, y de los que tuvieron en la comedia moratiniana. La construcción de los caracteres en contrapunto, y por referencia al objetivo que se proponen, que es el amor de una mujer, da lugar a fábulas variadas en las que cada escena muestra a cada uno como es por contraste con los otros, hasta terminar en la escena final de la elección hecha por la dama. Este esquema actancial, que se realiza con variantes en muchas de las comedias, tiene una funcionalidad clara y muestra siempre el mismo conflicto: la mujer, con la cabeza fría, debe elegir marido entre los pretendientes que se le presentan. Éste es el tema que Bretón plantea en sus obras, y a él se debe la reiteración de los cuadros de actantes.

La reiteración de los personajes, en su dimensión funcional, es decir, como actantes, se dio siempre en el teatro, desde el clásico al actual, y siempre se habló de tipos repetidos, «protagonista», «antagonista», «la dama», «el caballero», «los criados», etc. Pero las relaciones en que Bretón sitúa a sus personajes, aún manteniendo el mismo conjunto, generan unos problemas sociales y familiares, que no tienen nada que ver con reivindicaciones acerca de modos de convivencia entre los sexos, como plantea el teatro clásico, ni con actitudes moralizantes y didactismo sobre virtudes y vicios como hace Moratín, y tampoco escenifican las dificultades de la conquista de la libertad de la mujer, que fue el tema general de la comedia clásica española, ni la educación conveniente para las niñas como en la comedia moratiniana, sino que se trata de un tema nuevo con variantes y matices: el ejercicio efectivo de la libertad de la mujer, en la elección de marido, desde una perspectiva social que considera a la mujer como persona adulta, libre y bien pensante. Quizá demasiado bien pensante, aunque escasamente «sintiente».

Y conviene destacar el notable cambio que realiza la comedia bretoniana respecto a la comedia de capa y espada de los dos siglos anteriores: mientras las damas de nuestro teatro clásico simulan, engañan, trajinan con prisas y sin pausas para evitar un matrimonio impuesto por el padre o por quien las tuviese a su cargo, las damas de Bretón, pretendidas por dos o tres galanes, los tratan con soltura de igual a igual, y son personas adultas que, sin asomo de sentimientos, eligen sopesando dineros y cualidades y conceden su mano al que razonablemente es mejor: su amor, si existe, tiene carácter cartesiano, como en el teatro de Racine. Da la impresión de que las mujeres de nuestro teatro clásico, que son adultas para enamorarse, generalmente de un galán que no es el candidato oficial, se presentaban como menores de edad y debían someterse a las decisiones de sus tutores, o bien inventar disculpas y mentir a diestro y siniestro con «engaños a los ojos» en una sociedad en la que «nada es como parece» (M. G. Profetti). Las mujeres moratinianas, educadas en la hipocresía y el engaño, tienen que ser dirigidas y aconsejadas por sus madres que saben lo que les conviene, por lo que ellas, si no mienten, tampoco hablan, sólo asienten sobre sus propios sentimientos. En la comedia bretoniana, las mujeres, por fin, han visto reconocido su derecho a organizar su vida y no aparecen ni el padre ni la madre que imponga o que aconseje; ahora su problema es aprender a decidir: son ellas las que tienen que elegir entre dos o tres pretendientes y eligen marido guiadas por la fría razón: será elegido el que no es celoso, el que no es pretencioso, el que tiene dinero, o al menos puede mantener una casa... Son mujeres muy razonables, las de Bretón. Y con esta situación de fondo, las fábulas tienen un desarrollo parecido: tiene que haber una mujer y varios hombres en un cuadro actancial en el que las acciones de unos contrastan con las de otros para que la dama pueda estar informada; el triunfo corresponderá al pretendiente que objetivamente sea el mejor, independientemente de los sentimientos, que no aparecen, y el cuadro de actantes no puede variar mucho de una obra a otra; los papeles funcionales son fijos en personajes que se matizan por las circunstancias, y que pueden tener madre, padre, hermanos, amigos..., con un papel circunstancial, que amplía el cuadro general de la obra.

Las damas, bellas y discretas, de la comedia de capa y espada, que luchan por su libertad de elección con engaños sin cuento, tienen que asumir, coquetas y frías, en el teatro de Manuel Bretón de los Herreros el ejercicio de su propia libertad y deben elegir con prudencia entre varios al pretendiente que pueda resultar un buen marido, y esta elección la harán no por definirse en sus gustos frente a las imposiciones paternas, y no por seguir los consejos de su madre, sino por la conveniencia de un matrimonio equilibrado en edad, seguro en recursos financieros y armonioso en las relaciones de la pareja.

En un teatro de este tipo se repiten los caracteres y los conflictos tienen muchos motivos en común en las diferentes obras, pero hay que pensar que durante casi doscientos años, las comedias de capa y espada repitieron también los mismos esquemas de caballero-criado y dama-criada, padre o tutor, y personajes secundarios o desdoblados, siempre respecto a los mismos temas con variantes anecdóticas de poco relieve: lo fundamental eran los engaños sin cuento de las mujeres que querían tener libertad de elección; en la comedia moratiniana no hay repeticiones porque son escasas las obras, y en las comedias de Bretón vuelven a repetirse las historias y los cuadros de personajes, porque en realidad son variantes sobre un solo tema.

Teniendo en cuenta la escasa originalidad de las historias, aunque supongan un cambio profundo de los temas de fondo del teatro clásico y de la comedia moratiniana, y la repetición de los cuadros de actantes exigida por la historia, vamos a comprobar que la originalidad de Bretón de los Herreros hay que buscarla, y es notable, en el discurso de sus comedias, y que su modo de utilizar el diálogo, las didascalias, las acotaciones y los apartes, es muy peculiar y muy efectiva para crear los «efectos teatrales» que busca su autor, y además están muy en consonancia con los espacios dramáticos, lúdicos y escénicos que utiliza.

Hartzenbuch ya había destacado refiriéndose a Bretón que «en el manejo de la lengua, en el uso del metro, y en la chispa del diálogo, no hay escritor moderno ni antiguo que se mantenga a su altura», y Narciso Alonso Cortés, que recoge esta cita en el prólogo que puso a la edición del teatro del Bretón en Clásicos Castellanos, remata: «cuantos elogios se hagan de Bretón serán escasos. Lejos de patentizar el artificio del diálogo dramático, sus personajes hablan como hablamos todos en nuestro trato cotidiano. La riqueza y la propiedad del léxico, que Bretón posee como poquísimos escritores, no le llevan nunca a los alardes del hablista afectado [...]. Hablando en verso, parece que los personajes de Bretón no podrían decir las cosas más que como las dicen».

Situado ya Don Manuel Bretón de los Herreros en la historia del teatro y valoradas las censuras que se le hicieron sobre sus reiteraciones, vamos a analizar el discurso de sus obras para destacar sus méritos textuales y espectaculares. Y vamos a comprobar que este análisis confirma una tesis semiótica que se repite con cierta frecuencia: la que considera que todos los elementos de la obra dramática están relacionados entre sí, de modo que a un discurso corresponde una determinada escenografía, y a unas formas de diálogo corresponden espacios dramáticos interiores, por ejemplo.




ArribaAbajoDiálogo, didascalias, acotaciones y apartes.


ArribaAbajoDiálogo primario

Vamos a diferenciar el que llamamos «diálogo primario», establecido entre el escenario y el público, antes de levantarse el telón y los diálogos textuales del próximo apartado. En la cita que hemos incluido más arriba, Larra alude a la «expectación» previa al estreno, y a la «prevención favorable» que suscitan las obras de Bretón: el público podía esperar que el autor de la Marcela y de otras obras de éxito, los deleitase con una nueva creación artística semejante.

Cuando se levanta el telón para el estreno de una nueva comedia de un autor conocido, el público, que generalmente no ha leído la obra, está dispuesto a contrastarla con las que ya conoce y esas expectativas creadas por el contexto literario anterior y por las críticas que ha suscitado son el punto de partida para establecer una especie de diálogo, una relación interactiva entre el escenario y el público que ha acudido al estreno; la interacción a veces se traduce en formas de asentimiento y a veces en formas de discrepancia, que puede llevar a límites extraños de violencia.

D. M. Kaplan, en un corto estudio, «La arquitectura teatral como derivación de la cavidad primaria» (VV.AA., La cavidad teatral, Barcelona, Anagrama, 1973) y apoyándose en tesis psicoanalíticas de R. A. Spitz (Life and Dialogue, 1963), habla de las relaciones de reciprocidad que se establecen entre los actores y el público, y llama diálogo primario (para diferenciarlo de toda forma de diálogo verbal del texto) a la interacción que se produce por la presencia de unos y otros en un espacio compartido, el ámbito escénico enfrentado, y que origina efectos de pánico en el actor (bien conocidos por sus declaraciones) y que Kaplan supone que existen también en el público: el hecho de estar esperando una representación suscita en el público una especie de agresividad. La pasividad de que suele acusarse al público es sólo aparente y limitada al movimiento, pero no tiene nada que ver con su participación emocional. Están equivocados los que creen que el público necesita estímulos físicos (que los actores traspasen las candilejas y se dirijan directamente a la sala, que griten, que el director maneje luces violentas para agredir al público y despertarlo, que el autor plantee los problemas siempre en situaciones límite...). La pasividad física no implica en absoluto la negación de la percepción y el juicio que el público va haciéndose a medida que se representa el espectáculo.

El actor desarrolla frente al público una agresividad, provocada por su propio pánico, que deriva de su inseguridad ante las reacciones que suscitará su actuación, y el público adopta una actitud de expectativa, no exenta también de agresividad, que constituyen el llamado «diálogo primario». Generalmente esa relación agresiva en principio se reconduce hacia una situación de seguridad en el actor y de interés, entusiasmo, placer, etc. en el público, o bien deriva a una bronca, cosa que no suele ocurrir en otro tipo de relaciones públicas, por ejemplo, en el restaurante, aunque no gusten los servicios. Las reacciones, tal como las describimos, son típicas del teatro, no de otros espectáculos, o de otras situaciones sociales de relación o de servicios. Pensamos que se debe a que el público del teatro actúa generalmente de forma unánime, se siente solidario frente al espectáculo, mientras que el público de un restaurante conserva su individualidad y es inusitado que respondan todos los comensales a la vez, aunque estén todos mal servidos o mal tratados.

Kaplan cree que esa relación dialógica primaria se establece entre dos seres animados: actores-público, pero podemos pensar que es parte de la convención teatral y creemos que es de naturaleza semiótica: se origina con cualquier forma de presentación del escenario y mediante signos escénicos de cualquier sistema verbal o no verbal. Cuando se levanta el telón, el público se enfrenta a objetos, luces, distancias, actores, etc., incluso al retraso en subir el telón o a la ausencia de telón, etc. y todo esto se constituye, por el hecho de estar en escena, en signo de algo que el público desconoce de momento, pero que reclama su actividad interpretativa. Es necesario empezar a dar sentido a todo, y la agresividad se suscita por el hecho de que muchos de los objetos que están en escena con exigencia de ser interpretados no son signos por su naturaleza, no tienen un significado codificado, estable, son acaso «formantes de signo» que adquieren sentido en el conjunto de la escena, sumándose a lo que indica la palabra o la acción que seguirá. La agresividad, según creo, tiene su origen en la falta inicial de un código común entre actores y espectadores: el escenario hace una oferta de sentido, mediante formantes que son signos no codificados, y el espectador se ve en la necesidad de interpretarlos sin disponer del código previo. Sin embargo, la actividad semiótica se inicia rápidamente y crea expectativas que serán confirmadas o rechazadas, con lo que el público está en una situación de inseguridad total, la misma inseguridad que experimenta el actor ante las reacciones imprevisibles del público.

Las relaciones sémicas así iniciadas oscilan de la agresividad a la complacencia a medida que se confirman expectativas y a medida que el público verifica que ha interpretado adecuadamente lo que se le ofrece y puede participar mental o emocionalmente de la obra. La catarsis dramática se inicia, según creo, en la disposición del ámbito escénico que enfrenta a un público con una oferta semiótica no definida aún en el escenario. Por eso quizá se va al teatro a ver obras que ya se conocen, pues el «reconocimiento» proporciona una mayor seguridad al espectador y hace más agradable el proceso de comunicación.

Toda representación, en cualquier forma de teatro clásico o moderno, se abre con ese diálogo primario, que no tiene los caracteres del diálogo verbal, sino que es realmente una relación interactiva no verbal, cara a cara, sin turnos, pues se refiere sólo al primer encuentro, y no da lugar a un discurso textualizado, por lo que no está encuadrado en una obra determinada, sino en el proceso general de comunicación teatral. No obstante su generalidad, en cada caso, dispone de un contexto que puede estar constituido por las convenciones teatrales de una cultura o de una época, o por el conocimiento que el público tiene sobre el teatro clásico, o sobre otra forma de teatro, sobre el autor y sus obras anteriores, sobre el tema que se anuncia en el título, etc., es decir, es un diálogo primario general en principio y matizado por el contexto inmediato en cada caso.

El público que asiste a los estrenos de Bretón de los Herreros está predispuesto por el conocimiento de sus obras anteriores: sabe que la representación tendrá un carácter preferentemente lúdico y apoyado en el uso de unas formas de diálogo muy originales, y a través de las críticas de obras anteriores irá advirtiendo también que la fábula se repite y por tanto no tiene tanto relieve como el discurso. El público de Bretón de los Herreros, como el público del teatro clásico español, conoce, o al menos tiene amplias expectativas sobre él, el tema y las posibles variantes anecdóticas de la obra que va a ver representada, se complace en el discurso y aplaude el ingenio inagotable con el que el autor se expresa. De esta relación derivarán las convenciones del llamado «teatro de palabras», que conservando el tono realista, la disposición de «obra bien hecha», el espacio escénico de una «sala decentemente amueblada», será el punto de partida del teatro de salón, por ejemplo el de Benavente, en el que el diálogo dramático pasará a ser conversación escénica. El público espera este juego y sabe lo que va a ocurrir en escena, conoce el contexto literario y social de este tipo de teatro y asiste complacido, sin agresividad, a los espectáculos. La agresividad vendrá de la crítica, que protesta ante la degeneración del teatro-espectáculo en teatro de palabras, y dará lugar a las reacciones que el teatro sufre en el siglo XX. Pero vamos a limitarnos a comprobar cómo se desarrollan incipientemente estos motivos en el diálogo de las obras de Bretón de los Herreros, capaces de crear expectación y buena acogida en el público, y cómo han creado un tipo de representación escénica original: el espacio de un salón burgués, que, sin duda, propicia la conversación, el intercambio lúdico de palabras.




ArribaAbajo Diálogos textuales

El discurso de la obra dramática está compuesto por un diálogo, en verso o en prosa, y por unas acotaciones generalmente en prosa. Siempre se ha considerado al dialogo como texto literario y a las acotaciones como texto no-literario, texto funcional. Según épocas y autores la relación entre estos dos textos varía: hay obras con pocas o ninguna acotación y hay otros, particularmente en el teatro moderno, que amplían mucho las acotaciones debido a que se da más importancia que en otras épocas a los signos escénicos no-verbales, que suelen estar detallados y descritos en las acotaciones.

Según R. Ingarden (1958), el diálogo es el «texto principal» de la obra dramática y, si consideramos el texto cuantitativamente, no le falta razón, ya que el diálogo suele tener una extensión mucho mayor que las acotaciones, a las que se considera texto no literario, funcional, o «texto secundario». Otros autores, principalmente «hombres de teatro», opinan que el diálogo es el elemento menos teatral de las obras dramáticas y, en casos extremos creen que sería conveniente eliminarlo, pues la representación debe ser autosuficiente y debe realizarse en escena sin apoyos de la palabra. Pero, de hecho, la mayoría de las obras de teatro suelen desarrollarse en el texto escrito mediante una sucesión de diálogos entre dos o más personajes, separadas por acotaciones y el tratamiento que estos dos textos tienen en la representación los diferencia netamente: el diálogo escrito se verbaliza como lenguaje en situación, es decir, en unas circunstancias concretas de espacio y tiempo, mientras que las acotaciones desaparecen como lenguaje verbal y son sustituidas por sus referentes: pueden limitarse a indicar entradas y salidas de personajes, o bien, si son más amplias, dan detalles sobre el espacio lúdico, sobre los personajes y su apariencia, sobre los modos de realizar escénicamente el diálogo señalando ritmos, tonos, timbre, intensidad, etc., aparte de las acotaciones iniciales de la obra y las iniciales de cada acto que suelen ir dirigidas al Director de escena y diseñan generalmente el espacio escenográfico. En todo caso las acotaciones tienen contenidos y formas muy variados, dependen del estilo de época y del autor, y no pasan en forma verbal a la representación: su presencia en el escenario se dirige principalmente a la vista, a no ser las que se refieren a signos paraverbales, que afectan a la realización del diálogo, y que suelen ser competencia directa de los actores, no del Director. Precisamente Larra censura en la representación de Un tercero en discordia que los signos paraverbales se traten en escena no como el contexto social acostumbra, sino según entienden el texto algunos actores:

«gritan demasiado algunos actores, sobre todo cuando creen que lo que dicen debe llamar la atención. En otra ocasión hemos dicho ya que el querer dar valor a las frases suele quitárselo; en realidad es suponer que el público es sordo o muy torpe; ambas cosas son muy desagradables.»



Veltruski en un artículo muy conocido, «El texto como componente de la obra dramática» (recogido en 1976 por Matejka y Titunic, en su versión inglesa), defiende la tesis de que el diálogo es un componente del texto dramático, que está en el texto escrito y se mantiene en su verbalidad en la representación, pero no tiene carácter autónomo y resulta insuficiente en muchas obras para construir la historia: ésta no quedaría completa y no resultaría inteligible sin el apoyo de las acotaciones, que vienen a llenar los «blancos» dejados por el diálogo, además de situarlo en unas circunstancias de espacio y tiempo en las que resulta contextualmente centrado y se hace completamente inteligible.

Sin embargo, muchos de los textos clásicos tienen pocas acotaciones, muy cortas y, con frecuencia, de carácter redundante, pues resultan innecesarias para comprender el texto recitado en una situación escénica, imaginaria en la lectura o realizada en la representación. Estas obras suelen tener en el mismo diálogo muchas indicaciones (didascalias), que hacen innecesarias las acotaciones exentas o «texto secundario». El diálogo con sus didascalias, las acotaciones, y el contexto lógico y experiencial de los espacios, permiten al lector y al director de escena figurar o realizar una escenografía y unos espacios lúdicos donde se mueven los personajes con propiedad, eficacia y verosimilitud.

El diálogo de las obras de Bretón de los Herreros está escrito en verso muy fluido y, según hemos dicho ya, muy «escénico», de mucho efecto espectacular: se corta, se segmenta, expresa sorpresa ante lo que sucede, sin necesidad de referencia verbal, etc., y las acotaciones suelen ser pocas, rápidas y redundantes, pues dicen lo que ya ha dicho el diálogo o las acciones que lógicamente se supone que realizan los personajes, es decir, reiteran lo que las didascalias ya han expresado. Por ejemplo, en la escena IX del acto IV de Muérete y verás, aparece Pablo, al que creían muerto, y el que era su heredero, Froilán, al ver que se le esfuma la herencia, reflexiona:



Es acción muy baladí
que perdonarse no puede
el resucitar adrede
para burlarse de mí
 

(Risa general.)

 

Señores, nada de risas,
que es sobrada impertinencia
despojarme de la herencia
y quedarse con las misas.



Está claro que la acotación sobre la risa es totalmente redundante, pues el diálogo que sigue alude a esas risas anunciadas. Las didascalias en las comedias de Bretón de los Herreros son, por lo general, suficientes, y sus enunciados, incluidos en el diálogo, diseñan una teatralidad que se refiere a las formas de realizar el diálogo con los signos paraverbales e indican al director de escena todo lo necesario para saber cómo el autor se está figurando en el momento de escribir los movimientos, situaciones, vestimenta, ruidos, distancias, etc. del escenario, es decir, cómo los signos no verbales dibujan la situación precisa para que el diálogo adquiera todo su sentido dramático. Por ejemplo, los movimientos, disposición, apariciones y desapariciones de los personajes, es decir, la acción completa que está implicada en esa misma escena IX del acto IV de Muérete y verás queda muy clara en el diálogo, aunque se reitera mediante una acotación, que vuelve a ser redundante e innecesaria:

PABLO.-
Y el Notario fugitivo
¿A dónde fue?
NOTARIO.-

 (Sacando la cabeza.) 

Me escondí...
PABLO.-
Ea, salga usted de ahí
a dar fe de que estoy vivo.


La acotación «sacando la cabeza» es innecesaria, si es que el notario no estaba a la vista, según se deduce del diálogo anterior y posterior.

Los diálogos dramáticos con sus didascalias son autónomos generalmente: construyen la fábula, dibujan los caracteres, indican los gestos y movimientos, implican distancias, y son un elemento más de la representación en un espacio escénico y un tiempo presente in fieri, que constituye además el «tiempo implicado», pues generalmente el tiempo de la acción coincide con el tiempo de la palabra.

No obstante, hay muchos discursos dramáticos que, con apariencia de diálogos, son en realidad narraciones que explican las causas de una situación presente, pero no la construyen: sus tiempos y sus espacios no son los escénicos, sino los de la fábula que cuentan, es decir, son diálogos narrativos más que diálogos dramáticos, pues cuentan historias de otro tiempo y de otro espacio por boca de algún personaje. Lo teatral es la situación «cara a cara» de los personajes, el tiempo que discurre en presente, el lenguaje directo e interactivo que puede suscitar problemas o resolverlos; en los diálogos narrativos a que nos referimos no hay propiamente diálogo dramático, porque no hay enfrentamiento entre personajes, ni alteración de distancias entre ellos, intercambio de ideas o de información que justifique el diálogo como un proceso semiótico único, con alternancia de locutores, cara a cara.

Veamos qué ocurre por ejemplo en una de las obras más celebradas de Bretón de los Herreros, El pelo de la dehesa: el conflicto está planteado en la elección que debe hacer Elisa entre don Frutos, un aragonés de Belchite, tosco pero de carácter noble y muy rico, y un militar recién ascendido a capitán, que está ahí como contrapunto, sin grandes virtudes ni grandes defectos, para cumplir la función de no dejar desairada a la dama cuando el aragonés decida que no está dispuesto a ajustarse a los cánones de la corte y a sus exigencias en materia de indumentaria y calzado.

Observamos que el diálogo de El pelo de la dehesa, casi nunca cumple las condiciones mínimas del diálogo dramático. Antes de la llegada de don Frutos, todos hablan de su inminente presencia, del compromiso que viene a cumplir y de su tosquedad, y más que dialogar entre sí, cada uno comenta lo que le parece de ese matrimonio que se ha preparado, y del novio que aún no conocen y suponen todos que es tosco. El autor utiliza una de las «estrategias» más frecuentes al comienzo de toda obra dramática, que consiste en informar de los antecedentes y explicar la situación a un personaje que no está al tanto; a la vez que se entera el tal personaje se entera el público de los datos necesarios para comprender lo que irá ocurriendo en la escena. Y, como es tradicional en la comedia española, la función de confidente la cumplirá el criado: Elisa informa a su doncella, Juana, de su proyecto de casarse con don Frutos. Es un matrimonio preparado por los padres, al que ella aporta nobleza y él riqueza. Todo perfecto. Pero Juana informa al público puesto que indudablemente Elisa ya lo sabe todo- que hay otro pretendiente, don Miguel, militar, segundón de buena familia, que bebe los vientos por Elisa. Muy razonablemente el militar ha esperado para pretender en firme a la dama, que lo ascendiesen a capitán para que, si se muere, le quede pensión a su viuda.

Con este prosaico panorama, y con el consabido cuadro de actantes: una dama y dos caballeros, y algún personajes secundario (la madre, la criada, el confidente de la familia), el diálogo no hace avanzar la acción, pues todo está dispuesto, sólo va informando al espectador de los antecedentes de la historia. Todo el primer acto, con sus once escenas, se limita a presentar la situación: la niña, la mamá, dos pretendientes, una criada-confidente y una especie de «niño de azotes», don Remigio, que hace las presentaciones, recibe a los que llegan, despide a los que marchan, es el alter ego de toda la familia y, en último término, es el que decide el desenlace de la obra, ante el temor de que don Miguel, tal como le ha dicho, le corte las orejas, si Elisa se casa con don Frutos.

Las ocho primeras escenas preparan la entrada de don Frutos, que se produce en la novena, donde están presentes los seis personajes de la comedia. Esta escena, es el núcleo temático de la primera parte, todo está enfocado hacia ella y realmente todo lo anterior sobraría en un teatro más económico, ya que en esta escena se realiza todo lo que venía anunciándose: que un lugareño tosco y rico llega del pueblo para casarse con la señorita. Como era de esperar, en esta escena el diálogo tiene un componente muy intenso de espectáculo y las acotaciones adquieren un gran relieve para denotar signos no-verbales que lo sitúen: la vestimenta de don Frutos es tan importante como sus palabras («se presenta como señorito de lugar en día de fiesta y con notable atraso en la moda, aunque con buena ropa»), sus movimientos hacia Juana, su acercamiento posterior hacia Elisa («A Juana, queriendo abrazarla» / «Fijando la vista en Elisa»), son acciones paralelas a las palabras que va diciendo, etc. Aquí el diálogo se compenetra con la acción señalada en las acotaciones y se hace escénico, como un elemento más de la teatralidad de la obra: se alude a las risas («Riéndose. También se ríe don Miguel», «A Juana, que se está riendo», «no puedo tener la risa»), también a los gestos («De mal gesto»), a los apartes y al tono de voz («en voz baja a don Remigio», «En voz baja», «A don Remigio»); se destaca así mismo el lugar que cada uno ocupa en escena y los movimientos, porque todo el rito de alejamientos, acercamientos y distancias, revela la zafiedad de don Frutos en una sociedad ritualizada en la que el espectador se reconocería y donde cualquiera que se salga de su papel acumula un sentido, que advierte el espectador: don Miguel en un aparte a la marquesa, trata de pazguato al novio, con lo que al público le cae mal. En resumen: diálogo escénico, didascalias, acotaciones y apartes, construyen el espectáculo escénico con las convenciones que el espectador conoce y espera. La situación es muy movida: abundan los apartes, las acotaciones sobre paralenguaje, movimientos y gestos, y paralelamente el diálogo se corta en exclamaciones, observaciones, frases sin acabar, apartes, risas, etc. que diseña icónica y referencialmente un cuadro de personajes en acción, como un baile de movimientos semantizados, que bien podía haber abierto la obra, sin las informaciones anteriores, porque muestra muy vivamente quién es quién en ese conjunto de personas.

El diálogo no se establece entre los personajes, todos hacen observaciones, dicen frases ante un estímulo dado, reflexionan, pero no dialogan entre ellos, no hay intercambio de opiniones, de ideas, de información. La escena IX y hasta la XI que cierra el primer acto, son muy teatrales, muy espectaculares, y están proyectadas desde la primera escena que abre la obra. Cuando termina el acto primero, todo el conflicto está ya planteado: los seis personajes de la obra se han definido en su funcionalidad y en sus relaciones, la acción está plenamente centrada, y lo que sigue será la salida a la situación: Elisa debe elegir entre don Miguel y don Frutos. El público esperaba este motivo y no queda defraudado, pues se le ofrece revestido de circunstancias nuevas y con personajes matizados e individualizados en sus caracteres para tales circunstancias.

El carácter lúdico de las escenas hace que nadie sea estable en sus decisiones, es decir, que no haya caracteres fuertes y fijados, a no ser don Miguel, que decididamente sabe lo que quiere y lo logra. Don Frutos, al ver los suplicios a que lo someterá su suegra, la marquesa, decide retirarse, y el público, al que el personaje se le ha presentado con simpatía, ve su rechazo por Elisa como una liberación, es decir, no es el típico pretendiente desairado, sino «liberado» de un compromiso que su padre, y no él, había contraído, y el problema estaba centrado en cómo actuará para no faltar a la palabra, que como aragonés debe mantener; Elisa se vuelve atrás en su compromiso (no es aragonesa), en vista de la tosquedad de su futuro, a pesar de que le gusta su nobleza baturra y su planta de buen mozo, pero se decide por don Miguel, a pesar de los apartes, que informan al espectador de su mala índole, en contraste con la nobleza espontánea y natural del pretendiente aragonés.

Con este argumento, estos personajes y los tratamientos que reciben del autor, que no oculta su simpatía por el aragonés y por Elisa (unos años más tarde rectificará el desenlace y los casará en Don Frutos en Belchite, cosa que el público veía con buenos ojos), el diálogo dramático discurre fluido, adecuado, eficiente, con sus didascalias y con relaciones de redundancia con las acotaciones.

Destacan en esta comedia los continuos apartes de los personajes. Apartes que en general no van dirigidos al público, sino a otro personaje, y que no oyen -convencionalmente no deben oír- los que comparten la escena en aquel momento.

La escenografía, que en la época se basaba fundamentalmente en los decorados «a la italiana» según los había descrito Serlio, es decir, telones pintados, bastidores y bambalinas, preludia ya la de la comedia realista: una sala «decentemente amueblada», pues aunque no dice nada en acotaciones iniciales de la obra, en el momento central del acto primero, la marquesa dice a Miguel que van a sentarse en el sofá, y él toma una silla, y cuando llega don Frutos, Elisa y su madre se sientan en el sofá, ocasionando que él se confunda con la criada, pues no entiende que su novia permanezca sentada y no salga a recibirlo más efusivamente. La escenografía de Un tercero en discordia la describe Larra con juicios totalmente negativos, pero destacamos que también transcurre en una sala, aunque ésta no ha sido «decentemente amueblada»:

«Con respecto a la representación, empezaremos por decir que la decoración no decoraba, sino que afeaba la escena. Debía ser una sala, y era una chufería de lujo.»

Se advierte que los ritos sociales y las maneras de los novios no coinciden en absoluto: el efecto cómico se origina en el desclasamiento de don Frutos y sus torpezas dan lugar a comentarios de los personajes madrileños que subrayan con apartes los momentos más ridículos y dirigen las risas del público. La funcionalidad de los apartes en esta comedia está clara y, desde luego, se explotan al máximo. El público podría entender esta escena, aunque no tuviese diálogo, por los gestos, las risas, los movimientos y actitudes de los personajes en el escenario.

Es interesante comprobar que el diálogo que utiliza Bretón de los Herreros no es una forma estándar en todas sus comedias, sino que es un diálogo flexible en perfecta consonancia con el tema de la obra y los motivos que desarrolla cada escena. Si en El pelo de la dehesa hay diálogos casi icónicos, son frecuentes didascalias y con apartes que apuntan a situaciones de desclasamiento y de comicidad poniendo en contrapunto dos formas de relación social, en Muérete y verás, obra de grandes efectos escénicos que recuerdan los excesos del Tenorio con el mundo de ultratumba, consigue Bretón un efecto cómico muy acusado mediante lo que pudiéramos llamar diálogo de sordos entre Elías y Froilán. Estos personajes mantienen una visión del mundo muy diferente, no pueden entenderse en absoluto y sus palabras constituyen diálogos imposibles, de modo que bajo la apariencia de un discurso dialogado, lo que encontramos son dos monólogos segmentados y alternantes: el primero, prestamista, está preocupado porque no podrá cobrar un préstamo que no firmó el «muerto», el segundo, una especie de meapilas, cree que es heredero del muerto y hace aspavientos dudando entre la alegría de ir a un baile y estar pesaroso de la muerte de su benefactor, pero lo que tiene muy claro es que no quiere hacerse cargo de las deudas del difunto; el diálogo alterna las intervenciones de uno y otro, sin que haya la menor interacción, pues resulta ser una exposición de motivos de cada uno, que se continúa por parte de Froilán para no darse por enterado de la deuda que reclama Elías:

FROILÁN.-
¡Ah! ¡Cuánto dolor me cuesta!
Y ahora volver a esa fiesta...
He aquí mi mayor tormento.
Mas debo forzosamente
acompañar a mi hermana.
ELÍAS.-
La herencia es más que mediana,
y usted que ya era pudiente...
FROILÁN.-
¡Yo baile, oh Dios, yo concierto,
cuando mi pena es tan grave...!
ELÍAS.-
Yo tenía, usted lo sabe,
relaciones con el muerto...
FROILÁN.-
No toque usted ese punto,
que mi aflicción...
ELÍAS.-
Sin embargo...
Usted debe hacerse cargo
de las deudas del difunto.
FROILÁN.-
¡Ya no hay placer para mí
en el mundo!
ELÍAS.-
Él me debía
unos cuartos...
FROILÁN.-
Noche y día
rezaré por su alma, sí.


El diálogo es sólo aparente, y cada uno sigue con su tema, hasta el punto de que Pablo, el «difunto», que lo está oyendo desde un «lugar de acecho», se deja oír para el público en un aparte metatextual: «(El diálogo me divierte)».




ArribaAbajo Diálogos informativos de espacios contiguos

Señalamos, por último, otra modalidad de diálogo que utiliza Bretón y que es antecedente de algunos discursos que resultarán después típicos de la comedia de salón. Ya hemos advertido que la escenografía de El pelo de la dehesa preludiaba este tipo de comedia, el tratamiento que hace del espacio escénico igualmente anuncia formas de ese llamado «teatro de palabras». Como tantas veces hará después Benavente, los personajes están en escena entretenidos en conversaciones anecdóticas, circunstanciales, y la acción dramática está ocurriendo fuera; un personaje coordinador mira por la ventana o por la puerta del salón y da testimonio de lo que está viendo a fin de informar a los demás personajes y al público de lo que acontece en espacios exteriores. Es decir, no se trata de un personaje coordinador que haya estado en una escena y al pasar a otra informe de lo que ha ocurrido en la primera, ni tampoco de un personaje coordinador que «narre» algo del pasado, como hacen los de Ibsen mediante «estrategias» que permiten informar al público a la vez que se informa a un personaje que llega a la casa después de varios años de ausencia y pregunta cómo está la situación y qué historias se han vivido, así en Casa de muñecas, la Sra. Linde, la amiga de Nora, a la que ésta hace nueve años que no ve y necesita contarle su historia. Esta «estrategia dramática», según hemos visto ya, lo utiliza Bretón en las primeras escenas de El pelo de la dehesa.

El nuevo recurso dialogal al que ahora nos referimos, y que encontraremos con frecuencia en las obras de Benavente, consiste en situar a un personaje en la escena que va contando en presente lo que está viendo, a través de una ventana o de una puerta, en el exterior o en otro salón. Encontramos un ejemplo muy claro en la escena III del acto IV de Muérete y verás:

ELÍAS.-
¿Dejarán la mesa pronto?
ISABEL.-
No sé.
ELÍAS.-
Desde aquí descubro...

 (Mirando por la puerta de la izquierda.) 

Los postres sirven.
No acaban ni en veinticinco minutos.
[...]


Hasta que al final de la escena V, después de un diálogo relevante entre Pablo e Isabel, cuando el lector casi ha olvidado que Elías está espiando a los del banquete, éste advierte:

ELÍAS.-
¡Que ya están en pie!


Manuel Bretón de los Herreros utiliza en sintonía perfecta los recursos del diálogo dramático: el discurso dialogado, las didascalias, los apartes, las acotaciones y, sobre todo, conoce intuitivamente las posibilidades de las diferentes formas de diálogo: el narrativo, el dramático, el informativo, el icónico, el diálogo de sordos, el diálogo imposible... y el análisis de sus obras muestra que los utiliza en un paralelismo eficaz con los contenidos referenciales que les da y con las situaciones que crean, lo cual no es poco mérito, y compensa ampliamente la reiteración de la fábula y de la repetición de los cuadros de actantes, que tanto le recordaron los críticos de su tiempo.








ArribaBibliografía

  • Alonso Cortés, N. (1943), Bretón de los Herreros. Teatro. Prólogo y notas de N. Alonso Cortes. Madrid. Espasa-Calpe. Clásicos Castellanos.
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  • Montero Padilla, J. (1974), Edición de El pelo de la dehesa, de Manuel Bretón de los Herreros. Madrid. Cátedra.
  • Veltruski, I. (1976), «Dramatic text as a component of theater», en Matejka, L. y Titunic, I. R. (eds.) (1976), Semiotics of art: Prague school contributions. Cambridge, MIT Press. Trad. esp. «El texto dramático como uno de los uno de los componentes del teatro» en C. Bobes, (ed.) Teoría del teatro. Madrid. Arco Libros, 1997, (31-56).


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