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Libro décimo

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Año 1521

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- I -

Coronación del Emperador: primera corona en Aquisgrán a 23 de otubre, día de San Severino. -Manda el Emperador que a 21 de otubre se junten los príncipes del Imperio en Aquisgrán.

     Salgo como el que navega mareado, combatido de las olas y tormenta de las disensiones y más que civiles guerras que hubo entre las gentes de mi nación, al puerto felicísimo y bonanza de los sucesos dichosos y corona imperial en Aquisgrán del glorioso Carlos V, cuando los gobernadores de Castilla aparejaban las armas contra el ejército francés, que entró en Navarra.

     Después de haber el Emperador enviado a Lope Hurtado de Mendoza a Castilla, con las provisiones de los virreyes y gobernadores suyos, para el condestable y almirante, con el cardenal, que ya lo era, como está dicho, él se dio la mayor priesa que pudo para efetuar su coronación, y lo demás que convenía hacer en aquellas partes, por desocuparse de cosas, y dar más brevemente la vuelta, como la había prometido en España. Y teniéndole con harto cuidado los sucesos de estos reinos, envió otro caballero llamado don Álvaro de Ayala, con cartas para los gobernadores y los de su Consejo, y para los grandes y señores de Castilla, diciéndoles el cuidado con que estaba de concluir presto sus negocios en aquellas partes, y acudir a éstas, lo cual sería con la brevedad posible; encargándoles asimismo con grandes encarecimientos y graciosas palabras el bien destos reinos.

     Hecha, pues, esta diligencia, queriéndose partir para Aquisgrán (que es una gran villa de Alemaña la baja en la comarca Coloniense), donde había de recibir su primera corona, los príncipes electores, y otros que allí habían de acudir, le suplicaban (habiéndoles dado aviso que para 8 de otubre acudiesen allí) prorrogase el tiempo, o que la coronación fuese en otro lugar, porque en Aquisgrán había gran peste. Los de Aquisgrán, por no perder su preeminencia, replicaban que la peste era pasada, que el lugar estaba sano, y que tenían ya hechos los gastos. El Emperador dijo asimismo que no había de quebrantar las leyes del Emperador Carlos IV. Y así se mandó que para 21 de otubre se hallasen todos en Aquisgrán.

     Partió el Emperador acompañado de los cardenales Jorge de Austria, obispo de Lieja, y de Guillelmo de Croy, sobrino del señor de Xevres, y arzobispo de Toledo, y de muchos señores y caballeros y principales, borgoñones y flamencos, con el duque de Alba y españoles que con él habían ido, y con la gente de armas ordinaria de su guarda de Flandes, y otra buena copia de los de las fronteras, todos ricamente adornados de galas y de armas, y tres mil infantes alemanes muy en orden.

     Quedó el infante don Hernando su hermano, archiduque de Austria, en Lovayna, de donde tomó el camino después para los estados de Austria, que estaban de mala manera, como dije; y para celebrar sus bodas con Ana, hermana del rey de Hungría, como se hizo en el mes de abril del año siguiente.

     Y a 21 de otubre llegó el Emperador a dormir en un castillo dos leguas de Aquisgrán, porque la coronación se había de hacer a los 23 de otubre, día de San Severino, año de 1520.

     Estaban ya en Aquisgrán el arzobispo de Maguncia, el de Colonia, el de Tréveris; y por el rey de Bohemia vinieron legados, y por el duque de Sajonia, que por estar enfermo se quedó en Colonia, y por el marqués de Brandeburg, que no pudo venir.

     Vinieron asimismo el conde Palatino y los demás príncipes.

     Y porque la coronación había de ser el día que digo, otro día que llegó al castillo hizo su entrada, que fue una de las solenes del mundo, así por las libreas y aparato de los que iban con él de armas, vestidos y caballos, como de los que a recibirle salieron. El recibimiento fue tan solene, y la coronación tan célebre y digna de memoria, que me obliga a contar por menudo todo lo que en ella hubo, porque hasta agora sólo sabernos de la que se hizo en Bolonia cuando recibió de mano del pontífice la corona imperial.



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- II -

Con qué orden entró en Aquisgrán.

     Entró en Aquisgrán el Emperador yendo delante los tres mil alemanes infantes, de siete en siete por hilera, vestidos de colores con el traje que ellos usan; y a éstos seguían los gobernadores y gente de la villa, y luego un duque alemán entre ciento y cincuenta de a caballo del Imperio, vestidos de negro y un guión negro con la divisa del Emperador. Tras éstos iban cuatrocientas lanzas del conde Palatino; y luego la guarda del arzobispo de Maguncia, que eran docientos ballesteros de a caballo vestidos de colorado. En pos de ellos la del arzobispo de Tréveris, de ciento y cincuenta de a caballo. Y tras éstos la del arzobispo de Colonia, de docientos y cincuenta. Y después de estas guardas entraron dos mil y docientos hombres de armas que el Emperador traía en tres escuadrones; y luego venía el mayordomo mayor, Mr. de Xevres, con otro muy hermoso escuadrón de gentiles hombres y los otros criados de la casa del Emperador, rica y costosamente aderezados, armados los cuerpos, salvo las cabezas, como iba la otra gente de armas. Y al escuadrón de la casa del rey seguían todos los grandes señores y caballeros españoles, alemanes y flamencos, y borgoñones, que era un gran número, todos vestidos de brocados de telas de oro y plata, y grandes recamados y bordados, y otros géneros de galas, así en sus personas y caballos como en las libreas y vestidos de sus criados.

     Entre los cuales iban muchos menestriles altos, trompetas y atabales de los del Emperador y de los príncipes electores.

     Tras esta caballería venía la del Emperador, que era un gran número de caballos maravillosos, y ricamente aderezados, a la brida y a la jineta, y en cada uno de ellos un paje, y algunos de los pajes tocados a la morisca, y todos con librea de oro y plata y raso carmesí.

     A los cuales seguían seis reyes de armas en la forma ordinaria, derramando monedas de oro y plata por el campo y por la villa. Y junto a estos reyes de armas llegaba la gente de guarda de a pie del Emperador con su librea; en medio de los cuales venía él, armado de hombre de armas en un gran caballo, y el sayo de armas y cubiertas del caballo de muy rico brocado blanco recamado de perlas.

     En el campo, antes de entrar en el lugar donde los príncipes electores y caballería que salió al recibimiento, toparon con el Emperador; en descubriéndose se apearon todos, y llegando a él le hicieron una gran reverencia. Y el arzobispo de Maguncia, con una breve y elegante oración, le dio el parabién de su llegada y dijo el gusto grandísimo de todos por ver un príncipe que tanto habían deseado. El Emperador respondió humanísimamente dándoles muchas gracias.

     Luego tomaron sus caballos y caminaron para la ciudad en la forma que he dicho, y yendo a los lados del Emperador el arzobispo de Maguncia, y el de Colonia. Detrás de ellos los legados o embajadores del rey de Bohemia, y los cardenales, y arzobispo de Toledo y el de Lieja, con otros muchos perlados, todos en los lugares conforme al orden que de tiempos muy antiguos tienen. Después de todos venían los archeros de la guardia del Emperador, de la librea y colores de los pajes. Había entre todos más de quince mil caballos.

     Salió a recibir al Emperador con los demás caballeros el doctor Caravajal, del Consejo de cámara del Rey Católico y suyo, y salió armado en blanco, y encima del ama una aljuba de carmesí, no se halló otro del Consejo.

     Llegando a la puerta de la villa, salió la clerecía y cruces en procesión; y traían en unas andas muy ricamente aderezadas, el casco de la cabeza de Carlo-Magno, que allí se tiene en gran veneración.

     Y el Emperador se apeó y, adorando las cruces, dio para la cabeza del emperador Carlo-Magno; y tomando otro caballo, porque el que traía es de derecho de las guardas de la puerta, y recibida la procesión dentro de la guarda de a pie, el Emperador, en la orden ya dicha, entró por la villa, cuyas calles estaban ricamente aderezadas, y se fue a apear a la iglesia mayor de Nuestra Señora.

     Tendióse en el suelo en forma de cruz, y estuvo así hasta que se acabó de cantar el Te Deum laudamus. Y luego fue con los electores a la sacristía, donde hizo el juramento.

     Hecho esto se vino a su palacio, y todos los perlados a sus posadas.



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- III -

Ceremonias de la coronación. -Corónanse en un año dos emperadores: uno, católico; otro, infiel.

     Contaré por menudo las ceremonias de la coronación, para que todos entiendan que si es grande la gloria del Imperio romano, no son menores las obligaciones que el Emperador tiene, antes, sin comparación, mayores. Porque se obliga y promete de impugnar y expugnar a las gentes de otra seta; destruir a los herejes que son contra la Iglesia; recuperar las tierras del Imperio; ser padre de los huérfanos y viudas que viven con pobreza; mantener igualmente a todos en justicia; morir por la fe católica; estar sujeto a la Iglesia romana; finalmente se obliga de defender y amparar a todos los católicos.

     Viniendo, pues, al caso, martes (que fue otro día de su entrada), en Aquisgrán a 23 de otubre del año 1520, a las seis de la mañana, los príncipes electores y todos los demás vinieron a palacio a acompañar al Emperador en la forma y manera que el día antes. El Emperador salió vestido de ropa larga de brocado, y un collar muy rico al cuello. Y de la misma manera vinieron todos gallarda y riquísimamente vestidos.

     Llevóle la falda Frederico, conde Palatino, y saliéronle a recibir en procesión los perlados. Tornáronlo en medio los dos arzobispos, el de Maguncia y el de Tréveris, vestidos de pontifical.

     Llegando así al altar mayor, el Emperador se tendió a la larga en las gradas debajo de una rica y gran corona de oro, que como una lámpara está pendiente. Y luego el arzobispo de Colonia (en cuya diócesi es Aquisgrán), después que cantaron la antífona Ecce ego mitto angelum meum, qui praecedat te. Que es: «Mira, yo te envío mi ángel que vaya delante de ti», que es lo que dijo Dios a su pueblo; dijo el verso Saluum fac regem nostrum Domine. Que es: «Salvad, Señor, a nuestro rey». Dijo la oración Omnipotens sempiterne Deus qui genus humanum, etc. Dicha esta oración, los dos arzobispos de Maguncia y Tréveris levantaron al Emperador y le pusieron junto al altar de Santa María, donde estaba puesto un muy rico sitial, y el Emperador hizo oración de rodillas. Comenzóse luego la misa, que dijo el arzobispo de Colonia (cuyo es el consagrar al Emperador); los ministros fueron el de Maguncia y el de Tréveris. Ecce advenit dominator Dominus et in manu ejus honor et imperium, etc. «Mirad cómo viene el Señor que manda, en cuya mano está la honra y el imperio».

     Dicha la epístola, los dos arzobispos quitaron al Emperador la ropa larga, que era a manera de casulla, y luego se tendió a la larga en cruz en las gradas del altar mayor y cantaron sobre él la letanía, y cuando llegaron al paso que dice: Ut obsequium servitutis nostra tibi racionabile facias. Te rogamus audi nos. Que es: «Suplicámoste, Señor, que te sea acepto el servicio de nuestra servidumbre». Levantóse en pie el arzobispo que decía la misa, y teniendo el báculo en la mano izquierda, dijo en alta voz: Ut hunc electum famulum tuum Carolum regere, benedicere, sublimare et consecrare digneris. Te rogamus audi nos. «Rogámoste que oyas lo que pedimos, que a este tu escogido siervo Carlos le rijas, bendigas, enlaces y consagres». Ut eum ad regni et imperii fastigium faeliciter perducere digneris. Te rogamus audi nos. «Que le lleves y guíes hasta ponerlo en la cumbre del reino y grandeza de imperio felicísimamente. Te rogamos, óyenos».

     Hecha esta ceremonia, el Emperador se levantó y el arzobispo le preguntó las cosas siguientes en voz alta, estando todos muy atentos:

     Vis sanctam fidem catholicis viris traditam tenere et operibus servare? «¿Quieres tener y guardar con obras la santa fe católica que se dio a los varones católicos?»

     Respondió el Emperador: Volo. «Quiero.»

     Vis ecclesiae, ecclesiarumque ministris fidelis esse tutor, et defensor? «¿Quieres ser fiel defensor y amparador de los ministros de la Iglesia?»

     Respondió: Volo. «Quiero.»

     Vis regnum a Deo concessum secundum justitiam, predecessorum tuorum regere, et efficaciter defendere? «¿Quieres defender el reino que Dios te ha dado, y regirlo según la justicia de tus predecesores?»

     Respondió: Volo. «Quiero».

     Vis jura regni imperiique, ac bona ejus dispersa injuste, conservare, et recuperare acfideliter in usus regni, et imperii dispensare? «¿Quieres conservar los derechos del reino y Imperio, y recuperar los bienes que les fueren usurpados, y disponer fielmente de ellos, en favor y augmento del reino?»

     Respondió: Volo. «Quiero».

     Vis pauperum, et divitum, viduarum et orphanorum aequus esse iudes, et pius defensor? «¿Quieres ser justo defensor y amparador de los pobres y de los ricos, y de las viudas y huérfanos?»

     Respondió: Volo. «Quiero.»

     Vis sanctissimo Iesucristo, Patri Domino Romano Pontifici, et Sanctae Romanae Ecclesiae subjectionem debitam, et fidem reverenter exhibere? «¿Quieres ser sujeto y obediente a Jesucristo, al Romano Pontífice y Iglesia Romana, y guardarle con toda reverencia la fe que se le debe?»

     Respondió: Volo. «Quiero».

     Acabadas las preguntas, los dos arzobispos de Colonia y Tréveris lleváronlo al altar. El cual puso un dedo de mano derecha y otro de la izquierda sobre el altar, y dijo estas palabras en latín: Hic volo, ut in quantum divino fultus adjutorio, et precibus fidelium christianorum adjutus valuero, omnia promissa fideliter adimplebo sic me Deus adjuvet, et Sancti ejus. Que es: «Aquí quiero y prometo de guardar y cumplir todo cuanto he prometido, ayudándome Dios y las oraciones de los fieles cristianos y santos de Dios».

     Esto hecho volvióse el Emperador a su silla. Y el arzobispo de Colonia, que le consagraba, dijo en alta voz en latín vuelto al pueblo: Vultis tali principi, ac rectori vos subiicere, ipsiusque regnum firmiter fide stabilire, ac jus sionibus illius obtemperare, iuxta apostoli praeceptum, scilicet omnis anima potestatibus sublimioribus subjecta est? «¿Queréis os sujetar a tal príncipe y gobernador, y fortificar fielmente su reino, guardar sus mandamientos según lo que dice el Apóstol y es precepto suyo, que toda criatura está sujeta a las potestades superiores?»

     Luego todos, a grandes voces, respondieron: Fiat, fiat, fiat. «Sea, sea, sea». Y porque el vulgo no entendía latín, dijo el arzobispo en alemán: «¿Queréis al rey don Carlos, que está presente, por Emperador y rey de romanos, y hacer lo que él os mandare?» Todos respondieron: «Sí, sí, sí».

     Después de esto el arzobispo de Colonia dijo en voz cantando: Domine Iesu Christe qui regum omnia moderaris, benedic tua salubri beneditione hunc regem nostrum Carolum. Que es: «Señor Jesucristo, que todas las acciones y cosas de los reyes riges y gobiernas, echa tu saludable bendición sobre este nuestro rey Carlos».

     Acabada esta oración y bendición, hincóse el Emperador de rodillas, y los dos arzobispos, el de Colonia y Tréveris, descubriéronle las espaldas (para lo cual iban ya las ropas partidas), y con óleo de catecúmenos le ungieron. Y luego las junturas de los brazos junto a los hombros, y luego los pechos, y luego las manos, y en lo último de la cabeza. Y en cada parte que le untaba decía el arzobispo: Ungo te regem oleo sanctificato, in nomine Patris et Filii, et Spiritus Sancti. «Úntote en rey con el olio santificado, en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo».

     Todo el tiempo que duró esta unción, cantaban en el coro: Unxerunt Salomonem Sadoch sacerdos et Natham in regem. «Ungieron por rey a Salomón el sacerdote Sadoch y Natham». Y a cada vez que acababan aquella antífona, decían todos: Vivat, vivat ex in aeternum. «Viva, viva el rey para siempre», que es lo que se dijo a Salomón cuando le coronaron por rey de Jerusalén.

     Cuando llegaron a ungir las manos del Emperador, dijéronle más palabras que en la bendición de los otros miembros, y fueron éstas: Ungantur manus istae oleo sanctificato, cum quo uncti fuerunt reges, et prophetae. Et sicut unxit Samuel David regem, ita sis bonus, et constitutus rex in regno isto super populum istum, quem dominus dedit tibi ad regendum, et gubernandum, ipse praestare dignetur, qui vivit et regnat in saecula saeculorum, amen. «Sean ungidas estas manos con el olio santo, con el cual fueron ungidos los reyes y profetas. Y como Samuel ungió al rey David, así seas buen rey constituido en este reino sobre el pueblo que te dio el Señor para gobernar, teniendo él por bien de conceder esto; que vive y reina en los siglos de los siglos, amén». En descubriendo cada parte de las que se habían de consagrar, antes que la ungiese decía el arzobispo: Pax tecum. «La paz sea contigo». Respondían todos: Et cum espiritu tuo. «Y con tu espíritu».

     Acabadas las unciones, los dos arzobispos llevaron al Emperador a la sacristía, y allí le limpiaron con algodones, y vistiéronle de blanco como a diácono, atravesada una estola desde el hombro izquierdo, hasta debajo del brazo derecho, y volvió a salir al altar y postróse en las gradas como lo hizo primero. Estas vestiduras fueron del Emperador Carlo-Magno y tiénenlas en la ciudad de Norimberga con mucha estima, que no sirven sino para este acto. Dichas ciertas breves oraciones, levantése el Emperador, y juntamente los tres arzobispos le dieron una espada desnuda, la cual fue del Emperador Carlo-Magno, diciendo estas palabras: Accipe gladium per manus episcoporum licet indignas, vita tamen, et auctoritate apostolorum sanctorum consecratos. «Recibe la espada por las manos de los obispos, aunque indignas, pero consagrados en la vida y autoridad de los santos apóstoles».

     Luego el arzobispo de Colonia le dio un anillo y le vistió una ropa, diciendo: Accipe dignitatis annulum per hunc catholicae fidei agnosce signaculum. «Recibe el anillo de dignidad y conoce por él el blasón o sello de la fe católica».

     Después de esto pusiéronle un ceptro real en la mano, y un mundo en la otra, diciendo: Accipe virgam virtutis atque aequitatis qua intelligas diligere pios et terrere reprobos. «Recibe esta vara de virtud y equidad con la cual sepas amar a los buenos y espantar a los malos».

     Dichas estas palabras, los otros arzobispos le pusieron la corona de oro del emperador Carlo-Magno sobre la cabeza, diciendo: Accipe coronam regiam ac regni licet ab indignis episcoporum manibus capiti tuo imponatur sanctitatis opus ac fortitudinis. «Recibe la corona real y del reino y sea puesta en tu cabeza por las manos, aunque indignas, de los apóstoles, obra de santidad y fortaleza».

     Luego, después de esto, lleváronle al altar, y puestas las manos sobré él, dijo: «Yo prometo delante de Dios y de sus ángeles que de aquí adelante conservaré la santa Iglesia de Dios en justicia y paz».

     Hecha esta promesa, lleváronle a una silla de piedra muy rica, de los reyes pasados, y sentáronle allí, diciendo estas palabras: Ita retine modo locum regni quem, non jure haereditario, nec paterna successione sed principum et electorum in regno Alemaniae tibique per eorum vota delegatio maxime per autoritatem, Dei omnipotentis. «Ten, pues, agora el lugar del reino, el cual se te da, no por juro de heredad ni paterna sucesión, sino por elección de los príncipes electores del reino de Alemaña, por cuyos votos principalmente se te encomienda por la autoridad de Dios omnipotente».

     En el tiempo que se hizo esta ceremonia estaban los del coro cantando esta antífona: Desiderium animae eius tribuisti ei et voluntate labiorum ejus non fraudasti eum. «Cumpliste, señor, los deseos de su alma y no le defraudaste en nada de lo que te pidió».

     Estuvo el Emperador sentado en aquella silla con la espada ceñida grande espacio de tiempo, y llegaron allí muchos gentiles hombres y se armaron caballeros. Y el Emperador dábales tres golpes en los hombros con la espada de Carlo-Magno, y desta manera quedaba caballero el que recibía los golpes.

     Tornando el Emperador al altar mayor prosiguieron la misa en que dijeron luego el Evangelio: Cum natus esset Iesus, etc.; y el ofertorio: Reges Tharsis, etc.. El Emperador fue a ofrecer, y los electores también. Y prosiguiendo la misa, al tiempo que dijo el arzobispo: Pax Domini; volviéndose hacia el Emperador dijo esta bendición: Benedicat tibi Dominus et custodiat te, et sic ut voluit super populum suum esses rex, ita in praesenti saeculo faelicem, et faelicitatis tribual esse consortem. Per Christum Dominum nostrum. Amen.

     Acabada la misa, el nuevo rey de romanos y electo Emperador volvió a su palacio con el mismo triunfo y majestad que había venido a la iglesia. Y como luego se sentase a comer, le sirvieron con la grandeza que se puede pensar, y los tres arzobispos que fueron en la coronación bendijeron la mesa.

     Comió solo el Emperador en ella. El maridial del Imperio sirvió de caballerizo, dando allí públicamente de come, al caballo en que el Emperador había andado. El conde Palatín sirvió de maestresala y trajo una pieza de un buey a la mesa que lo habían asado entero en la plaza y relleno de muchas aves, las cabezas de las cuales asomaban por las costillas. El conde de Limburg sirvió de copa que fue de una fuente que manaba por tres caños vino blanco y tinto, y trajo un tazón de ella.

     En la mesma sala donde comía el Emperador comieron los siete príncipes electores, cada cual por sí en mesa distinta, como fue costumbre, y asentábase, en haciendo el servicio que le cabía, a la mesa imperial.

     Acabada la comida salió el Emperador a la plaza, y en acto público dio al arzobispo de Maguncia el sello del Sacro Imperio. Otro día, que fue tercero después de la coronación, estando el Emperador y toda la grandeza de su corte en misa y los electores del Imperio, el arzobispo de Maguncia, puesto en el púlpito, declaró a todos cómo el Sumo Pontífice había aprobado la elección hecha en Carlos V y haberle dado título della.

     Armó el Emperador este día mil caballeros, obligando a que cada uno mostrase su nobleza y armas de sus pasados, so pena de perder la caballería.

     Y es mucho de notar que la coronación del Emperador en Aquisgrán fue en el mesmo día que se coronó en Constantinopla Solimán, el Gran Turco, por muerte de su padre Selin, que parece misterio favorable del cielo que el día que daban a un bárbaro poderoso, cruel y tirano, la espada contra el pueblo de Dios, en el mesmo se diese la imperial, legítima, católica y verdadera al mejor Emperador. y caudillo que ha tenido la Iglesia; por cuya virtud y brazo poderoso guardó Dios su Esposa, como aquí se verá. Y asimismo es de notar que Carlos V fue el onceno Emperador contando desde el Emperador Alberto, en cuyo tiempo comenzó la casa de los otomanos, y así fue Suleimen o Solimán el onceno de los príncipes de su sangre.

     Acabada la fiesta de la manera que tengo dicha, el Emperador partió de Aquisgrán para la ciudad de Colonia, y con él algunos de los principales. Los demás se fueron a sus tierras. A 14 de otubre entró en Mastric, donde le recibieron cuatro mil soldados bien armados y de ricas libreas, regocijando la ciudad el recibimiento de su príncipe; y lo mismo hicieron en Lieja. Y siendo ya el mes de noviembre, fin del año de 1520, mandó llamar para la Dieta o Cortes que quería tener en la ciudad de Wormes de Alemaña, que estuviesen allí todos para 6 de enero del año siguiente de 1521, y él partió luego para allá con propósito de en siendo acabadas dar la vuelta para España, si acaso no le detuviesen los despachos y expedición del gobierno de aquellas partes.

     Este propósito con el suceso de su coronación escribió luego a todas las ciudades y pueblos principales de España, como parece por la carta que referí, escrita a Valladolid desde Wormes, donde llegó Antonio Vázquez con la embajada de los comuneros y despacho que dije; y el Emperador le mandó prender, que para él fue mejor, porque si por acá estuviera, corriera peligro, como los demás se vieron, de ser castigado.



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- IV -

Estado de la república cristiana. -Vistas de los reyes de Francia y Ingalaterra, que hincheron al mundo de celos. -Mal entendido por Jovio y Illescas el blasón del rey de Ingalaterra: Qui adhaereo, praest. -Causa que tuvo el rey Francisco para comenzar la guerra. -Roberto de la Marca, instrumento del francés para romper la guerra. -Engaño de Jovio. -Tornay queda por Flandes. -Guerra de Navarra.

     Quieta estaba la cristiandad en Europa y con grandes esperanzas de una larga paz, de un siglo feliz y bienaventurado. Mas la inconstancia de la vida humana en un punto lo alteró, inquietando el mar de pensamientos de los príncipes y repúblicas cristianas, con tan larga tempestad de continuas y sangrientas guerras, que duraron todos los días de la vida del príncipe que escribimos, que fueron casi cuarenta años, en que murieron más de quinientas mil personas, la flor de Europa y las fuerzas de la república cristiana, dándonos bien que decir, si bien no todo lo que hizo, lo que sufrió, lo que padeció en los cuarenta y cinco años que he de escribir, que son en los que sintió lo que pesaba la carga del reino y monarquía imperial, que los dos restantes serán breves, porque tratan de la quietud de un monasterio donde se retiró para pasar a la del cielo.

     No imaginaban las gentes ocasión alguna para que moviese guerra, porque el Papa León X, príncipe singular y de extremada virtud, después de haber acrecentado el ducado de Urbino al patrimonio de la Iglesia, teníase por muy contento en conservarse con su estado, sin intentar otra cosa.

     El rey de Ingalaterra había hecho paz, y dado, al parecer, un ñudo ciego de amistad con el Emperador y rey de Francia. Los venecianos juzgaban por sano y buen consejo estar bien con todos, escarmentados de los trabajos pasados. El Emperador, si bien era más poderoso y en edad tan verde y floreciente, con pensamientos de cristiano y católico príncipe, cuales siempre los tuvo, no quería más que sosegar a España y gobernar los reinos y estados, que Dios le había dado con el nuevo imperio, en justicia y paz.

     Y aunque él tenía sobrado derecho, como aquí se dirá, al estado de Milán y al ducado de Borgoña, que el rey de Francia tenía, por conservar con él la amistad asentada en Noyon, y por no alterar la paz tan importante a todos, disimulaba. La señoría de Génova, que estaba sujeta al rey de Francia, no era parte para hacer movimiento de importancia. Los florentines estaban quietos en la gracia y buen gobierno del Papa, siguiendo llanamente su voluntad. Luca y Sena, con los príncipes y repúblicas de Italia, más cuidado tenían de se guardar y defender que de mover guerra ni ofender a otros.

     Pues a este tiempo salió el rey de Francia, sin pensar, descubriendo un pecho harto dañado contra el Emperador, siendo la causa envidia de su potencia, que le era intolerable, corriendo la pasión por las venas hasta atravesarle el alma, con la herencia de las coronas, heredada (como dicen) de padres y abuelos; por donde siempre se tuvo por violenta y poco durable la paz de Noyon.

     Y por esto, así el Emperador como el rey de Francia procuraron, antes de venir en rompimiento, tener de su parte al rey Enrico de Ingalaterra, cada uno por sí, por ser príncipe valeroso y rico. Que este fin tenían los caminos del Emperador a Ingalaterra. Lo mismo procuraba el rey de Francia. Y para esto se hicieron aquellas tan nombradas vistas con tanta grandeza y aparato, que dieron que decir al mundo, como las encarece Jovio, y dice que fueron en los confines de Ternada; y dice de la casa mudable, con salas y aposentos de mucho servicio, que el inglés traía, a la puerta de la cual estaba un salvaje con arco y flechas, arma propria de los ingleses, con una letra que decía: Qui adhaereo, praest. Y no por lo que dice Jovio, ni la pontifical, sino porque sentía ya las pasiones entre Carlos y Francisco, y que habían echado los fundamentos de la guerra y sembrado la simiente de ella; quiso Enrico decir que a quien él ayudase prevaleciera. Porque, como dije, trabajaba cada uno de los dos por tenerle de su parte.

     Habíanse concertado estas vistas para el julio; anticipáronse para mayo. Y todos eran recelos, sabiéndose lo poco que Francisco había gustado de la eleción del Imperio hecha en Carlos. Aumentó estas sospechas, que estando Carlos en Barcelona le envió Francisco a pedir rehenes con particulares embajadores, para seguridad del casamiento de Ludovica, su hija, del un año, que si ella muriese, como luego murió, para la que naciese, conforme a la capitulación de Noyon. Los mismos rehenes pedía, de que satisfaría a Enrique de la Brit, como tengo dicho, por el reino de Navarra.

     Visto que andaban en estas demandas, las partes acordaron de que se hiciese esta junta en Montpeller de Francia, para declarar las dificultades de la concordia de Noyon. El rey estaba en Ambrusa; el Emperador, en Barcelona. Y como esta Junta no tuvo efeto por lo que dije, hízose otra en Calés, cuando se rompió la guerra, y conforme a lo capitulado en Noyon, el inglés se había de juntar al príncipe que fuese acometido, contra el acometedor, y él había de juzgar y condenar al quebrantador de la paz, y dar favor al que la hubiese guardado: que esto dice el blasón: Qui adhaereo.

     Envió a Tomás, arzobispo de Diort (que comúnmente llamaban el cardenal de Ingalaterra) con otros de su casa para que asistiesen. El rey de Francia envió a Antonio de Prato, chanciller de aquel reino. Por el Emperador fue por principal Mercurin Gatinara, su gran chanciller. Y aun el Papa León envió a Jerónimo Genucio, obispo de Asculi. Trataron esta causa, alegando cada uno en favor del príncipe, sobre quién había sido el acometedor. El cardenal inglés recogió las razones de unos y de otros y lleválas a su rey; el cual, de allí a algunos meses, que fue año 1522, declaró al francés por quebrantador de las paces de Noyon y primer invasor o acometedor, declarándose asimismo por su enemigo, como contra quien había abierto la guerra. Y así ayudó en ella muchos años a Carlos, como aquí veremos.

     Y esto quería decir en el blasón y letra: Qui adhaereo praest, que es, que estaba tomado por tercero y juez árbitro, que había de ser contra el quebrantador de las paces de Noyon, y que había de caer el que las quebrase.

     Pues como el rey Francisco estuviese con tales pensamientos, tendría sus inteligencias de las revueltas de España, y pareciéndole buena la ocasión para cobrar el reino de Navarra y intentar lo de Nápoles y embarazar al Emperador la coronación (que siempre le fue odiosa) y conservar lo de Milán, que, como lo tenía con mal título, temía que el Emperador se lo había de quitar, determinó abrir la guerra. Y por no hacer esto sin algún color, y justificarla algo, usó de un ardid o treta, de esta manera.

     Andaba en servicio del Emperador un conde llamado Roberto de la Marca, conde de Araniber o Sedanio, vasallo suyo, hermano del obispo de Lieja. Este pretendía tener derecho a un castillo en el condado de Lucemburg (que se llamaba el castillo de Hierges); al contrario. Mr. de Haymeres decía que el castillo era suyo. Trajeron pleito los dos mucho tiempo sobre este castillo en el Consejo de Gante. Y dieron sentencia en favor de Mr. de Haymeres, y con su justicia y ayuda de amigos apoderóse del castillo. Quejábase Roberto que le había Haymeres tomado el castillo por fuerza de armas. Madama Margarita, gobernadora de Flandes, conservaba en la posesión al Haymeres, porque demás de su justicia, era fiel vasallo del Emperador. Indignado Roberto, si bien lo disimuló algunos días, estando el Emperador en Wormes le pidió licencia y vinóse a su tierra, y estando allí, dicen que por parte del rey de Francia, de quien Roberto se valía por ser muy suyo, fue solicitado y él se pasó a Francia, y en París y su comarca levantó gente de guerra de a pie y de a caballo, y con voz y nombre que venía contra Mr. de Haymeres, su contendor, entró por la tierra del Emperador en el ducado de Lucemburg, haciendo guerra. Cercó una villa llamada Verrizon, y comenzó a hacer cosas, que con evidencia mostraban ser obras no de brazos tan flacos como los de Roberto, sino del rey de Francia. Pues es claro que un vasallo tan particular no se atreviera a hacer guerra a su príncipe tan poderoso, si no fuera alentado de otro que competía en potencia con él. Y más levantar la gente en la misma tierra de Francia, y tan cerca de la corte; y salir con el ejército formado del reino de Francia. Supo luego el Emperador lo que pasaba, y envió contra Roberto a Enrico, conde de Nasao, con oficio de general, y no a Francisco Sichino (como dice Jovio), que no era más que coronel de alemanes, y con la gente que bastaron a lo echar de la tierra con pérdida y vergüenza suya y de quien lo había incitado.

     Y envió al rey de Francia un embajador, quejándose de él y haciéndole cargo de que había ido y rompido la paz de Noyon, en haber favorecido y ayudado a Roberto de la Marca. El rey de Francia negaba haberle ayudado y ofrecía hacer parar al Roberto, y volver de su propósito. Hizo algunas aparencias de ello; pero esto fue fingido y que duró pocos días. Y antes tornó después Roberto con gentes y favor del rey de Francia a hacer otros movimientos, y tentó de se alzar con la ciudad de Lieja. Por lo cual el Emperador envió a mandar al conde de Nasao, a quien había hecho capitán general para aquella guerra, que le tomase la tierra, y él lo hizo así y llegó en el rompimiento que se verá. Y Enrico, conde de Nasao, capitán general, fue con su gente a Lucemburg contra el Roberto, y expugnó y saqueó a Lognio, Iamercio, Fleurenga, Sanceto, Esdainio, Mouson, Curcio y Bullon, degollando todas las principales cabezas y ministros de estos lugares. Después de esto, de ahí a siete semanas puso treguas con Roberto. Y poniendo presidios en estos lugares, pasé el conde contra Francia y cercó el lugar de Masierras, ribera del río Mosa; y le combatió cinco semanas, defendiéndole con muy buenos soldados Mr. de Montmorency, que era general de toda esta frontera, y Pedro Bayardo, que fue un valeroso capitán y de mucho nombre. Sacaron al río de madre y echáronlo en el campo de los imperiales y anegáronse muchos. Con esta pérdida se levantó el conde y volvió a Flandes, porque tuvo noticia que el rey de Francia venía con gran ejército. Tomó a Muyson y algunos pueblos del condado de Henao y de Arrás, apoderándose de otras fuerzas y destruyéndolas.

     También Borbón, capitán del rey de Francia, con su gente ocupó a Hesdin y tomó el castillo y se le rindieron Rentiazo y otros castillos y fuerzas. Por otra parte, Roberto de la Marca se había secretamente concertado con el duque de Gueldres para valerse de él. Y pasado el tiempo de las treguas, desde Lodi hacía guerra a Brabante y Namur; y habiendo tenido mucho tiempo cercado los flamencos a Tornay, último de noviembre lo tomaron. Y el conde de Nasao se apoderó de él en nombre del Emperador a 19 de diciembre, y le derribó la fortaleza, Y desde entonces quedó Tornay por Flandes. Y de aquí se levantaron otras guerras en aquellas partes, que por no ser tan proprias de esta historia, las dejo de contar. Baste saber que éste fue el principio al descubierto de la mortal discordia y largas contiendas entre el Emperador y rey Francisco. Que fueron tales y tan grandes, que se pueden igualar con cualesquier de las mayores que ha habido en el mundo, así en lo que duraron como en los encuentros y reñidas batallas que entre sí hubieron, en la mucha sangre que se derramó, en las prisiones y muertes de príncipes y capitanes, en sacos y combates de ciudades y en otros acaecimientos grandes que pasaron como en el discurso de esta historia se verá.

     Pasado, pues, lo que tengo dicho de Roberto de la Marca y no sucediendo a gusto del rey de Francia, queriendo proseguir su mal propósito, pareciéndole que lo de España estaba mejor de llevar por las alteraciones que en ella había y por las pláticas y tratos, que según sospecha tuvo con algunos malos hombres españoles, o porque, sin ellas, le pareció que estando la pasión tan adelante hallaría entrada con algunos, como aquí veremos; por el nombre que cuando peleaban los franceses tomaron de la Comunidad, con fingido nombre también de don Enrique de la Brit, pretenso rey de Navarra, envió otro ejército a conquistar este reino y hacer guerra en Castilla, como la pudiera hacer si las Comunidades estuvieran entonces en su fuerza.

     Vino por capitán de este ejército Andrés de Fox, señor de Asparrós, a quien los de Logroño dicen, con engaño, que mataron.

     Ordenólo Dios mejor, que cuando los franceses entraron en Navarra era ya el mes de mayo, después de la batalla de Villalar, en que la Comunidad fue deshecha, y los gobernadores estaban en Segovia, y todas las ciudades de Castilla, rendidas y llanas, y con más miedo del castigo que orgullo ni brío para ir adelante en el mal comenzado. Fue, pues, así...



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- V -

Cómo fue la guerra del francés en Navarra. -Entran los franceses en Navarra. -Pamplona se entrega al francés. -Entrégase Estella al francés. -Los gobernadores de Castilla tratan de resistir al francés. -Logroño se defiende valerosamente. -La voz que traía el francés. -Valor con que se defiende Logroño. -Quéjase el Emperador del rey de Francia.

     Era virrey de Navarra don Antonio Manrique, duque de Nájara, y con el seguro de la paz, que había entre Francia y España, y por haber enviado la artillería de Pamplona a los gobernadores, estaba desproveído y no como convenía en tierra tan vecina a los enemigos.

     Llegaron los franceses con su capitán general, Mr. de Asparrós, hermano de Mr. de Lautrech, virrey de Milán. Traían doce mil infantes y ochocientos hombres de armas. Arrimáronse a la villa de San Juan del Pie del Puerto, que es de la otra parte de los montes Pirineos hacia Francia, en la cual estaban ciertas compañías de soldados para defenderla. Pero como el lugar y fortaleza eran poco fuertes, y los soldados sin esperanzas de socorro, sin esperar combate se dieron a partido y entregaron la fortaleza, saliendo con sus armas, banderas y atambores, y viniéronse a Logroño sin parar en Pamplona, porque ya el virrey la había desamparado. Pasaron luego aquellas montañas los franceses por el puerto de Roncesvalles, y de camino se les entregó el castillo del Peñón, y pensando haber así la fortaleza de Maya, enviaron parte de gente sobre ella. Pero el alcalde que la tenía, mostró tanto ánimo y se defendió tan bien dos o tres días, que tuvieron por mejor consejo dejarla. Pasaron adelante derechos a Pamplona, cabeza de aquel reino, y los vecinos naturales de ella, viéndose desamparados, de socorro y sin capitán, y que dentro había bandos y devotos de don Juan de la Brit y de su hijo, que pretendía el reino, salieron al camino a dar la ciudad a los franceses; los cuales entraron y se apoderaron de ella sin hacer daño ni fuerza. Luego enviaron a requerir al alcalde de la fortaleza, que era un caballero que se llamaba Francisco de Herrera, que se la entregase. El cual, queriendo primero probar lo que podría, si bien la fortaleza no estaba entonces acabada, no lo quiso hacer. Los franceses mandaron plantar su artillería y la combatieron dos o tres días, en los cuales derribaron las puertas y parte de la muralla, y si bien el alcalde quisiera defenderla, no era posible, ni la gente que dentro había era la que bastaba, que era poca y mala. De manera que hubo de sacar el mejor partido que pudo y entregar la fortaleza.

     Los franceses quitaron el gobierno que había en la ciudad y pusieron otro, y dejando en su guarda y de la fortaleza casi dos mil hombres, pasaron adelante, enviando ciertas compañías a la ciudad de Estella, la cual también se entregó luego; porque tampoco el duque de Nájara trató de defenderla, porque él no hizo más que tomar la posta y venirse a Segovia, donde los gobernadores estaban dando orden en componer aquella ciudad para pasar a Toledo. Que si bien los gobernadores tenían algunas sospechas de la guerra que intentaba el rey de Francia y sabían que había detenido a don Pedro de la Cueva, que iba por Francia al Emperador con la nueva de la vitoria que habían habido en Villalar, no entendieron que con tanta furia y brevedad acometieran.

     Pasaron los franceses a la villa de los Arcos, que es seis leguas o poco más de Logroño, y de allí caminaron derechos contra Logroño, porque en Navarra no hallaron resistencia, si no fue en la fortaleza de Maya, que siempre estuvo por el Emperador.

     Los gobernadores, avisados de la pérdida de Navarra, comenzaron a hacer las diligencias necesarias y a convocar gente. La ciudad de Segovia les dio mil hombres; Valladolid dio otros mil; así fueron ayudando todos los lugares principales de Castilla, y los que habían sido comuneros, más; y con mayor voluntad, y si se hubiera hecho perdón general acudiera infinita gente. Luego, otro día que el duque de Nájara llegó a Segovia, el condestable partió para Burgos, y el cardenal el día siguiente. El almirante andaba falto de salud y partió de ahí a cuatro días.

     Detuvóse el campo francés en los Arcos cuatro o cinco días, y en éstos tuvo lugar don Pedro Velez de Guevara de recoger la gente que pudo, y con la que había venido de San Juan del Pie del Puerto, meterse en Logroño y fortificarlo de manera que el enemigo hallase resistencia. Esta diligencia de don Pedro y el mucho valor de los ciudadanos valió más que la fortaleza del lugar para que el francés no se hiciese señor de Logroño. No se contentaban los franceses con haber ganado a Navarra, que era a lo que decían que venían, y que la guerra no era del rey Francisco, sino de don Enrique de la Brit, que pretendía ser suyo aquel reino.

     Quitada esta máscara y jugando de las armas al descubierto, acometieron a Logroño y aún dicen que traían por nombre o apellido: «¡Viva el rey, e la flor de lis de Francia y la Comunidad de Castilla!»; por donde se persuadió el trato que algunos de la Comunidad habían tenido con Francia.

     Alojáronse los franceses entre unas viñas y huertas, un tiro de arcabuz de Logroño, el río Ebro en medio. Pusieron la artillería, para batir la ciudad, en el cerro, donde dicen que fue la antigua Cantabria. Enviaron un trompeta, requiriendo a la ciudad que se rindiese con ciertos donaires, pidiendo paso para Regar a Burgos, y la fortaleza para su rey, y la plaza para correr toros, y bastimentos para su campo. La ciudad respondió lo que merecía tal embajada.

     Y después de haber robado y abrasado las aldeas, ganaron el monasterio de San Francisco, que está entre el muro de la ciudad y el río Ebro. Y desde él, con la artillería, que era muy buena, batieron reciamente tres días arreo; en los cuales, haciendo los cercados su deber, mataron más de trecientos franceses, muriendo algunos de los de dentro.

     Estaba la ciudad mal proveída, con poca gente y armas para resistir a tantos, y aun sin dinero, que todo lo había gastado sirviendo con lealtad al Emperador y gobernadores para allanar las Comunidades. Y como se vio cercada de un ejército tan poderoso, que dicen llegaba a treinta mil combatientes, con mucha artillería, esforzáronse lo mejor que pudieron. Echaron fuera las mujeres, niños y gente impertinente para la guerra.

     Usaron los ciudadanos de un ardid que para espantar al enemigo valió mucho. Y fue que hicieron muchas banderas diferentes, y libreas, y la poca gente que había salía con un vestido y una bandera por una puerta que no fuesen vistos, y entraban por otra con la bandera tendida y tocando las cajas de manera que el enemigo los viese. Y fue tal la ostentación y muestra que quinientos hombres hicieron, que el francés entendió que habían entrado veinte mil. Echaron el agua del río, atajando las acequias o regaderas, y metióseles por los alojamientos; que les hizo notable daño. Finalmente, los franceses hallaron en Logroño más corazones de hombres que pensaban, y no se les hizo tan fácil la entrada en Castilla como la de los montes Pirineos de Navarra.

     No cesaban de batir los muros vicios de Logroño, y la batería hizo harto daño y derribó parte de ellos, mas no del esfuerzo y coraje de los ciudadanos. De esta manera pasó la conquista de Navarra y la ciudad de Logroño estaba en el peligro y aprieto dicho.

     En este tiempo los gobernadores de Castilla caminaban para Burgos con determinación de partir - como lo hicieron- a socorrer a Logroño y cobrar lo que se había perdido.

     El Emperador, que estaba en Wormes, tenía ya entendida la mala voluntad del rey de Francia por el hecho de Roberto de la Marca, y teniendo aviso de que hacía nuevo ejército, envió sus embajadores al Papa y rey de Ingalaterra, quejándose de lo que el rey de Francia hacía, y pidiéndoles su ayuda contra el francés, como contra quebrantador de la paz pública y de lo capitulado en Noyon. Para acudir a lo que convenía, dio priesa en el despacho de la dicta, por venir luego a Flandes y proveer lo importante a la guerra que los franceses hacían en su casa. De lo cual diré en concluyendo con la jornada. de Navarra, por no cortar el hilo y confundir la narración y corriente de la historia.



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- VI -

Acuden los gobernadores a Logroño y retíranse los franceses. -Mató un soldado de Logroño un capitán de importancia de los franceses. -Celebran en Logroño la retirada del francés. -Privilegio que el Emperador dio a Logroño por sus servicios. -Llegan los gobernadores y conde de Haro a Logroño.

     Llegados, pues, los gobernadores a Burgos, dejaron allí el Consejo real y partieron, recogiendo la gente que las ciudades y caballeros enviaban. Juntáronse doce mil infantes y dos mil caballos; y como el francés supo la venida del ejército de Castilla y que sin poderlo estorbar habían entrado más de cuatro mil hombres en Logroño, acordaron de levantarse; así lo hicieron día de San Bernabé.

     Un día antes de esta retirada, un soldado natural de la ciudad, hizo motivo por el cual los franceses se acabaron de resolver para levantarse de allí. Y fue que estando el general y capitanes principales alojados en San Francisco, cuyas ventanas caen sobre el Ebro, estaban cenando víspera de San Bernabé donde caía una ventana al río, con las velas encendidas. El soldado de Logroño se coló por unas tapias del muro y púsose en parte que pudo tirar a puntería. Mató uno de los principales que estaban a la mesa. Sintieron los franceses tanto su muerte, que se entendió en la ciudad y pensaron que el muerto había sido Mr. de Asparrós, general de este campo, y más como los vieron ir otro día. Los de Logroño, gozosos con la vitoria, salieron en seguimiento de los franceses, haciéndoles el mal que pudieron. Fue tan estimada esta vitoria que Logroño ganó con casi solas sus fuerzas, que desde entonces hasta agora celebran la memoria del día de San Bernabé, mostrando esta ciudad su magnificencia en las fiestas y regocijos que hace.

     Y venido el Emperador a Castilla, teniéndosle por muy servido de lo que Logroño había hecho así en las Comunidades ayudando a los gobernadores, como en este cerco que hizo el francés, defendiendo con tanto valor su ciudad, les dio privilegio en que dice: «que acatando a los grandes y leales servicios que los vecinos de la ciudad de Logroño le habían hecho, y como continuando la fidelidad y lealtad que debían estuvieron en su servicio en tiempo de las alteraciones y movimientos pasados, sirviéndole en las dichas alteraciones con gente y dineros para sosegar los dichos movimientos y reducir los pueblos al servicio de su rey. Y asimismo, que estando él ausente de estos reinos, el rey de Francia envió su ejército sobre el reino de Navarra para lo tomar, y la ciudad envió a su costa mucha gente para resistir al ejército del rey de Francia. Y después que los franceses ganaron el reino, los de Logroño, continuando su lealtad y fidelidad, recogieron en la ciudad los soldados y gente de guerra que se venían de Navarra, después que los franceses la ganaron, dándoles dineros y bastimentos para su socorro; y repararon a su costa los muros de la ciudad, derribando y quemando el hospital y otros edificios y casas que en ella y en los arrabales había. Y echaron sus mujeres e hijos fuera, para se hacer más fuertes y defenderse, como se defendieron con mucho ánimo y lealtad del dicho ejército de Francia, que le cercó y destruyó los campos. Y no sólo defendieron su ciudad, pero hicieron notable daño en los enemigos, matándoles y robándoles el campo, de manera que les fue forzado retirarse y dejar la ciudad».

     Por estas y otras cosas que Logroño hizo, el Emperador les hizo merced de hacerla, y a toda su tierra, libre y franca de los servicios, pechos y de armas y otras cosas, para perpetua memoria de lo que con tanto valor habían hecho.

     Vi en poder de Melchor Gómez Manrique, vecino de la ciudad de Nájara, cierta información de testigos que dicen que en los dos años de las Comunidades y cerco de Logroño, el licenciado Alvar Pérez había sido regidor de los hijos de algo en Logroño, y tanta parte y de tanto valor, que viendo andar al pueblo vacilando para dar en la Comunidad y después rendirse a los franceses, con su buena industria los puso en camino y los animó para que estuviesen firmes en la fe que deben a su rey, y fuertes en la defensa de su ciudad.

     Otro día, después que el ejército francés se había retirado, estando aún dos leguas de Logroño, entraron los gobernadores y el conde de Haro, capitán general, con todo su ejército, sin contraste ni impedimento alguno. Con los cuales venían el duque de Nájara y don Diego Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Lista; don García Manrique, conde de Osorno; don Alonso de Arellano, conde de Aguilar; don Juan de Tovar, marqués de Berlanga; don Pedro Velez de Guevara, conde de Oñate, y otros caballeros principales.

     Y entrados en Logroño, los franceses se retiraron una legua más adelante, al soto que llaman del rey, debajo de Viana hacia Mendavia, riberas del Ebro.

     Y teniendo los gobernadores y los caballeros que en el ejército venían determinación de seguir a los franceses y echarlos por fuerza de armas del reino de Navarra, se ofreció diferencia y duda entre ellos. Porque el conde de Haro, que era el capitán general, quería pasar adelante con el cargo que hasta allí había tenido de capitán general. Lo cual contradecía el duque de Nájara, alegando ser el virrey de Navarra, y que dentro, en aquel reino, no había de ser otro capitán general sino él. A lo cual respondía el conde de Haro, que Navarra estaba ya en poder de los franceses, y el duque la había perdido y no tenía en ella poder, y el campo de Castilla, cuyo capitán general él era, la entraba a conquistar de nuevo. Pero pareció que no era bien afrentar al duque de Nájara; principalmente que había lugares en Navarra que el francés no los había tomado. Y que aquélla no se podía llamar conquista, sino ahuyentar un enemigo que con violencia y sin título se había entrado. Y así, determinaron que dentro, en Navarra, el duque de Nájara fuese capitán general y hiciese el oficio; y el conde de Haro se volvió a Burgos.

     Y dado asiento en lo que más convenía, partieron de allí de esta manera.



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- VII -

Batalla entre franceses y españoles cerca de Pamplona. -Vitoria contra los franceses y prisión de su general. -En los campos que llaman de Noaín, una legua de Pamplona y otra de Zubiza. -Lo que deben los reyes a los nobles de Castilla.

     El campo francés hizo su camino retirándose la vía de Pamplona en tres o cuatro alojamientos. Y los gobernadores salieron de Logroño con el de España en su seguimiento, tomando siempre los sitios y aposentos que los franceses iban dejando. Y al segundo día les llegó la gente de Guipúzcoa, y Vizcaya y Álava, que el condestable había mandado venir, que serían siete mil hombres de a pie de muy buen talle. El duque de Béjar vino en socorro del campo con cuatrocientas lanzas y mil y quinientos infantes, y para su sustento llevaban delante cuatrocientas vacas y cuatrocientos carneros; y como se iban gastando, iban siempre cumpliendo el número.

     Hubo entre los dos campos en este camino reñidas escaramuzas y desafíos. Uno fue de mil contra mil, y en el campo donde se había de pelear los franceses llevaron secretamente de noche unas piezas de artillería y pusiéronlas debajo de tierra, y hicieron tres grandes bocas de fuego, y enramáronlo todo. Y cuando los españoles salieron en orden para pelear, dispararon los tiros, y entró el fuego de los tres hornos y las pelotas por el escuadrón, que casi lo destruyeron todo, muriendo muchos, que no escaparon trecientos.

     Otro día se señalaron como valientes caballeros don Beltrán de la Cueva, primogénito del duque de Alburquerque, y su cuñado don Pedro Girón, que con voluntad de los gobernadores había venido a servir al rey en esta jornada, matando y prendiendo algunos hombres de armas franceses, con quien se toparon a grande riesgo y peligro de sus personas. La última jornada de los franceses fue pasar por la quebrada de una sierra (que entonces se llamaba Reniega, y agora Nuestra Señora del Perdón, por donde pasan, viniendo de Pamplona a Artajona, Tafalla y Olit). Y alojáronse con su campo en un buen sitio y campo de un lugar llamado Zubiza, al pie del puerto, a dos leguas de Pamplona y otras dos de la Puente de la Reina, de donde habían partido, pareciéndoles que aquél era puesto aventajado, por tener tomado el paso y bajada de la sierra a los españoles, y para poder pelear con ellos a su ventaja o quitarles el paso, o para se meter en Pamplona, donde habían mandado recoger gran copia de bastimentos, que todo lo miraron muy bien.

     El duque de Nájara, que hacía el oficio de general, llegó con el ejército a alojarse en la Puente de la Reina, donde los franceses habían estado la noche antes. Tuvieron aviso del asiento y ventaja que los franceses tenían y, habido su consejo, pareció cosa de grande peligro y aventura pasar la sierra por el camino que los franceses habían pasado, estando ellos donde estaban. Y también, que retirarse y volver atrás era cosa vergonzosa y no se debía hacer; y que detenerse más allí no convenía tampoco. Porque sabían que los franceses fortificaban y proveían la ciudad de Pamplona a grande priesa.

     Por las cuales causas determinaron de pasar la sierra por otro camino, si bien más largo, que fue subiendo la sierra en alto, atravesándola por donde agora es el camino real y derecho de Pamplona a la Puente de la Reina, con rodeo de casi dos leguas, y buscar al enemigo y pelear con él hasta echarle del reino.

     Tomada esta resolución, el postrero día del mes de junio de este año 1521, bien de mañana, partieron con su campo y, Hevando buenas guías, caminando la gente con buena voluntad y ánimo, aunque con harto trabajo de sol y de ir en orden, sin acometer ni parar, fue su buena ventura que sin desgracia ni contraste alguno pasaron la sierra, si bien con rebatos y nuevas falsas de que los enemigos los atajaban. Descendiendo a lo llano, siendo las cuatro después de mediodía, comenzaron a alojarse en un campo llamado Ezquirós, entre la ciudad dePamplona y el real de los franceses; en que estaban a una legua los unos de los otros, y el campo español, metido en Pamplona, y el campo francés como cercando a Pamplona y haciendo rostro al enemigo, que fue una determinación animosa.

     Los franceses se admiraron cuando así los vieron, porque no habían tenido aviso, ni aun imaginado su camino. Y pareciéndole a Mr. de Asparrós y a los otros capitanes que por haberse alojado en aquel sitio tenían atajado el paso para Pamplona, y que de fuerza habían de desamparar el reino, acordaron de poner el hecho en aventura de la batalla. Que cierto fue el consejo y determinación de esforzados caballeros.

     Y viendo que el mejor tiempo para esto era hacerlo luego, porque ellos estaban holgados, y los castellanos llegaban cansados y hambrientos, acordaron de no esperar un punto más. Y así, levantándose luego de donde estaban, comenzaron a caminar en sus escuadrones, la artillería delante, con grande estruendo de atambores y pífanos, contra los españoles. Los cuales, reconociendo que los franceses los venían a buscar, dejando unos la comida y otros el alojamiento que tenían comenzado, tomaron las armas y se pusieron en orden, con tanta presteza y ánimo, que el condestable de Castilla con sumo valor lesponía que por priesa que los franceses se dieron en caminar, los hallaron ordenados y en sus escuadrones, y con mucho ánimo los salieron a recibir.

     Ganaron los franceses un buen puesto para acomodar la artillería, y comenzaron a jugarla de manera que hacía mucho daño en los españoles. Tirábanles en un campo raso de unos prados, y la artillería francesa estaba asentada en un repecho que señoreaba todo aquel llano, antes que la batalla llegase a romperse, sin recibirlo ellos; que fue causa que un escuadrón de infantería de cinco mil hombres comenzó a retirarse y dar muestras de huir. Y si el almirante de Castilla con alguna copia de caballos no saliera en su ayuda, y con obras y palabras los detuviera, se perdieran de todo punto. Mas valió tanto lo que el almirante hizo, que con mucho esfuerzo volvieron en sí, y con gran denuedo acometieron a los enemigos.

     Por otra parte, la caballería francesa arremetió, con aquel primer ímpetu que tiene, contra otro escuadrón de infantería, que lo rompió, y estuvo muy a canto de volver las espaldas, por ser casi insufrible el primer encuentro de esta gente. Mas el condestable de Castilla, que con una tropa de caballeros andaba requiriendo, animando y ordenando la gente, como vio la flaqueza de la infantería, tomó el batallón de la caballería española y dio en los hombres de armas franceses un apretón tan furioso, que si bien ellos pelearon valientemente, con furia y brío se defendieron y ofendieron gran rato, al fin fueron muertos y presos casi todos.

     Y al mismo tiempo que esto pasaba, un escuadrón de infantería española, viendo el daño que la artillería francesa, que era mucha y muy buena, hacía en ellos, poniéndose a peligro y riesgo, caminó hasta donde estaba, y peleando contra mil gascones que la guardaban, rompiéndolos y compeliéndolos a huir, ganó la artillería. Lo cual causó tanto espanto y temor en la otra gente francesa, que veniéndose a topar con ellos los españoles, con poca resistencia, pasando aquel ímpetu y denuedo primero, fue vencida de tal manera. que en espacio de dos horas por todas partes se declaró la vitoria por España.

     Venía en el campo español Miguel de Perea, caballero noble, natural de Málaga, mozo de poca edad, si bien de fuerzas y esfuerzo señalado; hizo una hazaña notable con que se dio fin a esta jornada y se concluyó la vitoria; y fue que metiéndose por el escuadrón donde estaba el estandarte real de Francia, llegó él peleando y mató al que lo tenía, sacándoselo de las manos, y lo ganó y defendió sin poder los franceses cobrarlo, y así, el Emperador le dio privilegio para que lo pusiese en el escudo de sus armas.

     Con esto los franceses volvieron las espaldas huyendo, quedando muertos en el campo más de seis mil hombres, sin los que murieron en el alcance, que duró dos leguas; y les fue ganada mucha y muy buena artillería, y preso Mr. de Asparrós, su general, con algunos otros gentileshombres principales de Francia. De los españoles murieron trecientos, de los cuales la mayor parte mató la artillería.

     Y así pasó esta memorable batalla, domingo último día de junio del dicho año de 1521.

     Lo cual, el condestable y el almirante, gobernadores de Castilla, y el duque de Nájara, general que era, y los otros caballeros que allí se hallaron, hicieron, cumpliendo todo lo que a buenos capitanes y varones esforzados debían hacer, así en el ordenar y animar la gente para dar la batalla, como después en pelear animosamente por sus personas. Y cumplieron asimismo con el amor y lealtad que debían a sí mismos, y tenían a su rey, tan apartado de sus reinos, que es bien de notar lo que el condestable y almirante de Castilla hicieron en servicio del Emperador y bien del reino, venciendo dentro de dos meses dos batallas de tanta importancia, con que conservaron los reinos de Castilla y de Navarra en la obediencia del Emperador. Y así lo dice el mismo Emperador en una carta de merced que hizo al condestable, confirmándole los diezmos de la mar por cuanto él le había restituido los reinos de Castilla que iban perdidos. Lo cual advierto sólo para ejemplo y memoria en los siglos venideros, y que se conozca lo que a tales caballeros se debe; y lo mismo a todos los demás grandes de Castilla que con suma lealtad se mostraron en estas jornadas, gastando largamente sus haciendas y poniendo sus personas a todo peligro.

     Lo cual no digo por adular ni por ganar la gracia de nadie; que la del cielo me importa, sino por darles lo que se les debe y por dar ejemplo de lealtad a los que son y serán, que para eso se escriben estos libros.

     Fuera más largo el alcance, mayor la presa y matanza, si no viniera la noche, con cuya negra capa se encubrieron y escaparon muchos. Volviéronse los españoles a su alojamiento, que fue en el mismo lugar donde se habían puesto antes, si bien no sin cuidado de la gente francesa que estaba en Pamplona, que había salido al campo con pensamiento de ayudar a los suyos cuando estuviesen en la batalla. Pero visto el rompimiento, se tornó a entrar, y sin atreverse a esperar en la ciudad, salieron huyendo aquella noche, dejando en la fortaleza quinientos soldados; con los cuales, desde allí se comenzó luego a tratar de rendirse, haciendo partido de que los dejasen ir con sus banderas y armas; entregaron el castillo.

     Y los gobernadores, con todo el campo, se vinieron a Pamplona, que los recibió llanamente, abriéndoles las puertas.

     Publicóse el mismo día en todo el reino la rota de los franceses. Y la gente de la tierra, sabiendo el camino que llevaban los que se salvaron así en la batalla como de Pamplona, les atajaron los caminos cortando los árboles, y en pasos estrechos, donde los cogían y degollaban como carneros. De suerte que fueron muy contados los que volvieron en Francia; que todos muerden al que huye, porque es triste la suerte del vencido.



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- VIII -

Soltóse de la prisión el general Asparrós. -El conde de Miranda, gobernador de Navarra.

     Los capitanes españoles hicieron luego, de allí donde estaban correo al Emperador dando cuenta de su buena fortuna y vitoria que Dios les había dado. Y asimismo lo escribieron al cardenal de Tortosa, que había quedado en Logroño, y a los grandes y ciudades de Castilla.

     Y estando allí, dentro de pocos días se les entregaron todas las fuerzas de aquel reino, y volvieron las tenencias de ellas a los que las tenían de antes, si no fue la fortaleza de San Juan del Pie del Puerto. En la cual, habiéndola desamparado los franceses, se metió un capitán, natural de aquella tierra, llamado Juanicote, que se había pasado a los franceses, habiendo antes llevado sueldo y servido a los reyes de Castilla. Y metiendo consigo buena copia de soldados, amigos y allegados, se fortificó y proveyó en ella de tal manera, que fue menester enviar sobre él al condestable de Navarra y al capitán Diego de Vera con casi cuatro mil soldados. Los cuales lo tuvieron veinte días cercado. Y después de le haber dado algunos combates y recibido del castillo daño, le entraron por fuerza de armas, matando muchos de los que dentro estaban. A este, como traidor y tránsfuga, lo mandaron ahorcar.

     Ofreciéndose también que el capitán general de los franceses, Mr. de Asparrós, que había sido preso en la batalla, se soltó de la prisión y fue a Francia, dándole libertad y llevándole don Francés de Viamonte, caballero navarro, que lo había habido en su poder, que se tuvo entonces por mal hecho. Pero después él dio su descargo, diciendo que era su prisionero y lo podía hacer sin incurrir en mal caso.

     Finalmente, el Emperador fue servido de acetar sus disculpas, y después de haber andado algunos días ausente, lo restituyó en su gracia y acetó su servicio.

     Por los cuales estorbos y por otras cosas que se ofrecieron para la pacificación y gobierno de Navarra, y porque siempre tenía nuevas y sospechas que de Francia tornaban, determinaron los gobernadores de estarse quedos en Pamplona el mes de julio y parte del de agosto, si bien con pena y cuidado de las alteraciones de Toledo y de Valencia del Cid; que, como queda dicho, aún no habían por agora acabado con sus movimientos.

     Y en este tiempo los gobernadores consultaron al Emperador a quién sería bien encargar el gobierno y guarda de Navarra. Y pareció que convenía fuese virrey de Navarra don Francisco de Zúñiga, conde de Miranda, con la copia de gente de pie y de caballo que era menester para la defensa del reino; descargándose el duque de Nájara de este cuidado, por tener necesidad de acudir a su ciudad y al gobierno de su estado, que no estaba muy en su servicio; si bien otros sintieron diferentemente. Mas no se ha de creer todo lo que el vulgo dice y imagina. Con esto, los gobernadores volvieron a Burgos.



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- IX -

Dieta de Wormes, que fue la primera que el Emperador hizo, donde habló contra Su Majestad Barrois, embajador del rey Francisco. -Abominan los alemanes Lutero y su dotrina. -Descarga el duque de Sajonia a Lutero. -Trábanse en palabras el legado y el duque de Sajonia. -Mandan parecer a Lutero con salvoconducto. -Desenvoltura con que Lutero venía a la Dieta. -Entra Lutero en Wormes. -Lo que el dotísimo Juan Ekio dijo a Lutero. -Afírmase Lutero en su herejía. -Hereje pertinaz Lutero.

     Ya que he concluido con los hechos de Navarra, diréla Dicta de Wormes. Que si bien se puso la diligencia posible para hacerla, cuando estaba aplazada no pudo comenzarse hasta el verano deste año de 1521 por el mes de mayo.

     Las primeras Cortes que el Emperador tuvo en Alemaña fueron éstas de Wormes. Y conforme a la Bula Áurea que el Imperio tiene, la vez primera que el Emperador fuere electo ha de tener Dieta o Cortes en Norimberga. Pero estorbólo la pestilencia que en ella había, y en su provincia, donde por privilegio y costumbre se debía hacer.

     Túvose por esto en Wormes, y acudieron con el Emperador muchos perlados y príncipes, con los estados del imperio.

     Asimismo Jerónimo Alejandro, nuncio apostólico; el cual (después que en la Dieta se hubieron tratado algunos negocios importantes) vino a proponer en ayuntamiento el negocio de la religión con un largo y bien ordenado razonamiento, encareciendo los grandes males que se habían seguido, y esperaban seguir, si con tiempo no se ponía freno a las cosas de Lutero. Porque no solamente era hereje, sino también escandaloso, perturbador de la paz y quietud temporal, desobediente a Dios y a sus mayores, blasfemo, impío, detestable, deslenguado; finalmente, sin freno alguno. Por tanto, que mirase Su Majestad y todos los grandes que allí estaban, cuán obligados eran a no dar lugar que cosas tan dignas de castigo y remedio quedasen sin él.

     Era tanto el favor que ya el pérfido Lutero tenía entre los alemanes, principalmente con el duque Frederico y con el Lantgrave de Hessia y otros algunos caballeros de los que allí estaban, que por más que se quebraba el legado la cabeza, ninguno se movía de gana a querer tratar como convenía el negocio de la religión. Porque muchos de los que oían al nuncio, estaban persuadidos que Lutero no era tan malo como le pintaban, ni su dotrina iba tan fuera de camino, sino que de odio y aborrecimiento particular que con él tenían el Papa y sus ministros, nacían todos aquellos encarecimientos. Con lo cual, si bien Jerónimo Alejandro propuso una y muchas veces esta plática, nunca salían a dar en el negocio resolución que importase, hasta que en otro ayuntamiento pidió el legado audiencia.

     Y propuesta su causa con las palabras más eficaces que pudo, en el discurso de la plática sacó del seno un memorial de cuarenta proposiciones diabólicas y detestables que nuevamente acababan de sacar del último libro de La Captividad Babilónica que Lutero había compuesto. Las cuales eran tan notoriamente falsas y tan horrendas: a los oídos católicos, y aun a los que no lo eran, que no había hombre en el mundo tan malo que no se escandalizase y se le espeluzasen los cabellos oyéndolas.

     Mirábanse los alemanes unos a otros, santiguábanse algunos llenos de admiración, de ver que hubiese en el mundo quien tales cosas como aquellas osase imaginar, cuanto más escribirlas. Ponían todos los ojos en el duque de Sajonia, como espantándose de él, que siendo quien era favoreciese a un hombre tan malo como Lutero. Porque puesto que muchos de los presentes eran luteranos, no tenían creído que Lutero enseñase cosas tan contrarias a la verdad católica. Viose tan afrentado el duque de Sajonia, Frederico, que para desculparse y salvar a su Lutero no tuvo otro remedio sino ponerse en pie para decir estas palabras: «Estos artículos no son de Lutero, ni él jamás escribió tales desatinos, sino que vosotros, por vengaros de él y por el odio que le tenéis, escribís tales blasfemias y las publicáis en su nombre. Ese libro que llamáis La Captividad Babilónica, de donde habéis sacado eso, no es de Lutero, y si lo es, no se hallarán en él cosas tan exorbitantes».

     Levantóse el nuncio entonces y dijo: «Por cierto, nadie levanta cosas de éstas a Lutero, sino que sus obras y palabras son tales, que se puede muy bien creer de él que escribirá éstas y otras peores blasfemias».

     Anduvieron los dos un rato en demandas y respuestas, y encendióse el negocio de tal manera, que por poco vinieran a más que palabras, hasta que ya los pusieron en paz.

     Venido a dar y tomar en el caso, se resolvieron en que pareciese allí Lutero personalmente, para que confesase él por su boca cuáles libros eran suyos y cuáles no, porque de su confesión resultaría la verdad de aquellas proposiciones, y si le imponían sus enemigos lo que en él no había. Determinado, pues, en consulta, que Lutero pareciese, bastaba dar medio como lo pudiese hacer con seguridad de su persona. Porque puesto que se le ofrecía salvoconducto imperial, todavía sus amigos se recelaban. Porque siendo Lutero tan malo y habiendo él quebrado la palabra pérfidamente a Dios y a los hombres, cosa razonable sería no guardársela a él.

     Querían tanto a su ídolo Lutero, que temían que, venido a Wormes, le había de acontecer lo que a Juan Hus y a su compañero Jerónimo Praga en Constancia. Por otra parte, hacíaseles a los luteranos vergüenza pedir otra mayor seguridad que la palabra del César, para un hombre tan vil como Lutero. Y no osaban poner dolencia en el salvoconducto, porque no pareciese que desconfiaban del César y de la causa de Lutero.

     Finalmente, el salvoconducto se despachó. Y porque muchas de las ciudades imperiales estaban ya tocadas de esta lepra y más que inficionadas, y de no se guardar a Lutero la palabra se temían grandes alteraciones, tomaron por medio que con Su Majestad entrasen en el salvoconducto algunos príncipes del imperio, poniéndosele a Lutero por condición, si quería que se le guardase la palabra, que por todo el camino dende su casa hasta Wormes viniese callando, y que ni pudiese predicar, ni escribir, ni hacer otra cosa con que pudiese incitar los pueblos a sedición y escándalo, como lo tenía de costumbre.

     Diose el cargo de ir por Lutero a Juan Sturnio, criado del Emperador, uno de los discípulos ocultos de Lutero, que fue harta causa que este negocio se estragase. Llevó consigo Sturnio algunos amigos suyos, y cartas para Lutero del duque Frederico y de otros algunos príncipes amigos suyos, porque se asegurase de todo punto y no dejase de venir. Aparejósele un coche muy entoldado y mucho acompañamiento, para que viniese con mayor autoridad.

     Salió Lutero con este aparato de Witemberga, y tomó consigo tres amigos suyos letrados. Por donde quiera que pasaba salían a verle, con deseo de conocer un fraile que tenía puesto el mundo en tanta tribulación. Por maravilla pasaba por pueblo alguno que no hallase quien le hiciese fiesta y banquetes. Nunca comía sin música, y a las veces tañía él un laúd, que lo sabía muy bien hacer. Todo esto le causaba ser Sturnio luterano descubierto, que como tal le dio licenciatura para que predicase sin respeto de las condiciones del salvoconducto.

     Predicó en Erfordia el domingo de Quasimodo, y no dijo cosa en el sermón que no fuese blasfemia contra el merecimiento de las buenas obras, contra las leyes humanas y contra todas las obras satisfactorias de piedad. Y porque sus abominables palabras viniesen a noticia de todos, hizo imprimir el sermón como lo tenía de costumbre. Llevaba todavía Lutero el hábito de fraile; pero con todo eso no hacía sino blasfemar de su religión y de todas las otras.

     Llegó a Wormes a 16 días de abril del año de 1521. Otro día siguiente fue a besar la mano al Emperador, llevándole en medio por las calles Sturnio y otro caballero principal, muy acompañados de gentes de a pie y de caballo, porque todos se iban tras él como tras una cosa nueva y nunca vista. Unos porque creían sus desvaríos y otros por conocer de rostro al que por sus maldades era ya por fama conocido en toda-la cristiandad.

     Recibióle el César humanamente, por no lo desabrir. Y por no perder tiempo, mandó venir allí luego muchos príncipes y personas de calidad, para comenzar a dar expediente en este negocio. Mandáronle que no hablase palabra, más que responder a lo que le preguntasen. Diose el cargo, para que le hablase, al provisor general del arzobispo de Tréveris, Juan Ekio, persona muy principal y gran letrado. Hízole una plática larga y elegante, en lengua latina; y después, porque todos los circunstantes le pudiesen entender, díjole en tudesco estas palabras.

     -Para solas dos cosas, Martín Lutero, ha querido Su Majestad del Emperador nuestro señor que vinieses personalmente a su presencia imperial. La primera, para que ante Su Majestad Cesárea reconozcas cuáles y cuántos son los libros que has escrito y publicado hasta hoy, y digas libremente si son tuyos todos los que andan por el mundo intitulados de tu nombre; y la segunda, para que después que los hayas reconocido digas claramente si son tuyos, si quieres afirmar lo que en ellos dices o si quieres revocar alguna cosa de lo que en ellos afirmas.

     Antes que Lutero pudiese responder, dijo uno de aquellos tres letrados sus amigos en voz muy alta, como enojado:

     -Señálense primero los libros que decís, que andan en su nombre de Lutero.

     -Pláceme -dijo Juan Ekio.

     Sacó luego una minuta de todos ellos (que no eran pocos), y al cabo de ellos estaba el de La Captividad Babilónica. Respondió entonces Lutero con osadía, y dijo:

     -No puedo dejar de reconocer por míos todos esos libros. Yo confieso haberlos escrito, y no lo negaré jamás. En cuanto a lo que se me pregunta si quiero revocar algo de lo que en ellos digo, pues el negocio es tan arduo y tal que se trata en él de la salud y vida de las almas y de la fuerza de la palabra de Dios, temeridad sería muy grande mía responder a lo que siento, sin considerar primero lo que me conviene decir. Déseme tiempo para deliberar, que yo responderé conforme viere que conviene a la salud de mi alma y a la honra de Dios.

     Hubo consulta entre todos los príncipes sobre si sería bueno darle término para responder. Al cabo, Juan Ekio tornó a decirle desta manera:

     -Bien entendido tiene Su Majestad, y todos estos príncipes con él, que sabías tú, Martín Lutero, a lo que venías a esta Corte. Y todos creen de ti que traes bien pensada la respuesta, y ansí no había necesidad de darte tiempo para pensarla de nuevo. Pero con todo eso (porque no tengas de qué te quejar), Su Majestad, usan, do contigo de su acostumbrada clemencia, dice que dentro de veinte y cuatro horas te recojas, y determines lo que vieres que te cumple. Vendrás aquí mañana a estas horas. No traigas cosa ninguna por escrito; de memoria podrás decir todo lo que quisieres.

     Con esto se acabó por aquel día la Junta, y Lutero tornó a su posada con la misma pompa.

     Otro día siguiente, estando el Emperador en su sala, y con él todos los príncipes, entró Lutero en ella, y cuando fue hora, tomó la plática el mismo Juan Ekio y dijo:

     -Ea, Lutero, responde a lo que se te ha preguntado, que ya es tiempo que te resuelvas, y que digas claramente si quieres revocar y desdecirte de algo de lo que has afirmado en tus escritos.

     Comenzó entonces Lutero en tono grave una oración latina, que la traía bien pensada, y usando de largos proemios y de muchas palabras excusadas, estuvo poco menos de dos horas gastando almacén, sin venir al punto de lo que se le pedía. Trajo muchas historias profanas, con ejemplos antiguos, enderezados para ganar la benevolencia de los príncipes que le oían; discurriendo en su arenga, comenzó a quererlos atemorizar con ejemplos de los reyes de Egipto y de otros bárbaros, que habían perseguido los hijos de Israel. Después, ya que tenía cansados a todos (cuando pensaban que acababa), entró partiendo la oración en miembros, proponiendo tantas cosas que faltaban de decir, que si le hubieran de oír hasta el cabo, no había harto en aquel día ni otro. Y como ya casi era de noche, atajóle Juan Ekio y dijo:

     -Acaba ya, Lutero, de tantas arengas; no quiebres la cabeza a Su Majestad y a otros príncipes con palabras impertinentes; ven a lo que hace al caso y di claramente y sin rodeos si quieres hacer lo que se te manda.

     A lo cual respondió diciendo:

     -Ni quiero ni puedo revocar cosa de cuantas tengo dichas hasta hoy, ni lo entiendo hacer hasta tanto que alguno me convenza con testimonio de la sagrada escritura, y con razones vivas; sin alegarme autoridades del Papa, ni de los concilios; que yo no los creo, ni entiendo recibir su autoridad, porque yerran y se contradicen muchas veces. (Que aqueste fue el principio de su perdición y diabólico desatino.) Y pues yo no puedo seguramente creer contra mi conciencia, tampoco puedo, ni quiero hacer cosa contra ella; Dios me ayude, amén.

     Replicóle a esto Juan Ekio, y dijo:

     -Respuesta es ésa, Lutero, harto más descomedida y soberbia de lo que a tu persona y hábito conviene. Y cierto, si tú quisieras agora retractar todos tus libros, adonde has vomitado la mayor parte de tus errores, yo sé que Su Majestad mandara que todos alzáramos las manos de perseguir a ti y a tus cosas, y pasáramos con algunos de tus libros que se pueden tolerar. Pero paréceme que no quieres sino porfiar, tornando a resucitar los errores que ya la Iglesia católica condenó en el Concilio de Constancia. Y quieres en buen hora que te convenzan a ti solo con las Escripturas. Desvarías, Lutero; vuelve por ti; mira lo que dices. ¿A qué propósito quieres tú que disputemos sobre la verdad de lo que la Iglesia tiene recibido tantos años ha? ¿No te parece que, cuando la Iglesia lo determinó, que se disputaría bien antes que se determinase?

     Respondió él entonces:

     -¿Qué aprovecha? Que mi conciencia me dice a mí otra cosa; tengo la conciencia cautiva, y no la puedo sacar de los lazos en que está muchos días ha, ni la sacaré si no es de la manera que tengo dicha. No me pidan que revoque lo que ya una vez he dicho y escrito, que no lo haré en alguna manera.

     Con esas y otras demandas y respuestas, vino la noche sin tomarse asiento en cosa.

     Queriendo el Emperador dar a entender lo mucho que deseaba que se conservase limpia la fe cristiana, y que por el parecer y porfía de un solo fraile no se alterase el mundo, después de haber cenado, desabrido se encerró en su recámara a solas, y sin que nadie le viese escribió en lengua tudesca una carta, y protestación de la fe, cuya sustancia sacada de la misma lengua es:



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- X -

Confesión católica del Emperador.

     «Vosotros sabéis que yo deciendo de los Emperadores cristianísimos de la noble nación de Alemaña, y de los Reyes Católicos de España, y de los archiduques de Austria y duques de Borgoña. Los cuales fueron hasta la muerte hijos fieles de la Santa Iglesia Romana, y han sido todos ellos defensores de la fe católica y sacros cánones, decretos y ordenamientos y loables costumbres, para la honra de Dios y aumento de la fe católica y salud de las almas. Después de la muerte, por derecho natural y hereditario, nos han dejado las dichas santas observancias católicas, para vivir y morir en ellas a su ejemplo. Las cuales, como verdadero imitador de los dichos nuestros predecesores, habemos, por la gracia de Dios, guardado hasta agora. Y a esta causa yo estoy determinado de las guardar, según que mis predecesores y yo las habemos guardado hasta este tiempo; especialmente lo que ha sido ordenado por los dichos mis predecesores, ansí en el Concilio de Canstancia como en otros. Las cuales son ciertas, y gran vergüenza y afrenta nuestra que un solo fraile contra Dios, errado en su opinión, contra toda la cristiandad, así del tiempo pasado de mil años ha, y más como del presente, nos quiera pervertir y hacer conocer según su opinión que toda la dicha cristiandad sería y habría estado todas horas en error. Por lo cual yo estoy determinado de emplear mis reinos y señoríos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma; porque sería gran vergüenza a mí y a vosotros, que sois la noble y muy nombrada nación de Alemaña, y que somos por privilegio y preeminencia singular instituidos defensores y protectores de la fe católica, que en nuestros tiempos no solamente herejía, mas ni suspición de ella, ni diminución de la religión cristiana, por nuestra negligencia en nosotros se sintiese, y que después de Nos quedase en los corazones de los hombres para nuestra perpetua deshonra y daño y de nuestros sucesores. Ya oístes la respuesta pertinaz que Lutero dio ayer en presencia de todos vosotros. Yo os digo que me arrepiento de haber tanto dilatado de proceder contra el dicho Lutero y su falsa doctrina. Estoy deliberando de no le oír hablar más, y entiendo juntamente dar forma en mandar que sea tornado, guardando el tenor de su salvoconducto, sin le preguntar ni amonestar más de su malvada doctrina, y sin procurar que algún mandamiento se haga de como suso es dicho, e soy deliberado de me conducir y procurar contra él como contra notorio hereje. Y requiero que vosotros os declaréis en este hecho como buenos cristianos, y que sois tenidos de lo hacer como me lo habéis prometido.

     »Hecho en Wormes a 19 de abril de 1521. De mi mano.

YO, EL REY.»



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- XI -

Peligro en que el Emperador y católicos estaban en Wormes. -El arzobispo de Tréveris quiere poner en razón a Lutero y no basta. -Fingida humildad de Lutero. -No quiere Lutero admitir concilios ni doctores santos.

     Otro día de mañana no quiso el Emperador salir a Consejo, sino que se leyese en él esta su confesión, lo cual se hizo ansí. Y cuanto fue grande el contento y aplauso con que la oyeron los buenos y católicos, tanto fue mayor el desabrimiento y murmuración de los luteranos. Los católicos alababan en el César la constancia y firmeza en la verdadera religión, y decían que bien parecía hijo de tales padres. Los luteranos, al contrario, que era mozo y mal aconsejado. Que los amigos del Papa le traían al retortero y hacían de él lo que querían.

     Alteróse luego la Corte con tales murmuraciones. Cada mañana amanecían cédulas puestas por los cantones con mil desvergüenzas, amenazando al César y a todos los católicos, diciendo casi públicamente, y escribiéndolo por las paredes a cada paso: Vae terrae cujus rex est puer! « ¡Ay de la tierra cuyo rey es niño! «Hallóse en la plaza un cartel que decía: «Guárdese el arzobispo de Maguncia, comisario general de la Cruzada, porque cuatrocientos caballeros tudescos andamos determinados de matarle, y dende agora le desafiamos.» Al cabo de este cartel estaban muchas veces replicada aquella palabra escandalosa de Lutero, «Trotz, trotz», que en lengua tudesca es palabra de menosprecio, como acá si dijésemos «Una higa para ellos».

     Junto con esto, era fama pública que un Francisco de Siching estaba con gente de guerra bien cerca de Wormes, esperando a ver en qué paraba el negocio de Lutero, con intención de vengar sus injurias, si acaso algunas se le hiciesen. Todas estas cosas dieron que pensar a muchos de los criados y servidores del Emperador. Los cuales, conmovidos con celo de su servicio, y por evitar que no sucediese algún mal grande, suplicaron a Su Majestad encarecidamente fuese servido de remitir un poco el enojo que tenía contra Lutero y darle audiencia, mostrándole más blandura, porque sus amigos no tuviesen ocasión de hacer algún desacato contra su imperial persona.

     Importunáronle tanto y tantos al César, que al fin hubo de alargar a Lutero otros tres días de término, y que dentro de ellos se nombrasen personas para tratar con él de que se retractase sin réplica ninguna; y si no lo quisiese hacer, saliese luego de Wormes, con apercibimiento que pasados los tres días no le valdría el salvoconducto para que no fuese preso y castigado rigurosamente, como sus muchos desconciertos merecían.

     Aseguráronse con esto un poco los luteranos, y porque no se perdiese tiempo, el arzobispo de Tréveris envió dos clérigos suyos a Lutero aquel mismo día, avisándole que se aparejase, porque para el día siguiente había de venir a verse con él a su posada. El día de San Jorge no se pudo entender en el negocio de Lutero, por estar Su Majestad ocupado en la fiesta de los caballeros de San Jorge, cuya cabeza él era. Y es de notar que aquel mismo día (aunque no lo sabía el Emperador) estaban sus capitanes acá en España dando la batalla a los comuneros en Villalar, y así parece que Nuestro Señor hacía en España la causa del César cuando él hacía la de Dios en Alemaña.

     Otro día después de San Jorge, víspera de San Marcos Evangelista, fue llamado Lutero a la posada del arzobispo de Tréveris, adonde estaban juntos el obispo y el marqués de Brandemburg, el duque Jorge de Sajonia, el maestre de la caballería de Nuestra Señora de los Teutónicos y algunos otros caballeros, con tres letrados, de los cuales era el principal Jerónimo de Vio, chanciller de Buda, que había de hablar por todos con Lutero.

     Juntáronse con él en una sala bien de mañana, y después de algunas cortesías que se hicieron los unos a los otros, Jerónimo Vio comenzó una plática doctamente ordenada, en la cual en sustancia le rogó a Lutero, que por un solo Dios no se fiase tanto de sí mismo ni pensase de sí que sabía más él solo que todos los hombres del mundo. Que pues todos los cristianos estimaban tanto la sentencia y parecer de los sacros concilios, él solo no fuese tan atrevido que osase poner lengua en desminuir su autoridad, pues era cierto (y lo sabía él) que la Iglesia cristiana no tenía otro refugio mayor ni más acertado para determinar las dudas que nacían en la religión.

     Al cabo le dijo estas palabras:

     -Aquí vienen, padre, estos señores, y yo con ellos, no a disputar con vos, que no hay para qué, sino a rogaros de parte de Jesucristo crucificado, que os enmendéis vuestros errores, pues veis los grandes escándalos y males que de vuestra porfía y obstinación han resultado, y se espera que nacerán otros mucho mayores.

     A lo cual Lutero en pocas palabras respondió diciendo de esta manera:

     -En mucha merced tengo, señores, la exhortación amigable que se me ha dado sin haberla yo merecido tan blanda y caritativa. Mi intención nunca fue jamás (ni lo será) de reprender a todos los concilios. Al que yo he reprendido es sólo, el de Constancia, no por otra cosa más de porque condenaron en él la palabra de Dios. Bien sé que somos todos los hombres obligados a obedecer a los jueces, y a los superiores y magistrados, aunque vivan mal. También sé que nadie se debe atar mucho a su parecer. Pero no me mande alguno que niegue la palabra de Dios, que no lo haré en alguna manera. (Como si se le pidiera que negase la palabra de Dios.)

     Con esta respuesta pensaba encubrir sus errores y ponzoña.

     Hubo algunas otras réplicas de parte del chanciller, y dieron y tomaron todos los de aquella junta alegando muchas razones. A todos falsamente pensaba satisfacer el hereje con ponerles por escudo la palabra de Dios.

     Llamaba él palabra de Dios al Evangelio entendido a su modo y con las violencias que a él le parecía, sin admitir ni recibir interpretación de alguno de los santos doctores; y estaban las opiniones de Lutero tan lejos de ser palabra de Dios (como él las llamaba) que Juan de Fischero, obispo Rofense, en un tratadillo que hizo en favor de la bula del Papa León X, prueba claramente que ninguno de los cuarenta y dos artículos condenados por aquella bula son ni pueden ser palabra de Dios.

     Finalmente, Lutero en estas vistas de la víspera de San Marcos, siempre se tuvo a su palabra de Dios sin que le pudiesen sacar de ella.

     Otro día siguiente fueron Jerónimo Vio y otro letrado amigo suyo a la posada de Lutero, a sólo rogarle que ya que no quería retractarse, a lo menos tuviese por bien deponer sus libros debajo de la corrección del Emperador y de los príncipes de Alemaña. A esto respondió él que le placía. Pero que con tal condición se habían de examinar que no alegasen contra él opiniones de doctores ni de concilios, sino solos testimonios y autoridades de la Sagrada Escritura. Porque la palabra de Dios no estaba sujeta ni se había de someter al juicio de los hombres. Pidiéronle tras esto, que a lo menos se sometiese a la determinación del futuro concilio. Respondió que mucho enhorabuena, que le placía; pero que había de ser con la misma condición.

     Lleváronle de allí otra vez al arzobispo de Tréveris, y habiendo pasado el arzobispo con él muchas cosas, vino a decirle:

     -Pues no os contenta, padre, algún partido de los que se os han puesto, decidnos agora vos por amor de Jesucristo cuál medio os parecerá que será bueno que tomemos en este vuestro negocio.

     Dijo él entonces:

     -El mejor medio de todos es, que hagamos lo que dijo Gamaliel en los actos de los apóstoles: «Dejadme, no me vais a la mano, que si mi consejo es bueno y venido por mano de Dios en balde trabajáis por estorbarme; y si es consejo humano, él se deshará sin llegar a él».

     Y para que en Alemaña fuese notoria la voluntad y santo propósito del Emperador y cuánto abominaba los errores y atrevimientos de Martín Lutero y sus secuaces, en la ciudad de Wormes a ocho días del mes de mayo del año de 1521 y de su imperio, segundo, y de los demás reinos sexto, mandó publicar una provisión y edicto contra las herejías y herejes, y que se pregonasen en todas las ciudades del imperio, diciendo:



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- XII -

Edicto Vormacense. -Confiesa el Emperador que conocer de Lutero toca al Pontífice. -Preguntas que se hicieron a Lutero. -Desvergüenza de Lutero. -Amonestan en particular a Lutero que se aparte de su mal propósito. -Pecho católico del Emperador y lo que en esto se engañaron algunos. -Muere Guillermo de Croy, arzobispo de Toledo.

     «Que al oficio de verdadero Emperador de romanos pertenece no sólo extender y dilatar en lo tocante a la fe católica los términos del Sacro Imperio, como lo habían hecho los príncipes de Alemaña sus predecesores por la defensión de la Iglesia católica romana, derramando muchas veces su propia sangre y la de los suyos, y lanzando de sus términos los infieles, pero ni aun consentir que una centella o sospecha de herejía maculase la sacrosanta religión de sus gentes. Y que si alguna había comenzado a nacer, debía borrarla y apagar de todo punto y con todo cuidado, siguiendo la regla que hasta entonces se había tenido y guardado de la Santa Romana Iglesia. Y si tal hicieron sus mayores, ¿cuánto más y con mayor obligación lo debía él hacer, pues la inmensa benignidad del Omnipotente Dios le quiso dar mayores reinos, señoríos, más pueblos y gentes belicosas y dobladas fuerzas, más que en muchos siglos de los pasados tenía dados a otro príncipe para tutela y aumento de su santa fe católica? Y demás de esto como él trajese su origen y nacimiento por parte de padre, de los cristianísimos emperadores y archiduques de Austria y duques de Borgoña, y por su madre de los Católicos Reyes de España, Sicilia y Jerusalén, cuyas ilustres hazañas hechas por la fe cristiana jamás se pondrán en olvido. Y que si por su negligencia y descuido permitiese que los errores que de tres años a esta parte comenzaron a brotar en Alemaña, siendo nuevas herejías, o, por mejor decir, muchas veces por los concilios y decretos de los Sumos Pontífices con aprobación de la Iglesia condenada, y agora como saliendo del infierno las dejase echar hondas raíces sería con perpetua ignominia y nota de su nombre y gran cargo de su conciencia y escurecería, como una niebla, las felices esperanzas de los principios de su imperio. Y que a todos era notorio con cuántos errores y herejías muy contrarias y ajenas de la fe católica, un cierto Martín Lutero, fraile de la Orden de San Agustín, había procurado inficionar la religión cristiana, principalmente en la ínclita nación de los alemanes, que perpetuamente aborrecieron y resistieron todo error de infidelidad. Lo cual estaba en tal punto, que si no se acudía al remedio con tiempo, toda esta nación, y después de ella (cundiendo la contagión) la república cristiana, estaba muy cerca de despeñarse y dar consigo en una abominable cisma y acabamiento de todos los bienes y paz universal de la Iglesia. Por lo cual, movido el Santísimo en Cristo Padre León X, Sumo Pontífice de la Sacrosanta Romana Iglesia, a quien toca la reformación y guarda de la pureza de la fe católica y sacramentos de la Iglesia, al principio amonestó paterna y blandamente, y aconsejó al dicho Martín Lutero que se apartase de principios tan nefandos y revocase los errores que había derramado. Lo cual como él menospreciase, añadiendo males a males, el dicho Beatísimo Padre determinó proceder contra este hereje y usar de los remedios acostumbrados. Así que siendo convocados los reverendísimos cardenales de la Santa Romana Iglesia, obispos y otros prelados, priores y ministros generales de las Órdenes regulares, varones señalados en letras y dotos en todo género de dotrina y lenguas, maestros y dotores de diversas naciones, siendo ante todas cosas citado y llamado el dicho Martín Lutero, perseverando él duramente en su contumacia, con consensu, consejo y aprobación de todos los cardenales, obispos, perlados, dotores y maestros, condenó todos los escritos que el dicho Martín Lutero ansí en la lengua tudesca como latina había publicado y impreso como dotrina perniciosa, contraria y repugnante a la fe y unidad de la Iglesia. Y mandó que se quemasen sus libros y de todo punto se deshiciesen. Y que si el dicho Martín Lutero dentro de un cierto término después de la publicación del decreto de Su Santidad, mudando parecer y apartándose de lo que había comenzado, no revocase sus errores y mostrase dolerse de ellos, le declaraba y condenaba como desobediente y hijo de maldad, cismático y hereje, y daba poder a todos para que le pudiesen prender y justiciar, conforme a la disposición del derecho común más largamente se contenía en la bula que cerca de esto se expidió; la cual se había enviado por un nuncio apostólico al Emperador, como a verdadero y supremo defensor de la fe cristiana y de la silla apostólica de Roma. Pidiéndole por el dicho mincio, embajador Gerónimo Alejandro, protonotario de la dicha Sede Apostólica, que conforme al oficio y obligación de la dignidad imperial mandase guardar todo lo contenido en las dichas letras apostólicas, y diese para ello su favor y ayuda. Primeramente en todo el Imperio romano, y de ahí (como convenía a tan católico y cristianísimo príncipe) en los demás sus reinos, dominios y provincias, principalmente en Alemaña. Y que después de la dicha amonestación hecha por el Pontífice, el dicho Lutero fuese citado y emplazado, y durando su rebeldía, finalmente condenado; y se presentasen las dichas letras, y publicase la bula apostólica por diversos lugares de Alemaña. Y asimismo mandaba que el Emperador hiciese ejecutar, guardar y publicar las dichas letras, no solamente en Lovaina y en los Países Bajos, pero también en Colonia, Tréveris, Maguncia y otras partes. Pero no bastando esto, estuvo tan ajeno el dicho Martín Lutero de apartarse y dolerse de sus errores y de pedir perdón y absolución de su culpa, ni procurar la gracia del Pontífice y Santa Iglesia Romana, que cada día imprimía y sacaba en público detestables y perversos frutos de su dañado ingenio, y en manifiesto daño de la Iglesia, furiosamente publicaba infinidad de libros llenos de herejías, no sólo nuevas, pero aún resuscitaba las muy antiguas y condenadas en tiempos pasados por los sagrados concilios, y no sólo en latín, pero para más fácilmente pervertir y estragar el común de las gentes, los componía en lengua vulgar y tudesca. En los cuales libros disipaba y confundía el número de los siete sacramentos, que por tantos siglos la Iglesia romana había tenido y guardado.

     »Destruía y condenaba feamente y de diversas maneras las leyes inviolables del matrimonio. Decía, con Wiclef, que la Extremaunción era un puro fingimiento. Condenaba el sacramento de la Eucaristía, y la Confesión. Y, finalmente, con tanta desenvoltura hablaba de los sacramentos y ceremonias de la Iglesia, que amenazaba, con peores cosas que decía, escribir contra la Iglesia. De donde, tomando ocasión, comenzaron algunos a poner duda en la penitencia y otros a usar mal de ella, y otros, de todo punto a negarla. Y demás de esto vino a tener en tan poco la dignidad sacerdotal, que la hizo común a los seglares y a los niños, y aun a las mujeres, incitando a los mismos seglares para que ensuciasen sus manos en la sangre de los sacerdotes. Y al Sumo Pontífice, supremo sacerdote de nuestra religión, sucesor de San Pedro y verdadero Vicario de Cristo en la tierra, de ordinario no le trataba menos que con infames, afrentosas y viles palabras. Negaba totalmente el libre albedrío, y decía que todas las cosas sucedían en cierta manera, necesitando, de manera que no podían evitarlas los hombres, tomándolo de la herejía de los maniqueos y Wiclef. Y que el venerable sacramento de la Misa no era frutuoso a los vivos ni a los muertos, más de a sólo el sacerdote que la decía. Quitaba los ayunos y oraciones que la Iglesia tiene instituidos. Sentía contra la Iglesia en lo que tiene del purgatorio y de las ánimas que en él se purificaban. Negaba los sufragios y oraciones que de los vivos esperan los difuntos, arrimándose a la opinión falsa y herética que contra la Iglesia católica tuvieron otros herejes. Sentía con los pelagianos en lo que es la Iglesia militante. No admitía la autoridad, escritos y dotrina de los santos padres que la Iglesia católica ha recibido. Escarnecía, y burlaba del honor, reverencia y devoción que con ellos la Iglesia tiene. Quitaba la obediencia y buen gobierno que los pueblos tienen, conmoviéndolos y incitándolos a bandos, rebeliones y mortal disensión y levantamientos contra los señores espirituales y temporales, provocándolos a robos, incendios y muertes, con gran descrimen y manifiesto peligro de la república cristiana, induciéndolos a una vida licenciosa, disoluta y sin alguna ley, orden y manera, y verdaderamente brutal. Así que este hombre sin ley, daña y condena todas las leyes, decretos de los santos padres y sagrados cánones, diciendo con boca descomulgada, que habían de ser quemados en públicas hogueras. Lo cual hubiera hecho si no temiera más el cuchillo temporal que las excomuniones y censuras del Pontífice. Pero que ya no tenía vergüenza de contradecir públicamente con toda libertad a los sagrados concilios. De los cuales principalmente contradice y muerde en todas partes, con temeraria osadía y desvergüenza, al Concilio costanciense, que con gran gloria de los alemanes dio paz y tranquilidad perpetua a la Iglesia, que con gran peligro estaba desavenida. El cual atrevimiento no sólo es en ofensa de toda la Iglesia, mas en notable afrenta, menosprecio y ignominia de toda Alemaña, pues ya dice que este Concilio erró más torpemente que todos los otros. Ya le llama sinagoga de Satanás, y de todos los que en él se juntaron y mandaron quemar a Ioanes Hus, heresiarca; y lo que más es, que al Emperador Segismundo, de felice recordación, y príncipe del Sacro Imperio, llama Anticristo, y sus apóstoles, homicidas y fariseos. Y que todo cuanto condenaron en este concilio de lo que tenía dicho Ioanes Hus, era puro evangelio y verdaderamente fe católica, cristiana y como tal lo defendería. Y los artículos o proposiciones que de Ioanes Hus allí se aprobaron, no los admite. Y, finalmente, venido a tal extremo y locura, que si Ioanes Hus fue una vez hereje, éste se precia de serlo cien veces más, siendo un hombre tan amigo de novedades y, por mejor decir, codicioso de la perdición de todos, que ninguna cosa tiene escrita o se ha divulgado en su nombre, en la cual no haya alguna ponzoña y mortal veneno, principalmente en aquellos libros indignos de ser nombrados, por las materias feas y abominables que en ellos trata, que en su nombre se han impreso, y en los demás que ha reconocido por suyos, en los cuales no hay palabra que no tenga su veneno. Por no contar todos los errores, que son innumerables, de Lutero (como si éste sólo no fuera hombre, sino el mismo diablo en figura. humana, para destruición de todo el mundo, tomando el hábito de fraile) todas las herejías de infinitos de herejes, dañadas y condenadas, las había sacado de la sepultura y olvido, y juntándolas en uno con otras que él de nuevo ha pensado, con fingida y disimulada predicación de la fe. De la cual usa de ordinario para persuadir sus engaños, con que de todas maneras estragaba y destruía la verdadera fe. Y con color de libertad que promete, echa y pone el yugo y servidumbre del demonio. Y debajo de nombre de la profesión evangélica, pretende destruir y totalmente dañar la paz evangélica, y caridad, y pervertir el orden y hermosura de toda la Iglesia. Las cuales cosas (dice el Emperador), entendidas por él y por sus consejos y naciones a él súbditas, y con cuidado advertidas y consideradas, particularmente en aquello que por el Sumo Pontífice fue amonestado; viendo que sin ofensa notable de su honor y reputación imperial, detrimento y injuria de la religión católica no podía disimular cosas de tanto peso (como ni lo quiso), antes siguiendo los pasos de los emperadores romanos, sus predecesores, y los hechos loables que por la libertad de la Iglesia católica siempre hicieron, y las constituciones pías y santas que inviolablemente siempre guardaron en la extirpación y castigo de los herejes, siendo llamados principalmente en su presencia los electores, y todos los estados y príncipes del Sacro Imperio Romano, congregados en la Dieta de Wormes. De consentimiento, parecer y madura deliberación de todos ellos, vinieron y venían en esta determinación, sentencia y conclusión, que aunque por todo derecho no se debía oír ni admitir a un hombre que el Sumo Pontífice y Sede Apostólica tenía condenado por duro y pertinaz en su pecado, excomulgado y segregado del uso y participación de la Iglesia católica, y notoriamente hereje, pero para quitar toda cautela y ocasión o achaque de cavilación, y porque muchos libros que en nombre de Lutero se habían publicado, algunos de -sus secuaces los condenaban, y decían no ser suyos, afirmaban muchos que convenía ante todas cosas oír al dicho Lutero, antes de ejecutar en él la sentencia del Pontífice, y que se le enviase salvoconducto con uno de sus heraldos, o faraute, para que libremente y sin peligro pudiese parecer y dar cuenta de sí, y volverse con la misma seguridad. Lo cual se hizo así. No dice el Emperador «para que Nos juzgásemos o conociésemos de este negocio», que sin duda ninguna toca y pertenece al Pontífice Romano y silla Apostólica; ni para que consintiésemos poner en disputa y duda, con grande escándalo, turbación y menosprecio de los fieles, las cosas de nuestra santa fe, sino por satisfacer al vulgo y a muchos que lo pedían, y reducir, si fuese posible, el ánimo de tal hombre con buenos consejos y amonestaciones al camino verdadero. Puesto, pues, Lutero en nuestra presencia y de los príncipes electores del Sacro Imperio, perlados y estados, le mandamos preguntar según la forma del imperial mandato:

     »Lo primero, si había compuesto y eran suyos muchos libros que se le mostraron y leyeron por sus títulos, y otros que andaban con su nombre.

     »Lo segundo, si quería apartarse y revocar lo que en los dichos libros se contenía contra los decretos de los Santos Padres, ritos, y costumbres guardadas desde nuestros mayores hasta este presente día, y reducirse al seno y unidad y conformidad de la Iglesia católica; diciéndole blandas y amorosas razones, con muy buenos partidos que en nuestro nombre y del Sacro Imperio se le ofrecieron; con saludables consejos y amonestaciones, que no bastaron para ablandar y convertir el corazón de este hombre obstinado y duro más que una piedra. El cual luego reconoció y confesó ser suyos los dichos libros, y protestó que jamás lo negaría. Y aun dijo que había compuesto otros muchos, que por no haber copia de ellos no se habían traído allí. Y en lo que tocaba a la revocación, pidió que se diese término para responder. El cual, aunque se le pudiera negar -porque las novedades y errores en la fe no se han de tratar con largas, sino luego se deben cortar y poner silencio en ellas, y lo otro, porque del mandato que de nuestra parte legítimamente le fue notificado, y asimismo por las cartas que le enviamos, fue muy bien amonestado y advertido de la causa para que le llamaban, y que viniese aparejado para responder luego breve, clara y abiertamente, como se debía hacer en el ayuntamiento imperial-, pero, por nuestra clemencia y benignidad, le dimos un día de término, y que pasado pareciese ante nos en la dicha Dieta y convento imperial, y con semejantes amonestaciones fue muchas veces aconsejado que volviese en sí, prometiéndole de nuestra parte, que si conociese la culpa que tenía y le pesase de sus errores, y condenase los que en sus libros se contenían, brevemente se le alcanzaría del Sumo Pontífice que le recibiese en su gracia, y que expurgando sus libros con cuidado y diligente examen, quitando de ellos los errores y herejías que contenían, que lo que fuese católico y santo, la autoridad apostólica lo aprobaría. Respondía, con muchos visajes y gestos, y descomposición, más propia de un hombre loco que de religioso, con palabras soberbias insolentis, que no mudaría de una sola palabra de lo que tenía escrito. Y en nuestra presencia y de los príncipes del Imperio afirmó que los sacros cánones y decretos de los Sumos Pontífices y sagrados concilios habían muchas veces errado, y entre sí mismos se contradecían, y que para él eran de ningún momento, y que él jamás se apartaría de lo que tenía escrito, si con evidente razón y autoridades de la Sagrada Escritura, que a sí y a su conciencia satisficiesen, no le convencían. Repetiendo muchas veces (con que encubría el veneno de sus engaños) que con su conciencia ilesa y sana, ni podía ni quería alterar ni mudar la palabra de Dios (mal entendimiento, mal ánimo). Como si Nos, dice el Emperador, le pidiéramos que mudase y alterase la palabra de Dios, sino antes, que según la palabra divina y verdadero entendimiento de ella, se redujese al gremio de la Santa Madre Iglesia, de la cual tan impía y torpemente se había apartado; cuya autoridad quiso Dios que fuese tanta. Y el mismo Jesucristo dice que el que no la oyere sea tenido por gentil y publicano. Y así, con mucha razón, ninguno, si no fuese algún perdido hereje luterano, juzgó menos que deberse anteponer y preferir a todas las intenciones, engaños y cautelas de los herejes. El cual, finalmente, para dar fin digno de sus obras y acabar peormente lo que tan mal había comenzado, no pudo disimular aun en nuestra presencia y del Sacro Imperio, el mal ánimo que tiene y lo que se huelga del mal de los fieles; porque torciendo (como es costumbre de herejes) del verdadero sentido a su impiedad aquella evangélica sentencia: «No vine a poner paz, sino la espada», dijo que constaba por estas palabras, evidentemente, que la palabra de Dios causaba ruidos y disensiones. Esto es (lo cual ojalá que por experiencia no viéramos) que por las opiniones diferentes del culto de la Iglesia, con que agora salía Lutero dándoles falso título y con pretexto de la palabra de Dios, se levantaban entre los cristianos contrarios pareceres, disensiones, enemistades, cismas, guerras, muertes y robos; pues con tal y tan engañosa respuesta (propria de las herejes) a Nos y al Sacro Imperio por Lutero dada, aunque teníamos determinado proceder adelante, sin hacer caso de él, según por la escritura hecha por nuestra mano, que el día antes se publicó, puede constar a todos; pero por los ruegos. de todos los príncipes y Órdenes del Imperio le concedimos tres días de término para que conociese su pecado y se confundiese en él. En el cual término dos electores, dos obispos y dos príncipes seglares, en nombre de todas las ciudades y representando todas las Órdenes y estados del Sacro Imperio, nombrados y eligidos por todos, llamando en particular al dicho Lutero, le amonestaron y aconsejaron por todas maneras que se apartase de su mal propósito, y que si no lo hiciese, le notificasen que se ejecutarían en él las constituciones, leyes y penas que por Nos y por el Sacro Imperio fuesen determinadas; lo cual se hizo en balde y sin fruto alguno. Y también un elector del dicho Sacro Imperio, tomando consigo otros dos dotores, varones claros, de piedad y ciencia, los cuales no sólo con amonestaciones, pero arguyéndole con evidentes razones y convenciéndole de sus errores hasta confundirle, y después tomándole en particular, con palabras blandas y amorosas le amonestaron quisiese reducirse al estado y sana conciencia y obediencia del Sumo Pontífice y Sede Apostólica y Sacro Imperio, y siguiese la común sentencia y parecer de todas las naciones de los fieles, y no arrimarse a su solo parecer. Y haciéndolo así, entendiese no ser él sólo el que tal había hecho, sino que seguía el ejemplo loable de algunos santos padres que en tiempos pasados acaso erraron, y se redujeron y retractaron humildemente. Y que en esto entendiese que salvaba su ánima, su cuerpo y su honra. A lo cual Lutero, aunque se vio convencido de muchos de sus errores, y que en sus proprios escritos feamente se contradecía, no por eso ni en particular respondió mejor ni con más sanas razones que públicamente había dicho delante del Sacro Imperio. Y demás de esto dijo e afirmó que tenía por sospechosos no sólo todos los nombrados, pero aun al concilio general (si lo hubiese) le tenía por odioso y sospechoso. Y según consta, evidentemente, no tuvo vergüenza de decir con una boca sucia y temeraria que las cosas del Evangelio y fe católica nunca se habían tratado ni entendido bien en los concilios generales. De donde es de maravillar que hablando éste tan mal y escribiendo impíamente de los sagrados concilios, apelaba por otra parte de la sentencia del Pontífice para el general; si no es para que manifiestamente veamos que así corno los herejes no hay cosa que más teman que el concilio general, así no hay cosa más propria a tales que contradecirse y jamás tener firmeza ni tratar verdad en sus dichos, hechos ni escritos. Lo cual, si en algunos se vio particularmente (queriéndolo así la Divina Providencia) para que más presto se deshiciesen las cosas deste hereje, en él se ven y leen a cada paso semejantes defetos.

     »Pues estando así las cosas, y el dicho Lutero perseverando perversa y obstinadamente en sus heréticas opiniones, de manera que todos los que algo saben o lo tienen por loco o por endemoniado, Nos, según el tenor del salvoconducto, le mandamos luego salir de nuestra corte, dándole un rey de armas que le acompañase y término de veinte días, que comenzaron a correr desde veinte y cinco de abril, que se partió de Wormes; y que cumplido el dicho término, se diese por acabado y concluido el salvoconducto. Y agora, finalmente, determinamos proceder y usar de los remedios y medicinas necesarias para tan pestilencial enfermedad, en la manera siguiente:

     »Primeramente, a honra de Dios omnipotente y debida reverencia del Romano Pontífice y santa Sede Apostólica, por lo, que toca a la dignidad imperial y debido oficio, y asimismo el celo y cuidado con que según la costumbre de nuestros mayores y virtud y fuerza que es en Nos natural para defensión de la fe católica y honra de la Santa Romana y universal Iglesia, tutela y protección de ella, estamos determinados de poner todas nuestras fuerzas y facultad, Imperio, reinos, dominios y, finalmente, la vida y nuestra propria alma, por la imperial y real autoridad. Con consejo y voluntad de los electores y príncipes del Sacro Romano Imperio, y de las Órdenes y estados que en esta celebérrima y frecuentísima Dieta imperial de Wormes se han congregado para perpetua memoria, ejecutando la sentencia, decreto y condenación de Nuestro Santísimo Padre, verdadero juez en esta parte, que en las letras apostólicas como dicho es a Nos dirigidas se contiene. Declaramos a Martín Lutero por miembro ajeno y apartado de la Iglesia, obstinado, cismático y notorio hereje; y mandamos y determinamos que, como a tal, todos en general y en particular le tengan, y que ninguno pueda recibir al dicho Martín Lutero, ni ampararle, ni defenderle, ni sustentarle, ni encubrirle, ni favorecerle en hecho ni en dicho, ni por escrito, so pena de incurrir en crimen lesae majestatis, y gravísima indignación nuestra y del Sacro Imperio, y de perdimiento de bienes, feudos y dominios, y de las gracias y privilegios que de Nos y del Sacro Imperio dependen, que hasta agora hayan tenido ellos o sus antecesores en cualquier manera, y de destierro, y de otras penas. Y que pasado el término de los veinte días, procedáis contra él donde quiera que fuere hallado y pudiere ser habido, en la forma que se dice en el decreto imperial. O a lo menos le tengáis preso hasta tanto que nos podáis. avisar, para daros el orden que se ha de tener en su castigo, y premiaros una obra tan santa, con más las costas que hubiéredes hecho. Y asimismo os mandamos procedáis contra los demás herejes y secuaces del dicho Lutero, cómplices y encubridores; si no es que conociendo su pecado, dejen el camino de perdición que con él llevaban, y hayan del Sumo Pontífice alcanzado el perdón y absolución de su culpa. Y podáis confiscar y tomarles los bienes muebles y raíces libremente, conforme al decreto y mandamiento imperial, sin que se os pueda hacer estorbo ni impedimento alguno, y convertirlos en vuestros usos y provechos. Y demás de esto mandamos a todos, en general y particular, debajo de las mismas penas sobredichas, que ninguno pueda comprar, ni leer, ni tener, los libros ni escritos del dicho Lutero, que por autoridad apostólica (según dicho es) están condenados y dados por heréticos, ni en latín ni en lengua común, ni en otra cualquiera que sea, que hasta agora hubiere compuesto, o de aquí adelante compusiere, por ser, como son, de un autor tan malo, pernicioso y notoriamente hereje. Y que ninguno los pueda comprar, vender, tener, leer, escribir ni imprimir, o mandarlos escribir o imprimir, ni sustentar, ni defender, ni disputar, ni predicar lo que en ellos se contiene. Sin embargo de que en ellos estén mezcladas algunas cosas buenas para engañar los ingenios llanos y sin malicia. En lo cual (demás de la justa determinación del Pontífice) tuvimos por bien de seguir la loable costumbre y santa institución de los padres antiguos, que quemaron todos los escritos de los arrianos, pricilianistas, nestorianos, eutiquianos y otros herejes, sin perdonar a ninguno de ellos, y con mucha razón; porque si un manjar, por bueno que sea, se corrompe y apesta con sola una gota de veneno, y por eso se ha de echar todo a mal, como venenoso y mortífero: ¿cuánto más se deben abrasar las escrituras en las cuales hay tan pestífera dotrina y venenos dañosos a las almas, y guardarnos de ellas, y que no puedan dañar ni corromper, ni destruir a otros, y aniquilarlas para que jamás de ellas quede memoria?

     »Y demás desto, porque si en los libros de Martín Lutero se halla algo que sea bueno, muchos tiempos antes lo escribieron y dijeron los santos padres, aprobados por la Iglesia católica, en cuyos libros se puede, ver y hallar, y aprovecharse de ello sin ningún temor ni sospecha.

     »Por lo cual todo mandamos debajo de las mismas penas, a todos en general, y en particular a los príncipes y los demás a quienes toca administrar justicia y a otros cualesquier del Sacro Imperio, reinos y dominios, que todos los libros pestíferos del dicho Lutero, impresos y por imprimir, en lengua alemán o en latina, donde quiera que se hallen, los quemen y consuman como a heréticos, cismáticos y sediciosos y destruidores del camino de la verdad, y den favor y ayuda para ejecutar esto, a los ministros apostólicos y sus comisarios. Y que en su ausencia, y a falta de ellos, podáis hacer lo mismo, quemándolos en públicas hogueras, y que para esto os den favor y ayuda y os obedezcan todos nuestros súbditos. Y porque se puede temer que los dichos libros (callando el nombre de Lutero) se publiquen como cada día se ven y oímos que en Alemaña, y en otras partes se imprimen libros llenos de males, tradiciones, ejemplos y dotrinas; y ansimismo con astucia y dolo del enemigo de la naturaleza humana, que tiende lazos a los cristianos, se ponen pinturas y imágenes, no sólo en afrenta y oprobrio de particulares personas, sino en contumelia y desprecio del mismo Sumo Pontífice y Sede Apostólica. De los cuales libros y pinturas los fieles vienen a caer en grandes errores, así en la fe como en la vida y costumbres. Y como se ha visto por experiencia, no sólo particulares enemistades, escándalos y disensiones, pero aún sediciones, tumultos, rebeliones y cismas en todos los reinos, provincias, pueblos y universal Iglesia, si con tiempo no se remedia, se temen que ha de haber. Y, por tanto, para extinguir fuego tan grande, v mal tan pernicioso, con consentimiento de los eletores, príncipes y estados, a todos y a cada uno de los súbditos del Sacro Imperio y de nuestro patrimonio, debajo de las dichas penas mandamos que alguno no pueda componer, ni escribir, ni imprimir, ni vender, ni comprar, ni tener o hacer que se impriman, escriban, pinten o vendan en cualquier manera, arte y dolo, los dichos famosos y pestilenciales libros o otras cualesquier cédulas, escrituras, imágenes, pinturas contra la fe católica y buenas costumbres, y lo que la Santa católica Iglesia romana hasta agora ha guardado, y las invetivas, criminaciones, ignominias contra el Sumo Pontífice, Sede Apostólica, perlados y príncipes, y universidades y otras cualesquier honestas personas. Mas antes so las mismas penas mandamos a todos y a cada uno de los susodichos, y especialmente a los que tienen a cargo administrar justicia, que por nuestro orden y en nuestro nombre tomen, destruyan y quemen en públicos fuegos, todos y cualesquier libros semejantes que se hayan impreso hasta aquí o se imprimieren de aquí adelante. Y ansimismo los que estuvieren escritos de mano, de cualquier autor que sean, y se hallaren en cualesquier lugares de nuestro Imperio y en nuestros reinos y señoríos, y todas las pinturas y imágines semejantes. Y ni más ni menos prendan, tomen, embarguen los autores y inventores de estos detestables libros, códices, cédulas y escrituras y pinturas semejantes, y después de la publicación deste presente mandato a los impresores, compradores y vendedores que se atrevieren a ir contra él (con tal que legítimamente les conste) y asimismo todos los derechos y bien de todos y cada uno de ellos. Y con buen derecho dispongan de ellos a su voluntad, sin que se les puedan ser pedidos ante algún juez ni otro cualquiera, en juicio, ni fuera dél. Así que para quitar la ocasión de este y semejantes errores, y que no se dilaten más los venenos de los que escriben, sino que el artificio de imprimir libros se ejercite solamente en buenas y loables obras, de nuestra cierta ciencia y deliberación, y autoridad imperial y real, y con maduro consejo y deliberación y común consentimiento de los dichos eletores y demás estados del Sacro Romano Imperio, queremos, y so pena de destierro y so las otras penas arriba dichas lo encargamos y mandamos por el tenor del presente edicto, el cual queremos que tenga fuerza de inviolable ley, que de aquí adelante ningún calcógrafo o impresor de libros, o otro alguno que esté en cualquier lugar de nuestro Sacro Imperio, reinos y señoríos, presuma o en manera alguna se atreva a imprimir o vender, o hacer que se impriman o vendan directe o indirecte libros algunos o otra cualquier escriptura en la cual se trate de las sagradas letras o fe católica, aunque sea de pequeña materia, sin que primero haya habido consentimiento y voluntad del ordinario del lugar, y de su vicario diputado para esto; y también por autoridad de algún teólogo de la Universidad más cercana; y esto se entiende para la primera impresión. Pero otros libros, cédulas y pinturas de cualquier negocio o materia, no tocantes a la fe, por lo menos se ha de imprimir de consentimiento del ordinario y de su Vicario para ello. Y si alguno de cualquier estado, grado o condición que sea, con atrevimiento temerario intentare hacer o venir contra nuestra determinación, decreto, estatuto, ley, ordenación y prohibición de las cosas aquí vedadas, tocantes al dicho Lutero, y no guardare inviolablemente particularmente la del imprimir en la forma dicha (fuera de que todo lo que se hiciere lo irritamos y anulamos), sepa que ipso facto ha incurrido en el crimen lesae majestatis, y en gravísima indignación nuestra y del Sacro Imperio, y en perdimiento de, bienes, y destierro, en todas las otras penas, ya muchas veces dichas, etc.».

     Ésta es la sustancia toda del edicto imperial dado contra Lutero y su falsa dotrina, en el cual podrán ver Damián Catina en la vida de Pío V, y otros que con mal miramiento y ignorancia de la verdad quieren culpar al Emperador en las cosas de Lutero, el celo santo y católico, y fervor que tuvo, y el reconocimiento de la jurisdicción pontifical, y respeto al Pontífice. Pues agrava tanto las descortesías y blasfemos desacatos, que el hereje usaba con el Pontífice, como sus herejías de esta bestia fiera, que tanto ha dañado al mundo. Estando el Emperador en las Cortes de Wormes, murió Gillermo de Crov, arzobispo de Toledo y cardenal, que desde Lovaina había acompañado a Su Majestad hasta Wormes. Murió en el mes de enero, año de 1521, y a los ventitrés de su edad; y sepultáronlo en Lovaina en la iglesia de San Pedro.



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- XIII -

Ardid de Lutero para saber qué amigos tenía. -Quiere Lutero infamar la Universidad de París.

     Salió Lutero de Wormes otro día después de San Marcos, que ya no osó parar más allí. Tomó la vía de Witemberga a más andar, si bien por el camino iba predicando, porque se lo consintía su amigo Sturnio. Dejó en la corte por espías, para que le avisasen de lo que pasaba cerca de sus negocios, a Huteno y Buschio, dos poetas, grandes amigos suyos. Escribíales cada día, y ellos a él.

     No se puede pensar que Satanás hiciera otro embuste mayor que el que hizo Lutero en saliendo de Wormes para probar lo que tenía en sus amigos y para concitar odio contra el César. Lo que hizo fue concertar con ciertos amigos suyos que le saliesen al camino enmascarados y le prendiesen, y después echasen fama que los papistas le habían muerto por mandado del Emperador. Hízose ansí como Lutero lo pensó.

     Pocos días después de partido de la corte, vino a ella la nueva de que Lutero era muerto. Sembróse la fama por toda la tierra con grandísimo alboroto y escándalo, teniendo todos a Lutero por muerto, y él estaba dándose buen tiempo y escribiendo cien mil desatinos, escondido en un lugar del duque Frederico (que se dice Alstadt). Allí estuvo cerca de ocho meses sin que nadie supiese de él: que cierto hubiera de causar en el Emperador algún mal grande, porque Huteno y Buschio revolvían la feria, encareciendo la crueldad que se había usado con Lutero porque decía las verdades; y afeando al Emperador, que le había quebrantado la palabra y rompido la fe del salvoconducto; de tal manera, que estuvieron los alemanes a punto de atreverse contra Su Majestad.

     Llamó Lutero aquel su recogimiento y fingida prisión la isla Pathmos, diciendo que allí le había Dios revelado grandes secretos, como a San Juan en Pathmos el Apocalipsi. Lo que allí le reveló el demonio fueron infinitas mentiras y falsos testimonios, con que compuso infinitos librillos que escribió, de diversas materias, todos llenos de su acostumbrado veneno, hasta poner lengua en su muy devota Universidad de París, porque supo que habían ya los teólogos de ella aprobado los artículos de la bula de León.

     Fue cierto cosa donosa una diabólica imaginación y astucia que tuvo para infamar a los de París, por quitarles el crédito y porque le tuviesen a él por doto, y a los parisienses por necios. Hizo escribir a Filipo Melanchthon, su devoto, un libro contra ellos, y escribió dos: el uno, contra la Universidad, y el otro, en nombre de ella y en respuesta del suyo. Puso en este postrero mil ignominias como que las decían los de París en su defensa, y no hacía sino mostrar a todos aquel libro, diciéndoles que viesen cuán bien se sabía defender de los de París, que cierto fue una invención que sólo Satanás y él la supieran urdir, que compuso él las necedades y vendiólas por de sus enemigos.

     Todas estas traiciones y maldades de Lutero escudriñábanlas Juan Ekio, Empser Cocleo y otros muchos hombres dotos y católicos, que no entendían en otra cosa sino en contraminar los engaños de esta bestia desdichada, escribiendo contra sus blasfemias libros católicos y santos. Especialmente en esta coyuntura (antes que Lutero saliese de su escondrijo) salió a luz un elegantísimo libro del rey Enrico VIII de Ingalaterra en favor de los siete sacramentos de la Iglesia, contra La Captividad Babilónica, de Lutero. Por lo cual mereció Enrico que el Pontífice León, por su breve apostólico, motu proprio, le diese glorioso renombre de Defensor de la Fe católica, si bien después lo perdió por ser demasiado de sensual y torpe.



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- XIV -

Guerra de armas y lenguas contra el Emperador. -Engaño de Jovio (lib. 20, cap. 3). -Hállase el Emperador a las bodas del infante don Fernando, su hermano. -Muere Guillelmo de Croy, monsieur de Xevres.

     Si bien era notorio al mundo lo que el Emperador hacía en Wormes y el celo santo que tenía del bien de la Cristiandad (cosa harto notable en un príncipe de tan pocos días), no le dejaban las lenguas maldicientes, echándole mil culpas por la guerra que se había comenzado con Francia, haciéndole autor de ella. Decían esto los aficionados de Francia, y al contrario los que lo eran del Emperador; de suerte que la guerra comenzó con armas, con lenguas y muy enconadas voluntades, y así lo fue cruel, y duró con esta fuerza casi cuarenta años.

     Y el que la comenzó abrió la puerta a una de las más sangrientas y inhumanas guerras que ha tenido el mundo, aunque se digan las púnicas africanas, tan nombradas, entre los romanos y cartagineses, ni las de los griegos, ni Persas, ni otras tan celebradas en el mundo.

     Y es claro que el rey de Francia fue el agresor, porque Roberto de la Marca hizo la gente en Francia y en París, donde estaba la corte, públicamente, con cajas y banderas tendidas, y entró por los estados de Borgoña sin tener Flandes un soldado hecho; y el Emperador (como hemos visto) estaba en Wormes entendiendo en apaciguar y remediar las herejías, y envió al conde Nasao para que acudiese a la defensa, y se dio la buena maña que vimos en no sólo recobrar lo perdido, mas pasó hasta llegar en Francia y cercar a Mesieres; y así, se engaña el Jovio diciendo que los imperiales habían comenzado la guerra cercando a Mesieres en Francia.

     Y a este tiempo vinieron los franceses contra Navarra, y antes traían los tratos que se dijeron con las Comunidades de Castilla, donde no hay color ni excusa. Y por eso declaró el inglés que el que dio principio a estas guerras fue el de Francia. Y siendo el Emperador así acometido, pudo confederarse con León X y echar la guerra en Lombardía, y de Italia al francés, como a feudatario ingrato y que se había levantado y hecho guerra contra el señor del feudo, y privándole de él. He justificado así el principio desta guerra, porque fue la primer centella que encendió el fuego que tanto abrasó la Cristiandad.

     Antes que el Emperador saliese de Alemaña, ya que la Dieta de Wormes era acabada, quiso hallarse a las bodas del infante don Fernando, su hermano, que se celebraron en Austria, con Ana, hermana del rey Luis de Hungría, por cuya muerte él lo fue después. Y al mismo tiempo se celebraron también en Hungría las del rey Luis con doña María, infanta de Castilla, hermana del Emperador, de la cual en esta historia tendremos bien que decir por su extremado valor.

     Y a 18 de mayo, que fue cuando estas cosas pasaban, murió monsieur de Xevres, el gran privado del Emperador, y de más mano en el gobierno de sus reinos y estados. Dicho queda quién fue Guillelmo de Croy, monsieur de Xevres, de su sangre y virtudes que tuvo, y extremada prudencia, por donde mereció el renombre de Sabio; y de la buena crianza que hizo en él el Emperador, procurando dejarle firme en sus reinos y en paz y amor con todos los príncipes de la Cristiandad. Fundó el monasterio de los celestinos en Heverles, de la Orden de San Benito, y el de la Anunciada, dentro de la villa de Lovaina. Restauró el monasterio y claustro de los cartujos, que está dentro de la misma villa. Edificó el castillo de Heverles; sepultóse con su mujer en la capilla mayor del monasterio de los celestinos de Heverles. Créese que si viviera no comenzaran tan presto las pasiones y guerras entre el Emperador y rey Francisco, porque fue siempre amigo de paz y procuró que el Emperador, sustentándose en ella, rigiese y gozase sus reinos.

     Sucedióle en la gracia y servicio del Emperador el duque de Ariscote.

     Y partiendo de Wormes el Emperador, vino a tener el día del Corpus, que fue aquel año a 30 de mayo, en la ciudad de Maguncia, y de allí prosiguió después su camino para Brabante y Flandes en todo el mes de junio, sin poder hacer su jornada en España, como tenía pensado, por las guerras y movimientos de Francia.



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- XV -

Trázase la guerra en Italia contra el rey de Francia. -El cardenal Julio de Médicis escapó milagrosamente de la prisión francesa. -Soberbia francesa y atrevimiento de Lautrech en las cosas de la Iglesia. -El Papa y el Emperador quieren echar de Lombardía al francés. - Jerónimo Morón, secretario del duque de Milán, solicita los milaneses para que se levanten contra el francés.

     En el principio de estos movimientos que el rey de Francia hizo contra el Emperador (como quedan dichos), con la buena y sana intención que el Emperador tenía de la conservación de la paz común, procuró que el rey le diese alguna buena satisfacción y pusiese en ello el remedio necesario, para que la guerra se excusase entre ellos, y así se lo envió a pedir y requerir. Pero después, vista su mala intención y el rompimiento tan al descubierto que había hecho por Flandes y en España, determinó hacerle guerra poderosamente y tomar de él la enmienda que merecía.

     Para lo cual, ante todas cosas procuró la amistad del Pontífice, por comenzar la guerra en Italia y quitarle el estado de Milán para Francisco Esforcia, hijo de Ludovico, hermano de Maximiliano, a quien el rey Francisco lo había quitado. El cual Francisco, desde los despojos e su padre y hermano, se había amparado y sostenido en la corte y casa del Emperador Maximiliano, y después de su muerte había residido en la ciudad de Trento, tierra de Austria; y quitarle, asimismo, a Parma y Plasencia, que eran de la Iglesia.

     Prometiéronse al cardenal Julio de Médicis diez mil ducados de pensión sobre el arzobispado de Toledo y un estado de otros tantos de renta en el reino de Nápoles para Alejandro de Médicis, hijo de Pedro de Médicis, el que fue duque de Urbino. Trató estos conciertos entre el Papa y el Emperador don Juan Manuel, cuya buena diligencia bastó para que el Pontífice secretamente se confederase con el César. A lo cual estaba harto inclinado por la mala voluntad que tenía al rey de Francia, a causa que siendo él legado en la jornada y rota de Rávena, fue preso le mandaba llevar a Francia a perpetua prisión, sino que yendo por el camino, vino tan gran torbellino entre unos árboles, que los soldados que le llevaban se espantaron, y entonces dos mancebos de Pisa lo pusieron en salvo.

     Acrecentaba esta pasión Francisco María, duque de Urbino, que en los años pasados había venido con favor y motivo del rey de Francia y con ejército a ocupar el estado del Papa, y no era menor causa el deseo que el Pontífice tenía de cobrar sus dos ciudades y librar a Italia de la dura servidumbre de los franceses, y querer gratificar al Emperador el buen celo que en la Dieta de Wormes había tenido en las cosas de la Iglesia romana, y por castigar a monsieur de Lautrech, virrey de Milán, porque no contento con tener opresos y tiranizados con mil vejaciones y molestias a los milaneses, era tan poco el respeto que tenía al Papa, que sin él y aun contra su expresa voluntad proveía los beneficios y obispados, y había mandado que nadie respondiese a citación del Papa ni acudiese a Roma. Lo cual todo sabía bien el rey Francisco, sin cuidado ninguno de quererlo remediar.

     Por estas y otras causas, ninguna cosa más deseaba que vengarse de los franceses.

     Pues de esta manera se confederaron el Papa y el Emperador para echar de Italia al rey Francisco, y se dieron priesa a poner en orden sus cosas, temiéndose de la nueva confederación que el rey de Francia había poco antes hecho con los suizos, esperando que se saldrían de ella por la autoridad y favor que el Papa con aquella nación tenía antes que el rey los obligase más con dádivas y buenas obras.

     Solicitaba y calentaba esta liga Jerónimo Morón. El cual, habiendo sido criado del rey Luis de Francia, viendo que el rey Francisco no le trataba según sus merecimientos, se pasó muy enojado contra el francés a Trento. De donde mientras el duque Esforcia estaba en Flandes con el Emperador, no cesaba cada día de solicitar a los milaneses, especialmente a los del bando de los gebelinos, para que se rebelasen contra el rey de Francia. Y escribía asimismo a los príncipes de Italia sobre la restauración de Francisco Esforcia.



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- XVI -

Trata Morón de levantar la Lombardía contra franceses. -Quieren los franceses con maña apoderarse de Rezo. -Caso extraño en Milán. -Júntanse los capitanes del Papa y Emperador. -Aprestos de gente y armas. -El rigor de los franceses enconó las voluntades y ánimos de los lombardos.

     Pues para entender que no era dificultoso echar a los franceses de Italia, hizo saber al Papa cómo poco había que él y muchos principales de Milán y de las ciudades comarcanas, que podían por su autoridad mucho con los demás, habían concertado de rebelarse contra el rey y echarle de la ciudad, levantándose juntamente en un día todas las ciudades del estado; y que para esto era bien no dar lugar a que el rey levantase gente; que con mil caballos que tenía de aquella parte de los Alpes no se podría defender.

     Y así, Jerónimo Morón partió un día cierto de Trento para efetuar lo que se había determinado. No pudo tratarse este negocio con tanto secreto que no lo sintiese Frederico Gonzaga, príncipe de Bozolo, el cual a la sazón tiraba sueldo del rey de Francia; y así, sospechando que no sin causa Morón había salido de Trento, puso en ciertos pasos soldados para que le prendiesen.

     Y él, para descubrir unos indicios que de los milaneses tenía, partió luego para Milán, donde estaba Tomás Fiesco, señor de Seuto, que era teniente de virrey, en lugar de su hermano Odeto. Comunicada, pues, allí la causa, parecióles digna de castigo, por el gran peligro que de ella se seguía. Y como muchos fuesen de parecer que era bien tentar primero a Parma, porque en Rezo había muchos milaneses desterrados que no estaban bien con el francés, luego Fusio con algunos soldados que hicieron y con la gente de caballo y otros principales de Francia y de Milán, que eran de su parcialidad, se fue para Parma.

     Y como supo que Jerónimo Morón, salvo de las celadas que le habían armado, era llegado a Rezo, partió para allá. Quiso hablar al gobernador del Papa. Diéronle entrada en un portal delante de la puerta de la ciudad; y allí los entretuvo Fusio, quejándose que contra la confederación hecha entre el Papa y el rey en Bolonia, eran acogidos y favorecidos los enemigos del rey en las tierras del Papa.

     Entretanto que duraba esta plática, Alejandro Tribulcio con los de a caballo, dando a entender que eran de la compañía de Guido Rangon, capitán del Papa, probaron a entrar en la ciudad por otra puerta que está a la parte de Módena. Los de Rezo, sentido el engaño, tomaron las armas, y peleando ojearon a Tribulcio y a los que con él venían, yendo herido Tribulcio de tal manera, que murió otro día. El gobernador reprendió a Fusio y hubo pareceres que era bien prenderlo. No quiso el gobernador, sino dejó ir al francés con que luego enviase correo al Papa para saber cómo estaba con el rey de Francia; si quería paz o guerra.

     Llegó nueva a Milán que Fusio había sido preso en Rezo, y si bien falsa, alteráronse los franceses y consultaron si podrían sustentarse allí seguros. Pero no estando ciertos ni confiados de la gente de Milán, estuvieron para salirse, hasta que supieron que Fusio estaba libre en Parma.

     Sucedió en estos días que un rayo encendió la pólvora que estaba en el castillo y arruinó gran parte de él y hizo polvos las medallas o figuras que estaban de los duques en una puerta; y de docientos soldados franceses, solo diez quedaron vivos; y que parece fue un mal agüero de lo que después se vio; y como miran en ellos las gentes de Italia, dio ánimo al Papa León y a los de su liga para más osadamente mover la guerra al francés, contra quien decían que ya Dios la comenzaba.

     Los gobernadores franceses que estaban en Milán, sintiendo los tratos de Morón y que la ciudad de Como y otros lugares se querían alzar contra ellos, prendieron algunas cabezas; diéronles tormentos, con que las voluntades se iban más enconando. Estando, pues, así en tan mal estado las cosas de Francia, Próspero Colona, capitán general del Emperador, había llegado a Bolonia, y Frederico, marqués de Mantua, capitán general del ejército del Papa, juntando de todas partes gente de a pie y a caballo. Y porque el marqués pocos días antes había recibido del rey de Francia el collar de oro de San Miguel, que es la cosa más honrada de aquel reino, el marqués se lo volvió a enviar a Mr. de Lautrech, que estaba en Milán, declarándose en esto por enemigo del rey de Francia.

     De ahí a pocos días se juntaron cerca del río Lenca, Próspero Colona, el marqués de Mantua y don Hernando de Ávalos, marqués de Pescara, que trajo los hombres de armas de Nápoles, y Gerónimo Adorno, con tres mil españoles, que poco antes había desembarcado y tentado en balde a Génova.

     Allí todos juntos determinaron añadir a los soldados españoles e italianos, que no pasaban de ocho mil, algunas escuadras de alemanes. Y así despacharon capitanes para Alemaña, los cuales hicieron cuatro mil alemanes y dos mil grisones, y pusieron al de Pescara con trecientos de a caballo y gente de a pie en tierra de Mantua, hasta que los alemanes bajasen por las montañas de Trento; para que si los venecianos quisiesen impedirles el paso, los socorriese. Sabido esto por Lautrech, que estaba en Milán, puso en todas las ciudades guarda. Pidióles dinero para hacer gente y dar paga a la que tenía. Hacía esto con tanto rigor, que así por ello como por los tormentos y muertes que en los conjurados había hecho, incurrieron los franceses en mortal odio del pueblo y enajenaron los ánimos del rey de Francia.

     De aquí comenzaron las guerras al descubierto, que duraron muchos años, como aquí veremos; y los franceses perdieron este estado; y por más que hicieron hasta hoy día no lo han cobrado.

     Y porque en esta historia he de tratar largamente del ducado de Milán, y de las guerras que en él tuvo el Emperador, que fueron bien costosas y sangrientas, haré una breve descripción de todo el estado de Milán y lugares de importancia que en él hay: y llámanla Lombardía, por haber sido reino de los lombardos.



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- XVII -

Descripción de Milán.

     El estado de Milán, tan codiciado de los reyes, reñido y comprado con sangre de infinitas vidas, es una de las importantes cosas que los reyes de España tienen. Digo esto por muchas razones, que no se pueden reducir a una. Cosa muy sabida es que todos los antiguos tuvieron a Italia por centro del mundo, y escala para ascender a la monarquía de él. Y por eso fue procurada de tantas y tan diversas naciones, que desearon ser señoras del mundo.

     Así los romanos, a cuya grandeza ninguna otra llegó, hicieron más instancia en ganar y sostener a Lombardía que a alguna otra provincia del mundo; considerando que como Italia es la escala para subir al señorío universal de él, lo es Lombardía para Italia.

     Es Lombardía jardín de toda Europa, regada del Po tan famoso, y de otros muchos y muy caudalosos ríos, no faltando el cielo con sus lluvias. De manera que el suelo produce todo lo necesario para la vida humana, con tanta abundancia, que no sólo bastaba a la innumerable población de tantas y tan grandes ciudades, villas y lugares y caserías como en ella hay, mas aún para sustentar ejércitos copiosísimos, como el de los cimbros, godos, lombardos y otras bárbaras naciones que, por ser tan excelente provincia, procuraron conquistarla y tener su principal asiento en ella.

     Sírvenla dos mares, el Ligústico y el Adriático; que nadie puede impedirlos, ni quitarlos al que fuere señor de Lombardía; antes él puede con facilidad vedar la entrada en ella a cualquier ejército que venga por cualquier destos dos mares, por la parte de los montes Alpes y Apenino que la rodean como un muro a una ciudad, comenzando en el Fríoli sobre el mar Adriático, y acabando cerca de Ancona sobre el mismo mar. En lo mejor de su gran llanura está el estado de Milán, que así como bien fortalecido, y con la gente de guerra a su defensa necesaria, es freno de Alemaña, de Francia, de venecianos, y de todos, en suma, los potentados de Italia; pero estando flaco y desguarnecido de gente, y sin dinero en que poder hacer fundamento, de la noche a la mañana puede ser ofendido de cualquiera de los dichos vecinos, o de todos: que habiendo ocasión, y quien sople con poco viento, se juntan. Porque el esguizaro confina con el estado de Varese, y cabo Arona; que el uno dista de Milán cuarenta y dos millas, y el otro cincuenta y cuatro.

     El francés tenía su frontera en Savillán, y aun en Valfanera, diez millas de Aste. El genovés llega a otras tantas de Alejandría. Del plasentino le divide el Po. Con el mantuano confina en Casal mayor. El veneciano llega a las riberas del río Ada, que pasa debajo del Trezo, por donde no dista su territorio de la ciudad de Milán más de veinte millas. Más arriba, cerca del lago de Como, donde comienza a salir el sobredicho río, está Leco o Leque pegado a la montaña, ocho millas de Bérgamo, lugar fortísimo de venecianos. Treinta y seis millas de Leque está la ciudad de Como, donde fenece una garganta del lago, que de ella se nombra, supuesta a muchas y muy altas montañas.

     Estos son los términos del estado de Milán. Otras particularidades de los lugares que tiene, y su disposición y fortaleza, no importan a esta historia, ni es mío decirlos. Diré empero de la ciudad brevemente su origen, la grandeza que tuvo, la que tiene. Ya que ha costado tanta sangre, sabremos lo que es, y qué vale.



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- XVIII -

Milán. -Lombardía se llamó de los lombardos. Rey de Romanos.

     La ciudad de Milán, tan deseada del rey de Francia y tan costosa a él y a toda la cristiandad, está como he dicho en la tierra que en los siglos pasados se llamó Insubria, parte de la Galia Cesalpina, que llamamos Lombardía. Fundóla Belovego con sus franceses, sobrino del rey Ambigato de los celtas, en tiempo del rey Tarquino de Roma.

     Venció éste a los de la Toscana, cerca del río Tesin, y fundó a Milán 546 años antes que Cristo encarnase. Llamóse Milán de dos príncipes que hubo en ella, el uno Medo, el otro Olano. Y así se llamó Mediolano, y corrompiéndose, Milán.

     Fueron muchos los enemigos que esta ciudad tuvo; y los romanos le hicieron cruel guerra muchos años, hasta que el emperador Claudio los sujetó.

     Vivieron en paz casi quinientos años, hasta que Atila, rey de los hunos, entró destruyendo a Italia. Este enemigo cruel del género humano abrasó a Milán. Viéndola tan afligida, Justiniano, emperador de Constantinopla, de otros godos que la impugnaban, envió al capitán Belisario que la defendiese. Mas no bastó a estorbar que un capitán godo, llamado Mun, dilas, no la cercase tan apretadamente, que de pura hambre se, dieron. Y la entraron los bárbaros godos, matando y asolando cuantos en ella había.

     De ahí a algunos años, los que escaparon milaneses, la volvieron a reedificar. Y lo que hicieron arruináronlo los lombardos, entrando en ella de paz con su rey Alboyno, y se alzó con toda su tierra, salvo Pavía, que se le defendió.

     Reinaron los lombardos en Milán y su tierra hasta los tiempos de Carlo-Magno, que hizo guerra a Desiderio, su último rey, y le echó de la tierra, y puso por rey de Lombardía a Pipino su hijo. al cual llamaron rey de Italia: de donde se introdujo el nombre de rey de romanos.

     Fueron de la sangre de Carlo-Magno seis reyes de Lombardía, tres llamados Berengarios y tres Otones. Los condes de Angleris, que fue una familia ilustrísima en Milán, son de la misma sangre, y de los reyes lombardos. De ellos dicen son los vicecómites. Y si hemos de creer a las historias antiguas de Castilla, el conde Fernán González tenía parte de su sangre.

     Desde los tiempos que San Ambrosio fue arzobispo de Milán, fueron muy poderosos en esta ciudad sus perlados; y estuvo doscientos años sin reconocer al Pontífice romano, hasta que el Papa Nicolao II la sujetó. Y se casaban los clérigos.

     Padeció Milán otra gran ruina en las guerras que el Emperador Frederico, hermano de Conrado, hizo a Italia en odio del Papa, de cuya parte fue Milán. Por eso Frederico la cercó y apretó hasta entrarla y darla a saco a sus soldados; y derribé sus edificios, y a los naturales que dejó con vida los desterró, dejando la triste ciudad casi yerma. Degolló la familia tan antigua y ilustre de los condes de Angleria, de la cual se salvó sólo Viviano. que fue tan valeroso y de tanta ventura, que restituyó su patria en su antiguo ser y libertad. Pusiéronse en armas los milaneses contra Frederico, y venciéronle en una batalla y le robaron el real; y apretaron de manera que hizo treguas con ellos, primero por diez años, después por treinta, con algunas condiciones favorables al Imperio, porque los dejasen en paz. Lo cual no supieron los mismos milanenses conservar, abrasándose en guerras civiles entre nobles y plebeyos; y después con el Emperador Frederico, hijo de Enrique. al cual siguieron hasta echarle de Lombardía. habiéndoles él primero cercado.

     Año 1260 se volvieron a encender los bandos entre plebeyos y nobles. Hubo muertes y los demás daños que resultan en las alteraciones de comunidades, gobernándose los unos y los otros por pretores. Después de grandes trabajos, que los nobles y el arzobispo Otón, desterrados de Milán, padecieron, fueron restituidos.

     Quísoseles meter y alzarse con Milán Guillelmo, marqués de Montferrat, de quien los nobles se habían valido. Echáronle fuera, y queriéndolos conquistar, fue vencido y preso, y murió dentro de una jaula.

     Hicieron pretor y capitán general de la ciudad y estado a Mateo, sobrino del arzobispo, mozo valiente, discreto y buen cristiano, y así le ayudó Dios y dio ventura en todo, que él echó el marqués fuera, y lo prendió, y le conquistó sus tierras. Y valiéndose de la amistad del Emperador Arnulfo, quedó con el nombre de vicario, y puso en sus banderas el águila imperial.

     Ilustró a Milán tanto, que llegó en estos días a tener ciento y cincuenta mil vecinos, y muchos hombres insignes en armas y letras.

     Confirmóse Mateo (aunque murió su tío el arzobispo y tenía émulos) en la vicaría del Imperio. Pero la fortuna, que no deja las grandezas, por más que se fortifiquen, en un ser, le derribó, y sus émulos le pusieron en tanta miseria, que de vicario de Lelia, y casi señor de Milán, vino a ser pescador, si bien con ánimo y esperanzas de volver a cobrar lo perdido. Finalmente, él fue restituido, favoreciéndole el Emperador, y entró en Milán acompañando al Emperador.

     Y dejando muchas cosas que pasaron y sangre que se derramó, Mateo y su hijo Galcazo, favorecidos de los emperadores, quedaron duques de Milán, y supremos señores, y vicarios del Imperio en Italia. Sus decendientes fueron así señores, y casaron y emparentaron con los príncipes de la cristiandad.

     Año 1395, Juan Galeazo se alzó de todo punto con Milán; y el emperador Wincislao le dio título de duque. Excedió a todos sus pasados en hacienda. Murió año 1402. Dejó dos hijos, Juan María y Felipe María. Sucedióle Juan, y a éste Felipe María, su hijo, que casó su hija Blanca con Francisco Sforcia. Murió año 1447, y nombró por heredero al rey de Aragón.

     Pretendieron muchos sus estados, y los milaneses pidieron libertad, y no quisieron recibir a alguno, aunque adelante forzados recibieron a Francisco Esforcia, hombre, según se dijo, de gente humilde, si bien valeroso por su persona, y natural de una aldea de tierra de Flaminia.

     Murió año 1464.

     Dejó cuatro hijos: Galeazo, Ludovico Ascanio, Felipo Otaviano, y una hija llamada Otavia María, que casó con el duque Alonso de Calabria.

     Sucedióle su hijo, Galeazo, al cual dicen mataron por sus crueldades.

     Sucedióle su hijo Juan Galeazo, niño de nueve años, en el de 1478. Fue doce años duque. Y por ser muy enfermo lo gobernó su tío Ludovico Ascanio; el cual, por muerte del sobrino, fue hecho duque, aunque dejó un niño llamado Francisco, que hubo en Isabela, hija del rey don Alonso de Nápoles.

     Año 1499 fue echado de Milán Ludovico por Luis, rey de Francia, que tomó posesión de Milán, diciendole venía aquel estado por su abuela Valentina, hija de Juan Galeazo. Huyó Ludovico Ascanio, valiéndose del emperador Maximiliano: y al cabo de seis meses le llamaron los milaneses, no pudiendo sufrir el gobierno del francés. Fue su desgracia que lo prendió el rey de Francia y tuvo en la cárcel, donde murió.

     Sucedió en el estado de Milán Maximiliano Esforcia su hijo, favoreciéndole don Ramón de Cardona, virrey de Nápoles, año 1512.

     Tres años adelante, Francisco, rey de Francia, volvió a hacerse señor de Milán, y se entregó el duque Esforcia siendo mal aconsejado.

     Francisco su hermano volvió a cobrar el estado y pasaron sobre él las cosas que aquí se dirán.

     La grandeza que hoy tiene esta famosa ciudad, demás de muchos y soberbios edificios, el castillo o fortaleza es casi inexpugnable. El domo (que es la iglesia mayor) es de las mejores de la cristiandad. Tiene noventa y seis parroquias, sin otras iglesias colegiales, cuarenta y seis monasterios de frailes y treinta de monjas, diez prefeturas dé los humiliados, otras de órdenes de caballeros, muchos hospitales de mucha grandeza, infinitas reliquias de más de ciento y veinte cuerpos de santos y otros tantos arzobispos de Milán.

     Fueron sus primeros pobladores, Túbal nuestro español, hijo de Jafet: y nieto de Noé. Tiene más de sesenta mil vecinos. Predicó en ella la fe y fue su primer arzobispo San Bernabé apóstol.



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- XIX -

Forman ejército el Papa y Emperador contra el francés. -A quién mandó el Emperador que hiciese un buen ejército y se juntase con el del Papa.

     Volviendo, pues, al hilo de la historia y guerra de Milán, digo que en la manera dicha se comenzó a levantar la guerra en Italia; y el Papa León dio orden en juntar dinero.

     Dio el Emperador la conduta y oficio de capitán general de todo el ejército de Italia a Próspero Colona, de quien el Papa tenía grandísima satisfacción. Diéronle por acompañado y casi igual a don Hernando de Ávalos, marqués de Pescara, famoso capitán y notable español, nieto de don Ruy López de Avalos, condestable de Castilla; y señaláronle debajo de su regimiento veinte compañías de españoles en que había cuatro mil soldados viejos con muchos y muy escogidos capitanes, señaladamente Hernando de Alarcón, comisario general de todo el ejército, el maestro de campo Juan de Urbina, el marqués del Vasto, sobrino del marqués de Pescara, todos capitanes de gran nombre y merecedores de él, como aquí se verá; y. Antonio de Leyva con mucha y muy lucida caballería.

     El Papa por su parte hizo general de su gente a Frederico Gonzaga, duque de Mantua, el cual comenzó la guerra primero que ninguno, y juntando la más gente que pudo de italianos, suizos y tudescos, fue a ponerse sobre Parma, que la tenía en guarda Lescu, hermano de Mr. de Lautrech.

     Por otra parte, el Emperador, estando en Flandes, mandó dar orden para que por aquella parte se le hiciese guerra al rey de Francia, y ordenó a Enrico, conde de Nasao, su capitán general, que había ido contra Roberto de la Marca, dándole orden que pasando adelante entrase por las tierras del rey de Francia, haciéndole guerra a fuego y a sangre. El cual lo hizo así, robando y corriendo toda la tierra. Tomó a Mosson y otros lugares, y después puso cerco sobre una buena y fuerte ciudad llamada Mesieres, en la ribera del río Mosa, sobre la cual estuvo muchos días y tuvo el suceso que adelante se dirá.



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- XX -

Marqués de Mantua, general del Papa. -Caminan los campos contra Lombardía. -Bajan cuatro mil alemanes imperiales. -Sale el marqués de Pescara a juntarse con ellos. -Cercan a Parma. -Entran y saquean los imperiales parte de la ciudad de Parma. -Lautrech socorre a Parma. -Próspero y el de Pescara no se conciertan. -El cardenal Julio de Médicis, que fue Clemente VII, viene por legado al campo. -Trata Lautrech, capitán francés, de sólo defender a Milán. Juan de Urbina, famoso español, se revuelve con el francés al pasar de un vado. -Recoge Lautrech su gente para meterse en Milán.

     El marqués de Mantua, capitán general del Papa, hizo la gente en diversas partes de la Italia, comunicándose por sus correos con los capitanes imperiales, y acordaron en el lugar donde se habían de juntar. Comenzaron a caminar la vía de Lombardía. Antes de lo cual, por orden y parecer dellos, fue enviado Jerónimo Adorno, ginovés, con mil y quinientos soldados españoles, sobre Génova, para que con la parte que tenía en aquella ciudad tentase y trabajase de apoderarse de ella y sacarla a los franceses. Y haciendo él su viaje y los capitanes y gente su camino, llegó a se juntar y formar el ejército común junto a Puente Leza.

     Asentaron su campo primero día de agosto en la ribera del río Lenza, a siete o ocho millas de la ciudad de Parma, que es ya en Lombardía de la otra parte del río Po hacia Roma; para defensa de la cual estaba dentro con cuatro mil hombres de guerra Tomás Fadio, llamado Mr. de Lescu. Donde después de pocos días vino Jerónimo Adorno con los mil y quinientos españoles que había llevado a la empresa de Génova. Porque llegado a la ribera de ella, halló tanta fuerza y resistencia por los fregosos, que desesperado de salir con ella, desembarcó los soldados y se vino con ellos al campo imperial.

     Al cual ya era venido también en nombre y como embajador de Francisco Esforcia, duque que ya llamaban de Milán, Jerónimo Morón, que con suma diligencia y fidelidad procuraba los negocios de Francisco Esforcia, a quien servía; y siguió esta guerra y hizo tantas diligencias hasta que Francisco Esforcia se vio colocado en Milán.

     Alojados allí el Próspero Colona y el marqués de Pescara con el de Mantua, tuvieron aviso cómo Mr. de Lautrech que estaba en Milán, había juntado y juntaba mucha gente; que tenía ya mil hombres de armas y otros tantos caballos ligeros, con gran número de infantería de esguizaros y gascones; y cómo los venecianos tenían también campo, que (si bien se publicaban neutrales) se entendió que ayudarían a la parte francesa con quien tenían liga y amistad. Por lo cual, hallándose algo faltos de infantería, comunicando lo que pasaba con el Emperador, acordaron de enviar a levantar cuatro mil alemanes. Lo cual hizo con tan buena diligencia, que en pocos días vinieron a tierra de Mantua, donde los había salido a recibir y acompañar el marqués de Pescara con dos mil infantes españoles y trecientas hombres de armas, y algunos caballos ligeros. Con los cuales los fue acompañando hasta el dicho alojamiento do el campo estaba.

     Llegada esta gente, Próspero Colona (al cual, por ser general del Emperador y por su edad y gran prudencia, el marqués de Mantua obedecía en todo) acordó de se acercar a Parma y combatirla. Y poniéndolo en efeto pasó el río Parma, que corre por medio de la ciudad y la divide en dos partes. Y a los 29 de agosto se alojó con su campo junto a una iglesia de Santa Cruz, cercana a los muros de ella. Hubo este día una muy reñida escaramuza con los que en la ciudad estaban. Y de la misma manera se continuaron los días que allí estuvieron, en que no faltaron muertos ni heridos de ambas partes.

     Aprestadas, pues, las cosas necesarias para combatir la ciudad, el día de la Natividad de Santa María, a 8 de setiembre, se dio la batería, y entraron por fuerza de armas la una parte de la ciudad, que es la menor, que fue saqueada; y los franceses que en ella estuvieron se retiraron a la otra parte mayor, y con mucha diligencia fortificaron la orilla del río con toneles terraplenados y estacadas. De manera que en la una parte trataban de la defensa, y en la otra del combate.

     Entretanto que esto pasaba en Parma, Mr. de Lautrech ni los venecianos no se habían descuidado, doliéndose y sintiendo mucho Mr. de Lautrech el peligro de su hermano, que en ella estaba. Y así, con la priesa que convenía, había partido de Milán a socorrerlo con ocho mil esguizaros y cinco mil gascones, y otros cinco mil soldados aventureros, cogidos de la tierra, y la caballería ya dicha. Y estando la ciudad en el punto que digo, llegó hasta Cremona y de allí pasó por un lugar llamado Burgo Sandonin, a quince millas de Parma; y por otra parte, Tribulcio, general de venecianos, vino en favor de los franceses con su campo, que era de ocho mil infantes y quinientos hombres de armas, y mil caballos ligeros, a una villa llamada Rocablanca, doce millas de Parma, para se juntar con Lautrech, como después lo hizo.

     Lo cual entendido y bien considerado por Próspero Colona y el marqués de Pescara, y cuán dificultoso y dudoso era el combate de lo que quedaba de Parma, por la fuerza y defensa que tenía y socorro que esperaba. habiendo pasado por consulta de los capitanes que con él estaban. si bien hubo diversos pareceres, particularmente del marqués de Pescara, que no se llevaba bien con Próspero Colona, ni se concertaban en cosa; lo cual nació de que Próspero Colona por sus canas y opinión ganada con tantas hazañas, y el oficio que tenía de general, quería usar de él con toda autoridad, y el marqués, como tan valeroso, no se preciaba de obedecer a otro por más que fuese, y al fin se hizo lo que Próspero Colona quiso; que sin más combatir la otra parte de la ciudad ni esperar a los enemigos allí encerrados, se levantó el campo desamparando lo que habían ganado, retirándose hacia el río Niza vino al alojamiento donde primero había estado, en puente Lúzulo. Lo cual fue a 12 de setiembre.

     Y de allí pasó a otra tierra llamada Breseli, donde estuvo algunos días.

     Sintió mucho el Papa la poca conformidad de los capitanes, y de que se hubiesen alzado sin acabar de conquistar a Parma; y para remediarlo escribió al cardenal Julio, su primo, con quien descansaba en todos sus trabajos, rogándole encarecidamente que dejando todas las ocupaciones que tuviese, fuese al campo y trabajase por concertar las pasiones de los capitanes. Y porque lo pudiese hacer con más autoridad, envióle el título de legado y gran suma de dineros, que suelen remediar semejantes daños.

     No le faltaban al cardenal razones hartas para rehusar este trabajo; pero con todo, por dar gusto al Papa, holgó acetar la legacía. Llegó al ejército estando en Breseli esperando si el enemigo los acometía. Con su llegada, capitanes y soldados recibieron grandísimo contento, porque por sus buenas partes, era julio extrañamente bien quisto. Diáse tan buena maña con sus dulces razones, que puso a los capitanes en suma concordia y amistad, sin que se viese de allí adelante en ellos rastro alguno de competencia. Hizo luego a los soldados pagas aventajadas, y de esta manera tomaron los unos y los otros la guerra de gana.

     Súpose aquí que el obispo de Orihuela, que el Papa había enviado a los cantones, tenía hechos diez mil infantes. Y de común acuerdo determinaron pasar el río Po y acercarse a Milán, que era la principal empresa. Para lo cual se hizo luego un puente, y a los 29 de setiembre pasaron el río por junto a un lugar llamado Casal Mayor, que es cercano a lo más bajo de Alemaña, para proseguir su camino derechos a Milán.

     Y en el mismo día que el ejército imperial pasó el río por Casal, Mr. de Lautrech pasó de la otra banda por Cremona. Pusiéranse los campos bien cerca, y cada día setrababan escaramuzas cerca de Bebriaco. Reforzóse el campo imperial de ahí a poco con la venida del cardenal Mateo Sedunense, obispo de Sión en tierra de esguizaros, que trajo una buena compañía de ellos. Por otra parte trajo otros dos mil Antonio Pucio, que fue cardenal después que venció en batalla, cerca de Bondico, al duque de Ferrara, que seguía la parte de Francia; cuya venida quisiera estorbar Lautrech y embarazar el paso.

     Púsose con su campo para este efeto al vado del río Ada, por que no se juntasen con los imperiales.

     Tres caballeros valerosos, Juan de Médicis, don Juan de Villanova, valenciano, y Juanote de la Rosa, pasaron con sus pajes a caballo nadando el río Ada, entre Ponterol y Novara, dos millas de Lasán, y tomaron lengua, del cual supo Próspero Colona que el ejército francés estaba de levada. Púsole tanto temor a Lautrech esta gente nuevamente venida, que no curó debuscar a sus enemigos, sino, como supo que había pasado el Po, entendido su propósito sacó de Parma a su hermano Mr. de Lescu y la más de la gente de guerra que allí estaba. Y dejando a Frederico Buzolo con mil infantes para la defensa de ella, partió con su campo a pasar el Po por la misma puente que a la venida lo había pasado,con propósito y voz (según parecía) de procurar la batalla, por la gran ventaja que antes que se juntasen los esguizaros con los imperiales, tenía en el número de gente, porque de este parecer eran los más de sus capitanes.

     Pasado por Mr. de Lautrech el Po acercándose un campo a otro en un lugar llamado Rebeco, que está junto al río Ociose, le ofreció ocasión de pelear y aun, según afirman, con ventaja del campo francés; porque el Próspero Colona, así compelido por las muchas aguas corno con palabra que el embajador de Venecia dio (que en el campo de venecianos tenía la mayor autoridad) que no sería ofendido de la gente que en Pontivico (tierra de venecianos cercana al camino) estaba, él se había detenido en el alojamiento peligroso. Pero no se sabe con qué respeto Mr. de Lautrech no quiso o no se atrevió a usar de la ocasión. Y Próspero Colona, sin recibir daño alguno, sacó su campo de allí y se desvió de ellos, y envió a recibir a los esguizaros que trajo el cardenal de Sión, por mandado del Papa. De manera que ellos llegaron a su campo y se hizo más poderoso, así por llegar esta gente, como porque los suizos se iban cada día del campo francés.

     Por lo cual, Mr. de Lautrech, no atreviéndose ya a esperar a su enemigo, acordó mudar la manera de la guerra, fortificando los lugares y proveyéndolos de defensas, confiando ya más en la fuerza de los muros que de la gente. Y así envió a gran priesa a Milán, a hacer fosos y bestiones y trincheas y toda manera de reparos para defender la ciudad. Y él recogió su campo y, caminando con él pasó el río Ada, que es bien grande, que pasa por la ciudad de Lodi, atravesando a Lombardía, hasta entrar en el Po; el cual, para ir a Milán, había de pasar de necesidad Próspero Colona.

     Y queriendo Lautrech estorbarle este paso, hizo su alojamiento en una villa llamada Dacazán, y en otra cercana a ella en la ribera del dicho río y hacia la parte de Milán; y con toda diligencia mandó recoger las barcas que por el río ha. bía a los castillos de Trezo y de Casán, a la parte de la ribera que hacia él estaban, y repartió compañías de pie y de a caballo por la ribera del río, la cual tenía fortificada con muchos bestiones para ojear desde allí a los enemigos que resistiesen la pasada.

     Y hizo ansimismo fortificar los castillos y partes por do el ejército imperial podía venir; de manera que venido después el campo imperial, no solamente no halló puentes ni barcas para pasar, antes grande diligencia en resistirle y estorbo para no les dejar echar puente ni vadearle.

     Pero no obstante esto, Juan de Urbina, capitán español, por sus hechos bien famoso, que era maestre de campo, hallada una barca que ciertos pescadores habían escondido, se metió en ella con treinta arcabuceros españoles, y pasado el río, comenzó con grande ánimo a trabar escaramuza con Hugo Pepulo, boloñés, que con gente de a pie y de a caballo defendía el paso teniendo fortificada una casa junto al río; y pasándole socorro en otra barca, se dio tan buen cobro peleando con ellos, que no solamente los echó de allí, mas les ganó la casa, donde se hicieron fuertes y se ampararon de los enemigos que sobre ellos cargaban, hasta que en las mismas barcas pasó más gente en su ayuda.Y por otra parte se halló un vado, si bien peligroso.

     Por manera que sin los desmandados pasaron cinco compañías de españoles, cuyos capitanes eran Urbina, don Alonso de Córdova, don Felipe Cerbellón, Jerónimo Tomás, Guzmán. Pasó Joanin de Médicis, muy valiente caballero, sobrino del Papa, con cien caballos ligeros. De suerte que peleando los unos y los otros con los que guardaban el paso y la casa, si bien les tiraban la artillería y muchos balazos cuando atravesaban el río, los echaron de él y se lo ganaron.

     Lo cual sabido por Mr. de Lautrech, y entendido que no podía estorbar ni quitar el paso del río al ejército imperial, envió a mandar a las compañías que en la ribera del río tenía repartidas, que desamparadas sus estancias, caminasen en la vía de Milán, y con esto tuvo lugar y paso desocupado Próspero Colona y pasó aquel día el río con todo su campo sin contraste ni peligro, más del yadicho, echando una puente que para ello traía hecha.

     Y la noche siguiente Mr. de Lautrech partió con el suyo y tomó el camino de Milán, donde metió su gente y la de venecianos. Y sin parar un solo punto, noche y día entendió en las defensas y reparos de la ciudad y también del arrabal con esperanza de poder defender lo uno y lo otro, y no dejar al enemigo donde se aposentar, porque la malicia del invierno le hiciese daño.

     Los de la ciudad estaban tan mal con los franceses, que por no los ayudar, se escondían y consentían que les tomasen los bienes. Los sacerdotes ascondían la plata de las iglesias, y si no acudieron los imperiales tan presto, robaran el templo de San Ambrosio, donde hay un riquísimo altar de plata y oro.



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- XXI -

Siguen los franceses. -Avisan a los imperiales del poco ánimo del francés. -Ganan los españoles valientemente una trinchea y baluarte. -El ejército imperial entra sin resistencia en Milán. -Ríndese Pavía. -Quiere el francés meterse en Cremona. -Entra el francés en Cremona. -Tiene Lautrech nueva de la muerte del Papa.

     Próspero Colona, no perdiendo tiempo, vista la partida tan apresurada de Lautrech, caminó luego en su seguimiento. Y creyendo que no pararan en Milán, sino que pasaran a Pavía por ser lugar más fuerte y aparejado para defenderse, se fue derecho a Mariñano con propósito de les estorbar el camino o forzar al enemigo que diese la batalla. Pero como se entendió el fin de Lautrech y que de noche y de día no entendían sino en fortificara Milán, determinó de ir a un monasterio de Clareval, que está menos de cuatro millas de Milán, para mover de ahí otro día el real y arrimar el ejército a la parte de la ciudad (que se llama Ciutadella), para encerrar al francés que no pudiese ir a Pavía.

     No pareció bien al marqués de Pescara ni al de Mantua diferir hasta otro día el allegarse a Milán, porque a la sazón los caballos ligeros trajeron un viejo cautivo, el cual decía que le pusiesen delante de Jerónimo Morón. Puesto, luego que lo vio, llorando de placer dijo que no tardase de llegar a la ciudad, porque los franceses estaban con mucho miedo sin saber qué hacer de sí, y que más tardarían en llegar que en tomar la ciudad. Añadía a esto que no sólo los hombres, pero aun Dios era contra los franceses, porque habían querido robar sus templos, como ya lo habían comenzado en la iglesia de San Ambrosio, patrón de la ciudad.

     Oída esta plática del viejo, que parecía decir verdad, el cardenal Julio de Médicis habiendo platicado un poco con los marqueses de Mantua y Pescara y con Morón, determinaron de seguir nuevo consejo. Y porque Próspero Colona iba en medio de la batalla y ellos en la avanguardia, mandaron que los soldados marchasen derechos a Milán. Y así fueron caminando, haciendo sus explanadas poco a poco, con muy buen orden.

     La infantería española iba de avanguardia con su capitán el marqués de Pescara; pues como llegó a un lugar que llaman Vicentino, donde los enemigos hacían una trinchea, animó los soldados para que la subiesen, dando al arma reciamente por todas partes. Y, el marqués delante, los españoles se metieron en el agua del foso y subieron con grande ánimo por el bestión quitando la vida a muchos. Los venecianos que allí quedaban, no recelándose desto, apenas resistieron a los primeros, que luego huveron; y así los españoles pudieron subir al baluarte.

     No estaba lejos de allí Teodoro Tribulatio, coronel del campo de venecianos, el cual, como sintió el temor de los suyos y la venida de los enemigos, si bien a la sazón no estaba sano, pero por no faltar a su oficio, así desarmado se fue al baluarte, donde habiendo ya huido su gente, dio en manos de los españoles, que lo prendieron; aunque dentro de pocos días le soltó el marqués de Pescara por veinte mil ducados que dio por su rescate.

     Huyendo así los venecianos y aguijando para entrarse en la ciudad, llegó la nueva a Lautrech cómo los venecianos huían y habían desocupado la entrada a los enemigos. Y así, dando primero aviso a su hermano, que tenía en guarda la otra parte de la ciudad, él se fue derecho para el castillo, y deteniéndose un poco en el patio, dejando allí muchos de los que no eran para seguir la guerra, y él con el resto del ejército fue a Como. Y poniendo en él guarnición de cincuenta hombres de armas y seiscientos soldados fue a Lecho.

     Y por una puerta de piedra que los antiguos duques de Milán habían hecho para semejantes necesidades, pasó el río Ada.

     Sin ninguna resistencia entró el ejército imperial en Milán aquella misma noche que Regó. Y en dos días apenas pudieron entender en otra cosa sino en impedir crue los soldados no saqueasen las casas de los ciudadanos; y valió mucho para esto la autoridad que Jerónimo Morón tenía, no solamente en la ciudad por su singular dotrina y experiencia, pero aun en el ejército.

     Con suerte tan dichosa fue ganada la ciudad de Milán sin muerte, sin sangre; que se iban descubriendo las buenas fortunas de Carlos V.

     Luego se rindió Pavia y las demás ciudades y tierras de aquel estado, y sitiaron el castillo de Milán, cuya fortaleza es tanta que casi lo tienen por inexpugnable. Hecho esto ansí, los capitanes de la liga procuraron con;oda diligencia reconciliarse con los suizos. Y por esto desde a das días enviaron al obispo de Orihuela con gran suma de dinero.

     En nombre también del Papa fueron embajadores de Milán para tratar la paz; pero quedáronse en la raya de su término, porque no quisieron pasar adelante sin llevar expresa cédula de seguro firmada de los contrarios.

     Al obispo luego que llegó a Biliciona, los suizos le pusieron en prisión, donde se vio que lo que en la guerra pasada habían hecho por el Papa León, más había sido por particular amistad de algunos que por público decreto. Sintieron mucho esto los que deseaban echar de Milán a los franceses.

     Pero la fortuna (que con nadie tiene ley) puso aún mayor dificultad, y fue que Lautrech, cuyo ejército pensaban que luego se desharía por no tener donde recogerse, pasado el río Ada marchó para Cremona, la cual se había rebelado contra ellos; y fueron allá con pensamiento que por tener el castillo de su parte fácilmente la cobrarían.

     Y para esto envió Lautrech adelante a su hermano Tomás Fusio; el cual con trecientos hombres armados probó la entrada; pero resistiéronle los de la ciudad a causa de Nicolao Varoli y otros milaneses desterrados que allí se habían recogido. Los cuales decían que pues los franceses habían dejado la ciudad sin echarlos nadie, que no era bien darles más entrada.

     Hiciérase esto, sino que como supieron que venía Lantrech con todo su campo, del cual les habían dicho que había sido desbaratado y perdido en Milán, tomaron el más saludable consejo y diéronse a Lautrech. Y no les hicieron otro mal sino que proveyesen de bastimentos para el ejército hasta que viniese moneda de Francia.

     Lautrech, por defender mejor aquella ciudad si sobreviniesen enemigos, escribió a Frederico Bozulo, que estaba en Parma con mucha gente de a pie, que luego a la hora viniese a Cremona. Esto después sucedió mal, porque apenas era partido cuando llegaron otras cartas de Lautrech en que le mandaba que no partiese, o que si era partido, que se volviese, porque tenía cartas de Roma que decían cómo el Papa, sabida la toma de Milán, se había dado tanto a placeres, que le dieron unas tercianas y reumas y otros ages, de los cuales murió, no sin sospecha de veneno.

     Pensando, pues, Lautrech, que el ejército de sus contrarios no se podía sustentar por falta del dinero con que el Papa acudía, deseaba sustentar a Parma porque era frontera contra los enemigos. Pero habíase metido en ella Roberto San Severino, que estaba casado con una sobrina del Papa. Y así Buzulo, viendo que la vuelta era por demás, prosiguió su camino para Cremona.

     Lautrech, por dar razón al rey de lo pasado y que entendiese que era fácil volver a cobrar a blilán con todo el estado de Lombardía si enviaba gente, envió a Francia a su hermano Tomás Fusio, antes cine llegase otro que le echase la culpa de la Pérdida de Milán y daño recibido.



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- XXII -

El marqués de Pescara combate a Como, ciudad de Lombardía donde nació Jovio. -Los españoles toman y saquean a Como. -Deshácese parte del campo. -Sitian los imperiales a Alejandría y tómanla. -Nieve grande que impide el camino a los franceses.

     En este mismo tiempo, don Hernando de Ávalos, marqués de Pescara, con los soldados españoles y alemanes, combatió a Como. Y fue de esta manera: que habiendo derribado con la artillería gran parte de la muralla, los franceses se rindieron, con pacto que saliesen libres con las armas y haciendas. Estando, pues, aparejando la partida, los españoles entraron de súbito y saquearon el pueblo y a los más franceses. Enojóse mucho de ello el marqués, porque se habían así desmandado contra su palabra.

     Cobrada, pues, Como, y partidos a Roma los cardenales Médicis y Sedubense por la muerte del Papa, viendo los capitanes del Emperador que les faltaría moneda para sustentar la guerra, por la muerte del Papa, dieron una paga a los suizos y despidiéronlos; porque también ya decían que se pasaban a los franceses. Después despidieron a los grisones, y a los soldados de Italia enviaron a Plasencia, y con ellos al marqués de Mantua; y por falta de moneda, muchos de ellos se fueron a diversas partes.

     De esta manera, los soldados españoles y alemanes, y la gente de caballo del Emperador, dejando para el verano la expedición o jornada de Cremona, se aposentaron en los lugares que están a la ribera de Ada, así por comer a costa de los moradores hasta que les viniese paga, como por estar en defensa de los de Milán contra los franceses que estaban en Cremona.

     Pusiéronse los imperiales, por no estar ociosos, sobre Alejandría, donde había más guarnición de los güelfos que no de los franceses. Y acaeció que saliendo los de la ciudad a escaramuzar con los imperiales, haciéndolos volver huyendo todos al tropel entraron en la ciudad, y así la tomaron los imperiales sin pensarlo.

     Los franceses, con los de su parte (porque la ciudad es grandísima), antes que los imperiales la ocupasen toda, se salvaron por otra parte. No fue pequeña pérdida ésta para los franceses, así porque se les quitaba la contratación con Génova, como porque desde allí fácilmente conservaban la parte de la Señoría, que está de la otra banda, o parte del Po; especialmente sabiendo que Renato de Saboya, tío del rey y gran maestre de su casa., estaba en Suiza haciendo diez y ocho mil soldados; y. que no esperaba para bajar a los campos de Milán, sino que hiciese calles por la nieve de los Alpes, que aquel invierno había caído muchísima. Y hiciéronlas tres veces, porque acabadas unas caía otra nieve, que las cegaba tanto que parecía que Dios peleaba contra los franceses y les cerraba los caminos.

     Ayudaba Milán con gente y dinero; solicitábalos Francisco Morón, y un fraile agustino llamado Andrea, natural de Ferrara, elocuentísimo predicador. Predicaba con tanta eficacia contra el nombre francés, por hacerle odioso y aborrecible, que despertaba y confirmaba las voluntades para tomar las armas y perderlas haciendas, y aun las vidas, contra los franceses; y cuando los frailes se ponen en esto, hacen más daño que gruesos ejércitos.



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- XXIII -

Valor grande del rey Francisco. -Guerra de Flandes sobre Tornay. -El conde Nasao se pone, sobre Valencianes. -Llega aquí el Emperador. -Poderoso ejército del rey Francisco. -El Emperador se retira a Aste. -Acomete el conde Nasao animosamente al campo francés al paso de un río. -Va don Hugo de Moncada a embarazar al rey de Francia el camino. -Retírase el rey sin socorrer a Tornay. -Toman los imperiales a Tornay.

     Pasaban así las cosas por Lombardía, y no por eso cesaban las guerras en otras partes. Andaban vivas en Flandes, no faltaban en España, porque como la paz, que tan poco tiempo había guardado el rey de Francia era violenta, reventó como el fuego encerrado en la tierra, y dio entantas partes; y como acertó a haberlas con quien no eramenos que él, fue la guerra y pasión mortal. El valor, esfuerzo y coraje del rey de Francia era de todas maneras grande; que por más que la fortuna le atropelló, jamás le faltó el ánimo, ni el dinero, ni la gente, para hacer mal a su enemigo. Verémosle acometer con cinco ejércitos por cinco partes diferentes, cuando más cansado y gastado había de estar de pelear con la fortuna, que siempre le fue contraria. Así, agora que parecía que perdiendo tan breve y fácilmente lo que tenía en Italia, había de dejar todo lo que era Flandes y España, no lo hizo; antes envió a Italia grandes ayudas, para que Lautrech volviese en sí, y por la capa donde la había perdido. Demás de esto defendió muy bien, y reparó el acometimiento de Henrico, conde de Nasao, general de Flandes, y envió contra España otro ejército, que todo se ha de decir aquí.

     Púsose el conde Nasao sobre la ciudad de Mesieras, ribera del río Mosa, y la apretó cinco semanas. Pero con la creciente del río y humedad grande enfermaron y murieron muchos soldados; y con esto, sin hacer otra cosa, se levantó el conde y volvió para Flandes.

     El Emperador mandó a algunos capitanes que con gente de las ciudades se pusiesen sobre Tornay, que es una principal ciudad. La cual, habiéndola perdido la casa real de Francia en las guerras pasadas, en las paces que derpués hizo el rey Luis con el rey de Ingalaterra, le fue restituida y la poseía entonces; y por estar tan metida y en comarca con las otras gentes y tierras de los estados de Flandes, el Emperador tuvo voluntad de la conquistar antes que otra tierra. Y por su mandado fue luego sitiada y se comenzó a batir.

     Y el conde Nasao se puso en el campo sobre la villa de Valencianes, frontera de Francia, por hacer resistelicia al socorro que podía venir a favorecer a Tornay. Esto era ya mediado el mes de octubre.

     Y el Emperador, por favorecer y ver su gente y mandar lo que convenía. fue con la corte a Valencianes. Y habiendo pocos días que allí estaba, supo cómo elrey de Francia, sintiendo mucho el cerco de Tornay y ver destruir su tierra, había juntado todo su poder; en que se afirma que tenía cincuenta mil combatientes, los quince mil suizos, y que venía en socorro de ella él en persona; y tuvo aviso cómo estaba ya muy cerca de aquella villa.

     Lo cual siendo entendido, y no hallándose el Emperador con ejército bastante para esperar en campo al rey de Francia, porque aun de la gente que pensaba que tenía supo que le faltaba gran parte, por el mal recado y poca fidelidad de los oficiales, coroneles alemanes, pareció a los grandes y caballeros que en la corte estaban, que a la reputación imperial y autoridad de Carlos no convenía estar su persona en aquella villa, sabiendo que el rey de Francia se acercaba a ella, no teniendo, como digo, ejército bastante para le salir al camino y pelear con él. Y que debía entrarse más en su tierra, quedando allí capitán general para hacerle rostro como más conveniese.

     Y el Emperador, acetando consejo tan bien mirado, lo hizo así, y pasó con la corte a una villa llamada Aste, y de allí a Audernada; de donde muchos caballeros se volvieron al campo, con harto sentimiento y dolor que hubo de hacer esta retirada el Emperador, porque quisiera mucho hallarse con fuerzas para verse en campaña con el rey de Francia.

     Dos días después que el Emperador fue, quedando el conde Nasao con el ejército, sabiendo que el rey de Francia había de pasar con el suyo tres leguas de Tornay, un río por una puente de madera, con deseo y pensamiento de le tomar el paso, pareciéndole que dividiría el ejército al pasar el río, y pelearía con la una parte del, salió con toda la gente que allí tenía una mañana, con muy buen orden, y marchó para allá. Pero por mucho que anduvieron, cuando llegaron, el ejército francés había pasado el puente.

     Y como el conde era valeroso capitán y valiente soldado, con la poca gente que llevaba se acercó tanto, que se puso en notorio peligro; porque estuvieron tan cerca, que recibieron algún daño de la artillería francesa. Valióles una niebla tan oscura que el ejército francés no pudo descubrir los pocos enemigos que delante de sí tenía, y de ver su determinación afirmaron algunos que el rey de Francia creyó ser aquella la avanguardia solamente, y que debía venir muy mayor poder atrás. Por lo cual no movió de donde estaba, esperando ser acometido.

     Y el conde, habiendo estado allí una buena pieza de tiempo, viendo que ya el día aclaraba y descubría cuán pocos eran, volvió con el mismo concierto con que había venido; y los franceses le siguieron flojamente, siendo solos unos caballos ligeros, que fueron a escaramuzar con los que iban en la retaguardia. Y el conde se entró con su gente en Valencianes, con pensamiento de que el rey de Francia vendría sobre él; pero él no lo hizo así, por ir a hacer el socorro de Tornay.

     El Emperador había mandado a don Hugo de Moncada, esforzado caballero, que con cierta gente fuese a estorbarle los pasos de los ríos y arroyos por do había de pasar, cuanto fuese posible. El cual lo hizo con tan buena diligencia y dicha, y ayudado del tiempo, que le fue favorable con las aguas que llovió, que el rey de Francia no pudo o no se atre. vio a pasarlo, y dio la vuelta para Francia sin hacer cosa de momento.

     Sabiendo el Emperador su retirada, envió a mandar al conde de Nasao que con su campo fuese a ponerse y a continuar el cerco de Tornay, y que las gentes de las ciudades que allí estaban, se recogiesen a sus casas, lo cual se hizo ansí.

     Pasados algunos días, los de la ciudad, viéndose apretados y sin ninguna esperanza de socorro, se hubieron de entregar. Lo cual fue a la misma sazón, o pocos días después que Próspero Colona, con el ejército imperial, entraron y tomaron a Milán. El Emperador, con este buen suceso, y no habiendo enemigos en campafía, mandó recoger su gente y despedir la que no era menester, y él vinose a la villa de Bruselas, donde estuvo la Pascua de Navidad.



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- XXIV -

Guerra de Fuenterrabía. -Los franceses sitian a Fuenterrabía. -Ríndese Fuenterrabía al francés. - Fortificase San Sebastián con temor del francés. -Queda don Beltrán de la Cueva por general y frontero contra Fuenterrabía. -Adriano, papa.

     En el tiempo que en Flandes y Lombardía se trataba la guerra, como digo, por la parte de España procuró el rey de Francia apretarla lo que pudo, confiando en la ausencia del Emperador y en las disensiones de aquestos reinos. Estando, pues, los gobernadores en Burgos, fin de setiembre, como ya dije, para ir a allanar a Toledo, envió el francés su almirante con grueso ejército contra Espafía, el cual, entrando por el puerto de Roncesvalles, en Navarra, tomó la fortaleza del Peñol y después cercó y combatió la de Maya, y púsola en tanto estrecho que el alcaide la hubo de entregar, no pudiéndose defender.

     Teniendo así los franceses la entrada para ir sobre Pamplona, y que se creía fueran sobre ella, mudaron el consejo, porque estaba bien proveída, y el conde de Miranda, su virrey, dentro en ella, o porque tuvieron por más importante otra empresa, que fue dejando la conquista de Navarra, ponerse sobre Fuenterrabía, que es una fuerte Plaza en Guipúzcoa, cuatro leguas de Bayona de Francia. En la cual estaba por alcaide y capitán Diego de Vera, soldado muy antiguo y de nombre, con buena gente y munición para su defensa.

     Y habiendo primero entrado y tomado un castillo que está en el camino, llamado el Peñón, y robado y quemado algunas aldeas vecinas a aquella villa, la comenzaron luego a batir con tanta furia y diligencia, que un punto no cesaban; de manera que a los cercados no les quedaba tiempo para poder hacer los reparos necesarios.

     Y el almirante y condestable, gobernadores de Castilla, sabida la entrada de los franceses, con ánimo de socorrer. a Fuenterrabía hicieron con diligencia llamamiento de gentes demás de la que tenían, y con ella partieron para Vitoria, donde vinieron el marqués de Astorga, el conde de Alba de Lista y otros muchos grandes, y caballeros con toda la gente de guerraque pudieron recoger. Pero si bien hicieron esto con la presteza posible, el apriel to en que los franceses pusieron a Diego de Vera y a los que en Fuenterrabía estaban fue tal, que juzgando por imposible el defenderse, habiendo sufrido el cerco diez o doce días, se entregaron, con partido de que dejasen salir libremente la gente de guerra con sus armas y ropa, y que los vecinos, sin ser robados, se pudiesen ir o quedar en la villa.

     Dolió mucho está pérdida en Castilla, y culparon a Diego de Vera grandemente por se haber entregado, diciendo que pudiera esperar algunos días más el socorro. Y le fue después puesta demanda Y acusación por el fiscal real, si bien éí daba sus descargos diciendo que la gente le obedecía mal y que le faltaban algunas cosas necesarias para la defensa.

     Habiéndose, pues, así apoderado los franceses en Fuenterrabía, en el princi. pio del mes de otubre, teniendo los gobernadores del reino recelo de que los franceses querrían pasar adelante, dieron luego orden en fortificar y proveer la villa de San Sebastián y de juntar y convocar todos los caballeros y gentes del reino, así para este efeto como para cobrar a Fuenterrabía si fuese posible. Pero ni lo uno ni lo otro fue menester, porque los franceses, si bien hicieron algunos acometimientos y muestras de pasar adelante, al cabo no se atrevieron ni llegaron a San Sebastián; antes contentándose con lo hecho, proveyeron muy bien a Fuenterrabía de gente, municiones y bastimentos y volviéronse a Bayona.

     Y los gobernadores de Castilla, forzados del tiempo, que era el corazón del invierno, y de otras necesidades, dejaron de seguir el propósito de recobrar a Fuenterrabía. Pero proveyendo en lo que convenía, hicieron general de la frontera contra los franceses a don Beltrán de la Cueva, hijo primogénito del duque de Alburquerque, y de extremado valor. El cual se puso en San Sebastián con buena compañía de gente para la defensa de aquella villa y para resistir y hacer la guerra a los enemigos, donde le sucedieron cosas señaladas, el tiempo que Fuenterrabía estuvo ocupada por los franceses, de las cuales se dirán algunas.

     Los gobernadores acordaron de pasar en Vitoria aquel invierno, por estar cerca para lo que fuese menester, aunque no les faltaba bien que hacer con Toledo y Valencia, que, como queda visto, no estaban llanas en este tiempo, que fue estorbo para poder acudir con tiempo contra los franceses. Pasada la toma de Milán y de Tornay y de Fuenterrabía, no hubo otra cosa notable en lo restante del año mil y quinientos y veinte y uno más de la muerte del Papa León X.

     En fin de este año fue la muerte que digo del Papa León X, y la elección de Adríano, cardenal de Tortosa y gobernador de Castilla. Llegále la nueva estando en la ciudad de Vitoria con el condestable, almirante y otros señores, los cuales le besaron luego el pie, y dentro de pocos días llegó el nombramiento de la elección hecha.

     Y el Emperador envió luego a Lope Hurtado de Mendoza, caballero de su Consejo, con una larga instrucción del parabién que había de dar a Su Santidad por la dignidad en que Dios le había puesto. Y Lope Hurtado llegó a Vitoria por el mes de hebrero del año 1522, donde representó su embajada, con la cual holgó mucho Adriano.

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