Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



ArribaAbajo

Libro decimosexto

ArribaAbajo

Año 1527

ArribaAbajo

- I -

Parte el Emperador de Granada para Valladolid. -No cabía su gran corte en Valladolid. Aposéntanse por las aldeas. -Registro en la gente para no consentir los baldíos. -Peligro en que estuvo Burgos. -El peligro de las monjas de Burgos. Favorécenlas los caballeros. -El condestable se vió en notorio peligro.

     Comienzo con nuevo libro el año de 1527, si bien la materia que en él se ha de tratar sea dependiente de la que en el año pasado he referido, por tener éste por dichoso y felicísimo en España, pues nació en él el serenísimo príncipe don Felipe, el más católico, prudente y sabio rey que ha tenido España después que ella se pobló, como en su vida se verá, si fuese tal la mía que me diese lugar para escribirla.

     Partió el Emperador de Granada para Valladolid, a 10 de noviembre del año pasado. Detúvose en el camino, porque el tiempo era recio de fríos, aguas y nieves, y la Emperatriz venía preñada. Llegó a Peñafiel, y allí acudieron los regidores de Valladolid a suplicarle se detuviese algunos días para darles lugar de proveer la villa de bastimentos, que había gran falta, por la que hubo el año pasado en todo el reino, y también porque acudía tanta gente a la corte, que no se proveyendo, sería imposible poderse sustentar.

     Tampoco había aposento en Valladolid para todos. Aposentaron a los caballeros de Santiago en Simancas, y al maestre de la Orden de Calatrava en Tudela, y se comenzó a poner tasa en la gente que había de estar en la corte, por echar de ella los baldíos, impertinentes y de malas vidas; que es el orden que prudentemente agora se ha dado en la corte de Vuestra Majestad, rey Católico Felipe, si bien murmurando, por no lo alcanzar todos los que murmuran.

     Entró el Emperador con toda su casa y corte en Valladolid a 14 de enero de este año 1527, y fueron tantas las aguas y nieves, que por cosa notable se pueden contar, como lo hacen los de aquel tiempo que las vieron y padecieron. A 20 de enero, día de San Sebastián, creció Pisuerga en Valladolid de tal manera, que, daban agua a las bestias sin salir fuera del postigo de la cerca que estaban junto a las casas del conde de Benavente. Y también llevó gran parte de la puente de Cabezón, y hizo grandes daños en huertas y heredades, presas y molinos, y se ahogaron muchos. Las nieves demasiadas que cayeron en otubre, noviembre y diciembre del año pasado, se cuajaron con los grandes hielos; después ablandó el tiempo y derritiéronse, de suerte que los ríos crecieron con gran espanto.

     De Burgos hallo escrito que, como se veían rodeados de tan grandes montes de nieve y después la blandura que vino por enero, que temían grandemente. Así fué que creció el río Arlanzón. Un viernes en la noche, a la hora de las doce, comenzó a venir tan grande furia de agua por aquella ribera, que desde la vega de Miraflores hasta el campo de Gamonal, al través, toda la tierra era un mar, y entró la ribera tan crecida por la parte de San Francisco y por la ciudad, y por la parte de Vega, que nunca tal se vió ni oyó.

     No sé si agora se sabrán las casas que esta memoria, escrita en aquel tiempo, dice: que desde el huerto del Rey, y por casa de Diego de Soria, entre la casa de Andrés de la Cadena, con tres corrales y la cerrajería, y sarmental, carnecería y odrería, con los dos mercados y las dos cantarranas y comparadas con la puebla y con el barrio de San Juan y San Alfonso con la Casa de la Moneda hasta juntar con la casa de Pedro de Cartagena, las aguas iban tan crecidas por todas las partes, y en las calles y casas, de un gran estado de hombre en alto, que no había caballo, si bien poderoso fuese, que lo pudiera pasar. Esta creciente duró hasta el sábado, dos horas después de mediodía.

     Llevó la puente de San Lesmes, y un torrejón que estaba cerca de ella, y la casa del peso de la harina, y el mismo peso con hasta cincuenta cargas de harina. Tomó en la puente un acemilero que iba por leña, y se ahogó allí luego, y la acémila fué a parar con mucho trabajo a Vega. Llevó gran parte de la puente de Santa María, y en ella diez y siete hombres y mujeres, que ninguno escapó.

     En el monasterio de San Ilefonso no quedó monja, que todas salieron huyendo con harto trabajo, favoreciéndolas caballeros que con peligro de sus vidas entraron por ellas.

     El condestable estaba a esta sazón en Burgos de camino para la corte, y tenía consigo a la reina Leonor y delfines de Francia. Visto lo que pasaba, movido de piedad subió en un caballo, y con otras veinte cabalgaduras fué a la puente de Santa María para socorrer a las monjas de Santa Dorotea; quiso Dios ayudarle, porque acabada de pasar la puente, cuando ya entraba en el barrio de Vega, la puente se hundió, que sí tardara tres credos más en la pasar, el condestable y los que con él iban perecieran.

     Finalmente, los daños fueron tantos y tan grandes, que sería largo decirlos. No dejó troj, ni bodega, ni casa que no destruyese; porque en todas había un estado de agua. No quedó pared de huerta en toda la ciudad, ni molinos que no asolase. En el hospital real hizo de daño más de tres mil ducados. Quedó la ciudad de manera que perecían de hambre pobres y ricos.

     En otras partes se padecieron otros daños semejantes, porque fué general en España la demasía de aguas y nieves.



ArribaAbajo

- II -

Cortes generales en Valladolid. -Discordia de las iglesias sobre los asientos. -Los caballeros no quieren contribuir para la guerra, no yendo el Emperador en persona. -Niegan todos el servicio que el Emperador pedía; pasa por ello prudentemente, acordándose de la pasada. -La Orden de San Benito sola sirve al rey.

     Dejado esto y volviendo a las Cortes de Valladolid, acudieron todos los grandes de Castilla y procuradores de las ciudades y mandó el Emperador, como maestre o administrador perpetuo de las Ordenes militares, que los caballeros se juntasen en Valladolid para visitarlos y pedirles que ayudasen para la guerra contra infieles.

     El lunes a 10 de hebrero hizo el Emperador unas solemnes honras en San Pablo por el rey Luis de Hungría, su cuñado, y el día siguiente (que fueron 11 de hebrero) se comenzaron las Cortes, juntándose los perlados por sí y los caballeros por sí; las iglesias y procuradores de ciudades, y los comendadores, cada Estado aparte.

     Y sobre las cosas que se propusieron hubo diversos pareceres. En la congregación de las iglesias hubo grandes disensiones entre la iglesia de Sevilla y Santiago y entre la de Oviedo y Palencia, sobre los asientos y precedencia, y remitióse al Emperador, y que entretanto que Su Majestad la determinase, ninguna iglesia tuviese lugar señalado.

     Después que los caballeros hicieron sus juntas, se resolvieron; y a 13 de marzo, víspera de Ramos, dieron por respuesta: que yendo el Emperador en persona a la guerra, cada uno de ellos le serviría con persona y hacienda, pero que darle por vía de Cortes dineros, parecían ser tributos y pechos que su nobleza y estado no lo permitía, y. por tanto, le suplicaban suspendiese semejante demanda.

     Los procuradores de las ciudades respondieron que todos sus pueblos estaban pobres y alcanzados, y que era entonces imposible servirle con algún dinero, a causa que no eran aún cogidos los cuatrocientos mil ducados con que le sirvieron para su casamiento.

     Los eclesiásticos respondieron que cada uno le serviría con todo lo que más pudiese de su hacienda; mas que en general, por vía de Cortes y nueva imposición, que esto no lo habían de hacer, sino antes resistirlo.

     Los abades y perlados de las religiones dijeron que no tenían dineros, si bien tenían plata con que le servir; mas que mirase que dándole aquella plata, no le daban cosa que propriamente fuese suya, sino que era de Dios y de su Iglesia.

     Sola la Congregación de San Benito, con el amor y fidelidad con que ama y sirve a los reyes, le sirvió con doce mil doblones de oro, estrechándose y quitándolo de su sustento, por ayudar a su príncipe, patrón y señor.

     Los comendadores de Santiago, Alcántara y Calatrava respondieron que yendo Su Majestad a la guerra, ellos no podían dejar de le ir a acompañar, pues para aquel efeto se instituyó su religión militar; y que si no quisiese ir en persona, sino enviar, ellos ayudarían con la quinta parte de sus encomiendas.

     Vistas por el Emperador las respuestas, no les dijo palabra desabrida, ni aun les mostró mal rostro, antes mandó que se deshiciesen las Cortes y se fuesen las Pascuas a sus casas.

     Hiciéronse algunas leyes importantes al reino, que porque no tocan a la historia las dejo.



ArribaAbajo

- III -

Justificación del Emperador con los embajadores de Francia e Ingalaterra. -Eran embajadores del rey de Francia Juan de Gabilmonte, presidente de Burdeos; del de Ingalaterra, Eduardo Leo.

     En el tiempo que duraron las Cortes, el Emperador mandó juntar a Baltasar Castellión, nuncio apostólico, con los embajadores del rey de Francia, que eran Juan de Cabilmonte, segundo presidente de Burdeos, y Gilberto de Bayarte, gentilhombre de su cámara, y Andrea Navagero, embajador de Venecia, y del de Ingalaterra, Eduardo Leo.

     Y por cuanto ellos, por hacer aparencia y cumplimiento en lo público, habían algunas veces dicho y publicado que tenían comisión para tratar de la paz, y, como tengo dicho, el Emperador había venido a tratarla con ellos, y nunca habían mostrado bastantes poderes, ni parecía que, si bien los tuviesen, vendrían en medio que fuese tolerable; por lo cual, siendo así juntos, el Emperador, para su descargo y justificación, en presencia de Enrique, conde de Nasau, camarero mayor suyo, y de don Juan Manuel, caballero del Tusón, y de don García de Loaysa, obispo de Osma y su confesor, presidente del Consejo de Indias, que después fué cardenal y arzobispo de Sevilla, y de monsieur De Praet, todos del Supremo Consejo de Estado, y de Mercurio Catinara, su gran chanciller, en nombre y por comisión suya les dieron la respuesta y requirimiento ordenado y se lo mandaron notificar por Juan Alemán, su secretario. En la cual el Emperador traía a la memoria todos los medios y cumplimientos que había hecho con el Papa y rey de Francia; y ansimismo mostraba claramente los defetos de los poderes que tenían para la paz y concordia que habían de tratar, y la contradición que había entre unos y otros; y la misma en los medios y apuntamientos que habían propuesto. Por todo constaba claro que todas eran evasiones y fingidos cumplimientos, y no haberse dejado de concluir por culpa del Emperador; ni en él la habría para dejarse de hacer, queriendo venir en medios que fuesen tolerables, y que así se lo mandaba requerir y protestar para su descargo y cumplimiento.

     El cual auto largo y en forma, con las protestaciones y cláusulas que convenía (cuya suma es la ya dicha), se hizo en 12 de hebrero de este año 1527.

     Tan claras y verdaderas razones y disculpas fueron las dichas, que no tuvieron los embajadores que responder más de pedir término para mirar bien en ellas; y el Emperador, hecha esta diligencia, procedió en sus Cortes y en la gobernación de sus reinos, donde lo dejaremos agora hasta que nos llamen otras cosas mayores, que espantarán al mundo, las que presto veremos.

     Diré primero la guerra de Italia entre imperiales y ligados.



ArribaAbajo

- IV-

Sale en campaña la gente imperial que estaba en Milán con Borbón. -Los imperiales entran las tierras del Papa. -Daños que hace en la costa de Nápoles Horacio, capitán del Papa. -El duque de Borbón quiere ir a Roma de camino por Florencia. Témenle todos. -Concórdanse el Papa y virrey de Nápoles. -El duque de Borbón no pasa por la concordia. -Campo que llevaba el duque de Borbón. -Resolución grande de los imperiales en ir sobre Roma. -Demostración que hizo el de Borbón de acometer a Florencia y duque de Urbino. -Apercíbese el Papa, atribulado, en Roma, para resistir a Borbón. -A 5 de mayo llega Borbón sobre Roma.

     Dicho queda cómo Carlos de Lanoy, virrey de Nápoles, estaba en el Esperano, a cinco millas del Papa, y el duque de Borbón se estaba poniendo en orden para salir de Milán, el cual, y el príncipe de Orange y el marqués del Vasto y Antonio de Leyva y los otros capitanes, ya puestos (como dice el marinero) de leva en el mes de enero, cuando el rigor del frío más ofendía y por él suelen recogerse y retirarse los ejércitos, salieron ellos en campaña con los alemanes y españoles que en Milán y Pavía estaban, quedando conveniente guarnición en estas ciudades y dejando a mano izquierda a Lodi y Cremona, donde el duque de Milán estaba, determinaron de pasar el Po, con pensamiento de poder tomar a Plasencia, por dar buen principio a su nueva jornada.

     Pero teniendo sospecha y aviso de ella los capitanes de la liga, metieron de nuevo tanta gente dentro, y hicieron fortificar los muros, de manera que pareció al duque de Borbón y a los demás capitanes que no debían acometerla.

     Así, pasaron a Florenzola para juntarse con George Frondespurg y sus alemanes, y de camino combatieron y saquearon una fuerte villa llamada Burgo Sandonino; y de allí, después en pocos días fueron con todo su ejército a ponerse sobre Bolonia, haciendo guerra a las tierras del Papa.

     Pero antes que llegasen se había metido dentro el marqués de Saluzo con la mayor parte de la gente de su campo, de manera que no convino cercarla. Visto esto, el duque de Borbón combatió y tomó algunas tierras y castillos de la jurisdición y campos de Bolonia sin hallar quien le resistiese, porque el duque de Urbino y los de la liga no se atrevían a darle batalla, sino querían entretener la guerra quitando los bastimentos al campo imperial y haciéndole el mayor daño y estorbo que podían; esperando que la falta de bastimentos y dineros (que era grande la que ya se sentía) causaría en ellos algún desorden.

     Y en tanto que en Lombardía andaban las cosas de esta manera, el Papa hacía todo su poder contra el Emperador y sus tierras de Nápoles. Porque con el campo que tenía (cuyo legado era el cardenal Tribulcio) hacía en ellas el mal y guerra que podía, a cuya resistencia estaba Carlos de Lanoy, virrey de Nápoles, y habían pasado algunos hechos que por no cargar la historia no los escribo.

     Nuevamente en estos días, habiendo soltado de la prisión a un capitán llamado Horacio Vallión, le dió dos mil soldados escogidos y orden para que se fuese con ellos a meter en la Armada francesa, cuyo capitán era Andrea Doria, y andaba en conserva de la de venecianos en la costa de Nápoles, y que procurase, con ayuda y favor de las dos armadas, apoderarse de algunos lugares de aquella costa y hacer el mal y daño que pudiese. El cual lo hizo así, y navegaron la vía de Nápoles, y echaron gente en tierra cerca de un lugar llamado Amoro, y entráronle por fuerza de armas, y saquearon y derribaron todo lo que en él había; y lo mismo hicieron en otros lugares. Y pasando adelante el mismo Horacio, sacando su gente fué sobre la ciudad de Salerno y la combatió y entró y dió a saco.

     Y de ahí pasó adelante por la marina la vía de Nápoles, donde se le juntaron infinitos forajidos y desterrados de aquel reino. Lo cual, sabido por don Hugo de Moncada, que dentro en Nápoles estaba, salió al campo con toda la más gente que pudo, pensando pelear con el Horacio y desbaratarlo. Pero su gente y él vinieron tan orgullosos y confiados del buen suceso que habían tenido, que no dudaron en la batalla, y así comenzó la escaramuza con muy grande ánimo. Lo cual, reconocido por don Hugo, le pareció mejor consejo retirarse a Nápoles, aunque con algún daño, antes que poner las cosas en aventura, de que quedó el Horacio muy ufano.

     Y volviéndose a embarcar, corrió la costa con harto miedo de todos los que la moraban. De lo cual siendo avisado el duque de Borbón, y visto el trabajo que en tierra de Bolonia pasaba por falta de bastimentos, y que la gente, por no andar bien pagada, le obedecía mal, con acuerdo de los capitanes que con él estaban, determinó de caminar para Roma y socorrer a Nápoles con pensamiento de hacer de camino alguna gran suerte y castigo en los florentines que con tanta determinación habían seguido la opinión del Papa.

     Y aún según se entendió, el principal intento de Borbón fué acometer a Florencia y saquearla, para pagar a cuenta de esta rica ciudad a su ejército, que estaba necesitado y quejoso. Lo cual olieron los de Florencia y le vinieron a ofrecer que los tomase y recibiese debajo de su amparo y que le darían para pagar la gente quinientos mil ducados. El duque pedía un millón de ducados.

     También el Papa entendió, por las muchas espías que tenía, el camino que Borbón quería hacer, y temiendo lo que podía suceder, fingiendo querer paz la trató y propuso con grande instancia con el virrey de Nápoles. El cual, teniendo creído que el Emperador deseaba la concordia con él, y visto el daño que las armadas de mar hacían en la costa de aquel reino, sin lo poder él remediar, dió a ello alegremente oídos, de manera que, confirmadas las voluntades, se concertaron presto, ante todas cosas asentando treguas por ocho meses, con tales condiciones que el Papa retirase su ejército y lo despidiese, y el virrey el suyo. Que el duque de Borbón dejase el camino que llevaba contra Florencia y Roma y se detuviese en Lombardía. Que los florentines darían la suma de dinero dicha.

      Capitulado esto con el virrey como capitán general del Emperador, vino en persona a Roma, enviando primero el Papa al cardenal Tribulcio en rehenes, y las treguas se hicieron y juraron a 15 de marzo; y el Papa mandó retirar su campo y despidió la más de la gente de él. Pero el duque de Borbón, aunque debió de ser luego avisado de ello, no se tuvo por obligado a guardarlas, por haberse hecho sin su consentimiento, siendo el lugarteniente del Emperador y su capitán general (que aún duraba la enemistad antigua con Lanoy), y así no arrostraba a cosa que él hiciese.

     Resuelto, pues, Borbón, en la ejecución de su partida, dió orden que Antonio de Leyva quedase en el Estado de Milán con tres mil alemanes y mil y quinientos españoles y dos mil italianos, y ciertas compañías de hombres de armas y caballos ligeros, como se hizo, y se dirá adelante lo que le sucedió.

     Estuvo el marqués del Vasto en estos días enfermo, y si bien había convalecido, no quiso, con todo, ir con el duque de Borbón; antes se fué por mar a Nápoles, con achaque de querer cobrar entera salud y fuerzas.

     Y el duque de Urbino, con el marqués de Saluzo, viendo que el duque de Borbón movía ya su campo con el fin dicho, recogieron toda la gente de la liga y hicieron muestra de quererle dar la batalla por lo entretener para la cual tenían bastante gente, y pasando las montañas de Bolonia por un lugar llamado Petromal, tomó la delantera al duque de Borbón y caminó la vía de Florencia; pero no embargante esto, el duque partió con su campo por la vía llamada Flaminia, y pasados los montes Perineos por cima de Florencia, entró en tierra de Toscana con ánimo de dar la batalla al duque de Urbino, si se ofreciese ocasión.

     Su campo era de trece mil alemanes y seis mil españoles y cinco mil italianos. He visto cartas escritas en Roma este año que dicen eran por todos treinta mil hombres.

     Y iban en el ejército el príncipe de Orange y Juan de Urbina, y otros capitanes de nombre.

     Sabido por el Papa que el duque de Borbón proseguía su camino, trató luego con el virrey de Nápoles que fuese en persona a lo detener. El cual, con la presteza posible, lo hizo así, y topándose con él procuró cuanto pudo persuadirle que se tornase; mas Borbón no lo quiso hacer, y es cierto que aunque él quisiera, el ejército iba tan determinado y codicioso del saco, que no fuera parte sacarle deste propósito; porque sabido a lo que venía Lanoy, no solamente no quisieron darle oído, pero hubo pareceres en algunos de lo matar por la demanda que traía, y la paz de que había hecho; la cual decían que no valía, por no haber sido hecha por el duque de Borbón que tenía el supremo poder.

     El virrey se fué a Génova, y el duque, pasando adelante con su campo, cuando llegó a tierra de Florencia halló que el duque de Urbino era ya llegado dos días antes a la misma ciudad con el suyo y que se había asentado junto a ella, y con su llegada los florentines se esforzaron de manera que no quisieron hacer el socorro que antes habían ofrecido.

     Viendo, pues, el duque de Borbón que la empresa de Florencia no podía haber efeto, pasóse a la ciudad de Sena, que estaba en servicio del Emperador, publicando que quería pelear con el duque de Urbino y combatir a Florencia. Hizo grande muestra de ello, y con este ardid y disimulación engañó al de Urbino, que, creyéndolo, se metió en Florencia para la defender; y Borbón, dejando en Sena la artillería que traía con algunos tiros de campo solamente tomó la vía de Roma a las mayores jornadas que pudo.

     Lo cual sabido por el duque de Urbino, viéndose burlado, caminó con su campo en seguimiento del imperial, que ya le llevaba tres jornadas de ventaja.

     El Papa, entendiendo todo lo que pasaba y la determinación que los imperiales traían, mandó luego a Renzo de Cherri (varón romano de la casa de los Ursinos, capitán principal que fué en las guerras contra el virrey), que recogidas las compañías que habían quedado, y echando otras de nuevo, se metiese en Roma. El lo hizo ansí con gran diligencia, y juntó casi seis mil hombres de guerra y mucha y muy buena artillería; y mandaron ansimismo poner en armas todo el pueblo y fortificar la ciudad y hacer todas aquellas diligencias y reparos que para la defensa de ella se pudieron hacer en tan breve tiempo. En lo cual confiado el Papa, y en el ejército de la liga, que tenía aviso venía en su socorro, no quiso humillarse a enviar al camino y hacer nuevo partido al duque de Borbón, pareciéndole que no osaría acometer la ciudad, no trayendo, como no traía, artillería para batir los muros, y que su gente la podría defender hasta que llegase la gente de la liga.

     Andando, pues, en esto, llegó Borbón a vista de Roma una tarde a 5 de mayo, mucho antes que los tristes romanos pensaran, habiendo caminado noches y días sin parar. Puso su campo por el monte de San Espíritus, el cual se quedó allí con los españoles e italianos, y envió los alemanes a la parte de abajo al postigo que se dice de San Espíritus, y en toda aquella noche no hizo sino reconocer los muros, y platicar el orden que se había de tener para combatir aquella ciudad, antigua cabeza del mundo.

     Y los soldados españoles y italianos no dejaron ni se cansaron de hacer escalas a manera de zarzos que suelen poner en los carros, y esto era para poder subir de seis en seis por los muros, porque como no traían artillería para batirlos, érales forzoso trepar como gatos por ellos.

     Había en campo, según buena cuenta, treinta mil combatientes, españoles, tudescos y italianos.



ArribaAbajo

- V -

Dan el asalto a Roma, y éntranla los imperiales. -Pone ánimo Borbón en su gente. -Muere Borbón en el asalto. -Usan los vencedores de la vitoria inhumanamente. -Renzo de Cere, Francisco María de Montefeltro, duque de Urbino, el Papa, se encastillan en San Angel. -Los imperiales reciben por general al príncipe de Orange. -Murieron cinco mil romanos. -Saco cruel, que duró siete días. -Sentimiento del cardenal Cayetano. -Milagro del santo prepucio de Cristo.

     Otro día, que fueron 6 de mayo, lunes, con increíble ánimo del campo, se aparejaron todos y pusieron en orden para la batalla.

     El duque de Borbón, andando requiriendo los escuadrones españoles y alemanes y italianos, con breves y sustanciales palabras los animaba, incitándolos a la pelea, y diciendo:

     -Ea, compañeros hermanos, bien sé que no era menester poneros yo esfuerzo para esta empresa, porque por experiencia tengo conocido que del que os sobra bastaba para ponérmelo a mí, si bien me faltase, pero por hacer mi oficio, y porque la empresa es dificultosa y grande, os quiero traer a la memoria que si el deseo de seguir la honra, fama, vergüenza y temor de perder lo ganado suele animar y poner esfuerzo, que la jornada que hoy tenemos hará este efeto más que otra alguna puede haber hecho. Porque para lo primero, que es lo más principal, y que más mueve los grandes corazones, baste que es Roma la cabeza del mundo, la domadora de las gentes, la que hoy habéis de combatir. Ved qué fama y nombre ganaréis sojuzgándola y entrándola, como espero que lo haréis. Considerad lo que perderéis si no lo hiciéredes, y cuán afrentados quedaríades de ello, habiéndome vosotros traído, y siendo los soldados de mayor opinión y fama que agora hay en el mundo. Y sobre todo, habéis de mirar la honra del Emperador, que agora está en vuestras manos; pídoos que se la conservéis y defendáis como habéis hecho hasta aquí.

     Con semejantes palabras discurría el esforzado capitán de unos en otros; pero apenas se las querían oír los soldados, dando ellos priesa para arremeter, y diciendo que no dudase de la vitoria, que ellos se la darían en las manos; que les diese ya licencia para arremeter.

     Visto esto, y dada la señal de la batalla, luego volaron todos a la muralla, con tanto denuedo y furia, que parecía que la tenían echada por el suelo y que no había quien la defendiese. Mostraron los de dentro no menor determinación. Así se comenzó la más cruda pelea del mundo; los unos para arrimar las escalas y subir por ellas; los otros por defender los muros, disparando de una y otra parte infinita arcabucería. Eran muchos los que caían muertos y heridos.

     Estando la pendencia con tal coraje comenzada, y andando el duque de Borbón entre los españoles haciendo lo que un valiente capitán y tan alto caballero debía, yendo delante de todos, fué herido de un mosquetazo en lo alto del muslo, junto al vientre, de tal manera, que luego cayó en tierra v murió dentro de una hora. Esto fué a vista de todos, y bastara para desmayar otras gentes, faltándoles el capitán general; pero en ellos, no perdiendo punto de ánimo, se acrecentó el enojo y indignación; con lo cual, perseverando en lo comenzado por más tiempo de dos horas, apretaron el combate de manera -muriendo y matando- que, a pesar de todos los que lo defendían, subieron en alto de los muros, y apellidando «Espara, Imperio», pusieron las banderas en ellos, y saltando dentro ganaron el burgo.

     Y tras ellos, las otras naciones hicieron otro tanto; porque al mismo tiempo que esto pasaba en el burgo, los alemanes, con muchos vaivenes de vigas, que para esto buscaron, rompieron el postigo de la ciudad y entraron furiosamente combatiendo. En la cual entrada mataron al cardenal Santicuatro, y al cardenal Orsino y al cardenal de Cefis y al hijo de Renzo de Cere, y otros muchos, que se iban recogiendo al castillo.

     Suele ser la vitoria cruel y desenfrenada, pero ésta fuélo más que otra, porque la indignación de la gente de guerra contra el Papa y cardenales era grande, por las ligas pasadas y por el quebrantamiento de la tregua de don Hugo; por los grandes trabajos que en el camino habían pasado y, sobre todo, por faltarles el capitán general, que templara la furia de los soldados y pusiera orden en las cosas. Ellos se soltaron de manera que, indignados y desenfrenados, sin piedad, mataban y herían cuantos podían alcanzar, siguiendo el alcance hasta las puentes del río Tibre, que dividen el burgo donde está el palacio sacro y la iglesia de San Pedro, y se apoderaron de él y de la ciudad, saquearon y robaron todo.

     Y el Papa, habiendo esperado más de lo que debiera, viendo que los españoles subían ya por el muro, salió huyendo de su palacio por la coraza y muro que tengo dicho, y por la galería se pasó a San Pedro y al castillo de San Angelo con diez y siete cardenales, y con Renzo de Cere y los embajadores de Francia, y de Ingalaterra, venecianos y florentines. Y Renzo metió quinientos soldados que defendiesen el castillo.

     Habiendo, pues, ganado el burgo, y comido y descansado la gente, por no perder la furia ni dar espacio a que fortificasen más las puentes, por orden del príncipe de Orange, a quien luego obedecieron por su general, tocaron alarma y fueron todos a combatirlas para entrar la ciudad.

     Había mucha gente en defensa de las puentes, pero era ya en los unos tanto el temor, y en los otros la osadía, esfuerzo y determinación, que con poca dificultad fueron ganadas, siendo la primera que se ganó Puente Sixto; y entrando por ella y por las otras, fueron muertos muchos romanos, que dicen que en ambos acometimientos pasaron de cinco mil. Demás de esto, sin hacer diferencia de lo sagrado a lo profano, fué toda la ciudad robada y saqueada, sin salvarse casa ni templo que no robasen, ni hombre de algún estado ni orden que no fuese preso y rescatado a puro dinero.

     Duró esta obra, no santa, seis o siete días, sin el primero (que fué a 6 de mayo) en que fueron hechas mayores fuerzas y insultos de lo que aquí puedo decir. Todo esto padeció la triste Roma, y éste fué el fruto que sacó Clemente VII por su mala y ambiciosa condición, sin quererlo el Emperador ni pasarle por el pensamiento.

     El cardenal Cayetano, varón dotísimo en la exposición del Evangelio de San Mateo, capítulo 5, en aquellas palabras: Vos estis sal terrae: quod si sal evanuerit, ad nihilum valet ultra, nisi ut mittatur foras. Que es: «Si la sal se desvanece, no sirve más que echarla en la calle, y qué la pisen todos», dice:

     Experimur, et speciali modo hoc nunc nos eclesiae Proelati Romae, in proedam direptionem atque captivitatem dati non infidelibus, sed christianis iustissimo Dei indicio, quia cum in sal terrae electi esemus, evanuimus, ac ad nihilum utiles, nisi ad externas caeremonias, externaque bona conculcati etiam corporali captivitale sumus, cum direptione et captivatione totius urbis die sexto, maij, hoc anno 1.527.

     Que es:

     «Experimentamos particularmente esto nosotros, los prelados en Roma, siendo presos, ultrajados y cautivos, no de infieles, sino de los mismos cristianos, por justo juicio de Dios; porque siendo escogidos para sal de la tierra, nos desvanecimos, no siendo útiles para más que unas exteriores ceremonias y bienes aparentes; así fuimos corporalmente hollados, y cautivos, juntamente con la ruina y cautividad de toda la ciudad, a seis de mayo de este año de 1527.»

     El cardenal Francisco de Toledo, en los comentarios que escribió sobre San Lucas, en el capítulo 2 dice que en este saco de Roma un soldado hurtó sacrílegamente una caja de reliquias de la iglesia de San Juan de Latrán, sacándolas del lugar que religiosamente se dice Santa Sanctorum. Saliendo este soldado de Roma le prendieron unos rústicos, y llevaron a un lugar que se llama Calzada, distante de Roma como veinte mil pasos, que son cinco leguas, poco más o menos. Metiéronle en una bodega por cárcel, en la cual el soldado ascondió las santas reliquias. Sacáronle después de allí, y dieron libertad, y él volvióse a Roma dejándose las reliquias donde las había ascondido.

     Dióle la enfermedad de la muerte, y viéndose en el artículo della, declaró el hurto que había hecho y el lugar donde las había dejado ascondidas, aunque no se acordaba bien de su nombre, más de que era una aldea dicha Anguillara, de familia Ursina. Dióse luego noticia de esto al Pontífice, él cual mandó avisar a Juan Baptista, señor de Anguillara y de Calzada, para que con toda diligencia hiciese buscar las santas reliquias. Hizo este caballero lo que el Pontífice le mandó, pero no pudo topar con ellas.

     Treinta años después de esto, que fué en el de 1557, por el mes de otubre, un clérigo que hacía el oficio de cura en la iglesia de San Cornelio y Cipriano, de la Calzada, las halló en las cuevas que estaban, junto a la iglesia donde el soldado las había enterrado o ascondido. Estaban dentro de una cajilla de acero de medio palmo de largo y cuatro dedos de alto, y la tapa tumbada.

     Llevó esta caja, luego que la halló, el sacerdote a Madalena Strozzi, señora de este lugar, que entonces estaba en un lugar llamado Stabia, una milla de Calzada. Esta señora, juntamente con el sacerdote y Lucrecia Ursina, con una hija que se llamaba Clara, de edad de siete años, comenzaron a desenvolver las santas reliquias, que estaban cada una por sí en cendales o tafetanes de seda; y cada una reliquia tenía un pergamino con letra tan vieja y gastada, que apenas se podía leer lo que decía, que era el nombre del santo cuya era aquella reliquia; y como las descogían, volvían a ponerlas en una fuente de plata con toda reverencia, envolviéndolas en otros tafetanes, y con nuevos letreros.

     Hallóse una parte de la carne de San Valentín mártir, del tamaño de una nuez, tan fresca como si entonces se la cortaran. Hallóse una parte de la quijada con una muela de Santa Marta, hermana de la Madalena.

     Era grande el gozo de las matronas, y prosiguieron con codicia y deseo de saber lo más que había.

     El tercer envoltorio que tomaron para descogerlo y saber lo que allí había era como una nuez dentro de un saquillo de tela de seda, y tenía encima escrito: «Jesús». Tomóle Madalena Strozzi, y como comenzó a quitarle el hilo, sintió que se le helaban o ponían yertas las manos. Soltóle, y como es ordinario, fregó las manos, y volvió a querer descoser el saquito; pero las manos se le helaron y entorpecieron notablemente, tanto, que los presentes se admiraron, y ella quedó espantada.

     No sabiendo qué fuese aquello, se retiró, encomendándose a Dios muy de veras, diciendo que, aunque se conocía pecadora, indigna de tocar las cosas santas, no hacía aquello con arrogancia, sino con humildad, no por tener en poco las cosas sagradas, sino para guardarlas con mayor reverencia.      Y diciendo esto, volvió a tomar con solos dos dedos el saquito, y al punto se le pasmaron, como si fueran de hierro, de tal manera que no pudo juntarlos ni tocarle con ellos. Quedaron los circunstantes admirados con el milagro, y la Madalena haciéndose lágrimas.

     Entonces Lucrecia, como quien adivinaba, dijo:

     -No sea que esté aquí el prepucio de Jesucristo, sobre el cual el Pontífice Clemente VII escribió a mi marido Juan Baptista.

     Y en diciendo esto, salió del saquito un olor tan suave y celestial, que ninguno de los presentes pudo decir cuál fuese; el cual se extendió con gran fragancia por toda la casa, de manera que Flaminio, marido de la Madalena, que estaba en otro aposento, la envió a decir qué olor era aquel que de su aposento salía, admirado de su gran suavidad; y ella, prudentemente, disimuló, no queriendo decir nada al marido.

     Suspensas estaban las matronas con el clérigo, no sabiendo qué harían.

     Dijo el clérigo que Clara, que era niña, probase a desatar aquel saquito. Holgó su madre de ello. Tomó la niña el saquito, y sin dificultad alguna lo descogió y puso en la fuente de plata con las demás reliquias el sacrosanto Prepucio de Cristo, el cual estaba hecho una pellita del tamaño de un garbanzo, crespo y colorado (tanto vale con Dios la inocencia de una vida buena). Quedó en los dedos, de la madre y de la hija un olor grandísimo que les duró dos días.

     Prosiguieron luego en descubrir las demás reliquias, de las cuales no salió olor alguno, ni hubo entonces en ellas dificultad, ni cosa notable de impedimiento, que es grande la diferencia que hay del Señor de los santos a los mayores santos.

     Pusieron las reliquias con el santo Prepucio en el sagrario de la iglesia de Calzada.

     Hizo el Señor otros grandes milagros en tiempo de Paulo IV. Y vieron un día que el clérigo las sacó, para que las adorasen unas gentes que con devoción vinieron a visitarlas, que sacando la arquita y poniéndola sobre el altar, se cubrió la iglesia de una gran niebla y pedazos de llamas como resplandores, y algunas estrellas; y otro día, dos canónigos de San Juan de Latrán, que por mandado del Papa fueron a examinar este milagro y saber si estaba en la Calzada el santo Prepucio, sacándole del arquita, el uno apretó aquella bolita entre los dedos y partióse por medio. Era el día claro, y al punto se escureció y comenzó a tronar y relampaguear con tanto espanto de todos, que quedaron como muertos; y los canónigos volvieron espantados al Papa y le contaron lo que les había sucedido.

     Hallaron en escrituras antiguas que este santo Prepucio, en un vaso de cristal y oro, ricamente obrado, que dos ángeles le sostenían, solía estar en el Santa Sanctorum.

     Tal fué el hurto que este día hizo el desdichado soldado.



ArribaAbajo

- VI -

Cercan al Papa en el castillo. -Estando para concertarse los imperiales con el Papa, saben la venida del ejército de la liga, y salen a él. -El Pontífice se compone con Carlos de Lanoy y pone en sus manos.

     Entrada, pues, la ciudad de Roma en la manera dicha, luego se puso un cerco muy apretado al castillo de San Angel, donde el Papa y cardenales estaban. Y si bien veía el Papa que no podía sostenerse muchos días, no quiso en los primeros venir en concierto ni medio.

     Estuvieron casi concertados con que el Papa pagase trescientos mil ducados de oro; y que entregaría las ciudades de Parma y Plasencia y a Civitavieja y a Ostia y el castillo de San Angelo, hasta que el Emperador mandase otra cosa o hiciese paces con él. La cual concordia otorgada por el príncipe de Orange, que ya hacía el oficio de general, y era obedecido.

     Y antes que el Papa la firmase, supo cómo el ejército de la liga venía en su favor, y que estaba muy cerca con treinta mil hombres; y viendo que los imperiales que estaban en Roma andaban embarazados en el saco, sin orden ni concierto, atendiendo sin recelo a solo robar, entretuvo con palabras al príncipe de Orange dos días, hasta que ya vino a noticia de él y de los demás imperiales, que venían los enemigos cerca de los muros de Roma.

     Dice una carta original, escrita en estos días en Roma, que los imperiales salieron con gran priesa a ellos, y les dieron batalla muy cruda, con tanto calor y maña, que siendo los de la liga más de treinta mil, en menos de una hora los desbarataron y mataron y prendieron de tal manera, que no quedó hombre a vida que no fuese desbaratado o muerto, o preso, con el duque de Urbino, que no se sabía de él y le tenían por muerto, y con él otros capitanes y señores que iban en aquel ejército.

     No pasó todo lo que esta carta dice; pero fué tanto, que se tuvo por cierto este estrago y rota. Pero Mejía dice que los de la liga no se atrevieron a esperar la batalla, ni tal pensamiento tuvieron, sino que el duque de Urbino Francisco María de Montefeltro se quiso acercar a Roma con esperanza que la falta de general que el ejército imperial tenía, y la desorden del saco, pudieran causar alguna discordia o dar otra ocasión para poder hacer algún buen efeto, y socorrer al castillo de San Angel, o sacar de él al Papa, y con este pensamiento estuvo algunos días en un lugar a siete o ocho millas de Roma; pero visto que no sucedía como él pensara, se retiró. Desta manera se escriben los hechos de aquel verano en Italia, no haciendo el ejército de la liga más de estarse a la mira, esperando la determinación de los imperiales, sin osarlos acometer ni hacer suerte de importancia, más de cobrar la ciudad de Camariño, que los Colonas habían ocupado.

     Luego volvieron los imperiales a meterse en Roma, y hallaron la gente de la ciudad puesta en armas con otros ocho mil hombres de guerra, que se iban a juntar con los de la liga para tomar en medio al ejército imperial, y los imperiales dieron en ellos y los desbarataron con grandísima facilidad.

     Súpose en Nápoles la entrada de Roma, y vinieron don Alonso de Avalos, marqués del Vasto; el virrey Carlos de Lanoy, Hernando de Alarcón y otros capitanes, con cuya llegada y autoridad la parte del campo se puso en mejor estado. Y el Pontífice, perdidas las esperanzas que en el duque de Urbino tenía, viendo que los bastimentos le faltaban, determinó de hacer su partido y entregarse; para lo cual procuró que el virrey de Nápoles se viese con él.

     Pasaron muchos tratos; la conclusión fué: Que el Papa daría cuatrocientos mil ducados para el ejército, porque fuesen seguros todos los que en el castillo estaban con él. El cual entregó luego, y se puso en poder de aquellos capitanes, y dió por rehenes, para seguridad de esto, diez y siete cardenales que con él estaban, y entregó el castillo de San Angel, los castillos en tierra de Ostia y Civitavieja con el puerto.

     Dado este asiento, la guardia y servicio de su persona se encomendó a Hernando de Alarcón en el mismo castillo donde estaba, y fué servido y reverenciado con el acatamiento y veneración que la persona del Pontífice merecía, hasta tener orden del Emperador de lo que mandaba hacer.



ArribaAbajo

- VII -

Los florentines se vuelven contra el Papa y quieren la gracia de los imperiales.

     Como se supo en Florencia lo que en Roma pasaba, volvieron la hoja y arrimáronse al vencedor, y dieron tras el vencido, como suelen hacer las gentes. Pusiéronse en armas con grande alboroto, diciendo: «Arma, arma; libertad, libertad.» Y echaron fuera de la ciudad al cardenal de Tortona y a todos los principales, y parientes de los Médicis, y gobernadores puestos por ellos; de manera que quedó la ciudad de Florencia, con toda la señoría, a devoción del Emperador.

     Luego, el cardenal Colona, y otros que eran de la parte del Emperador, comenzaron a tratar de que se hiciese Concilio general, conforme a una bula muy recia y justa, que el papa Julio concedió, para poder privar al Papa, y poner otro en su lugar, hallando causas para ello.





ArribaAbajo

- VIII -

Cesan los divinos oficios en Italia por la prisión del Papa. -Muere Carlos de Lanoy en Roma.

     A principio de junio deste año llegó la nueva al Emperador estando en Valladolid, y si bien se alegró de la vitoria que su ejército había tenido, le pesó en el alma y mostró gran sentimiento de que hubiese sido con tanto daño de aquella ciudad y prisión del Papa. Sintió, como era razón, la muerte del duque de Borbón, porque el Emperador le estimaba y amaba por ser quien era y por la lealtad grande con que siempre le sirvió. Que aunque el duque de Borbón negó su patria y rey, los agravios que se le hicieron le dieron bastante ocasión, y ninguno de su estado y calidad hay tan fuerte en esta vida, que si le muerden y hacen rabiar no muerda, si bien sea a su proprio dueño.

     Vistióse el Emperador de luto; mandó dejar unas fiestas que estaban concertadas, y que se le hiciesen al duque unas solemnísimas honras, a las cuales se halló Su Majestad; tanta era la bondad, tanto el agradecimiento del César con quien le servía.

     A Viurre y a fray Francisco de Quiñones (que se llamó fray Francisco de los Angeles) envió a Roma con cartas al Papa, con amorosas razones, ofreciéndole su amor y amistad, queriéndola él. Escribió a muchas partes y príncipes, informándoles de este caso y de la justificación que de su parte había; y largamente al rey de Ingalaterra, como diré. Y a sus capitanes envió a mandar que diesen orden como el Papa fuese puesto en libertad; pero que junto con esto tuviesen cuenta con asegurarse de él, de manera que de amigo no se volviese enemigo.

     Estuvieron los capitanes muy perplejos en entender las palabras de esta carta, y hubo entre ellos diversos pareceres. El príncipe de Orange y Hernando de Alarcón y otros no sabían resolverse; pero por no enojar al Emperador, o al Papa, el cardenal y todos los de su familia y nombre decían que la voluntad del Emperador era que al Papa se le diese en todo caso libertad, y que se hiciese con él un honesto partido, con que el Emperador se librase del cargo que se le podría echar, de tener preso al vicario de Cristo; y juntamente quedase el Pontífice imposibilitado para juntarse con sus enemigos, lo cual se haría dejándole pobre; pues no hay cosa que más a un príncipe le constriña a tener paz que no tener dineros para hacer guerra.

     El Papa sentía mucho su prisión; decía que quería convocar Concilio general alegando la fuerza de la prisión, y en toda Italia no se decía misa, ni divinos oficios, sino conforme a lo que la Iglesia manda en semejante caso. También el Emperador amenazaba con el Concilio general para decir y alegar de su disculpa.

     Sucedió en Roma una gran pestilencia, así en los soldados como en los vecinos, que había día que morían quinientas personas; y se quemó el sacro palacio con toda la librería, que era de sumo valor, y se quemaron los archivos. Con estas desventuras hubo de salirse el Papa de Roma a la ciudad de Gaeta, del reino de Nápoles, diez leguas de Roma.

     De esta manera se embarazó y detuvo la libertad del Papa muchos días, y al fin se vino a concluir, dando el dinero y haciendo crecidas mercedes a muchos de los imperiales a 8 de noviembre, año 1527.

     Dos días antes que esto se concluyese murió de pestilencia en Roma Carlos de Lanoy, virrey de Nápoles, y sucedió en el oficio don Hugo de Moncada, de lo cual no gustó mucho el Papa, por la enemiga que con él tenía y por la contradición que hacía a su libertad.

     Por los señalados servicios de Carlos de Lanoy, dió el Emperador a su hijo el principado de Salmona, y así quedó grande casa y estado de aquel caballero, como él la merecía por los grandes servicios que siempre hizo al César.





ArribaAbajo

- IX -

Satisface el Emperador a la Cristiandad de la prisión del Papa.

     Quiso el Emperador satisfacer de la prisión que se había hecho de la persona del Papa, que no había sido con su voluntad, y escribió a todos los príncipes de la Cristiandad y al rey de Ingalaterra, diciéndole: Que siendo cierto que por muchas partes sabrían del desastre que nuevamente había acaecido en Roma, y que con su mucha prudencia lo habría tomado como de razón se debía tomar, como aquel que de su intención estaba bien satisfecho, pero, con todo, había querido hacerle saber esto, porque siendo cumplidamente enterado del caso como había pasado, y de su intención cerca de ello, le pudiese mejor aconsejar y ayudar en lo que se debía hacer en este caso, para honra de Dios y bien universal de la Cristiandad, que en él entendía, y tenía por cierto, había hecho tantas y tan buenas obras por la paz y sosiego de la Cristiandad, y por la honra y conservación de la Santa Sede Apostólica, que creía que ninguno de sano juicio podría de su buena intención dudar. Pues pudiendo vengarse de los agravios y demasías que el rey de Francia le había hecho, y cobrar todo lo que contra razón y justicia le tenía ocupado y usurpado, quiso más por el bien universal de todos soltarlo, dejando de cobrar antes lo que justamente le pertenecía, que sustentar la guerra por su interés particular.

     Que eran notorias las quejas que estando él en Alemaña le dieron los Estados del Imperio contra la Iglesia Romana, suplicándole que entendiese en el remedio de ellas. Y viendo él que no se podía poner por obra aquello sin mucho detrimento y diminución de la autoridad de los Romanos Pontífices, quiso más descontentar a toda Alemaña que a sólo el Romano Pontífice. De lo cual no pensaba tener culpa, aunque de ello se hayan seguido muchos males; pues su intención era siempre buena. La cual, conocida por el papa León X y Adriano VI, con armas espirituales y temporales favorecieron siempre su justicia; mas como después sucediese en el pontificado el Santo Padre Clemente VII, no acordándose de los beneficios que en general a la Sede Apostólica, y en particular a él mismo había hecho, se dejó engañar de algunos malinos, que cerca de sí tenía.

     De manera que, en lugar de mantener como buen pastor la paz que con el rey de Francia había hecho, acordó de revolver nueva guerra en la Cristiandad, y luego que el dicho rey fué suelto de la prisión, hizo Su Santidad con él y con otros potentados de Italia una liga contra él, pensando echarle su ejército de Italia Y ocupar el reino de Nápoles, que tenían ya entre sí repartido; y aunque libremente le había enviado a ofrecer todo lo que él mismo había pedido; no embargante que a todos pareciese claramente injusto, nunca él lo quiso acetar, pensando todavía poder ocupar el dicho reino de Nápoles.

     Que viéndole así desamparado de todos, habiendo hecho una tan buena obra como fué soltar al rey de Francia por el bien universal, y que por fuerza había de tomar las armas para defender sus súbditos, que de Dios tenía encomendados, temiendo lo que había acaecido, por más justificar su causa delante de Dios y de todo el mundo, antes que tomase las armas requirió así al Papa, como también al Colegio de los Cardenales, por que ninguno con razón se pudiese quejar, que dejasen las armas y no le quisiesen así provocar a la guerra, con tan evidente daño y perjuicio de toda la república cristiana, y protestó que si desta guerra la Sede Apostólica algún daño o detrimento padeciese, a sí mismos se echasen la culpa, pues tan a la clara daban causa para ello. Pero que su requerimiento y protestación valieron tan poco para con ellos, que no solamente continuaron la guerra comenzada, mas aún contra toda razón y justicia rompieron la tregua que en su nombre don Hugo de Moncada había con ellos hecho.

     Que viendo cómo en ninguna parte hallaba fe, por no faltar a lo que a sus súbditos debía, enviando una armada desde estos reinos de España, para defensa del dicho reino de Nápoles, hizo también bajar nueva gente de Alemaña en socorro del ejército que tenía en Milán, y como las cosas viniesen a tal estado que el Papa tenía ya ocupada mucha parte del reino, queriendo su ejército socorrer aquella parte do veía al peligro más cercano, sin esperar su parecer ni mandado, tomó la vía de Roma. Lo cual sabido por el Papa, temiendo la venida del ejército, hizo una tregua con el virrey de Nápoles, por tiempo de ocho meses, y aunque las condiciones de ella eran tales que se conocía bien la voluntad que algunos de los que cerca de Su Santidad estaban, a sus cosas tenían, con todo eso, quiso más ratificarla con perjuicio suyo, como luego la ratificó, que esperar la justa venganza, que casi tenía en las manos. Mas como tuviese ya Dios determinado lo que había de ser, antes que su ratificación llegase, temiendo su ejército que habría en esta tregua el mismo engaño que hubo en la que hizo don Hugo, quisieron a despecho y contra voluntad de los capitanes continuar su camino hasta llegar a Roma, donde faltándoles el capitán general, hicieron el insulto que habían oído; si bien, a la verdad, no creía que fuese tan grande como sus enemigos habían por todas partes sembrado; y si bien veía haber sucedido esto, más por justo juicio de Dios que por fuerza ni voluntad de hombres, y que ese mismo Dios (en quien de verdad había puesto toda su esperanza) quiso tomar venganza de los agravios que contra razón se le habían hecho, sin que para ello interviniese de su parte consentimiento ni voluntad alguna.

     Que, demás de esto, había sentido tanta pena y dolor del desacato hecho a la Sede Apostólica, que verdaderamente quisiera mucho más no vencer que quedar con tal vitoria vencedor. Mas pues que así había placido a Dios, el cual por su infinita bondad suele de semejantes males sacar grandes bienes, como esperaba que agora también haría, que convenía (dándole gracias por todo lo que hace y permite) procurar cada uno por su parte de pensar y enderezar sus obras al remedio de los males que en todas partes la Cristiandad padecía. En lo cual hasta la propria sangre y vida pensaba emplear. Y que porque conocía en él otra tal intención y voluntad, le rogaba encarecidamente, como a tío y hermano, le enviase su parecer de lo que en este caso debía por su parte hacer, ayudándole por la suya a remediar los males que la Cristiandad padecía, y en ella la honra de Jesucristo fuese ensalzada, porque más brevemente pudiese volver las armas contra los enemigos de la fe cristiana.

     Despachóse esta carta en Valladolid a 2 de agosto, año de mil y quinientos y veinte y siete.

     Estaba dañado el inglés cuando la recibió, y sin hacer caso de ella ni responder, hizo lo que adelante veremos.





ArribaAbajo

- X -

Un hombre no conocido, con apariencias de santo, anuncia la destruición de Roma.

     Diré aquí, por ser notable, lo que antes que Roma se entrase y saquease se vió en ella. Vióse un hombre no conocido más de que era italiano: llamábase Juan Bautista. Su hábito y vida era muy penitente, porque no traía más que un saco de sayal a raíz de las carnes, y descalzo. Manteníase miserablemente. Dormía en el suelo. Casi en los tiempos de estas guerras, y poco antes que llegasen, ni aun se pensase que habían de llegar a Roma, andaba este hombre dando voces por las calles de Roma amenazando que venía la ira de Dios sobre aquella ciudad, que enmendasen sus vidas. No cesaba de predicar esto días y noches; echáronle en la cárcel, y estuvo en ella y en su porfía y tema de predicar hasta que la ciudad se entró y saqueó, como queda dicho.

     Suele Dios enviar tales predicadores a su pueblo, y no de más autoridad, capillas ni hábitos, porque los que los tienen a veces no predican con el espíritu y celo que tan santo oficio pide, sino con curiosidad del lenguaje y de las flores, que las marchita el aire de la vanidad. De donde viene que siendo sal de la tierra y habiendo tanta en ella, huelan tan mal las carnes.

     «Predico, dice San Pablo a los corintios, a Jesucristo crucificado, no con palabras elegantes de la sabiduría humana, sino con espíritu y fervor del cielo, de manera que no consista vuestra fe en las palabras, sino en la demostración del espíritu: y a éste ha de acompañar la vida.»

     Ya dije las visiones que en el año de mil y quinientos y diez y siete se vieron en Lombardía, por lo que después de referido se podrá ver si adivinaba bien el demonio lo que había de suceder por estos tiempos en el mundo.





ArribaAbajo

- XI -

Lo que en este tiempo hizo Antonio de Leyva en Lombardía. -Sale Antonio de Leyva de Milán a saltear los enemigos, y dales una buena mano.

     En tanto que en Roma pasaban las cosas ya dichas, Antonio de Leyva, que en el Estado de Milán había quedado, no dormía ni descansaba, antes se hubo valerosamente, defendiendo su parte con la poca gente que le había quedado, contra el duque de Milán y venecianos, que pensaron que, ido el duque de Borbón, tomarían algunas tierras de las que por el Emperador estaban en aquel Estado.

     Señaladamente, después de otras cosas menos importantes que pasaron, el duque de Milán, con favor de venecianos, hizo gente y determinó ir a tomar a Mariñano, que es a diez millas de Milán, donde Antonio de Leyva estaba.

     Sabido por él, salió de Milán con toda la más gente que allí tenía, y fuése a esperarlo junto a Mariñano. Y llegando el duque sin saber de la salida de Antonio de Leyva, cuando supo que lo tenía tan cerca no se atrevió a pelear, y retiróse con alguna pérdida de su gente.

     Después de lo cual, tuvo aviso que Jacobo de Médicis, con seis mil esguízaros a sueldo de Francia, y de venecianos, se había puesto en Casal, a doce millas de Milán, porque la vecindad de estos dos campos sus enemigos no fuese causa de algún movimiento o engaño de aquella ciudad, y con propósito de lo que luego hizo, él alzó el suyo de Mariñano y con buen orden y presteza se fué a meter en Milán, donde, reposando la noche que llegó, otro día, haciendo muestras de no querer salir al campo a prima noche del día siguiente partió de Milán con todos los españoles y alemanes, y gente de a caballo por avanguardia y fué a amanecer sobre el lugar donde Jacobo de Médicis con su gente estaban, bien descuidados de tal caso.

     Y con grande presteza y ánimo hizo combatir la villa por todas partes, la cual con poca resistencia fué entrada por fuerza de armas y muertos y presos cuantos en ella estaban, salvo algunos que escaparon, uno de los cuales fué Jacobo de Médicis.

     Habida esta vitoria y deshecho este campo, con no menos presteza que había venido se tornó para Milán alegre y vitorioso, y desde allí, con gran valor y reputación, defendió todas las tierras que le habían quedado encomendadas, hasta que pasó en Italia monsieur de Lautrech con el campo de Francia, como se dirá.



ArribaAbajo

- XII -

Nacimiento del príncipe don Felipe, entre las cuatro y cinco de la tarde, martes. -Honestidad notable de la Emperatriz. -Palabras notables del Emperador a su hijo.

     Bien será que dejemos un poco las armas, que si bien fueron dichosas y favorables al César y a sus reinos, no fué de menos felicidad y gusto un hijo bienaventurado que el Emperador de los cielos le quiso dar, para que en él, como en imagen viva de su padre, viesen sus reinos lo que de Carlos V podían desear cuando le llevó Dios a los del cielo.

     Dije cómo la nueva de lo que se había hecho en Roma se había dado al Emperador en la villa de Valladolid, donde tuvo Cortes generales de estos reinos, y fué cuando la Emperatriz, reina de España, estaba en días de parir.

     Sucedió el parto martes a 21 de mayo, a las cuatro de la tarde, en las doce calendas de junio, la luna menguante, día de San Mancio, en la villa de Valladolid (que agora es ciudad), en la corredera de San Pablo, en las casas que entonces eran de don Bernardino Pimentel, y agora son del conde de Rivadavia, año de 1527. Nació el príncipe don Felipe primogénito y el primero que la Emperatriz parió, hijo ni hija.

     Al tiempo que la Emperatriz estaba puesta en el trance doloroso del parto, como se alargase con rigor y la fatigasen reciamente los dolores, díjole la partera o comadre: «Serenísima señora, no toméis pena de gemir tanto entre vos misma, sino dad algún recio grito con que toméis descanso.» A esto respondió la Emperatriz en lengua portuguesa:

     «Naom me faleis tal, miña comadre, que yo morrerei, mas naom gritarei

     Mandó la Emperatriz que al tiempo que estaba en el parto apagasen todas las velas de su cámara, a causa que si con la fuerza de los dolores torciese el rostro o hiciese algún visaje o gesto feo, no la pudiesen ver las que la ayudaban en aquel paso.

     Ya que el príncipe fué nacido y puesto en paños, tomólo el Emperador su padre en los brazos, y díjole estas palabras: «Dios Nuestro Señor te haga buen cristiano. A Dios Nuestro Señor ruego te dé su gracia. Plega a Dios Nuestro Señor te quiera alumbrar para que sepas gobernar los reinos que has de heredar.»

     Y aunque llovía harto, luego, a la hora se fué el Emperador al monasterio de San Pablo a pie, a dar gracias a Nuestro Señor por el beneficio recibido.

     Acudieron luego a palacio todos los grandes y caballeros cortesanos, con grandísimo gozo.

     Derramada la nueva de cómo el príncipe había nacido, fué grande el placer que se recibió en el reino; y el Emperador, con su modestia, mandó y escribió a todos no se gastasen en hacer alegrías, ni diesen tampoco a los correos albricias. Con todo, fueron grandes las alegrías que se hicieron y las albricias que se dieron.



ArribaAbajo

- XIII -

Bautismo y solemnidad del príncipe. -Aclaman a don Felipe, bautizándole por príncipe de Castilla. -Porfía que hubo sobre el nombre que se daría al príncipe; los buenos castellanos querían Fernando, otros Felipe. -De Mojados, lugar cuatro leguas de Valladolid, fué la que crió al príncipe.

     Llegado el día del bautismo, que fué miércoles a cinco días del mes de junio de este año de mil y quinientos y veinte y siete, se bautizó el príncipe don Felipe en el monasterio de San Pablo, de Valladolid.

     Y para la solemnidad del bautismo se hizo desde la escalera de don Juan de Mendoza, donde posaba la Emperatriz, un pasadizo que llegaba hasta el altar mayor de la iglesia de San Pablo, del ancho de la escalera, que comenzaba desde el pie de ella, seis o siete escalones o gradas en alto. Estaba muy enramado, y con muchas flores y rosas, limones y naranjas y otras frutas. Había en los arcos triunfales, y en cada uno de ellos, muchos retablos. El primero estaba a la puerta de la dicha casa, y encima de él estaban los cantores, y, algunos de ellos en hábito de ángeles, que cantaron cuando sacaron al príncipe Gloria in escelsis Deo, etc. Y en el segundo arco estaban pintados los signos y planetas del cielo.

     En este primero hicieron un auto. En el segundo, tercero y cuarto, otro auto. El quinto estaba a la puerta que está dentro del patio de la iglesia. Éste era más alto que alguno de los otros.»

     Estaba en él un altar a manera de un aparador de muchas gradas. En éstas estaban ricas imágines de bulto, de plata, doradas y algunas de oro, con otras piezas de gran valor. Estaban puestos en dos candeleros dos cuernos grandes de unicornio; éstos y todo lo que había era del Emperador. Aquí se representó el bautismo de San Juan Bautista.

     Desde la entrada de la iglesia hasta la reja que en ella hay, había mucha tapicería de oro, y seda muy rica, en especial unos paños de toda la Pasión. Un poco antes de llegar a esta reja, se hacía en el pasadizo una anchura donde se había de hacer el bautismo, y allí estaba a la mano derecha una cama con sus cortinas de brocado carmesí. A la otra mano, un altar con algunas gradas, con todas las reliquias, cruces y imágines de bulto de plata y de oro que en el colegio había. Y en medio de este altar y cama estaba puesto un cielo de brocado muy rico. En el suelo, un cirial de lo mismo, y sobre él una pila de plata.

     Entrando a la capilla mayor iba el pasadizo, no más ancho que al principio, hasta el altar mayor, en el cual estaban muchas imágines de bulto, de oro y de plata, bien ricas, y otras piezas de valor. Señaladamente, había un portapaz con un camafeo, que cubría todo lo más de él; que era joya de gran precio. Eran todas estas piezas del Rey Católico.

     Estaban junto al altar dos o tres paños pequeños, casi todos de oro. Había en la capilla otros cuatro del Emperador, de oro y seda, tan ricos y de tan buena mano, que ninguno los veía que no dijese que eran los mejores que hubiese visto, y era el uno de ellos de la coronación de Nuestra Señora, otro de la Fortuna, y los otros dos de la Fama.

     El Emperador vino a misa en este día a San Pablo, y anduvo mirando todo lo que tenían aderezado. Tenía vestida una ropa de terciopelo negro y un sayo de terciopelo blanco acuchillado, lleno de papos de tafetán blanco, y calzas blancas y zapatos blancos, y una gorra de terciopelo negro.

     A la tarde, Su Majestad pasó a la posada de doña Leonor, reina de Francia, y fué con ella al palacio de la Emperatriz.

     Y de allí comenzaron a salir por el pasadizo muchos señores y caballeros.

     Salió el condestable de Castilla, que llevaba al príncipe, y a la mano izquierda iba el duque de Alba, que se lo ayudaba a llevar, y junto a ellos iban dos dueñas: la una era el ama; la otra, la comadre o partera.

     Iban delante el conde de Salinas con las fuentes, y el conde de Haro con el salero, y el marqués de Villafranca con la vela, y el marqués de los Vélez con el alba.

     Tras el príncipe iba la reina de Francia, que era la madrina; llevaba una saya de raso negro, con muchas piedras y perlas. Llevábala de mano el duque de Béjar.

     Tras Su Alteza iba la marquesa de Cenete, vestida una saya de terciopelo carmesí aforrada en raso carmesí. Llevábala de mano el clavero. Y junto a ella, todas las damas, vestidas de raso negro y terciopelo negro, con muchos papos negros, perlas y cosas de oro.

     Tras ellas iban las de la Emperatriz, vestidas de lo mismo, y algunas de ellas con ropas de seda de colores.

     Y así llegaron hasta la pila, que era de plata, y habría en esta cuatrocientos marcos de plata, con mucha pedrería fina, donde estaban vestidos de pontifical el arzobispo de Toledo y el obispo de Osma, y el de Palencia. Las mitras eran de grandísimo valor, particularmente la del arzobispo, que bautizó al príncipe; y para desnudarle tomóle el duque de Béjar de los brazos del condestable, y dióle al ama. Y después de desnudo púsolo en las manos del condestable; y al bautizar, el condestable le tenía por el cuerpo, y el duque de Béjar por la cabeza. Y después de bautizado, lleváronlo a envolver a la cama que allí estaba.

     Y uno de los reyes de armas que estaban presentes, dijo tres veces en alta voz: «Oíd, oíd, oíd: don Felipe, príncipe de Castilla, por la gracia de Dios, etc.»

     Pasaron a hacer oración al altar mayor, y volviéndose, ayudaba el duque de Béjar a llevar al príncipe al condestable; y el duque de Alba vino con la reina de Francia.

     Los padrinos se señalaron por el Emperador, y fueron el condestable, y el duque de Béjar y el conde Nasao. El conde de Benavente y el duque de Nájara; que también fueron nombrados, no se hallaron en esta fiesta.

     El Emperador estaba en el pasadizo que había de palacio a la casa de don Juan de Mendoza, y de allí vió salir a su hijo, y miraba todo lo que pasaba.

     Don Fadrique de Toledo, duque de Alba, al tiempo de bautizar al príncipe y que preguntaron cómo ha nombre, siempre él respondía Hernando ha nombre, porque él y otros muchos quisieran que se llamara así, por la buena memoria del rey don Fernando el Católico, y por la de los demás reyes de este nombre que ha habido en Castilla, que ellos y los once Alonsos merecen este amor, y estar como naturalen los corazones de los verdaderos castellanos.

     Todos los caballeros que para esta fiesta se vistieron, que fueron el duque de Béjar, que llevaba una ropa de terciopelo carmesí, aforrada en raso carmesí; el conde de Haro llevaba una ropa de terciopelo morado con mucha pedrería, aforrada en raso blanco; iban en calzas y jubón. Las calzas eran blancas y también el jubón, todo lleno de chapería, y gorras de terciopelo blanco con una pluma blanca. El prior de San Juan llevaba una capa y un sayo de paño negro frisado con mucha chapería. El marqués de los Vélez llevaba una capa de raso leonado aforrada en damasco leonado, y un sayo de terciopelo leonado, y una media gorra de paño leonado. El conde de Monte Agudo llevaba una capa de paño negro, con una guarnición de terciopelo negro, llena de la misma chapería.

     Dice esta memoria de otros muchos caballeros vestidos de esta manera; bastarán los dichos para que por ellos y por lo que ya dije en el bautismo del infante don Fernando, año de mil y quinientos y tres, vean lo que entonces usaban, y se confundan todos con las demasías de agora.

     Dióse a criar a una mujer de un escudero pobre, natural de Mojados. Diéronle luego de renta ciento y cincuenta mil maravedís.



ArribaAbajo

- XIV -

Regocijos en Valladolid al bautismo del príncipe. -Corriéronse doce toros. -Señalóse mucho don Juan Sarmiento, conde de Salinas, en el correr y ir costosamente vestido. -Dase cuenta de estas menudencias al curioso. -Junta en Valladolid sobre las opiniones de Erasmo. -Iglesia mayor de Valladolid. -Sale la Emperatriz a misa. -Poca salud en Valladolid. -La corte imperial en Palencia.

     El jueves siguiente, en la tarde, hubo juego de cañas en la plaza Mayor; fuéronlo a ver la reina de Francia, la marquesa de Cenete y todas las damas. Jugó el Emperador, y los primeros que entraron en la plaza fueron los caballeros de Valladolid. Traían los vestidos y librea del Emperador, que quiso Su Majestad honrar esta ciudad, como vecino y natural de ella, y siempre lo hizo, y más asentó en ella que en otro lugar de España; y por eso sus privados edificaron suntuosos edificios en ella, entendiendo el gusto que daban a su príncipe. Traían albornoces de damasco blanco y marlotas de raso amarillo.

     Entró el marqués de los Vélez con un albornoz de damasco naranjado y una marlota de terciopelo verde y leonado, y en la manga derecha una banda de terciopelo encarnado; entraron con él muchos caballeros vestidos de la misma librea.

     Entró otra cuadrilla de caballeros con albornoces de damasco azul y marlotas de terciopelo azul.

     Entró el prior de San Juan y el comendador mayor de León, con muchos caballeros de la casa de Alba. Llevaban albornoces de damasco leonado y marlotas de terciopelo leonado.

     Entró el Emperador con una marlota de terciopelo blanco, y raso blanco en ella. Entraron con Su Majestad muchos caballeros, entre los cuales era el duque de Béjar, que llevaba una marlota de terciopelo blanco y damasco blanco y un albornoz de damasco amarillo. El conde de Nieva llevaba un albornoz de damasco encarnado, con los rapacejos de hilo de plata, y una marlota de terciopelo blanco y raso blanco. Llevaba un bonete encarnado y una toca con una Pluma blanca. El conde de Haro llevaba una marlota de terciopelo blanco con torzales de oro. El conde de Salinas llevó una marlota de terciopelo naranjado y un albornoz de damasco pardo.

     Entrados en la plaza dieron por ella dos vueltas, y alancearon y mataron un toro.

     Luego entró el conde de Benavente y el duque de Nájara con cincuenta caballeros de librea. Los del conde llevaban albornoces de damasco amarillo y marlotas de terciopelo pardo. Llevó el conde una marlota de terciopelo pardo llena de torzales de oro. El duque de Nájara salió con una capa de terciopelo pardo aforrada en damasco amarillo.

     Entraron luego el conde de Aguilar y sus hermanos, y otros caballeros, que fueron los postreros, con marlotas de terciopelo pardo. De manera que hubo ciento y sesenta caballeros en todo.

     Y porque no podían, siendo tantos, salir los toros, mandó el Emperador que todos se pusiesen en ala, y que ninguno se menease si el toro no viniese a embestir con él. Y así se repartieron en dos partes en hilera, hombro con hombro, y el que quería dar lanzada salíase un poco de los otros.

     El Emperador dió una buena lanzada; otros también se quisieron señalar.

     Después de muertos los toros, Su Majestad ordenó los caballeros, de manera que pudiesen correr y jugar las cañas.

     Si el haber dado cuenta de cosas tan menudas cansare, perdónenme, que cierto mi ingenio no es para ellas; dígolas porque algún curioso gustará de ver lo que sus abuelos hicieron solenizando las fiestas de los reyes.

     A 12 de junio, día de la Trinidad, se levantó la Emperatriz después del parto, y hubo en la rinconada justa real, en que de la una parte justó el Emperador y de la otra don Juan de Velasco, conde de Haro.

     Jueves a 27 de junio, se comenzaron a juntar treinta y dos famosos letrados teólogos para calificar ciertas proposiciones que Erasmo tenía en sus obras, al cual favorecían muchos, pero más eran los que le impunaban. Duró esta junta dos meses, y hacíase en la casa y presencia de don Alonso Manrique, arzobispo de Sevilla, inquisidor general. El cual, como viese que unos impugnaban a Erasmo porfiadamente, y otros le defendían con sobrada malicia, tuvo manera cómo la Congregación se deshiciese y no hablasen más en aquel negocio.

     Este año, a 13 de junio, se comenzó la obra de la iglesia mayor de Valladolid, y al tiempo que abrieron los cimientos hallaron una fuente de agua, cuyo nacimiento estaba de frente de Esgueva; es agora un lavadero poco limpio.

     Domingo salió la Emperatriz a misa, y llevábala don Juan Pimentel, conde de Benevante, de rienda; y ella iba vestida a la portuguesa, de blanco, encima de un caballo, y a la tarde de aquel día se corrieron toros y hubo juego de cañas, en el cual salió don Fadrique de Toledo, prior de San Juan, con cincuenta caballeros de su librea.

     Comenzaron a enfermar por estos días en Valladolid; morían en Toro y Zamora; quiso el Emperador pasarse a Palencia con la Emperatriz y el príncipe y reina Leonor, llevando muy poca casa. Mandaron ir al alcalde Ronquillo para que aparejase el aposento y echase de la ciudad a cuantos habían ido de la corte y a los extranjeros. Porque no querían que el Consejo se aposentase allí, salvo cinco leguas alrededor, y se trataba en qué lugar se pondría la Chancillería de Valladolid.



ArribaAbajo

- XV -

De las brujas de Navarra notables. -Cómo hacían sus juntas las brujas. -Cómo veían las brujas el Santísimo Sacramento.

     Por cosa notable diré aquí lo que sucedió este año en Navarra con unas mujeres perdidas, hechiceras, que llaman brujas o jurguinas.

     Y fué que en la ciudad de Pamplona, delante de los oidores de aquel Consejo, vinieron y se presentaron dos mozas de poca edad; que la una podría tener nueve años y la otra, once; y en presencia de los dichos oidores dijeron que si las perdonaban de cierto delito y maleficio que habían hecho, que ellas dirían y acusarían muchos y muchas delincuentes de hechos muy abominables, dignos de castigo.

     Finalmente, como los oidores las vieron venir diciendo su culpa con tan buena voluntad, en especial siendo de tan poca edad, todos vinieron en las perdonar, con tal condición que muy enteramente dijesen la verdad. Y de esta manera aseguradas, dijeron:

     -Señores, la verdad es que nosotras somos brujas, en compañía de otras muchas de este oficio, las cuales hacen mucho mal, y si queréis castigarlas, nosotras os las mostraremos, que luego que veamos a cada una el ojo izquierdo, la conoceremos, porque somos de su oficio; lo cual otra que no lo fuese no podría conocer.

     Luego que los oidores oyeron esta confesión, determinaron nombrar uno de su Consejo para que entendiese en ello. Señalado un oidor con cincuenta soldados que le acompañasen, llevó consigo las mozas y comenzó a visitar la tierra y lugares, entendiendo en descubrir las hechiceras de esta manera. Que al lugar donde llegaba, hacía luego encerrar las dos muchachas; la una en una casa y la otra en otra. Y llamaba la justicia del lugar, y procuraba saber cuáles eran las personas sospechosas; y aquellas mudaban sus vestidos y las disfrazaban y cubrían con mantos, de manera que no dejaban descubierto sino el ojo izquierdo, y a éstas ponían en hilera, sentadas, la cara al sol.

     Luego el oidor mandaba traer la una de las mozas, y el juez del pueblo descubría el ojo izquierdo de cada una, y la mozuela mirábala espacio de un credo, y visto sólo el ojo secretamente, decía al inquisidor si era bruja o no, y así las miraban todas.

     Y después volvían a hacer encerrar aquella moza y sacaban la otra; y de la misma manera la preguntaban, y mirando cómo la otra respondía sin discrepar en alguna cosa de lo que la primera había dicho, sino que al que la una había señalado, señalaba la otra; y desta manera se justificaron más de ciento y cincuenta personas, que notoriamente se les probó ser brujos y brujas.

     La manera que tenían en su oficio y autos, o juntas que hacían, según por sus confesiones, sin discrepar, confesaban, era que cuando alguna de aquellas personas entraba en la cofradía diabólica, y juntas que con los demonios hacían, si era mujer le daban un demonio en figura de un gentilhombre, el cual dormía con ella carnalmente; y antes de esto la hacían ciertas preguntas, descomponiéndola y apartándola de la fe católica, con muy horribles palabras. Luego hacían todos un corro y poníase en medio de él un cabrón negro que andaba alderredor haciendo un son ronco a manera de trompa, al cual son todos comenzaban a bailar. Y después hacían colación con pan, vino y quiso; y antes de la colación, luego que se acababa la danza, besaban todos al cabrón debajo de la cola. Y luego cada una de estas brujas se ponían encima de su amigo, que, como si fuera un rocín, se volvía un cabrón, y se iban por el aire, untándose antes con un ungüento que les muestran a hacer de un sapo y cuerno, y otras sabandijas, iban así personalmente, como digo, encima de sus cabrones.

     Y para averiguar cómo hacían esto, fué de esta manera: que el oidor mandó traer delante de sí uno de los presos, que fué una mujer vieja, y la dijo que él tenía gana de saber de qué manera iban a hacer sus obras, que le quitaría las prisiones que tenía, y que si se pudiese ir, que se fuese. Ella dijo que era contenta, y pidió un bote de ungüento que le habían tomado, con el cual se puso en la ventana de una torre muy alta, y en presencia de mucha gente se untó con aquel unto en la palma de la mano izquierda y en la muñeca, y en el juego del codo, debajo del brazo, y en la ingle y en el lado izquierdo. Y esto hecho, dijo en voz alta: «¡Ay!» A la cual voz respondió otra, dijo: «Sí, aquí estoy.»

     Y luego la dicha mujer se bajó por la pared abajo, la cabeza abajo, andando de pies y manos, como una lagartija; y cuando llegó a media pared levantóse en el aire a vista de todos y se fué volando por él. Por lo cual, después de haberse todos admirado, mandó el oidor pregonar que a cualquiera persona que le trajese aquella mujer le daría cierta moneda. Y así, de allí a dos días la trajeron unos pastores que la hallaron en un prado; y preguntada por el oidor cómo no se había salvado, respondió que no había querido su amo llevarla más de tres leguas, y que la había dejado adonde los pastores la habían hallado.

     Halláronse que andaban en esto muchas doncellas, muchachas de diez y once años, y haber muerto tres y cuatro personas por industria y mandado del demonio, con ponzoña, y que el demonio las llevaba a las casas donde hacían estos males y les abrían las puertas y ventanas para entrar, y después cuando se volvían las cerraba.

     Preguntáronles si cuando iban a la iglesia veían el Santísimo Sacramento. Respondieron que no, y que si le veían, que le veían negro como la pez; y que si en algún tiempo estaban en buen propósito de se enmendar y apartar de aquella abominable obra, que entonces lo veían blanco y puro, como los otros lo ven.

     Decían que hacían sus juntas generales, particularmente las noches de las Pascuas y mayores fiestas del año.

     Otras muchas cosas confesaron torpes y feas, y en todo fueron muy conformes las confesiones que hicieron, porque así lo debían de ser en el pecado.



ArribaAbajo

- XVI -

Procede el de Francia contra el duque de Borbón. -Falsedad de Guiciardino. -El inglés se confedera con Francia contra el Emperador. -El Emperador habla a sus embajadores en Valladolid. -Poderoso ejército que se arma contra el Emperador. -Después de enviar las armas a Italia tratan de paces en España. -Los franceses entran en Génova. -Parte el Emperador para Burgos, oyendo a los embajadores de Francia e Ingalaterra, tratos de paz, aunque entendía su cautela.

     Ya que hemos acabado con los cuentos de Castilla, es bien volver a los que dejamos de Italia y Francia. Digo, pues, si bien la prisión del Papa dio que pensar y que temer al rey de Francia, la muerte del duque de Borbón le dió harto contento y satisfación de su ira.

     Y a 27 de julio deste año, el Parlamento de París pronunció una sentencia contra el duque de Borbón, ya difunto, dando (como dicen) al moro muerto gran lanzada, y le condenó criminal de la Majestad ofendida, y que su nombre quedase perpetuamente borrado, que rayesen las armas de toda su generación y casa, y en perdimiento de bienes que adjudicaron al rey. De esta manera se vengaron en la muerte de quien no pudieron en vida.

     Hablaban en todas las partes de Francia, Ingalaterra y Italia malamente del Emperador, y tocando muy al vivo en su honor, por la prisión del Papa y saco de Roma, y aún se atrevió a escribir Francisco Guiciardino, haber querido el Emperador que trajesen preso al Papa en España como habían traído al rey Francisco, sino que temió (dice falsamente este autor) incurrir en odio de toda la Cristiandad, y que los herejes recibieran contento en ello; mas es una falsa imaginación, porque tiene muchas Guiciardino, y más contra españoles.

     Dije la particular satisfación que el Emperador quiso hacer sobre la prisión del Papa con el rey de Ingalaterra, el cual no sólo fué poco cortés en no responder a ella, pero como enemigo descubierto.

     En fin del mes de junio despachó al cardenal Evorancese para el rey de Francia, y a 3 de agosto entró en Ambiano a concertar una junta y liga contra el Emperador, pidiendo que el rey de Francia ayudase con gente de pie y de a caballo; y él se ofrecía de dar una gran cantidad de dinero cada mes, sin mirar que tenía sus embajadores en Valladolid, publicando y diciendo que el rey su señor quería ser medianero de la paz.

     Y el Emperador, en Valladolid, a veinte días del mes de julio, estando su campo vitorioso en Roma, y en su prosperidad, hizo llamar los dichos embajadores de Enrico, y les dijo, en respuesta de lo que en este propósito, más por cumplimiento que de voluntad, le habían dicho (según después pareció), que por amor y respeto del rey de Ingalaterra, él era contento de sobreseer en la demanda de la restitución del ducado de Borgoña, en que había estado la dificultad de la paz, y que tomaría por rescate de los hijos del rey de Francia, en recompensa de los grandes gastos que por haber él quebrado la paz hecha en Madrid, le había convenido hacer, la suma que el mismo rey había ofrecido al virrey Carlos de Lanoy, que eran dos millones de escudos, con condición que lo demás quedase en su fuerza y se cumpliese la dicha paz y concierto de Madrid. Pero no bastando tan largos cumplimientos con el de Ingalaterra, él, por inducimiento de su gran privado el cardenal, siguió la confederación que nuevamente había hecho con el rey de Francia y con los demás de la liga, pareciéndoles que no podría ya el Emperador defenderse de tantos.

     Y a voz y en nombre de que iban a libertar al Papa, enviaron un poderoso ejército en Italia de suizos, gascones y alemanes, y gran copia de artillería, a costa de ambos reyes; por capitán del cual fué Francisco Odetto de Fox, que por otro nombre se dijo monsieur de Lautrech, ya conocido y nombrado. Y al mismo tiempo, por descuidar al Emperador y entretenerlo, para que no acudiese a lo que le convenía, enviaron a España nuevos embajadores con color de tratar de la paz. Que desta manera y con tales trazas y ardides se querían valer contra este príncipe.

     El ejército francés bajó en el Piamonte, donde cogió los suizos que tenía ya hechos, y juntándose con los venecianos, fué la vuelta de la ciudad de Alejandría, donde Antonio de Leyva había puesto buena copia de alemanes en guarnición, y él se había retirado a Milán, viendo que contra tan gran poder él no era parte ni podía andar en campaña, y que el ejército del duque de Borbón se estaba en Roma, casi amotinado, que no quería salir de allí hasta ser pagado.

     Los franceses, de camino, tomaron y saquearon una buena villa llamada Boseo (echando de ella a Luis de Lodronio), que es cerca de Alejandría. Desde allí Lautrech envió sobre Génova (donde los Adornos tenían la voz del Emperador) a César Fregoso, genovés, que andaba desterrado. En la cual, a la sazón, había grande hambre. Y por la mar la apretaba Andrea Doria con la armada francesa.

     Llegado Fregoso sobre la ciudad, parte de los españoles y otros soldados que dentro estaban en guarnición, salieron a pelear con él. Y estando ellos en el campo, la gente popular de Génova, como siempre suele ser el pueblo amigo de novedades, comenzó a alborotarse y apellidar «¡Francia, Francia!» Lo cual, sentido por los que habían salido, tornaron a entrar en la ciudad. Pero fué de manera que a vueltas de ellos entraron los enemigos.

     Y finalmente, César Fregoso se apoderó de Génova y fueron presos los españoles, que serían hasta trecientos los que en Génova estaban.

     Monsieur de Lautrech luego vino allí y puso gobernador y guarnición por el rey de Francia; y el castillo donde los Adornos se habían metido, también se le entregó a partido.

     Habida así la ciudad de Génova, con la furia que los franceses suelen hacer a guerra en los principios, vino a ponerse sobre Alejandría, donde estaban los Albianes, y comenzó a apretar, quitándoles los bastimentos.

     En Italia comenzaban las armas francesas, ligadas con otras de esta manera, y en España los embajadores franceses y el inglés daban voces por la paz, la cual el Emperador no reprobaba. De manera que sabiendo lo que en Italia contra él hacían, no por eso les negó jamás audiencia y que en su Consejo de Estado tratasen de ella.

     Partió el Emperador de Valladolid para Burgos y, como dije, por Palencia, a causa de la poca salud que en la tierra había, y después de muchas dudas y dilaciones que de industria los embajadores ponían, vinieron en esta conclusión. Que de la concordia de Madrid se quitase el capítulo de la restitución de Borgoña, quedando al Emperador su derecho a salvo. Que el rey de Francia pagase por el rescate de sus hijos los dos millones de escudos, con tanto que se descontase de ellos lo que el Emperador debía al rey de Ingalaterra de dineros que le había prestado.

     Tomaba también a su cargo el rey de Francia de satisfacer al de Ingalaterra la indemnidad a que el Emperador se había obligado en Londres cuando hizo con él amistad, que fué que pagaría al rey de Ingalaterra la pensión antigua que el rey de Francia le pagaba, todo el tiempo que él no se la pagase, por se haber declarado por su enemigo. Obligábanse asimesmo los franceses a restituir a Génova y lo demás que su ejército hubiese tomado en Lombardía antes que le fuesen entregadas las rehenes, y en lo tocante al duque de Milán, ofreció el Emperador de nombrar jueces sin sospecha, que determinasen la causa, y si fuese hallado sin culpa, que le restituiría el Estado y le daría la investidura. Y si fuese por ellos condenado, que el Emperador dispusiese a su voluntad de él como señor del feudo. Que en todo lo demás fuese guardada la capitulación de Madrid, salvo algunas cosas de poca importancia.

     Y hecho este concierto en Palencia a 15 de septiembre, por donde parecía que se había ya encaminado la paz, cuando se vino a firmar, los embajadores de Francia dijeron que no tenían poder especial para lo otorgar y firmar, pero que enviarían luego a su rey que lo enviase. Con esto se dilató por entonces el negocio y conclusión de la paz; y el Emperador pasó a Burgos, y con diversas disculpas que los embajadores daban para dar color y disimular su mala intención, que era entretener para que el Emperador no cuidase tanto de las cosas de Italia, se dilató la respuesta muchos días.



ArribaAbajo

- XVII -

Lautrech sobre Alejandría. -Ríndese Alejandría a Lautrech.

     En los cuales lo que monsieur de Lautrech hizo en la guerra fué que puso el cerco que dije sobre Alejandría y luego la hizo batir reciamente tres días continuos sin parar. Y fué tan grande el rompimiento de los muros, que por mucho que los cercados hacían y trabajaban, no podían reparar lo derribado; de manera que viéndose perdidos Alberico Barbiano, milanés, y Bautista Lodronio, si bien se defendieron valerosamente, y el Alberico con muy buena diligencia había metido en la ciudad, sin pensarlo los franceses, quinientos soldados bien armados, trayéndolos por unas montañas; pero fué tanta la artillería y pólvora que los venecianos trajeron, que viéndose muy apretados y que ya no se podían defender, se dieron con estas condiciones: Que Bautista Lodronio y los alemanes que con él estaban se pudiesen ir con toda su ropa a su tierra, y Barbiano a Piamonte, con que por medio año no tomasen armas contra Francia ni contra sus confederados.

     Cobrada, pues, la ciudad, Lautrech quería poner en ella quinientos soldados franceses de guarnición; sino que Francisco Gabario, embajador del duque Esforcia, acudió al embajador de Ingalaterra y al de Venecia, que en el campo venían, agraviándose de ello y quejándose que ya en el principio de la guerra no guardaban lo capitulado. Y así se hubo de poner guarnición por el duque de Milán.



ArribaAbajo

- XVIII -

Prepárase Antonio de Leyva para esperar el ímpetu francés. -Lautrech no se quiere topar con Antonio de Leyva. -Echase sobre Pavía. -Entran los de la liga a Pavía y la saquean con crueldad. -El duque Esforcia quiere que cerquen a Milán. -Lautrech no quiere. -Salta Antonio de Leyva a Biagrasa, a pesar del francés.

     Viendo Antonio de Leyva que Génova y Alejandría, con las tierras menores a ellas vecinas, iban ya tomadas, entendiendo que los franceses pasarían luego el Po y le vendrían a dar vista, con su acostumbrado esfuerzo y prudencia hizo recoger en Milán los españoles que tenía en la ciudad de Como y en las villas de Luque y Rezo. Y habiendo estado hasta entonces alojado en los arrabales de Milán, por no dar pesadumbre a los ciudadanos, se entró con todo su ejército en la ciudad.

     Y luego se proveyó de todo lo necesario y conveniente para resistir al enemigo. Y pensando también poder defender a Pavía, mandó a Ludovico Barbiano, que de Alejandría había salido, que se fuese a meter en ella con los soldados que tenía.

     Y monsieur de Lautrech hizo treguas con Juan Cervellón, español que tenía en guarda a Case, lugar fortísimo de la otra parte del Po; y hiciéronlas por no detenerse mucho en el cerco; pasó el Po y caminando para Milán tomó a Begeven, y pasando el Tesin se fué para Biagrasa, que es a ocho millas de Milán.

     Pero la reputación de Antonio de Leyva era tan grande, que con ser el ejército de la liga uno de los poderosos que se vió en Italia, no se atrevió a lo cercar ni combatir. Antes acordó de ir sobre Pavía, aunque de camino se puso a dos millas de Milán y hizo demostración de quererla cercar.

     Y los de la ciudad salieron a escaramuzar con los franceses.

     Prosiguiendo Lautrech su camino llegó a ponerse sobre Pavía, donde estaba por capitán el conde Ludovico Barbiano, con gente italiana. Y cercada la ciudad por todas partes, la batieron con la mucha y gruesa artillería que traían, cuatro días arreo, y dieron con gran parte de la muralla en tierra, hasta los cimientos, sin poder los de dentro hacer reparos bastantes.

     Los naturales de Pavía, viéndose tan fatigados, rogaron humilmente a Barbiano que si no tenía piedad de sí ni de sus soldados, que se apiadase de aquel pueblo y de los males que había de padecer entrándole por fuerza los franceses; y aunque estuvo duro este capitán en quererlo hacer, viéndose ya forzado envió un trompeta a Lautrech que tratase de medios para entregarle la ciudad.

     Y en tanto que trataban esto, los soldados, que estaban puestos en orden a la parte que se había dado la batería, arremetieron y entraron con grande ímpetu.

     Viendo esto Barbiano, mandó abrir la puerta de la ciudad, y fuese él mismo al real de los enemigos, donde fué preso y llevado a Lautrech, y de ahí a Génova.

     Y acordándose los franceses que por tomar su rey aquella ciudad había sido vencido y preso, muriendo gran parte de la nobleza de Francia, quisieron vengar en ella su injuria, y la entraron, matando sin misericordia los inocentes ciudadanos, y saquearon no sólo las casas, pero aun los templos y monasterios. De manera que hubo ciudadano que se rescató tres y cuatro veces. Y los gascones, que eran más furiosos que todos, pusieron fuego a muchas casas; y sin duda destruyeran y abrasaran bárbaramente toda la ciudad, si Lautrech, después ya de ocho días que andaban con tanto furor y desorden, no les estorbara desmandarse más contra aquel pueblo sin culpa.

     Tomada así Pavía, el duque de Milán vino allí desde Lodi a tratar con Lautrech que no pasase adelante (porque decían quería ir a Roma contra los imperiales que allí estaban) hasta tomar a Milán. Pero no lo pudo acabar con él, porque entendía bien cuán dificultosa le era la empresa de Milán, estando en ella Antonio de Leyva; y también cómo él tenía ocupada a Génova y al condado de Aste para su rey, Y el pensamiento puesto en el reino de Nápoles, donde le llevaba su mal hado, no quería embarazarse más en lo que tocaba al duque, dando por disculpa lo que importaba ir a Roma y poner en libertad al Papa y echar de la ciudad santa aquella gente perdida, que la tenían profanada.

     El duque volvió poco contento a Lodi, y Lautrech, puestas las fronteras que le pareció contra la ciudad de Milán en Biagrasa, Piñerano y otras partes, quedando el duque Esforcia y venecianos contra Antonio de Leyva, despidió a los suizos, porque no querían ir a Roma, y con los alemanes (que eran muchos los que bajaron por mandado del rey de Francia) partió para Plasencia, y allí se confederó con el duque de Ferrara y con Federico, marque de Mantua, por asegurar más el partido del rey.

     Y se detuvo más que pensaba, porque Antonio de Leyva, que no dejaba descansar al enemigo, salió una noche de Milán con los dos tercios de gente que allí tenía, y fué a dar sobre Biagrasa. Y en llegando la combatió por todas partes, y entrándola por fuerza, mató y prendió todos los que de guarnición estaban, y volvióse otro día a Milán con la vitoria. La cual, sabida por Lautrech, le dolió mucho, y hubo de enviar al conde Pedro Navarro con gran parte de su campo a tornar a cobrar y fortificar a Biagrasa, como lo hizo. Donde se quedarán agora hasta decir lo que el Emperador hizo con los embajadores.



ArribaAbajo

- XIX -

En lo que pararon los tratos de la paz. -Llega un secretario del rey de Francia a Burgos diciendo que a concluir la paz: y buscaban achaques para romperla.

     Estando las cosas de Italia de tal manera que el rey de Francia y los de la liga pensaban que no habían de hallar resistencia en ella, acordó entonces el rey de enviar la respuesta de los apuntamientos de paz que dije que se habían hecho en Palencia con el Emperador; según parece, más por lo entretener para que no acudiese a lo de Italia, que por quererla; y fué así que estando el Emperador en Burgos, llegó allí a su corte un secretario del rey de Francia, a 12 de diciembre deste año de mil y quinientos y veinte y siete, diciendo y publicando que traía la final resolución de la paz; y a la verdad no traía sino los carteles para desafiar al Emperador, como después lo hizo.

     En llegando, pues, los embajadores de Ingalaterra y Francia, dieron al Emperador una escritura. En la cual, de lo asentado en Palencia innovaban dos cosas, porque pareciese después que hacían algo en dejar parte de ellas. La una pedía que ante todas cosas fuese restituido el duque de Milán en su Estado, y que después se viese su justicia. La otra, que no quería restituir a Génova ni Aste, ni retirar el ejército antes que le fuesen restituidos los rehenes, como había sido asentado en Palencia; de lo cual el Emperador se alteró mucho, y les mandó decir que sin más dilación dijesen claramente si tenían comisión para ofrecer otra cosa. Y visto esto, volvieron a decir que porque la paz no dejase de tener efeto, que ellos se apartaban de lo tocante a la restitución del duque de Milán, y que su justicia fuese vista primero, pero que la retirada del ejército y restitución de Génova y Aste no la quería su rey hacer hasta ser entregado de los rehenes. Mas que se obligarían de lo retirar y restituir a Génova y Aste dentro de cierto término, después de haber cobrado sus hijos, so pena de trecientos mil ducados, y que para la paga de ellos daría rehenes en poder del rey de Ingalaterra.

     El Emperador replicó a esto que ya veían que todo aquello era innovar de lo que en Palencia se había concertado, y que así, él no entregaría los rehenes hasta que el ejército se hubiese retirado y hecha la restitución; pero que no quería que quedase ocasión de nueva guerra si no cumplían con él. Y para seguridad de que él entregaría los rehenes, que aunque no se había asentado, que él se obligaría y daría la misma seguridad y rehenes que los franceses ofrecían.

     Y demás de esto, daría seguridad de restituir lo que hubiesen entregado, y más trecientos mil ducados para hacer nuevo ejército; y pornía los rehenes de esto en poder del rey de Ingalaterra.

     Y esta respuesta mandó el Emperador que les fuese dada por escrito, y así se les dió primero día de enero del año de mil y quinientos y veinte y ocho.



ArribaAbajo

- XX -

El de Ingalaterra quiere declararse enemigo del Emperador. -Responde el Emperador a los del inglés.

     Siendo, pues, éste tan convenible partido, en que se les daba aún más de lo que en Palencia habían pedido; pero como ellos no querían esto, sino ocasión para romper, dijeron que no tenían poder para aceptar, salvo lo que habían pedido, ni menos para lo comunicar ni consultar a su rey; pero que les pesaría que por tan poca cosa se estorbase la paz.

     Y teniendo los embajadores, de Francia puestas las cosas en el estado que se requería para hacer el desafío que tenían acordado, faltaba que los del rey de Ingalaterra buscasen también algún achaque para poderlo hacer con algún color; y no pudiendo hallar otro, pidieron al Emperador tres cosas. La primera, que luego sin dilación alguna pagase al rey su señor todo lo que en dinero de contado le debía de empréstidos que le había hecho. La segunda, que le diese quinientos mil ducados en que había incurrido de pena, por haber quedado con él de casar con su hija, y no lo haber cumplido. La tercera, que satisficiese y pagase al rey de Ingalaterra la indemnidad a que se había obligado de pagar por el rey de Francia en Londres, que hasta aquel día eran cuatro años y cuatro meses.

     A lo cual el Emperador mandó luego responder, que se maravillaba mucho de semejante demanda, nunca pensada ni tratada, porque él no había negado la deuda, ni dudado de pagarla al rey de Ingalaterra; y en lo que era del dinero prestado, que él estaba presto de lo pagar, dándole la obligación o prendas que por la dicha deuda estaban dadas; y en lo que era de la pena del casamiento y de la pensión o indemnidad, que él enviaría persona propria al rey de Ingalaterra, a le informar y acordar de lo que en aquello había pasado, por donde entendería que no era obligado a aquella deuda. Pero que estaba aparejado de le pagar lo que pareciese que debía por derecho.

     A esta respuesta ninguna cosa replicaron los embajadores ingleses, sino que no tenían las obligaciones y prendas que les pedían. Y teniendo ya aviso del rey de Francia de la libertad del Papa, la cual enteramente se le había dado al cabo de siete meses que estuvo detenido, y estando ya con ella se había partido con su corte de Roma para una villa llamada Orbito, que es en Toscana, a los 6 de diciembre. Y sabiendo esto primero el rey de Francia que el Emperador, mandó hacer el aviso que digo; y pareciéndoles que si esperaban a que en la corte del Emperador se supiese la libertad del Papa, perdía el desafío; que se había de hacer la autoridad y color que tenía, porque la primera y principal causa que venía puesta en los carteles (como aquí se verán) era la prisión del Papa, para que los reyes de armas que allí estaban lo hiciesen en tiempo; juntándose con los embajadores de Francia, Ingalaterra, Venecia y Florencia, con gran autoridad y representación fueron al palacio del Emperador, y dando a entender que la guerra estaba ya rompida, sin esperanza de paz, le pidieron licencia para se ir, y se despidieron de él diciendo que sus comisiones eran acabadas y que no tenían más que hacer allí.

     A los cuales el Emperador respondió que le pesaba mucho que los reyes y repúblicas cuyos embajadores eran, quisiesen tan mal mirar lo que convenía al bien y paz de la Cristiandad. Pero que pues así lo había querido, que ellos se fuesen en buen hora, mas que no quería que saliesen de sus reinos hasta que los embajadores que él tenía en Venecia, Francia, Ingalaterra, estuviesen en lugares que se pudiese hacer el trueque de los unos por los otros.

     Y con esta respuesta se fueron a sus posadas.

     Los franceses dicen que cuando el Emperador supo la jornada de Lautrech a Lombardía, prendió en Granada al obispo de Tarba, después cardenal de Granmont, embajador del rey de Francia, y a los demás embajadores de los confederados; y que sabiendo esto los reyes de Francia y Ingalaterra, prendieron los embajadores del Emperador, que estaban en su corte y despacharon a Guyena y a Clarenceao, reyes de armas, para desafiar al Emperador, y mandar a sus embajadores que ya estaban en libertad, que se volviesen. Yo hablo con llaneza y por escrituras de secretarios, que tratan la verdad sin ficción ni artificio, y por lo que el mundo todo vió; que esto sigo sin pasión ni afición de mi príncipe ni gente.

Arriba