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Libro veinte

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Año 1532

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- I -

Carta que el Emperador escribió a la Emperatriz sobre el peligro en que estaba la Cristiandad.

     Fué notable este año, por la poderosa venida que el Gran Turco Solimán, rey poderoso de los turcos, hizo, la resistencia que el Emperador le salió a hacer esperándole para darle batalla en los campos de Viena, donde el infiel no le acometió ni se atrevió; antes habiendo desafiado se retiró vergonzosamente.

     Ya dije las diligencias que los enemigos del Emperador y los herejes hacían para levantar esta fiera contra el pueblo cristiano. Temíase su venida, y el estruendo sonaba de sus infinitas armas en Europa. Estaba el Emperador en Bruselas a 17 de enero de este año, con hartos cuidados, por colgar de él sólo la defensa de la Cristiandad. Signifícalos muy bien el César en una carta que el día que digo escribió a la serenísima Emperatriz, su muy cara y muy amada mujer, diciéndole que los avisos que había en lo del Turco, era que todo su cuidado ponía en hacer una gruesa armada para, en el verano que venía enviarla a la especiería, al mar Rojo; y que agora se tenía aviso de Venecia por un embajador, que aquella república tenía en la corte del Turco, de la que había partido a 5 de noviembre, y por su relación y cartas que trajo de otro embajador que quedó allá de diez del dicho mes, decían que el Turco tenía determinado de venir contra la Cristiandad aquel verano, y para este efeto preparaba una gruesa armada y ejército en que decían que serían trecientas velas entre galeras y palanderías, que sirven para traer caballos, y que con esta armada y ejército vendría Abrabim Basá, contra Nápoles o Sicilia, y que la persona del Turco entraría al mismo tiempo con su casa y el resto de su poder por Hungría, y que asimismo había venido de allá un patriarca de Aquileya, veneciano, que decía las mesmas nuevas, y que éste, por medio de Luis Griti, ofrecía de tratar paz con el Turco; y dice más: que parecía cosa imposible que en tan breve tiempo pudiese el Turco poner a punto tantas y tan grandes armadas, porque juntamente con éstas, decían que se continuaba la que tenía para la Especería, que por ser en el mar Rojo no podrían servir para lo de acá, y que así, en Roma, donde fué el dicho patriarca, y en Bruselas, se juzgaba que querer el Turco que esto se publicase y por otra parte se hablase en trato de paz, que sería por algún fin que no se entendía. Y que por muchas y evidentes causas se creía que aquel año no tenía el Turco tal aparejo para semejante empresa, ni la haría. En especial, que por Hungría, ni por estas partes, no había nueva de esto. Pero que con todo, había mandado proveer que las fronteras de Nápoles y Sicilia se fortificasen y pusiesen a recaudo, y se hiciesen las otras provisiones necesarias.

     Concluye la carta diciendo:

     «Esto es lo que hasta agora se ha sabido; pornáse diligencia en saber lo cierto, y lo que viniere y sucediere le haremos saber. Y ninguna de estas cosas estorbará cuanto a mí sea posible de poner en obra mi camino para esos reinos, como los he escrito; y así, allá debe ponerse diligencia en lo que se ha de proveer conforme a lo que escribimos. Serenísima, muy alta y muy poderosa Emperatriz y reina mi muy cara y muy amada mujer, la Santísima Trinidad la haya en su especial guarda y recomiendas. De Bruselas a 17 de enero de 1532 años.-

YO EL REY.»



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- II -

Aparato grande de guerra en la Cristiandad. -Dieta en Ratisbona para resistir al enemigo. -Príncipes enemigos de la casa de Austria émulos invidiosos de su aumento. -Contradicen la eleción del rey de romanos hecha en don Fernando.

     Con estos cuidados estaba el Emperador, y daba orden en juntar todas sus fuerzas. Por manera que se comenzó a hacer el mayor aparato de guerra por mar y tierra que los vivos vieron, que no parecían sino los tiempos de Jerjes, o de aquellos reyes y capitanes de los primeros siglos, que hacían millones de gentes. Había el Emperador mandado juntar en Ratisbona, que es cerca del Danubio, todos los príncipes y ciudades libres de Alemaña para tratar con ellos el remedio que podían tener las cosas de la religión, y en qué manera se podría resistir a tan poderoso enemigo como el Turco, que venía contra ellos. Hallaba que los herejes se sentían favorecidos de algunos príncipes poderosos de Alemaña, como Federico, duque de Sajonia, y Filipo, Lanzgrave de Hesia, los cuales, como querían mal al Emperador y al rey don Fernando, su hermano, y eran antiguos enemigos de la casa de Austria, favorecían la herejía, por parecerles que la alteración que había de haber con ella, desminuiría mucho la potencia y autoridad del Emperador, y del rey su hermano, y casa de Austria, cuyos émulos mortales eran.

     Demás desto, Guillermo, duque de Baviera, que había pretendido ser emperador, no podía llevar en paciencia que el rey don Fernando hubiese en la Dieta pasada sido eleto rey de romanos, diciendo que lo querían llevar como herencia, y quejábase que el imperio romano se perpetuase como si fuera mayorazgo en la casa de Austria, pues eran ya cuatro los que de allí habían sucedido, uno en pos de otro, en el Imperio, y pasaba esto tan adelante, que decía que el rey don Fernando no había sido bien eleto, y que se juntase nueva Dieta, porque la pasada había sido corrompida con las dádivas y ambición, y con temor de la gran potencia con que los dos hermanos en ella se hallaron.

     También estaba este duque sentido por el reino de Bohemia, que lo había pretendido. Por lo cual, aun los que no eran herejes, ni sentían mal de la potestad del Papa, no servían de voluntad al Emperador.

     Por estas causas hallaba el Emperador más dificultad en las causas de Lutero para castigarle como merecía, de lo que algunos han juzgado, queriéndole cargar la culpa, diciendo que anduvo remiso en castigar a este hereje, aunque el cardenal Laurencio Campegio, legado del Papa, apretaba lo que podía, para que el Emperador hiciese de hecho.



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- III -

Nueva cierta de la venida del Turco. -Asiente que por esta necesidad se hizo con los protestantes. -El interin murmurado. -Los reyes de Francia y Ingalaterra ayudan a los protestantes porque sean contra el Emperador y rey de romanos. -Prisión del rey de Dinamarca por sus proprios vasallos.

     Llegó nueva cierta a Ratisbona que el turco Solimán, acompañado de innumerable multitud de gente, había partido de Constantinopla, y llegado a Missia. Los alemanes, oyendo esto, tuvieron grandísimo miedo. Decíase que el Turco venía a Hungría con intención de conquistar a Viena, de cuyos muros se había apartado antes (como dije) afrentosamente, por no la haber tomado.

     Luego acudieron a suplicar al Emperador el arzobispo de Maguncia y el conde Palatino, que se tomase algún medio con los protestantes. Hubo de hacerse lo que no se hiciera si no fuera por esta venida del Turco, que decían traía más de trecientos mil combatientes. Lo que con los protestantes se asentó fué que a cierto tiempo se juntase un concilio, o junta nacional, y que viniesen allí los protestantes, dándoles seguro; y que en el ínterin pudiesen usar libremente de su nueva religión; y con esto, acudieron todos para ayudar al Emperador contra el Turco.

     Estaban confederados con los protestantes veinte y cuatro ciudades y siete príncipes de los más poderosos de Alemaña, que eran una gran fuerza. Juntáronse con éstos no más de (como dije) por haber hecho rey de romanos a don Fernando, los hermanos del duque de Baviera.

     Y el rey de Francia había dado, a los de Baviera, cien mil florines de oro, prometiéndoles mayor socorro si el Emperador o el rey don Fernando les hiciese alguna fuerza.

     También le había ofrecido su favor, por esta misma razón, el rey de Ingalaterra, que con el ciego amor en que había dado, daba en estos y otros mayores desatinos.

     Estaba el Emperador, cuando se trataban estas cosas entre sus enemigos, en Ratisbona, juntando de diversas partes gente y armas para ir contra Solimán, y no se hallando con el ayuda y poder que para ir contra tan poderoso enemigo convenía, no era mucho, antes con buena prudencia debía disimular con cosas hasta que viese la suya, para vengar sus injurias y las de Dios, como lo hizo a su tiempo. Y como nunca los trabajos vienen solos, sino que unos se llaman a otros, sucedió en estos mismos días, en Rasisbona, la muerte de Juan, hijo único de Cristierno, II de este nombre, rey de Dinamarca, hijo de Isabel, hermana del Emperador, siendo de solos diez y seis años, y andaba en la corte del Emperador su tío, que sintió su malograda muerte como era razón.

     Y más, que al mismo tiempo, su padre el rey Cristierno, estando cercado en Anslos de los danos, suecos y ubecenses, que estaban rebelados como traidores contra él, le engañaron con cierta manera de treguas, y fiándose de ellos, entró con pocos de los suyos en el campo de sus enemigos, y con achaque falso que había quebrado las treguas, le prendieron y le pusieron en un castillo muy fuerte de Sundeburgi, en Holsacia, donde acabó tristemente sus días, privado del reino y de la libertad, dejando solas dos hijas, Cristierna y Dorotea, que se criaban en Flandes como hijas de hermana del Emperador.

     En Ratisbona, a 11 de julio, escribió el Emperador al condestable que su venida a aquella ciudad había sido para tener Cortes con los estados del Imperio, y dar orden y asiento en las cosas de la fe, que a causa de las herejías que se habían levantado estaban en mucho peligro, y en las de justicia y gobernación de él, y acabado esto, venirse a estos reinos, como lo tenía escrito, que era la cosa que más deseaba, para lo cual, luego que allí llegó, había mandado hacer armada en Génova; pero que el Turco, común enemigo de la Cristiandad, venía contra Alemaña por las partes de Hungría con muy grande ejército y intención de hacer todo el mal y daño que pudiese; que asimismo enviaba armada de mar para este efeto a las costas de Italia y reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, por lo cual, visto el peligro que a sus tierras y reinos, y generalmente a toda la Cristiandad, se seguía de la venida de este común enemigo, que no cumpliría con lo que debía a Dios Nuestro Señor y a la dignidad en que le había puesto, hallándose allí, pues si estuviera acá tenía obligación de venir a ello, había mandado que se hiciese la armada para que saliese a buscar y resistir la suya. La cual saldría muy presto. Y que para la jornada que se había de hacer por tierra tomando esta causa por suya propia, como en la verdad lo era, había mandado juntar un buen ejército de la gente de pie y de caballo con que el Imperio y príncipes de él ayudaban, y la que, él por su parte, mandó hacer alemana, española, italiana y de los señoríos de Flandes y Borgoña, demás de la que él allí tenía, y asimismo la gente del serenísimo rey de romanos su hermano, con el ayuda que el reino de Bohemia le había hecho, y con el socorro que se esperaba del Papa, con la artillería y municiones, con lo cual todo, fiando en Ñuestro Señor, cuya causa hacía, esperaba resistir a este enemigo y quebrantar sus bríos y estorbar sus malos fines y propósitos. Y que acabado esto, que sería presto, pensaba venirse en estos reinos y reposar en ellos como lo deseaba.

     Y encarga al condestable que entretanto sirva a la Emperatriz, y mire por el bien de estos reinos.

     En otra carta que en este día escribió el Emperador al condestable, dice de su salud que no la había tenido, porque andando a caza, y corriendo, dió una caída, de la cual le sucedió un humor en las piernas y en otras partes del cuerpo que le había dado mucho enojo; casi en este tiempo estuvo la Emperatriz mala en España.



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- IV -

Pide con artificio el Emperador socorro al rey de Francia contra el Turco.

     Volviendo, pues, a la venida del Turco, digo, que como se decía públicamente (y pudo ser falso) que el rey de Francia era gran parte de la venida de este enemigo, el Emperador quiso descubrirle el pecho, y envió a pedir su ayuda, y que si no quería dar gente, que diese dineros, pues la causa era universal, que tocaba a todos y fuera de esta general obligación, tenía otra, conforme a la concordia última que entre ellos se había hecho en Cambray.

     A esto respondió el rey de Francia que él no podía empobrecer su reino sacando de él toda la moneda, ni le convenía enviar fuera los soldados viejos, que sería dejar la tierra sin defensa, y él sin fuerzas para poderse valer de sus enemigos. Con esto se desengañó el Emperador, y vió que esta jornada estaba a sola su cuenta, y así procuró todo lo que para ella era forzoso. Y porque la grandeza de esta empresa pide entero conocimiento del caso, habré de tomar los cuentos y corriente de ellos desde su origen.





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- V -

La ocasión que trajo al Turco contra Hungría. -Soberbias palabras del Turco. -Apréstase el Turco para venir en persona. -Parte el Turco con poderoso campo de Andrinópoli. -Privanza de Griti, el veneciano. -Hecho notable de Solimán contra unos soldados desobedientes. -Va el Turco contra Viena. -Armas que tenía Viena. -Dan asaltos, sin efecto, recibiendo daño los turcos. -Cautelosa embajada que el Turco envió al conde Palatin. -Levántase Solimán, corrido, de Viena. -Dicho notable de Solimán, y discreto.

     Por la muerte del rey Luis de Hungría fué pretendiente del reino Juan Sepusio, vaivoda, al cual el rey don Fernando venció y desbarató y le echó de toda la Transilvania; y se pasó en Polonia, y fué a valerse a la casa de un caballero principal de aquel reino, llamado Jerónimo Lasco, poderoso en hacienda y estimación, y de mucho valor y prudencia.

     Recibió al vaivoda con gran voluntad y con la mesma le ofreció favorecerle, con su hacienda y persona, en lo cual también ayudó el rey Sigismundo de Polonia, que por ciertos respetos, deseaba ver rey a Vaivoda, y no estaba bien con el rey don Fernando.

     Habiéndose, pues, tratado por algunos meses entre Lasco y Sepusio, del remedio que se podía tener en su negocio, vinieron los dos en un consejo, para ellos el mejor que pudieron hallar; pero perniciosísimo para la república cristiana y escandaloso para entre hombres que se tenían por cristianos. Es pasión malina, que cuando los hombres ven perdidas las esperanzas, procuran remedios extraordinarios, por más que se multipliquen inconvenientes dañosos, y es tan poderosa ésta en los grandes, que por ensanchar sus casas, reinos y estados, pocas veces dudan de confundir y mezclar lo divino y profano.

     El consejo que tomaron estos dos grandes amigos fué que Juan Sepusio se encomendase al Gran Turco Solimán, y que le pidiese su favor y socorro ofreciéndosele por muy su vasallo y tributario, si (conquistando de nuevo el reino de Hungría) le daba el título y feudo como cosa suya. Ofrecióle Jerónimo Lasco de hacer por él esta embajada por su persona.

     Dícese que tuvo cartas del rey de Polonia para Solimán, y para muchos de sus criados y bajaes.

     Propuso Jerónimo su embajada delante de Solimán y remitióle (según usan los príncipes otomanos) a los privados, para que diesen la respuesta. Entendióse también con ellos, que le dió por última resolución que Solimán holgaría de recibir en su amparo y servicio al rey Juan y de favorecerle con todo su poder, hasta ponerle de su mano en la silla del reino. Y para mayor seguridad, prometió de no encomendar la guerra a alguno de sus capitanes, sino de hacerla él, por su propria persona.

     Supo el rey don Fernando estos tratos y respuestas y vió el peligro que corrían sus cosas, si un enemigo tan poderoso tomaba de gana la causa de su competidor, y acordó él también de tentar por su parte a Solimán. Para esto envió luego a Constantinopla por su embajador a Juan Oberdansco, húngaro, persona de gran valor y prudencia, el cual llegó a la corte de Solimán muy pocos días después que a Lasco se le dió la respuesta que acabo de decir. Propuso el húngaro, embajador del rey don Fernando, ante Solimán, su embajada, ofreciendo de parte de su rey las mesmas condiciones de paz que los reyes de Hungría sus antecesores solían tener y guardar y las que al presente guardaba el rey Sigismundo de Polonia.

     Diósele una respuesta seca y llena de soberbia y arrogancia, diciendo que los reyes de Hungría nunca acostumbraban a tomarse tan de veras con la casa otomana, ni ella favorecer a los que maltrataban y ofendían a sus amigos. Que Hungría era ya de Solimán desde que mató en batalla al rey Luis de ella, y que no sólo pensaba como dueño de ella favorecer a Juan Sepusio con todas sus fuerzas, sino que le había de meter por su persona en el reino, a pesar del rey don Fernando y del Emperador su hermano, dándoles de manera en que entender en sus casas, que no se acordasen de las ajenas, y que con esto no se detuviese un punto más en Constantinopla, porque desde luego les publicaba la guerra a todo rigor.

     Cuando volvió Oberdansco con esta embajada y se publicó en Alemaña, no se pudo creer que Solimán tratase semejante cosa, como era salir de su casa a hacer guerra por alguno y querer atravesarse tan de propósito, por lo que tan poco le importaba, con el César y su hermano. Todas estas cosas ponían en cuidado al rey don Fernando, viéndose rodeado de tantas dificultades y peligros y que el Emperador que le había de sacar de ellas estaba entonces muy envuelto con las guerras de Francia y Italia.

     Venido el verano del año de veinte y nueve, mandó Solimán aderezar a mucha priesa todo lo necesario para esta guerra. Apercibiéronse los sanjacos y capitanes ordinarios, bajás, subajás, vaivodas y flamuranos, que son todos oficios de su milicia ordinaria. Señalóseles día cierto, para cuando se habían todos de hallar en la ciudad de Sofía de los tríbalos, porque allí tenía su asiento el sanjaco mayor de la caballería de Europa, como el de Asia le tiene en Curca de Capadocia. Dióse el cargo de escribir acangios a Micalogles Bajá. Son los acangios una gente extraordinaria de caballo a la ligera, que sirven de descubrir y correr los campos y de robar todo cuanto topan delante, y suele traer de éstos el Gran Turco cincuenta mil y a las veces más.

     Como supo Solimán que todas sus gentes estaban juntas, partió de Andrianópoli y llegó en quince jornadas a Belgrado, donde le salió al encuentro su nuevo amigo Juan Sepusio, acompañado de muchos amigos suyos y de personas principales, húngaros y polacos. Fué a besarle la mano como vasallo por tan gran merced como le hacía en tomar por suya la causa de su restitución. Recibióle Solimán con grave y alegre rostro y prometióle de nuevo no alzar la mano de su negocio hasta acabarle, y ponerle en el trono real de Hungría. Recogióle y prometióle todo favor Abrahimo Basá, el mayor privado de Solimán, a quien encomendó mucho al rey Juan Aloisio Griti, veneciano, hijo de Andrea Griti, duque de Venecia. Era este Griti todavía cristiano, y por sus buenas gracias había subido tanto Abrahimo con Solimán, y así venía Griti a mandarlo todo; y como él tenía grandísima amistad con Juan Sepusio, no había menester más para que sus negocios se tornasen de buena gana.

     Partióse luego Solimán de Belgrado para Buda; hallóla desamparada de los moradores, porque como no tenían guarnición, ni otro reparo para defenderse, acordaron de ponerse a recaudo. Unos se fueron a Strigonia, otros a Posonio y otros se metieron en Alba Real. Sólo quedó la fortaleza en defensa, en la cual estaba Tomás Nadasto con setecientos tudescos de guarnición. Defendióse Nadasto todo lo que sus soldados le quisieron servir de gana, y acaeció que los mesmos soldados, perdiendo el ánimo, le rogaron que se diese; y porque dijo que no quería, le ataron de pies y manos y entregaron al Turco la fortaleza con partido de solas las vidas. Salieron los tudescos con esto seguramente, sin que Solimán supiese lo que tan malos soldados habían hecho con su capitán. Después, como lo supo, recibió tan grande ira de ver una traición tan desvergonzada, que envió luego tras ellos y los mandó matar, sin que se salvase uno.

     A Nadasto rogóle mucho que se quedase en su servicio, y como no lo quiso hacer, dejólo ir libremente. Cosa cierto notable, y de loar en un príncipe bárbaro, si no decimos que lo movió a matar estos soldados, el odio que tenía a todos los cristianos.

     Partió luego de Buda Solimán, la vía de Viena, con intención de ponerle cerco y no levantarse de ella hasta tomarla. Tomó de camino un lugar que se dice Altaburgo y de allí envió a correr el campo de Cinco Iglesias, ciudad principal de Hungría. Hiciéronlo esto también los acangios, que no dejaron cosa hasta los muros de Viena, en la cual había ya el rey don Fernando metido toda cuanta gente pudo juntar, y con ella estaban dentro Luis, conde Palatino del Rhin, y Nicolao Salma, valiente capitán que se halló en la prisión del rey de Francia. Tenían éstos muy buena y mucha artillería, cien piezas gruesas y trecientas menores.

     El rey andaba por Alemaña convocando más gentes y buscando favores de diversas partes. Serían los que estaban en Viena veinte mil hombres escogidos, bastante número de gente para guarnecer y defenderse en cualquiera ciudad por grande que sea.

     Llegó Solimán sobre Viena mediado setiembre, y no llegó antes por las muchas aguas que cayeron por todo el agosto, que no le dejaron caminar ni pasar los ríos. Alojó su campo en torno de la ciudad en cinco cuarteles, con tanto número de tiendas, que cubría grandísimo trecho, por espacio de dos leguas. Dióles la vida a los cercados, que no traía Solimán artillería para batirlos; pero con todo eso, era tanta la multitud de los mosquetes y tirillos de camino, que tiraban balas como naranjas, y de las saetas que caían ordinariamente en la ciudad, que no se podía pasar de una casa a otra sin peligro, porque se tiraban flechas en alto, y después venían cayendo tan espesas sobre las cabezas, que parecía que llovían del cielo.

     Habían perdido los turcos la artillería gruesa en el río, que se la ganó en un asalto que les hizo Wolfango, caballero principal húngaro. A esta causa determinaron de minar la fortaleza para poder dar el asalto a la ciudad; mas los de dentro, que no dormían, procuraban siempre contraminar sus minas, poniendo por todas partes atambores sobre la tierra, y bacinetes llenos de agua, y otros ingenios semejantes de que se aprovechan en la guerra para sentir a qué parte se mina debajo de la tierra. Demás desto, ponían vigas al muro minado, para que si hubiese de caer, cayese sobre los enemigos, hacia la parte de fuera, y estorbase tanto caído como en pie. Salían también algunas veces a escaramuzar con buen denuedo, y volvían las más veces con la vitoria.

     Dióseles asalto por un lienzo que se abrió con una mina, y aunque a los principios estuvo muy a pique de entrarse por allí la ciudad, cargaron tan bien los de dentro, que hicieron retirar los turcos con harto daño. Tres días después de esto se cayó otro portillo, y sucedió en el asalto lo mesmo que en el primero, de que Solimán quedó enojadísimo, y mandando llamar sus capitanes, les afeó la cobardía con que habían sido vencidos tantas veces, y mandóles que para otro día que se contaban 13 de octubre, diesen otro asalto muy de propósito, donde perdiesen las vidas o volviesen con la vitoria.

     Hiciéronlo como se lo mandó, y dieron a la ciudad uno de los terribles asaltos que se pueden imaginar; y cierto, que si no fuera por unas piezas de artillería que el conde Palatino tenía plantadas muy a propósito, que aquel día se acababa de perder Viena de todo punto.

     Quiso Dios que los turcos se retiraron con pérdida de mucha gente y de reputación, y aun con propósito de no tomar otra vez a probar ventura.

     Otro día adelante, mandó Solimán traer delante de sí algunos de los cautivos más nobles que se habían prendido en aquella guerra. Hízoles vestir muy bien, y con ellos envió a decir al conde Palatino que les hacía saber que hasta en aquel punto él no había entendido que el rey don Fernando no estaba dentro en Viena; porque si lo hubiera sabido no hubiera cercado la ciudad, que su intención nunca había sido de enojarla, sino de castigar en el rey el atrevimiento que había tenido de despojar del reino a Juan Sepusio, su vasallo; que agora que sabía que don Fernando no estaba en la ciudad, se quería ir, y le pesaba mucho de los daños que les había hecho. Por tanto, que le tuviesen por su amigo, y le recibiesen como a tal en la ciudad, que les prometía de serlos un buen señor, y de tenerlos con menos tributos y carga que les tenía su rey.

     Rióse el conde Filipo muy de veras de esta embajada, y no le dió otra respuesta más de saludarle con la artillería y silbarle desde los muros. Partióse con esto Solimán la vuelta de Constantinopla, tan corrido y emperrado, que por dondequiera que iba hacía grandes daños, pues se dice que recogió hasta cuarenta mil cautivos.

     Entróse de camino en Buda, y coronó de su mano a Juan Sepusio, dejando en su compañía con bastante guarnición al Griti, hasta que él volviese en su defensa, que sería muy presto. Y dicen que le rogó en Buda que recibiese en su gracia a Perin Petre, y al arzobispo Paulo de Estrigonia, y que les perdonase las injurias que le habían hecho, y que respondiéndole Juan: «Señor, no hay para qué perdonarles, que son traidores y mañana me han de volver a vender.» Le respondió Solimán muy bien: «Pues ¿qué mayor felicidad se te puede ofrecer en esta vida, que ser por tu clemencia tenidos tus enemigos por ingratos en este mundo, y que queden ellos con la infamia de su ingratitud, y tú con la gloria de haber usado con ellos de misericordia?»

     Metióse en Constantinopla, con harto contento del Pontífice y del Emperador, que estaban entonces en Bolonia cuidadosos de estos negocios, en la coronación que ya dije.



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- VI -

El Turco dice que el título de Emperador es suyo. -Era odiosa la potencia del Emperador y rey su hermano. -Ejército que trajo Solimán. -Grandeza de la casa de Solimán.

     Pasando con las cosas adelante, digo, que estando el Emperador (como dije) en Ratisbona, supo por muy cierto que había salido Solimán de Constantinopla, camino de Viena, con ánimo de tomarla, y no parar hasta dar batalla campal al Emperador, que él llamaba rey de España. Porque el principal título de Emperador decía que él le tenía, como sucesor de Constantino, y señor de la imperial ciudad de Constantinopla.

     La mayor confianza que Solimán traía era ver la discordia que entre los príncipes cristianos había; y que llegaba a tanto su potencia, que daba y quitaba reinos con estruendo y grandeza. De manera se pusieron las cosas, que teniendo los dos reyes, Juan y don Fernando, cada uno su valedor, quedó suspenso todo el mundo hasta ver en qué paraba un asombro ante semejante.

     Bien quisiera el rey Juan componerse con su competidor, y no haber llamado al Turco, sino que el rey de Francia y el de Polonia se holgaron de ello, porque no podían ya sufrir la demasiada potencia, de los hermanos.

     Entró Solimán por Hungría con el mayor ejército que se ha visto, tanto, que le dan algunos trecientos mil combatientes y más de docientos mil de caballo; y otros se alargan a quinientos mil de toda manera, y ciento y veinte piezas gruesas de artillería. Llegó a Belgrado con esta potencia, vestido una aljuba de carmesí bordada de oro, con puñal y cimitarra de precio excesivo, y en un caballo bayo ricamente aderezado. Venían con él sus visires, bajaes, y Abrahimo, su gran privado, y luego doce mil cortesanos y de oficio en su casa y corte.

     Habían ya entrado delante cuatro mil caballos con el estandarte, y otros cuatro mil janízaros de su guarda: cuatrocientos esclavos a caballo con lanzas y casacas de raso azul con cordones de plata; cincuenta carros cubiertos de grana, con cada cuatro caballos, en que iba la recámara y el tesoro, y algunas damas hermosas y queridas, como era Espanciel, la griega de Macedonia, con cuatro mil caballos que las guardaban, docientos caballos regalados de diestro; cien pajes de cámara, en caballos galanos con casacas de tela de oro, y sombreros de carmesí guarnecido de oro y plata, y plumas blancas; los doce con celadas bordadas de ricas piedras y perlas, una de las cuales dicen que valía ciento y cuarenta mil ducados. Mil lacayos con casaquetas de raso azul y bordaduras de plata y cofias de oro con plumas blancas, que llevaban arco y carcaj, y los ciento cien perros de traílla y aves de caza.



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- VII -

Pretende el rey don Fernando ganar la gracia del Turco. -Pide el Emperador a los príncipes de Alemaña que le ayuden, y ofrece hacer la guerra en persona al Turco. -Llama el Emperador sus gentes. -No quieren ayudar el francés ni el inglés. -Quita el Papa los beneficios de los clérigos, para esta santa jornada. -Divisa divina del ejército del Papa. -Cerca Griti a Strigonia. -Corporano, capitán del rey, va a resistir al enemigo. -Píérdese Corporano. -Pasa los Alpes el marqués del Vasto con veinte mil soldados. -Capitanes escogidos que llevó el marqués. -Don Hernando de Gonzaga, con otra banda de gente. -Parte el Emperador de Ratisbona. -Solimán tenía con quinientos mil combatientes. -Combate Solimán a Guinz. San Martín se vió pelear por los cristianos. -Escribe soberbiamente el Turco al Emperador y desafíalo. -Gente y municiones que el Turco traía. -Buenas condiciones de Solimán. -Solimán se desvía del campo y poder imperial. -Motín de españoles en Viena. -Cuarenta mil acangios entran a talar la tierra. -Don Hernando Cabrero, caballero de Zaragoza, de ilustre sangre, sirvió como tal al Emperador en esta y otras jornadas: murió aquí como valiente. -Rota que se hizo en los acangios. -Consulta el Emperador si será bien acometer y seguir al Turco.

     Antes que Solimán entrase en Hungría le envió el rey don Fernando a tentar con algún buen partido, por ver si le podía detener de esta manera, y con un presente muy rico que le llevaron los embajadores. La respuesta que les mandó dar Solimán fué que le siguiesen hasta ver dónde iba, y que allá oirían su voluntad; de lo cual se entendió bien que quería llevar al cabo su jornada.

     Propuso conforme a esto el Emperador al Imperio la gran necesidad que había de ser socorrido y ayudado de todos en la presente necesidad; y que si entendía que cada uno ayudaba como debía, de su parte él haría venir sus gentes de Italia y Flandes, y aun de España, y haría la guerra por su propria persona, por la salud del común. Agradeciéronle todos esta buena voluntad, ofreciéndose de servirle cada uno como mejor pudiese. Escribió luego el Emperador al marqués del Vasto que recogiese toda la infantería española que acababa de concluir la guerra de Florencia, y que tocase atambores por toda Italia, y juntase la más gente que pudiese, y se diese priesa de caminar con ella la vía de Viena. Dióse aviso a Andrea Doria que llevase sus galeras a Grecia, contra la armada que sabían que quería salir de Constantinopla. Avisóse a los hombres ordinarios de armas de Flandes y Borgoña para que se viniesen a juntar en Ratisbona.

     A España, ni más ni menos, se despacharon correos, para que todos los señores y las ciudades de ella (favoreciendo como fieles y católicos vasallos a su rey) se aderezasen de hombres de armas Y de todo recaudo para esta necesidad. Escribiéronse de presto hasta doce mil tudescos, todos soldados viejos, muy ejercitados en las guerras de Italia.

     El rey de Francia no se quiso hallar en esta guerra, porque estaba ya mudado de voluntad; el de Ingalaterra, mucho menos, porque con el repudio diabólico que poco antes había hecho estaba declarado luterano y rebelde a la Iglesia romana. El Pontífice ayudó con todas sus fuerzas a la guerra, porque en una necesidad como ésta no le pareció que podía cumplir con su reputación si no se mostraba verdadero y cuidadoso padre de la conservación de la república cristiana. El deseo teníale bueno, pero faltábale el dinero, porque en la guerra sola de Florencia (sin otros gastos extraordinarios) acababa de gastar un millón de ducados. De manera que para sacar dineros fué menester acudir a un remedio que no dió poca ocasión de murmurar a todo el mundo, que fué echar subsidio y tributo a todos los clérigos, la quinta parte de sus beneficios. Fué grandísima la suma de dineros que se sacó de entre clérigos, frailes, monjas y hopitales.

     Envió con este dinero por su legado el Pontífice al campo imperial a su sobrino, el cardenal Hipólito de Médici, mancebo de veintiún años, el más hermoso, bien dispuesto y apacible del mundo, y tan liberal y bien acondicionado que se iban todos tras él. Era Hipólito riquísimo de suyo, porque poco antes había muerto en Nápoles (donde era virrey) el cardenal Pompeyo Colona, y por su muerte le había dado el Pontífice el oficio de vicecanciller y todos los beneficios de Pompeyo.

     En llegando el cardenal a Ratisbona, se volvió el cardenal Campegio a Roma, que allí estaba por legado, porque no podía ejercitar su oficio, por las indisposiciones de la gota. Llevó Hipólito consigo mucha gente de lustre, y llegando a la corte tomó a sueldo ocho mil caballos ligeros húngaros, y dióles por capitanes a Valentino Turaco y a Bachicio Paulo, valerosísimos hombres. Quiso que trajesen sus gentes por divisa, en sus banderas, un crucifijo, para mover con tan santa señal los corazones de los cristianos a tan santa empresa.

     Cuando el Turco llegaba con su campo a la ciudad de Samandria, quiso el rey Juan que Aloisio Griti, su amigo, cercase a Strigonia, ciudad puesta en las riberas del Danubio, a diez leguas de Buda, en el camino de Viena. Batió Griti algunos días la fortaleza, y los tudescos que la defendían enviaron a pedir favor a los de Posonio, avisándoles cómo no tenían agua ni salud para defenderse muchos días. Salió luego de Posonio en favor de los cercados el capitán Cacianer, general del campo del rey don Fernando. No fué él en persona, que no era tan valiente como eso, sino Corporano, capitán de ciertas nasadas (que son unas barcas grandes de a dos y a tres remos por banco). Llevó consigo Corporano sesenta nasadas, y fué a tomar una fortaleza que está en la isla Comara, con intención de esperar allí más nasadas, que Cacianer le había de enviar de Viena.

     Tuvo el Griti presto el aviso de lo que Corporano quería hacer, porque entre aquella gente liviana es tan ordinario el pasarse gentes cada día de un campo a otro, que apenas había entonces soldado húngaro en el ejército de Griti, ni tampoco en el de Cacianer, que no hubiese algún día servido a quien agora deseaba enojar. Queriendo, pues, Griti prevenir a Corporano antes que se juntasen las barcas de Viena, envió por el río arriba un buen ejército de nasadas, las cuales llegaron a la isla antes que amaneciese.

     Aconsejábanle sus amigos a Corporano que se estuviese quedo y no pelease, porque Griti le tenía giran ventaja; pero él, de muy valiente, no quiso sino probar ventura. Túvola tan mala, que de sesenta nasadas perdió las cincuenta, y él se salvó por gran ventura con las demás, y con pérdida de más de trecientos hombres. Con esta vitoria cobró Griti ánimo para continuar el cerco de Strigonia, y porque la fortaleza era inexpugnable, salvo por hambre que todo lo vence, determinó estarse quedo y tomarla por ella.

     Antes que este cerco se acabase, pasaron los Alpes con el marqués del Vasto hasta veinte mil infantes, los cuales se le amotinaron antes que allá llegasen, mas él los amansó con buena gracia. Pudiera llevar el marqués, si quisiera, más de treinta mil italianos, pero no quiso cargar de gente, porque había poco dinero con que pagarla, y aquella bastaba. Llevó consigo los capitanes Marcio y Camilo Colona, Pedro María Rubo, a Felipe Tornelio, a Juan Bautista Gastaldo, a Fabricio Maramaldo, y con ellos a Pirro Stipiciano, todos valientes hombres, y ejercitados en armas, y de claro nombre en la guerra. Luego, tras el marqués pasó en Alemaña don Hernando de Gonzaga con hasta dos mil caballos ligeros y con otra banda el duque de Ferrara y algunos españoles y griegos que no se quisieron dejar de hallar en tan santa jornada.

     Embarcóse toda esta gente en Hala de Sajonia y fué a dar en Patavia, en el Danubio. Al mismo tiempo salió el Emperador de Ratisbona con muy buena caballería flamenca y con muchas y muy buenas piezas de artillería, que las compró en Nuremberg.

     Fué el Emperador a desembarcar en Lincio, a donde acudió tanta y tan lucida gente cual nunca, desde el tiempo de los romanos, el Danubio había visto; porque demás de la muchedumbre demasiada que venía por el río, era hermosísima cosa ver tanta gente lucida por las riberas, que acudían allí cada día por tierra, de unas partes y de otras.

     Estaba ya Solimán en Belgrado, y pasando el río Draro, tenía metidos en Hungría pasados de quinientos mil combatientes, cosa que apenas se puede creer. Dejó el Danubio a mano derecha, y entróse por Stirico, que es tierra fértil y abundosa de mantenimientos, porque la otra ribera del río había destruido dos años antes. Tentó de tomar a Guiriz, lugar pequeño, donde estaba con mediano recaudo de guarnición el capitán Nicoliza, persona de grandísimo valor y ánimo, el cual se defendió de tal manera de uno y de muchos asaltos que le dieron, y se hubo tan valerosamente, que Solimán le rogó con la paz, y él se rindió, porque no pudo menos de hacerlo; pero hízolo tan a honra suya y con tantas ventajas, que aún no consintió, que le entrase turco en el lugar, aunque fuese sin armas, a verle siquiera, poniendo por excusa, y fingida, que tenía consigo muchos españoles y tudescos que le hubieran muerto por haber venido con Solimán a partido, y que aún no sabía si lo harían, según eran bravos, y es cierto que no tenía español ni tudesco, sino solos sus criados, y pocos.

     Una de las condiciones con que se rindió fué que Abrahím levantaría el cerco y sitio, si vuelto de sobre Viena la hubiese tomado, y que en tal caso le fuese entregado Cuinz; que éstas y las demás condiciones fueron harto vergonzosas para los turcos, respeto del grande ejército que estaba sobre aquel pequeño lugar.

     Afirmó después Nicoliza, muy de veras, y no dejó de dársele crédito, porque lo merecía, que en el postrer asalto que le dieron los turcos (que fué bravísimo) vió por sus ojos pelear un caballero en el aire en un caballo blanco que cegaba los turcos y los derribaba de las cercas. Túvose creído que aquel era el glorioso caballero y obispo San Martín, Patrón y Abogado de aquella villa de Guinz. Y cierto, quien viere los innumerables milagros que los canónigos turoneses, donde San Martín fué obispo, escriben que Nuestro Señor ha hecho por intercesión de este glorioso santo, no tendrán a mucho que hiciese éste y otros mayores.

     De Guinz despidió Solimán los embajadores del rey de romanos, que hasta allí los había hecho venir en su campo. Dióles cartas para el Emperador y para el rey, escritas en arabigo, con letras verdes y doradas, en pergamino largo y arrollado, como acá ponernos los privilegios, y metidas en una caja o saquillo de carmesí, selladas con un sello de oro en el sobre escrito. Al principio de las cartas, venían soberbios títulos de muchos reinos suyos y ajenos; al cabo de todos llamábase rey y señor de toda la tierra, y emperador del mundo.

     Decía, en suma, que su venida era por vengar las injurias del rey Juan, y que si hallaba con quien pelear en campaña, que no deseaba otra cosa, porque tenía esperanza muy cierta que Dios y su profeta Mahoma le favorecerían, pues traía tan justa demanda; por tanto, que si se tenían por reyes y se acordaban que lo eran, viniesen con él a la batalla, y que acabarían de determinar de una vez cuyo era el mundo: o quedarían con él, o sin nada.

     Súpose de los embajadores, por cierta relación, que Solimán traía quinientos mil hombres y trecientas piezas de artillería menuda, que la mayor de ellas no tiraba la bala mayor que un huevo de ansar, que venía bien proveído de bastimentos, y la gente en muy buen orden y bien mandada y pagada, que no importa menos que todo el ser de un ejército, y más siendo tan grande. Dijeron de Solimán que, dejando aparte el no ser cristiano, en lo demás era concertado, amigo de justicia, templado, continente, liberal y magnánimo, y para entre bárbaros, digno del grande Imperio que tenía. Decían que se les había hecho buen tratamiento, sin que les faltase cosa, sino el vino, que allá no se bebe, y que después que Abrahím valían mucho con él dos belherbeys, que son los generales de la caballería; el uno, Ayaz, y el otro, Casinio, y tras éstos, Micaloglís, el general de los acangios.

     Con esta relación pasó el Emperador con todo el ejército hasta ponerle en Viena. Solimán levantó el suyo de Guinz. Tomó Abrabím la vía de Mura, con la vanguardia, y él con la retaguardia, caminando siempre desviados de Viena lo más que podían. Cuando en el campo imperial se entendió que Solimán rehusaba la batalla, habiéndose tenido por tan cierto que la quisiera dar, comenzaron a perderle el miedo, si alguno tenían. Hacían burla de tantos bárbaros y tan vil chusma, que habiendo blasonado y amenazado, se volvían huyendo, y dábanles en rostro que siendo tantos, en veinte y tres días no hubiesen podido vencer a Nicoliza.

     Preguntáronle a Solimán algunos de los suyos la causa porque se desviaba tanto de Viena, y daba él tres principales, todas bien frías y sin fundamento; porque la verdadera no fué sino el temor que le puso ver que se había juntado contra él la flor de la Cristiandad, cosa que él no había pensado, y que verdaderamente éltemió la buena fortuna del Emperador, y así, dicen que dijo el Turco que no había temido a los borrachos alemanes, sino a la ventura del Emperador. Y aún pudiera decir a los mejores soldados y capitanes que juntos tuvo príncipe del mundo. Y fué cierto que el rey Francisco le avisó de ambas cosas y aconsejó que no pelease con él si no se quería ver perdido, y quiso el Turco contentarse con talar y destruir los campos, sin poner su vida y Estado en aventura de una sola hora.

     Amotináronse en esta sazón ciertos españoles en Viena, sobre las posadas con los vecinos y con los capitanes, porque los mandaban salir al campo. Estando ya para romper, sin que bastase a ponerlos en paz la autoridad del cardenal ni la del marqués, ni la de Antonio de Leyva, ellos, como cuerdos, volvieron sobre sí, y de su voluntad arrojaron las armas y arremetieron a se abrazar unos a otros. Otro motín de menos importancia hubo, el cual se apaciguó con cortar la cabeza a Jerónimo de Leyva, que fué el movedor de él. Cortósela el maestre de campo Machicao.

     Después de esto sacó Micaloglis hasta cuarenta mil acangios y entró talando y destruyendo la tierra entre el Danubio y las montañas. Corrió hasta Linz, adonde estaba el rey de romanos, y si pasara una puente que allí hay, corría harto peligro la persona del rey.

     Llevaban éstos por su capitán a Casano, y después que hubieron destruido más de ciento y cincuenta millas de tierra, dieron la vuelta en busca de su campo, y como Solimán se había retirado a largos pasos, no le pudieron alcanzar tan presto. Salieron de Viena y de otras partes muchas gentes en seguimiento de Casano.

     Los primeros que le toparon fueron hasta cinco mil españoles, con los cuales Casano vino a las manos, y por culpa de su capitán mató y prendió muchos, y entre ellos a don Hernando de Cabrero. Continuó su camino hasta alcanzar a Solimán, y por ir más desembarazado, hizo alto en un valle. Mató allí cuatro mil cautivos que llevaba, y partió su gente en dos escuadrones. El uno tomó para sí, y el otro dió a Ferisio, su amigo. Este acertó a tomar el más breve camino, y alcanzó su campo sin daño alguno.

     El Casano topó en un valle, junto a Estoramberg, al conde Palatino del Rhin, con doce mil infantes y con dos mil caballos. No pudo excusar la batalla, y murió el turco en ella y la tercera parte de su gente; los demás que huyeron, fueron a dar en el capitán Ludovico Lodronio, y en el marqués Joachín de Brandamburg, donde murieron casi todos, y los que escaparon huyendo cayeron en las manos de Gazianer, el cual mató de tres partes las dos, y porque no quedase alguno, fueron los desventurados a toparse con otro escuadrón de húngaros, y los mataron a todos antes que pudiesen llegar a Belgrado. De esta manera no quedó sólo uno de cuantos Casano sacó del valle.

     Cuando el Emperador supo que Solimán no venía a Viena y que se había retirado hasta la ciudad de Gracia, que está tres jornadas de Viena y otras tres de Linz, como en triángulo, mandó acudir a Linz todos los capitanes para consultar con ellos qué sería bien hacer. Hubo diversos pareceres sobre si sería bien seguir al Turco o no; al fin, por muchas razones, se resolvieron que el Emperador pusiese su campo junto a Viena, y le reforzase por las espaldas con aquella ciudad, y por los lados y frente con sus trincheas a propósito, y que se entretuviese allí hasta ver lo que el enemigo pretendía, y que si volviese, que se le diese la batalla. Muchos tenían por cosa vergonzosa dejar de pelear a voluntad del enemigo, y decían que a la reputación del Emperador tocaba ir en su busca y correrle, sin esperarse. Mas consideradas las leyes de la guerra, muy diferente cosa es que un príncipe la mueva de suyo o que otro la comience, y él trate de propulsarla y defenderla. Si como Solimán era el demandador, y venía de tan lejos en busca de sus enemigos, fuera el demandado, entonces obligado estaba el Emperador a buscarle y aun a seguirle hasta meterle en su casa; pero siendo al revés, antes fuera temeridad procurar la batalla, pues este es el proprio caso conforme al proverbio, cuando al enemigo se le ha de hacer la puente de plata. De suerte que el consejo que se tomó fué tan honrado como seguro en puro rigor militar.



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- VIII -

Muestra que hizo el Emperador de su gente. -Había trecientos mil hombres para usar las armas contra el enemigo. -Brava liberalidad del obispo de Patavia. -La priesa de Solimán en retirarse, y lo que perdió.

     Luego que el Emperador volvió de Linz a Viena, quiso saber la gente que tenía, y hecha reseña cierta de ella, sin hacerse cuenta de las guarniciones que estaban repartidas por las fuerzas importantes, halló que tenía noventa mil infantes y treinta mil caballos, y según otro autor, muy acertado, fueron ciento y veinte mil infantes y más de treinta mil caballos, a su costa y del rey don Fernando, su hermano, y del papa Clemente VII, que fué, sin duda, el mayor ejército cristiano de nuestros tiempos. Y no quiso luteranos para que no inficionasen los católicos y no ayudasen a los turcos.

     Había doce mil españoles con el marqués del Vasto, y Antonio de Leyva era el principal con seguro de la guerra. Demás de la gente de guerra, había otros tantos pajes y criados de soldados y caballeros, que al tiempo del menester no hicieran menos que sus amos; de manera que contando todo el número de gente que tomaran armas, eran cerca de trecientos mil, sin los vecinos de Viena.

     Fué una cosa vistosísima esta reseña, en la cual se mostró mucho el marqués del Vasto, por su buena persona y galas que sacó. El conde Palatino del Rhin hizo también muestra de la más hermosa caballería tudesca que jamás se vió, porque toda era de gente de lustre y de mancebos hermosos y de gentil talle. Había mucha nobleza de bohemios, moravos, slesitas y algunos polacos, que sin licencia de su rey, que tenía treguas con el Turco, habían venido. A toda esta multitud de gente se ofreció de mantener tres meses enteros el obispo de Patavia, Ariosto, hermano del duque Guillermo de Baviera. Había compañías de ciento y docientos, todos nobles, y otras que todos cuantos en ella estaban habían tenido oficios en otras guerras, y ésta era la mayor fuerza de este campo haber tanta gente de vergüenza en él. La artillería que había era mucha y buena.

     Es cierto que si Solimán viniera y cumpliera sus amenazas, que él llevara que llorar; más él fué más cuerdo y caminó con tanta priesa, que cuando el Emperador llegó a Viena con gana de darle allí la batalla, el Turco estaba ya de allí a cuarenta leguas, dejando perdidos más de setenta mil turcos, y quebrando las puentes porque no lo siguiesen. Contentóse el enemigo con ir haciendo el oficio de ladrón salteador, robando y talando los campos hasta llegar a Belgrado, y de allí se fué a Constantinopla, de donde en muchos años no volvió por esta banda a molestar la Cristiandad.

     Quisiera el rey don Fernando que el Emperador no deshiciera su campo, sino que la guerra se continuara contra su enemigo el rey Joan; pero el Emperador no lo hizo, porque tenía gran necesidad de volver a Italia, y temía al invierno, y aun la salud de su gente, que morían algunos de peste. Mandó quedar a Fabricio Maramaldo con todos los italianos en su servicio. Mas los italianos, ni gustaban de quedar en Hungría, ni del capitán que les daban, y dijeron resueltamente que no quedarían sino debajo de la bandera del mismo rey de romanos o, a lo menos, del marqués del Vasto. Y tomáronlo tan de veras, que ocho mil de ellos se amotinaron y pasaron a Italia, de lo cual se enojó el rey don Fernando tanto, que mandó en todos sus pueblos que matasen los italianos que por ellos pasasen, y ello se hizo de manera que escaparon muy pocos.





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- IX -

Faltas y errores de Jovio. -Olvidos de Jovio.

     Contada esta famosa jornada, siguiendo lo que dicen Paulo Jovio y otros que le siguen, porque acierta en lo más, si bien no en todo, y menos donde trata de españoles, por esto advertiré algunos puntos necesarios para que en todo se sepa la verdad de la historia. Siendo esta guerra la de más sustancia que en algún tiempo se sabe haber habido, pues no iba en ella (según por buenas razones se puede colegir) menos que toda la redondez de la tierra, con quien pocos años después de la vitoria había de quedar el vencedor, comienza el Jovio a encarecer por muy sublimadas palabras el principio y ocasión de este negocio, contando como por vía de presupuestos, en los primeros capítulos del libro treinta, las causas que movieron a esta empresa a los dos mayores príncipes del mundo, y que lo tenían casi partido entre sí ambos a dos; y después de los presupuestos que digo trata de los ejércitos con que cada uno de estos reyes y emperadores (porque al uno nombraremos como él quería nombrar) entró en esta contienda, así el Emperador Carlos (que era el uno), rey de España y Emperador de Poniente; como el Solimán (que era el otro), rey de Turquía y Emperador de Levante. La suma de todo lo cual consiste en que, estando el Emperador en sus Estados de Flandes y después en los de Alemaña, el Gran Turco volvió con muy pensado propósito sobre Hungría, por muchas causas que él quiso tomar para ello, con el más poderoso y extraño ejército que él ni alguno de sus diez predecesores habían jamás juntado; porque, según alguna opinión, eran trecientos mil hombres, y, según otra, cuatrocientos mil, y no faltó entre estas dos opiniones otra tercera (quizá la más cierta) que eran quinientos mil de pelea, y los otros trecientos mil de a caballo. A lo cual el Emperador cristiano puso su persona y Estados, y le salió al encuentro con tanta cantidad de gente, que en Imperio de Occidente de otra jamás se había juntado. De la cual también hubo opiniones diversas, y unos llegaban con la cantidad de infantes y de caballos a docientos mil combatientes, y otros se quedaron en cincuenta mil menos; hubo también otros terceros que no pasaban de ciento y veinte mil.

     Y la conclusión que tuvo este negocio en que iba tanto como está dicho, ya se sabe, pues nuestros oídos oyeron a los que con sus ojos vieron aquel moderado contento de ver vencidos (que vencidos se pueden llamar) los infieles. En la cual jornada, después de haber el bárbaro hecho aquel estruendo de esta guerra, que sonó en casi todos los fines de la tierra, y el católico, saliéndole al camino y presentándole la batalla, pasaron algunas peleas livianas y que no fueron en diversas partes de liviano entretenimiento, en todas las cuales él fué vencido y desbaratado.

     Y habiendo el Turco enviado a desafiar al Emperador Carlos, y esperándole en el campo, y acercándose los de ambos príncipes para que hubiese una universal batalla, en que tanto iba, el Solimán no sólo no la osó dar, como había blasonado, pero se retiró vergonzosamente; y en la retirada perdió mucha cantidad de bárbaros que había enviado a correr hacia la ciudad de Lince; y retirándose así con tanto aprobrio y habiendo atemorizado toda la Cristiandad, se volvió a Buda, cabeza de Hungría, donde dejó a su tributario vaivoda, o rey Juan, y de allí se tornó con toda presteza a Constantinopla.

     Este fué el fin de aquella guerra, que se creyó, generalmente, que fuera, en cuanto al daño y muertes, de la Cristiandad o el de la infidelidad.

     Olvidóse Jovio el reencuentro o correría en que se perdieron los diez mil turcos de a caballo; ni dice día, ni tiempo, ni otra cosa más de tres; esta correría y lo del sitio de Estrigonia y lo de Guinz, habiendo habido otras notables, como fué cuando solos mil infantes y dos mil caballos que iban haciendo escolta a ciertos carros de bastimento y municiones derrotaron a tres mil turcos acangios, aunque fué con alguna ventaja por el socorro que acudió a los cristianos. También calla lo que aconteció en fin de julio, cuando mil caballos y seis mil arcabuceros tudescos y españoles desbarataron cuatro mil turcos que guardaban cierto ganado para sustento de los turcos.

     Y otro día, quinientos españoles se encontraron con cuatro mil tártaros de treinta mil de estación que había en el ejército turquesco, gente valerosa por su gran ligereza, que era grande, la cual contienda pasó cerca del Danubio, donde se ahogaron aquel día más de trecientos de ellos.





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- X -

Sale don Luis de la Cueva a hacer mal al Turco.

     Salió don Luis de la Cueva con cuatro compañías de españoles, sin algún italiano, a tomar los pasos a los turcos, como salieron otros capitanes de otras naciones, encontrándose primero que otros con los turcos, y comenzando a escaramuzar con ellos; cargaron tantos, que se hubieron de retirar, no a una laguna (como dice Jovio), sino a una arboleda, donde estuvieron fronteros de los turcos toda aquella noche, y se hicieron todos los cuartos de noche centinela y cuerpo de guardia, subidos encima de los árboles, y no en el agua hasta la barriga, ni huyeron a los tudescos, que don Luis no era hombre que sabía huir; sino los españoles, que serían hasta mil y docientos, recogidos en la arboleda y dejadas sus guardias y puesto todo en orden como fronteros de enemigos, y dejado todo el cuidado de ello al capitán y comendador Cerdán.

     Sabiendo que venían cerca los alemanes, fué a rogarles que se diesen más priesa en el caminar, diciéndoles lo que había pasado y cómo los turcos estaban encerrados, si querían poner un poco de diligencia en darse priesa; pero ellos no lo hicieron, ni quisieron salir de su paso, y así, los turcos hubieron de dar en otros, saliendo por otra parte, donde fueron perdidos y acabados; y no fué de tan poco efeto la priesa que se dió don Luis con sus españoles (a quien culpa Jovio de apresurados), que si no se la dieran, los turcos escaparan y no fueran desbaratados, porque pudo, con aquella priesa que se dió, tener vista de ellos y detenellos, y si hubieran ido al paso de los alemanes, no lo pudieran hacer, y los enemigos tuvieran lugar para salir de aquellos malos pasos.

     De manera que aquella vitoria que se hubo entonces de los turcos, a solos los españoles se debe, como a causa principal de comenzar a pelear con ellos y embarazarlos.

     Estos españoles no eran del campo que venía con el Emperador, y llegó a Viena, porque cuando esto fué no era llegado, ni llegó después de esto en aquellos siete días, sino eran cuatro compañías de españoles que tres años antes se habían hallado en defensa de Viena, los cuales se habían quedado de guarnición en la mesma tierra y hecho muy buenos hechos contra turcos y ayudadores de vaivoda, que se intitulaba rey de Hungría, y aún habían venido después de Italia otras tres compañías de españoles para reforzar a éstos, con sus capitanes el comendador Cerdán, Cueto y Medinilla, porque había comido la guerra muchos y fué menester que viniesen de Italia los demás que digo, y por ser muerto don Luis Dávalos, que era coronel de aquella gente, el cual murió de un arcabuzazo en la cabeza en la toma de una tierra.

     Envió el Emperador desde Augusta por coronel de aquellos españoles de Hungría a don Luis de la Cueva, de quien he hablado. En el cual cargo estuvo hasta que agora vino el Emperador contra el Turco, y se resumieron estas compañías en las demás de su ejército, salvo la del comendador Cerdán y la suya, que quedaron. En el número de gente que el Emperador tuvo, no va muy errado Jovio, mas en el orden con que se había de esperar al enemigo, sí; porque Jovio se debió de informar de algunos capitanes ordinarios, y cuadróle lo que le dijeron, y es cierto que no hubo la orden que él dice, aunque de esta y otras muchas se trató, para escoger la mejor, según el tiempo y coyuntura que sucediera para pelear con el enemigo.

     Y según el parecer de quien fué mucha parte y alcanzó curiosamente los intentos del campo, es cierto que si el Turco no hiciera la vergonzosa retirada y la guerra procediera (que, según las circunstancias de ella, más se puede decir huída), que antes que la batalla se diera, se hubiera dado el orden con que, cuando viniera a darse, tuviera el Turco en veces comida harta parte de su gente, y los cristianos entraran en la batalla con gran confianza de la vitoria. De manera que la batalla no se diera luego en acercándose los campos, como piensa Jovio, y con la orden que él describe.



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- XI -

Amor que los españoles tienen a su rey. -Los que en Castilla y Aragón se pusieron en orden para hallarse en esta jornada sin ser llamados. -Don Pedro Alvarez Osorio, marqués de Astorga; don Antonio Pimentel, conde de Benavente.

     Justo es asimismo que se sepa el amor grande que los españoles tienen a su príncipe, porque luego que supieron la venida del Turco, y el aparato de guerra que el Emperador hacía para ir contra él, con ser España una provincia tan apartada de Austria y haber en medio enemigos y mares peligrosos, sin ser llamados ni compelidos de nadie, se pusieron en orden, vendiendo y empeñando sus haciendas y echándolas en armas y caballos, dejando la dulce patria, mujeres y hijos; y unos por Francia, otros por mar, caminaron a largas jornadas por hallarse en la batalla que el Emperador pensaba dar al Turco.

     Los principales que hallo que fueron son: don Fernando Alvarez de Toledo, duque de Alba; don Francisco de Sotomayor y Zuñiga, duque de Béjar, conde de Benalcázar; don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca; don Juan Manrique, conde de Castañeda; el marqués de Cogolludo, don Luis de la Cerda, hijo del duque de Medinaceli; don Alvaro, don Rodrigo y don Gómez de Mendoza, hijos del conde de Castro; otros tres hijos de don Juan de Rojas, marqués de Poza; don Lorenzo Manuel, hijo de don Juan Manuel; don Alonso de Acevedo, conde de Monterrey; don Diego de Acevedo y Fonseca, conde de Fuentes; don Juan Manrique, hijo del duque de Nájera; don Hurtado de Mendoza, hermano del marqués de Cenete; don Felipe y don Claudio y don Juan y don Francisco Marique, hermanos del duque de Nájera; don Juan de Silva, conde de Cifuentes; el conde de Palma Puertocarrero; don Luis Fajardo, hijo del marqués de los Vélez; don Gutiérre de Cárdenas, hijo del duque de Maqueda; don García de Padilla, comendador mayor de Castilla y Calatrava; don Pedro de la Cueva, comendador mayor de Alcántara; don Luis y don Diego de la Cueva, hijos del duque de Alburquerque; don Juan de Guevara, señor de Triceño y Escalante; don Pedro González de Mendoza, mayordomo del Emperador; don Sancho de Velasco, hijo del conde de Nieva; don Antonio de Mendoza, hijo del marqués de Mondéjar, conde de Tendilla; don Rodrigo Manrique, hijo del conde de Paredes; don Alonso y don Pedro Manrique, hijos del conde de Osorno; don Pedro de Guzmán, hijo del duque de Medina-Sidonia, que fué conde de Olivares; don Luis de Avila, hermano del marqués de las Navas; don Juan de Zúñiga, capitán de la guarda, hermano del conde de Miranda; don Luis de Rojas y don Hernando, su hermano, hermanos del marqués de Denia; don Enrique de Toledo, señor de las Cinco Villas; Juan de Vega, señor de Grajal; don Beltrán y don Pedro de Robles; don Antonio de Rojas; don Pedro de Acuña; don Juan de Heredia, conde de Fuentes, aragonés, con otros muchos caballeros de aquel reino; don Alonso Téllez, señor de La Puebla; don Antonio Téllez Chacón, que murió dentro en Viena.

     Esta y otra mucha nobleza de Castilla y Aragón salieron con muchos allegados y criados muy bien armados, y los más de ellos llegaron al campo del Emperador tan a tiempo, que si el Turco quisiera la batalla, se hallaran en ella y hicieran conforme a las obligaciones que tenían y al amor con que habían hecho tan larga, costosa y peligrosa jornada de su libre voluntad, sin ser llamados, por servir a Dios y a su rey, que fué lo que siempre aquellos de quien ellos venían hicieron.

     El duque de Béjar mostró en esta jornada la grandeza de su ánimo y casa, porque sabiendo la determinación del Emperador de combatir con el Turco, tomó la posta de Salamanca, hasta alcanzar al Emperador en la provincia de Espira, y fué con tanto aparato de armas y fausto de gente y gastos, que los príncipes extranjeros tuvieron bien que notar y admirarse del español, si bien su casa y sucesores lo han sentido hasta estos días.



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- XII -

[El Emperador comisiona a don Pedro de la Cueva, cerca del Papa.]

     Estando el Emperador en Viena (retirado ya el Turco) resuelto en bajar en Italia, a 4 de octubre, en el cual día partió de esta ciudad, y despachó a don Pedro de la Cueva para que en Roma suplicase al Pontífice se sirviese de llegar a Génova, donde los dos se viesen, la instrucción, encarecimiento y razones con que esto pedía el César fueron:

Instrucción del Emperador para don Pedro de la Cueva, en Roma.

     «Lo que vos, don Pedro de la Cueva, comendador mayor de Alcántara, nuestro mayordomo y del nuestro Consejo habéis de hacer en Roma donde os enviamos, es lo siguiente:

     »Como quiera que continuamente habemos escrito a nuestro embajador y ministros que tenemos en Roma, y agora con vos les escribimos todo lo que ha pasado y sucedido en lo de la venida y retirada del Turco, para que Su Santidad sea informado, y vos, como quien lo ha visto y entendido todo, le daréis particularmente razón de ello y de lo más que quisiere saber de acá, besando los pies a Su Santidad de nuestra parte, y juntamente con el muy reverendo cardenal de Sigüenza, y con él al dicho nuestro embajador, comunicando ellos primeramente el negocio a que vais, y con su información y parecer le diréis que, pues Nuestro Señor, por su infinita clemencia, nos ha dado tanta honra y buena ventura que hayamos hecho retirar y huir a este común enemigo de la Cristiandad con tanto daño y afrenta de reputación suya, y habemos excusado tantos males como pudiera hacer y hiciera en la Cristiandad, si en esta sazón aquí no nos halláramos y no vinéramos como venimos a defenderla y resistirle, considerando el tiempo que habemos estado ausente de los nuestros reinos de España y la gran necesidad que en ellos hay de mi presencia, y la obligación que allende las causas justas que tenemos para desear ir, y para ello habemos determinado, proveyendo primeramente lo que conviene para socorrer y descercar a Estrigonia, dejando al serenísimo rey de romanos, nuestro hermano, la gente que para las que demás de presente en lo de Hungría se hubieren de hacer, fuere menester, como se hace, partirnos luego de aquí y tomar el camino de Italia por el Frivol para ir a Génova, y pudiéndose hacer, ayudándonos Nuestro Señor, embarcarnos para pasar a España en este año, lo cual creemos que se podrá muy bien hacer, porque se juzga que ya el príncipe de Melfi, Andrea Doria, habrá, con ayuda de Nuestro Señor, hecho con él armada lo que había de hacer, y podrá venir con ella a Génova, para que pueda pasar este año, como está dicho. Al cual escribimos que luego como reciba nuestra carta, tomándole de la manera que está dicho, y no haciendo falta en lo que conviene, venga a Génova con el armada, con la mayor diligencia y presteza que se pueda, para el dicho efeto, para el cual hacemos también las otras provisiones necesarias. Y porque no querríamos pasar en alguna manera a España sin primero besar los pies a Su Santidad y verle y comunicarle para más confirmar y perpetuar el amor y amistad que entre Su Beatitud y Nos hay, y para praticar y dar orden con Su Santidad en lo que se debe proveer, así para la quietud de Italia como para otras cosas del bien universal de la Cristiandad, os enviamos a suplicarle, que para que esto se quiera hacer, quiera tomar trabajo de bajar a Lombardía, porque aunque por no darlo a Su Santidad nos quisiéramos llegar a Roma, el tiempo está tan adelante, que no da lugar a ello, habiendo de pasar a España este año, y no nos conviene dilatarlo en alguna manera.

     »El lugar más conveniente y a propósito para que nos veamos, de los de Lombardía, nos parece que es Plasencia, y vos, juntamente con los dichos cardenal y embajador, le habéis de suplicar de nuestra parte tenga por bien que allí sea, y que se resuelva luego. Bien quisiéramos, por ser tan necesaria la brevedad de nuestra pasada y el tiempo tan corto, que Su Santidad viniera a Génova, y pudiéralo muy bien hacer en las galeras y con menos trabajo que caminar por tierra; mas por estar el tiempo tan adelante, dejamos de hablar en esto, vos (comunicándolo primero con los dichos cardenal y embajador, y juntamente con ellos) podréis hablar en ello por la manera que a ellos y a vos mejor pareciere, para que visto todo se resuelva en lo que mejor sea. No tenemos duda que Su Santidad nos haya de hacer esta merced, o viniendo a Génova o a Plasencia, pero si pusiese alguna dificultad (lo cual no creemos), en tal caso, aunque nos sería muy dañoso, por la dilación que habría en nuestra ida a España, la cual es cosa que por muchos respetos y fines conviene, por lo mucho que deseamos besarle los pies y verle, y comunicarle para los dichos efetos, no podremos dejar de tomar el trabajo de ir a Roma, y por esto conviene que con toda instancia se suplique a Su Santidad, y se trabaje, que en alguna manera se excuse de hacernos esta merced; mas que se resuelva luego, y darnos heis aviso de lo que se hiciere con diligencia.

     »Parécenos que sería bien que Su Santidad provea lo que viere que converná, y será necesario para que los potentados de Italia envíen adonde Su Santidad hubiere de verse con Nos, embajadores o poderes bastantes a los que tienen, para tratar y asentar lo que convenga para la defensión y quietud de Italia. Decirlo heis a Su Beatitud de nuestra parte, juntamente con los dichos cardenal y embajador, y haréis la diligencia que será menester para que se provea lo que convenga, y entonces se podrá concluir lo que de allá nos escribieron que había parecido bien a Su Santidad, que los suizos se entretuviesen, y para ello contribuyesen los dichos potentados; lo cual asimismo ha parecido bien.

     »Si las bulas de la cruzada y otras cosas, así para España como para Flandes, no estuvieren ya despachadas cuando vos llegáredes, y fuere menester que vos habléis en ello de nuestra parte, y asimesmo sobre la causa de Ingalaterra o otros negocios, hacerlo heis conforme a lo que a los dichos cardenal y embajador pareciere.

     »La necesidad del serenísimo rey, mi hermano, es mayor que podría decir, por lo mucho que ha gastado, y por el gran daño que sus tierras han recebido, así de los enemigos como de las gentes que se han juntado; y lo que ha menester es mucho, porque agora enviará ejército para descercar a Strigonia y hacer lo que más pudiere, y aunque yo le ayudo con dejarle buena cantidad de gente pagada, para lo que más es menester no basta él solo. Y pues el beneficio de esto es universal de toda la Cristiandad, suplíquese de nuestra parte a Su Beatitud con mucha instancia tenga por bien de continuar la paga de los cuatro mil escudos al mes por algunos meses, porque de otra manera él solo sería el que recibe el daño de esta jornada; y en esto se ha de insistir todo lo que fuese menester, para que se consiga el buen efeto. La gente con que nos ayudó el Imperio para esta empresa, habemos acordado de hacerla tornar desde aquí, porque recibirán pena de pasar adelante, y es menester no descontentarlos, porque cuando se ofreciere otra necesidad ayuden y sirvan el tiempo que agora dejan de servir.

     »Diréis a Su Santidad de nuestra parte, que queriendo cumplir como es razón, lo que tenemos asentado en lo del matrimonio del ilustre duque Alejandro con la duquesa, nuestra hija, proveeremos que la traigan luego a Italia, para que llegue allí antes de nuestra pasada. Dada en Viena a 4 de octubre de mil quinientos y treinta y dos años. -YO, EL REY. -COBOS, comendador mayor.»



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- XIII -

[Dirígese a Italia el César.]

     Después de esto, a 12 de noviembre de este año, despachó el Emperador un correo, avisando cómo ya caminaba bajando para en Italia, a mícer May, su embajador, y al cardenal de Osma y a don Pedro de la Cueva, comendador mayor de Alcántara, para que le avisasen de la voluntad del Pontífice sobre las vistas que te había pedido, si se servía de salirle al camino o quería esperarle en Roma.

     Descuidáronse los tres de avisar al Emperador la determinación del Papa; y estando ya el Emperador en Mantua, a 12 de noviembre les escribe, quejándose de este descuido, y hablando del Pontífice con sumisión y humildad, y encareciendo lo que le había de servir, y cuánto había de conservar su amistad, que un caballero particular no podía hacer más. En lo cual se convencen los que con mala intención han querido decir que este príncipe no tuvo el respeto debido a la Iglesia y a su vicario.

     Dice, pues, al embajador, que había recebido cartas en el camino, en que el Pontífice le decía cómo le querría hacer merced de verse en Bolonia, y saldría de Roma a 10 ó 11 de noviembre. Que fuera bien que le hubieran avisado de la determinación del Pontífice, luego que con Portillo, desde Espelimberg, les había escrito lo que el Pontífice le decía de su partida. Que habían hecho bien en avisarle de todo lo que se hablaba y decía sobre esta venida de Su Santidad, o de su ida a Roma (que se debía murmurar, y juzgar largamente el vulgo, según suele en semejantes ocasiones), y los inconvenientes y provechos que había de lo uno y de lo otro, y sus pareceres, que todo era muy bien dicho. Que estaba muy claro, que habiéndose de detener todo aquel invierno en Italia, que sería muy mejor quitar a Su Santidad de trabajo de venir hasta Bolonia, y ir él a visitarle y besarle los pies en Roma, y de allí pasar a Nápoles, desde donde se podría más cómodamente hacer el viaje para España. Pero que (como tenía escrito) estaba determinado de, si ser pudiese, embarcarse para pasar antes del verano, lo cual esperaba en Dios que se podría bien hacer; porque, según lo que el príncipe Andrea Doria escribía, no esperaba para venir, sino lo que él le enviase a mandar. Y ya había días que por vía de Venecia, y de Nápoles y Sicilia, era avisado de su voluntad, y luego, como hubiese recibido sus cartas, sin duda pondría en obra su partida, y sería allí a lo mía largo en

todo el mes de diciembre; porque para venir no tenía necesidad de esperar a las naos de la armada, que aquéllos vendrían, si tuviesen tiempo, y si no, con las galeras y los navíos que en Italia se hallasen, podría haber buen recado para su pasada, la cual se podía hacer en el mes de enero, que como le convenía mucho por muchos y grandes respetos, así por todas vías y maneras había de trabajar de efetuarla, a cuya causa estaba todavía en esta determinación, y de acetar, como había acetado, la merced que Su Santidad le hacía en venir a Bolonia, que como había dicho, por escribírselo Su Santidad tan determinado y de su mano, le parecía que no era menester más suplicárselo. Pero que si por causa de no venir el príncipe Andrea Doria no hubiese tiempo para poder pasar como ha dicho, y que por esta sola causa se hubiese de detener todo el invierno en Italia (de que le pesaría mucho) que sería muy mejor gastar el tiempo en pasar para Roma, y ir a Nápoles, y en este caso no había más del inconveniente del trabajo que Su Santidad había tomado en venir a Bolonia, pero que aprovecharía para que allí, placiendo a Dios, ternían despachadas todas las cosas que conviniesen al bien de la Cristiandad, y quietud de Italia; y a él no le quedaría que hacer sino acompañar y servir a Su Santidad hasta Roma, y de allí con su bendición pasar a Nápoles, para partirse. Que nunca había dudado que Su Santidad y el Sacro Colegio de los cardenales dejasen de holgar mucho con su ida a Roma, pues estaban ciertos que no podía ser sino para aumento de la autoridad y bien de la Sede Apostólica, y para servir a Su Santidad como hijo tan obediente, y a los reverendísimos cardenales, mirarlos y tratarlos con el amor y buena voluntad que se les debe y era razón; pero que todavía estimaba en mucho su demostración.

     Manda que le hagan saber las jornadas que el Papa había de hacer, y cuándo llegaría a Bolonia, para que conforme a ellas así ordenase las suyas para llegar al mismo tiempo, y que, particularmente, le hiciese saber de la salud de Su Santidad, que se la deseaba como Su Beatitud la querría. Que en lo que pasó con el reverendísimo cardenal de Médicis, por haber sido tan contra la voluntad del César, y claro yerro, no había querido escribir allá más de la relación que se envió al comendador mayor de Alcántara, que se le había hecho toda la satisfación conveniente al legado, y él estaba del César bien satisfecho y contento y así creía que lo debía estar el Pontífice, porque de verdad nunca le pasó por pensamiento ofenderle su voluntad en lo que se hizo; y lo mejor era no hablar, ni pensar más en ello, pues, mirando lo que realmente pasó, no había en qué reparar, que pues sabía los términos en que estaban las cosas de Hungría, y la santa y liberal obra que Su Santidad hará en ayudar al rey de romanos, su hermano, trabajase en ello, para que Su Beatitud le enviase el socorro que se le pedía, suplicándoselo de su parte, que pues por sus cartas sabían lo que pasaba en Ingalaterra, trayendo el rey aquella mujer así, con tanto desacato de Su Santidad y de la Sede Apostólica, y ser cosa de tan mal ejemplo para toda la Cristiandad, procurasen el remedio posible con Su Beatitud. Que era acertado lo que Su Santidad hacía escribiendo a los potentados de Italia, para que enviasen sus poderes a Bolonia, y que él escribiría a los venecianos, para la concordia que allí se había de hacer entre todos. Que le avisase de las cosas de Francia, y, con cuidado, las procurase saber, que con estos cuidados vivían siempre los reyes por la emulación que entre sí tienen.

     Pedía el Emperador cruzada y la mitad de los frutos eclesiásticos, por ser inmensos los gastos de la guerra. Sobre esto, manda a su embajador que trabaje cuanto pudiere de enviar el despacho que la Emperatriz y el cardenal, presidente del Consejo, habían escrito que se negociase con el Papa, y que no fuese cometido al su colector juntamente con el obispo, porque es cosa que nunca se ha hecho, y en ello se pusiese diligencia.

     Escribió asimismo al cardenal de Osma, remitiéndose a la referida del embajador. Vuelve a repetir lo que dijo del cardenal de Médicis legado, y dice que ninguna cosa había de bastar para que él dejase de tener del Pontífice la confianza que de verdadero padre y señor; y como estaba determinado en serville, así lo estaba en que en todo le había de hacer merced. Y aunque por muchas causas convenía y deseaba ver a Su Santidad, no era la menor para que entendiese bien de él esta determinación y que quedasen tan saneados y satisfechos que no pueda ofrecerse cosa que impida su voluntad y amor, sino que siempre sea una.

     «Y en lo de la venida (dice) del ilustrísimo duque Alejandro, mi hijo, cuando él quisiere y pudiere, sin hacer falta en lo que le conviene, yo holgaré mucho de verle, y será bien venido.»

     En la misma conformidad escribe al comendador mayor de Alcántara, y vuelve a repetir lo de la causa de Ingalaterra, y le manda que la solicite, pues, por sus cartas había visto cómo el rey había traído aquella dama en menosprecio de Su Santidad y de la Sede Apostólica, y el mal ejemplo que era para toda la Cristiandad.

     Tal era la sustancia de las cartas del César, y tal humildad muestra en ellas cuando volvía victorioso, habiendo hecho retirar al enemigo más poderoso del mundo; que valía más con el César el respeto debido a la Iglesia, que los triunfos de la tierra, que no le desvanecían. Véese cuánto le dolió el desacato del rey Enrico en el repudio de la reina doña Catalina, tía del César.



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- XIV -

Vuelve el Emperador a Italia con su ejército. Vistas del Emperador y Papa. -Pide el francés que el Emperador saque los españoles de Lombardía. -Descúbrense nuevos tratos entre el Papa y rey Francisco. -Los príncipes de Italia quieren ser iguales. -Lo que se murmuró en la Cristiandad del rey Francisco y venecianos. -Nueva liga entre el Emperador y Papa, y el Emperador deshace su ejército a 27 de hebrero. -Antonio de Leyva, general de esta liga. -Pide el Emperador que el Papa proceda contra el inglés por el repudio.

     Partido; pues, el Emperador de Viena, la vuelta de Italia, quiso llevar el ejército entero, y en esta orden. Que don Hernando de Gonzaga, con la caballería ligera, llevase la vanguardia, y que luego partiese tras él el marqués del Vasto con el infantería y con su guarda de caballos, y que dos días después saliese el cardenal con toda la gente de paz, obispos y clérigos, luego la persona del Emperador, y en la retaguardia don Hernando de Toledo, duque de Alba, con la caballería española y con la infantería tudesca.

     Llegó el Emperador en pocos días a Italia, y sin entrar en pueblo de venecianos, si bien el Senado se lo suplicó encarecidamente, pasó hasta Mantua a 7 de noviembre, con intención de esperar allí al Papa, con quien estaba concertado que se habían de ver en Bolonia, como lo hizo.

     Fué el Emperador a 20 de diciembre, y el Papa le estaba esperando, porque como supo que el Emperador había llegado a Mantua, partió Su Santidad de Roma con toda su corte. En Italia había mucho contento por esta junta, pareciéndoles que se trataría otra vez de la paz y quietud universal de toda la Cristiandad. Los que más deseaban esta junta eran los genoveses, porque como en la paz que tres años antes se había capitulado en Bolonia no habían tenido tanta cuenta con ponerlos en la gracia del rey Francisco, no los dejaban parar en toda Francia, ni podían negociar en las ferias de ella.

     Estaban en Bolonia los cardenales Tornon y Agramonte, franceses, no a otra cosa sino a tratar con el Papa de parte de su rey, que acabase con el Emperador que quisiese sacar los españoles de Lombardía, pues no teniendo guerra alguna, no había necesidad de tener gente en tierra que no era suya. Pedían esto con tanta instancia, que decían que si no se sacaban luego los españoles, el rey no podía conservar la paz, ni dejaría de dar favor a muchos amigos que tenía en Italia. En lo cual se ven los pensamientos, tan ajenos de paz, que tenía el rey, que pues ya él no tenía en Lombardía ni Italia un palmo de tierra, ¿qué le importaba que el Emperador tuviese o no en ella gente de guerra? Quería desarmar al Emperador, por entrar él armado y cobrar lo que había perdido.

     Tampoco se concertaban el Emperador y el Papa, porque el Emperador quería que luego se tratase de la tranquilidad y sosiego de Alemaña, y que se señalase tiempo y lugar para el futuro Concilio; y el Papa quisiera dilatarlo. Demás de esto, pedía el Emperador que de ninguna manera hiciese amistad ni liga con el francés ni inglés; y el Pontífice decía no podía dejar de tener amistad con los reyes cristianos. Deseaba el Emperador que Catalina de Médicis, hija del duque de Urbino, casase con Francisco Esforcia; el Pontífice decía que la tenía prometida al duque de Orleáns, hijo segundo del rey Francisco, en lo cual se descubrieron grandes tratos entre el Papa y rey de Francia.

     También los venecianos decían, por su parte, que holgaban de guardar la paz y liga pasada; pero, que si Francisco Esforcia los hubiese menester en alguna ocasión, no podían dejar de favorecerle. Decían esto los venecianos mansamente, por entretener al rey Francisco, dándole esperanzas que algún día se habían de confederar con él; a fin de no le dar ocasión buscase nuevos amigos. Junto con esto querían poner en el Emperador algunas sospechas o recelos, porque no viniese en confianza de ellos a tener en poco la amistad del rey Francisco. De esta manera pensaban los venecianos conseguir el fin ordinario que los italianos tienen por razón de Estado, de que no haya en Italia un príncipe más poderoso que otro, sino que esté el mando en un peso, de manera que uno no pueda hacerse señor de otros; de donde nacen todas las guerras, mudanzas y variedad de amistades que siempre ha habido en Italia.

     Y hubo quien dijo que el rey Francisco y venecianos habían avisado (como dije) a Solimán que no pelease con el Emperador, porque si acaso quedaba el Turco vencido, no se pudieran averiguar con el Emperador, y también si el Emperador fuera vencido, el Turco se quisiera hacer señor de la Cristiandad. A esto miró poco el rey Francisco, porque si bien el Papa le pidió que ayudase en esta santa jornada, contra aquel común y poderoso enemigo, no lo quiso hacer, si bien veía la reputación que entre los buenos perdía, aunque él tomó por achaque, que por no le hacer capitán general. Pero descubrió muy presto el tiempo que se estuvo quedo, por ser amigo del Turco.

     No acababa el Pontífice de querer de corazón al Emperador, y la causa decían que era, porque no le había favorecido, como quisiera, en el pleito que trajo con el duque Alfonso de Ferrara, sobre las ciudades de Rezo y Módena. Al fin se vino a concluir otra nueva liga y paz por año y medio, en la cual, aunque no entraron los venecianos, no se salieron de la antigua.

     Confederáronse el Papa y el Emperador, los duques de Milán y Ferrara, con condición que Su Majestad sacase de Lombardía todas sus gentes, y que por rata contribuyese cada una de las partes con veinte y cinco mil ducados, para que con ellos se pagase a Antonio de Leyva, y quedase con bastante número de españoles en Milán, por árbitro de la paz. De esta manera salieron de Lombardía los ejércitos imperiales.

     Parte de la gente se envió a Corrón para Nápoles, y los demás a Sicilia, y algunos se volvieron a sus casas.

     Fueron muy alabados el Pontífice y Emperador por este hecho, que dignamente se debió estimar la prudencia y sagacidad del Pontífice y el pecho grande del César y rectitud de su justicia. Los franceses llevaban mal esta paz, quejábanse al Pontífice los cardenales Tornon y Agramonte. El Pontífice los entretenía con buenas esperanzas (y no vanas, según su mala intención); y el rey Francisco quedó contento y satisfecho, y más cuando vió que el Emperador se había desarmado.

     Aquí trató el Emperador que el Papa procediese contra Enrico, rey de Ingalaterra, por haber repudiado a la reina doña Catalina, hija de los Reyes Católicos, su legítima mujer. El Papa lo hizo, y el inglés, con gran soberbia, ya como hombre dañado, hablando malísimamente del Pontífice, y más adelante, le quitó la obediencia, de donde comenzaron los males y daños de Ingalaterra, y la total destruición de la fe católica, como largamente se dice en las historias particulares que hay desto.

     Hay autor grave y religioso que dice que un grande de Ingalaterra, corrompido con dineros de Francia, persuadió por todas vías al rey que repudiase a la reina, con intento de que el Emperador, injuriado por la afrenta que se hacía a su tía, se encontrase con el inglés. Todas estas diligencias, y otras tales, fué muy público que eran del rey de Francia en odio del Emperador. Yo no las creo, porque el rey, si bien estaba apasionado, fué siempre cristianísimo y tuvo gran respeto a la Iglesia. El inglés estaba tal, que no hubo menester espuelas para despeñarse en los infiernos por un breve gusto carnal.



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- XV -

Los reyes de Francia y Ingalaterra se confederan.

     Antes de salir el Emperador de Bolonia, escribió a los príncipes y ciudades de Alemaña mandándoles que guardasen la paz de Ratisbona y que tuviesen a su hermano el rey don Fernando por rey de romanos y vicario del Imperio; que él partía de Italia para España por convenir así y pedirlo negocios de importancia, y que deseaba verse con hijos, que no tenía más que uno varón; porque el segundo que la Emperatriz había parido, que fué el infante don Fernando, lo había Dios llevado desta vida.

     Murió en este tiempo el cardenal Pompeyo Colona, que era virrey de Nápoles; que murió comiendo brevas en nieve. Y puso el Emperador en su lugar, por virrey de Nápoles, a don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, persona de gran valor y fuerte, aunque de recísima condición, que si conviene al buen gobernador ser algo mal acondicionado, no tanto como lo era don Pedro, y así no dió mucho gusto a los napolitanos, pero sirvió a su príncipe como convenía a un caballero castellano de tanta antigüedad y nobleza.

     El rey Francisco, y Enrico de Ingalaterra, enojados con el Emperador y poco contentos del Papa, hiciéronse amigos (que es ordinario donde se cierra una puerta abrirse otra). Hicieron sus juntas estos dos príncipes, primero en Bolonia de Francia y después en Calés. Luego comenzaron los juicios humanos a imaginar nuevos movimientos en el mundo, y no se engañaban, porque estos reyes no hicieron estas juntas y se ligaron para otra cosa. Y en Dinamarca, con favor de ellos, prendieron, sobre seguro y juramento, a su propio rey Cristierno (como dije), yendo con ejército y flota, que le había dado el Emperador su cuñado.



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- XVI -

Guerra de Corrón, en Grecia, que hizo Andrea Doria. -Topóse Andrea Doria con la armada veneciana. -Los venecianos hicieron a dos manos este día. -Va Andrea Doria sobre Corrón.

     Cuando el Emperador hizo este año la jornada contra el Turco, mandó que Andrea Doria fuese a correr las costas de Grecia con su armada y que pelease con la del Turco, si se topase con ella.

     Y aunque el Papa pidió al rey de Francia prestadas sus galeras, él no las quiso dar por las razones que dije y otras que el rey decía, así que Andrea Doria se hubo de partir con las galeras y armada que se le pudieron dar, según cierto autor, que fueron treinta y nueve galeras y cuarenta naos, y no cuarenta y ocho galeras y treinta y cinco naves urcas, como dice Jovio, lib. 31.

     Salió en busca de los turcos, que decían venir sobre Italia, y llevó orden que cuando no se topase con ellos, procurase tomar alguna fuerza del Turco, que fuese lugar dispuesto para la guerra que pensaban echarle en casa. Así que con esto partió Andrea Doria en busca de la flota enemiga, y con saber cómo Zaide Galipoli y Hymeral, capitanes de la flota turca, traían sus galeras, aunque pasaban de setenta mal ordenadas, así de marineros como de remeros, juntó cuarenta y cuatro galeras, suyas diez y siete, trece del Papa y cinco de Malta, cuatro de Sicilia, tres de Nápoles, y dos de Mónaco, y treinta y cinco naves grandes, sin otras pequeñas en que había quince galeones y dos carracas, las mayores de aquel tiempo: la una era de Malta, y otra de Génova que se decía la Grimalda. Metió en ellas hasta diez mil soldados españoles, italianos y tudescos.

     Entró, pues, con toda esta flota por el faro de Mecina, a 4 de agosto, y salió a 18 del mesmo, y doblando la punta de Esparteviento, fué al cabo de Colunas; de allí, enviando las naves a la Morea, navegó con las galeras de Corfú, y a la Cefalonia, al Zante, donde halló a Vicente Capelo con sesenta galeras a punto, a lo menos con semblante de pelear, y así, él hizo tres alas, cada una de quince galeras, que tres iban delante por corredores; mas todo era floreo, por mostrar cada cual de estos capitanes su destreza y saber en su oficio. Y cierto quien se halló presente los loaba.

     Envió Capelo un capitán a saludar a Andrea Doria, y a ofrecerle puerto y bastimentos, excusándose que no le podía ayudar contra turcos, aunque estaban allí cerca, por la amistad que tenía Venecia con Solimán, y avisó por otra parte a Hymeral y al Zaide de la ida, voluntad y aparato de Andrea Doria, para que saliesen luego del golfo del Arta, si no querían ser tomados allí dentro a manos, cosa vergonzosa para un cristiano, que nos quitó aquella presa. Dicen que lo hizo tanto por envidia de que Andrea Doria no ganase aquella honra, cuanto por complacer al Gran Turco, teniendo todos por cierto que Andrea Doria venciera los turcos. El cual, como entendió que los turcos huían, envió tras ellos con siete galeras a Antonio Doria; mas no pasó de Cerigo, y él, entretanto, ya que asomaban las naos con la infantería, fuése a la Sapiencia, y de allí a Corrón, dejando a Modón, por haberse fortalecido después que una vez los caballeros de Malta el año antes la habían acometido.

     Está Corrón en una lengua de tierra, bañada toda casi de agua partida con cerca en dos barrios. En el uno, que llaman Isla, viven griegos; en el otro, que es más fuerte, turcos. Tiene pequeño puerto, una gentil hoz y segura.

     Cercó, pues, a Corrón Andrea Doria por mar y tierra; por tierra puso dos baterías, como se lo aconsejaban ciertos griegos que se le pasaron. La una encomendó a Jerónimo Tutavilla, conde de Sarno, con siete piezas de artillería y las banderas italianas; la otra, a don Jerónimo de Mendoza, con los españoles y con otras tantas piezas de batir; y según otro autor, las baterías fueron tres, la una de italianos, las dos de españoles, siendo capitanes, de la una, don Jerónimo de Mendoza, y de la otra, Francisco de Alarcón, que fué el que arremetió, aunque con mal efeto, por la ruin batería; diólas muchas escalas, para subir en lo batido.

     Por mar puso en medio a Salviati, con un tercio de las galeras, a un lado a Antonio Doria con las galeras del Papa, y él tomó el otro con los demás. Hacia el conde estaban las naos detrás, pero amarradas en tierra, y con tablados iguales a las almenas, cosa harto ingeniosa; y en las gavias de las dos carracas había sacres y falconetes, que al combate hicieron daño a los turcos.

     Batían a Corrón catorce cañones por tierra y ciento y cincuenta por mar, sin otra infinidad de tiros menores, que ni se veían unos a otros por el humo, ni se entendían por el ruido.

     Arremetieron los italianos por su batería con gran coraje, mas no entraron, porque las escalas eran cortas, y porque les tiraban de través, con mosquetes, los de dentro, y escopetas, y les echaban cantos, cal, arena, todo caliente, pez derretida y fuego artificial, con todo lo cual, mataron hasta trecientos.

     Los españoles reconocieron mejor sus baterías, que fueron las del cuartel de Alarcón, aunque también con mal efeto, por la ruin batería.

     Los de la mar ganaron la isla del lugar que dije. Y el primero que subió y puso la bandera sobre la cerca, fué un mancebo ginovés de la carraca Grimalda.

     Gastaron los nuestros aquella noche haciendo bestiones para los cañones, y soldados que les tiraban de dentro al descubierto.

     Otro día, vino a socorrer a Corrón Zadar de Micitra, que fué Lacedemonia, a quien llamaban tudescos, con obra de setecientos de a caballo. Vino por dos caminos estrechos, y púsoseles en uno de ellos una emboscada hasta dejar pasar sesenta. Derrocaron luego un olivo cortado para este efeto, con que quedó atajado el paso, deteniendo los demás. Dieron sobre ellos y derribaron los sesenta, y así, Corrón no fué socorrido, si bien estuvo cerca de entrar por una puerta que guardaba Teodoro Spínola, si Pedro Tolfo no acudiera con trecientos arcabuceros italianos.

     Cayó Zadar con otros en la trinchea, deslizando su caballo. Cortáronle la cabeza y mostráronla con las de otros muchos turcos a los cercados para ponerles miedo; ellos, entonces, o por no tener ánimo, por faltarles que comer, se dieron a partido. Que sacasen sus armas y ropa los turcos, y los griegos que seguirlos quisiesen.

     De esta manera se tomó Corrón a los turcos, treinta y dos años después que la ganaron ellos a venecianos. Entróse este lugar a veinte y uno de setiembre, día de San Mateo, en el día mismo que el Emperador y su campo llegaron a Viena para presentar la batalla al Turco.



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- XVII -

Gana Andrea Doria a Patrás. -Justa severidad de Andrea Doria. -Ceremonia notable de los turcos, día de San Juan.

     Entendiendo Andrea Doria que toda la Morea temblaba de su armada, dejó de hacer un castillo en un puerto de Corrón, como algunos le aconsejaban, y aún de tentar a Navarino por ir a Patrás, que la desamparaban los turcos; así que, dejando dos mil y quinientos españoles en nueve compañías, y por general don Gregorio, en guarda de Corrón, con los griegos que allí moraban, no quiso quedar italiano alguno, que es mala la guerra con turcos y fuera de Italia.

     Hecho esto, partió la armada de Corrón sábado a 5 de otubre, y fué al Zante, y de allí a Patrás con la flota. Sacó de las naves ocho tiros de batir y casi todos los soldados, porque aunque el lugar estaba vacío, estaban los naturales con sus hijos y mujeres y ropa, en un fuerte que habían hecho detrás del castillo, que también era recio y bien artillado. Derrocaron los artilleros la pared a pocos golpes, por ser flaca. Mil arcabuceros, con el conde de Sarno, ojeaban los defensores, para que no lanzasen piedras ni fuego, como en Corrón, los demás combatieron el fuerte, habiendo primero llenado la cava de haces y ramas.

     Entraron por escalas, y el primero fue Joan de Cabanillas, napolitano, y luego el conde, y después todos; y como se metieron todos en el castillo, robaron a placer todo el fuerte, y robado, batieron también la fortaleza, que fué templo de Diana, famoso en los siglos pasados.

     Pero los turcos, o por no poder sustentar el castillo con fuerzas, o porque no había con qué mantener la mucha gente que dentro había, de la cual tenían misericordia, se rindieron, con que saliesen vestidos, y no se tocase con deshonesta fuerza en las mujeres. Andrea Doria lo cumplió como capitán cristiano, y aún ahorcó a unos y degolló a otros, porque quitaban vestidos a las mujeres, y porque las tocaban en mal, en lo cual se mostró no sólo justiciero, pero grave, como él lo parecía, porque por la reputación del Emperador su señor, le cumplía guardar justicia, particularmente hombres de razón y guerra.

     Dicen que salían en Patrás a hacer hogueras víspera de San Juan, y echar en ellas de todas suertes de yerbas, cantando las mozas y rogando que se quemasen allí como aquellas yerbas los males que aquel año habían de venir sobre la ciudad. Entre los nuestros, vemos que salen tal noche como esta a coger las yerbas, y hacen guirnaldas de ellas, y cuelgan manojos y ramos, y dicen que son de gran efeto quemándolas y ahumando las casas con ellas.



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- XVIII -

Toma Andrea Doria Dardanelos y la Morea. -Llevaron de estos castillos mucha y muy buena artillería, no tanta de bronce como dice Jovio. -Amotínanse los soldados de Andrea Doria. -Retirase Andrea Doria a invernar en Génova.

     Fué Andrea Doria con las galeras de Patrás a los Dardanelos, enviando el ejército por tierra con el conde de Sarno. Son los Dardanelos dos castillos viejos, a la entrada del golfo de Patrás; el uno, que dicen Río, en la mesma Morea, y el otro, que nombran Moliera, en Etolia, que llaman agora el Despotato. Están el uno del otro cuales que seiscientos pies, porque no es más ancho aquel estrecho de mar que entre ellos hay.

     Andrea Doria, luego que puso en tierra la artillería, mandó decir al alcaide de Río que si le dejaba el castillo dejaría él ir los turcos libremente; pero que si esperaba al combate, que no usaría ni habría lugar de misericordia. Los turcos, con aquel buen partido, se fueron, y los de Andrea Doria saquearon el castillo; pero los soldados de galera marineros, metieron en la mar muchas ballestas, corazas, cotas de malla y tablachinas, por lo cual se amotinaron seis compañías italianas y una española, siguiendo un alférez napolitano, que dijo mucho mal de Andrea Doria, por no les haber consentido saquear a Corrón ni a Patrás, ni lo bueno de Río, y por los que castigó en Patrás, y porque procuraba más provecho para los de sus galeras que para los otros soldados, con cuya sangre ganaba las vitorias. Diéronse a robar aquellos amotinados por las aldeas, hasta que hubo pan.

     Fué por ellos el conde, con perdón de Andrea Doria, que los había querido dezmar. Húbolos menester para cercar a Moliera.

     Luego que los soldados fueron venidos, Andrea Doria pasó el estrecho Oria; pasado, echó la gente en tierra y la artillería, la cual Cristóbal Doria llevó a fuerza de soldados rodeando camino, porque tiraban mucho de Moliera al real que con diligencia tenía hecho Juan de Cabanillas.

     Entre tanto que se ponía el cerco a Moliera, asestando la artillería a la puerta, sobrevinieron muchos turcos a pie y a caballo, que se armaron en Lepanto, de toda la comarca, a descercarlo. Salió a escaramuzar con ellos el conde de Sarno, y escaramuzó tan bien que los hizo volver por donde habían venido.

     Sacó cuatro mil soldados, dejando buen recado en el real. Ordenólos en escuadrón cuadrado, por más fuerte y por hallarse a todas manos cuando menester fuese. Puso buen golpe de arcabuceros sobresalientes que detuvieron los turcos que no entrasen.

     Vueltos que fueron aquéllos a Lepanto, levantaron los de Andrea Doria dos baluartes. Cavaron toda la noche, y venido que fué el día, comenzaron a batir las torres más altas. Derribaron parte de los muros por entrar por allí los turcos, y entre ellos algunos genízaros pelearon tan gentilmente, que matando muchos cristianos, murieron trecientos sin quedar alguno preso, y algunos que vivos quedaban se cerraron en el cubo donde estaba la pólvora, y por no ser esclavos, la pusieron fuego y en él se abrasaron, saltando el cubo en tantos pedazos como piedras tenía, con un espantoso tronido; y fuera del espanto, hizo algún daño en el real y en las galeras.

     Nunca pensaron los turcos perder aquel Dardanelo, porque era muy fuerte, y con dos cercas y con tan gruesos tiros, que lanzaban la pelota de dos pies de ancho. Tenían los tiros unos sobreescritos en arábigo. Hubo allí Andrea Doria sesenta mil ducados de artillería, según todos la apreciaron. Dejó algunas piezas de ellas en Corrón, y los españoles, con don Jerónimo de Mendoza, haciéndoles juramento de tornar luego el año siguiente a proveerlos o a llevarlos, si bien fuese a su costa, porque quedaban pobres y de mala gana, y a mucho peligro, y con tanto se volvió a Génova entrando el invierno de este año de 1532.



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- XIX -

Vuelve el Emperador en España. -El Emperador va a Pavía. -Cuéntanle la batalla y prisión del rey Francisco. -Hospedaje famoso que Andrea Doria hace al Emperador en Génova. -Toma de One por don Alvaro de Bazán.

     La jornada que el Emperador hizo desde España a Italia, Alemaña y Flandes, y entrada contra el Turco hasta Viena de Austria, fué una de las más gloriosas y honradas que hizo príncipe en el mundo, y a la vuelta en Italia dejó a todos contentos y pacíficos por haberse deshecho de los mejores soldados que jamás tuvo, que fué una de las mayores grandezas de este príncipe, pues hizo, concediendo por ruegos, lo que no quiso por fieros; tan alto y generoso era su corazón, que del tal se dice qui potius ducitur quam trahitur. Y los que sin pasión miraban estas cosas, encarecían la virtud del César sobre las nubes. Sola Florencia quedaba agraviada, y se quejaba porque la dejaba en servidumbre, privada de la dulce libertad, tan amable a todos.

     Partió el Emperador de Bolonia; quiso ver a Pavía y el parque donde fué preso el rey Francisco, en su ventura y nombre. Holgóse de ver por menudo aquellos pasos, y de la relación que de todo le hizo su muy privado don Alonso de Avalos, marqués del Vasto, si bien quejoso porque él quisiera ser general del ejército de la liga, que se dió a Antonio de Leyva; mas estas quejas el Emperador las satisfizo adelante, premiando a este valeroso caballero como sus grandes servicios merecían, y los del marqués de Pescara, su tío.

     Pasó el Emperador a Génova; aposentóse en las casas de Andrea Doria, el cual le presentó todas las colgaduras de su casa, que eran de mucho valor, en que había riquísimos paños de oro y seda, camas de brocado y otras sedas, imágines y pinturas maravillosas; mas el Emperador no quiso tomarlo, sino dijo, por cumplir con él, que se lo guardase, así como estaba, para cuando volviese; y con tanto se metió en su galera y caminó para España.

     En Islas de Eras le trajo mucho refresco el conde de Tenda, capitán de las galeras francesas.

     Por abril llegó a Barcelona, donde le esperaba la serenísima Emperatriz, su mujer (que así se lo había escrito desde Génova, y que la acompañase el cardenal Tavera), y mucha nobleza de España, con grandísimo deseo de ver su príncipe, por tantas vitorias glorioso.

     Quiso el Emperador que se conquistase la ciudad de Tremecén, en Berbería, y encargó a don Alvaro Bazán, general de las galeras de España y padre del marqués de Santacruz (que tan famoso fué en nuestros tiempos por sus hechos y señaladas fortunas, y merecerlo en los venideros), que hiciese la diligencia posible por ganar a One, ciudad vecina a la de Tremecén, y muy importante para la conquista de Berbería; y don Alvaro fué sobre ella con diez galeras, y en ellas dos mil infantes españoles muy bien armados. Y púsose sobre One, y si bien los moros hicieron su deber por defenderse, al segundo asalto que los españoles dieron la entraron, y los moros que estaban en el alcazaba salieron huyendo por un postigo falso. Prendiéronse con todo mil, y murieron más de seiscientos.



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- XX -

Vistas de Clemente con el francés, y lo que de ellas sentían y decían las gentes. -Contento grande de Clemente, harto de la sed ambiciosa de engrandecer su casa. -Murmurábase del Papa en Roma libremente, al fin como en ciudad libre. -Ganó el Emperador voluntades, con recelo de las del Papa y rey Francisco. -Cuidados penosos del Emperador cuando más quieto en Castilla. -Dicho desesperado del rey Francisco por Milán. -Las siete legiones que el rey Francisco ordenó en el reino. -Contradice el francés el Concilio.

     Porque de las vistas del Papa con el rey de Francia en Marsella y del casamiento de don Enrique, duque de Orleáns, hijo segundo de Francisco, infante de diez y seis años, con Catalina de Médicis, sobrina del Papa, hija del duque de Urbino, hubo tantos juicios y pensamientos (que no se engañaban mucho) de que todo era en perjuicio del Emperador, diré agora aquí esta historia.

     Pocos días después que el papa Clemente, despedido del Emperador, volvió de Bolonia a Roma, se comenzó a tratar de veras el sobredicho casamiento, el cual nunca pareció bien al Emperador, ni se pudo persuadir que el rey de Francia, quisiera semejantes bodas, sino que era algún entretenimiento, y que las trataba con cautela para granjear al Papa, por ser tan desiguales las cualidades de los novios. Por esto, muchas veces el Emperador aconsejó prudentemente al Pontífice que se guardase de algún engaño del rey de Francia; mas ya que se hubo asentado el negocio a satisfacción del Papa, quiso el rey que las bodas fuesen en Marsella, y pidió con encarecimiento al Pontífice quisiese hallarse en ellas, todo a fin de tratar más de cerca y largamente sus pensamientos con él.

     Holgó el Papa con este casamiento, por aquella sed demasiada que siempre tuvo de engrandecer su casa, y con esto, a su parecer, lo tenía todo, pues tenía como por nuera una hija natural del Emperador, y por yerno al hijo del rey de Francia. Y el mismo Pontífice, con el sobrado gozo que de progresos tan venturosos tenía, dijo a sus criados, acabadas estas bodas, que veía sublimada su casa por la mano de Dios: porque su sobrino Alejandro era duque de Florencia y desposado con hija del Emperador, y su sobrina Catalina casada con hijo del rey de Francia, y que esperaba que a Hipólito de Médicis, que tenía la silla del cardenal Pompeyo Colona y era muy rico, había de hacer otra lumbrera de la Iglesia; que con esto ya no se acordaba de los trabajos pasados; que él sabía que había de morir muy presto, lo cual sería con mucho gusto, para gozar de Aquel que en la tierra tantas mercedes le había hecho.

     Levantados así los pensamientos, no dificultó Clemente ponerse en camino, ni reparó en lo que sabía que de él se murmuraba, aunque era demasiado. Partió para Marsella en fin del verano de este año de 1533. Vino por él desde Francia, con veinte galeras, Juan Estuardo, conde de Alba, el cual llevó primero a Niza lanovia, que era sobrina de su mujer. Volvió por el Papa a Pisa y a acompañarle Andrea Doria con sus galeras, y don Alvaro de Bazán y Salviati, que todos venían de Mecina.

     Entró en Marsella a 6 de otubre. Hízosele solemne recibimiento, y otro día llegaron allí el rey y la reina con sus tres hijos y se aposentaron muy cerca unos de otros. Regaláronse mucho: el Papa dió al rey un unicornio de dos codos de largo, puesto en una rica basa de oro, que para quitar el veneno de la comida y bebida es precioso, porque dicen que suda si en la mesa donde está se pone veneno. El rey dió otras joyas, y a Hipólito de Médicis un gran león manso que le había enviado Barbarroja.

     Hubo entre ellos ordinarias y largas juntas a solas, en particular el Papa con el rey, y con grandísimo secreto todo lo que trataban. Y así, los juicios y imaginaciones del vulgo eran sin número, y todos de mal, guerras peores que las pasadas entre el Emperador y rey Francisco, porque les parecía que todo esto se enderezaba a este fin. El rey quería a Milán, el Papa a Módena y a Rezo; el Emperador no se lo había de dar, ni desfavorecer al de Ferrara, pues por justicia se le habían adjudicado las dos ciudades, y según esto, la guerra era cierta.

     Escribían al Emperador muy a menudo, sus aficionados, que no se descuidase, porque no era posible sino que el Papa y el rey habían tramado algún negocio contra él, para tomarle desapercebido. Avisáronle que sobre todo se guardase de Filipo, lantzgrave de Hesia, cabeza y principal caudillo de los luteranos, porque se barruntaba que con color de favorecer al duque de Witemberg y a Cristophoro, su hijo, que los había despojado el rey de romanos, se concertaba ocultamente con el francés para hacerle algún daño por la parte de Flandes, y de entrar en Italia por Lombardía, para despojar a Francisco Esforcia y dar aquel Estado al rey de Francia. Todas estas cosas ponían en cuidado al Emperador, y así no trataba sino de prevenirlas, de manera que sus enemigos no le hallasen tan solo como pensaban.

     Casó, como dije, a Francisco Esforcia con Cristina, su sobrina, hija del rey de Dinamarca; dió al duque de Urbino la ciudad de Sora, en el reino de Nápoles, quitándola a los herederos de monsieur de Xevres, dándoles otra recompensa. Hizo otros favores y mercedes a los coloneses; al capitán general Andrea Doria dióle la ciudad de Melfi, con título de príncipe de ella. Acrecentó los salarios a todos sus capitanes, con que confirmó en su servicio los corazones de muchos. Los venecianos quedaban también amigos seguros con tener a Francisco Esforcia; el de Ferrara estaba bien prendado con lo de Módena y Rezo. El duque de Mantua esperaba haber del Emperador el marquesado de Montferrat, que estaba vaco por muerte de Bonifacio, su cuñado, que murió corriendo un caballo.

     Donde más se temía el golpe de la guerra era en Milán, por ser llano que estas bodas tan desiguales no las había querido el francés sino por este Estado, y que todo era fraguar la guerra; que ni paces, ni treguas, ni capitulaciones habían de bastar para olvidar el odio antiguo y apagar aquel fuego de la envidia o emulación que a las cosas del Emperador siempre tuvo, y que de todas maneras solicitaba los ánimos, levantaba las voluntades y movía pensamientos para revolver a Europa, sembrando en ella discordias y guerras mortales, en daño y perjuicio de la persona y casa imperial; y que el Pontífice se había de poner en que a Enrico, su nuevo pariente, se le diese lo de Milán o el reino de Nápoles.

     Estos eran los cuidados del Emperador estando en la quietud de Castilla con la Emperatriz, su mujer, los cuales, y otros tales, le acabaron antes de tiempo la vida. Que tales sobresaltos traen las coronas que da el mundo, y no se coge fruto más sabroso de ellas porque no llevan otro las varas o cetros reales. Con tanta desconfianza de los reyes, ¿qué paz firme con tanta emulación rabiosa de potencia y honra, qué concordia segura puede haber? Y dicen que el rey Francisco dijo en Marsella al Pontífice que ni quería Concilio ni quería paz si no le daban el ducado de Milán, y que no sólo no sería contra los herejes, mas que traería al Turco. Estaba tan puesto en tratar de las armas el rey Francisco, que este año ordenó que en siete provincias de su reino en cada una hubiese una legión de soldados que, conforme a la cuenta de los romanos, hacían cuarenta mil, y que cada provincia, cuando hubiese guerra, diese y sustentase la una, y los tuviese a punto siempre que fuesen llamados. No pudo sustentar el reino esta carga, y así, duró poco.

     Contradecía el rey Francisco al Concilio que el César grandemente deseaba, y en estas vistas el Papa le persuadió que no lo consintiese, y como vi por una carta que este año de 1533, a 6 de noviembre, el Emperador escribió al conde de Cifuentes, su embajador en Roma. La razón más fuerte que el rey daba era que no habiendo entera conformidad entre él y el César, no se podía hacer cosa buena, y la paz estaba en quedarse el francés con Borgoña y que le diesen a Milán para su hijo, el duque de Orleáns; y dado, pidiera luego a Nápoles, y después a Navarra, y quizá no quedara contento, porque en esta vida no hay bienes que harten ni hinchan lo vacío de los corazones, si bien sean de reyes.



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- XXI -

Viene el Turco sobre Corrón. -La astucia con que entraron y salieron: viernes a ocho de agosto, llegó la armada a mitad de Corrón. -Pelearon como leones, señaladamente un valiente soldado llamado Juan de Herrera.

     Como Solimán volvió a Constantinopla, mandó que su armada fuese sobre Corrón, pareciéndole caso de menos valer que los españoles la tuviesen, y aún porque no tuviese entrada en Grecia la flota del Emperador, cuyas fuerzas conoció en Viena de Austria. Cercaron, pues, a Corrón el Zay, Oluprtbey de Galipoli, por agua con sesenta galeras, sin otras fustas y naves, y el basá Zizin por tierra con buen ejército, los cuales estrecharon mucho a los españoles que dentro estaban, que ni abrir las puertas osaban para coger hierbas, que ya no comían otra cosa. Y los turcos procedían con tanto furor que asaron diez griegos (desollándolos) en parrillas, que por comer se pasaron a ellos; mandando Zizin Basá que así hiciese por poner miedo a los de la Morea, para que ninguno se pasase de allí adelante a los cristianos, aunque fuesen otra vez con armada.

     El basá requirió con partido a don Jerónimo de Mendoza, sabiendo la hambre que padecían los españoles; pero ellos, si bien ya comían caballos y asnos y suelas de zapatos cocidas, no le quisieron oír. Enviaron a pedir socorro, al principio del cerco, a don Pedro de Toledo, virrey de Nápoles, avisándole de su peligro y de la importancia de aquel lugar para la conquista de Grecia, y de la voluntad que tenían los naturales a rebelarse por el Emperador contra los turcos. Escribió también don Jerónimo a Andrea Doria, pidiéndole la palabra que le diera con juramento de le socorrer a tiempo. Disminuyó la flota del Zay porque fuese.

     Teniendo el Emperador esta relación, mandó ir allá su armada, enviando dineros a Andrea Doria, y a decir que luego enviaría a don Alvaro de Bazán con doce galeras.

     Fué, pues, Andrea Doria a Nápales, donde proveyó de lo necesario su armada, que sería de hasta treinta naos y veinte y siete galeras. Despachó entre tanto a Cristóbal Palavicín de Oria en una galera que se decía Marquesota. Iban en esta galera Marquesota los capitanes Vargas y Pedro de Silva, por cuya buena diligencia se salvó este negocio, para que fuese a Corrón con la nueva del socorro y les diese ánimo y que no se rindiesen; el cual navegó con diligencia; primero de junio, día del Espíritu Santo, entró en el puerto con osadía, por medio de la flota turquesca.

     Alegró los españoles, y volviendo a deshora por medio de los enemigos, trajo entera relación de lo que pasaba.

     Andrea Doria metió en las naos el tercio de los españoles que tenía Machicao (por nombre Rodrigo, maestre de campo, un valiente soldado natural de Castromucho en Campos) amotinados en Aversa; y en las galeras a don Fadrique de Toledo, que fué marqués de Villafranca, con muchos caballeros y soldados que llamaban guzmanes. Fué a Mecina por aguardar a don Alvaro de Bazán, y como supo de Cristóbal Palavecín el peligro de Corrón, alzó velas, sin querer esperar, hacia la Morea.

     Supo en el Zante cómo era mayor que pensaba la armada del Turco, por habérsele juntado el Moro de Alejandría con trece galeras, y estar allí mil genízaros con Inzuf Aga. Envió a Cristóbal Doria con una galera a reconocer cuántas galeras eran y cómo estaban y dónde. El llegó con brevedad a cabo Gallo, y vió las galeras en hilera, las popas a tierra, como para pelear, que ya habían descubierto la flota imperial. Andrea Doria, contra el parecer de algunos, pasó de cabo Gallo, con viento fresco del Este, aunque eran los días caniculares. Iba él en medio de las galeras, llevando a la derecha las del Papa y de Malta con Salviati, y a la izquierda, las de Nápoles y Sicilia con Antonio Doria. Las naves caminaban delante y eran las guías los galeones del mesmo Andrea Doria y de Balhomo Siciliano, entrambos muy artillados.

     Los turcos comenzaron a lombardear la armada cristiana sin menearse. Remaron dende a poco para pelear, enderezando sus galeras el Moro hacia las de Antonio Doria. Las naves caminaron adelante, como dije, y así llegaron. El Moro fué a embestir con las de Antonio Doria con la mayor fuerza que pudo, y con gentil orden y concierto, porque iba más a tierra que alguno de los otros. Pensó el Moro que huían, como continuaban su camino para Corrón sin parar ni torcer, si bien algunas se metieron entre las naos; y las de Salviati se desviaron mucho por los tiros que las fatigaban. Los galeones no se pararon ni pusieron a descargar su artillería con tiempo en los enemigos como lo llevaban mandado, así que se desordenó y turbó la armada cristiana; pero entró en el puerto sin daño: si no fuera por Luprtbey, que no quiso pelear, ni osó, se perdía; por lo cual dicen riñeron después con él los otros capitanes cosarios.

     Embarazáronse con las antenas la nao del capitán Hermosilla y la de Pedro Sarmiento, y no entraron. Cargaron sobre ellas las galeras turcas, y tomáronlas, si bien se defendieron gran rato, señaladamente Hermosilla, en la popa de su nao, habiendo despedazado treinta turcos un tiro. Acobardáronse los españoles, fuera de costumbre, por no estar hechos a la mar y por verse solos entre tantas galeras de enemigos, por lo cual muchos se arrojaron al agua no sabiendo nadar, por escaparse de servidumbre; otros, y con ellos el alférez de Pedro Sarmiento, se metieron en los bateles, y Hermosilla metió su dinero y una mujer; pero todo se perdió.

     Tornó Andrea Doria a socorrerlos, teniendo por afrenta que delante de sus ojos se llevasen los enemigos aquellas dos naos. No pudo remediar los bateles, mas las naves sí; porque los turcos las dejaron a causa del Este que los llevaba a Corrón, y por el daño que les hacía una culebrina desde tierra que alcanzaba una legua. Siguió el alcance lombardeándolos, y Antonio Doria combatió y cobró las naos, y los españoles, que ya peleaban con ánimo desde popa, si bien desalentados, en especial Hermosilla y los suyos, mataron y prendieron trecientos genízaros, y otros dijeron que quinientos, que, como valientes, habían entrado en las naos combatiendo, uno de los cuales fué Inzuf, a quien Andrea Doria vistió de seda y poniéndole una cadena de oro lo envió a Modón.

     Entre tanto acordaron don Jerónimo de Mendoza y Machicao de salir a Zicin, barruntando que levantaría el real por haberse socorrido Corrón y huido las galeras. Cuando ellos salieron, ya los turcos caminaban a toda furia, dejando mucha ropa y comida. Siguiéronlos un tanto; tomáronles algunos caballos y piezas de artillería, especial tres tiros de bronce.

     Hubo en Corrón gran regocijo por ambas vitorias. Andrea Doria consoló a los vecinos por el trabajo que habían padecido en el cerco, diciendo que iría otro año el Emperador a conquistar la Morea, y los pornía en libertad, echando los turcos, que no deseaban cosa más. Dejó allí a Rodrigo Machicao con los españoles que llevó, y embarcó los de don Jerónimo y partióse para su casa; todavía perdió tres galeras que se rezagaron por echar cierta gente y mercadería en Calabria, las cuales tomó Zinán, judío.



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- XXII -

Era muy costoso sustentar a Corrón, si bien importante para los deseos del Emperador. -Jornada animosa que hicieron españoles contra Andrusa. -Corrón: qué lugar: patria de Plutarco. -Muerte de García de Paredes, el famoso.

     Habiéndose gastado tanto en ganar este lugar y poco menos en sustentarlo, lo hubieron de desamparar, siendo importante así para las cosas de mar como para la conquista de la Morea y Grecia que el Emperador pretendía hacer, y el Papa la deseaba. Hubo muchas causas para ello, porque el papa Clemente quería de veras que Corrón se sustentase para torcer al Turco, a que por él hiciese una larga y cierta paz con todos los reyes cristianos, como la deseaba Abrahin Basá, gran amigo de cristianos, que gobernaba la persona y Estado de Solimán, a causa de las guerras del Sofi. El Emperador pretendía lo mismo y aun también sostenerlo, como sostenía a Orán y Bujía, mas érale muy costoso, y por eso quería que se lo ayudasen a sustentar el Papa, el rey de Francia y venecianos y el gran maestre de San Juan, y aún se lo dejaba a todos y a cada uno de ellos; pero ninguno lo quiso. Y así, no queriendo contribuir para sustentar y defenderlo, se hubo de desamparar, y el Emperador no hizo caso de ello, conociendo que no le faltarían lugares importantes y puertos cuando a Grecia quisiese pasar.

     Aconteció también, demás de los sobredicho, que situaron los turcos a Corrón muy de propósito, si bien de lejos, y como tenían muchos caballos, no dejaban entrar ni salir a nadie. Había dentro muchos griegos sin los españoles, y por ser tantos, faltóles carne y vino, y también les iba faltando agua, por haberse resquebrajado las cisternas con la artillería. Molían el trigo en atahonas a brazos, que les era gran trabajo, y aún con todo eso comían tantos salvados como harina, si bien a la verdad se remediaron mucho con unas naos sicilianas de bastimentos y munición.

     Comenzaron, pues, los españoles a sentir la hambre y el cerco; viendo que la hambre los había de matar, rogaron a Machicao, su maestre de campo, que los sacase a los enemigos, y que vería el estado de los turcos y la presa que hacían. Machicao, que no era nada liviano, si bien valiente, lo contradecía. Ellos, que ya se habían puesto en aquello y que los incitaba don Diego de Tovar, caballero valiente y esforzado, replicaron que lo debía hacer, pues la armada no iría tan presto siendo invierno, y por falta que ya tenían de comer y vestir, y por temor de alguna enfermedad o pestilencia que podía venir del encerramiento y de los ruines manjares y no acostumbrados, porque más valía morir peleando como fuertes españoles, que como flacas mujeres entregarse sollozando; y que no temiese de su ánimo y osadía, pues lo conocía de mucho tiempo, y los había probado en Viena contra los mismos turcos, ni por estar apartada Andrusa, ni por ser invierno, que ellos caminarían hasta hallar los enemigos, y que lo harían tan sin ruido y tan presto, que tomasen durmiendo los turcos. Machicao quiso templar el hervor y furia de los soldados, acordándose de su cargo y honra, y asimismo mostrarles cuánto error sería ir tan pocos contra tantos, y sin caballería, y dejar la fuerza que se obligaron a guardar, por apetito de algunos, y que la hambre y sed y otros trabajos, con paciencia y con templanza los tenían de pasar, como habían hecho muchas veces, hasta la primavera, que sin duda iría la armada del Emperador a socorrerlos, y que aquella gana de salir a pelear se podía decir no de fuertes, sino de flacos, pues la fortaleza consistía en sufrir y no en blandear por combatir; por tanto, que su determinación era da guardar la ciudad conforme a buenos guerreros, y no fiarla de griegos, gente liviana, si bien aquellos fuesen fieles y esforzados, como lo mostraban en querer también salir a pelear.

     Quedó con esto el negocio en disputa por tres o cuatro días; al cabo tornaron a rogarle que saliese a pelear don Diego de Tovar y Hermosilla y algunos griegos como Lázaro y Barbacio, valiente hombre y prático en la tierra, y que sabía hablar turco. Entonces el Machicao, templando el rigor de la guerra con el ánimo de los soldados, otorgó la salida. De allí comenzó a proveer a la nueva y peligrosa determinación; cercó las puertas porque ninguno fuese a los turcos con el aviso de su ida; encomendó el lugar a los capitanes Lezcano y Méndez, y así salió a la segunda queda con los demás españoles y muchos griegos.

     Anduvo aquella noche guiando Barbacio el medio camino; reposó el día, porque como salieron a la segunda guarda, tenían necesidad de algún reposo, que muy corto era, en un monte; y el siguiente, antes del alba, dió sobre Andrusa, que está de Corrón nueve o diez leguas, sin ser descubiertos ni sentidos. Entró en consejo y fué acordado que con los arcabuceros quedase Hermosilla contra mil de caballo que tenía Acomar en el arrabal, y que él, con el resto, entrase el Andrusa por la cerca (que baja y flaca era) de presto, si bien había dentro con Caran tres mil soldados, de los cuales los mil y quinientos eran genízaros arcabuceros, y los otros, con picas y arcos.

     No se pudo hacer tan callando que no despertasen por mal de todos, especial de los capitanes, algunos mozos de turcos, los cuales, como viesen lumbres y mechas encendidas, dieron voces e hicieron tocar arma. Levantáronse todos y armáronse con la presteza que el negocio pedía; hicieron ensillar los caballos. Hermosilla, que lo sintió, arremetió a las casas, y acorralólos a puros arcabuzazos. Mandó poner fuego al heno y paja de los caballos y caballerizas. Mataban a cuantos hallaban.

     Comenzóse un terrible llanto y ruido con el furor de los golpes y resplandor de las armas; pero lo más espantoso eran los relinchos, los ronquidos y coces de los caballos por soltarse, que se quemaban vivos. No tuvo Machicao tal ventura, porque al ruido y gran estruendo recordaron los del lugar, y pelearon con los suyos, conociendo ser pocos, mejor de lo que al principio pensaron. Mataron a Machicao de un escopetazo que le dieron por la frente, desquiciando unas puertas, y lo mismo hicieron a don Diego de Tovar y a otros muchos, por no llegar a tiempo Hermosilla con los arcabuceros, y no llegó por acabar los de caballo. Los españoles, entonces, que ya era día claro, se retiraron juntos a lo llano, deteniendo los enemigos a tiro de arcabuz, si bien había muchos a caballo; porque no se quemaron todos los caballos.

     Los turcos tenían como por vitoria no se haber perdido todos, según el daño que recibieron en los caballos y caballeros, y en el alcance, por lo cual los dejaban volver. Pero Acomar, que andaba tan galán con grandes plumajes como el sobrenombre tenía, los persiguió buen trecho con más de cuatrocientos caballos y docientos arcabuceros en ancas. Adelantóse un poco por señalarse, y enclavóle un español, a quien casi iba a picar con la lanza, echándole la bala del arcabuz por la tablachina, y matóle. Cargaron luego sobre él muchos de ambas partes, y a cuchilladas tomaron los españoles el turbante con los penachos y armas de Acomar.

     Así se tornaron a Corrón en el mismo día, que fué de la Purificación. Los turcos tomaron el cuerpo de su capitán y se volvieron a Andrusa, y de allí a Londeri, enviando las orejas y narices de los españoles muertos a Constantinopla para muestra de su vitoria.

     Como los turcos salieron de Andrusa, fueron allá los de Corrón a enterrar sus compañeros, que los comían aves y perros, y enterráronlos honradamente con ayuda de los vecinos de Callamate y cristianos griegos. Hallaron la cabeza de Machicao hincada en la punta de una lanza, que la dejaron por afrenta, y trajéronla a Corrón con mucho luto, con la de don Diego de Tovar, que fué mejor conocida por una muela y en las barbas, por no estar desollada ni cortadas las narices como las otras.

     Ya dije cómo era el maestre de campo Rodrigo de Machicao, natural de la villa de Castromocho, que está ocho leguas de Valladolid, dentro en Campos, de gente muy honrada de este lugar, y por haber sido un valiente soldado llegó a tener muy honrados cargos en la guerra, y fuera mucho más si esta desventura no le quitara la vida.

     Sobrevínoles a los de Corrón una gran pestilencia, por lo cual, y por el trabajo que al principio dije, esperaron que pasasen algunos navíos cristianos, y martes a 24 de hebrero, día de San Matías, llegó una fragata, en la cual venía Juan Cola de Lipar, italiano, con cartas de los virreyes de Sicilia y Nápoles, en que les mandaba desamparar este lugar y que se volviesen a Italia. Fueron cinco navíos, y lunes a 9 de marzo embarcaron, y salieron del puerto miércoles primero de abril, año 1534.

     Embarcaron la artillería, las armas, la ropa y los naturales de Corrón y viniéronse, dejando el lugar solo y yermo. Es Corrón aquella antigua ciudad Cherroneo, patria del filósofo Plutarco. De esto sirvieron tantos gastos y muertes, y después dejarla, pudiendo ganar algo que diera el Turco por ella.

     Si bien no toque a esta historia, diré cómo en este año de 1533 nació Isabela, princesa de Gales, hija del rey Enrique VIII de Ingalaterra y de Ana Bolena, que hoy día, y año de 1602, reina y ha reinado con tanto valor y prudencia, aunque contraria y enemiga de la Iglesia romana.

     Murió en este año en Bolonia aquel famoso soldado García de Paredes.

     Estuvo muy mala la Emperatriz este año, y el Emperador, con harto cuidado de su salud, como parece por las cartas que escribió al condestable desde Monzón, a 20 de julio y 22, y a 30 y a 14 de agosto estaba con mejoría; y a 6 de agosto le acudió una terciana sobre mucha flaqueza, y a 10 estaba mejor, y a 17 estaba para ponerse en camino, que todo parece así por las cartas que se escribían al Emperador y él escribía al condestable de Castilla.

     Contradecía el rey Francisco al Concilio que el César grandemente deseaba.

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