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Año 1534

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- XXIII -

Muere Clemente VII. -Llamóse [su sucesor] Paulo III. -Deseaba el nuevo Pontífice concordar al Emperador y rey de Francia. -Pide el rey a Milán. -Tratos inquietos del rey de Francia. -Tiene Cortes el Emperador en Madrid. -Uso de coches, afrenta de caballeros. -Herejías en Ingalaterra. -Amonestación santa que hizo el Pontífice al inglés.

     Dejando al Emperador en Alcalá de Henares, donde vino con la Emperatriz desde Barcelona, comenzaré este año de 1534 por el fin ordinario desta vida, muriendo en ella, estando en Roma, a 26 de setiembre, el papa Clemente VII. Que en esto paran las monarquías y grandezas humanas, teniendo el mesmo fin que tiene el mendigo y retirado ermitaño.

     Sucedióle en la Silla Apostólica de Roma el cardenal Alejandro Farnesio, varón de tanta virtud y conocidas ventajas, que sin dificultad fué adorado y coronado, a cuatro días del mes de octubre, día de San Francisco, con mucho contento de todo el pueblo romano, por ser su natural de la nobleza de los Farnesios, por mostrarse este Pontífice de veras celoso del bien de la paz y de ver concordadas las cuestiones que tan alterada tenían la religión cristiana. Despachó luego sus legados, uno al Emperador y otro al rey Francisco, pidiéndoles encarecidamente se conformasen en una concordia y caridad cristiana, juntando sus fuerzas en uno contra el común enemigo, pues veían cuán adelantados andaban los turcos y la gran pujanza con que Barbarroja inquietaba todo el mar Mediterráneo, fatigando las costas de la Cristiandad y las islas de Sicilia y Mallorca, y las demás provincias de cristianos.

     El rey Francisco, que tenía siempre frescas las injurias pasadas, si bien deseaba ganar la voluntad del Pontífice, no quiso, con todo eso, venir en alguna concordia, porque no acababa de tragar la felicidad y potencia del Emperador. Y así, la respuesta que dió fué que si el Emperador le quería hacer gracia del título de Milán, él holgaría ayudarle con todas sus fuerzas, por mar y por tierra, contra el Turco, y aun de ir en persona, debajo de su bandera, reconociéndole superioridad en cualquier jornada que quisiese hacer; tal fué siempre el tema y porfía del rey.

     Todos los de aquel tiempo dicen que, aunque el Emperador le diera lo que pedía, el rey no hiciera lo que prometía, ni se contentara con Milán, sino que, puesto allí, quisiera luego a Nápoles, y aun a toda Italia. Sabíase que en este mesmo tiempo, cuando hacía estas promesas, traía tratos con el rey Enrico de Ingalaterra, para que los dos se juntasen con el duque de Güeldres, que andaba en desgracia del Emperador, que le hiciese la guerra por la parte de Flandes, y que por otra parte quería enviar a Navarra al rey don Enrique, el despojado, para restituirle, si pudiese, en aquel reino.

     Sabíase también muy de cierto que el rey había repartido secretamente muchos dineros entre los suizos por tenerlos ganados, y que en Marsella y en todos los puertos de Francia se labraban galeras y navíos a gran priesa, y que por toda la tierra se hacían grandes municiones.

     Y demás de esto, era cosa muy sabida lo que había instituído, según dije, de las siete legiones en las siete provincias de su reino, a imitación de lo que antiguamente hacían los emperadores romanos. De todos estos aparatos que el rey de Francia hacía, entendía bien el Emperador, y todos lo veían, que él tramaba alguna mala guerra; y así, todos los que eran de la parte imperial vivían sobre aviso, como Andrea Doria, Francisco Esforcia, duque de Milán, el duque de Florencia y otros; con esto pudo hacer poco efeto la santa intención del Pontífice.

     Este año tuvo el Emperador Cortes en Madrid, y para el buen gobierno del reino mandó, entre otras cosas, que no se usasen mulas de silla, porque hubiese más caballos y los labradores las tuviesen para su labranza; guardóse tanto algunos años, que ciertas mulas pagaron la pena por justicia, en Valladolid, y en otras ciudades. También las vedaron los Reyes Católicos cuarenta años antes de este, y se guardó todo el tiempo que vivió la reina, conforme a una ley de la Partida, que manda andar a caballo los caballeros por honra y uso.

     Y agora, en estos miserables tiempos, ni guardan uno ni otro, usando, como flacas mujeres, tanto los coches, carrozas, sillas y otros regalos y galas, que cierto debemos temer no sea el tiempo con que Dios amenaza que castigará a su pueblo, dándoles príncipes como mujeres. Y así dicen que estaban los robustísimos godos cuando se perdió España: de los cuales decía un poeta gentil: Sint procul a nobis iuvenes ut foemina comti; que no se consientan mancebos compuestos como mujeres.

     A 23 de marzo de este año comenzó al descubierto la herejía en Ingalaterra, y desobediencia a la Sede Apostólica, y fué la causa el bestial apetito del rey Enrico, malo y desordenado, que habiendo él escrito católicamente contra los desvaríos de Lutero y sus secuaces, el amor de una mujer le hizo perder el juicio, el temor a Dios y vergüenza al mundo. Fraternal y caritativamente, le amonestó el Papa que mirase el mal estado en que estaba, por haber dejado su mujer legítima, y que no estaba casado con Ana Bolena, sino amancebado. No hizo caso de ello. Y viendo el Pontífice su dureza, dió sentencia, y pronuncióse en público, en que condenó y dió por malo y adúltero el ayuntamiento con Ana Bolena.

     Fué tan grande el odio que Enrique concibió contra el Pontífice y Iglesia romana, que no hallando otra forma para vengarse, alzó la obediencia debida a la Iglesia y mandó publicar por todo el reino que, so pena de la vida, reconozcan al rey de Ingalaterra por suprema cabeza de toda la Iglesia anglica, y que caiga en la mesma pena y perdimiento de bienes el que en cualquiera cosa, tocante a la obediencia de la Iglesia romana, fuere, ni la admitiere como en tiempos pasados se había hecho. Desde este día comenzó la ruina y acabamiento de la fe católica que tanto se había observado y tantos santos había criado en aquel reino. Hay de ello historia particular, y con lo dicho cumplo en esto.



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- XXIV -

Lantzgrave, inquieto, viene a Francia. -Concordia entre el rey don Fernando y Lantzgrave.

     En Alemaña, Filipo, lantzgrave de Hesia, enemigo grande de la casa de Austria y émulo maligno de su aumento, movido y animado del rey de Francia, solicitado para que perturbase la paz en aquellas partes, moviendo guerra al Emperador, vino disimuladamente a Francia, y el rey le dió dineros para ponerse en armas y que conquistase el ducado de Wiertemberg, que era del duque de Ulrico.

     Juntó con su dinero, y del francés, y otros amigos, la gente que pudo de pie y de caballo. Entró por tres partes en el ducado de Wiertemberg, apoderándose de la mayor parte. Venció las gentes del rey don Fernando, cuyo capitán era Filipo, conde Palatino, y huyeron los que pudieron, dejando al lantzgrave ufano con la vitoria.

     Pareciendo, pues, al rey don Fernando que por el presente le estaba bien concordarse con este enemigo, estando para entrar con el ejército vitorioso por Austria, poniéndose de por medio algunos, se concordaron en que el duque Ulrico pagase al rey cierto tributo en razón de feudo. De lo cual el rey de Francia quedó sentido, quejoso de Lantzgrave, porque habiendo él gastado mucho dinero en favorecerle contra Ulrico, al mejor tiempo se le había hecho amigo de sus enemigos. Pero aprovecháronle por agora poco sus quejas, porque el Emperador confirmó las condiciones de la concordia, que se efetuó por el mes de julio de este año, con que Ulrico y sus herederos tengan el ducado de Wiertemberg en feudo, de mano del archiduque y lo posean, y que no pueda suceder en él hembra; sino que faltando varón, vuelva el ducado de Wiertemberg a los archiduques de Austria.

     Enviaron luego cierto número de gentes de pie y de caballo contra la ciudad de Monesterio, que por engaño habían tomado los anabautistas, echando de ello a obispo y a todos los católicos, y se apoderaron de ella de esta manera los herejes.



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- XXV -

Anabautistas de Monesterio y sus notables desatinos.

     Tenía Lutero, con sus falsas opiniones, inficionado sobremanera todo lo que es Alemaña la alta, y aún cundía la mala mancha en la baja. Y cada día se levantaban nuevas opiniones heréticas, con que engañaban a muchos ignorantes para que en diversos pueblos los recibiesen.

     Entre estos herejes, los anabautistas engañaron algunos pueblos de las tierras bajas de Flandes, y a los holandeses y frisios, y como las justicias procediesen contra ellos castigándolos como a inventores de nuevas doctrinas, huyeron, derramándose por diversas partes de aquellas provincias; y sembraban sus errores cuanto podían, hasta tanto que de Holanda y Frisia, donde habían hecho mucho daño, salió un gran número de ellos, y fueron a Westfalia y la ciudad de Monesterio, en el año de 1532, y entraron al mismo tiempo que los luteranos, que habían procurado echar de allí a los católicos, habían ya salido con su intención; porque movidos y engañados los ciudadanos con los sermones de los luteranos, se habían puesto contra el obispo que era muy católico, y lo habían echado del pueblo, y con él habían tenido sangrientos encuentros y pendencias muy reñidas, porque los herejes querían introducir su secta y el obispo les resistía católica y valerosamente.

     Estaban dentro en la ciudad católicos y herejes muy desavenidos y a pique de tomar las armas unos contra otros. Favorecían a los herejes muchos príncipes de Alemaña, y el Emperador, de quien los católicos se habían de favorecer, estaba en España.

     Finalmente, en el mes de hebrero de este año, viendo los anabautistas que sus cosas iban prósperamente en Monesterio, para que siendo más pudiesen tener y hacer más fuerzas, escribieron a Osembruggo, Coesueldia, Westfalia, Tranchenana, Warendorpio, en los cuales lugares había muchos de su secta, diciéndoles que había Dios puesto en Monesterio un profeta santo, venido del cielo, que les predicase y declarase su divina voluntad; por tanto, que dejando todas las cosas, acudiesen luego a Monesterio, que allí hallarían cuanto hubiesen menester y vivirían en suma quietud y descanso, abundantes de todo lo necesario para la vida humana.

     Leídas las cartas, se juntaron con toda diligencia y sin decir nada a otros vecinos, muchos naturales de estos lugares, y se fueron a Monesterio, y con su ayuda juntos, los herejes se levantaron con la ciudad. Echaron fuera los católicos, eligieron y nombraron jueces que los gobernasen, quitando los que había. Nombraron capitanes, pusiéronse en armas, fortificaron la ciudad, derribaron las casas de los nobles, templos y monasterios, profanando los vasos sagrados, ornamentos y cosas del culto divino, hicieron otras crueldades, y como gente sin juicio, decían que el furor y espíritu divino les hacía hacer aquellas cosas. Andaban por la ciudad dando voces, diciendo al pueblo que hiciesen penitencia de la vida pasada, y quitarían de sobre sí el riguroso azote de Dios, que tenía en la mano para descargar ya sobre ellos, con el cual sentirían gravísimos castigos y males. Luego, con este furor bestial, tomaron las armas contra algunos católicos que habían quedado en la ciudad, que no quisieron consentir con ellos, ni se dejaron rebautizar. Decíanles palabras afrentosas, sacábanlos arrastrando de sus casas, diciendo que la ira y azote de Dios venía ya sobre ellos. Saqueáronles las haciendas, y porque entendían que el obispo y todos los católicos que habían echado volverían sobre la ciudad, escribieron a Harlemo Amstelrodamo y a otros principales capitanes de su secta, pidiéndoles que con mucho secreto y con todas veras, persuadiesen a sus pueblos que, si querían vivir, se juntasen con ellos, porque presto destruiría Dios las moradas de los impíos. Llamaban impíos y pecadores a los que no se querían rebautizar ni seguir su mala doctrina, y que así, era necesario que todos los que quisiesen ser salvos y alcanzar la divina misericordia y gracia de Dios, acudiesen a Monesterio, que éste era el lugar que tenía Dios señalado en este mundo para sus escogidos, en el cual, sin temor de nadie, gozando abundantemente de todos los bienes, sin zozobra ni trabajo, servirían a Dios.

     Mandaron que todos los que no quisiesen seguir este camino, aunque fuesen sus proprias mujeres y hijos, que los echasen de sí sin hacer caso de ellos, y que vendiesen sus bienes, quedándose con lo que para ir a Monesterio hubiesen menester. Que trajesen el dinero, ropa y armas que pudiesen, y que pasado el seno meridional de Holanda, entrasen en el río Isala, de donde vendrían seguramente a Monesterio.

     La carta que cerca desto escribieron, dice tales disparates, que para que los católicos vean quién son los herejes, será bien referirla aquí.

     Carta de los herejes de Monesterio.

     «A los fieles confederados en Cristo, gracia y paz de Dios Padre por su Hijo Jesucristo, amén. Carísimos hermanos y hermanas: la paz y el gozo para los hijos de Dios, que tenemos entre manos, porque la redención está a nuestras puertas. Amigos muy amados, hacémosos saber que nos ha Dios descubierto y dado a cargo su Iglesia, y que conviene que cada uno de vosotros se ponga luego en orden para venir a la nueva y escogida Jerusalén, ciudad santa que ha bajado del cielo para conservación y morada de los santos y bienaventurados sus escogidos, porque es cierto que Dios quiere castigar al mundo, mire cada uno por sí, no caiga por su negligencia y desobediencia en el severo juicio de Dios. Porque nos escribió Juan Beukelario, profeta santo de Monesterio, y todos los que en Cristo le siguen, certísimos profetas del altísimo Dios, que ninguno de los que sirvieren al dragón de este mundo podrá escapar que no le trague y le quite la vida espiritual o corporal. Por tanto, todos se aparejen para el camino, si no quieren sentir el azote de la ira divina. Amenaza al mundo un tumulto horrible, una turbación espantable, de la cual habló Jeremías, diciendo en el capítulo 51: «Huía de Babilonia el que quisiere salvar la vida.» No se espanten vuestros corazones con el clamor que por toda la tierra se ha de levantar. No digo otras muchas cosas, sino en nombre de Dios os mando que obedezcáis y no dejéis pasar el tiempo oportuno; mirad por vosotros y acordaos de la mujer de Loth, y no volváis a mirar atrás por cosa alguna de cuantas el mundo tiene: ni por el marido, ni por la mujer, ni por los hijos os dejéis engañar. El marido no haga caso de la mujer incrédula, ni la mujer del marido, ni traigáis con vosotros a los tales, ni a los hijos que no quisieren admitir esta doctrina, que no quisieren seguiros y ser participantes en los bienes de la celestial Jerusalén, la cual tiene bastantemente que dar con abundancia a sus santos. Y así, no os carguéis de cosa alguna salvo de oro, plata, lienzos y un buen vestido, y para comer lo que bastare para el camino que brevemente andaréis; el que tuviere armas, espada, lanza o arcabuz, tráigalo, y el que no, cómprelo. Libraros ha Dios, sin duda, poniendo su mano poderosa en favor de sus escogidos, con la guía de Moisés y Aarón (llamaban estos bárbaros eletos escogidos a los que se rebautizaban y seguían su secta). Vivid advertidamente y con prudencia; debéis ordenar vuestras cosas entre esos impíos enemigos con quien vivís. Y procurad que a 24 de marzo, cerca de mediodía, os halléis media milla de Monte Monesterio fuera de Hassellio. Estad con ánimo allí todos, y cautos y advertidos en todo, y no estéis allí antes de este día ni después, sino en el mesmo día y hora puntualmente estaréis allí, y pondréis en ello todo cuidado, porque pasado aquel punto, no se hará más cuenta de alguno, ni lo esperarán. Por tanto, no hay sino velar, no os haga daño la tardanza o la demasiada diligencia. Y si algunos no hicieren caso de venir o menospreciaren lo que aquí decimos, quiero ser sin culpa de su sangre y protesto de ello.»

     La firma de esta carta tan llena de desvaríos decía: Emanuel.



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- XXVI -

[Descalabro de los anabautistas.]

     Notable cosa es que en estos tiempos hubiese en aquellas tierras gentes tan simples que semejantes desatinos obrasen en ellos y los admitiesen. Vese claramente que los había Dios dejado, y como ciegos obraban.

     Enviáronse estas cartas a muchas ciudades y lugares, y a 21 de marzo se juntaron cerca de un lugar de Holanda que se dice Monichedamo, más de treinta navíos de carga, sin que unos supiesen de otros, sino que en cada una de estas naves había uno que sabía el secreto, que disimulando echaba fama que todos se habían aquí juntado traídos del Espíritu Santo, y que este espíritu divino había aquí traído aquellas naves, lo cual creían los ignorantes.

     Comunicándose todos, se partieron aquel día, y navegaron para Suvarte Wateram, y porque no podían estar en el lugar señalado por sus profetas antes ni después de los 24 de marzo, se tuvieron un día echadas las áncoras en el puerto. Súpose en este tiempo por todos los transisleños cómo estaban allí aquellas gentes, y no sabiendo dónde iba una armada tan grande, ni lo que trataba, siendo capitanes y caudillos Diosardo Bollenhovio, y Gulmudano, se juntó mucha gente de las ciudades y lugares vecinos, con sus armas, y vinieron muy en orden al puerto de Suvarte Wateram, para prenderlos si saltasen en tierra si no daban razón de su venida. Ellos, con el engaño en que venían, fiados en los falsos seguros que de parte de Dios les había dado su mal profeta, no temían a nadie, y así habían salido a tierra sin armas por lo cual fácilmente fueron presos y puestos en tormento.

     Algunos de ellos confesaron quiénes eran, y dónde iban, y comprobado por las armas que llevaban, justiciaron algunos de los principales, y prendieron la canalla que iba en los navíos en que estaban, hasta tanto que la reina María, gobernadora de Flandes, que estaba en Bruselas, mandase lo que de ellos se había de hacer. Mandó la reina que justiciasen a todos los que no quisiesen abjurar la seta, y a los que lo hiciesen prometiendo de ser católicos, amenazándolos que procederían contra ellos con rigurosos castigos; que los hiciesen volver a sus tierras; quitándoles lo que allí tenían, y que si volviesen a reincidir, que serían quemados como herejes pertinaces.

     Soltaron los marineros libres con sus naves, porque probaron que ellos no sabían cosa más de que los habían alquilado para que los llevasen a Monesterio, sin saber a qué. Hallóse en los navíos gran suma de oro y plata, telas de lienzo y armas y barriles de pólvora, atambores y banderas, en cada una cinco cruces. De vestidos y comida traían poco, porque según su profeta, el cielo y la nueva Jerusalén los había de proveer abundantemente.



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- XXVII -

Desatino de los herejes de Monesterio.

     Perdido este socorro, los anabautistas de Monesterio juntaron, de los lugares vecinos, número de gente; y al común de la ciudad, parte con amenazas, parte con promesas, hicieron tomar las armas y salieron contra el obispo que los tenía cercados. Las cabezas de estos herejes eran Juan de Leydes, un vil sastre, Juan Mateo, y Harlemiano, pastelero, y otros tales como éstos que se decían y llamaban profetas del altísimo Dios, y todo cuanto intentaban y hacían, con gestos y semblante muy grave, afirmaban que lo hacían por mandado de Dios.

     Ordenaron de entre sí un consejo de jueces que los gobernasen, nombrando veinte y cuatro personas, sobre los cuales era el juicio de los que llamaban profetas, cuyos mandamientos se obedecían como si Dios los mandara. Todo lo que era gobierno, guerra, policía y religión, los del consejo o senadores lo mandaban. Los ciudadanos se hallaban ya tan bien con la nueva Babilonia, más que Jerusalén, que cerradas las tiendas, y dejando los oficios, no trataban sino de las armas y de defender la ciudad. Dábanles la comida con mucho orden, porque no les faltase. El primer día de la semana, carne fresca, el segundo cecina, el tercero cosas de leche y manteca, y de esta manera, siendo todo cuanto había en la ciudad común a todos. En la guarda de cada puerta de la ciudad se ponía un profeta que estaba predicando la nueva dotrina a la gente de guerra que allí estaba, animándolos para que se defendiesen y defendiesen la nueva ciudad de Jerusalén y monte de Sión.

     El obispo de esta ciudad, con los ciudadanos nobles y católicos que los herejes habían echado fuera, viendo la fuerza que se les hacía y que ya el mal era sin remedio, juntaron a sueldo la más gente que pudieron, ayudándose de amigos y parientes, y cercaron la ciudad. Salieron a escaramuzar hasta trecientos herejes, cuyo capitán era Juan Mateo, y acometieron el real del obispo, y mataron y robaron lo que pudieron, y volvieron a la ciudad cargados de despojos. Soberbios con estos buenos sucesos, de atrevidos se hicieron temerarios, y se prometían a Dios tan favorable, que todo les sucedía como querían.

     Acometió un día con solos treinta el real del obispo, y habiendo muerto algunos, descuidóse, y cogiéronle de manera que él y los que con él habían salido fueron muertos, que causó en la ciudad un gran dolor y sentimiento; y junto con este temor, porque estaban persuadidos que su gran profeta y caudillo no podía ser vencido ni muerto por el favor especial que tenía de Dios como profeta suyo.

     Sucedió en su lugar, por capitán de esta gente, Juan de Leydes, el cual una noche se levantó desnudo de la cama y anduvo así por toda la ciudad diciendo a voces: «El rey de Sión está aquí», y volviendo a su casa, se fingió tres días mudo, escribía y no hablaba, diciendo que Dios tenía ligada su lengua, y al tercer día habló mil disparates, que decía que Dios le había revelado, tocantes al buen gobierno de la ciudad y de la guerra.

     Luego salió en público, y mandó que todos sacasen allí sus bienes, sin que dejasen nada, que así se lo había Dios mandado, que ninguno tuviese cosa en particular, que él daría a cada uno largamente lo que hubiese menester.

     Poco después salió a la plaza otro profeta, diciendo que mandaba Dios que todos los libros se trajesen allí a la plaza, salvo la Biblia, y traídos, los quemaron sin dejar alguno. A un herrero que se llamaba Huberto, haciendo burla de tales profetas, le mataron pasándole uno de ellos con un arcabuz, diciendo a voces que Dios le había mandado hacer aquello. Usaban de palabras llenas de autoridad divina, como un Moisés, diciendo; «Esto dice el Señor.» Demás desto, con amenazas, promesas, blanduras, autoridad y humanidad, procuraban que el pueblo, ignorante, lo creyese y obedeciese. Leían editos sobre ello, en que ponían pena de la vida a quien no guardase lo que mandaban. Y porque entendieron que algunos no sentían bien desto, justiciaron cincuenta de ellos, haciéndolos pedazos y degollando algunos, haciendo los profetas el oficio de verdugos, fingiendo en sí un furor divino que les hacía hacer aquellas muertes.

     En fin del mes de julio deste año, otro de estos profetas que se llamaba Juan Dusentheuir, platero, natural de Warendorpio, salió de nuevo. Fué muy deprisa a Juan de Leydes, siguiéndole gran gente del pueblo; iba lleno de furor, como arrebatado del espíritu, y dijo que mandaba Dios que Juan Leydes sucediese en el reino de David y que sujetase a los príncipes de la tierra que no querían creer, y matase los pecadores, y que a los fieles justos diese el reino de los cielos.

     Luego arrebataron de Juan Leydes, y del banquillo en que cosía como sastre le colocaron en la silla real de la ciudad de Monesterio, con aplauso general y contento de todos, y el nuevo rey, por pagar a Bernardo Rotmant, le dió el oficio de su predicador, y intérprete de su voluntad; Tibezio hizo cónsul, y su mayordomo Gerardo, y de esta manera fué componiendo aquella nueva monarquía, más de vino que de gente de razón.

     Convidó a todos los de la ciudad para una cena muy solemne, que a lo divino quiso celebrar con ellos en el atrio de la iglesia mayor, donde se juntaron hombres y mujeres hasta cinco mil. El primer plato que se sirvió fué de cecina, y luego otras viandas; la bebida fué cerveza. Acabada la cena, salió el nuevo rey vestido con una ropa larga hasta los pies, de seda negra, y un collar de oro o cadena, que por debajo del brazo daba vuelta a las espaldas, prendiéndola de la cinta al lado izquierdo; de esta cadena colgaba un globo, como figura del mundo, atravesado con dos espadas. En la cabeza traía una corona de oro, y en la mano derecha un cetro de oro. Como hubiese cenado, compuesto de esta manera se sentó en un rico estrado, y cada uno de los convidados, levantándose de su asiento, venía; y el rey les ponía en la boca un bocado de pan, diciendo el impío bárbaro las palabras que Cristo dijo en la última cena.

     Hecha esta comunión se levantó, y acompañado de todos aquellos, tales como él, fueron a otra parte del cimeterio, donde estaban esperando otros de los consejeros, el uno arrimado a una tinaja de vino puro, y todos los que de mano del rey habían comido el pan, bebían diciendo él mismo las palabras de la consagración del vino. Eran los ministros de esta comunión, del pan y del vino, la reina y concubinas que el sastre Leydes tenía, y los consejos; y a algunas de aquellas mujeres, que no sentían bien de estos disparates, achacándoles que habían cometido adulterio, las mataron, degollando a unas y empalando a otras.

     Tenía este buen rey trece mujeres, entre las cuales tenía corona de reina la viuda de Juan Mateo, el que murió en la escaramuza, que era muy hermosa y moza.

     Acabadas estas cosas, pareciéndole a Juan de Leydes que había hecho lo que bastaba para ostentación de su real autoridad y estimación, mandó luego, como tirano, que todos le obedeciesen; y como era hablador, en todos los sermones que hacía persuadía cuanto quería y más, diciendo que Dios se lo mandaba así.

     Escogió luego veinte y seis hombres, que la mayor parte de ellos eran fugitivos frailes herejes, y les mandó que con algunos de los profetas fuesen a predicar por otros lugares aquella dotrina de gente sin juicio, que llamaban del nuevo reino de Sión, y ciudad de Jerusalén, y que hiciesen gente para decercar a Monesterio. Cogió el obispo algunos de estos evangelistas y los quemó.

     El traje de los profetas y ministros principales de estos herejes era de color verde oscuro tejido de lana y seda; en las cabezas unas tocas blancas, en el dedo índice un anillo grande de oro. Interpretaba esto Román, el predicador real, que el color verde significaba un nuevo hombre sin pecado, y el color oscuro ceniciento la sujeción de la carne y vicios; el anillo de oro, un amor recíproco y sincero.

     Sería nunca acabar decir los desatinos de éstos; basta lo dicho para que se entienda cuáles fueron las primeras cabezas de los herejes de Alemaña, y que serán tales los que agora los siguen. Duró el cerco de esta ciudad diez y ocho meses, siendo más largo y costoso de lo que el obispo pensó. Socorrieron al obispo muchos príncipes. Dióle muchas baterías y asaltos, en que fueron muchos los que murieron; finalmente, al cabo de tantas dificultades, el obispo la entró a veinte y cinco de setiembre, y el falso y mal sastre de Juan Leydes, fué preso, vivo, con cinco de sus mujeres, y otros algunos de los principales herejes, de los cuales se hizo la justicia que sus delitos merecían, y fueron muertos con rigurosos y exquisitos tormentos.

     Saqueóse la ciudad y pasaron a cuchillo todos los que dentro estaban, sin perdonar a alguno, grandes ni pequeños.

     Entonces escribió Cocleo un libro docto contra los errores de los anabautistas, y probó manifiestamente cómo todos nacían de la falsa dotrina de Lutero, puesto que lo negaba él muy de veras, mostrando tener el mayor aborrecimiento a los anabautistas que a los papistas, que así llamaba a los católicos.

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