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- XVIII -

Faltan bastimentos en el campo. -Competencia entre castellanos y andaluces. -Dicho discreto de don Pedro de Guzmán. -El capitán Pedro Juárez. -Dicho del marqués del Vasto.

     Eran continuas las escaramuzas: que unos salían de la Goleta, otros de las ruinas de Cartago, donde la tierra, por su disposición, da ocasión para ellas, por haber muchos olivares, montes y valles, aunque no ásperos ni grandes. Acometían por allí, porque venían más encubiertos y seguros a la punta del olivar, que tocaba al estaño, y era más cerca de la Goleta. Tenían reparos para guarecerse del artillería, y lugar para recogerse y acometer. Había en todas partes guardia de noche y de día. Acabaron este día de sacar de las naos toda la artillería con que se había de batir la Goleta.

     Había en el campo bastante provisión de vino, pero de todo lo demás falta, y así se encarecieron grandemente los bastimentos. Llegó a valer una gallina dos ducados, y de ordinario, uno; una vaca pequeña, diez; un carnero flaco y malo, cuatro; pan fresco, ninguno, sino que se valían del bizcocho de los navíos; daban tocino y cecina. Hubo día que los huevos se vendieron por un real. De aquí resultaron diversas enfermedades entre los soldados y gente pobre, por las malas comidas y peores aguas que bebían, y del continuo trabajo que sufrían. Cocían las ollas los caballeros y señores de caudal en unos hornillos de cobre que hicieron en Barcelona, y con el mismo fuego les cocían el pan. El Emperador acudía a visitar los enfermos y heridos, y mandaba se tuviese gran cuenta con ellos.

     Como las escaramuzas eran unas veces con italianos, otras con españoles, y de los españoles unos eran castellanos y otros andaluces, y según les iba así se juzgaba de ellos, comenzó la emulación o competencia sobre si los castellanos o andaluces eran más animosos y mejores soldados. Don Pedro de Guzmán (en esta historia nombrado), por ser tan discreto como valiente, dijo que el nacer en Castilla o en el Andalucía, no hacía al hombre valiente, sino la vergüenza y estimación de la honra y fama perpetua, que valen y pueden más que la vida, y son tres cosas que han hecho los hombres más valientes del mundo.

     En 22 de junio se trabó una reñida escaramuza. Serían entre moros y alárabes de a pie y a caballo cinco mil, y otros muchos emboscados en los valladares y olivares, como siempre lo hicieron. Era capitán de los que se habían descubierto Bali; y otro renegado de Málaga, llamado Mami, se mostró en todas estas escaramuzas muy atrevido, y defendía un paso de la otra banda de Rada con ocho piezas de artillería y gente bien armada, para estorbar el paso y quitar el agua a los cristianos, de un río que se dice Algecira, que corre entre jaloque y mediodía, que importaba al ejército, porque cavando se hallaba brevemente; era mala y corrompíase luego, y mataba poco la sed, y aun relajaba los vientres; de manera que los que las bebían padecieron flujos de ellos. Los que más bravos se mostraban eran los turcos, peleando como valientes y sin perdonar la vida a alguno que tomaban.

     Sucedió en este día que habiendo el capitán Pedro Juárez blasonado en la tienda del comendador mayor de León y hablado más de lo justo de sus valentías, y que haría otro día (que fué éste), después de esta plática, encontró con don Alonso de la Cueva, que fué uno de los que se hallaron presentes cuando Pedro Juárez hizo aquellas bravatas, y díjole: «Capitán, agora es tiempo que hagáis lo que ayer decíades.» Estaban moros a caballo no a tiro de ballesta; respondió Juárez: «Quiero que veáis que si hablé ayer, que obro hoy, y que digáis a su tiempo, que sí dije, que hice.» Luego dió de espuelas al caballo, y al galope fué contra los enemigos. Don Alonso de la Cueva, viéndole ir tan determinado, le dijo a voces que se tornase, que él estaba muy satisfecho de su buen ánimo y valentía. No curó Juárez de volver, sino, como digo, fué a embestir los enemigos. Viendo don Alonso ir a Pedro Juárez con determinación tan peligrosa y aun desesperada, dijo a Andrés Ponce de León, caballero de Córdoba, y a otro que con ellos estaba: «Afrenta nuestra sería si dejásemos que en nuestra presencia matasen a este hombre.» Serían sesenta los de a caballo, y de ellos se adelantaron cuatro contra el Pedro Juárez; comenzaron a escaramuzar, defendiéndose y ofendiendo Pedro Juárez, y hirió malamente al uno; pero queriendo revolver sobre otro, errando el golpe tomó la lanza sobre el brazo y cargando mucho sobre un lado, la cincha del caballo iba floja, y con la fuerza que hizo, él y la silla vinieron al suelo. Los tres caballeros que fueron a socorrerlo llegaron a tiempo, que con su ayuda pudo levantarse y aun salvarse. Tres veces le sacaron de la escaramuza y él porfió de volver a ella; habiendo perdido el caballo, cargaron los moros sobre él y le hirieron tan mal, que ya que los soldados lo sacaron de sus manos, expiró allí en el campo, y don Alonso, por socorrerlo, se vió en peligro y perdió el caballo, que le mataron los enemigos, y le valió mucho el socorro que le hizo Garcilaso de la Vega y de Guzmán, caballero de Toledo, excelente poeta. Salió herido en el rostro y brazo, pero sin peligro. Otros soldados y caballeros se señalaron.

     No era por esta parte bien acabada la escaramuza, cuando se tocó al arma en los acuedutos de Cartago, y se revolvieron tanto, que murieron cinco cristianos y otros fueron heridos. De los moros murieron más, y calentóse tanto la cólera, que llegaron a poner mano a las espadas, y los moros y turcos a sus alfanjes y cimitarras, que por sólo los vestidos, los que estaban apartados los conocían.

     El marqués del Vasto subió en un caballo y corrió a recoger la gente. Apretáronle tanto los alárabes, que dejando el sombrero con una medalla en su poder, escapó por los buenos pies del caballo. Díjole un italiano que mirase por sí y se guardase. Respondió el marqués: «Eso podrá hacer uno solo, y podéislo vos hacer, mas al general pertenece el guardar a todos más que a sí.»



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- XIX -

Los turcos de la Goleta acometen a los italianos. -Muestra que hizo el Emperador de su campo. -Conde de Olivares.

     A 23 de junio, martes, trabajaron toda aquella noche los soldados en la obra y fortificación de los reparos y bestiones. Uno tocaba a los españoles y otro a seis compañías de italianos; siendo, pues, acabado el uno, donde estaba el conde de Sarno, las banderas viejas y italianos hicieron toda la noche guardia, hasta que del todo fué hecho, y los españoles se recogieron a su cuartel, que tenían más atrás. Los turcos de la Goleta (donde habían pasado de seis mil escogidos) salieron a reconocer lo que la obra se había adelantado, y a las ocho de la mañana, estando los italianos descansando y dormiendo, que lo habían bien menester por el trabajo de la noche pasada, mil turcos y ochenta de a caballo, y por capitán Salac, un valiente cosario, los acometieron con tanto ímpetu y furor, que sin poder los italianos tomar las armas ni juntarse, volvió las espaldas una compañía de Jacome Corzo, que en Roma se había hecho, y tan ciegos de temor, que ni el capitán ni los suyos tuvieron orden en se retirar, ni los demás que con ellos estaban, sino que ciegamente huyeron.

     Fueron luego muertos cuarenta soldados que se hallaron dentro de un bestión. Demás de los cuarenta muertos, fueron heridos peligrosamente más de sesenta. El conde de Sarno, coronel de mil y docientos soldados italianos con que guardaba este puesto valerosamente, recogió los que pudo y volvió sobre los turcos, y cobró el bestión que habían perdido y, enojado, salió fuera de sus reparos tras los turcos, siguiendo los que huían (aunque fingidamente, por sacarlos de sus reparos), hasta que los turcos, viendo que eran pocos los italianos y que estaban bien apartados, revolvieron sobre ellos, hasta hacerlos tornar dentro de sus trincheas.

     En esta retirada fué muerto el conde de Sarno, y a su lado un sobrino suyo y otros gentileshombres napolitanos y buenos soldados. Culparon algunos al conde, por haber sacado su gente fuera del bestión y no héchose fuerte en él, cuando vió venir los enemigos. Otros dijeron que los soldados, deseosos de pelear, pasaron contra su voluntad el bestión. Murieron el capitán César y otros capitanes de esta coronelía, y dos alféreces antiguos en la guerra. De los turcos murieron hasta treinta, entre ellos el alcaide Amica de Cuza, renegado, que primero se llamó Francisco de Espinar, natural de tierra de Segovia, que en diversos tiempos se volvió dos veces turco. Había entrado el día antes en la Goleta con muchos de a caballo y dicho con gran soberbia y loca arrogancia que antes de tres días, echados los cristianos de allí, había de poner sus pies donde el Emperador tenía su tienda.

     Hallóse, con este alcaide, Jafet, que había venido de Argel a Túnez en una galeota con oro, y plata, y dineros, sedas y brocados para pagar la gente de Barbarroja. Fué herido de un picazo Muza Arizo, arráez de la Goleta, y de la herida murió de allí a poco. Traían los turcos dos banderas y ganaron una de un alférez italiano que murió por defenderla; y sucedió que, por quitarla un soldado al jenízaro que la llevaba, le partió la cabeza, mas si bien el turco fué herido de muerte, pasó, con todo, los bestiones con ella, y la entregó a los suyos, muriendo luego allí. Esta colgaron en la Goleta hacia bajo, disparando la artillería por mofa.

     En este rebato salió Andrea Doria y fué a pedir a los soldados viejos españoles que saliesen a socorrer a los italianos. El Emperador estaba en su tienda, cuando sintió dar al arma, y por no esperar que le trajesen un caballo de los suyos, tomó el de Alvar Gómez Zagal, y con una adarga y lanza vino solo al galope del caballo en socorro de los suyos; pero si bien se dió priesa, no pudo llegar a tiempo para remediar el daño. Los españoles de Italia acudieron cuando los turcos ya se retiraban, y pelearon con ellos, aunque no los esperaron, porque vieron todo el campo puesto en armas. Salieron heridos de flechazos algunos españoles y el capitán Domingo de Riarán. De la Goleta disparaban la artillería, y una bala de más de sesenta libras de hierro colado dió en un cenagal de agua; salpicó la persona y caballo del Emperador el cieno y agua que con el golpe saltó.

     Antes que el César de allí partiese, mandó que de los soldados viejos españoles entrasen donde los italianos habían salido, y otro día, que fué a 24 de junio, entraron siete compañías de ellos. La compañía del conde muerto se dió a Bautista de Sango el mayor, y la gente se repartió entre los dos hermanos.

     Quedaron con gran lozanía los de la Goleta después de este salto; tanto, que a menudo daban arma y acometían más de lo que solían. Molestaban el campo imperial con un tiro grueso, aunque nunca mató hombre. Acaecía dar la bala en medio del escuadrón y no hacer mal a persona; sólo mató un caballo de don Rodrigo de Mendoza, que estaba atado a una estaca. Con todo, entendieron que había peligro, y súpose ser la causa que un francés, artillero de Andrea Doria, había huído de la galera por enojo que hubo con el cómitre, y se tornó turco en la Goleta, el cual puso la artillería, y la asestó de manera que podía hacer mucho daño en el campo. El francés renegado pagó su pecado, que cuando se tomó la Goleta fué preso en ella, y los soldados le dieron la muerte que merecía.

     Vino un escuadrón de moros acabado el rebato de la Goleta, por la parte de los olivares, contra el cual salieron los jinetes bisoños españoles, que estaban en guardia junto al estaño. El Emperador acudió armado cuerpo y brazos, miró cómo andaban trabados, no escaramuzó porque no fué menester, y volviéndose para su tienda dió otra bala junto a él, que, aunque no hizo daño, dió cuidado a los que lo vieron, conociendo el peligro en que este día estuvo el César por querer acudir a todo como un ordinario capitán. Tornaron la noche siguiente a salir turcos de la Goleta, los soldados arcabuceros escaramuzaron con ellos en el fondo del bestión, y les tiraban con una culebrina y dos sacres, con que los enemigos recibieron mayor daño que hicieron. Levantaron al costado del bestión otro reparo para dar socorro los unos a los otros, sin que les pudiesen tirar en descubierto de la Goleta, y pusiéronse allí cuatro compañías de españoles.

     Fué esta noche vigilia de San Juan Bautista, la cual solemnizaron los turcos con grandísima música de trompetas y otras flautas, y dispararon la artillería en las galeras que tenían en el agua y en la Goleta. El Emperador hizo muestra general de todo su campo, con tanta ostentación y grandeza, que los turcos y moros cautivos que lo vieron, quedaron pasmados; y preguntándole a uno qué le había parecido, dijo: «Este ejército es como el dinero del avariento.» Y declarándose, dijo: «Si con esta gente y armas quisiese el Emperador aventurándolo y no guardándolo tanto, se haría señor del mundo.»

     Salió el César de su tienda, y a su lado, el infante don Luis de Portugal (que nunca del lado del César se apartó). Hízosele una gran salva, disparando tres veces los arcabuces, ordenándose el escuadrón del Emperador, que sólo había de ser de señores de título, y por no tenerle don Pedro de Guzmán, hermano del duque de Medina Sidonia, caballero bien nombrado en esta historia por los hechos que con lealtad hizo desde su juventud en servicio del Emperador, porque caballero tan señalado de todas maneras no quedase fuera del escuadrón, Su Majestad le dió el título de conde de Olivares, como hoy día lo tiene su hijo don Enrique. Quiso el César hacer esta muestra por saber la gente y armas que tenía, y porque las espías que había en el campo pudiesen decir a Barbarroja el poder que para deshacerle había también; porque Muley Hazem, rey de Túnez despojado, que decían estaba cerca, supiese el favor que tenía de su parte.

     No estaba solo Barbarroja, que como se supo por relaciones de un escribano cautivo que le servía de secretario, demás de los seis mil escogidos que estaban en la Goleta, tenía en el alcazaba de Túnez tres mil; en otros pueblos tenía muchos turcos como en presidios, para asegurarse más de la tierra. De alárabes, moros y bárbaros se mostró en el campo con cien mil infantes y treinta mil caballos. Tenía buen número de jenízaros y renegados valerosos, por manera que su poder era grande.

     Pasada esta rota del conde de Sarno, el Emperador dió la vuelta por el campo, dos horas antes que anocheciese, apercibiendo a los soldados que cenasen luego, y que estuviesen a punto para cuando los llamasen. En anocheciendo entraron dos mil hombres soldados y gastadores para cavar y hacer el asiento de la artillería con que se había de batir la Goleta. Asistían en la obra de los bestiones y reparos los ingenieros Juan María y Ferramoli, y éste dicen que sabía más que Juan María, aunque no fué tan favorecido como el otro del marqués del Vasto, hasta que vino al campo Hernando de Alarcón, de quien era bien conocido Ferramoli. Luego Andrea Doria entró con sus galeras y galeón, y con el de Portugal, la vuelta de la Goleta, haciendo el daño que pudieron en los turcos que allí estaban.



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- XX -

24 de junio, acometen los turcos de la Goleta al cuartel de los españoles. -Mueren como valientes el capitán Méndez y alférez Lara. -Hernando de Alarcón llega al campo imperial.

     Quedaron lozanos los turcos de la Goleta con la vitoria que a su parecer hubieron de los italianos. Enviaron la cabeza y mano derecha del conde de Sarno a Barbarroja, para que se alegrase con ella. Hallándose soberbios por el buen suceso pasado, otro día que fué a 24 de junio, fiesta del glorioso San Juan, quisieron tentar a los españoles, que el Emperador había puesto en el bestión de los italianos y en los demás reparos contra la Goleta, los cuales eran los capitanes Alvaro de Grado, Luis Méndez de Sotomayor, Francisco Sarmiento Lezcano, el conde de Novelera, Luis Pizaño, con sus compañías, para que cavasen en los reparos y fortificaciones, que la falta grande que en el campo había de gastadores obligaba que los soldados y aun los capitanes y caballeros hiciesen esto. Antes que amaneciese, más temprano que acometieron al conde de Sarno, salieron de la Goleta en dos escuadrones, uno de mil hombres que venía de vanguardia, y otro de dos mil. Las centinelas del campo imperial los sintieron y dieron alarma, y como los turcos vieron que eran sentidos, retiráronse.

     No viendo gente cesó el arma, y en el campo y bestiones entendieron que había sido engaño de las centinelas, y con ello fué mayor el descuido y el sueño profundo. Acometieron quinientos turcos escogidos de a pie y de retaguardia, treinta caballos y otros cien infantes que entraron por el agua del estaño, que les daba a los pechos. Dieron sobre el cuartel de Francisco Sarmiento cuando cansados de trabajar toda la noche dormían sin tal cuidado a su sueño suelto, y sin armas. Los españoles acudieron luego a las armas revolviendo sobre los turcos con buen denuedo. El capitán Luis Méndez, si bien cargado de carnes, con espada y rodela se metió entre los turcos; fueron tantos contra él, que le hicieron pedazos, y lo que se notó, que las muchas heridas que le dieron fueron en la cara, pechos y piernas, y ninguna en las espaldas. Cayó junto a él Sebastián de Lara, alférez de Alvaro de Grado, y muy valiente. Murieron Juan Zambrano y Villena, naturales de Guadalajara, y Alonso Liñán, caballero aragonés, hijo del señor de Cetina. Perdióse una bandera de Francisco Sarmiento, que, hecha pedazos, llevaron los turcos. Salieron heridos Alvaro de Grado y Luis Pizaño, escogidos capitanes. Donde fué la resistencia murieron cuarenta y nueve soldados, sin los que cayeron en el alcance. Mataron una mujer que hallaron con su amigo. Fueron los heridos más de ciento y cincuenta. Socorrieron con sus compañías el capitán Jaén, y otros capitanes y gentileshombres españoles; el capitán Lázaro con sus capeletes albaneses entró a caballo, y peleó bien y matáronle un capelete.

     Los turcos se retiraron, como vieron el socorro que cargaba, y los españoles los fueron siguiendo hasta la Goleta con tanta furia y ciegamente, que algunos entraron a vueltas con los turcos por la puerta del estaño entre el agua y los reparos dentro en la plaza, y dicen que si los hubieran seguido otros, y llevaran escalas, se ganara la Goleta.

     Murieron los que entraron en la plaza, y en los que se retiraron hizo gran daño la artillería de la Goleta, que de los balazos de ella salieron heridos más de trecientos. De los turcos se hallaron muertos en aquellos arenales hasta ochenta.

     Los capitanes turcos, considerando el peligro de aquel día, hicieron la noche siguiente un reparo de remos de galeras hincados en tierra, desde el cabo de sus reparos hasta entrar en el estaño, con sus traveses y defensas, de manera que quedaban asegurados de aquella parte por donde los españoles habían entrado el día antes.

     El Emperador, para mayor defensa del bestión y baluartes, proveyó que las compañías de Rodrigo de Ripalda y de Luis de Alcocer, y la de Polus Borgoñón fuesen al bestión donde había sido el encuentro, y allí estuvieron este día todo, sin que sucediese otra cosa notable, más de unas asomadas de los alárabes, y escaramuzas de pocas personas, como las hubo cada día entre los valientes que se quisieron mostrar y señalar.

     Asimesmo salió del consejo de guerra, que en los reparos estuviesen dos mil alemanes en compañía de los españoles, porque como el campo estaba muy derramado no podían ser tan presto socorridos en los acontecimientos y asaltos que atrevidamente hacían los turcos de la Goleta. Dieron la compañía de Luis Méndez al capitán Morales, y al capitán Maldonado, alférez que fué del capitán Alarcón, le dieron otra bandera, para que recogiese la gente que andaba fuera de ella, echándose bando, so pena de la vida, que ninguno anduviese sin seguir cierta bandera.

     Viernes 25 de junio, ya que amanecía, tocaron al arma en el campo cuando los turcos llegaban a la trinchea, y pelearon con ellos muriendo de todos, pero muchos más de los enemigos. Un varón santo, llamado fray Buenaventura, legado apostólico, con otros diez frailes menores animaban a los cristianos, yendo con una cruz delante de los escuadrones, exhortando y animando, y absolviendo a los que morían, y si bien los tiros de balas y saetas eran espesos, ninguno hirió a los religiosos. Veíanse heviar de la Goleta barcadas de turcos heridos a curar a Túnez. También de parte de los cristianos eran tantos, que no bastaban los cirujanos, ni había donde los poner. De suerte que de ambas partes se derramaba harta sangre. En este día llegó al campo Hernando de Alarcón, que por sus grandes méritos se llamó el señor Alarcón, y tuvo otras excelencias de singular capitán, cuerdo y atentado. Trujo cuatro galeras, tres de Sicilia y una de Nápoles, una galeota y un bergantín. Vinieron con él don Pedro González de Mendoza su yerno, y sobrino del duque del Infantado, y don Fadrique de Toledo, hijo primogénito del marqués de Villafranca; don Francisco de Toledo, caballero de Alcántara; don Jerónimo Jarque; el obispo de Bitonto, y otros muchos gentileshombres sicilianos y napolitanos, señaladamente don Hernando de Gonzaga. Trujeron muy buen refresco y municiones, y alguna gente de guerra.

     Vinieron asimesmo otras naves de España con gente y provisiones, que eran bien menester. El Emperador holgó mucho con la venida del marqués Hernando de Alarcón, y le echó los brazos, diciéndole con rostro alegre y amoroso: «Seáis bien venido, padre mío.» Y en besando sus manos, Alarcón salió luego a ver el orden del campo; y porque le pareció que estaba derramado, hízole recoger y juntar, reduciendo el ejército a disciplina militar. Estorbó las escaramuzas. Hizo salir de un navío al ingeniero Ferramoli, para guiarse por su parecer. Mandóle que entendiese en el bestión de los españoles. Encargó a Juan María el de los italianos. Sacaron de diez en diez, de las naos y galeras ochocientos hombres, con lo cual alargaron los bestiones docientos pasos más adelante, y los reforzaron con traveses y defensas, según era necesario contra tan belicosos enemigos. Metieron más número de soldados y gastadores a cavar, y así, cada día iban cavando y acercándose a la Goleta, poniendo espanto y temor en los cercados; de suerte que decían que el bestión de los cristianos caminaba como culebra. Pusieron otras diez compañías de españoles para guardia.

     Luego que Ferramoli acabó este bestión, comenzó a obrar otro tan adelante, que la punta de él llegó a la parte de la marina a juntarse con sus galeras; éste hacía con caballeros y traveses para batir a un cabo y otro.

     Quitóse en el campo de salir a escaramuzar, y el Emperador se enojaba mucho si alguno salía. Y fué un prudente consejo que dió Hernando de Alarcón, porque las escaramuzas hacen diestro al enemigo y le quitan el temor. Si bien los italianos, por la emulación que ordinariamente hay entre las naciones, reían y mofaban de los jinetes españoles, cuando veían que los alárabes y moros llegaban cerca a pelear, y los desafiaban, y ellos se estaban quedos, no por temor de los enemigos, sino por guardar lo que se les había mandado, y no enojar al Emperador.

     Este día llegaron a la armada dos navíos que se habían dado por perdidos. Venían en ellos la compañía de don Felipe Cervellón, y la de Bocanegra, y la de Jaén. A don Felipe hicieron maese del campo de doce banderas de bisoños. Llegó asimesmo el duque de Terranova, que entonces era marqués, en una galera suya, acompañado de muchos nobles.



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- XXI -

Acometimiento bravo que Barbarroja hizo. -Peligro en que se pone el marqués de Mondéjar. -Sancho Bravo de Laguna. -Un valiente turco. -El marqués de Mondéjar se ve en peligro de muerte. -Sangre y muertes que hubo. -Mueren Valdivia, Juan de Benavides y otros. -Sale el Emperador en favor de los suyos. -Pónese el César en lo más peligroso. -Caballeros que hoy se mostraron valientes. -Notable grandeza y lealtad de ánimo del Emperador. -Embusteros y hechicerías entre moros. -Tempestad de mar y tierra.

     Sábado 26 de junio, fué un día terrible, en que se derramó harta sangre. Consideraba Barbarroja el peligro que como capitán experimentado conocía de esta guerra, viendo cada día apretar más la Goleta, donde él tenía toda su confianza; y por intentarlo todo, concertó con los suyos de acometer a los cristianos por todas partes, y todo a un mismo tiempo, pensando poderlos así desordenar y romper.

     Envió todos los alárabes con la caballería de Túnez y con algunos turcos y mucha infantería, por la vía de los olivares, que por descuido de no los cortar y arrasar el campo los cristianos, costaron mucha sangre. Llevaron los enemigos algunas piezas de campaña ligeras, y otras pequeñas que en barcas fueron por la laguna. Mandó que los de la Goleta saliesen y acometiesen por aquella parte, dando todos a una sobre los imperiales.

     Tuvo aviso el Emperador de la determinación del enemigo, y puso en arma su campo la noche antes, y acercólo más a la Goleta, que era la parte por donde se podía temer mayor daño, por ser muchos y bravos los que allí estaban. Lo cual visto por los de dentro estuvieron quedos, jugando sin cesar su artillería.

     Venido el día, y pasado algunas horas de él, visto por el Emperador que los enemigos estaban quedos, comenzó poco a poco a retirar sus escuadrones para que la gente reposase. Apenas comenzaba la caballería a descansar, cuando los alárabes y moros con su artillería se descubrieron, que habían estado muy callando emboscados en los olivares. Comenzaron a tirar a los escuadrones de la infantería, que se volvían a las tiendas, y lo mesmo hacían las barcas del estaño, y principalmente tiraban a la tienda del Emperador, que por ser grande y armada en lugar eminente, y porque debían de saber cuya era, la asestaban. Mataron cerca de ella a su armero mayor.

     Salió el alcaide de Hali con mucha gente, infantes y caballos a escaramuzar, porque el no haberles mostrado hasta entonces el rostro valerosamente, los hacía no sólo atrevidos, mas temerarios; por lo cual pareció al Emperador que ya no se sufría disimularles tanta insolencia, y tocando el arma reciamente, y puesto en un punto el ejército en orden, doblando la guardia hacia la Goleta mandó al marqués de Mondéjar que con docientos y cincuenta jinetes españoles, y otros tantos arcabuceros a las ancas, fuesen a ganar la artillería que los moros tenían en los olivares. Era la empresa ardua, porque los enemigos eran sin comparación en mayor número; había entre ellos turcos y jenízaros, que son valientes y gente que siente honra. Demás de esto, el lugar era áspero, con vallados, tapias y muchas viñas, que ni se podía correr, ni reconocer al enemigo, sino que detrás de las tapias y calzadas estaban los arcabuceros que tiraban a puntería, y, sobre todo, había nueva que eran más los enemigos encubiertos que 1os descubiertos.

     Ninguno de estos peligros espantó al marqués. Considerándolo el Emperador, mandó que en retaguardia del marqués fuesen seis mil infantes en dos escuadrones, dos mil de cada nación, y todos mezclados. Hizo, demás de esto, que marchase poco a poco el resto del campo, y que se acercasen a los enemigos, para que viesen el orden y manera que tenían moros y alárabes y perdiesen el miedo de tan malas cataduras, hábito, gritos y ímpetu.

     El marqués de Mondéjar caminó con su gente a dar en la artillería. Apeáronse antes de tiempo los arcabuceros, y los jinetes arremetieron sin orden, y fué el primero don Juan de Villarruel. Mucha de la gente de a caballo se apartó del marqués, y le dejaron casi solo, porque como cargaban tantos enemigos, gran parte de los jinetes echaron la vuelta del lago, y el marqués porfió en ir a los olivares, donde era mayor el peligro. Seguíanle Pedro de Godoy, sin su estandarte; el capitán Hernando de Padilla y Gaspar Muñoz, su alférez, con el estandarte; y hasta nueve lanzas de la compañía. Asimesmo Sancho Bravo de Laguna, caballero del hábito de Alcántara, en esta historia nombrado; Luis de Zayas de Ecija, y Juan de Rivadeneira, natural de Málaga, y otros caballeros de honra y ánimo. El marqués, con estos caballeros y con los arcabuceros, desbarató la gente de a pie que estaba en los olivares, los cuales, escapando de aquí, daban en los que andaban peleando y matando a la parte del estaño.

     El alférez Gaspar Muñoz metió tan adentro el pendón del duque de Medina Sidonia, que obligó a algunos a más de lo que bastaban sus fuerzas. Serían hasta treinta de a caballo los que iban con el marqués; los demás siguieron el otro camino. Los moros de los olivares se pusieron en huída, todos gente de pie. Los jinetes andaban junto al estaño, y si echaban huyendo a aquella parte, íbales mal; así se ascondían tras las paredes y valladares de las viñas, metíanse debajo de los árboles y entre las cepas y sarmientos por salvar las vidas. No hubo soldado ni jinete que no matase los que quisiese, muriendo los bárbaros vil y cobardemente.

     Un turco se mostró por extremo valiente, porque peleando a pie contra un jinete de Hernando de Padilla, daba con solo su alfanje tanto en que entender al jinete, que viéndolo Padilla hubo de ir a socorrerlo. Cuando el turco lo vió venir, dejó a su contrario; y volvióse contra el capitán, y baraustóle la lanza, y entrósele tanto, que pudo con el alfanje herirle en la mano, y hendérsela hasta la canilla.

     El capitán era valeroso, y viendo el enemigo que tenía encendido en rabia, le apretaba si bien herido; el turco volvió a entrársele con tanta ligereza que le alcanzó a dar una gran cuchillada con el alfanje en el muslo, que por ser con los tercios primeros dió gran golpe en medio, y cuchillada. Acometiéronle otros jinetes y defendíase de ellos valerosamente.

     Quiso el alférez Muñoz vengar la herida de su capitán, y tomando la bandera en la mano izquierda arrancó la espada, y apretando las piernas al caballo cerró con el turco. El turco diestramente le hurtó el cuerpo, y al pasar hirió un poco al caballo en la cadera. Revolvió sobre el alférez, y el turco le alcanzó otro golpe en la asta de la bandera. El alférez se afirmó sobre los estribos y dió tan gran cuchillada al turco en la cabeza que se la partió, y dió con él muerto en tierra.

     Hiciéronse cosas señaladas este día entre moros y cristianos. El marqués de Mondéjar, valiente y animoso, se metía en los mayores peligros, y como llevaba un sayo vaquero de terciopelo verde y tela de oro, siendo conocido por persona principal, cargaban muchos enemigos sobre él. Había renegados españoles y moros ladinos que le conocieron, oyendo principalmente a Gaspar Muñoz, que a grandesvoces le decía: «No dé lugar vuestra señoría a retirarse, que será ocasión de que en los suyos haya flaqueza, y los enemigos tomen ánimo.» Esto dijo Gaspar Muñoz en ocasión que los alárabes y moros eran infinitos, y no era posible, sin evidente peligro, resistirlos; y así, el marqués comenzó a retirarse, que ya no era posible otra cosa.

     Y queriendo pasar adelante dió en un vallado, donde cargaron sobre él, dándole de un cabo y de otro con lanzas y cimitarras, y alfanjes. El marqués se defendía solo de tantos enemigos. Echaron de ver los jinetes el peligro en que su general estaba, y determinaron de morir o sacarlo de él. Llamábanse a voces unos a otros, diciendo: «Ea, señores, que matan al marqués, socorramos, que matan a nuestro general.»

     El alcaide Zesán, capitán de jenízaros, cerrando con el marqués, le sacó la espada de las correas (peleaba el marqués con lanza y adarga), sin le dar lugar de poder echar mano a su espada. Valiéronle al marqués sus jinetes, y uno de ellos, llamado Torres, cobró la espada, matando al turco que la llevaba. Mataron al marqués el caballo, y diéronle una lanzada que le pasó las corazas y hirió muy mal, aunque con muy buena gana de pelear y vengarse; pero desangrábase tanto, que lo hubo de dejar y retirarse.

     Cuentan de otra manera este peligro y herida del marqués; dicen que mató por su mano a Ceci, renegado, secretario general de la caballería de Barbarroja, y que embarazado con la muerte de este enemigo, le dieron una lanzada de través que le pasó los lomos, aunque sin peligro. Murió Luis de Zayas por ayudar y librar al marqués. Llevaron las narices a Francisco Gaitán, que peleó varonilmente. Murieron otros, y fueron heridos muchos.

     Estando en este aprieto llegó a socorrerlos don Juan de Mendoza, capitán de infantería; entró por los olivares matando a muchos enemigos.

     A la parte del estaño se atacó fuertemente la escaramuza, y queriendo mostrarse Valdivia, hidalgo natural de Andújar, yendo corriendo a rienda suelta, cayó el caballo con él. Dijéronle sus amigos (tomando por mal agüero caer el caballo) que se volviese. El no quiso; metióse entre los enemigos hiriendo y matando, mas como sólo se tomó con muchos, pagó con la vida la pena de su temeridad.

     También murió Juan de Benavides, nieto del conde de Santisteban del Puerto, que estando quitando la vida a un turco, otro se la quitó a él. Hirieron malamente a Andrés Ponce de León, caballero de Santiago y natural de Córdoba, varón esforzado. Pasaron con una escopeta a monsieur de Busu, gentilhombre del Emperador; no murió, aunque le hirieron mal.

     Tocaban apriesa en el campo al arma; los caballeros y señores se armaron y pusieron a punto con ánimo y esfuerzo. Salió el Emperador con ellos, ordenando que dos escuadrones de soldados le siguiesen para socorrer a los suyos, como dicen de Mario en la guerra de los anubios. Encontró a Pedro de Castro que volvía de la escaramuza mal tratado; preguntóle con rostro alegre y amigable cómo venía, y en qué estado andaba la escaramuza; respondió Castro, que los enemigos iban de vencida, pero que los suyos, si bien vencedores, andaban tan desordenados como los vencidos.

     Llegó Hernando de Padilla desangrándose de la herida de la mano, y queriendo tornar con el Emperador, no lo consintió, mandándole que se fuese a curar. Dijo al Emperador que los de los olivares iban desbaratados, y que el socorro se diese a los que peleaban en el estaño. Y yendo el Emperador para allá, Lázaro, que con sus capeletes iba delante de los jinetes, apretados de los turcos volvieron las espaldas, y como los jinetes vieron que los capeletes huían, hicieron ellos lo mismo. Vió el Emperador la huída o retirada de los suyos, la grita y polvareda que había y con dos mil alemanes, y otros tantos italianos y cuatro mil españoles de los de Málaga (entre los cuales todos había seis mil arcabuceros) mandó caminar a priesa, y él con la gente de su casa y señores, que eran cuatrocientos caballos, al galope se adelantaron calando celadas, y puestas las lanzas en ristre iban estos caballeros con tal gana de pelear, que dejaban muy atrás el estandarte imperial.

     Aquí dicen que hizo el Emperador lo que el cónsul Mario y Paulo Emilio en la de Macedonia, y Epaminondas, capitán y príncipe tebano, que por salvar los suyos no temieron la muerte. Detuvo Carlos los que huían, concertólos, rehízolos y peleó junto con ellos, de manera que ya no era escaramuza, sino batalla: la artillería y arcabucería de los enemigos, disparaban muy espeso; con la confusión y polvareda no se veía el daño que hacían. El Emperador peleaba con tanto peligro de su persona, que Hernando de Alarcón le suplicó que se retirase, porque en su persona no sucediese alguna desgracia que fuese perdición de todos. No hizo caso el Emperador de estos ruegos, sino diciendo con voz alta: «Santiago», su lanza en ristre, arremetió contra los turcos: viéndole sus caballeros y soldados, hicieron lo mesmo. Que es poderosa la presencia del príncipe, para hacer, en tales ocasiones, de los hombres leones.

     Como tales pelearon los cristianos, y apretaron a los enemigos, de suerte, que, desbaratados, huyeron. Ganáronles la artillería de los olivares, y otros que a la parte del estaño tenían, que llamaban zarzabanas, por no los poder llevar, queriendo que los cristianos no se aprovechasen de ellos, los cargaron de pólvora y pegaron fuego, para que reventasen. Hízose pedazos el uno, y rompió cureña y ruedas; otros dos quedaron sanos y de provecho. La caballería siguió el alcance más de dos millas. No se pudo saber el número de los moros y alárabes que murieron. Súpose cierto que los vivos quedaron tan bien castigados, que temieron, y de aquí adelante no se desmandaban tanto en las escaramuzas, y ya que siempre andaban derramados por los campos, no se acercaban como solían.

     Muchos caballeros se mostraron este día valientes y animosos, como fueron don Bernardino de Mendoza; don Alonso de la Cueva; don Gonzalo de Ledesma, del hábito de Santiago y natural de Zamora. Don Fadrique de Toledo, primogénito del marqués de Villafranca, peleando con un turco cayó del caballo, quedándole el pie en el estribo; llegó otro turco a cortarle la pierna y cortó la acción. Levantóse animosamente don Fadrique, y con una pistola y espada se defendió de los turcos, hasta que fué socorrido de unos jinetes de Alvar Gómez Zagal y de Diego de Narváez. Peleó también valientemente don Pedro de la Cueva, comendador mayor de Alcántara, y, singularmente, con un turco de caballo, descalzo y mal vestido, pero muy valiente. Ninguno lo fué más, a dicho de todos, este día, que el Emperador, y a Su Majestad se atribuyó la victoria.

     Y no de menor grandeza de su ánimo hizo otra fineza, y fué que un moro de Túnez vino secretamente este día a él, y le ofreció de dar la victoria de esta jornada sin gastar mucho tiempo en ella, ni perder un soldado, ni sus tesoros. Preguntado cómo, dijo que matando a Barbarroja, porque muerto este cosario, todo su campo se desharía, y en Túnez abrirían las puertas a Su Majestad. Preguntado cómo matarían a Barbarroja, respondió que él se ofrecía a ello, y lo podía fácil y seguramente hacer, porque era su panadero, y le echaría en el pan algán, que es lo mismo que tósigo o ponzoña. El Emperador no se sirvió de esto, diciendo que no era su honra matar de esta manera a Barbarroja, antes sería honra del Turco. Que sus armas no las había de envolver con ponzoñas ni traiciones para matar al enemigo, ni sería gloriosa su jornada, si de esta manera venciese. Que los príncipes no han de admitir traiciones ni hechos tan bajos, aunque fuesen contra un cosario como Barbarroja, a quien él pensaba vencer y castigar, no con ponzoñas, sino con el favor de Dios y fortaleza de su gente. Respectos dignos de tan gran monarca.

     Hay en los moros poca verdad ni fe; con gente liviana, fáciles para creer cualquier desatino. Mil hubo en estos días embusteros que se hacían santos, y anunciaban la victoria suya y acabamiento de los cristianos, particularmente uno, que con sus sermones trajo a servir a Barbarroja más de diez mil caballos, y grandísimo número de alárabes, númidas y masilios. Hacíales creer que los tiros ni arcabuces de los cristianos no los matarían, mas él experimentó en sí mismo su embuste y mentira. En las escaramuzas salían delante de los bárbaros moras viejas hechiceras que derramaban en el aire y en la tierra papelillos con sus conjuros y bárbaras supersticiones. Salían a pie y a caballo las mujeres viudas de los que habían muerto en las peleas para vengar sus muertos o morir como ellos, y ir a gozar del premio en su compañía, que Mahoma y sus morabitos prometen a los que así murieren en tal guerra. Tan brutos son estos bárbaros, habiendo tratado tanta multitud de años con la gente más política del mundo. Quiérelos el demonio así, y son efectos del pecado, porque Dios los dejó caer en sentidos reprobados y más que ciegos.

     En 28 de junio, estando el cielo claro y limpio de nubes, se levantó súbitamente un viento áfrico que en aquellas partes nace; luego se cubrió el cielo de nubes, y el viento, con su furia, levantaba la arena, que cegaba y lastimaba las caras. Fué tan grande la tormenta y aguacero, que parecía que todo se quería asolar. Rompíanse los maderos gruesos, y de las tiendas las cuerdas de cáñamo que estaban atadas a las estacas, como si fueran de lana: caían las tiendas y pabellones. Finalmente, ni en la mar ni en la tierra se podía vivir. Los hombres, atónitos y temerosos, entendían que los demonios, convocados por los hechizos de aquellas gentes los venían a ayudar. Otros dicen que Cachadiablo, un valiente renegado, había muerto en una escaramuza, y que los demonios le hacían la fiesta a costa de los cristianos. La confusión y miedo era grande; oíanse truenos, veían relámpagos temerosos. Con el ruido del aguacero, ni los capitanes podían mandar, ni los soldados obedecer. Acudieron los más valientes a los bestiones, pero no era posible llevar pica enhiesta, ni bandera, ni disparar arcabuz; dábales arena y viento en los ojos.

     Entre muchos caballeros que acudieron, fué don Sancho de Leyva, con una espada y rodela, rogando y animando a los soldados. Los navíos y galeras en la mar se vieron en gran peligro. Los de la tierra no veían a los de la mar, ni al contrario, sino que tan ciegos estaban unos como otros. Tocábase al arma reciamente; oíanse gritos de mujeres y de gente que no era de guerra. Acudían a la marina con deseo de verse en la mar sin ver enemigos. Los mercaderes dejaban sus tiendas y mercadurías, que no curaban sino de salvar las vidas.

     Púsose en un bestión don Alonso de la Cueva, por donde se temía que acometerían los enemigos. El príncipe Andrea Doria, para remediar el alboroto y poner ánimo en los suyos comenzó a decir a grandes voces: «La Goleta es ganada.» Derramóse luego esta voz por todo el campo, que fué de harto efecto.

     Salieron de la Goleta docientos turcos con palas y levantaban la arena para que el viento la llevase y diese con ella en los ojos de los imperiales, y como sintieron el trabajo en que estaba el campo imperial, salió un grueso escuadrón de la Goleta, y con gran grita acometieron a los bestiones; pero hallaron tanta resistencia en los españoles, que los hicieron volver y los siguieron matando hasta sus reparos. Y hubo alférez que puso en ellos su bandera. En este alcance los mataron a Jafet, capitán del Gran Turco. Hízose una gran salva en el campo con alegrías de la voz que por esta animosa arremetida se renovó, de que la Goleta era ganada. Con tal confusión y trabajo se pasó este día, cesando la tempestad; pero, venida la noche, volvió tan furiosa y repentina como la vez primera; no duró tanto, que como vino de golpe así se acabó y cesó todo el mal temporal en un punto. No se perdió en la mar navío ni bajel, más de algunos bergantines y barcos que dieron al través en una punta que salía de la tierra.



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- XXII -

Muley Hacem viene al campo. -Toca la gota al Emperador. -Recibe el Emperador al rey Hacem. -Llega al campo Beltrán de Godoy, caballero cordobés.

     Por medio de un renegado genovés que de Montebarcas pasaba en Sicilia, tenía el Emperador sus inteligencias con Hacem Muley, rey despojado de Túnez, el cual, pocos días antes de este, había enviado tres alcaides suyos, de los cuales uno, con larga y elegante oración, en su arábigo (siendo intérprete Valentín, fraile de San Francisco, de nación valenciano), había dado al Emperador las gracias por el favor y merced que con su campo había hecho a Muley Hacem, para restituirle en su reino, y echar de él un tirano, cosario, ladrón; y pidieron licencia para que Hacem viniese al campo. Con dos de estos alcaides envió el Emperador al capitán Alvar Gómez Zagal, y el tercero quedó en poder de don Francisco de los Cobos, comendador mayor.

     Pues otro día después de la tempestad, a 29 de junio, fiesta de San Pedro y San Pablo, aparecieron sobre la ruina de Cartago hasta docientos moros a caballo, de los cuales algunos se comenzaron a venir al campo, trayendo en señal de paz unas azonas de coscoja, y en ellas unas tocas tendidas; en la mano izquierda levantaban y bajaban a menudo el brazo derecho, diciendo a voces: «Todos somos unos y de un señor.» Estos se adelantaron en lo alto de las ruinas, donde se mostraron Muley Hacem y el capitán cristiano Alvar Gómez Zagal. Alegráronse mucho en el campo imperial, pensando que con la venida del rey de Túnez y los suyos, tendrían gran ayuda para acabar antes la guerra, y que serían bien proveídos de bastimentos, pero engañáronse, porque los de Muley no pelearon ni sirvieron de más que embarazar y ayudar a comer lo que había en el campo.

     Vió el rey moro desde aquella sierra el campo y armada imperial, de cuya hermosura y grandeza quedó admirado. Dicen que se ve de allí Túnez, y que mirándola se enterneció y derramó algunas lágrimas. Allí esperó hasta que sus moros vinieron a dar aviso de su llegada, y volvieron con respuesta.

     Sabida en el campo la venida de Hacem, salieron a recibirle el duque de Alba, el conde de Benavente y Hernando de Alarcón, con grandísima caballería, y otros muchos, que casi no quedaron sino los que eran de guardia en sus cuarteles. Tuvo bien que ver y de qué se admirar el rey moro en el campo imperial, donde tantas armas y ricas galas había, y un orden en las tiendas, calles y plazas del campo, bien peregrino y nunca visto entre aquellas gentes, que naturalmente son bárbaras. No le salió a recebir el Emperador fuera de su tienda por alguna causa que le movió, o por estar tocado de gota, que le hacía estar desabrido, no tanto por el dolor, cuanto por la falta que en el campo hacía su persona imperial.

     Esperóle en su tienda sentado en estrado, acompañado del infante de Portugal y de muchos caballeros. El duque de Alba y conde de Benavente traían en medio al rey Hacem, el cual venía mirando con gravedad real a todas partes. Era Hacem de buena estatura, de cuerpo grueso, color moreno, rostro abultado, mal barbado y el mirar avieso, que le ponía gravedad. Hablaba poco y compendioso; venía vestido de un capellar morado hasta los tobillos y tocado a la morisca, en una yegua blanca, con lanza de cuarenta y cinco palmos en la mano; en la muñeca izquierda traía atada una pistoresa o daga; el dedo índice de la mano derecha tenía manco. Junto a él, como lacayos, venían ocho moros a pie, rotos, maltratados y descalzos; los demás venían en yeguas muy mal enjaezadas; pocos traían buenos caballos ni vestidos. Algunos albornoces había entre ellos; otros traían zamarros de diversos colores, la lana adentro cuando el sol abrasaba. Tenían los principales alfanjes moriscos anchos y cortos, y pistoresas o dagas; no traían todos lanzas, que no todos las alcanzan, porque como las traen de Alejandría y Constantinopla, son caras.

     Era tanta la pobreza del rey de Túnez, porque había siete meses que andaba huído por los montes y lugares secretos, temiéndose de caer en manos de sus enemigos, y tenía muchos por complacer a Barbarroja. Así dijo el Alvar Gómez Zagal, tratando de sus infortunios, que los trabajos eran buenos y se habían de llevar con gusto, porque en ellos se descubrían los verdaderos amigos.

     Cerca de donde el Emperador esperó sentado al rey, pusieron un estrado, que fué un dosel sobre unos cojines de brocado. Antes de llegar a la tienda del Emperador, envió delante uno de sus moros para que le viese y conociese, por no hacer su acatamiento a uno por otro. Cincuenta pasos antes de llegar a la tienda del Emperador, soltó la lanza que traía, y luego todos los que con él venían dejaron caer las suyas y se apearon juntos, y cogiendo a su rey entre sí le llevaron hasta donde el Emperador estaba. Llegados a la tienda abriéronse todos y quedó el rey solo, no sé si descalzo, porque todas las veces que vino a hablar al Emperador vino descalzo; los ojos puestos en tierra llegó al Emperador, el cual viéndole venir se levantó en pie y quitó el sombrero. Hacem le besó en el hombro, y por intérprete le dijo: «Seas en buen hora, gran rey de los cristianos, venido a los trabajos que has tomado; espero en Dios misericordioso tendrán alguna recompensa, y si no de todos, seránlo en parte; y cuando fortuna de todo me privase, mientras Hacem, siervo tuyo, viviere, ni le faltará voluntad para servirte ni conocimiento para agradecerte lo que por él hiciste y el cuidado que tomaste. Por la venida que has hecho te doy mil gracias, y por lo que aquí te detendrás te beso los pies, pues en tan gran obligación me has puesto, y a mis descendientes en tanto cargo los dejas, dándome ayuda contra Haradim Barbarroja, que me ha hecho tantos males, cuantos bienes él y sus hermanos de mí recibieron, cuando mayor necesidad tenían y yo mayor prosperidad. No te maravilles, gran sultán, de esto que digo, ni de las quejas que con dolor te doy, porque en ley de bueno cabe hacer buenas obras a todos y a ninguno zaherirlas. La verdad es que al ingrato es justo acordarle las buenas obras que le han hecho, y recontarle los beneficios que ha recebido, para que o se enmiende o sea castigado. No tanto codicio volver a Túnez por cobrar mi patrimonio, ni entrar en mi reino perdido, cuanto por tener con qué te servir.»

     Dijo el rey moro estas razones con gravedad y ternura, puesto en cuclillas sobre los cojines a su usanza. Los jeques y alcaldes, unos se tendían por el suelo, otros arrodillándose llegaban a besar la ropa y pies del Emperador, diciendo en arábigo: «Gran rey, Dios te ensalce, Dios te mantenga y prospere con los tuyos y te dé vitoria de tus enemigos.» Y el Emperador, con su benevolencia acostumbrada, los miraba con señales y muestras de amor, diciéndoles que su venida había sido para tomar a su cuenta sus trabajos y vengar los de las ofensas y daños que les habían hecho.

     Finalmente, dijo, por intérprete, al rey: «Queriendo Dios, yo te quitaré de las fatigas y trabajos que por mar y tierra Barbarroja te pueda dar.»

     El Emperador se levantó, y al rey, donde estaba sentado, con cuatro de los suyos, dieron de comer; los demás moros se fueron a la tienda que les tenían aparejada, y entre los grandes y caballeros se repartieron todos, encargándoles el Emperador su buen tratamiento.

     Presentó el rey al Emperador una hermosa y ligerísima yegua de color castaña, Dispararon de la Goleta la artillería, que pasaba por encima de la tienda del rey, y viendo el peligro le pasaron junto a la del Emperador. Escaramuzaron este día los moros de Hacem entre sí delante el Emperador, y con ellos algunos cristianos. Era notable su destreza en aprovecharse y usar de aquellas largas lanzas, y la ligereza de las yeguas.

     Mandó el Emperador que otro día le mostrasen el campo puesto en orden y en arma, y parecióle cosa maravillosa. Notó en él muchas cosas con prudencia, admiróse de los muchos arcabuces que por honrarle se dispararon después de la artillería, y de la gran abundancia que en las plazas había de cosas de comer, y del sosiego con que todos compraban y vendían, siendo tantos, y soldados, y no de una lengua.

     Mostróse afable y cortés con todos el rey, y muy buen jinete, de lo que se preciaba, porque blandeaba una lanza de cuarenta palmos corriendo un caballo, a una y otra mano, con gentil aire.

     Este día llegó al campo Beltrán de Godoy, caballero de Córdoba, capitán que había sido de Sena. Vino a servir en esta guerra con cien soldados escogidos. Comenzóse otra trinchea adelantando más las botas de arena, para lo cual las galeras y otros navíos trajeron fajina y rama de olivas, y en los dos bestiones se pusieron un cañón y una culebrina, dos falconetes y dos cañones dobles, demás de la artillería que hasta allí habían tenido.

     Pasáronse al campo dos renegados griegos, que dijeron las crueldades y poca seguridad con que Barbarroja estaba en Túnez, matando a unos y encarcelando a otros, que son obras proprias del tirano.



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- XXIII -

Quién era el rey de Túnez.

     Diré antes de pasar adelante quién era este rey de Túnez y algunos de sus trabajos. Llamábase Hacen o Hazam; que Muley es como nuestro «don», o como zultán entre turcos. Era hijo del rey Mahamet, que tuvo treinta hijos varones en docientas mujeres y amigas o concubinas, como ya referí, y de la reina Lentigesia, alárabe, mujer varonil y para mucho. Sabía, demás de lo que he dicho, mucho de astrología, y holgaba de hablar en esta materia. Era viciosísimo, sucio en las torpezas de la carne en todo género. Solía burlar de su padre, porque tenía tantas mujeres, aunque más lo hacía por los muchachos hermanos a causa del reinar, que por las muchas madrastras. Fué cruel demasiadamente, no tanto de suyo cuanto por su madre, que se lo aconsejaba por reinar. Ayudó a morir a su padre, a lo que algunos contaban, con cierta bebida. Mató a Maimen, su hermano mayor, a quien venía el reino, y a Yaceli, a Abrahim con otros cuatro hermanos, y al mesuar de Manfil con otros sobrinos suyos. Quemó los ojos con varillas ardiendo a Zahi Belhay Barca y otros hermanos, con el mesmo intento de marcarlos y hacerlos impotentes para reinar, que así lo tienen de costumbre aquellas gentes bárbaras y sin razón, y aun de ellos se pegó en España a los reyes antiguos de León, que usaron esta crueldad impía y crudamente; tanto ciega la ambición y apetito de reinar.

     Pagó Hacem estas crueldades, y la grandísima avaricia que tuvo en lo mismo, porque por causa de Raceth, su hermano mayor, el que, como dije, huyó a Argel, después de algunos trances de guerra, fué dos veces echado del reino, que tenía tiranizado, por Barbarroja la una, y otra por Hanudi, su propio hijo, el cual también le quemó los ojos y murió de esta manera lastimado y deshonrado; que aunque estas gentes son hijos de perdición, ejecuta Dios entre ellos la justicia conforme a las obras morales que hacen, porque es juez de todo lo criado, como le llama Moisés, escribiendo la creación del mundo.



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- XXIV -

Balas con la flor de lis francesa. -Prenden y matan al morisco que vendió a Luis de Presendes, espía que envió el Emperador. -Bando que todos se recogiesen a la bandera. -Escaramuzas y muertes varias de este día. -Enojo del César. -Clemencia del César.

     Ultimo día de junio, continuando los de la Goleta el jugar de la artillería sin cesar, mataron con ella tres soldados, y huyendo de ellos cuatro cautivos para el campo, a vista de los mismos turcos mataron al uno que corría solo, y los tres se escaparon, los cuales dieron aviso de lo que en la Goleta pasaba.

     Llegó una gran bala a la tienda del Emperador y la rompió sin que dañase. Muchas de estas balas estaban marcadas con flor de lis, por donde se entendía que Barbarroja había sido proveído de Francia.

     Llegó este día al campo Fabricio Maramaldo en una nao de Génova, y con él cien gentileshombres y soldados, tan lucidos y bien tratados como en el campo uno a uno se podían escoger. Tomóse una fusta en la bahía, en que había doce forzados cristianos que andaban al remo y otros tantos moros y turcos. Era arráez el morisco traidor, al cual el Emperador había enviado con Luis de Presendes por espías, para que en Túnez reconociesen la tierra, fuerzas y armas de Barbarroja, cuando el Emperador trataba de venir sobre él, y le vendió este enemigo, como dejo dicho, y trajo Dios a manos del César a este traidor, para que pagase su pecado, prendiéndole, como digo, este día en el bergantín. Entregóse al alcalde de corte, el cual le hizo arrastrar a la cola de un camello, y luego le hicieron cuartos. Dijo en su confesión que venía la vuelta de Barcelona, Mallorca y Menorca, de saber lo que en Africa se temía de la armada imperial, y lo mismo dijeron los cristianos que traía al remo; y preguntándole cómo entró en la bahía, dijo que tenía por cierto que el Emperador había ido sobre Argel y no sobre Túnez.

     Murieron tres soldados de la compañía de Mosquera y dos de la de Juan de Alamos, todos de las balas de la Goleta, que tiraban contra los bestiones, en los cuales con gran diligencia se trabajaba sin cesar, y sacaron para esta obra otros ochenta forzados de las galeras, echando en ellas y poniendo en su lugar cualquier soldado que en el campo (si bien ligeramente) se desmandaba, que este rigor era menester para tenerlos en paz y no desmandados.

     Echóse bando, so pena de la vida, que los aventureros de a caballo acudiesen a la bandera de Sancho Bravo de Laguna, y los infantes a la de Juan de Maldonado, de Salamanca, y mandósele a Mosquera que levantase bandera. Hacíase esto por evitar el desorden que había cuando se tocaba arma. Viéronse en trabajo este día los sacomanos, sobre los cuales cargaron tantos alárabes y moros, que fué necesario que Hernando de Alarcón fuese a los socorrer, con todo, murieron y fueron presos y heridos algunos.

     Salieron a escaramuzar los moros del rey Hacem, y porque los cristianos los conociesen poníanse unos ramos de oliva; pelearon muy bien, y pensando los enemigos que eran de los suyos, no se guardaban de ellos ni los herían, hasta que al fin vinieron a entenderlo. Contaban los de Hacem a los de Haradín maravillas de la grandeza y poder del Emperador, y el orden fuerte de su campo, y gente belicosa que en él tenía. Cercaron en la escaramuza a Lázaro Albanés tres turcos, y el Albanés tuvo tan buenas manos, que mató al uno y hizo que los dos huyesen, siguiéndolos él cuanto pudo. Huyeron siete jenízaros de los soldados y metiéronse en un silo, pensando defenderse allí hasta que les viniese socorro. Los soldados les requirieron que se rindiesen a buena guerra. No lo quisieron hacer, y los soldados fueron a los rastrojos y trajeron mucha paja, y echándola en el silo la pegaron fuego, queriéndolos sacar como a raposos con humo y fuego; mas fueron tan duros de darse, que se dejaron quemar vivos.

     El día todo anduvieron las escaramuzas en diferentes lugares, unas veces vivas, otras no tanto. Concertóse un soldado con dos jinetes de manera que él se puso en la muralla de Almarza por una tronera con su arcabuz, y los jinetes salían, y retirándose como que huían, los moros los seguían hasta donde el soldado asestaba de puntería en ellos, y antes que entendiesen la treta, mató ocho de a caballo. Asomáronse tres escuadrones de moros y alárabes, peones y caballos, en que, según la cuenta que los soldados hacen, había más de veinte y cuatro mil personas, y apretaron a Hernando de Alarcón, que se había adelantado, de manera que no pudo retirarse sin pérdida de gente y reputación. Recogióse lo mejor que pudo en las torres y casas de Almarza, que las había buenas.

     Cuando el Emperador lo supo mandó tocar al arma, y salieron lo fuerte del campo con algunas compañías de alemanes y españoles. Viendo los moros el socorro que venía, no osaron esperar. Enojado se mostró este día el Emperador con los desmandados, diciéndoles palabras de ira, y, la espada desnuda, arremetió contra algunos, y sucedió que yendo así para herir a un soldado, el soldado huía, y como vió que el Emperador le alcanzaba, volvióse a él de rodillas, suplicándole mostrase en él su clemencia, y como en el Emperador era tan natural que jamás la negó, envainó su espada sin decir palabra al soldado, más de que volviese a su escuadrón y que no se desmandase más.

     Llegó el Emperador donde estaba Hernando de Alarcón, y luego los moros huyeron, y el Emperador recogió su gente y con ella volvió a su campo, donde se trabajaba cavando los soldados y gastadores, de manera que la trinchea estaba ya muy adelante y cerca de la Goleta.



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- XXV -

Escribe el Emperador a España dando cuenta de la jornada.

     He contado bien por menudo todos los hechos y sucesos desde que el Emperador salió de Barcelona y con su armada entró en los puertos de Africa, y asentó su real y campo poderoso en los de la gran Cartago, y sitió la Goleta con la resistencia que los turcos, moros y alárabes hicieron; y si bien las armas anduvieron vivas todo este mes de junio, no por eso olvidaba Su Majestad a España, escribiendo todo lo que hasta este día le había sucedido en la jornada.

     En este mesmo día 30 de junio escribió a la Emperatriz y a otros grandes y señores de España, diciéndoles en relación y sumariamente lo que aquí he dicho a la larga y por menudo, y para entero cumplimiento y seguridad de la verdad de esta historia, digo que escribió al marqués de Cañete, virrey de Navarra, diciéndole:

     «Marqués de Cañete pariente nuestro, visorrey y capitán general en el nuestro reino de Navarra. Desde Caller os di aviso de mi llegada allí con el armada, como habréis visto por la carta que os escribí el sábado 12 del presente, el duplicado de la cual irá con ésta, para que si no la hubiéredes recebido, lo entendáis por había ido con algunas galeras para visitar ésta. Aquella noche salí de allí, adonde aquella ciudad, que es la cabeza del reino, y tomar la provisión que allí estaba hecha para la armada al cabo de Polla, donde estaba surta aquélla, proveyéndose de agua y leña y las otras cosas necesarias; y el domingo adelante se puso todo en orden y partí con toda mi armada lunes 14 del mismo, por la mañana, con buen tiempo, y otro día, martes, cuando amaneció, me hallé con la mayor parte de las galeras, con que me adelanté de las naos, dejando con ellas la otra parte cerca de tierra, y surgí en Puerto Farina, que es el puerto de costa de él, viniendo de Cerdeña, a dos horas de día, a donde tres o cuatro horas después llegaron las naos de la armada, con las galeras que con ellas habían quedado, y encontinente pasé adelante con toda mi armada junta y vine a surgir en el golfo de Túnez, tres millas de la Goleta, y algunas de las galeras, por reconocer el sitio y disposición y fuerza de ella y el desembarcadero para la gente, se allegaron tan cerca, que se tiraron desde ellas a la torre de la dicha Goleta, y a diez o once galeras que estaban a la boca de ella, tiraron muchos tiros de artillería, y asimismo desde ellas y de la dicha torre tiraron a nuestras galeras, y porque ya cuando esto pasó era tarde para salir en tierra, esta noche no se hizo otra cosa. Otro día por la mañana se desembarcó con las galeras y esquifes de ellas y bateles de las naos, en un tiempo, juntamente la infantería española que vino de Nápoles y Sicilia y la alemana, con la cual yo salté en tierra, acompañándome los grandes y gente que pudieron salir por entonces de los de mi corte, que fué la mayor parte de ella, y se tomó un monte con una torre cerca de la mar, donde fué la antigua ciudad de Cartago, en el cual y en dos lugares pequeños que están a la una parte de él, hacía Túnez, se alojó la dicha infantería y mi persona con ella. El jueves y viernes siguiente se desembarcó la infantería española que trujimos de España en nuestra armada, y los italianos, y los que habían quedado de la gente de nuestra corte y casa, y de los caballos de ellos, y de los jinetes que venían de la Andalucía, y se comenzó a desembarcar el artillería y munición, y habiendo entendido de algunos moros que se han cautivado, y juzgando por lo que se ha podido conocer hasta aquí, está fortificada la torre de la Goleta y proveída de gente de artillería y las otras cosas necesarias para defenderla, de manera que la empresa no se podría hacer sin aventura de alguna gente, y de parte de la armada se praticó si para facilitar más la empresa sería más conveniente ir sobre Túnez y sitiarla, considerando que conquistando aquella ciudad en la Goleta no quedaría resistencia; pero porque se entiende que los enemigos tienen también allí mucha y buena gente, artillería y las otras provisiones, y que hallando alguna dificultad, o dilatándose el ganarla, habiéndose de proveer nuestro ejército de vituallas de las que se traen en el armada, y alejándose de la mar como sería menester, que para esto se hacía, porque desde donde está el armada hasta Túnez hay nueve millas, dejando los enemigos en medio, no se podría proveer sin mucho trabajo, y que fuese necesario ocupar en asegurar el camino buena parte de la gente que traemos, ha parecido combatir la dicha Goleta ante todas cosas. Y así, para este efeto, el sábado asentamos nuestro campo en el dicho monte en un llano que está en la falda de él hasta la mar, donde está nuestra armada, acercándose a la dicha Goleta a tiro de cañón, adonde hay mucha agua, así de fuentes como de muchos pozos que hay abiertos, y se halla en todas las partes del campo y de la marina muy cerca de la haz de la tierra, y se ha dado orden en hacer las trincheas para llegar el artillería a la torre, y aderezar las otras cosas que son menester para la batería, y aunque una nao en que venían algunas piezas de artillería gruesas, y municiones y el comendador Rosa, a quien proveímos por capitán de ella para esta empresa, con ciertos artilleros (que no pudo salir de Barcelona con nuestra armada), no es llegada, se suplirá esta falta sacando la que es necesaria de las galeras, y se entiende con gran diligencia en aderezar todo lo que es menester, y así se usará en lo que se ha de hacer, y esperamos que con ayuda de Nuestro Señor se acabará brevemente, como conviene a su servicio y al bien de la empresa.

     »La gente que se entiende que tiene Barbarroja, de que principalmente hace fundamento, aunque tiene otra de la tierra, son hasta seis o siete mil turcos y jenízaros que le han quedado de los que trajo en la armada del Turco, y demás de esto tiene gente de a caballo; dicen que ésta será hasta mil hombres. Algunas escaramuzas ha habido, y han sido muertos y cautivos de los enemigos; muchos también han sido muertos por ellos, de los de nuestro ejército; algunos, pero pocos, y la mayor parte soldados de las galeras y gente inútil y de servicio que de ellas ha salido, y se desmandaban a tomar fruta y buscar agua.

     »El rey de Túnez no ha hasta agora enviado a Nos, ni tenemos certinidad donde se halle, aunque dicen que está cerca de aquí, por algunos moros de los que se cautivaron, que he mandado libertar; para esto le he hecho entender mi venida con esta armada y ejército, y aún no tengo respuesta suya, ni se entiende lo que querrá hacer.

     »De Nápoles, Sicilia, Cerdeña, han venido después que estamos aquí, algunos navíos con bastimentos, que será ayuda para que el campo esté mejor proveído, y viene también el marqués Alarcón a servirnos en esta empresa.

     »El sol, en esta tierra, según lo que hasta agora se ha visto por experiencia, tiene la fuerza que en el reino de Toledo, y continuamente hay embates y aires de la mar con que se pueden bien pasar los calores.

     »Después de ésta escrita, habiéndose detenido el despacho, se ha comenzado a hacer la trinchea para llegar por ella y asentar el artillería para la batería que se ha de hacer a la fuerza de la Goleta, y hecho gran parte de ella, y un bestión la noche antes, delante de los que en esta obra trabajaban, que los enemigos no la puedan estorbar, y proveído que quedase en él para esto cierta gente de infantería italiana con el conde de Sarno, coronel de ella. Ayer, víspera de San Juan, por la mañana, buena copia de gente de caballo y de a pie de los enemigos que salieron de la dicha Goleta vinieron y arremetieron con gran ímpetu contra el dicho bestión para tentar de echar de él la gente que lo guardaba; la cual, aunque tenía orden de no salir de él, ni le tocaba más de defenderle, no se contentando de haber resistido el ímpetu de los enemigos y alanzándoles del bestión, y puesto en huída, salió fuera de él siguiéndolos, hiriendo y matando los que pudo alcanzar, los cuales, con más gente que se les juntó, volvieron sobre la nuestra con tanta fuerza, que no la pudiendo resistir, cansada ya de la resistencia hecha y del trabajo pasado, y por ser mucho mayor número el de los enemigos, se comenzó a retirar, y los enemigos cargaron de manera que con ella juntamente entraron en el bestión y lo ganaron; pero encontinente socorrió cierta gente de la infantería española, que cerca de allí en guarda del campo estaba, y echaron del dicho bestión a los enemigos y los hicieron huir de todo el campo. El dicho conde de Sarno, al tiempo que retiró la dicha gente italiana, y los enemigos entraron en el bestión, fué muerto, de cuya pérdida nos ha desplacido mucho, porque era persona valerosa y buen servidor nuestro; y de la otra gente, siete o ocho, y de los enemigos fueron muertos más de treinta; y por cautivos y renegados que se han pasado después a Nos, como se pasan cada día, se ha entendido que entre éstos habrá tres capitanes, de quien ellos hacían mucha cuenta, y casi cada día salen los enemigos a escaramuzar, y aunque no damos lugar que salgan de los nuestros, todavía se matan muchos de ellos.

     »Este despacho se ha detenido hasta hoy que son 30 del presente, y lo que aquí se ha hecho, demás de lo que arriba está dicho, es que el viernes, otro día adelante de San Juan, salieron una hora antes del día mucha gente de la Goleta, y con gran silencio llegaron a otro bestión que la misma noche se había hecho de la dicha trinchea, que lo guardaban españoles, y dieron en ellos, que habían trabajado toda la noche, haciendo el dicho bestión, y con el cansancio estaban la mayor parte durmiendo y reposando, con tanto ímpetu, que antes que fuesen sentidos y pudiesen tomar las armas y resistirles, mataron algunos y hirieron otros. La resistencia se hizo de mañana, y así se opusieron a los enemigos, que no con poco daño suyo fueron echados y constriñidos a huir y encerrarse en la dicha Goleta, quedando el bestión guardado y defendido de los nuestros, de los cuales fueron muertos hasta ocho o diez, y entre ellos un capitán de infantería y un alférez, y quedaron heridos hasta quince o veinte, que han sido y son curados y remediados, y de los enemigos se perdieron más de treinta o cuarenta, y una persona principal que tenían en mucha estima.

     »El sábado siguiente por la mañana, porque los enemigos el día antes habían puesto ciertos tiros de artillería a la una parte del campo, entre la Goleta y Túnez desde donde tiraban y echaban en él algunas pelotas, en guarda de los cuales estaba toda la gente de caballo que tiene Barbarroja, aunque, como está dicho, no damos lugar a la gente de nuestro ejército que peleen con los enemigos ni salgan a escaramuzar, pareció no tanto por el daño que los dichos tiros hacían en nuestro campo, cuanto por la reputación de él, convenía quitárselos y echarlos de allí, y mandé que caminasen hacia la parte donde los tenían los caballos jinetes delante, y un escuadrón de la infantería española y otro de la alemana, y yo fui para hacerles espaldas con la gente de caballo de mi corte; y los jinetes, juntamente con algunos arcabuceros que se adelantaron, hubieron dos o tres reencuentros con la gente de caballo de los enemigos, que serían más de mil caballos y alguna de a pie, y haciéndoles yo espaldas con toda la otra gente de pie y de caballo, como está dicho, fueron echados de donde tenían los dichos tiros, los cuales se les tomaron, y ellos huyeron hasta el estaño de la Goleta, y visto que no podían ser alcanzados y que el efeto por que habíamos salido se había hecho, habiendo llegado hasta una legua o poco más de Túnez, a vista de ella me volví al campo con toda mi gente. En los reencuentros dichos fué herido de una lanza el marqués de Mondéjar, que tiene cargo de los dichos caballos jinetes, y quedaron muertos seis o siete de ellos, y de los enemigos más de cuarenta o cincuenta. El marqués ha sido y es bien curado, y no se teme peligro de su vida. Las trincheas se continúan y están muy adelante, y serán acabadas, y puesta en orden la artillería, y lo que más conviene para hacer la batería dentro de tres o cuatro días. Ya es llegado el marqués de Alarcón, con quien vinieron más de mil y docientos hombres de Nápoles y Sicilia, entre los cuales hay muchos varones caballeros y gentileshombres, y cada día llegan muchos navíos y otras fustas con bastimentos y a servirnos, y también es llegada la nao en que venía el comendador Rosa, con el artillería, municiones y artilleros, lo que no hacía falta, porque en el armada había sin esto muy gran cumplimiento.

     »Tres moros han venido a Nos y con una carta que certificaron ser del rey de Túnez, y otras de otros jeques y deudos suyos, los cuales, en sustancia, nos dijeron de su parte que, sabida nuestra venida, los enviaba para saber dónde y cómo queríamos que se ajuntasen con Nos, para restituirle en su reino, y ofreciendo para ello la ayuda que podrán hacer, y de venir a verse con Nos, para dar asiento y orden en lo que se ha de hacer, pidiéndonos que le enviásemos algunas galeras en que pudiese venir, y luego despachamos los dos de ellos. Respondiéndole haber holgado de entender su voluntad, y que habremos placer que venga con algunos de los dichos jeques y deudos y amigos suyos a verse y hablarnos, y certificándole que luego con un criado nuestro y con uno de los dichos sus mensajeros le enviaríamos las galeras que nos pedía, y le habemos ya enviado doce de ellas en que venga.

     »De nuestro campo sobre la Goleta de Túnez, a 30 de junio del año de 1535. -YO EL REY. -COBOS, comendador mayor.»

«EL REY.

     «Marqués de Cañete pariente nuestro, visorrey y capitán general del nuestro reino de Navarra. Después de estar firmadas y cerradas las cartas que van con ésta, vino a Nos el rey de Túnez con trecientos de caballo, moros de los que le han seguido y estado con él, y ha ofrecido que hará venir luego, para ayudar al buen efeto de la empresa, otros novecientos o mil, que dice que deja cerca de aquí, de sus deudos, amigos y criados, y asimesmo que avisará a los que le son aficionados en Túnez, de la intención con que habemos venido a esta empresa; porque Barbarroja ha hecho entender a todos ser para conquistar el reino y ponerlo debajo de nuestro señorío. Certificados de lo cual, confía que se animarán, y otros se moverán para ayudarle, y también que enviará a tratar con cierta gente de alárabes, que serán hasta seis mil de a caballo, que dos mil de ellos están juntos cerca de Túnez de la otra parte, los cuales Barbarroja procura de ganar y traer a sí para quitárselos y ayudarse de ellos contra él, y así escribe luego a los unos y a los otros, y Nos también a los que a él ha parecido, y quedando su persona en nuestro campo con diez o doce moros de los que trujo consigo, envía todos los otros para que vuelvan adonde dejó los otros, que están con sus mujeres, hijos y casas, y vengan todos aquí, sin que los enemigos les puedan impedir el camino, como, siendo el número que es, parece que lo podrán hacer con seguridad. Esto es lo que hasta agora con éste se ha tratado, y en lo que se ha de hacer para la batería, y en todo lo demás se entiende con toda la diligencia que se puede, como está dicho.

     »De nuestro campo sobre la Goleta de Túnez, a 30 de junio año de 1535. -YO EL REY. -Por mandado de Su Majestad, COBOS, comendador mayor.»



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- XXVI -

Julio. -Enfermedades en el campo. -Trabajo grande que los imperiales padecían. -Lo que vale la clemencia en un príncipe. -Desafía un soldado de Valladolid a los de la Goleta. -Peligro en que estaba la tienda del Emperador. -Poca ayuda que el rey moro hizo en esta jornada.

     Primero, segundo y tercero día de julio, mataron los turcos con su artillería más de veinte y ocho soldados y otros algunos del campo. No consentía, con todo, el Emperador que se embarazasen tirando a la Goleta ni a los olivares, ni en escaramuzas, sino sólo en la obra de la trinchea y vallado con que se iban acercando a la Goleta, que no quería perder tiempo para batir y combatirla, porque enfermaban muchos por la destemplanza del aire, que de día se derretían con el sol y de noche casi se helaban con el rocío, de donde resultó en el campo un gran desconcierto de vientre. Comenzaba asimismo a faltar el agua; a lo menos era salobre y turbia, del mucho jarrear; comían manzanas no maduras para matar con ellas la sed, que también los corrompía, y aun la panática de la flota se calumbrecía. Hubo, pues, gran priesa y diligencia en acabar el valladar y baluartes para hacer la batería, y demás de la falta que de gastadores había, faltaban los materiales, porque allí no hay céspedes ni terrones, que toda la tierra es arena, y así era fuerza hacerlos de madera, tablas, ramos y otros aparejos, para tejerlo y tenerlo unido y fuerte, y era menester traer esta madera del cabo de Azefián, con las galeras lejos de allí de más de veinte millas a la parte de Levante, y pasarlo poco a poco a los reparos por las trincheas para encubrirse de la artillería enemiga.

     Con estas trincheas y reparos se habían los españoles viejos acercado tanto a la Goleta, que podían batir razonablemente el lienzo de muralla que Barbarroja había hecho.

     Queriendo los moros estorbar a los que en esto trabajaban, salían a escaramuzar; no los dejaban salir, y los soldados murmuraban apasionadamente, porque algunos quisieran aventurar las vidas más que padecer el trabajo que tenían, porque si no era cuando cavaban, no se les caían los coseletes de a cuestas. Dormían poco y comían mal. El refresco que se traía consumían y gozaban los señores.

     Enviaron navíos por refresco a Sicilia y Cerdeña; pero tarde hacíase, por mandado del Emperador y con mucha prudencia, buena guerra a los moros, que los que se prendían el Emperador los rescataba y hacía mercedes y daba libertad; por lo cual en Túnez se ganaron muchas voluntades, y decían que más querían caer en manos de cristianos que de sus proprios moros. Solos los turcos, jenízaros y alárabes lo pagaban, que a ninguno que cogían daban vida. Hazan Agasardo, renegado, dijo que más era de temer esta clemencia del Emperador que las armas poderosas que allí tenía. Porque un príncipe más vence con mansedumbre y ánimo liberal que con gruesos ejércitos.

     El primero día de julio, unos renegados que andaban en el campo hechos espías, llegada la noche clavaron una culebrina que estaba junto a la tienda del Emperador; cegáronle de tal manera el fogón, que en tres días apenas los artilleros pudieron barrenarla. Esta diligencia hicieron los enemigos, porque les hacía gran daño disparando contra los olivares.

     Otra noche adelante, a 2 de julio, clavaron otras dos piezas gruesas, que si bien había cuidado y guardia en los bestiones y artillería, no podían librarse de estos enemigos, por ser tantos los renegados que a Barbarroja servían y a los turcos de la Goleta. Estaban tan bien castigados de sus atrevimientos, que este día un soldado natural de Valladolid se puso entre el bestión de los españoles y otro de la Goleta y desafió a voces a cualquier turco o jenízaro que quisiese salir a combatir con él; y si bien esperó tiempo, ninguno quiso salir, y el soldado se volvió a su puesto, donde se le riñó su atrevimiento, y haber salido del orden que el Emperador tenía dado.

     Hubiera de matar este día a Andrea Doria una gruesa bala de más de sesenta libras que dió en su tienda bien cerca de él; matále el caballo, que tenía atado a una estaca. En el mismo peligro estaba la tienda del Emperador, que asestaban a ella a menudo.

     A 3 de julio vino un alárabe a visitar al rey Hacem, y en la plática le dijo: «¿Qué tienes, o qué sacaste, Muley Hacem, del reino de Túnez?» Hacem respondió: «Mucho; pues sé llevar las mudanzas de fortuna.»

     Dióle el Emperador a Hacem veinte mil ducados para traer a sueldo cierta cantidad de alárabes al campo cristiano, los cuales, después de haber recibido el dinero, no quisieron venir, excusándose que su ley les defendía el combatir contra los de su propria secta en favor de cristianos; tal fué el socorro y servicio que hubo el Emperador del rey de Túnez. Pero conociendo el César que no era por su culpa, sino por más no poder, guardó con él lo que había prometido, y le hizo muy buen tratamiento, mandándole servir y respetar como a rey; y demás de estos escudos le dió otros veinte mil, y diez piezas de brocado, y sedas de colores, y a sus moros hizo otras semejantes mercedes, de suerte que presto mudaron el pelo malo y quedaron hasta cincuenta con Hacem, y los demás, por hallarse tan bien, fueron por sus mujeres y haciendas.



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- XXVII -

4 julio: salen los imperiales a hacer la escolta y escaramuza. -Salen turcos de la Goleta contra cristianos. -Los españoles acorralan a los turcos en la Goleta. -Diego de Avila, valiente español. -Hazaña del alférez Marmolejo. -Don Alvaro Bazán pelea como valiente. -Sale el César al galope de su caballo, solo, en socorro de los suyos. -Matan a Diego de Avila. -Los cuerpos muertos sin sepultura corrompían el aire. -Heridos que hubo este día. -Avisos que hubo los intentos del enemigo. -Anima Barbarroja a los suyos.

     Habiendo necesidad de provisión para los caballos, y acordándose el Emperador del desorden que hubo en otro sacomano, mandó al duque de Alba con la gente de armas que señaló de los de su casa y con algunas compañías de alemanes y españoles y a Hernando de Alarcón, que fuesen con los caballos ligeros y jinetes a hacer la escolta. Dado esta orden domingo 4 de julio, bien de mañana fueron a los lugares de cabo Cartase. Salieron a ellos infinitos moros y alárabes más que otras veces, de a pie y a caballo. Hubo algunas escaramuzas, mas no de sangre, sino de algunos que se quisieron señalar, moros y cristianos. Cargaron de provisión como quisieron, y a las nueve del día dieron la vuelta para el campo.

     Tuvieron aviso los turcos de la Goleta que la mayor parte del campo imperial habían salido fuera, y acordaron de acometer reciamente, y de golpe, en los bestiones y trincheas. No eran bien apeados de los caballos los que venían de los lugarejos, ni los soldados se habían quitado los coseletes, cuando salieron de la Goleta con gran ímpetu los turcos que en ella estaban, con otros muchos que de Túnez habían venido; eran grandes los alaridos y grita con que acometieron (que así lo tienen de costumbre), y su determinación fué valerosa. Dejaron asestados cincuenta tiros gruesos, con otros muchos mosquetes y tirillos de campaña, a fin que si los cristianos los rebatiesen y les fuesen en el alcance, hubiese con que los ojear y matar.

     Toda la noche habían trabajado las compañías de don Diego de Castilla y de don Alonso de Villarroel y la del capitán Negrillo; trabóse tan de veras la pelea de ambas partes, que parecía batalla formada. Era tanta la gana que los españoles tenían de acabar de una vez con los turcos, que tenían determinado, en la primera ocasión que tuviesen semejante a ésta, o morir o entrarse a vueltas con los enemigos en la Goleta, Esta determinación los movió a que, antes que los turcos llegasen, saliesen los españoles a ellos, dejando atrás los reparos y trincheas, y tal carga dieron en los turcos, que los hicieron retirar hasta meterlos por sus reparos, hiriendo y matando en ellos, y no pararon hasta ponerse en el rebellín y bestiones de los turcos; aquí se vió claro la ventaja que los españoles hacen a los turcos.

     Dieron los turcos, cuando acometieron, una gran rociada de flechas y escopetas. Traían, demás de esto, talegas llenas de piedras, que arrojaban tan recia y diestramente y tan espesas, que parecía que las llovía el cielo.

     Pusiéronse los españoles en los bestiones de la Goleta y levantaron sus banderas en ellos. Una de ellas puso Diego de Avila, alférez de la compañía del conde de la Novelera, hombre animoso y de mucha verdad y buen trato, el cual, un día antes de éste, había prometido que la primera vez que los turcos los acometiesen había de poner su bandera sobre sus reparos, y cumpliólo así. Subió luego tras él el Marmolejo, alférez de Hermosilla; en subiendo le pasaron el brazo de un arcabuzazo, y con el otro y los dientes sacó la bandera y al volverse con ella le dieron un flechazo por la espalda; pero no por eso soltó la bandera. Muchos caballeros y soldados valerosos, deseosos de honra, andaban encima de sus reparos y bestiones; tirábanles los turcos, y los españoles, firmes; caían de ambas partes. Los que estaban en las galeras junto a la Goleta, viendo tan cerca los cristianos, huyeron de ellas.

     Andaba Cachidiablo animado y deteniendo los suyos, y diciéndoles muy buenas razones para que peleasen; pero por más que se cansaba, ya no peleaban con el esfuerzo que solían, ni los arcos disparaban sus saetas con tanta fuerza. Arrojaban de lo alto ceniza y otras cosas para cegar y ofender a sus contrarios; lanzaron una imagen pequeña de Nuestra Señora, o en vituperio de los cristianos o por faltarles qué tirar. A Lope de Fresno, sargento mayor de los españoles de Italia (el cual en ella y en Corrón se mostró animoso), queriendo entrar por una tronera, le tiraron de lo alto una piedra con que le mataron. Peleó este día, estando en tierra, valerosamente don Alvaro Bazán, y se vió en peligro de ser muerto de un balazo; alcanzóle poco, y así fué ligera la herida. Ayudaron poco las galeras, porque estaban apartadas, y la mar andaba alta, y como arfaban con las ondas, no acertaban donde asestaban; aprovecharan mucho si dadas las proas en tierra se acercaran. El capitán Bocanegra se mostró, y animosamente saltó en una galera de los turcos y la rindió.

     Duró, finalmente, la pelea sobre los reparos de la Goleta dos horas largas, cayendo de unos y otros. Los españoles daban voces pidiendo escalas y nunca las trajeron sino cuando ya se retiraban, que si en el principio las trajeran, acabaran hoy con la Goleta. También hubo falta en los italianos (quizá por vengarse de la que ellos padecieron cuando murió el conde de Sarno), que oyendo arma, arma, unos estaban quedos, otros se ponían en lo más seguro.

     El Emperador, oyendo el estruendo del arma, en un caballo ligero al galope, sólo con cuatro caballeros que acaso se hallaron con él, fué donde sonaban las armas, poniéndose en tanto peligro como si fuera un soldado particular. Viendo, pues, el peligro y poco fruto del combate, y que morían en él los más valerosos, mandó tocar a recoger, y al retirarse murieron más que en el combate, porque la artillería les daba en descubierto.

     Los alemanes ayudaron como buenos a los españoles este día. Dijeron los que más sabían de guerra que no se tomó hoy la Goleta porque cuantos venían al socorro acudían donde los españoles peleaban, y si acometieran por otra parte, los turcos se repartieran y así no fuera tan grande la resistencia que hicieron, que si bien sobró el esfuerzo en los soldados cristianos, fué grande la confusión y desorden, que donde ésta hay, no hay fortaleza.

     Murieron el alférez Diego de Avila, de un balazo que le dió estando peleando con dos turcos, y los turcos le tomaron la bandera y cortaron la cabeza con más de otras veinte, que según la ropa y armas, les parecieron de gente de cuenta, y las colgaron de los muros de la Goleta. De los italianos murieron pocos, porque, como dije, no quisieron ayudar a los españoles. Fué herido el marqués de Final de un escopetazo; lleváronle en diez galeras a Sicilia, y murió en llegando a la ciudad de Trapana. Derribaron de un mosquetazo a Francisco González de Medina, caballero del hábito de Santiago, habiendo peleado animosamente. Fueron más de docientos los muertos, y los más, tudescos; los otros, españoles, soldados escogidos, que, quedaron entre los arenales de la Goleta y bestiones sin sepultura, en compañía de otros cuerpos de turcos, porque ni los turcos se atrevían a salir por los suyos, ni tampoco los cristianos, temiendo todos la artillería. El sol terrible que en aquellas partes hace, corrompió luego los cuerpos, y así era intolerable el mal olor que los vivos sufrían.

     Anduvo el marqués del Vasto en lo peligroso de esta escaramuza; pasáronle el pescuezo del caballo con una escopeta, y cuando el Emperador llegó a los bestiones, debiéronle de decir el peligro en que el marqués había estado, y preguntó: «El marqués, ¿es vivo?»

     Peleó Fabricio Maramaldo valerosamente. Salieron heridos el capitán Saavedra, el capitán Jaén, el capitán Bocanegra y su alférez Pedro Valenciano, y el capitán Charles de Esparz. A éste, entre los bestiones, le vieron mano a mano matar cuatro turcos. Salió herido el capitán Morales y el capitán Hermosilla, el capitán Maldonado, el capitán Luis Quijada, Vázquez, hijo del alcalde de Navalmorquenda, de la cual herida después murió. Dieron flechazo en una pierna a Luis Daza, gentilhombre de la boca, y un mosquetazo en la cabeza a Rodrigo de Ripalda, del cual cayó aturdido, mas volvió en sí y escapó. Hubo otros muchos heridos y muertos, todos varones excelentes y merecedores de esta memoria; la intención de los españoles fué buena, su atrevimiento grande, y así lo fué el daño que recibieron.

     Sola una cosa se ganó este día: que los turcos conocieron bien las manos de los españoles, y los españoles las suyas; los turcos para temerlos, y los cristianos para tenerlos en poco. Murieron y fueron heridos de los turcos muchos más que de los cristianos.

     Sonó la pendencia de este día en Túnez más -como suele- de lo que fué. De lo cual unos temieron, otros echaban juicios. Barbarroja, hasta agora, no había bien sentido los enemigos que sobre sí tenía. Hallaba imposible poder sacar sus galeras, y desamparar a Túnez érale a par de muerte; echó el pecho a la fortuna, esperando que quizá haría lo que muchas veces suele, trocando las suertes y deshaciendo ejércitos poderosos, y que pocos venzan a muchos. Mandó a Sinán, judío, que derribase la puente por donde los suyos habían huído, por quitarles la ocasión para adelante. El judío le envió a decir que si quería que se derribase, que viniese él en persona a derribarla; mas Barbarroja nunca se atrevió a salir de Túnez, por lo poco que de los naturales confiaba, que al fin era tirano, y como tal había de tener sus temores y de hoy en adelante se le aumentaron.

     En lugar del alférez Diego de Avila, se dió la bandera a Juan Gómez, gentil natural de Huesca de Aragón. Pusieron en el bestión postrero aquella tarde otras cuatro compañías de soldados, porque si los enemigos volviesen, hallasen mayor resistencia. Otro día, que fué 5 de julio, se vino al campo un mancebo valenciano de poco más de quince años, querido de Barbarroja, y en su compañía un vizcaíno. Trajeron suma de dinero, y muy bien tratados, pusiéronse a peligro confiando en sus buenos y ligeros caballos. El Emperador les hizo merced; preguntáronles del número de los que de la Goleta habían muerto y sido heridos, y afirmaron ser muchos más de los que en el campo pensaron.

     Otro renegado que se decía Hazam Corzo, pagador de Barbarroja, se pasó también. Traía en moneda veneciana de oro cuatro mil ducados. Pidió misericordia con muchas lágrimas, lo cual el Emperador le concedió; llamóse Juan Bautista. Dijo éste, que en veces se habían pasado del campo treinta cristianos que se habían vuelto moros. Dió aviso que Barbarroja concertaba de salir una noche con veinte mil caballos y ochenta mil peones a dar en el real de los cristianos y desbaratar y vencer al Emperador. Por esto de aquí adelante se dobló la guardia y cuidado en el campo, y eran muy pocos los que de día y de noche se quitaban las armas, ni las sillas a los caballos; y en la armada se puso la misma vigilancia y cuidado.

     Blasonaba Barbarroja, por animar a los de Túnez, de las dos escaramuzas, y les decía que en la del conde de Sarno había perdido el Emperador ocho mil hombres, y en esta, veinte mil. Que demás de los muertos y heridos había infinitos enfermos en el campo; que no eran de mejor complexión los tudescos ni italianos que los franceses, y sabían lo que en el año de 1270 en aquellos mismos campos había sucedido al rey Luis de Francia con otro ejército tan poderoso como aquel, que con pestilencia, sin que moro africano pelease, habían allí acabado. Que mirasen la ley que tenían y la obligación de pelear y morir con él por ella, contra los cristianos. Que si por ser él rey se desdeñaban, eligiesen un rey cual ellos quisiesen, que él le seguiría y serviría como el menor soldado. Que mirasen que peleaban por su propria patria, hijos, mujeres y libertad, y no quisiesen verse en poder de españoles, que son cobardes en la pelea y crueles con la victoria. Estas y otras tales razones les dijo y hizo otras diligencias. Envió gente nueva a la Goleta, y por los heridos, que fueron muchos los que se vieron llevar en barcas. Envió por dos culebrinas gruesas, para que si la Goleta se perdiese, tener artillería en Túnez. Envió asimesmo cuarenta cargas de brocados y sedas a Argel, con otra gran riqueza, que le daba el alma su desventura, y por no mostrar flaqueza dijo que era moneda para pagar la gente que tenía en Argel; finalmente, hizo las prevenciones que un capitán prudente debe hacer.



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- XXVIII -

Asegura en Argel Barbarroja su ropa.

     A 6 de julio no cesaron los turcos de tirar con su artillería, y lo mismo a los siete, con que mataron hasta trece soldados. Deteníase la batería, y los soldados impacientes murmuraban, y sobre el acometer la Goleta había tantos pareceres como soldados; unos decían que fuese el miércoles, otros que domingo y otros que el viernes, que jamás España había dado batalla en este día que no la ganase.

     El Emperador, con su gran prudencia, iba midiendo el tiempo y componiendo las cosas para hacer el acometimiento atentadamente; quiso desocupar el campo de los muchos heridos que en él había y, hablándolos con amor, prometiéndoles hacer merced, dió orden que se llevasen a Sicilia, que de ella al cabo de Cartase ponían los antiguos mil y quinientos estadios. Hubo este día algunas escaramuzas con los moros que asomaban por los olivares. Murieron pocos. Llegada la noche, los soldados que eran de guardia hicieron en los reparos salvas de arcabucería, para que sintiesen los turcos que estaban apercibidos y les diesen lugar a trabajar en sus bestiones. Lo mismo hicieron en la Goleta, tañendo gaitas, tamboriles y adufes y otros instrumentos a la usanza morisca. Mataron al alférez Olea con una pieza de artillería yendo a poner fajina donde trabajaban.

     Pasada la primera guardia de la noche, entraron unos soldados a reconocer las defensas de los enemigos, sin que fuesen sentidos a la ida ni a la vuelta, y ellos dieron la cuenta de lo que habían visto.



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- XXIX -

8 de julio: reconocen los imperiales el lago para echar en él unos barcos con gente, que estorbasen el paso de Túnez a la Goleta. -Piedad del César con un soldado herido de un balazo. -Matan dos moros atrevidos un cristiano.

     Proveía Barbarroja la Goleta de munición y bastimento con barcas, que por el que se les quitase este paso, armando alguno. Determinóse en el consejo de guerra que se les quitase este paso, armando algunos bajeles y echándolos en el estaño con gente armada lo que bastase.

     A 8 de julio llamaron los maestres y capitanes de las naos que saliesen a tierra, sin decirles para qué, y por el secreto se encomendó a mícer Juan Reino, obispo de Alguer, y a un caballero de la casa imperial, que les mandasen lo que en consejo habían proveído, que esta noche pasasen algunos con mucho secreto y recato de la otra parte de la Goleta, apeando y tentando todo el lago, y lo hondo de él, para ver si podrían nadar bajeles, y de qué tamaño, y con qué gente, y que hallando qué podía ser, se apercibiesen para que por la canal por donde tentó Barbarroja llevar sus galeras a Túnez, varasen treinta bateles hasta dar en la cava, y de la cava al estaño, y que en cada batel fuesen diez arcabuceros, sin los remeros, y más, si el agua lo sufriese.

     Para esto se dió orden a Hernando de Alarcón, que escogiese trecientos soldados y que pusiese en cada barca tres o cuatro versos, o mosquetes, u otros tirillos de mayor efeto. Había barcas levantiscas que podían sufrir medio cañón; asimesmo, de las naos se echaron, de cada una, un artillero en tierra, sacando la provisión que para su comida fuese menester.

     Encomendóse el reconocer lo alto del lago a Francisco de Arrieta, capitán de naos y regidor de Cádiz, y a un hijo de Martín de Renteri.

     Francisco de Arrieta hizo lo que le mandaron tomando seis compañeros diestros en el agua y esforzados, y repartiólos de dos en dos; unos siguieron la parte de la Goleta, otros la de los olivares, y él echó por el medio. Hallaron, finalmente, la hondura que deseaban, y antes que amaneciese volvió el capitán Arrieta, y dió cuenta al Emperador, que le estaba esperando, de lo que en el lago había. De lo cual el Emperador holgó mucho, por ser de gran importancia quitar aquel paso a los de la Goleta.

     Llamáronse los maestros y capitanes de naos. Martín de Monguía vino luego, y con él Lucas de Jáurigui, almirante de la armada, y se les dió orden para que con las barcas anduviesen en el lago o estaño. Era el fin principal de esta diligencia querer ya acabar con la Goleta, combatiéndola por tierra, y la armada por mar, y los de las barcas por el estaño, que de esta manera no les quedaba por dónde poderse valer. Quitábanseles las provisiones y el socorro, y, siendo vencidos, por donde poder huir. Era importantísima esta diligencia, y, por extremo, dañosa a la Goleta.

     Al punto se aliñaron las barcas con sus empalizadas y defensas, asentando los versos y tiros. Dado este orden, el Emperador fué a ver la obra de la trinchea; y estando allí, en su caballo, pasó un turco con su escopeta los lomos de un soldado. Condolióse de él el César y le dijo que subiese a las ancas de su caballo para llevarlo Su Majestad a curar. El soldado no lo quiso hacer, y entonces el César le dijo que se fuese a curar a su tienda.

     Era el atrevimiento de los moros grande, por haberse mandado en el campo que ninguno saliese a escaramuzar. Este día, ya que el sol se quería poner, dos moros que dijeron eran alcaides de Barbarroja, venían en sus caballos, con sus lanzas sobre los hombros y airoso semblante, por la costa de la mar, y entraron por donde el campo se alojó antes que a la Goleta se acercase. Llegaron al reparo con tanta osadía, que ninguno los juzgó por enemigos. Cuando juntaron con la caballeriza de don Alvaro Bazán, fuéronse contra un cristiano, el primero que encontraron. El cristiano temió lo que podía ser, y lanzóse en la mar hasta la garganta. Entraron los moros tras él, y allí le mataron a lanzadas, a vista de muchos soldados, que de ninguna manera le pudieron socorrer. Los moros se volvieron con el mismo semblante que habían venido, hacia las ruinas de Cartago.

     A 9 de julio estuvieron todos quedos sin pelear; sólo se entendía en el campo en hacer los reparos y aparejos para combatir por todas partes la Goleta.



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- XXX -

Matan a don Hernando de Velasco. -Combátense un español y un turco valientes. -Mata Pedro de Orive un turco. -Parió la Emperatriz una hija. -Gente valiente que había en la Goleta.

     En diez de julio se pregonó en el campo, que los que no eran para tomar armas se entrasen en las naos, so pena de perder la vida, y los que en las naves eran para pelear saliesen a tierra. Embarcaron luego en una galera los heridos y enfermos que cupieron y los enviaron a Palermo. Mandaron asimismo embarcar los tratantes y negociantes y otra gente inútil, para desembarazar el campo. Pidió el marqués del Vasto que los capitanes y sargentos mayores le diesen la lista de los soldados que cada compañía tenía, para saber el número de gente que había, y repartirlos como convenía.

     Entraron este día en la bahía tres galeras de Sicilia y una de Catania. Llegó asimismo el galeón grande de Rantería, que venía de España con hasta trecientos gentileshombres, soldados y caballeros. Vino otro galeón menor con éste, y dos naos, y dos patajes de Vizcaya, y con ellos, en conserva, una carabela. Trajeron estos navíos alguna gente y pocos caballos. Una de las naos venía cargada de harina y bizcocho, y mucha artillería. No se tocó a cosas de estas, antes sirvió para previsión de la gente que quedó en la Goleta y en Bona.

     El Emperador envió una lengua o espía a Túnez, que venía con Diego Delgadillo, y le mandó que procurase entrar en la Goleta y hablase con los renegados, y los asegurase que si se reducían se les haría buen tratamiento, y lo mismo en Túnez con los moros, que su rey Hacem los perdonaría y haría mercedes. Fué descubierto este hombre, y, preso, le mandó Barbarroja hacer cuartos vivo. Todavía aprovechó lo que dijo a los renegados, que se vinieron algunos, que dieron buenos avisos.

     Hirieron los enemigos este día a don Hernando de Velasco de un escopetazo, de cuya herida murió católicamente, como quien era; dolió mucho al Emperador perder este caballero. La noche de este día y la pasada, hicieron los de la Goleta grandes alegrías, o como ellos llaman, algazaras. Encendieron luminarias y hogueras, dispararon la artillería y escopetas. No se sabía la causa, o si era sacar fuerzas de flaqueza; dijeron que había sido porque Barbarroja les había enviado un gran socorro con el capitán Salarráez, que trajo cuatrocientos turcos y jenízaros escogidos; que el bravo enemigo estaba muy entero, esperando haber victoria del Emperador, fiado en la mucha gente que tenía, armas y municiones, y fortaleza grande de la Goleta; que se notó en el campo, viendo que de parte de Barbarroja, ni de la Goleta, no se acometió con partido alguno. Mataron este día en los reparos, con la artillería de la Goleta, seis hombres.

     Salió el capitán Lázaro, albanés, con sus capeletes a escaramuzar con los enemigos en los olivares. Mató por su mano un turco que se vino para él lanza a lanza. Cargaron hasta quinientos moros y alárabes de a pie y a caballo los capeletes albaneses con algunos caballeros ventureros y jinetes de la compañía de Diego López de las Roelas y de la marquesa de Pliego: serían todos hasta ochenta lanzas, los cuales dieron un Santiago tal, en los enemigos, que los pusieron en huída, y en el alcance les mataron doce de a caballo y tres de a pie.

     Viendo un turco la cobardía de los muchos que huían y el ánimo de los pocos que los seguían, lleno de coraje se apartó de un escuadrón que en los olivares estaba, de hasta cuatro mil caballos; y puesto a un lado, salióse a un raso donde estaban unas higueras; su traje era una tarjeta en el brazo izquierdo, la cimitarra desnuda en la mano, la pistoresa o puñal en la cinta, las faldas de la marlota cosidas por delante. Con tal semblante y postura de valiente esperó un rato. Entendió un soldado español lo que el turco esperaba, que era matarse con alguno, y con la misma voluntad y ánimo salió a él espada y rodela, puñal y celada de infante. El turco fué más presto en darle golpe; el español lo reparó con la rodela y entrósele, y de un revés le corto el muslo y derribándole le dió tantas heridas hasta que le mató y le quitó lo que tenía.

     Contra Pedro de Orive de Urango, yendo con espada y rodela, salió un alárabe de a caballo, tan desapoderado y determinado, que erró el golpe de la lanza; y el Pedro de Orive, al pasarle, desjarretó el caballo y dióle tal priesa, que queriendo escabullirse y salvarse le hendió la cabeza y se la cortó y llevó al César, y Su Majestad mandó a su caballerizo que le diese cierta suma de ducados. El Pedro de Orive no los quería recebir, diciendo que él no se había puesto en peligro por codicia de oro ni plata, sino por ganar honra y hacer lo que debía. El Emperador se los mandó tomar, honrándole con palabras, y diciendo que aquello debía él hacer como buen soldado, y él agradecerlo así como su príncipe y general.

     Acabáronse hoy con toda perfeción los bestiones y a los jinetes españoles pusieron en mayor peligro mandándoles hacer guardia en parte muy cercana a la Goleta. Proveyóse asimesmo que los tudescos saliesen fuera de lo fuerte a hacer de noche la guardia, y temiéndose que no lo harían lo encomendaron a los españoles soldados viejos de Italia, lo cual, si bien peligroso, acetaron muy de gana.

     Llegaron cuatro navíos con gente y algunas provisiones de Cerdeña, que no bastaron aun para los señores de la corte. Llegó también un bergantín de España, con cartas y nuevas que la Emperatriz había parido una hija, de que el César recibió gran placer.

     Hacían los turcos de la Goleta cuantas fortificaciones y reparos podían, que sabían les eran bien menester. Echaron una galera fuera, para que de través tirase a los soldados que hacían guardia. Contra ella asestaron del campo una culebrina, y al primer golpe dió tan cerca de ella, que se volvió sin osar más esperar; y luego se pusieron otras dos culebrinas, para que si tornasen a echar galeras, hubiese con qué las ojear.

     Pasóse un mal hombre a la Goleta, que les dió aviso como otro día los habían de combatir y ellos en amaneciendo, comenzaron a saludar el campo con su artillería. Otros dos se pasaron, arrepentidos de haber renegado, al campo imperial. El uno, dijo que Barbarroja había hecho una plática animando a los suyos y concertado que por tres partes de la Goleta, por los olivares y ruinas de Cartago, diesen todos los suyos sobre el campo de improviso. Creyeron lo que este dijo, y les hizo llevar muy mala noche y día, estando todos apercebidos y asándose con las armas por el grandísimo sol que hacía; mas no salieron los enemigos. Al otro fugitivo renegado preguntaron qué pensamiento tenía Barbarroja, y si sabía la gente y armas que el Emperador allí tenía y si pensaban los de la Goleta defenderse. Respondió este hombre que muy bien sabía Barbarroja y por menudo, la gente que había en el campo y qué soldados viejos, y cuántos vinieron; y, finalmente, todo cuanto pensaban hacer, porque tenía en el campo muchas espías que comían y dormían con los imperiales y sabían sus secretos, y que en la Goleta, demás de ser todos valientes y ejercitados en armas, estaban ochocientos hombres de tanta honra y valor, que habían sido capitanes, alcaides, arraezes y otros oficiales de mar y tierra, que antes se dejarían hacer pedazos que rendirse.

     La diligencia que dije haberse ordenado para echar las barcas con los trecientos arcabuceros en la canal y estaño, y quitar a los de la Goleta el socorro de Túnez y paso para él, no se hizo. Culparon a los vizcaínos, que por hacerse mal y haber envidias entre ellos, lo estorbaron poniendo dificultades, que después pareció no haberlas, y fué causa de ser tomada con mayor daño la Goleta, y de que se escapasen muchos de ella.



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- XXXI -

11 julio: Premios que el Emperador ofreció a los que primero entrasen en la Goleta. -12 julio: Combate Barbarroja una atalaya. -Defiéndensela. -Habla el César a los suyos. -Apercíbense para combatir la Goleta.

     A 11 de julio salió gran número de moros y alárabes de los olivares, dejando emboscados otros infinitos. Salieron a ellos ciertas compañías de arcabuceros; descubrióse la celada, pero no por eso dejaron los arcabuceros de ir a ellos. No hubo cosa notable, más de que los enemigos se volvieron con más pérdida que ganancia.

     De los italianos se pasaron a la Goleta dos napolitanos que avisaron de lo que en el campo se hacía y pensaban hacer. Lo cual se vió en el tirar y acometer de los enemigos.

     Pusiéronse en el cuartel de Luis de Alcocer y Bocanegra otras dos piezas de artillería que faltaban. Acudían a todo con gran diligencia don Pedro de la Cueva, proveyendo en la artillería y bestiones, y monsieur de Vauri, marqués de Corata, comisario general. El Emperador ofreció este día con don Luis de Avila, que lo vino a decir, que al primero que entrase en la Goleta daría cuatrocientos ducados de renta por su vida, trecientos al segundo, docientos al tercero.

     Un mudéjar de Granada, que había sido alguacil en el Albaicín, dió aviso a Barbarroja de que la torre que estaba en el cerro de cabo Cartesa tenía pocos soldados en su guardia, y que era gran estorbo, porque de allí atalayaban los moros que en la Goleta entraban y salían, y sería fácil ganarla antes que los cristianos pudiesen socorrerla. Contentóle a Barbarroja el aviso, y determinó tomarla, no tanto por necesidad que de ella tuviese, cuanto por ganar alguna reputación. Para esto, a 12 de julio, envió gran número de moros y alárabes con algunos turcos y jenízaros y otros renegados. Estaban en esta torre, que llamaban de la mezquita, hasta diez arcabuceros; y algunos piqueros servían en ella de atalayas dando avisos con ahumadas de los enemigos, cuando venían.

     Acometieron los enemigos de improviso, con tanto ímpetu, que los que la defendían peleaban más por defenderse que para ofender. Sintióse en el campo y tocaron reciamente al arma. Salió el Emperador con la gente de a caballo y dos mil alemanes. Viendo los enemigos el socorro que contra ellos iba, se desviaron del combate, retirándose sin osar esperar. El Emperador la mandó desamparar, recogiendo los que en la torre estaban al cuerpo del ejército, porque ya se llegaba el tiempo de dar la batería a la Goleta, y en este día habló el Emperador a los suyos, manifestándoles esta determinación, y así, animándolos con muy buenas razones para ello, pidiéndoles que si en las ocasiones pasadas, que habían sido suyas, se habían mostrado valientes, en esta, que era sola de Dios, cuyo alférez él era, se mostrasen valentísimos, donde el morir sería glorioso; que él sería con ellos en los saltos el primero y en los bestiones y baterías delante.

     Y vuelto a los españoles, dijo que mirasen hoy a su rey peleando contra los enemigos y cosarios de las costas de España, y procurasen con obras cumplir sus obligaciones, satisfaciendo al nombre que entre todas las gentes del mundo tenían. Tales y otras semejantes razones dijo el Emperador a los suyos, con que se encendieron sus ánimos deseando ya verse en la pelea. El marqués del Vasto y Hernando de Alarcón, suplicaron al César se apartase de los peligros, y no pusiese a tanto riesgo su salud, pues en ella iba no sólo aquella vitoria, más el bien de toda la Cristiandad. Proveyóse la infantería de munición. Avisó Cristóbal Arias, sargento mayor del combate, que para el día siguiente estaba aplazado; echóse bando con trompetas y atabales, que toda la caballería acudiese al estandarte del Emperador; los jinetes acudiesen donde les señalasen; la infantería italiana al marqués del Vasto y la española a don Sancho de Alarcón. Señalóronse sesenta galeras para batir; y para que con menos peligro lo pudiesen hacer, se desarbolaron, hicieron reparos en las proas y arrumbadas de tablazón y ropa; señalaron las que habían de hacer guardia en cabo Cartesa; proveyóse que otras fuesen sobre la Goleta a la banda de Rada, para quitar el socorro que por aquella parte pudiese venir a los enemigos; cercóse el real de fuertes fosos y trincheas, donde eran más necesarias. Mandóse a los caballeros que todos estuviesen armados, so pena de la vida, los caballos apercebidos, y que ninguno se moviese de sus puestos.

     Cupo a don Alvaro Bazán hacer guardia [en el] cabo Cartesa, y suplicó al Emperador le diese licencia para hallarse en la batería. Quísolo así el César, poniendo en su lugar a Miguel Bovera.

     A trece de julio, antes que amaneciese se pusieron las galeras en orden para dar la batería, y don Alvaro Bazán delante de todas, sobrevino un recio viento contrario, que desvió y alteró los navíos, de suerte que no podían jugar la artillería; a esta causa se suspendió por este día el combate. Sacáronse seis tiros gruesos, y pusiéronlos en un reparo que hicieron cien pasos adelante de los bestiones, que a los españoles que de Italia vinieron tocaban, y por guardia la compañía del conde de la Noveleta, y la de Morales y la de Boca Negra.

     Pasóse este día un capitán renegado de los de la Goleta, que dijo al Emperador el gran miedo que en la Goleta había. Hicieron sargento mayor a Juan Navarro, alférez que fué del capitán Jaén, sobre Florencia.



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- XXXII -

14 julio: Destemplanza con calor y frío; malas provisiones en el campo. -Anima y exhorta el César a los suyos para el combate de la Goleta. -Orden de la batería y tiros. -Ojean las galeras a los moros de tierra por que no embaracen el asalto. -Matan al barón de la Escaleta. -Quiere el Emperador matar un moro a puntería. -Arremeten los españoles. -Don Alvaro Bazán entra de los primeros en la Goleta. -Lo que dijo el Emperador a los españoles viéndolos dudosos en arremeter. -Lo que en proverbio se dice de las tres naciones, tudescos, italianos y españoles. -Gánase la Goleta. -Los que murieron de la Goleta. -Valentía de los turcos. Los que primero entraron en la Goleta y mercedes que el César les hizo. -Hecho notable de un español muriendo. -Los que murieron en el asalto.

     No quiso el Emperador perder tiempo para batir y combatir la Goleta, porque enfermaban muchos por la destemplanza del aire, que de día se derretían con el sol y de noche casi se helaban con el rocío, de donde resultó en el campo un gran desconcierto de vientre, en los no muy ricos. Había gran hambre y sed, hedor de los muertos, sin los continuos heridos que traían; el agua era salobre y turbia del mucho jarrear, comían manzanas no maduras para matar con ellas la sed, que también los corrompían, y aun la panática de la flota se calumbrecía. Hubo, pues, gran priesa y diligencia en asentar la artillería, y recogerse todos a sus banderas, fortificar el vallado y baluartes para la batería.

     Ordenáronse los tercios en tres partes, diciéndoles lo que habían de hacer, y lo mismo se hizo en la flota para que batiesen las naos y galeones la Goleta, repartiendo las galeras en otros tres tercios, y que tirasen a veces, dándose lugar los unos a los otros.

     Sosegado el mar y segura la tierra de la tempestad que los embarazó, como dije, tres días, para no poder dar el combate ni por mar ni por tierra; pues esta noche, antes de la batalla, el Emperador en persona, acompañándolo su cuñado el infante don Luis de Portugal, visitó todos los reparos y bestiones, las trincheas, la artillería, exhortando con dulces palabras los capitanes y soldados con rostro alegre y semblante animoso, diciéndoles que en esta jornada tan santa y pía, y tan necesaria a ellos y a toda la Cristiandad, quisiesen mostrar su valor, porque vencida y espugnada la Goleta, ni a Túnez ni a todo el resto de Berbería quedara reparo; y que en esta victoria ganaban nombre y riquezas que durarían para siempre. Que mirasen las victorias que habían ganado en Italia, de los franceses y de otros príncipes poderosos, las ciudades y castillos que habían conquistado no estando él con ellos, sino muy lejos en España, que agora que le tenían consigo no debían ser menos. Que no perdiesen la honra que habían ganado en Alemaña, pues con sólo su nombre habían espantado al Turco, y héchole retirar sin verles la cara, trayendo quinientos mil combatientes. Que mirasen que estaba él allí como su capitán, y como un particular soldado de ellos. Que acometiesen con ánimo, que él prometía de hacer mercedes satisfaciendo, según los méritos, a cada uno.

     Con esta exhortación, tan digna de memoria, que el César hizo a sus soldados, lunes a catorce de julio, ya que quería abrir el alba, habiendo el Emperador oído misa y comulgado con los de su corte, se pusieron en escuadrones todos con gran concierto, tocaron las trompetas, descubrieron los tiros de los bestiones, que estaban cubiertos con fajina. Había veinte piezas en la parte de los españoles para batir, con una culebrina que pasaba de veinte y siete pies en largo. De cañón a cañón había nueve pasos. Estaban por el mesmo orden diez y seis piezas en el cuartel de los bestiones de los italianos. Hízose antes una trichea pequeña o foso, delante de la torre del Agua y tienda del Emperador, en la cual pusieron mil arcabuceros con algunas compañías de los españoles bisoños, para que asegurasen el campo, repartiendo sus centinelas o espías para que avisasen si de Túnez o otra parte viniesen enemigos.

     Dada finalmente la señal, comenzando ya a ser de día, con grandísimo estruendo hizo salva la artillería, y al punto respondieron los de la Goleta, que no dormían y sabían bien el día que se les aparejaba. Batían los españoles el bestión de la marina y la muralla nueva, y la misma torre de la Goleta; los italianos batían el reparo, que los turcos fortalecieron con remos hasta el estaño, y delante de estas dos baterías, cien pasos, se habían puesto la noche antes seis banderas de los españoles viejos, los cuales batían con seis cañones dobles la misma muralla nueva. La armada de mar estaba asimismo repartida en batallas o escuadrones, porque el príncipe Andrea Doria, con veinte galeras, desde bien cerca batía la torre de la Goleta, y el muro nuevo, y el bestión de la marina; el conde de Anguilara, caballero romano, general de las galeras del Papa, con sus galeras y con las de Rodas o Malta y otras, y con los galeones de Portugal y Belomo y otros navíos gruesos que se habían podido acercar.

     La batería fué terrible, y por tantas partes, que los turcos no sabían cómo valerse, si bien hacían cuanto podían, tirando desde sus galeras y bestiones, y desde los reparos. Mandó el Emperador a don García de Toledo, marqués de Villafranca, general de las galeras de Nápoles, y a don Alvaro Bazán, general de las galeras de España, que por lo que podría suceder se fuesen a poner con veinte y cuatro galeras sobre el cabo de Cartago, donde antiguamente solía estar uno de sus puertos, para que si los alárabes o moros acometiesen al ejército cristiano por las espaldas en tanto que se combatía en la Goleta, estas galeras los defendiesen, tirando por costado a los que quisiesen llegar a ofender, lo cual puso tanto terror en los moros, que en todo el día no osaron acometellos, por estar tan descubiertos de aquellas galeras.

     Demás de esto, mandó el César estar la caballería toda entre los reparos y olivares, y una parte de ella al cabo de Cartago, para que con más seguridad pudiesen estar y combatir la Goleta. Fué la batería recísima, porque la artillería jugaba con maravilloso concierto. Los que tiraban de los bestiones, o por alto, o por bajo, no daban en la muralla. Reventaron dos cañones por culpa de los artilleros, y en poder de otros, reventaron otros cuatro.

     Quejábase el Emperador (que a todo asistía) cómo de aquella parte no batían: fué allá el marqués del Vasto, y visto el desconcierto en el tirar, entendiendo era con malicia, mató con la jineta dos artilleros, y preguntando a otro por qué estos no hacían su oficio, respondió que estaban enojados porque quisieran el vino puro y se lo daban aguado; otros dijeron que por habérselo bebido tan puro, y demasiado. Respondían de la Goleta y sus galeras con continua artillería, y de un balazo hirieron a Marco, barón de la Escaleta, natural de Mecina, que era un valeroso y diestro soldado, del cual perdió un brazo, y levantándose del suelo herido, dijo con ánimo: «Lo que no pudo hacer contra mí el esfuerzo de muchos, ha podido una bala desmandada.» Y diciendo esto expiró. Había traído en servicio del Emperador dos galeras.

     Fué asimismo herido un su hermano, y muerto un gentilhombre de aquel tiro, tanta es la fuerza de la pólvora. Tenían los turcos, demás del artillería que contra la mar estaba asestada, un gran barco grueso y fuerte en que traían piedra a la Goleta con cierta rueda, como la usan en Génova para reparar el muelle. En este hicieron un reparo de fajina y tierra, y con dos piezas a su salvo, tiraban a todas partes. Mataron al patrón de la galera capitana de Nápoles, que don García de Toledo trajo. En la del príncipe de Salerno mataron treinta y cinco hombres. De la galera de Nápoles, llamada San Antonio, llevó un tiro a algunos de los que estaban presos en cadena. Las galeras se acercaron hacia la Goleta, y de nuevo y con ímpetu la batían respondiéndole, y ayudando con el mismo ímpetu y furia la artillería del campo, respondiendo los enemigos con la misma braveza; de suerte que, si los acometían con ánimo, los rebatían con el mismo, porque dentro en la Goleta, demás de los turcos, jenízaros y renegados, había treinta capitanes escogidos.

     Los alárabes y moros de la parte de los olivares, venían hacia la torre del Agua a la trinchea, donde dos mil arcabuceros estaban: arremetían y daban presto la vuelta, ni haciendo ni recibiendo daño. El Emperador, con grandísimo cuidado, acudía a todas partes, y hallándose a caballo en esta trinchea, un moro jinete, blandeando la lanza, se vino poco a poco acercando. El Emperador se apeó y pidió un arcabuz cargado, hincó la rodilla en tierra y encaró contra el moro; pero descubriendo el enemigo la gente que tras las trincheas estaba, volvió las riendas y puso las piernas al caballo. Descargó el Emperador y erró el golpe, por ser la distancia larga. El Emperador se sentó un poco, y el moro tornó como de primero, diciendo a voces, que todos lo oían: «En balde trabajáis, cristianos; tornaos, tornaos, que ni habréis a Túnez, ni entraréis en vuestros días en la Goleta; habéis perdido el tiempo y gastado vuestra munición, no en daño nuestro, sino vuestro.» Parecía este moro en el hablar, según era cortado, un fino castellano. Tornó el Emperador a tomar el arcabuz, y si bien le asestó de puntería, con la gran distancia y velocidad del moro, se perdió el tiro.

     Duró la batería por mar y por tierra la más fuerte dos horas largas, y tras ellas cuatro, que fueron seis, que no se acordaban haber oído otra semejante, de suerte que se echaron sobre la Goleta más de cuatro mil balas, y porque fuese tal, anduvo el Emperador (aunque había tenido gota aquellos dos días) sobre los artilleros. Era tan grande el ruido de los golpes de la artillería que temblaba la tierra, y parecía romperse el cielo. La mar, que al principio estaba sosegada, espumeó y ondeó fuera de su natural, bullendo mucho. El humo quitaba la vista y los truenos ensordecían. Cayó, pues, buena parte de la torre con su barbacana, tomando debajo el artillería y artilleros. Entró a reconocer el capitán Jaén con cinco arcabuceros y con Herrera, gentilhombre de la compañía de Luis Pizaño. Este, llegando con su espada y rodela, viendo la manera de los enemigos, dijo a Jaén: «Capitán, echarme he dentro, que esto no es sino corral de vacas.» Y cuando volvió Herrera, el Emperador le puso el brazo encima del hombro y le dijo: «Digoos que sois hombre de ánimo.»

     Serían casi dos horas más de mediodía cuando el Emperador, apercebidos los arcabuceros de la trinchea y las compañías que no batían, fué a pie al reparo, donde los seis cañones estaban con harto peligro, a causa como no cesaban de tirar mosquetes. Comunicáranse allí el marqués del Vasto y príncipe Doria, y concluyeron que era ya tiempo de arremeter a la batería de la Goleta. Habló el Emperador con Granvela un rato en tudesco, y volvió luego a los reparos y hizo un breve razonamiento animando a los españoles, y de ellos fué a los italianos, y, finalmente, a los tudescos.

     El sargento mayor avisó a los capitanes que estuviesen apercebidos, diciéndoles el orden que estaba dado, que era que saliesen por tercios, llevando Santiago la vanguardia, San Jorge batalla, San Martín retaguardia, y dos mil tudescos por batalla; tenían la misma orden los italianos, y para socorro tres mil españoles de los bisoños.

     Llegaron de parte de don Alvaro Bazán, el capitán Francisco Julián, y Hernando de Palma, catalán, proveedor de las galeras de España, y dijeron al César que, por la batería que las galeras habían hecho, se habían abierto portillos, por donde sin embarazo podrían entrar en la Goleta, que siendo el César servido, don Alvaro entraría con la gente de galera, sin que los turcos fuesen parte para estorbarlo. Fué ocasión este aviso para acelerar el asalto, y así dispararon luego las culebrinas y cañones, mas sin pelotas, por no hacer mal a los que arremetían, y sin tocar trompeta ni esperar que la tocasen; en el punto que el estandarte se levantó, que era señal de acometimiento, con grandísima furia los españoles arremetieron, animándolos un fraile francisco con un crucifijo en la mano.

     Los españoles soldados viejos a quienes principalmente estaba encomendado el asalto, arremetieron con escalas, y tan galanes como si fueran a tornear (que así lo acostumbran los de esta nación); llevando divisas para ser conocidos, porque no les pasa por el pensamiento, puestos en esta ocasión, mostrar las espaldas al enemigo. Don Alvaro Bazán fué avisado, y tomando una espada de Juan Ferrer, su camarero, porque no le daban tan presto la suya, armado con solas cinco personas, saltó en tierra, y fué el primero que por su parte entró en la Goleta, si bien otros (como diré) de los de tierra, ganaron antes esta palma. Los turcos dispararon algunos tiros a la puerta de los italianos, y comenzaron a detenerse; y los españoles, que iban entre bestión y bestión a remolinar.

     Viendo esto el Emperador acudió a ellos diciendo a voces: «¡Oh mis soldados! ¡Oh mis leones de España!» Con lo cual se encendieron tanto sus ánimos, que perdido el temor, arremetieron como si no tuvieran delante la misma muerte, y se pusieron en grandísimo peligro, porque los turcos peleaban con coraje y se ayudaban lo posible, mostrando un gran valor Zinán judío, que los sostenía y esforzaba, disparando infinitos arcabuces y saetas, y otras municiones de fuego que arrojaban. Finalmente, no había hecho portillo el artillería por donde ya no entrasen imperiales y banderas, mostrándose todas las naciones del campo imperial valientes y deseosos de la victoria, y sobre todos, los españoles, fueron primeros en el entrar, por ser tanta su ligereza, de los siglos antiguos celebrada, y proverbio en estos, que el tudesco en campaña, el italiano tras muralla, y español a ganalla.

     Volvieron las espaldas los turcos, huyendo poco a poco al principio, pero como vieron los que cargaban, dejando las armas, huían sin empacho. Quisiéronse hacer fuertes en la plaza, mas no les valió. Fué la mortandad grande, porque los que guardaban el reparo hacia la parte del estaño, no pudiendo pasar por el puente de la canal, a causa de la priesa de la gente que se apretaba, se echaron al agua en el mesmo estaño, para salvarse en las barcas; pero no pudieron ser tan prestos, que los españoles no fuesen con ellos a las vueltas, matando muchos, siguiéndoles por el agua hasta los pechos, por hartar la ira natural que la diversidad de religión cría en los ánimos.

     Poco antes que se acabase de dar la batería en la sierra de la mezquita que sobre el campo mira, estaban hasta diez mil moros de pie y a caballo, esperando el fin de la batería; y viendo cómo los turcos habían perdido la Goleta, y que los cristianos los seguían, ejecutando el alcance, levantando una gran grita se fueron. Siguióse la huída y muerte de los enemigos, sin piedad, porque no la merecían, por tierra más de dos millas, hasta que de cansados y muertos de sed, no pudieron más seguirlos; si las barcas que se habían ordenado para el estaño se hubieran echado en él, fuera grande la matanza que en los enemigos se hiciera, y riquísimo el despojo, porque muchos de los turcos se acogieron a Túnez en los bergantines, y se ahogaron otros en ellos por cargar más de lo que podían llevar. Así que, muertos en batalla, y ahogados, fueron más de mil y cuatrocientos de los más valientes que en la Goleta estaban.

     Embarazábanse mucho con sus haldas largas, con las marlotas turquescas, en el cieno y agua del estaño, y paredes de la canal, después de mojadas. Murió allí el alcaide Orrucho, turco de nación, que había sido cristiano, con hijos y mujer en Mallorca. Murieron docientos jenízaros, gente belicosa y diestra; y lo que con razón se notó, fué que en el puesto donde cada uno peleaba allí perecía, sin apartarse un paso de él, y lo mismo hicieron los oficiales, como artilleros, herreros, ingenieros; y pudiendo escapar las vidas con huir, quisieron más morir como valientes, por defender su Goleta.

     El marqués del Vasto entró con otros caballeros y soldados, y viendo la huída de los turcos, llegando a una cruz que fray Buenaventura, fraile francisco, traía, hincó las rodillas y besó en tierra, dando gracias a Dios por aquella victoria. Hizo el César lo mismo, cansado y fatigado del calor y peso de las armas; y con lágrimas dijo aquel verso del salmo: Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam. (No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a vuestro nombre dad gloria.) Y así se recogió a su tienda.

     Los primeros soldados que entraron en la Goleta fueron Miguel de Salas y Andrés o Alonso del Toro, alférez que fué del capitán Zambrana, ambos naturales de Toledo. Gaitán, alférez del capitán Jaén, porfiaba que él había sido; pretendía lo mismo Mendoza, alférez de Carrillo, y Juan de Béjar, y Pedro de Avila, y Diego de Isla, capitán de un galeón, y Fuensalida, alférez de Hernando de Vargas, y otros tuvieron la misma pretensión. La causa no saberse de cierto, fué que acometieron por diversas partes y portillos, y así parecía a cada uno haber sido el primero. El Emperador dió a Fuensalida docientos y cincuenta ducados de renta de por vida, y a Mendoza, alférez de Carrillo, otros tantos, a Alonso de Toro, docientos; al capitán Miguel Navarro, ciento; a Miguel de Salas, ciento; a Isla, ciento; a Herrera, ciento, dándose a cada uno privilegio donde lo quería.

     La misma merced hiciera el Emperador a otro valiente español, si no muriera, porque como otro Epaminondas, clavadas las piernas de un tiro grueso, cobró su arcabuz arrastrando, y expiró abrazado con él.

     De los caballeros, fué el primero que entró el príncipe de Salerno, acompañado de los suyos, armado de todas armas, la vista alzada y la espada desnuda en la mano, con la maza de hierro al arzón. Pasado el bestión de los enemigos, estaban cincuenta caballos buenos atados a unas estacas, y otras bestias y camellos, y por que por robar y saquear no dejasen depelear, los primeros que entraron los desjarretaron.

     Murieron hasta veinte y seis cristianos, los más de golpes de artillería. Entre ellos fué don Pedro de Urrea, sobrino del conde de Aranda, comendador de San Juan. Fué notable que un soldado natural de Trujillo, faltándole las piernas por medio de los muslos, y la carne y canillas destrozadas, gimiendo y revolviéndose en su sangre, lo mejor que podía, con los dolores de la muerte, apellidaba: «¡Victoria, victoria!», sin que de ella pudiese ni esperase gozar.



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- XXXIII -

Saco que en la Goleta se hizo. -Tomaron la armada de Barbarroja. -Entra el César en la Goleta.

     El saco que hicieron los soldados fué pobre, porque en las galeras había poco que robar para ellos; las vituallas fueron muchas y de importancia. Halláronse más de trecientas piezas de artillería, y aun de hierro, bronce y fruslera fueron más de cuatrocientas, y dentro de la Goleta cuarenta muy gruesas, y algunas con flor de lis, y aún pelotas de la mesma señal; y otras con salamandrias con esta letra: Nutrisco et estinguo. (Sustento y mato); que decían ser todas de Francia.

     Tomáse gran munición de pólvora, balas, arcabuces, arcos turquescos, haces de flechas. Tomóse, también, toda la flota, que dió tanto contento al César como la Goleta, que serían cuarenta y dos galeras en la canal, en las cuales habían de veinte y seis, veinte y siete, hasta veinte y ocho bancos y algunas de dos popas, tan ricas y de tanta mazonería y oro labradas, que no se habían visto mayores ni mejores entre cristianos. Entre ellas estaba la capitana que Barbarroja trajo de Constantinopla; galera en que hubo bien que mirar, por ser tan larga y ancha, y de muchos aposentos. Cobróse la capitana en que acabó el poco venturoso Rodrigo de Portundo, general de las galeras de España. Hubo más cuarenta y cuatro galeotas, fustas y bergantines, otros navíos redondos veinte y siete, sin otros vasos pequeños de diversas maneras.

     Este mesmo día entró el Emperador en la Goleta acompañado del infante, su cuñado, y del rey de Túnez, y otros muchos señores, y caballeros, y dijo, mirando al rey con alegre semblante: «Señor, esta será la puerta y camino por donde entraréis en vuestro reino.» A las cuales palabras inclinándose mucho el rey moro, con gran reverencia le volvió las gracias, rogando a Dios le diese cumplida victoria.

     No se olvidó este día el Emperador (si bien fué grande, y con razón, el gozo de la victoria) de su España; escribió a la Emperatriz y a los grandes y virreyes, diciéndoles:

«EL REY

     »Marqués de Cañete, pariente nuestro, visorrey y capitán general en el nuestro reino de Navarra. A 30 del pasado os escribimos nuestra llegada aquí, y lo que hasta entonces se había hecho en esta empresa. Después se continuaron las trincheas para llegar y asentar la artillería sobre la fuerza de la Goleta, acabadas las cuales y hechos todos los otros proveimientos necesarios para semejante cosa, porque los enemigos la tenían fortificada con muy buenos reparos y bestiones, y mucha gente, y mucha y muy buena gruesa artillería, más de lo que se pensaba, aunque no era poco lo que se entendía y conocía, habiendo los tiempos por lo que se había de hacer con el armada dilatado algún día. Finalmente, hoy, miércoles, día de la fecha de esta, se comenzó a dar la batería al punto del día por tierra y por mar, y se continuó sin cesar, muy recia, por seis o siete horas, defendiéndose los enemigos con toda su artillería, todo lo que les fué posible; en cabo de las cuales, con ayuda de Nuestro Señor, se entró y ganó la dicha fuerza por los nuestros, por combate y batalla de manos, y los enemigos fueron constreñidos y forzados a desampararla y huir, quien más podía, sin alguna orden, parte de ellos por tierra, pagando una puente que tenían hecha desde la fuerza a tierra firme, y parte lanzándose por el estaño que va a Túnez; de los cuales en la batería, en el combate, y en la huída, se yendo, seguidos de los nuestros, han sido muertos y ahogados gran número, y aunque no se sabe lo cierto, dicen los que lo han visto, que serán dos mil. Hanse tomado entre galeras, galeotas, bergantines y otras fustas, hasta sesenta o ochenta, y en ellas, y en los reparos y fortificaciones, muy gran cantidad de artillería, y muy gruesas y buenas piezas. Por todo, habemos dado y damos muchas gracias a Nuestro Señor, que sin duda, según el sitio, disposición, fortificación y fuerzas de gente y artillería que había, aunque fueron muy reciamente apretados, ha sido obra de mano de Nuestro Señor haber así acabado, y con tan poca pérdida de los nuestros, que no pasaron de treinta hombres. Esta noche, después de haber reposado la gente, partiremos con nuestro campo para Túnez, siguiendo la vitoria, y esperamos que si hubiere resistencia nos la dará, como lo ha hecho en esta, y os avisaremos de lo que más sucediere. El rey de Túnez, después que vino a Nos, ha estado y está en nuestro campo con doce o quince moros que quedaron con él, y hasta agora no son vueltos los que con él vinieron, que envió a tratar con los alárabes, que le viniesen a ayudar, ni ellos espera que le acudirán, y créese que lo han diferido hasta ver el suceso de la Goleta, por respeto de Barbarroja de las fuerzas que aquí tenía. Esto haced saber a los del nuestro Consejo y perlados de ese reino, de nuestra parte.

     »De nuestro campo de la Goleta, a 14 de julio 1535. -YO EL REY. -COBOS, comendador mayor.»



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- XXXIV -

Sentimiento de Barbarroja, y reparos para defender a Túnez. -Muestra de gente que hizo Barbarroja.

     Sintió más Barbarroja la pérdida de la Goleta por la flota, que por la misma fuerza; porque quedaba manco para poderse valer del mar, que era su abrigo y donde se sentía invencible; y por no tener dónde huir de las manos poderosas del César, si lo echaba de Túnez, y aun los cosarios y capitanes turcos de galeras se quejaban sintiendo su perdición. Por lo cual, como ya estaba medroso, riñó mucho al judío Zinan por haber dejado perder la Goleta, dando baldones a los jenízaros y turcos, con palabras afrentosas. Pero Zinan, que no era menos cuerdo que valeroso y valiente, le respondió por todos, diciendo que no se desampararon la fuerza por temor de los hombres, sino de los diablos, que así se debían llamar los tiros de fuego; cuanto más, que la furia de los españoles había sido tanta, que él mismo la desamparara si allí estuviera, y que se guardaron para ayudarle a defender aquella ciudad y su persona, como vería, peleando; por tanto, que acudiese a resistir al enemigo.

     Disimuló Barbarroja con aquello su pasión, rogóles ahincadamente que no le faltasen en aquel trabajo, mostróles camino para resistir y aun vencer al César, si pasasen contra Túnez, por falta de pan y agua, y por cien mil combatientes que tenía, porque ya llegaban Mezguin, Ulat, Jacob, Morabita y otros poderosos jeques enemigos capitales de Muley Hacem y de cristianos. Dió dineros a los principales de Túnez y su tierra, a unos porque no le faltasen, a otros, porque le siguiesen, que algo los sentía rebotados y dudosos después que se habían perdido la Goleta y flota.

     Puso mayor guardia en Túnez de la que haber solía, velando él casi toda la noche; y en los pozos que hay fuera, hizo otras cosas para defender la ciudad, y su persona. Envió a Bona cuatrocientos turcos, donde había puesto gran suma de dinero, oro, plata y joyas, y otras cosas que más estimaba. Mandóles despalmar catorce galeras y una galeota, luego que a Bona llegasen.

     Nunca pasó por el pensamiento a este cosario desamparar a Túnez, si por batalla no fuese vencido; parecióle que el Emperador se contentaría con haber ganado la Goleta, y de allí se volvería; y que si más quisiese, le estorbarían la falta de bastimentos, y de la del agua. Quiso hacer muestra de toda su gente, y a 17 julio, dentro en Túnez, delante de la alcazaba, hizo muestra general y halló, según la cuenta de su secretario, el renegado, entre moros, turcos y alárabes, jenízaros y renegados, ciento y cincuenta mil hombres de pelea, medianamente aderezados a su usanza, entre los cuales eran los trece mil arcabuceros y ballesteros, muchos turcos con arcos y flechas de alárabes, y moros de a caballo pasados de treinta mil.

     Hizo una plática a los alfaquíes, que son sus doctores y sacerdotes, y eran más de docientos los que había en Túnez, y a otros ciudadanos principales, animándolos. Hizo algunas crueldades; y sacó los ojos a los que se declaraban por Hacem; amenazó de muerte a otros; finalmente, no le quedó cosa por intentar, que para todo era el bárbaro bravo, prudente, cuidadoso y sagaz.



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- XXXV -

Diversos pareceres en el campo sobre pasar adelante contra Túnez. -Alaba el César la ida contra Túnez; reprende a los que la dificultaban.

     Mandó el Emperador, luego que fué tomada la Goleta, enterrar religiosamente los cristianos que en la guerra murieron, y echar en grandes hoyos los infieles, y aun los caballos y camellos, porque con el mal olor no inficionasen el aire, que era la corrupción cierta; porque mandó ansimismo restaurar lo derribado en la Goleta con mayor fortaleza, y aderezar los carretones de artillería que se tomó, porque estaban mal hechos.

     Comenzóse a publicar que el Emperador estaba determinado de pasar sobre Túnez, y en el campo, entre la gente común y capitanes ordinarios había varios pareceres, porque decían algunos que bastaba para seguridad del mar y de las islas y costas de Italia y España, que era lo principal que el Emperador pretendía, haber tomado a Barbarroja la flota y Goleta, en que estribaba la honra y toda reputación. Otros decían que había muchos soldados enfermos, y que ni la infantería bastaba contra tanta morisma, especial faltando ballestas, que es la mejor arma para hacer guerra en Berbería; ni era poderosa la caballería cristiana contra veinte mil alárabes que tenían buenos caballos y eran diestros en ellos, según lo habían visto y probado en muchas y diversas escaramuzas que hubo. Que se ahogarían de sed y calor en el camino, porque no tenían agua. Que Barbarroja emponzoñaría los pozos y cisternas de Túnez por matar los cristianos, si bien muriesen los moros. Que para una ciudad tan grande, por lo menos ochenta mil enemigos, eran muy pocos veinte y tres mil hombres de pelea que el Emperador llevaba. Que se podía temer que le sucediese lo que al santo rey Luis IX de Francia había acaecido, perdiéndose por las mismas causas sobre Túnez. Que bastaba para que Barbarroja fuese deshecho de todo punto, y desamparado de todos, haberle quitado su armada. Que no era hombre para tan poco, que hallándose al presente con cien mil hombres y tanta artillería bien bastecido, y señor de los alárabes, se dejaría echar de Túnez así como quiera.

     Estos y otros inconvenientes que muchos decían, llegaron a oídos del César, el cual, maravillado de tan nueva alteración, que en su pensamiento no había caído, mandó venir ante sí todos los caballeros, capitanes y hombres de cargo, a los cuales, con palabras modestas y graciosas, y de majestad, a 17 de julio les dijo: Que pareciéndoles tener ya conocida su virtud y valor, jamás había pensado, si bien se lo habían dicho, que tanta bajeza de ánimo pudiese caber en corazones de gente tan generosa, y que en el colmo de sus vitorias quisiesen desamparar aquella empresa, teniéndola casi vencida, faltando en lo que a Dios debían, a sus honras, a la obligación de quienes eran, a su fe y al juramento de caballeros. Que viesen si se debía estimar más la reputación que la salud, que antes de salir de España, donde se pudiera estar holgando, se le habían representado aquellos trabajos y otros peligros mayores, pero que todos los había pospuesto con determinado corazón de servir a Dios; que si la ganancia de la Goleta, o el temor de nuevos trabajos, o de mayores peligros, los tenía tan deseosos de volver a sus patrias, desde luego daba licencia a todos los que se quisiesen ir. Que él, con los que por amor de Jesucristo y por el de sus honras, quedasen en su compañía, o darían glorioso fin a la jornada, o sería de él y de ellos lo que Dios tenía ordenado; pero que les hacía saber: que él vio había pasado de España en Berbería con tanto aparato de guerra para sólo ganar la Goleta y el armada de los turcos, sino para echar de Túnez un ladrón enemigo del nombre cristiano y poner en posesión de aquel reino a Muley Hazem, como se lo tenía prometido. Que no tenía olvidados más de veinte mil hombres cristianos que estaban cautivos con miserable servidumbre dentro en Túnez, esperando que los sacasen de aquella esclavonía, por lo cual estaba determinado, o de quedar muerto en Africa o vencedor enteramente entrar en Túnez.

     Arrimáronse a este parecer el infante don Luis de Portugal y el duque de Alba, con lo cual quedó resuelta la jornada este mismo día.



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- XXXVI -

Resuélvense en la jornada contra Túnez. -A 20 de julio marcha el campo imperial. -Ordénalo el César por su cabeza. -La arena y el sol y sed fatigaban demasiado.

     Pasado esto, a 18 de julio mandó el Emperador que se aprestasen todos y comenzasen a marchar la vuelta de Túnez; tiraban los soldados a fuerza de brazos el artillería, porque les faltaban bestias y aún gastadores para allanar los caminos. Pusiéronse a caballo los señores de la corte y casa del César, todos armados. El Emperador no salió de su tienda, donde estaba retirado en consejo de guerra. El sol era terrible y dábales de lleno, porque ya estaban fuera de sus tiendas y reparos. Faltábales el agua, y volvióse a murmurar y sentir mal de la jornada de Túnez, y por ser tarde, mandó el Emperador que se retirase el artillería y gente a los alojamientos de donde habían salido, echando bando que para el día siguiente bien de mañana todos estuviesen a punto.

     Tenía ya de Muley Hacem sabido el sitio de Túnez, la fortaleza del alcazaba, las voluntades de los naturales, cuál era el camino entre los olivares, si había que recelar por entre ellos, y qué pozos y cisternas estaban antes de llegar a la ciudad. Mandó que Andrea de Doria proveyese al ejército de agua en barcas, y asimismo de pan y otras cosas, enviando en cada nao provisión de cuatro días para la gente y caballos que había traído, y que el marqués del Vasto hiciese llevar los soldados, borotas de agua y comida para tres o cuatro días. Que se llevasen doce tiros, los seis grandes con pelotas, y pólvora necesaria; los cuales arrastraron hombres. Vedaron que no llevasen mujer alguna, las cuales y los enfermos metieron en la Goleta. A los mercaderes y tratantes y a los oficiales con sus oficios, los arrimaron y recogieron en la plaza de ella y junto a sus murallas y defensas, dejando los tiros que eran menester para seguridad de los que quedaban, toda la demás artillería embarcaron.

     Quedó en tierra Andrea Doria con algunas compañías de italianos y tres de españoles, que fueron la de Alonso Maldonado, Juan Pérez y Varáez. Don Alvaro Bazán guardaba la mar con sus galeras, las proas puestas en tierra y la artillería en orden. Sacaron de las naos marineros, por que a brazos ayudasen a tirar el artillería que llevaban contra Túnez, con la munición, pólvora, pelotas, azadones, espuertas, palas y escalas, llevándolo todo a hombros por falta de caballos.

     Martes, pues, a 20 de julio, una hora antes del día, tocaron las trompetas bastardas del Emperador, dando señal de apercibirse para marchar. Armóse el César de punta en blanco y anduvo por los escuadrones alegrando la gente, para que sufriesen el peso de las armas y el trabajo de llevar la artillería, la fatiga del arena, del sol y de la sed. Dejó orden para que Andrea Doria deshiciese los bestiones y trincheas que los cristianos habían hecho para expugnar la Goleta. Hizo reducir la fortaleza en menor sitio, retirándose y recogiéndose los reparos de ella más adentro, a fin de que con menor número de gente se pudiese defender. Escribió a Sicilia para que enviasen luego piedra, cal y ladrillo, para hacerla más fuerte y maciza. En el estaño se cargaron muchas barcas de provisiones para llevar de respeto.

     Comenzó, finalmente, este día a caminar el campo con este orden, que fué bien necesario para poder vencer y aún valerse de la multitud de bárbaros que había, y el Emperador quiso aquel día mostrar su valor y ingenio, ordenando por su mano su ejército y escuadrones, sin que otro entendiese en ello. Puso en la frente, por vanguardia de todo el campo, dos batallones de cuatro mil infantes cada uno, en los cuales fueron los españoles soldados viejos de Italia; iban caminando casi a la par. A la mano izquierda, junto al estaño, iban los italianos, a los cuales guiaba el príncipe de Salerno. A la mano derecha, por de fuera, hacia los olivares, donde cargaban más los españoles de Italia, iba por su general el marqués del Vasto. Tenían estas dos batallas o escuadrones forma prolongada, por ser estrecha la tierra. Los arcabuceros iban en dos a las homangas de fuera, abrazando y ciñendo los escuadrones en las espaldas o retaguardia de ellas; iban las picas en medio de los escuadrones, las armas cortas de asta, banderas y atambores. Entre esas dos batallas dejó el Emperador tal espacio abierto, que cabían doce piezas de artillería caminando todas la par, las cuales tiraban a brazo algunos tudescos y marineros. En la frente, delante de ellos, venía algo más adentro de las dos batallas el escuadrón de los señores y caballeros de la corte, que serían hasta trecientos y cincuenta caballos, muy en orden, con el estandarte, real en medio, que llevaba monsieur de Bussu, caballero del Toisón y caballerizo mayor del César; deste escuadrón era capitán el mesmo Emperador. Delante del escuadrón italiano, para asegurarlos más, puso hasta cien caballos ligeros, porque por la vía del estaño y por dentro del agua no pudiesen los alárabes ofenderlos, que era fácil, por ser el agua por aquella parte poca y el suelo duro, que podían venir por él como por la tierra enjuta. Tras estos dos escuadrones, cien pasos, venía otro batallón de hasta seis mil alemanes, con su coronel Maximiliano de Piedralla. Este escuadrón tenía diferente forma de los otros, porque, como dije, eran prolongados, largos y estrechos, y éste era corto y ancho, tanto, que cubría y guardaba las espaldas de los escuadrones que iban delante. Después de este escuadrón de alemanes venía el bagaje y gente inútil del ejército, todos cercados y estrechos junto al estaño, y al lado derecho de ellos. Hacia la parte de los olivares, iba el marqués de Mondéjar con trecientos caballos jinetes, y entre ellos y el bagaje venían algunas piezas de artillería tiradas a brazos, para seguridad de las espaldas del ejército. Iban por corredores los jinetes del duque de Medina Sidonia y de don Alonso de la Cueva.

     En retaguardia de todo esto venía la infantería española, bisoños, en dos escuadrones; el uno, a la parte de los olivares, que llevaba don Felipe Cervellón; el otro, al lago o estaño, que tenía Alvaro de Grado y el duque de Alba, con más de docientas lanzas gruesas, iba en la retaguardia. El rey de Túnez con sesenta lanzas de sus moros, caminaba junto al bagaje, que no quiso ponerse en peligro yendo delante.

Echóse bando, so pena de la vida, que ningún hombre de mar fuese a Túnez, y la causa fué que el día que se expugnó la Goleta, en tanto que los soldados peleaban y seguían el alcance, los marineros y otra chusma de la armada salieron a sólo saquear, de suerte que cuando los que más, habían peleado volvieron, no hallaron qué saquear.

     Trabajó el Emperador este día más de lo justo, porque acudió a todo, como si fuera un capitán particular.

     De esta manera marchaba el campo imperial por unos arenales tan menudos, que si bien iban calzados de alpargatillas los veinte mil infantes, no se dejaba hollar la tierra sino volviendo atrás un tercio de los pasos que daban. Atravesado un ángulo que hace el estaño, salidos ya de aquella arena menuda, iban por un suelo duro y que se dejaba hollar, entre los olivares y la laguna; pero era tan recio el sol, y la sed tan grande, que, impacientes, los soldados se desmandaron a beber, turbando el orden que llevaban, que era el mejor que hasta allí se había visto; que dió gran sobresalto al Emperador, porque fué a tiempo que comenzaban a descubrirse los alárabes y los moros por entre los olivares; y como el marqués del Vasto, que iba delante, no los pudiese recoger ni volver a poner en orden ni aun a cuchilladas, corrió el Emperador a detenerlos, y no bastando su presencia, les daba golpes y aun cuchilladas. Hubo soldado que por un poco de agua dió dos ducados; otros mojaban como podían los paños y los chupaban. Un capitán italiano, por beber, se ahogó en una cisterna, que no bastaron veinte mil botas pequeñas que los proveedores habían dado para que llevasen agua, y otros que llevaban sus frasquillos. Calentóse el vino de tal manera, que no se podía beber ni llegar a la boca. Algunos cayeron muertos de sed en tierra; otros, desmayados, no sólo de los infantes, mas aún de los que iban a caballo. Don Alonso de Mendoza, conde de Coruña, con ser caballero de mucho esfuerzo, cayó sin sentido del caballo por el gran calor, peso y ardor de las armas, porque ardían como si salieran de la fragua. Despojáronle los italianos teniéndole por muerto, si no acudieran sus hijos don Lorenzo de Mendoza, don Francisco y don Iñigo, y otros caballeros se vieron en este peligro.

     Siete horas caminaron, con tanto trabajo, por aquellos arenales. Anduvieron cinco millas sin ver enemigo, y con esto tuvo el Emperador lugar para tornar a ordenar el ejército como de antes estaba, lo cual se hizo con muy buena diligencia, creyendo (como se decía) que Barbarroja había salido de Túnez con grandísima multitud de turcos, alárabes y de moros, para tentar su fortuna y hacer la última prueba de su poder.





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- XXXVII -

Orden que tuvo Barbarroja en su campo, y número de gente. -En qué manera ordenó su campo el César. -Dicho animoso del marqués de Aguilar. -Anima el Emperador a los suyos. -Apodérase Barbarroja de los pozos de agua. -Pide el Emperador su parecer a Hernando de Alarcón, estando los ejércitos a vista. -En qué manera esperó Barbarroja la batalla. -Jesús fué el nombre que el César dió para la batalla a los suyos. -Señálase el conde de Orgaz. -Don Josepe de Guevara, señor de Escalante, pelea como valiente caballero. -Rompen los imperiales a Barbarroja. -Palabras amorosas que el César dijo a los suyos, sedientos y fatigados.

     Procuró Barbarroja, sabiendo la venida del Emperador, ganar las voluntades de todos los de Túnez y tenerlos muy firmes para defenderse. Hízoles una larga plática, deshaciendo las fuerzas del Emperador y encareciendo las suyas, poniéndoles delante el servicio que hacían a Dios y a Mahoma, peleando hasta morir contra los enemigos de su ley. Quiso quemar los cautivos cristianos, y ya que no lo hizo los encerró en mazmorras y soterraños de la alcazaba o fortaleza de Túnez, con determinación de volarlos con pólvora si le fuese mal con el Emperador. Habló en particular con sus escogidos y mejores capitanes, diciéndoles claramente el peligro en que estaban, y que les convenía aparejar las armas para se defender.

     Toda aquella noche pasó Barbarroja poniendo en orden su gente y armas para el día siguiente. Visitó la ciudad y arrabales, puso guarnición en las alcazabas y en las torres, puertas y muralla, y vestido de un albornoz de seda y con un almaizal tocado a la morisca, ya que amanecía cabalgó en una yegua baya de gran cuerpo y ligereza, con su adarga en el brazo izquierdo, y en la mano derecha una partesana dorada, su cimitarra en las correas. Asomó de esta manera por la puerta del Vulgo, camino de las ruinas de la gran Cartago, acompañándole gran número de capitanes de las naciones que consigo tenía, con los alcaides, jeques y caballeros de estima. Había rato que le esperaban sus gentes en el campo; el número era infinito, que según relación de su proprio secretario llegaban a cien mil infantes y veinte y cinco mil caballos; y los que dicen menos, eran ochenta mil infantes y veinte mil caballos. Entre éstos había seis mil turcos jenízaros y renegados escopeteros y flecheros, trece mil moros escopeteros, sin otro número crecido de ballesteros, que traían ballestas de tanta grandeza, que arrojaban jaras como pequeños dardos.

     Sacó tres banderas generales del Turco, de tafetán colorado, con rueca y cola de caballo. Había infinitas banderillas rojas y verdes y de otros colores, sin las banderas de los hombres de armas y otras treinta de jenízaros y de españoles, que son gente de guerra. Traía algunas piezas de artillería, que ellos llaman zarzabanas, y nosotros sacres.

     Marchó, pues, con muy buen orden, con este gran campo, Barbarroja hacia los olivares, y comenzaron a descubrirse los dos poderosos ejércitos; los campos llenos de gente de a pie y de a caballo. Una, la del ejército de Barbarroja, tomaba desde el estaño hasta los olivares; la otra ceñía todo lo restante en retaguardia, de manera que sacada la parte del lago, lo demás sus caballos lo cercaban; no dejaba desmandar a nadie. Y con este concierto los metió en los olivares, por ampararlos del sol. Allí tenía proveído de agua, que traían en camellos y otras bestias, y la daban con tanta abundancia y sobra, cuanto faltaba en el campo imperial. Detúvose poco allí, y salió de los olivares, volviendo al orden primero con tanta diligencia y presteza como si de él no hubieran salido.

     Determinado estaba Barbarroja en probar ventura y acometer antes de ser acometido. Mandó poner diez zarzabanas en la vanguardia, de las cuales tiraban cada una cuatro caballos con mucha ligereza.

     El Emperador ordenó su campo de esta manera: a la parte del estaño puso la infantería italiana, cuya vanguardia llevaba el príncipe de Salerno; luego, los piqueros junto al agua, y cerca de ellos, el escuadrón de los tudescos. A la parte de los olivares, en el otro cuerno o punta de la batalla, iban los españoles soldados viejos de Italia, de manera que ocupaban todo aquel campo formado a la usanza de los antiguos. En medio de estas dos puntas o cuernos de la batalla iba la artillería, y en torno de ella, lo fuerte del campo con el estandarte imperial; en la retaguardia iban los españoles bisoños y el duque de Alba, con las lanzas gruesas que le dieron. Entre lo fuerte del campo y retaguardia iba recogido el bagaje. Por la parte del lago no podían recibir daño, y así las compañías de los jinetes iban guardando la parte de los olivares, que era el lado derecho donde iban los españoles de Italia.

     El mismo Emperador, con la espada desnuda en la mano, acudía a todas partes, ordenando y recogiendo los que salían de orden, y a vista de los enemigos se le fueron los pies y manos al caballo y cayó; saltó de la silla y tomó otro en que iba su guión. De la multitud de los enemigos se espantaban algunos; otros, con ánimo, mostraban tenerle en poco.

     Un caballero dijo que eran muchos los enemigos, y respondió el marqués de Aguilar: «Así venceremos a más y será mayor el despojo, que a más moros más ganancia.»

     Ordenado, pues, el campo imperial, puesto el César en la vanguardia les dijo: Que ya veían el punto en que estaban delante al enemigo con su gran multitud. Que el acometerlos estaba en su mano, y el vencerlos en la de Dios. Que, pues era causa suya, y para ensalzamiento de su santo nombre, fiados en El acometiesen con ánimo. Que la victoria no estaba en ser muchos ni pocos, sino en la justificación y causa sobre que se peleaba. Que allí le tenían, que era su Emperador, y el primero que había de quedar en aquellos arenales o vencer. Que valiese esto para que la honra de España, Italia y Alemaña no se perdiese en Africa, donde tantas veces habían, siendo menos, vencido y destrozado a tantos. Pidióles el sufrimiento de la sed y trabajo del calor, la obediencia y orden con el pelear. Que sus hechos serían honrados y gratificados por él. Finalmente, en breves razones, el César armó sus gentes de brío, ánimo y coraje, de tal arte que ya les parecían pocos los enemigos y largo el tiempo que se detenían en acometerlos. No tuvo lugar el César de ser más largo en su plática, y púsose delante de los caballos con los gentileshombres de su cámara.

     Quiso Barbarroja, después de haber animado a los suyos, ocupar con ellos los alojamientos que los imperiales, de necesidad, habían de tomar aquella noche, por la comodidad del agua que en unos pozos allí había. Era este puesto un pedazo de tierra llana, donde había unos jardines llenos de pozos de buen agua, tres millas de Túnez, entre ciertas antiguallas, que son unos arcos por donde los antiquísimos cartagineses llevaban agua a la gran Cartago. Junto a una fuente puso un escuadrón de hasta nueve mil infantes, entre turcos y renegados, todos arcabuceros y escopeteros, con doce piezas de artillería. Tenía en este escuadrón Barbarroja toda su confianza, y no mal, porque era buena gente y bien armada, los cuales se habían de topar con los españoles, por su puesto a la parte donde ellos venían; y contra los italianos, a la banda del estaño, puso un batallón de hasta diez mil caballos turcos, moros, alárabes, todos juntos, con pensamiento que por la vía del estaño aquéllos podrían acometer a los cristianos, dándoles por el costado. Lo mismo hizo a la parte de los olivares, echando gruesas bandas de caballos. El resto de su caballería y gente puso a la mano derecha, al largo del ejército imperial, por entre los árboles de unos montecillos; la otra infinita multitud de moros peones puso con harto mal orden en retaguardia de todo su campo.

     Afirmándose así Barbarroja sobre los pozos, estuvo esperando lo que el César haría, diciendo a los suyos cuán pocos eran los enemigos, cuán cansados, hambrientos, fatigados del calor y demasiada sed y camino de aquel día venían.

     El Emperador reconoció y consideró el orden de los enemigos y calidad del sitio donde se habían puesto, y preguntó a Hernando de Alarcón (que allí estaba en la vanguardia), diciendo: «Padre (que así le llamaba por sus canas), ¿qué os parece que hagamos?» Alarcón respondió: «Señor, que los acometamos, que la victoria es nuestra, como vos sois Emperador; por eso, démosles Santiago, y a ellos.»

     En oyendo esto el César, con rostro alegre, levantado el brazo, entró por la vanguardia diciendo a voces: «Dios lo ha hecho, que nuestros enemigos nos quieren esperar en campo.» Y dejando cargo de su escuadrón al infante, su cuñado, y caballeros que con él estaban, con solos cinco de a caballo y un paje con una bandereta colorada delante de sí para ser conocido, discurrió por todo su campo, hablando a unos y a otros con amoroso semblante, diciéndoles que aquel era el día de la gloria y honra de todos. Hacíalos caminar con mucho orden, poco a poco, porque esto con sus buenos ánimos les había de valer para ganar la victoria de aquella tan gran multitud.

     Considerando Barbarroja el cansancio y fatiga de los imperiales, por el calor y fatiga del camino y falta de agua, pasó adelante una milla de los pozos y hizo dos cosas dignas de un diestro capitán: la una, viendo el ejército imperial con falta de agua, procuró quitársela, y si cegara los pozos o los inficionara con alguna ponzoña, hiciera una gran suerte. La otra fué que se metió entre aquellos edificios y se hizo fuerte en ellos, para combatir desde allí a su salvo; y viendo que las batallas cristianas, cerradas y estrechas, se le venían acercando poco a poco, dió señal de batalla, tocando las trompetas. El marqués del Vasto, como general, dijo al Emperador que se recogiese al cuerpo del ejército donde estaban las banderas, porque los tiros del enemigo llegaban a la vanguardia. A lo cual respondió el César sonriéndose, que nunca tiro de artillería había muerto a Emperador; pero con todo eso, se recogió.

     Apeóse el conde de Salinas de su caballo y púsose en la vanguardia, diciendo a los soldados: «Hoy venceré con vosotros o moriré peleando.» Y por donde Barbarroja pensó vencer, que fué quitando a los imperiales el agua, quedó vencido, porque la necesidad les puso más ánimo, y el Emperador volvió animando los suyos, y les dió por nombre y apellido Jesús, y dada la señal de la batalla, arremetieron unos contra otros.

     La artillería de Barbarroja jugaba desde aparte, y las balas daban en una punta del escuadrón de italianos, que les hacía volver atrás acostándose al lago; y algunos tudescos se tendieron por el suelo, y otros de ellos mesmos los hicieron levantarse a cuchilladas. El escuadrón de españoles que iba a la mano derecha se puso en la parte que los italianos desamparaban, en lo cual conoció el Emperador el valor de sus españoles y lealtad en servirle. Socorrió el marqués del Vasto, y con su venida los italianos se volvieron a poner en orden.

     En el escuadrón de la vanguardia se había hecho calle, y la artillería, reciamente, abría camino entre los enemigos, derribando y matando de ellos; y asimismo, ellos tiraban, pero no con tanto daño, que solos mataron dos cristianos y hirieron a cuatro, si bien en un breve espacio descargaron los turcos tres o cuatro veces. Los balazos de la artillería daban por la mayor parte donde estaban los caballeros y hombres de armas, y mataron un caballo del Emperador en que venía un paje.

     Viendo Barbarroja el daño que el artillería hacía en los suyos, confiando en su multitud, quiso llegar a las manos dejando el tirar. Arremetieron, pues, con gran denuedo; tanto, que si los contrarios no fueran tales, hicieran mucho daño. La grita con que acometieron fué terrible, que ni se oían trompetas ni otro estruendo ni voz, más de los alaridos que ponían en el cielo; dispararon sus escopetas y flechas antes que llegasen. Recibiéronlos los españoles diciendo: «¡Santiago, Santiago!» con buen ánimo, y casi teniéndolos en poco. Adelantáronse demasiado, y con tanta fatiga, por la gana que tenían de pelear, que cuando llegaron a los enemigos iban desalentados y cansados, y tuvieron menos aliento y fuerza para les ofender. Seiscientos turcos o más estaban tras unas paredes y tiraban de puntería, matando y hiriendo a los que querían pasar delante. Esto les hizo detener, y el capitán Ibarra les daba voces que pasasen sin recelo, que la vitoria era cierta, que aquellos enemigos, de puro miedo, se reparaban detrás de aquellas paredes. Los españoles cerraron con ellos, y al primer ímpetu mataron cuarenta y seis, y los demás huyeron.

     Señalóse en esta arremetida don Alvar Pérez Guzmán, primer conde de Orgaz, y asimismo se mostró valiente, aunque de poca edad, don Josepe de Guevara, hijo de don Juan de Guevara y de doña Ana de Tovar, señores de Escalante, que en compañía del marqués de Aguilar (con cuya hermana, hija del marqués don Luis, casó) hizo cosas en esta jornada que pedían más días de los que este caballero tenía.

     Un escuadrón de alárabes de caballo salió por la parte de los olivares a dar en la retaguardia, porque el intento de los bárbaros era desbaratar los imperiales. El duque de Alba hizo luego alto, y con los españoles bisoños les resistieron y rebatieron, de manera que volvieron las espaldas. Fueron tan gruesas las rociadas del arcabucería imperial que descargaron en los enemigos, que en breve tiempo derribaron más de cuatrocientos berberiscos, sin osar esperar, y dejaron el sitio fuerte con siete piezas de artillería; y por más que Barbarroja y sus capitanes los apremiaban para que volviesen a pelear, no bastaba; y así, los imperiales ganaron la plaza, la artillería y el agua, y dejaron de seguir el alcance por beber y porque se asaban con las armas, y aun se desordenaron de manera que se temió algún desmán, y le hubiera si los enemigos fueran hombres revolviendo sobre ellos.

     Los alemanes cargaron sobre los berberiscos que andaban en los olivares, y los ojearon de allí, de suerte que no parecieron más, y el campo de Barbarroja, volviendo las espaldas, de todo punto deshecho, se metió en Túnez; y los cristianos no curaron de más que de hartarse de agua y sangre, todo revuelto, porque los moros echaron los cuerpos muertos en los pozos. No murieron veinte cristianos, caso bien notable y semejante a los de Alejandro Magno, que con treinta mil, venció batallas de ciento y docientos mil contrarios; tanto vale el orden y ánimo más que la multitud.

     El calor de este día dicen que fué como un fuego, y que si los enemigos hicieran un poco de resistencia en los pozos, los imperiales se vieran en trabajo; que aun habiéndolos vencido y acorralado en Túnez, estaban tan impacientes de la sed, que doliéndose el Emperador de ellos, les dijo: «Más cuidado tengo de vosotros que de mí; esforzaos, soldados, que os prometo que si sufrís calor, que paso yo el mismo, y la sed que os da tanta pena, que aun la saliva no puedo echar de la boca.» De lo cual el César hizo muestra, de suerte que del calor, sed y polvo estaba tan seco, que no pudo escupir.

     Alojáronse esta noche los imperiales en el mesmo campo y pozos, donde los enemigos pensaron vencer. En Túnez hubo llantos, y miedo cual se puede imaginar entre gente rota y vencida. Huyeron moros y alárabes a Prebat, otros a Babazueca y Bardo, arrabales de la ciudad. Quedaron en defensa de ella, con Barbarroja, los que más esfuerzo tuvieron.

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