Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Libro veinte y cuatro

ArribaAbajo

Año 1538

ArribaAbajo

- I -

Alteración que hubo, pensando había traición. -Fue muy notable que, estando todos con tanto miedo, el Emperador no hizo ni aún mudanza en su rostro. -No pudo acabar el Papa que se viesen el Emperador y rey. -Treguas de nueve años.

     Paulo III, Pontífice romano, varón apostólico y de sanas intenciones, haciendo el oficio de verdadero padre, por las vías y medios posibles humanos y divinos, procuró concordar los príncipes cristianos, principalmente a los dos competidores, Carlos y Francisco, que con sus pasiones tenían la república cristiana en estado peligroso, creciendo la potencia del Turco y del hereje que, como fieras silvestres, deseaban asolar la viña del Señor. Así veremos, este año de 1538 en que comienzo este libro, algo favorable, quieto y pacífico, si bien es verdad fue descansar; algún tanto como los que luchan, para volver con doblado furor a la pelea.

     Deseó, pues, el Pontífice, para que la concordia tuviese efeto, que el Emperador y rey Francisco se viesen, que sus intentos eran no sólo pacificar la Cristiandad, sino armarla contra el Turco, y enfrenar la potencia de esta fiera. Tenía hecha ya liga Su Santidad con el Emperador y venecianos enderezada a este fin, y faltaba para ser de todo punto poderosa, que el rey Francisco entrase en ella. Demás de esto, quería el Pontífice engrandecer su casa (que no hay carne tan sagrada y caduca que no tenga resabios de ella), casando a su nieto, Octavio Farnesio, con madama Margarita, duquesa viuda de Florencia, hija del Emperador, y a su nieta Victoria Farnesio con monsieur de Vendoma. Para todo lo cual envió al cardenal Carpio al Emperador, y al cardenal Jacobacio al rey de Francia. Los cuales acabaron con su buena diligencia, que el Emperador y el rey se viesen con el Papa en Niza, por ser aquella ciudad del duque Carlos de Saboya, que deseaba infinito aquella junta, pensando cobrar en ella su perdido Estado.

     El Emperador se puso en orden para la jornada, y escribió primero al condestable de Castilla cuán importante era su viaje al bien de la Cristiandad, y que ya no esperaba sino que llegasen las galeras del príncipe Doria para se partir a 6 de abril; y a 15 del mesmo mes se volvió a le escribir que ya sabía el ayuntamiento y comunicación que los días pasados hubo entre sus diputados y los del rey de Francia para tratar la paz entre ellos, por cuya causa fue su venida en aquella ciudad, deseando venir a la conclusión por el beneficio que de ella se seguiría a la Cristiandad, y porque no se pudiendo concertar los dichos tratados por las dificultades que se ofrecieron, no querer el rey que los dos se acercasen en sus fronteras para facilitarlas, que con la misma voluntad había ofrecido acercarse con Su Santidad y con el rey en la parte de Niza, para que con su medio e intención se tratase y procurase de venir al fin y conclusión de la paz; y por que Dios y el mundo viesen que, por su parte, no quedaba ni quedaría de hacer cosa de lo que conviniese a este efeto; que ya el Papa era partido de Roma, y también el rey se acercaba, y que así él había determinado de poner en ejecución su partida, yendo en sus galeras sin otros navíos ni armas, llevando solamente lo necesario, y dejando allí sus caballos y los impedimentos de la corte, y para que, hecha la paz, dar orden con el Papa en lo que se había de hacer contra el Turco.

     Partió para esto el Emperador de Barcelona, llevando en las galeras muchos caballeros españoles y hasta tres mil soldados. Pasando de Marsella, hubieron una refriega las galeras que iban delante con diez galeras francesas que se pusieron en armas, no queriendo hacer salva.

     Llegó el Emperador a Villafranca de Niza, como estaba puesto. El Papa vino por tierra, aunque viejo, desde Roma a Saona, y de allí hasta Niza por agua, en las galeras que le envió el Emperador, el cual le fue a besar el pie dos días después de llegado a San Francisco, donde posaba. Estuvieron a solas hablando gran rato.

     Entró después en Niza el rey de Francia con grandísima casa y corte y con gran caballería y infantería armados; besó el pie al Papa, juntamente con sus hijos Enrique y Carlos. Quedóse hablando con él a solas otro gran rato.

     Estaban aposentados cada príncipe por sí: el Papa, en Niza; el Emperador, en Villafranca, y el rey, en Villanueva. Iban a días a hablar con el Papa, o enviaban. Entre tanto, la reina Leonor fue a ver al Emperador, su hermano, nobilísimamente acompañada de damas y señoras y caballeros, llevando consigo a su entenada (si bien, en amor, hija). madama Margarita, para que la viese el Emperador. Entrando, se hundió parte del pontón que había de tierra a la galera, y cayeron algunas damas en la mar, que fue caso de más espanto que daño.

     Aconteció luego allí otra turbación donosa, que puso en armas las galeras y soldados, y aun en cuidado al príncipe Andrea Doria, pensando que venía Barbarroja. Lo mismo hizo al marqués del Vasto, que armado fue a decir al Emperador que se subiese a la sierra; pero Su Majestad estuvo quedo, burlando de aquel miedo y alteración vana, tan cuerda como animosamente. La cual turbación comenzaron ciertos marineros como livianos y medrosos, viendo muchas polvaredas y, a su parecer, ahumadas, que hacía un labrador en la era aventando habas. Hubo gran risa y pasatiempo entre soldados, que son decidores, después que se supo el caso, si bien se corrieron los capitanes.

     Tornando, pues, a nuestro propósito, nunca pudo [conseguir] elPapa que se viesen el Emperador y el rey de Francia, por cosas que dijo ni hizo, si bien para ello se habían allí juntado, de lo cual se maravillaron todos; y el Papa se agraviaba, sintiendo que lo dejaban por su causa; no digamos ambición.

     Acabó, pues, con ellos, que alargasen la tregua por diez años, los cuales se publicaron en San Francisco de Niza, a 18 de junio, año 1538, en presencia del Papa, estando allí el cardenal de Lorena y el condestable Montmoransi, de parte del rey, y el marqués de Aguilar, don Juan Manrique y don Francisco de los Cobos y Granvela, por el Emperador. Luego, tras esto, se deshizo la junta, y el Emperador, dejando concertado de verse con el rey antes de volver a España, acompañó al Papa hasta Génova, que fue por mar.



ArribaAbajo

- II -

Vistas del Emperador y rey de Francia. -Confianza digna del pecho real de Francia. -Cómo recibió el rey a Andrea Doria. -Cuidado del Emperador si saldría a tierra. -Generoso ánimo del duque de Alba. -Confianza que el Emperador hizo de su libertad por consejo del duque de Alba. -Comen los reyes a una mesa: dánse dones riquísimos.

     Quedaron de acuerdo el Emperador y el rey de Francia que se viesen y hablasen sin que el Papa interviniese en ello, por los respetos o pundonores del mundo, que entre los príncipes se miran más de lo justo y aun los hace vivir esquiva y extrañamente; y también por los casamientos que el Papa pedía, que por agora no gustaban de ellos, si bien el Emperador le dió presto la hija madama Margarita para Octavio Farnesio, que no había trece años cumplidos, negándola al duque de Florencia, Cosme de Médicis, por cumplir su palabra.

     El rey de Francia despachó un caballero en una galera, rogando al Emperador que se viesen en Aguas-muertas, y que recibiría mucho gusto si entraba en Marsella de camino. El Emperador partió luego, y llegó con mal tiempo a las pomas de Marsella, acompañado de veinte galeras francesas, y muchos de su flota entraron en la ciudad. Hubo tan espesa niebla el día que partió de allí, siendo en julio, que corrieron peligro las galeras: una tocó en tierra, y otra quebró la espaldilla a la del Emperador, el cual surgió en Aguas-muertas, habiendo venido el condestable Montmoransi a decirle que luego sería el rey allí, y que si holgaba de ello entraría en la galera de Su Majestad Católica. El Emperador respondió con mucho amor y cortesía, y el condestable fue luego a decirlo al rey, y al punto se metió en un barco, llevando consigo al cardenal de Lorena y al mesmo condestable Montmoransi, y a Francisco de Borbón, conde de San Pol, y al mariscal o almirante Anibaldo. Y caminaron derechos a la galera del Emperador, que estaba dentro en el agua media legua de la villa.

     No quisiera el Emperador, que el rey viniera a su galera, por no obligarse él a salir a tierra, por lo cual envió tras el condestable al duque de Alba, y a Cobos, y a Granvela, pidiendo al rey que no tomase trabajo de ir en barco por el peligro, sino en una galera, para que desde las popas se saludasen y hablasen; mas ya cuando estos mensajeros iban, venía el rey en el barco, y sin que nada le dijesen, subió en la galera. dándole la mano el Emperador.

     Abrazáronse alegremente con las gorras en las manos, y besándose, según la costumbre de Francia, cuyo lenguaje hablaron. Sentáronse luego en popa, y llegaron a besar las manos al rey todos los caballeros españoles e italianos.

     Envió el Emperador a decir con Granvela a Andrea Doria, que estaba detrás del mástil, que viniese a besar la mano al rey: vino, y hincóse de rodillas con todo acatamiento. El rey le dijo: «¿Sois vos Andrea Doria?» Y como el Emperador rogaba que le perdonase, dijo no sé qué, con muestras desabridas. Quiso Andrea Doria responder por sí, más el Emperador le hizo señas que callase. Dijo también el condestable al Emperador, que pues había venido el rey a la galera, que Su Majestad saliese a tierra. Y como el Emperador se demudase algo para responder, dijo el rey: «Dejaos de eso, condestable, que pensará en ello y hará lo que mandare.»

     Y con tanto, porque se haría noche, se despidieron habiendo estado una hora juntos.

     Ido el rey, el Emperador quedó pensativo sobre si saldría o no a tierra; y por determinarse con razón, pidió consejo a los caballeros y secretarios que allí estaban, de los cuales unos dijeron que no saliese, considerando los inconvenientes; otros no se determinaron, cotejando el peligro con la honra; sólo, el duque de Alba, generosamente, afirmó que debía salir, siquiera por que no le cargasen todas las culpas de la guerra y enemistades, rehusando de confiarse del rey, que tan llana y sencillamente había venido a su galera.

     Determinó el Emperador salir, y salió con los que cupieron en tres esquifes de galera, mandando rigurosamente que no fuese a tierra otro alguno. Salió Su Majestad a fuero de marinero, con jubón y zaragüelles de carmesí, y borceguíes blancos, la camisa blanca, revueltas las bocas mangas a las muñecas, la gorra de terciopelo negro con oro batido por las cuchilladas, y una saltambarca de carmesí ceñida, y en la cinta una daga bien guarnecida, aunque se puso una turqueta en tierra.

     Cuando llegaron a recibirle el rey y la reina con el delfín, abrazáronlo con grandísimo amor y cortesía, no cabiendo la gente de placer, y maravillándose de la confianza que había hecho el uno del otro, que sin duda fue grandísima, y en que estos príncipes mostraron grandes y generosos corazones; y la Cristiandad quedó tan gozosa, que no sabré encarecerlo; llenos todos de una cierta esperanza de paz perpetua, y otras mil felicidades que se prometían, como las hubiera, si estos príncipes no volvieran a caer en sus pasiones, con el mismo rigor que hasta aquí las habían tenido.

     No hablaron en negocios por ser tiempo de fiestas y banquetes, y por estar hablados ya en Niza, y porque ni la gravedad del Emperador ni la llaneza del rey lo llevaban. Sentáronse a comer: la reina tuvo la cabecera de la mesa, la duquesa de Estampes, que valía mucho con el rey, y madama Margarita, hija del rey; a sus lados, el Emperador y el rey, y el cardenal de Lorena; a la cena estuvieron los mesmos, y más Catalina de Médicis con el delfín su marido, y madama Margarita, hermana del rey, y el duque de Orleáns.

     Hubo ricas dádivas que los príncipes se dieron. El Emperador dio a Margarita, hija del rey, preciosísimas piedras, que valían más de cincuenta mil ducados, y perlas inestimables. El rey dio al Emperador un anillo con diamante labrado en forma de ojo, en prendas de verdadero amor.

     Otro día, que fue a 16 de julio, se tornó el Emperador a su galera para venirse a España. Despidiéronse con el mesmo amor y ceremonias con que se recibieron. Tales fueron las solemnes vistas de Niza: y el fruto que de ellas se sacó, el que diremos.



ArribaAbajo

- III -

Capítulos de la concordia de Niza.

     Dije cómo el Pontífice había puesto treguas por nueve años entre el Emperador y rey de Francia. Los capítulos que en ella hubo fueron: Que las treguas comiencen desde 18 de junio de este año de 1538, y que duren diez años. Que los vasallos de uno y otro príncipe puedan libremente tratarse y entrar los unos en las tierras de los otros, y traer sus mercaderías, tratos y comercios por mar y por tierra. Que lo que al presente poseía cada uno, quede con ello. Que se restituyan las heredades a los que se las hubieren tomado. Que a los desterrados se les alcen sus destierros, salvo a los del reino de Nápoles y Sicilia, que el Emperador por aleves tenía desterrados y excetadas. Que un príncipe no dé favor al enemigo del otro. Que se perdona a los que siendo de una parte, pelearon por otra, salvo a los rebeldes. Que se administre justicia llanamente. Que el duque de Saboya, el de Florencia, señoría de Génova y todos los que quisieren entrar sean admitidos en estas treguas. Que las que se hicieron en Vormes se guarden y cumplan. Otorgáronse en Niza, a 18 de junio. Firmaron por el Emperador don Juan Fernández Manrique, marqués de Aguilar; don Francisco de los Cobos, comendador mayor de León; Nicolao Perenoto, señor de Granvelle; por el rey Francisco firmaron: Juan, cardenal de Lorena; Anna Montmoransi, condestable de Francia. Y en el mes de octubre adelante, después de las dichas vistas, se añadieron los capítulos siguientes: Que para restituir los bienes muebles que en los sacos y entradas de las tierras se han tomado, envíe el rey a la tierra que es entre Francia y Flandres a Antonio Laneto, que satisfaga a los flamencos y españoles lo que se les hubiere tomado, con que prueben las partes lo que fue. Que la reina María ponga en Bruselas a Pedro Damiano, y en Bravancia que haga la misma satisfación a los franceses sin las largas de jueces, pleitos y probanzas en que se acaban las vidas antes de alcanzar justicia. Que se restituyan al duque de Vendoma y al príncipe de Orange los bienes y tierras que les han sido tomados. Que al duque de Arisceti se le restituya el condado de Perci. Que el pleito sobre la previsión de la abadía de monte de San Juan, cerca de Terovana, se determine por jueces, árbitros y que a 7 de enero del año venidero de 1539 el rey y la reina María envíen personas a Cambray que reformen la moneda, que está depravada por usar mal de ella. Firmaron las partes estos capítulos a 23 de octubre.

     Por estas paces y vistas del Emperador y rey de Francia se hicieron muchas alegrías en los reinos de España y Francia, dando muchas gracias a Nuestro Señor con procesiones solenes. Esperaban vivir unos siglos dorados, gozar años prósperos y felicísimos estando en paz, y gobernándolos con ella los dos mejores príncipes que había tenido el mundo; mas por nuestros pecados no fue así.



ArribaAbajo

- IV -

Motín de españoles en Lombardía. -Deshace el marqués del Vasto la gente de guerra que había en Italia.

     Estando el Emperador en Aguas-muertas llegaron embajadores de Milán, quejándose de unos soldados españoles que andaban amotinados robando y haciendo cien mil insultos, a título de que se les debían muchas pagas, y no les acudían con alguna. Fue tan furioso este motín, que llegaron los amotinados a ponerse en Galerita, y de allí destruían la tierra y echaban repartimientos en los lugares de la comarca y aun a los bien desviados, con tanto imperio y rigor, que quien no pagaba luego el repartimiento en dinero, lo pagaba con la vida.

     Propusieron los milaneses esta embajada con alguna pasión y cólera, hasta venir a decir al Emperador que lo remediase, si era servido, pagando lo que debía; si no, que les diese licencia, que ellos lo remediarían, castigando aquella gente como ellos merecían.

     Mostró el Emperador en el rostro desabrimiento grande, viendo la libertad con que los de Milán hablaban, y no quiso responderles más de que Granvela les daría la respuesta. Fueron con esto a Granvela, y él, que ya estaba avisado, reprendiéndoles ásperamente y afeando el mal término y libertad con que habían hablado al César, después que les hubo dicho muy bien su parecer, respondió uno de ellos, que se decía Archinto: «Pues yo os prometo, señor, que si no lo remediáis con tiempo, que los de Milán se atrevan, a hacer mucho más de lo que nosotros habemos osado decir, como que sea posible que quiera Su Majestad que suframos una inhumanidad tan grande como con nosotros se usa.»

     No les valió a los pobres milaneses hacer estos sentimientos, porque lo más que pudieron negociar fue una carta para el marqués del Vasto, en que se le decía que diesen orden como se apaciguase aquella gente, el cual lo hizo con la mejor maña que pudo, y contentó a los amotinados con ciento veinte mil ducados que sacó por repartimiento de entre los pueblos; y los milaneses quedaron tan desabridos del Emperador, que si entonces hubiera quien los alentara, sin duda se rebelaran.

     Los soldados quedaron algo contentos y el marqués no muy en gracia del Emperador, que quisiera que se hubiera con ellos ásperamente; mas ganó el marqués con la gente de guerra el amor que con el Emperador había perdido. Limpióse por entonces Lombardía de toda esta gente porque el marqués reformó las compañías y las dejó en ocho, que quedaron en el Piamonte; de las demás hizo capitanes nuevos y una parte envió a Hungría en servicio del rey don Fernando, y por maestre de campo fue el capitán Morales, y la otra parte fue la vuelta de Génova a embarcarse, para ir en la armada que se hacía en Sicilia y a juntarse con la infantería española; dio el cargo de maestre de campo a Francisco Sarmiento.

     Dicen que fueron cincuenta mil hombres los que el marqués distribuyó, y de ellos fueron a Génova para la armada de la liga, que con mucha priesa se hacía contra el Turco, como diremos. De esta manera quedó limpia Italia.



ArribaAbajo

- V -

Otro motín en la Goleta. -Motín en Sicilia y alteración de soldados. -Don Alvaro de Sande, valiente caballero.

     En los días que en Lombardía pasaba el motín dicho, hubo otro entre los que estaban en la Goleta, también porque no les pagaban, y fue con tanta determinación, que si no acudiera don Bernardino de Mendoza con las galeras, hicieran, según se temió, alguna cosa muy fea. Tomólos a todos don Bernardino y llevólos a Sicilia, prometiéndoles que don Hernando de Gonzaga, virrey de ella, les pagaría y daría en qué entender. Puestos en Sicilia, como el virrey no los pagaba, ni los sicilianos querían mantenerlos a discreción, como se suele acostumbrar en Italia, comenzaron a alterarse los que habían venido de la Goleta, y con ellos, otros muchos de los que antes estaban en Sicilia, y sin que sus capitanes les pudiesen resistir, pusieron el negocio en términos que se hubiera de destruir la isla. Tomaron y saquearon a Castañera, Montforte y Santa Cecilia, tres lugares bien ricos, aunque pequeños, y hicieran lo mismo de Castro si pudieran.

     Como don Hernando de Gonzaga vio el negocio tan estragado, envió contra ellos a don Alvaro de Sande, que, como de aquí adelante veremos, fue muy esforzado caballero, de quien son los marqueses de la Piora y su solar en Galicia. Era en este tiempo su maestre de campo don Hernando; llevó consigo gran número de gente, pero rústica y bisoña. Pensó don Álvaro que tuvieran respeto a su persona, y por poco le mataran, si no se pusiera en cobro. Andaban entre ellos algunos soldados honrados y capitanes principales, que no quisieron perseverar en aquel motín por no mancillar su fama, y como mejor pudieron, se pasaron al servicio del Emperador; los demás, como vieron idos a sus capitanes, hicieron su tribuno y capitán general, que agora llaman electo, a un Heredia, soldado viejo, fraile renegado, y muy gran predicador sin obras, y diéronle por acompañados ciertos oficiales que los llamaban ellos los electos. Durábales a éstos el cargo no más de tres días, y al mal fraile siempre, dándole por su consejero a un vizcaíno que se decía Mondragón.

     Ya que estaban tan ricos que no podían traer lo mucho que habían robado, tomaron por asiento para su bagaje, criados y mujeres, un lugar que se dice Rochela, y fueron a saquear a Randazo, en las raíces del monte Etna; saliéronles al camino los del lugar con un crucifijo en las manos, llorando y pidiéndoles por amor de Dios que no los maltratasen. Ya que lo tenían acabado con Heredia disparó uno acaso desde los muros un arcabuz y mató un soldado de los de fuera. Fue tanta la ira, de los demás, que pusieron fuego a las puertas y entraron y saquearon el lugar, echando de él a todos los vecinos, y se quedaron en él muy de asiento por más de tres meses, tan al seguro como si todos hubieran nacido allí.

     Pudiera don Hernando de Gonzaga castigar por fuerza estos insultos, si no temiera las muchas muertes y daños que se habían de seguir de pelear con gente tan valiente y desesperada; pero quiso guiar el negocio con maña y acordada prudencia. Rogó al maestre de campo don Álvaro de Sande, y a Sancho Alarcón, a Juan de Vargas y Alonso de Vives, todos capitanes y personas de mucha calidad y que tenían amigos entre los amotinados, que tomasen la mano en reducirlos con algún buen medio; prometióseles perdón general y más cuatro pagas.

     Al fin ellos, de consejo de su caudillo, Heredia, que les hizo un elocuentísimo sermón, vinieron en lo que se les pedía y para seguridad de lo que el virrey prometía pidiéronle en rehenes el hijo mayor, pero después se contentaron con que jurasen él y algunos de sus amigos de guardar y cumplir lo que tenía prometido, habiendo de jurar el virrey y los demás sobre el Santísimo Sacramento, y los soldados, ni más ni menos, de servir al Emperador.

     Escogiéronse con Heredia veinte y cuatro caporales, de cada bandera el suyo, que tantas eran las de los amotinados. Hízose el juramento en Linguagrosa, un lugarejo cerca de Rendazo. Vióse bien que el virrey juraba de mala gana, porque cuando se hacía la solenidad, que todos alzaban las manos al cielo, apenas las quería él alzar; por lo cual, Villalobos, que allí estaba, le dijo: «Jure vuestra señoría de buena gana; si no tampoco juraremos nosotros.» Hizo el virrey que no había mirado en ello, por asegurarlos, y con esto se partieron muy contentos.

     Poco después, con toda la disimulación del mundo, los repartieron de veinte en veinte y de treinta en treinta por las guarniciones.

     De ahí a dos o tres meses, cuando más descuidados estaban, escribió el virrey a diversos capitanes que prendiesen a los veinte y cuatro diputados o caporales. Juan de Vargas prendió a Heredia y a Carranza, que estaban en Taurominio, y dieron con ellos en Mecina. Cuando los tuvieron a todos veinte y cinco presos, una mañana, sin que nadie supiese para qué, amanecieron en el puerto al largo de la costa veinte y cinco horcas; la una, que estaba en medio, era más alta que las otras, estando a cada lado doce bajas. Antes de mediodía sacaron a los veinte y cinco y pusieron a cada uno en la suya, y al Heredia en la de en medio, cortándole primero la mano derecha.

     Después de esto dio el virrey una provisión para toda la isla, mandando a los alcaldes y gobernadores que ahorcasen a todos cuantos hallasen de los amotinados. Justiciáronse muy muchos por toda Sicilia y principalmente en Mecina. Después de haber muerto gran parte de ellos, a los demás que hallaron vivos prendieron y metiéronlos en un navío y enviáronlos a España, que fue para ellos una gran vergüenza, y hubo algunos que tomaran antes ser muertos como sus compañeros.

     Con este castigo quedaron amedrantados los soldados, y don Hernando de Gonzaga con opinión de poco amigo de españoles, y no le levantaron testimonio, según los que le conocieron decían.

     El Emperador gustó más de este rigor que de la blandura del marqués del Vasto, a quien la nación española debió siempre mucho amor y buenas obras como a su tío el gran marqués de Pescara, que ambos amaron los españoles como a verdaderos hermanos y gente de su sangre, solar y nación, cual era el origen de estos valerosos capitanes.



ArribaAbajo

- VI -

Jornada infeliz de Previsa. -Condiciones de la liga. -Consultan los capitanes de la liga dónde y cómo harían la guerra. -Esfuerzo de un capitán turco. -Sale Barbarroja a pelear. -Los de la liga quieren la batalla. -Machín de Monguía y sus valientes vizcaínos se defienden de 150 galeras de turcos, casi un día, no siendo más de 300 soldados, a 27 de septiembre. -Mofa Barbarroja de Andrea Doria.

     Supo Solimán la liga y confederación que en Roma se había hecho contra él, y por buena diligencia que los príncipes cristianos se dieron para aprestar su armada, fue mayor la de Barbarroja, saliendo con gran presteza y armada de Constantinopla con ciento y treinta galeras y otras muchas fustas. Hízose esta liga a instancia de venecianos, que solicitaron al Papa y Emperador, rey de Francia y otros príncipes; que porque ellos traían guerra con el Turco en la Morea y Esclavonia, desearon armarse de esta potencia. En la cual el rey de Francia no quiso entrar, por la amistad que siempre tuvo con el Turco.

     Fue el concierto de la liga que se armasen docientas galeras, sin las naves que fuesen menester, aunque no se armaron tantas. El Papa daba treinta y seis, con el patriarca de Aquileya y a Marco Grimaldo por capitán y legado. Venecianos ochenta y dos, nombrando por general de ellas a Vicente Capelo. El Emperador otras tantas con Andrea Doria, y más las naos para la gente, munición y pertrechos, y el trigo que por sus dineros quisiesen de Sicilia.

     Había de ser capitán de toda la flota, el tiempo que durase la liga, Andrea Doria, y del ejército de tierra don Hernando de Gonzaga; si no pudiese ir, Francisco María, duque de Urbino; y eran para venecianos las tierras que se tomasen al Turco en Esclavonia y Grecia o en sus islas.

     Publicóse esta liga en Roma delante del Papa, estando presentes don Juan Manriques, marqués de Aguilar, embajador del Emperador, y Marco Antonio Cantarino, embajador de Venecia, a 8 de hebrero, año, de 1538; mas no pudo ir Andrea Doria, hasta poner al Emperador en España desde Aguas-muertas.

     Entre tanto había venido Barbarroja con la armada que dije a Candía. Saltaron en tierra muchos turcos desconcertadamente, pensando ganar a Candía, y aún se desmandaron a robar por las aldeas. Pero Andrés Griti, que guardaba el lugar, les dañó mucho con la artillería, y como reconociese su desorden, echó fuera dos compañías de italianos que los pusieron en huida; por lo cual, y por saber cómo iba el gobernador Juan Moro con ejército, tocó a recoger apriesa.

     Barbarroja metióse en sus galeras por temor de los venecianos, dejó por embarcar mil y docientos hombres que andaban lejos robando, todos los cuales fueron muertos luego a manos de los isleños. De Candía fue Barbarroja sobre Retino, y sin tentarlo, que le pareció fuerte ciudad y muy artillada, pasó a la Frasquía, tres leguas de la ciudad de Candía, y de allí a Sicilia, que de miedo de él estaba sin gente, la cual quemó de enojado. De allí caminó a Modón y luego a la Previsa, por estorbar a la flota del Papa y venecianos, que estaban en Corfú.

     En tanto que Barbarroja estaba en Candía, quiso tomar de camino la Previsa, con las galeras del Papa. El patriarca de Aquileya, que deseaba ganar honra, echó en tierra los italianos con algunos albaneses. Él entró por la boca del golfo, si bien le tiraban del castillo; comenzó a batir el lugar desde las galeras y también de tierra con tres tiros que sacó; sobrevinieron empero tantos turcos a pie y a caballo, que matando algunos cristianos, los hicieron retirar. No pudo embarcar los dos tiros; mas aunque con daño todavía, aprovechó aquel acometimiento, porque se supo cómo estaban las galeras turcas a la entrada del golfo.

     Poco después de esto llegó a Corfú Andrea Doria, y con acuerdo del patriarca y de Vicente Capelo, se fue a la Gomeniza, lugar de muchas aguas, para esperar allí las naos que atrás dejaba. Tratóse, entretanto que llegaban, dónde y cómo harían la guerra. Contaré el consejo que cada uno de los capitanes dio, aunque el fin fue malo. Dijo don Hernando de Gonzaga, primeramente, que se debía tomar la Previsa, echando en tierra soldados y tiros, para que desde allí estorbasen a Barbarroja la salida con el artillería, pues era estrecha; y que hundiesen a la boca una gran nao llena de cantos por mayor embarazo, y que no bastando aquélla, que pusiesen el galeón Oria, y el Veneciano, y la Baracha que tenían tanta artillería, junto a la nao que hundiesen, y muy bien ancorados, para echar a fondo las galeras de Barbarroja si huir quisiese, porque cerrándole el paso y enseñoreando la marina con la infantería, era luego perdida la flota contraria por falta de agua, ya que otro no fuese.

     Contradijo esto, que fuera lo mejor, Andrea Doria, con razones de buen marinero, pareciéndole un manifiesto peligro sacar a tierra la gente y artillería por dos causas: una, porque siendo en fin de setiembre, o casi, podía venir un temporal que forzase la flota a meterse en mar alto, no dejando qué comer a los soldados; otra, porque los turcos tenían muchos tiros con que poder no solamente impedir, pero matar cuantos a tierra fuesen, y que sería gran vergüenza perder los hombres o los navíos, sin hacer otro daño al enemigo que tomarle la Previsa; mas empero, que si Barbarroja no saliese a pelear por miedo, llegando a la Previsa, que saldría por vergüenza, entrando ellos por entre los Dardanelos o castillos a tomar a Lepanto y otros lugares en el golfo de Patrás, que, según los griegos afirmaban, no eran fuertes.

     Acostaron al parecer de Andrea Doria el patriarca y Vicente Capelo, temiendo la tormenta más que la batalla de mar, y aún por haber a Lepanto, que ya otro tiempo fuera de venecianos, de manera, pues, que determinaron de hacer lo que dijo Andrea Doria. El cual como general de toda la flota, ordenó allí en la Gomeniza muchas cosas de la armada, de la guerra y de la navegación, a consejo de los otros generales, y porque había setenta y dos naos de pelea, repartiólas en dos partes, dando la una a Francisco Doria, que las llevaba todas, y la otra a Alejandre Bondomier, capitán del galeón veneciano.

     Eran las galeras ciento y treinta y cuatro, que no se pudieron armar las docientas que prometieron; las veinte y siete del Papa, cuarenta y nueve del Emperador, que las españolas no fueron allá, cincuenta y cinco de venecianos, si bien algunos cuentan más; pero no estaban allí sino en guardia del Chipre y Nápoles de Romania, y Esclavonia. Había, sin esto, docientos y cincuenta bajeles de menos vaso, los cuales iban a su ventura. Los hombres de paga eran, sin los de galera, cinco mil italianos, once mil españoles soldados viejos de Lombardía y Africa.

     Con este designio partieron de la Gomeniza, yendo delante Alejandre Bondomier con su galeón y naves y con cinco galeras que descubriesen; las cuales, en apareando y aparejándose con el golfo del Artá, vieron cuatro galeras con otras tantas galeotas turcas que atalayaban; siguiéronlas para saber las que dentro estaban. Surgió el galeón a la punta de la Previsa, y en diez y seis pies de hondo, como le fue mandado, y luego toda la flota, que, como las galeras se tendieron, parecía grandísima, como sin duda lo era, y para hacer una gran suerte tuvieron trabajo aquella noche, por andar la mar alta, pero sosegó con la venida del sol, con mostrar y dar bonanza.

     Quiso al principio Andrea Doria echar gente y comida en la Previsa, mas luego mudó propósito, y por estar quedo Barbarroja y por ir a Lepanto, como se había concertado, tomó el camino de Santa Maura, remolcando las naves con las galeras; fue a surgir a Sesola, que así llaman aquella roca. Quedaban en la rezaga los dos galeones y la barca con otras veinte y cinco naos grandes. Estaba Barbarroja en el golfo del Artá con ochenta y siete galeras y treinta galeotas y treinta y cinco fustas y bergantines; armada que, si bien era grande, no era bastante para pelear con la cristiana, y por entenderlo él así, no salía, y porque aún allí no se tenía por seguro, puso las popas junto a tierra para salvar la gente y ropa, si la armada de la liga los acometiese, teniendo por menor pérdida la de los navíos que la de los hombres. Había hecho baluartes en tierra y puesto en ellos artillería, y llamado los turcos y otras gentes del despotado para defender sus galeras; y cuando vio y contó las naos y galeras de la liga tuvo gran temor, a lo que después contaron los suyos, si bien es verdad que mofaba de la mezcla de los capitanes, diciendo que no sabrían vencerlo.

     Un capado que llamaban Monuc, de la Puerta del Gran Turco, que venía en la armada por acompañado de Barbarroja, lo reprendió, motejándolo de cobarde porque no le peleaba. Decíale que mostrase allí, donde más era menester, su esfuerzo y ciencia de cosario, y que mirase cuyo pan comía, que lo ahogaría Solimán si no peleaba, al cual ni le faltaría madera para otra flota ni tan buenos capitanes como él aunque se perdiese la batalla. Hubo miedo entonces el turco Barbarroja, y dijo a Salac: «Vamos a pelear; si bien nos tengan ventaja nuestros contrarios, no nos acuse este medio mujer.»

     Luego hizo señal de partida y de pelea. Como estuvo fuera en mar, se puso en medio con un tercio de su flota, llevando muchas banderas en la galera por dar alegría a su gente; dio el otro tercio a Tabac, con que fuese la mano derecha; el otro dio a Salac, que por la izquierda fuese a Rapatierra para tenerla por suya, que importaba mucho habiendo batalla. Echó delante a Dragut con diez galeras y seis galeotas. Venían al remo a compás todas y concertadas, que mostró bien su arte Barbarroja.

     Como Andrea Doria entendió que Barbarroja venía con ánimo de pelear, lo que no pensara, volvió alegremente a él desde Sesola, haciendo señal de batalla, la cual pedían con instancia Vicente Capelo y el patriarca. Envió a decir a los capitanes de galeras con las fragatas, que luego se armasen poniendo sus pavesadas para pelear, al primer son de trompeta, con que se ponía el estandarte mayor imperial; y a los de los navíos de armada, que se metiesen a tierra, por la ganar al enemigo y por sacarlo a pelear en alto.

     Nunca hombres estuvieron con mayor gana de pelear que los de la liga aquel día, y así era de ver la priesa y alegría que tenían armándose; y muchos pensaban que Barbarroja huía. No quería pelear Andrea Doria sin las naves, y menos Barbarroja con ellas, porque llevaban muchos tiros, y fuertes soldados y por eso el uno rehusaba de acercarse a ellas, y el otro las echaba delante esperando sazón para pelear y vencer. Así, hacía grandes puntas y vueltas con sus galeras, de lo cual se maravillaban sus compañeros, que deseaban embestir, y sus enemigos también, sospechando algún engaño.

     Calmó en esto el viento, que fue la perdición de la armada cristiana, porque pararon las naos y no se hallaron las galeras a tiempo. Barbarroja, que al principio temía de llegar a las naos, hizo de tres alas que llevaba dos, a manera de luna nueva, para dar batalla, y conocido el desatino de los de la liga, mandó a los suyos que arremetiesen a ellos antes que el sol se pusiese, pues era ya de mar bonanza, si bien Dragut a este tiempo combatía recio, pero en vano, con el galeón veneciano; porque Bondomier se defendió valentísimamente. Acometieron, pues, los turcos, y unos quemaron dos naos, una de Candía y otra de Venecia, que llevaban bizcocho, habiéndose ya ido la gente por su miedo a otras naos de soldados con las barcas. Otros combatieron tres naos en que iban españoles, y tomaron la del capitán Villegas de Figueroa, natural de Ocaña, que no le valió por bien que pelearon los suyos, y él se defendió, al cual soltó de allí a tres años Solimán, en gracia de un hijo que se tornó turco; a las otras no pudieron tomar, por la noche que les sobrevino, habiendo peleado maravillosamente todos con sus capitanes Bocanegra y Machín de Monguía, echando a fondo tres galeras turcas. Estuvieron sobre la de Monguía ochenta y cinco galeras y fustas que la quebraron el árbol, y las obras muertas, quemando las velas; cargaron en ella tantas por la grandísima resistencia y estrago que hacía.

     No pasaban los tablones los tiros por estar escaldados con el mucho tirar. Murieron el alférez y otros veinte y siete; los demás, si bien casi todos heridos, escaparon con la mesana y trinquete, por refrescar el aire aquella noche antes que amaneciese.

     Tomó asimismo Salac dos galeras venecianas de Francisco Mocinigo y del abad Viviena, que por ir a los suyos fue a los enemigos, desatinados con la oscuridad o con el miedo.

     Anocheció en esto y llovió con truenos y relámpagos, y por miedo de la tormenta hicieron vela: Barbarroja, primero, y luego Andrea Doria, el cual, sin concierto ni respeto, echó la vuelta de Corfú, hacia do corría el viento, habiendo perdido aquel día la honra y fama que de buen capitán tenía, por querer saber mucho, y aun mató los faroles porque el enemigo no lo siguiese, como le seguía.

     Barbarroja dijo en español muchas veces, y todas riendo a carcajadas: «¡Oh, cómo Andrea Doria mata las linternas por no ver por dónde huye!»



ArribaAbajo

- VII -

Ganan la armada de la liga a Castilnuovo. -Toman los de la liga a Castilnuovo. -El capitán Bocanegra murió en una escaramuza. -Tormenta que padece Andrea Doria.

     Dieron los de la liga gracias al viento que los trajo a Corfú sin otra mayor pérdida, si bien afrentados por el ruin suceso de su armada sobre tanto consejo. Echaban la culpa unos a otros; decían los venecianos que Andrea Doria no había peleado por envolverlos con el Turco en mayores guerras, que así convenía para el Emperador y por particular odio que les tenían. Los genoveses decían en disculpa de Andrea Doria, que dejó de dar batalla desconfiado de los venecianos, porque iban a la colla (que también se dice a pique), habiendo de pelear, lo cual es llevar atadas con juncos las velas a las antenas, para que sin izar, suelten la vela picando un junco, y porque al principio no quisieron tomar españoles en sus galeras, pues así cumplía para confiar de la victoria; y que fueron ellos los primeros, y que primero ciaron.

     Estuvieron allí quince días en esto, y en rehacerse, y en consultar qué harían, porque Barbarroja estaba en Pachú, otra isla junto a Corfú, dándoles higas; el cual, como no salían, se fue al golfo del Artá, que venía tempestad, habiendo robado primero a Parga.

     Don Hernando de Gonzaga reconcilió a Vicente Capelo y a Andrea Doria, y acabó que para pelear con Barbarroja o para tomar algún buen lugar, se metiesen cincuenta españoles arcabuceros en cada galera veneciana, creyendo enmendar lo pasado.

     Ido Barbarroja, se fueron ellos a Castilnovo, dando a don Hernando el cuarto de las galeras. Es Castilnovo un lugar en el golfo de Cataro o Rizano, poco fuerte, aunque con un baluarte hacia la mar y un castillo sobre peña que guardaban trecientos cincuenta turcos. Los naturales son esclavones, pero mahometanos, aunque algunos eran bautizados primero, y se acordaban que los ganó Mahomet. Habían fortificado a Castilnovo el año antes, sabiendo la liga, con las demás fuerzas de sus dos costas, así de la Grecia como de la Suria y de Europa y Asia. Desembarcaron primero los de la liga en Cataro, sacando trece piezas de artillería.

     Envió don Hernando cuatro compañías de españoles a descubrir, las cuales hicieron retirar los turcos de caballo que venían al socorro, y prendieron algunos, aunque murieron seis. Echó los españoles un cabo sobre Castilnovo, que llevaron a brazos trece cañones treinta pasos; y por otros, los italianos, que llevaron dos sin trinchea. Comenzaron a batir el castillo, y el baluarte con aquellos tiros, que se había recogido allí toda la gente, y luego desde la mar, yendo las galeras de cuatro en cuatro a tirar; pero alcanzáronse unas a otras antes que pudiesen dar la vuelta, y así dieron en tierra ocho, cuyos hombres entraron por los remos en el lugar, y luego los soldados de la otra parte por escalas, y entrando murieron algunos, entre ellos un capitán italiano y otro español, que fue Bocanegra, aunque otro dice que en una escaramuza murió este capitán aquí bien nombrado.

     Rindiéronse de ahí a tres días los del baluarte a Vicente Capelo, y los del castillo a don Hernando, con que se pudiesen rescatar los turcos en Ragusa por cada cuarenta ducados, pero no se guardó la condición.

     El despojo fue mayor que rico. Cautiváronse mil y seiscientas personas, y muchos decían ser cristianos. Andrea Doria y don Fernando de Gonzaga metieron españoles en los castillos, contradiciendo Vicente Capelo, que los pedía por virtud del concierto, y nombraron a Francisco Sarmiento maestre de campo, que quedase allí en guarnición con ciertas compañías, en las cuales había hasta tres mil españoles, los más arcabuceros, todos soldados viejos y lucidos, o según otro dos mil y quinientos y ochenta albaneses de a pie, y veinte y cinco de a caballo, con sus capitanes Lázaro, Andrea Pinto y Jorge Copos. De manera que toda la guarnición fue de españoles, con sus capitanes Machín de Monguía, Luis de Haro, Juan Vizcaíno, Mendoza Silva, Sancho de Frías, Cusán Zambrana, Zimbrón, Arriarán, Pedro Ruiz Gallego, don Pedro de Sotomayor, que sucedió a Bocanegra, y, sobre todos, Francisco Sarmiento.

     Barbarroja fue a socorrer a Castilnovo sabiendo que los de la liga lo combatían. Dióle caminando para allá una tormenta en la isla de Saseno, en la cual perdió setenta navíos y veinte mil hombres, según se dijo, por cierto, por lo cual Vicente Capelo, y aun don Hernando, quisieran ir tan a buen tiempo tras él para lo acabar; mas Andrea Doria lo estorbó, por temor de otra tormenta, porque ya era por Todos Santos, y aún porque hizo mal tiempo, estuvieron detenidos allí diez o doce días; mas luego que aclaró, se vinieron a tener el invierno a sus casas, desarmaron las galeras, porque habían trabajado mucho los galeotes aquel verano, y cesó la liga y junta de las armas, que tan poco valieron: y lo que con ellas los capitanes cristianos ganaron se logró tan poco y tan a costa de los españoles, que por sustentarlo padecieron increíbles trabajos y muertes como en esta historia veremos.



ArribaAbajo

- VIII -

Cortes generales de Toledo. -Pónense a la larga escrituras y cartas por asegurar la verdad. -Grandes y señores que se juntaron en ellas. -Proposición de las Cortes. -Niegan la sisa por ser perjudicial: piden que los procuradores se comuniquen con ellos. -Responde el Emperador. Nombran los grandes doce caballeros, como cabezas de su Junta. -Lo que se pidió por parte del Emperador. -Don Juan Tavera, cardenal de Toledo, habla a los grandes que no querían venir en el servicio. -Oración del condestable a la junta de grandes. -Peligro que hubo en las Comunidades de Castilla. -Cristiano y valeroso pecho del condestable. -Hidalgos de Castilla. -Cédula que firmaron los grandes, movidos de la plática del condestable. -Lo que los grandes respondieron al Emperador: que suspenda las armas, que resida en el reino. -Enfadóse el Emperador, y disimula con prudencia. -Escribe el Emperador a Pedro de Melgosa sobre lo que la ciudad había votado. -Castilla lleva la carga mayor de los tributos con que el rey se sustenta.

     Las Cortes del año 1538 fueron tan célebres por el llamamiento general, que el Emperador hizo de todos los grandes y señores de título de Castilla, que me obligan a decir de ellas más particularidades que de otras. Y temo mucho de cansar en esta obra, poniendo escrituras y cartas originales; confieso que no es en mi mano otra cosa, no porque me falta estilo para sacarlas en relación y sumariamente, o para decir sólo lo que es historia, que es lo más apacible al común de los lectores, mas soy tan amigo de la verdad, y de que el que leyere mis trabajos entienda que la trato y la busco, que por asegurarme y asegurar a todos he usado y usaré de poner aquí las cartas y escrituras que más hicieren a la historia, sacándolas fielmente, como ellas se escribieron. Haré lo mismo para decir lo que hubo en estas Cortes.

     Juntáronse en ellas, y juraron el secreto de lo que fuese perjudicial, para siempre guardarlo, y lo que no, tanto cuanto durasen las Cortes.

     El condestable de Castilla y de León, el conde de Oropesa, el conde de Palma, el marqués de Cuéllar, el duque de Maqueda, el marqués de los Vélez, el duque de Alburquerque, el conde de Urueña, don Hernando de Castro, el conde de Chinchón, don Francisco de Ribero, don Hernando de Toledo, el conde de Orgaz, el duque de Medina Sidonia, el duque del Infantado, el conde de Benavente, don Pedro Enríquez, el duque de Nájara, el marqués de Villena, el conde de Luna, don Egas Venegas, Martín Ruiz de Avendaño, el conde de Siruela, el conde de Coruña, el marqués de Elche, Luis Méndez, el duque de Sesa, don Juan de Fonseca, el marqués de Comares, el conde de Nieva, el adelantado de Galicia, el conde de Teba, el marqués de Cerralbo, el adelantado de Castilla, el conde de Osorno, Juan de Vega, el conde de Cifuentes, el duque de Béjar, el duque de Alba, el conde de Buendía, don Juan de Ulloa, el marqués de Montemayor, don Hurtado de Mendoza, el conde de Mélito, el conde de Saldaña, don Juan de Mendoza, don Juan Alonso de Mojica, el marqués de Gibraleón, el conde de Gelves, don Gonzalo Chacón, don Alonso Téllez, don Juan de Ayala, don Francisco de Monroy, Luis Carrillo, el conde de Bailén, el conde de Alcaudete, el mariscal de Fromesta, el marqués de Molina, el marqués de Berlanga, el marqués de las Navas, el conde de Aguilar, Juan de Saavedra, el conde de Olivares, don Juan de Benavides, el mariscal Hernán Díaz de Riba de Neira, el marqués de Tarifa, el conde de Medellín, don Pedro Pimentel, el conde de Monte Agudo y el conde de Módica. Por este mismo orden están escritos, que no he antepuesto ni pospuesto.

     Halláronse otros muchos caballeros y perlados extranjeros, como fueron el cardenal Alejandro Farnesio, legado a latere; Federico II, conde Palatino del Rhin; duque de Baviera, elector del Imperio, con su mujer, Dorotea, sobrina del Emperador, hija de su hermana doña Isabel, reina de Dinamarca, Noruega y Suecia.

     El intento del Emperador en esta gran junta fue que los tres Estados de Castilla y León le hiciesen un gran servicio, con que desempeñarse y acudir a las cosas de la guerra y defensa de sus reinos. Hízose la junta en el convento de San Juan de los Reyes, en dos salas diferentes; una, de perlados, y otra, de caballeros. En la de los perlados presidió el cardenal de Toledo, después de haber pasado muchos cumplimientos y cortesías entre él y don Francisco García de Loaisa, cardenal y arzobispo de Sevilla.

     El estado eclesiástico, sin muchas dificultades, pasó y decretó lo siguiente:

     «Atentas las necesidades de Su Majestad y de estos sus reinos que se les habían declarado, y el peligro que habría en no ser con tiempo socorridos y remediados, parece a los perlados que aquí están juntos por mandado de Su Majestad, es justo que todos los del reino ayuden al socorro y remedio de ellos. Para este efecto han platicado en diversos medios generales de los que se han propuesto, y hallan que socorrer la dicha necesidad por vía de sisa, siendo temporal y moderada y en cosas limitadas, sería la más fácil y mejor manera, y en que menos corrución y estorsiones habría. Que porque para esto es menester licencia y mandato de Su Santidad, suplican a Su Majestad mande tratar el despacho que para la seguridad de sus conciencias se requiere, y así son contentos de venir en el medio de la dicha sisa, como de suso se contiene.»

     Jueves primero de noviembre se hizo la proposición al Estado de los grandes y señores en una sala de palacio, que era en las casas de don Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito, y se señaló para las demás juntas el convento de San Juan de los Reyes. No hallo quién fue el que habló lo que aquí dice, que fue lo siguiente:

     «Señores: por la noticia que Su Majestad, después de su primera venida en estos reinos ha mandado siempre dar, y por la notoriedad y evidencia de lo que en este tiempo se ha asegurado, tenéis entendidas las cosas que en él se han ofrecido, y las guerras a las cuales Su Majestad, sin poderlas excusar, y contra su voluntad, por defensión y conservación de sus reinos, y bien universal de la Cristiandad y cumplir con su dignidad y autoridad, ha necesitado, deseando siempre evitarlas con los príncipes cristianos y estar en paz y quietud por servicio de Nuestro Señor y beneficio de sus reinos y Estados de la república cristiana, y procurándola por su parte por todas las vías que parecían convenientes, poniéndose en toda justificación y deber para conseguirlo. Y no es necesario referirlas aquí particularmente, ni menos traeros a la memoria las cosas en que no perdonando por las dichas causas a algún trabajo de su persona, se ha ocupado y empleado, porque de todos está visto y sabido, ni tampoco la importancia y necesidad de las ausencias que ha hecho de estos reinos, porque se persuade que cada uno de vosotros por su prudencia tiene conocido, que la primera que hizo el año de veinte, después que por fallecimiento del emperador Maximiliano, de gloriosa memoria, fue elegido por rey de romanos, lo cual así para su autoridad como para seguridad y defensión de sus reinos y Estados, fue tan conveniente y útil, que ninguna cosa pudiera ser más; porque con allegarse aquella dignidad a la grandeza de estos reinos, ayudándose también de los otros que Dios le dio, se ha podido proveer y remediar lo que convenía en las cosas que se han ofrecido, lo cual sin ella se pudiera haber hecho con dificultad; y que la segunda fue más que necesaria, y en ninguna manera se pudo ni debió dejar, de la cual se siguió la paz entre Su Majestad y el cristianísimo rey de Francia, y que se observó hasta el año de quinientos y treinta y seis, después de las guerras que duraron desde su primera ausencia hasta entonces, y la pacificación que por medio del papa Clemente puso y dejó en Italia, que la halló que estaba toda en armas, deshaciendo la liga que contra Su Majestad tenían, y asentándola para la conservación y seguridad de ella, y la resistencia que el año de quinientos y treinta y dos Su Majestad, con ayuda de sus reinos y del Imperio, hizo contra el tirano Turco, enemigo de nuestra santa fe católica y de la república cristiana, que pasando por todo el reino de Hungría llegó hasta la ciudad de Viena, cabeza del archiducado de Austria, patrimonio antiguo de Su Majestad, de donde por él fue expulso y constreñido a volverse huyendo con pérdida de reputación y daño de sus ejércitos y gentes, con lo que entonces más trató con los Estados del dicho Imperio, para que las cosas de la fe (que, con sus opiniones y sectas que se han levantado en aquellas partes, estaban y están en gran peligro) no viniesen en mayor inconveniente; pues la tercera ausencia cuán necesaria fuese, y el beneficio que de ella se siguió para la defensión, seguridad y reparo de estos reinos y de los otros de Su Majestad, para echar a Barbarroja, capitán general de la armada, y fuerzas del dicho Turco, como se hizo, deshaciendo aquellas del reino de Túnez, que lo había ocupado con fin de molestar y oprimir de allí las costas de los reinos de Su Majestad, con lo que más en aquella jornada, pendiente esta ausencia, se hizo, todos lo tenéis entendido, y a ninguno deja de ser notorio; tampoco es necesario referir la liga que con negociación y buenos medios de Su Majestad se acordó y asentó en el año pasado entre Su Santidad y Su Majestad, y el ilustrísimo dominio de venecianos, para defensión de la Cristiandad y ofensión contra el dicho Turco, que, sin duda, según su potestad y fuerzas y la soberbia, obstinación y odio con que ha muchos años que estudia y procura oprimir la Cristiandad y los reinos y Estados de Su Majestad, principalmente como lo ha hecho de la parte del reino de Hungría, que ha podido, era y es muy conviniente y necesaria esta unión y confederación para poder resistir y reprimir sus fuerzas, y forzalle a contenerse en sus términos y proveer por este medio a la quietud y reposo de la Cristiandad, como se ha hecho este año con el armada que Su Majestad ha enviado con el príncipe Andrea Doria, para juntarse con la de Su Santidad y de los dichos venecianos, y se prepara y da orden de hacer el venidero, y adelante con el ayuda de Nuestro Señor. También tenéis entendido cómo siendo Su Majestad después de las dichas últimas Cortes de Valladolid, durando aún entonces la guerra con el dicho Cristianísimo rey de Francia, ido a Monzón para tener Cortes de los reinos de Aragón, así por dar orden en las cosas de ellas como por hallarse más cercano para proveer lo que convienese a la buena provisión y seguridad de las fronteras de ellos, especialmente de Perpiñán, donde se dudaba que se podía ofrecer, y se juzgaba instar mayor necesidad, y habiéndose comenzado a platicar de paz entre Su Majestad y el dicho Cristianísimo rey de Francia, a la cual Su Majestad siempre fue inclinado y la deseó y procuró por su parte, por consideración del bien público de la Cristiandad, suspendiendo las armas para esto por cierto tiempo, para poder más convenientemente tratar y venir a la conclusión, asentaron de enviar cada uno sus ministros y diputados al confín de Salsas, y que sus personas se allegasen también, Su Majestad a Barcelona, y el dicho Cristianísimo rey a Montpelier, para estar más cerca de los dichos sus ministros, y asentar, y consultar, y resolver más brevemente las dificultades que se pudiesen ofrecer; para cuyo efecto, habiendo, venido un nuncio de Su Santidad a exortar la paz, envió Su Majestad a ofrecerle que queriendo Su Santidad tomar trabajo de venir a Lombardía o a Niza, Su Majestad holgaría de ir a ella. Y venido Su Majestad, acabadas las dichas Cortes de Aragón, a Valladolid, donde a la sazón estaba la serenísima, muy alta y muy poderosa Emperatriz, el serenísimo príncipe y infantes, y sus Consejos; y teniendo aviso que los dichos diputados estaban juntos, volvió por la posta a Barcelona, y habiéndose, como siempre antes lo había hecho, puesto en toda razón y deber por su parte, para conseguir lo demás de las otras justificaciones que se hicieron, ofreció de disponer en beneficio de un hijo del dicho Cristianísimo rey del Estado de Milán, que por fallecimiento del último duque sin hijos, fue devuelto al Imperio, y le pertenecía, y estaba y está en su mano, naciendo dificultades entre los dichos ministros y diputados que estaban juntos, tratando de la dicha paz, Su Majestad ofreció por ellos y por los legados que Su Santidad habiendo antes desde que se comenzó la dicha última guerra hecho por su parte el buen oficio que convenía a su dignidad y oficio para enderezar la paz, envió entonces para procurarla y encaminar, uno a Su Majestad y otro al dicho Cristianísimo rey, que para que se pudiesen mejor deshacer las dudas que se ofrecían, se llegasen Su Majestad a Perpiñán y el dicho rey Cristianísimo a Narbona, porque estando el uno cerca del otro y de sus ministros, se trabajase de quitar aquéllas y venir a la conclusión de la paz, y que cuando el dicho rey Cristianísimo no se satisficiese de esto, por no dejar por su parte alguna cosa que con honestidad pudiese y debiese, por hacer, que fuese posible a la Cristiandad el beneficio que se seguiría de ella. También viniendo Su Santidad a Lombardía o Niza, y queriendo el dicho rey Cristianísimo acercarse, tomaría trabajo Su Santidad, para que con su intervención se trabajase de venir a la dicha paz, lo cual se concertó y pasó en efeto, y plugo a Dios que se siguió y asentó:

     Primeramente, tregua por diez años entre Su Majestad y el dicho Cristianísimo rey, y los reinos, súbditos y mares, de la una y de la otra parte; y después, la paz y amistad que con las vistas de Aguas-muertas en Francia se confirmó y continuó entre ambos, la cual Su Majestad confía que se observará y irá adelante en crecimiento, con lo que para este efeto se hará siempre de su parte, y la buena y entera voluntad que ha mostrado y muestra el dicho Cristianísimo rey. Y sería superfluo declarar particularmente los grandes gastos y expensas que demás de las que ordinariamente han sido necesarias para las cosas de Su Majestad y de la reina, nuestra señora, Consejos, gobernaciones, guardas y provisiones de las fronteras de estos reinos y de Africa, y en el entretenimiento y sostenimiento de las galeras, que continuamente tiene y trae armadas a su sueldo, que son necesarísimas, y no sólo no se pueden excusar, mas según la potencia del dicho enemigo, conviene aún armar y entretener otras más de las que ha sostenido en el dicho tiempo con las guerras que se han ofrecido, así en la defensa de las fronteras de estos reinos de Guipúzcoa, Navarra y Perpiñán como en la recuperación de Fuenterrabía, que, pendiente la dicha primera ausencia de Su Majestad, fue ocupada, con lo que se gastó, disipó y consumió con las alteraciones que durante aquella hubo en estos reinos; en los cuales a todos es manifiesta la clemencia que Su Majestad usó, como siempre, antes y después la ha usado, y lo que por esta causa perdió y dejó de gozar de sus rentas reales, y ayudarse de los bienes que se pudieran confiscar, y en los ejércitos que ha entretenido para resistir a los enemigos y defender y asegurar sus reinos y Estados, principalmente para tener la guerra lejos de éstos por excusar los daños y trabajos que aquélla trae consigo, como se ha hecho siempre, después que recuperó la dicha villa de Fuenterrabía, y en las armadas que también por mar ha sido necesario hacerse, para resistir a las del dicho Turco y otros infieles, que de seis o siete años a esta parte haya enviado por tres o cuatro veces contra la Cristiandad y los reinos de Su Majestad, los cuales gastos han sido tan grandes y excesivos, que no sufren ni reciben alguna estimación. Y para cumplirlos, no bastando las rentas reales de estos ni de los otros reinos ni Estados de Su Majestad, ni las ayudas ni socorros que le han hecho en todos ellos, que han sido pequeños, ni lo que se ha habido de las cruzadas, subsidios y décimas que Su Santidad le ha concedido, ha sido necesario vender, empeñar y enajenar de su patrimonio y rentas grandes sumas, y aun con esto no se ha podido cumplir lo pasado; porque se deben muy gruesas cantidades de dineros, que para los dichos gastos se buscaron, y tomaron a cambio, y por no se haber podido pagar corren muchos intereses, y crece la deuda con gran detrimento de la hacienda, y aunque se venda y empeñe mucha parte de lo que de ella queda, no puede bastar para pagarse.

     Así que por ser todo lo pasado notorio y evidente, no sólo a vosotros, que lo habéis podido entender y tenéis bien entendido, pero a todos generalmente, sería demasiada particular narración y repetición de ello; solamente es necesario entendáis que el patrimonio y rentas reales de estos reinos, por los dichos gastos (los cuales han sido forzosos y necesarios, y no se podrían excusar), han venido en tanta diminución y se han reducido a tal punto, que lo que de ellas queda (aun sin la obligación del cumplimiento de lo que se debe de los dichos cambios) no basta, no sólo para proveer a las necesidades y cosas extraordinarias que continua y necesariamente se ofrecen y no se pueden dejar de ofrecer por defensión, conservación, seguridad y beneficio de los reinos de Su Majestad, mas ni aún para cumplir los gastos ordinarios de las casas de Sus Majestades, Consejos, guardas, galeras, fronteras y cosas necesarias de estos reinos. Para hacer entender lo cual, hallándose el patrimonio y rentas reales, en el término que se hallan, y las dichas deudas forzosas, de que corren intereses, teniendo estos reinos por su grandeza, antigüedad, nobleza y fidelidad, como siempre ha tenido por fundamento y cabeza de los otros sus reinos y Estados, confiando enteramente que así como le han ayudado y socorrido en las necesidades que hasta aquí se han ofrecido, lo harán de presente por la afición que le tienen, por su fidelidad y por la estima en que los tiene, ha mandado convocar y celebrar Cortes generales del reino, para que en ellas se platique y mire en el remedio que conviene y se debe dar en tan extrema necesidad, para que, con parecer, resolución y otorgamiento del reino, se dé tal orden que se puedan pagar las dichas deudas y cumplir y sostener los dichos gastos ordinarios de estos reinos, y proveer en las necesidades, como a la conservación, seguridad, reposo y beneficio de ellos conviene. Para lo cual, siendo la necesidad tan grande y general, y conveniendo que así también sea el remedio y orden que se ha de dar, confiando de la voluntad que tenéis a su servicio y bien universal de ellos, Su Majestad os ha mandado asimismo llamar para que os halléis presentes a lo que se resolviere, otorgare y ordenare, y pratiquéis y intervengáis y ayudéis en el remedio de ello, como os ruega y encarga que lo hagáis.»

     A la cual proposición hecha a la congregación de los grandes, respondió el condestable por todos:

     «Habemos mirado en esto, que por parte de Su Majestad nos ha sido propuesto, y a lo que alcanzamos, las necesidades son tantas y tan grandes, como Su Majestad nos significa, y las más de ellas han sido forzosas, y las otras nacidas de motivos dignos de tan buen príncipe, y los inconvenientes que estas extremas necesidades nos podrían traer, mucho mayores de lo que conviene decir, y por tanto nos parece lo que aquí diremos. Que visto por lo que aquí por muchos está apuntado ser la sisa muy odiosa, nos parece que no se debe acetar, ni tampoco dejar de buscar remedio para las dichas necesidades, siendo como son forzosas. Para lo cual, si no bastaren las cosas apuntadas por los procuradores del reino, que se supla en otras que cumplan las dichas necesidades, y que de lo que hubiere de las dichas cosas se quite tanta parte de juro de lo que está vendido en menos precios que Su Majestad y los reyes que ha largos tiempos después sucedieren en estos reinos, tengan con qué cumplir los gastos ordinarios y necesarios, para conservación del estado real de ellos. Al cual remedio todos son obligados. Y que se acoten las condiciones por Su Majestad ofrecidas, y juntamente con esto le suplicamos que de hoy en adelante no venda ni empeñe cosa alguna que sea de la Corona real de estos reinos de Castilla y de León, así de lo que al presente está por vender y empeñar, como de lo que se quitare, y que de todo lo susodicho Su Majestad nos dé tales seguridades, y tan bastantes, cuales suplicamos que nos las mande dar.»

     Dijeron más los grandes, que teniendo todos tanto deseo de acertar en lo que más convenía a su servicio y bien de estos reinos, les parecía, para que en esto mejor se pudiesen entender, de suplicar a Su Majestad fuese servido de mandar que se supiese el estado de los negocios, mandando a los procuradores de las ciudades platicasen y confiriesen con ellos las veces que pareciese ser necesarias, para que mejor se pudiesen entender e intervenir, y encaminar lo que fuese servicio de Dios y bien de estos reinos.

     A esto respondió el Emperador, que según habían tenido tiempo después que se les hizo la proposición, creía habían tomado alguna buena resolución, y que tenía por cierto el deseo que decían tener a su servicio y bien de estos reinos, que por estar de ello muy confiado se lo propuso. Y en lo que pedían de que los procuradores de las ciudades se juntasen con ellos, parecía que en no se haber acabado de resolver, y no haber más que saber dellos de lo propuesto, no había necesidad ni había otra cosa con que se poder remediar la necesidad presente, más que la sisa, por ser la cosa que menos se sentiría y menos agraviaría; y que Su Majestad quería que esta fuese temporal, y que lo que della se sacase se convirtiese en las cosas ya dichas y no en otras; y les rogaba y encargaba que con la voluntad y amor de que estaba cierto, se resolviesen en esto, y que si hubiese otros medios que satisficiesen, se holgaría de oírlos.

     Y por ser tantos los grandes y caballeros que se juntaban, y no acabar de concertarse en cosa, gastando mucho tiempo sin resolverse, con voluntad del Emperador, determinaron de elegir doce de entre sí, que fuesen como consiliarios o difinidores de esta ilustrísima junta. Y habiendo hecho todos solemne juramente de que eligerían las personas que según Dios y sus conciencias les pareciesen más convenientes, sin pasión ni afición, martes 6 de noviembre salieron nombrados por votos secretos el condestable de Castilla, duque de Alburquerque, marqués de los Vélez, conde de Oropesa, duque de Nájara, marqués de Comares, marqués de Villena, conde de Benavente, duque de Alba, Juan de Vega y el adelantado de Castilla. Los cuales todos doce, grandes y caballeros, hicieron juramento de que entre sí mesmos, y con todo secreto, tratarían y confirían el negocio para que fueron nombrados.

     Estos doce caballeros volvieron a pedir al Emperador, que para tratar de negocios tan graves era menester entender el estado presente de la república, y así suplicaban los dejasen tratar y comunicar con los procuradores. Porfiaron en esto, mas no se concedió. La comisión que los doce tenían, era para que pudiesen hablar y conferir entre sí sobre la proposición que el Emperador mandó hacer a todos los que fueron llamados, y no particularmente, y que no pudiesen comunicallo contra alguna persona, sino ajuntamente con todos los que fueron llamados.

     Lo que por parte del Emperador se propuso a los procuradores, fue que sostuviesen el estado de Su Majestad, y buena conservación de estos reinos, y que para ello Su Majestad daría al reino el servicio ordinario de ayuda, y que habían de sostener las galeras de España, y las de Andrea Doria, y la casa de Su Majestad, Consejos y chancillerías, guardas, fuerzas, fronteras y lugares de Africa, y que Su Majestad, con las rentas ordinarias de Castilla, y lo que viene de las islas y Indias, se desempeñaría de los cambios que pagaba.

     No acababan los grandes de determinarse, y a 25 de noviembre vino a hablarles de parte del Emperador don Juan Tavera, cardenal de Toledo, acompañado de don Francisco de los Cobos, comendador mayor de León; don García de Padilla, comendador mayor de Calatrava; el dotar Guevara, y el licenciado Girón, del Consejo, y en sustancia les dijo la obligación que había de servir a Su Majestad, y que no había cosa que fuese más conveniente que la sisa ni menos dañosa en el reino. Pero por más que por parte del Emperador se apretaba este negocio, los grandes más se detenían, y se lo negaban, y viendo que en estos señores había esta libertad, porque juntos entre sí secretamente trataban y votaban esta causa, se les mandó que cada uno votase públicamente, en congregación, viva voce, todo, a fin de que no tuviesen tanta libertad, porque vean las congregaciones cuánto importan los votos secretos, para hacer las cosas sin respetos humanos.

     El condestable, que fue uno de los valerosos caballeros de su tiempo, celosísimo del servicio de su rey y de su patria, habló a toda la junta de los grandes de esta manera, sacada de su propria letra:

     «Señores, pues Su Majestad nos manda que votemos públicamente en lo de la sisa, y que libremente diga cada uno su parecer, y dé sobre esto las razones que le pareciere, paréceme que de hacello así cada uno de vuestras señorías, siendo las personas que son, entenderán mejor que yo este negocio. Lo que, señores, entiendo de él, es que ninguna cosa puede haber más contra el servicio de Dios y de Su Majestad y contra el bien de estos reinos de Castilla, donde somos naturales, y contra nuestras honras, que es la sisa. Contra el servicio de Dios, porque ningún pecado deja de perdonar habiendo arrepentimiento de él, sino el de la restitución que no se puede perdonar sin satisfación. La cual no podríamos hacer, a mi parecer, de daño tan perjudicial como este para honra y hacienda de tanta manera de gente. Para Su Majestad ningún deservicio puede ser igual del que se le podría recrecer de esto. Y aunque se podrían dar muchos ejemplos de levantamientos que en tiempos pasados hubo en estos reinos, con pequeñas causas, yo no quiero decir sino del que vi, y vimos todos, de las Comunidades, pocos días ha, que fue tan grande con muy liviana ocasión, que estuvo Su Majestad en punto de perder estos reinos, y los que le servimos, las vidas y las haciendas. No sé yo quién se atreva con razón a decir, que no podría agora suceder otro tanto, y la buena ventura que Dios nos dio a los que vencimos, y desbaratamos la Comunidad; no se puede tener por cierto que la tendríamos, si otro tal caso acaeciese; y los grandes príncipes se han de excusar de dar ocasión para que sus vasallos les pierdan la vergüenza y acatamiento que les deben cuanto en ellos hay. Y demás de esto, tengo por gran deservicio de Su Majestad, que siendo de edad para gozar muchos años de estos reinos, se les pusiese una tan gran carga sobre él; así que temen que en pocos años se acaben de gastar: como se acabaron los indios, y el oro que hallaban en las primeras tierras que se descubrieron, así se acabará los de estos reinos, si tanta priesa se les da. Y pues sabemos lo que Su Majestad lleva de otros reinos y señoríos, muy a servicio suyo es conservar estos para gozallos muchos años Su Majestad, y después sus sucesores. Asimismo tengo por gran servicio suyo que Su Majestad lleve adelante la buena manera de gobernación que hasta aquí ha tenido, de no hacer alguna novedad notable en alguno de sus reinos y señoríos. Y si a todos los otros ha guardado sus costumbres y libertades, mucho más razón es que nos las guarde a los castellanos, que le habemos servido y seguido con más lealtad y amor que nunca príncipe fue servido. Y viniendo a lo del bien de estos reinos, no sé yo, señores, qué cosa puede haber tan dañosa para ellos, como es la de la sisa, pues ha de alcanzar a todos; que si la hay en otras provincias, fuera de España, será porque no habrá otra manera de rentas, o porque las tierras donde la hay son tales que la pueden sufrir, o porque no lo tendrán por trabajo. En Castilla ninguno puede haber mayor, porque como lo sabemos los que tenemos vasallos, todos están tan necesitados con haber crecido tanto el servicio, y ser tan contino, que no acabamos de cobrar nuestras rentas; pues, ¿qué, habiendo sobre esto sisa? Así que todo lo que tenemos, con mucha parte de ello se nos iría en lo que pagaban nuestros vasallos a Su Majestad, y aunque viviendo Su Majestad, como placerá a Dios que viva más que nosotros, se haya de creer que nos guardará lo que nos ofrece, que sea por tiempo limitado la sisa, ¿qué seguridad puede haber de que los reyes que después hubiere lo cumplan así con nuestros sucesores? Que todos los más creo que sabemos que el servicio que agora hay, vino de las Hermandades que los Reyes Católicos pusieron al tiempo que comenzaron a reinar, y tras ellas vinieron las que se repartió para los chapines de las infantas, y cuando esto cesó, entró en su lugar el servicio, y al comienzo era muy poca cosa, y de tiempo a tiempo agora viene a ser contino, y pagarse en cada un año cien cuentos. Así que estos grandes repartimentos, en comenzándose, se van continuando y creciendo, con más facilidad se dejan de poner al principio que se quitan después, y por esto me parece que para estos reinos ninguna cosa puede haber tan perjudiciable y dañosa como la sisa, y como es tan desacostumbrada que en estos reinos la lleven los reyes, no puede haber cosa que tanto sientan toda manera de personas, porque demás de estas razones se quita a todos los lugares el remedio que tienen para sus necesidades particulares, que no se podría remediar como agora, dando la sisa que en esto habían de emplear a Su Majestad; y no se ha de hacer poco fundamento de los alaridos y gemidos que entre toda la gente pobre habría sobre esto; y pues estos tales no pueden suplicar a Su Majestad nada sobre esto, nosotros que podemos velle y hablalle, es muy gran, razón que supliquemos por el remedio de semejantes cosas, que nos hizo Dios principales personas en el reino, que no vivimos para que fuésemos para solos nosotros, sino para que con toda humildad y acatamiento suplicásemos a Su Majestad lo que toca a la gente pobre como a rey y señor natural tan católico, que se puede llamar padre de todos. Y estas obras tales son las obras pías que los grandes y señores han de hacer. El perjuicio que de la sisa se sigue a nuestras honras, conocido está, porque la diferencia que de hidalgos hay a villanos en Castilla, es pagar los pechos y servicios los labradores, y no los hidalgos; porque los hijosdalgo y caballeros y grandes de Castilla, nunca sirvieron a los reyes de ella, con dalles ninguna cosa, sino con aventurar sus personas y haciendas en su servicio, gastándolas en la guerra y otras cosas, y a la hora que pagásemos otra cosa la menor del mundo, perderíamos la libertad que derramando la sangre en servicio de los reyes de Castilla ganaron aquéllos de donde venimos. Así que, si hubiésemos de pagar algún pecho, podríamos llamarnos ricos por tener villas y lugares, mas no caballeros y hijosdalgo, pues perdíamos la libertad y la honra que nuestros pasados nos dejaron, y si la comenzamos a perder en esto, así la perderíamos en otras muchos cosas, pues esta es de tan gran estimación; toda la fama y honra de nuestros pasados se convertiría en infamia y mengua, y deshonra de nuestras personas, si perdiésemos esta libertad ganada y conservada por tantos años, y perpetuamente quedaría en nuestro linaje, para todos nuestros decendientes, la mancilla de habernos hecho pecheros, que ni bastaría riqueza ni estado, ni contratos, ni firmezas de Su Majestad, para quitarnos este nombre, si la otorgásemos, que siendo tan perjudicial para todos los hidalgos y caballeros de estos reinos, sin ser llamados y oídos cada uno de por sí, no, sé yo cómo nos determinemos nosotros a esto. Que si para condenación de hacienda es necesario ser los hombres oídos, ¿cuánto más han de ser para, condenación de honra?, y perdiendo ésta que tenemos, no sería razón que Su Majestad, siendo el más excelente príncipe y más caballero de cuantos ha habido, se sirviese de nosotros, sino que a todos nos aborreciese como a personas que tan mal habíamos mirado por nuestra honra. Que si una vez la perdiésemos, no la podríamos en tal caso tornar a cobrar. Que aunque Su Majestad pueda hacer con favores y mercedes ricos a los hombres, al que nos hizo Dios caballero de linaje, no le puede hacer Su Majestad hijodalgo, y como dije, esta hidalguía está conocida en Castilla, por no pagar pecho alguno de ninguna manera, los hidalgos. Y por todas estas razones, y otras muchas que se podrían dar, digo que se suplique a Su Majestad mil veces, si tantas lo mandare, que no haya sisa. Y que yo no la otorgo, ni soy en otorgalla, y que fuera de sisa a mi parecer será muy bien que se busquen todos los otros medios que fueren posibles, para que Su Majestad sea servido, porque siendo tan católico como es, habiéndonos hecho mil mercedes cada hora, es muy gran razón que tengamos por nuestras proprias sus necesidades, y que aunque las haya tan grandes en estos reinos, que se busquen medios para que Su Majestad sea servido. Los cuales tengo por cierto que se hubieran hallado, si nos hubiéramos comunicado con los procuradores y que asimismo se suplique a Su Majestad por la comunicación de los procuradores, y que asimismo se suplique que trabaje de tener paz universal con todos por algún tiempo. Que aunque la guerra de infieles sea tan justa, muchas veces se tiene paz con ellos, como la tuvieron reyes de Castilla con reyes de Granada, y si esto no pudiere ser, que haga la guerra por sus capitanes y que su real persona resida en estos reinos. Y que modere los gastos que tuviere demasiados con los que tuvieron los Reyes Católicos, que no aprovecharía algún servicio que a Su Majestad se hiciese, si no hace lo que es dicho, antes serían muy mayores cada día sus necesidades, que por el camino que vino a tenellas, se han de ir desechando a mi parecer. Muchas cosas que tocan al bien del reino, y principalmente de nuestro estado, había que decir a vuestras señorías, que es muy necesario se procuren agora, suplicándolas, a Su Majestad, para que sea servido de hacernos toda merced en ellas.»

     Siete horas estuvieron en esta junta, y como el condestable acabó de hablar, todos los grandes y caballeros fueron de un parecer y firmaron una cédula, en que decían:

     «Los grandes y caballeros, que por mandado de Vuestra Majestad están, aquí juntos a Cortes, dicen que vieron lo que últimamente les dijo el cardenal de Toledo de parte de Vuestra Majestad sobre lo de la sisa, y todos juntos conformes suplican a Vuestra Majestad, con todo el acatamiento que pueden y deben, que no se hable ya más en sisa, y así lo han votado. La misma conformidad tienen en desear servir a Vuestra Majestad; paréceles que será muy bien que se comuniquen los procuradores de ciudades con ellos para que mejor se hallen otros medios para que Vuestra Majestad sea servido, y se le supliquen las cosas que les pareciere convenientes, al servicio de Dios y de Vuestra Majestad y de estos reinos.»

     Luego después de esto dieron al Emperador otro papel en que decían:

     «Los grandes y caballeros, que por mandado de Vuestra Majestad somos juntos en Cortes han entendido con gran cuidado en buscar los medios que podría haber para que Vuestra Majestad fuese servido de estos reinos para remedio de la mayor parte de las necesidades por Vuestra Majestad propuestas, y parécenos el más importante y más debido a nuestra fidelidad suplicar a Vuestra Majestad trabaje por tener suspensión en guerras, y de residir por agora en estos reinos, hasta que por algún tiempo se repare el cansancio y gastos de Vuestra Majestad y de otros muchos que le han servido y servirán; pues es cosa notoria que las principales causas de las necesidades en que Vuestra Majestad está, han nacido de diez y ocho años que ha que Vuestra Majestad está en armas por mar y por tierra, y los grandes gastos que a causa de esto se recrecen, así a Vuestra Majestad como particularmente a muchos, universalmente a todos estos reinos, por las grandes sumas de dineros que se han sacado de ellos. El remedio de esto es el camino contrario, reparando estos daños con la residencia de Vuestra Majestad y quietud en estos reinos, por obviar los inconvenientes que se podían recrecer, especialmente a la vida y salud de Vuestra Majestad, en la cual está asentado el bien y alma de estos reinos y naturales de ellos, porque sería imposible dejar de sentirse tantos trabajos continos, y para aquellos en que tan justamente Vuestra Majestad se suele emplear, adelante queda tiempo para ello. Suplicamos a Vuestra Majestad con todo el acatamiento posible y amor natural que tenemos y debemos a Vuestra Majestad, se quiera inclinar a hacer merced y beneficio a todos estos reinos, en residir por agora en ellos, y aunque para todo lo susodicho sea necesario, lo es para otros muchos buenos efetos, y para los grandes y caballeros de estos reinos, por remedio de muchas vejaciones y agravios que suelen causarse de las ausencias de los príncipes, y ayudando Vuestra Majestad con esto al reino, con moderar sus gastos, en lo que moderación sufriere, y en no acrecentar oficios de por vida, nos parece que siendo Vuestra Majestad y viniendo los brazos en ello, se podrían ayudar estos reinos para ayuda al desempeño con menos daño suyo, con haber Vuestra Majestad por bien que el reino tenga por algún tiempo algunos derechos en cosas que salen fuera de él, con las limitaciones que parecieren ser necesarias. Y si estos medios no lo fueren, nos parecía que a todos los brazos compete el cuidado de buscar cómo Vuestra Majestad sea servido en el desempeño de su patrimonio y deudas, y por creer que, comunicados los brazos, estarían en esto, y de común consentimiento, Vuestra Majestad podría ser mejor, servido en el remedio de parte de las necesidades propuestas. Y porque todos los brazos que lo han así de procurar habemos suplicado a Vuestra Majestad que permitiese la comunicación de ellos, porque de otra manera no nos parecía que justamente podrían venir en medios los unos sin los otros, por ser cosas nuevas, como parece que forzosamente han de ser las que se concediesen, y por excusar que los medios en que los unos viniesen, no fuesen reprobados por los otros, y así se haría mejor el servicio, y con mayor concordia, la cual los príncipes deben querer en sus súbditos, y para todo esto le suplicarán a Vuestra Majestad en su tiempo las limitaciones, seguridades y gratificaciones que al servicio de Vuestra Majestad y bien de todos convenga. Y suplicamos a Vuestra Majestad sea servido considerar que el daño que en tantos años ha recibido el patrimonio real, no se puede remediar con brevedad, para la conservación de estos reinos que Vuestra Majestad goce muchos años tan prósperamente como se desea por ellos.»

     Llevaron este papel escrito de letra del conde de Ureña, don Juan Téllez Girón, como notario mayor de Castilla, el condestable, los duques de Béjar y Nájara, y el marqués de las Navas. El tercero día de Pascua de Navidad fue el cardenal de Toledo a la junta, y con él don García de Padilla, el doctor Guevara y el licenciado Girón, y dijo las palabras siguientes: «Su Majestad oyó a los tres señores lo que le dijeron. Y él les agradece la voluntad que tienen y muestran, como siempre han hecho, y espera que lo harán en esta necesidad. En lo demás, porque algunos han dicho que no entendieron lo que se les ha dicho, y de su parte lo trayo por escrito: véanlo y provean en ello lo que conviniere.»

     En diciendo esto, dio un papel al condestable y salióse con su compañía. La sustancia era que el Emperador se tenía por servido de su voluntad, y que les había encargado mirasen el remedio de la sisa, y otros, que lo tratasen con brevedad.

     Lunes 28 de diciembre nombraron los caballeros diez, que fueron: el condestable, los duques de Nájara, Béjar y Alburquerque, marqués de Villena, conde de Benavente, marqués de Elche, marqués de los Vélez, conde de Coruña y Juan de Vega, señor de Grajal, para hablar en otros medios. Tornaron a tratar de que se suplicase al Emperador diese licencia para comunicar con los procuradores de Cortes, y fueles respondido, que no era servido de ello como de su parte les había dicho el cardenal. El día de los Reyes del año treinta y nueve nombraron al condestable para que hablase al cardenal en lo de la comunicación de los procuradores, y respondió con resolución que no se había de hacer.

     Los nueve de los diez deputados para conferir sobre este negocio, se resolvieron en que no hallaban medio para servir a Su Majestad que no fuese perjudicial al reino, si no era suplicar le procurase la paz universal y que residiese en estos reinos, como parece por lo que el condestable dijo. Este parecer fue aprobado por toda la congregación, excepto por los duques del Infantado y Alba, y por diez y siete señores que los siguieron.

     Respondió el Emperador, viendo la resolución de los caballeros, que agradecía mucho su buena voluntad, y que éstas no eran Cortes ni había brazos; que pedía ayuda de presente, y no consejo para adelante, que buscasen medios que aquéllos no lo eran.

     Después de esto, propuso el condestable en la junta, que pues aquellas no eran Cortes, ni los señores brazo, que no podían tratar cosas generales sin oírlos a todos; que sería bien se tratase de sus negocios particulares, y suplicar a Su Majestad remediase algunas cosas que les tocaban. En esta junta, el duque del Infantado y el de Alba, y los diez y siete de su opinión, trataron de que se llevase al Emperador su voto, el cual fue que se cargasen derechos sobre las mercadurías que se sacaban del reino, en lo cual no se tomó resolución, y quedó para otro día.

     El primero de hebrero, vino el cardenal a la sala, y con él los que solían, menos don García de Padilla, y les dijo: «Señores, Su Majestad dice que mandó juntar a vuesas señorías para comunicarles sus necesidades y las de estos reinos, pareciéndole que como eran generales, así lo había de ser el remedio, para que todos entendiesen en darle; que viendo lo que está hecho, le parece que no hay para qué detener aquí a vuestras señorías, sino que cada uno se vaya a su casa o a donde por bien tuviere.»

     Acabada esta plática dijo el cardenal a los que venían con él: «¡Ah! ¿Se me ha olvidado algo?» Y respondieron: «No.» Entonces el condestable y el duque de Nájara, a la par, dijeron: «Vuestra señoría lo ha dicho tan bien, que no se le ha olvidado cosa alguna.»

     Luego se levantó el cardenal, y salieron siguiéndole todos los de la junta, con lo cual se tuvo por disuelta, y deshizo el llamamiento de grandes, títulos y señores de vasallos, en que tanto se ha hablado en España y en otras partes.

     El Emperador quedó enfadado por la resistencia que los grandes y caballeros hicieron en no querer otorgar la sisa que pedía, y del condestable se sintió más que de otro alguno de los grandes. Oí decir a quien me crió, que se halló en estas Cortes, y que había oído públicamente en la corte, que el Emperador había dicho al condestable algunas pesadumbres, a las cuales respondió el condestable con valor, cortesía y discreción; y que diciéndole el Emperador que le echaría por un corredor donde estaban, respondió el condestable: «Mirarlo ha mejor Vuestra Majestad, que si bien soy pequeño, peso mucho.»

     Con esto se disolvieron las Cortes, quedando el Emperador con poco gusto, y con propósito que hasta hoy día se ha guardado de no hacer semejantes llamamientos o juntas de gente tan poderosa en estos reinos.

     Demás de esto, escribió a las ciudades en fin de este año y principio del siguiente de 1539, y envió sus gentileshombres para que tratasen en los ayuntamientos de ella, y se les pidiese que a Su Majestad se hiciese algún servicio, y sintiéndose de que no le acudieron como debían, siendo la necesidad tan urgente; y así, envió a Burgos, y escribió a Pedro de Melgosa, regidor de esta ciudad, que habiendo visto lo que le escribieron que esta ciudad había votado en lo tocante a la consulta de Cortes, que don Juan Manrique su procurador había llevado, que se maravillaba y sentía por las razones que al ayuntamiento y corregidor escribía, sobre lo cual volvía a escribir, y mandaba que, pues era persona tan principal, que tanto crédito, con razón, tenía en el ayuntamiento, trabajase como servidor suyo que con toda la brevedad se despachase don Juan Manrique con otorgamiento, de lo cual se pedía, conforme a la consulta, como lo habían ya hecho otras ciudades y villas, cuyos procuradores eran vueltos, y cuyas provincias tenían no menos necesidad que Burgos, y que se acordasen que esta ciudad, como cabeza de estos reinos, en las Cortes pasadas siempre se adelantó a todas en las cosas de su servicio, lo cual por el mucho amor que la tenía, deseara hubiera hecho en lo de presente, y que mirase que en hacerlo así se tendría por servido, y de lo contrario con razón tendría sentimiento y enojo. Despachóse en Toledo a 7 de hebrero año 1539.

     Todos estos disgustos recibía el Emperador; y sus vasallos no se los daban por mala voluntad que tuviesen, sino porque los gastos eran grandes y el reino estaba demasiadamente cargado, que los tesoros grandes que las guerras consumían, y el sustento del Imperio de Carlos y de sus Estados y reinos, Castilla los pagaba casi, como lo hace agora, y aun con todo no acabamos de tener gracia con todos, como si los castellanos por mil títulos no la merecieran.



ArribaAbajo

- IX -

Caso que sucedió al duque del Infantado con el alguacil en Toledo: sucedió el caso antes que se comenzase la fiesta.

     Sucedió con esto otro caso que dio principio y ocasión a grandes pesadumbres, si la prudencia y espera del Emperador no lo remediara. Fue, pues, que los caballeros cortesanos ordenaron unas fiestas en Toledo, en las cuales se hallaron el Emperador y la Emperatriz. Hiciéronse estas fiestas o justas, reales fuera de la cuidad, en la vega, porque dentro de ella, por ser poco llana, casi no hay lugar cómodo.

     Salieron los reyes, acompañándolos todos los grandes y caballeros de la corte. Iban los alguaciles en sus caballos apartando la gente, y dando indiscretamente, como suelen, con gruesas varas. Uno de ellos se metió entre los grandes apretándolos con el caballo al galope, diciendo que caminasen y diesen lugar al Emperador.

     Acertó, por su desgracia, el alguacil, a dar con la vara en las ancas del caballo del duque del Infantado, que a su persona no tocó. Sintiendo el duque la descortesía del alguacil, volvió a él y preguntóle: «¿Vos conocéisme?» Respondió que sí, y que caminase, que venía allí el Emperador. Entonces echó el duque mano a la espada y dio una cuchillada al alguacil en la cabeza. Los demás caballeros quisieron también herirle, y sin duda los lacayos le mataran, si el duque del Infantado no los detuviera. El alguacil, herido y sangriento, se fue a quejar al Emperador.

     Sintió mucho el Emperador que en su presencia se atreviesen a herir a los ministros de su justicia.

     Luego acudió el alcalde Ronquillo a querer prender al duque, diciendo que el Emperador lo mandaba, y se puso a su lado, como que lo quería llevar consigo. El condestable dijo al alcalde que no tenía que ver en aquello, que él era justicia mayor y el que había de prender al duque, y no otro. El duque del Infantado y todos los grandes se agraviaron mucho de que un alcalde quisiese atreverse a prender a un grande; y queriendo Ronquillo porfiar en ponerse al lado del duque el condestable le echó de allí.

     Temiendo Ronquillo no le sucediese lo que al alguacil, cuerdamente se apartó, y el duque se fue con el condestable, acompañándole casi todos los grandes y caballeros, que dejaron al Emperador con solos los de su casa, o poco menos que solo.

     El Emperador disimuló prudentemente, y mandó en vía ordinaria proceder contra el duque, conforme a las leyes.

     Curóse el alguacil a costa del duque, y dióle más quinientos ducados; y con esto no se habló más de ello.

     Y aún dicen que el Emperador envió a decir al duque, si quería que se procediese contra el alguacil, que él lo mandaría castigar; tanta era la clemencia de este príncipe, y lo que estimaba a sus caballeros. El duque lo estimó como merced muy grande que el Emperador le hacía, y aún le valió al alguacil para que el duque, con ánimo generoso, le favoreciese y hiciese merced, mostrando en esto el duque, como en todo, su grandeza.

     Cuentan así esto Ulloa en la historia que escribió en toscano, y Ponte Heutero en latín.

     Otro autor lo escribe algo diferente, y dice que por relación de quien lo vio, en esta forma: Que don Iñigo López de Mendoza, cuarto duque del Infantado, salió de su posada, que era a San Andrés, en las casas de Francisco de Rojas y Ribera, señor de la villa de Larjos, y acompañado de muchos señores y caballeros llegó a la vega, donde se hacía la fiesta en aquel gran llano, entre el convento de San Bartolomé y las huertas, que estaba cercado de tablados muy altos; fue esta llegada a tiempo que entraban los del torneo de caballo. Venía adelante al galope Francisco Sánchez, alguacil de corte, con un palo, haciendo lugar a los torneadores. No pudo subir el duque a su tablado, y púsose en frente del Emperador a la parte de Toledo.

     Estando allí, el alguacil acertó a dar un golpe en las camas del freno del caballo del duque, con que le hizo empinar. Dijo entonces el duque: «Ah, traidor, ¿qué has hecho? ¿Conócesme?» Respondió el alguacil: «Sí, señor, bien sé que vuesa señoría es el duque del Infantado.» Metió entonces el duque mano a la espada y el alguacil echó a huir, mas alcanzóle el duque, y dióle una cuchillada en la cabeza. Volvió el alguacil con la espada desnuda, y dio al caballo del duque en la cabeza, y empinóse y volvió las ancas. El duque daba voces para que no hiciesen daño al alguacil.

     Acudió luego el alcalde Rodrigo Ronquillo, y púsose al lado del duque para llevarle preso a su posada, que ya dije la que era. Salió de través el condestable de Castilla, y dijo al alcalde que se fuese, que a él le tocaba hacer aquella prisión, y llevó al duque, acompañándole todos los grandes y señores que allí se hallaron; de manera que sólo el cardenal de Toledo, quedó con el Emperador, harto sentido de que así le hubiesen dejado.

     Y otro día el duque fue a ver al Emperador, y recibióle diciendo que no estaba ofendido de lo que en su presencia había pasado: «¿Y es posible -dijo-, duque, que se os atrevió aquel bellaco? Merecía que luego allí le ahorcaran.»

     Dice más este autor, que en el camino, cuando el duque iba a su posada preso, echó de ver llegando a Santa Ursula, que llevaba gualdrapa, y dijo que se la quitasen, por si acaso hubiese menester el caballo; y para esto se entró en el zaguán de la casa de Diego de San Pedro, y se la quitaron.



ArribaAbajo

- X -

Peligro en que el Emperador se vio andando a caza. -Caso notable de una tempestad en Puzol, que en latín se dice Puteolos.

     Después de las Cortes de Toledo el Emperador vino a Madrid, y por desenfadarse, como es costumbre de los príncipes, se fue al Pardo a caza, donde se perdió, aunque con más seguridad que en la sierra de Granada el año de veinte y seis.

     Sucedióle un caso gracioso, y fue, que siguiendo a un venado se apartó mucho de los suyos, y vínole a matar en el camino real, dos leguas de Madrid. Llegó ahí a este punto un labrador viejo, que en un asnillo llevaba una carga de leña. El Emperador le dijo, si quería descargar la leña, y llevar aquel venado a la villa, que lo pagaría más de lo que la carga de leña le podía valer. Respondióle el labrador con donaire, diciendo: «¡Por Dios, hermano, que sois muy necio!... Veis que el ciervo pesa más que el borrico y la leña, ¿y queréis que lo lleve a cuestas? Mejor haréis vos, que sois mozo y recio, tomarlos a entrambos a cuestas, y caminar con ellos.»

     Gustó el Emperador del labrador, y trabó pláticas con él, esperando alguno que le llevase el venado; preguntóle qué años había y cuántos reyes había conocido. El villano le dijo: «Soy muy viejo; que cinco reyes he conocido. Conocí al rey don Juan el segundo siendo ya mozuelo de barba, y a su hijo don Enrique, y al rey don Fernando, y al rey don Felipe, y a este Carlos que agora tenemos.» Díjole el Emperador: «Padre, decidme por vuestra vida; de esos ¿cuál fue el mejor? ¿y cuál el más ruin?» Respondió el viejo: «Del mejor, por Dios que hay poca duda, que el rey don Fernando fue el mejor que ha habido en España, que con razón le llamaron el Católico. Y quién es el más ruin, no digo más, sino a la mi fe, harto ruin es este que tenemos, y harto inquietos nos trae, y él lo anda, yéndose unas veces a Italia, y otras a Alemaña, y otras a Flandres, dejando su mujer y hijos, y llevando todo el dinero de España, y con llevar lo que montan sus rentas, y los grandes tesoros que le vienen de las Indias, que bastarían para conquistar mil mundos, no se contenta, sino que echa nuevos pechos y tributos a los pobres labradores, que los tiene destruídos. Pluguiera a Dios se contentara con sólo ser rey de España, aunque fuera el rey más poderoso del mundo.»

     Viendo el Emperador que la plática salía de veras, y que no era del todo rústico el villano, con la llaneza que este príncipe tuvo, le comenzó a contar las obligaciones que tenía de defender la Cristiandad y de hacer tantas guerras contra sus enemigos, donde se hacían inmensos gastos, para los cuales no bastaban las rentas ordinarias que contribuían los reinos; y díjole más (como si él no fuera), que el Emperador era hombre que amaba mucho su mujer y hijos, y también la gloria de estar con ellos, si no le compelieran las necesidades comunes.

     Y estando en esto, llegaron muchos de los suyos que venían en su busca, y como el labrador vio la reverencia que todos le hacían, dijo al Emperador: «Aun si fuésedes vos el rey; par Dios que si lo supiera, que muchas más cosas os dijera.»

     Riéndose el Emperador, le agradeció los avisos que le había dado, y le rogó que se satisfaciese con las razones que en su descargo le había dado de sus idas y gastos. Hízole las mercedes que el labrador le pidió para sí y para casar una hija que tenía, aunque fue bien corto en pedirle.

     Otro caso semejante a éste sucedió al Emperador, aunque no he podido averiguar en qué año, más de lo que andando a caza se perdió y apartó de todos los suyos en una noche bien obscura y fría, y pasado del hielo de ella, siendo más de la media noche, llegó a una pequeña aldea, y no hallando posada, preguntó por la casa del cura.

     Y llegando a ella, a golpes que dio a la puerta, hizo levantar a clérigo de la cama, y díjole: «Padre, yo soy un hombre honrado que me he perdido esta noche y vengo muerto de frío; ruégoos que me dejéis acostar en vuestra cama así caliente como está, y que mandéis hacer lumbre, y asarme una gallina y traer buen vino, que yo os lo pagaré.» El cura dijo que sí haría; que le diese dineros, porque él no los tenía. El Emperador le respondió que había salido sin dineros de su posada, que los traía un criado suyo, y que a la mañana llegaría allí, y que sería bien pagado. El clérigo lo hizo con amor y voluntad, y el Emperador se lo pagó después muy bien; propuso de nunca más caminar sin traer dineros consigo.

     Feneceré los cuentos de este año de 1538 con una temerosa tempestad que sucedió en el reino de Nápoles, el cual escribió un caballero de esta manera:

     «En Nápoles, domingo 30 de setiembre 1538, a una hora de la noche, comenzó a revolverse el cielo con grandes relámpagos, y dio un gran trueno, tal que causó admiración, y a poco rato comenzó a llover tierra muy menuda de color de ceniza mojada. Visto que se continuaba esta cosa no acostumbrada, toda la ciudad estaba vigilante, encendidas candelas benditas, y comenzaron a andar procesiones. Otro día, lunes, amanecieron los tejados y las calles, y árboles y terreno cubierto de dos dedos de tierra, y de aquella ceniza cernida, la cual cosa perseveró hasta mediodía. Queriendo investigar dónde procedía esta novedad, vieron venir la vía de Puzol multitud de gentes, hombres y mujeres, desmandados, lagrimando con alta voz, de ellos desnudos, de ellos descalzos y medio vestidos, como los tomó la tempestad, y éstos contaron el caso acaecido, al cual yo mismo fui a ver entre los otros, y fue casi toda la ciudad, y fue de esta manera:

     «Entre la villa de Puzol y entre los baños, donde acostumbraban muchos enfermos ir a cobrar sanidad, yendo por la costa de la mar entre las montañas y el agua, estaba un campo muy llano y muy extendido, y a dos millas de Puzol se abrieron dos bocas; la una, tanto como un tiro de piedra de la mar, y la otra, dentro, en la campaña, a dos tiros de arcabuz. Por las cuales bocas, cuándo por la una, cuándo por la otra, sale humo espantoso con grandísimo ímpetu, y tras el humo comienza a disparar tantos truenos y sonidos de artillería tan furiosos, que se oyó diez millas en contorno, juntamente con aquel sonido espantoso, veía salir uno como humo, prieto y grandísimo, que con éste sube hasta el cielo, el cual trae consigo multitud de agua, piedras y viento en tanta cantidad, que en toda la campaña, en torno de diez y quince leguas, según la fuerza del viento, no hay hierba verde, las heredades destruidas, y los árboles, del peso de la tierra que caía en ellos, unos desgajados y arrancados, y otros quebrados por medio. Las aves y animales, muertas, por haber sido salteadas de noche; bestia ni ganado alguno se salvó. No sé qué me diga de este negocio, sino que no puedo encarecer ni representar lo que es. Solamente digo que siendo esta boca en la campaña rasa, en sólo lunes y martes, de la tierra que salió, demás de lo que se esparció por tantos lugares, como he dicho, de las piedras y tierra más gruesa que ha caído en torno de las bocas, se han hecho montañas muy altas en gran manera. Y aconteció que el jueves siguiente, muchas personas que lo iban a ver atreviendo, pensando que aquella tempestad no iba con tanta fuerza, subieron en lo más alto de las montañas por descubrir mejor la grandeza de aquellas bocas; de improviso mudóse el tiempo y alzóse una tempestad mayor que la pasada y vino sobre ellos, de manera que se dice haber allí perecido más de treinta personas. Yo bien los vi subir, mas acordándome de la muerte de Plinio, que se ahogó de esta manera, cuando ardía la montaña de Sodoma, nunca quise subir allá. Otra cosa muy admirable hay, que por cada boca de éstas salen juntamente todos cuatro elementos: tierra, fuego, aire y agua. Rompe los aires, derriba los tejados y quiebra las vigas al través, no pudiendo incomportar la pesadumbre. Con todo esto, lo que de ello cae en la mar se sostiene sobre el agua, de manera que en el mar se ha hecho más de cuatro millas en largo de cuesta, y más de una en través, que está la tierra sobre la agua sin ir al hondo, y tanto, que yo pensara estar seco y macizo, si no viera venir un barco con remos.

     «Tornando a la tempestad del jueves, digo, señor, que estando Nápoles dos leguas de aquellas bocas y siendo el día de sol muy claro, llegó allí el sonido de los truenos, y tras él un negror tan grande, que cubría toda la ciudad que parecía ser anochecido, y sin quebrarse él y lo de su nacimiento, llegó a juntarse cerca de las nubes de la montaña de Soma, que es seis millas de la otra parte de la ciudad de Nápoles, y hizo tan gran escuridad, que ninguna montaña de en torno se pudo ver por mucho espacio de tiempo. Todo esto pudo acaecer naturalmente, sin que en ello haya otro prodigio ni cosa portentosa, porque como en toda aquella parte de tierra hay mucha piedra azufre, y ello de sí sea como fuego, y hay en las montañas tanta leña en lo alto y tanta raíz en lo bajo, donde el fuego pueda bien obrar; en tanto espacio de tiempo, como ha que el mundo comenzó, no es cosa tan contra naturaleza ver semejantes alteraciones, las cuales en aquel lugar hay continuamente.»

Arriba