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Año 1539

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- XI -

Pérdida de Castilnovo. -Causa de la conversión del marqués de Lombay, Francisco Borja.

     Entraremos en este año de 1539 con la pérdida de Castilnovo, y otra mayor, de la serenísima Emperatriz reina de España, nuestra señora.

     Doce o trece días antes que falleciese la Emperatriz, se vio en España una terrible eclipse del sol a 18 del mes de abril, y luego un cometa crinito que por treinta días estuvo encima del Occidente, a la parte de Portugal, que según suele suceder en las muertes de los grandes príncipes, lo uno y lo otro fue pronóstico de la muerte digna de lágrimas de la Emperatriz.

     A 21 de abril de este año de 1539, enfermó la Emperatriz en Toledo estando preñada; y fatigándola los accidentes del mal, quiso mudar la posada, y salió de las casas de don Diego Hurtado de Mendoza, y lleváronla a las del conde de Fuensalida; el jueves primero de mayo, día de San Felipe y Santiago, a las dos horas después de mediodía, siendo de edad de treinta y ocho años, uno menos que su marido, parió un niño muerto, y con él dio el alma a Dios, con notable sentimiento del Emperador y de toda la corte.

     Otro día, viernes por la mañana, el cardenal de Toledo, don Juan Tavera, y su cabildo, y los capellanes de las tres capillas reales, y don Gómez de Benavides, mariscal de Castilla, señor de Fromesta, corregidor que era de Toledo, y el Ayuntamiento de la ciudad, fueron a la comendación del alma.

     A las tres de la tarde de este día, el cardenal con su cabildo, y la ciudad, fueron con la mesma orden que por la mañana a las casas del conde de Fuensalida. Entró el cardenal y el cabildo, y el corregidor y Ayuntamiento quedó en la plaza de Santo Tomás esperando el cuerpo. Sacáronle treinta y dos grandes y señores, y los mayordomos del Emperador y Emperatriz, y entregáronle al corregidor y Ayuntamiento, los cuales le recibieron y llevaron en hombros hasta la puente de Alcántara en una litera cubierta de un paño de brocado negro con una cruz de terciopelo morado, en esta forma:

     Delante iban todas las cofradías de la ciudad y corte, los mayordomos y oficiales con cetros y insignias, y los cofrades con velas encendidas, la cruz de la Santa Caridad y Santa Iglesia y de todas las parroquias. Seguíase luego el cabildo de la Iglesia, y con él los capellanes de las tres capillas reales de Toledo, los del Emperador y Emperatriz, los curas y beneficiados, los capellanes muzárabes de San Pedro y don Pedro Tenorio, y entre los unos y los otros, los religiosos de todos los conventos, dentro y fuera de la ciudad, menos los jerónimos de la Sisla, porque estaba allí retirado el Emperador.

     Tras el cabildo iba la guarda del Emperador, los pajes del príncipe don Felipe con hachas encendidas, los maceros reales, las cruces de la capilla del Emperador y la del cardenal Tavera. Aquí iba el cuerpo, y detrás, vestido de pontifical, el obispo de Oviedo, electo de León, don Hernando de Valdés, presidente y capellán mayor de la Emperatriz; luego, el príncipe, con loba y capirote sobre la cabeza; a su lado, el cardenal Tavera, y allí junto el duque de Béjar, marqués de Villena, el conde de Cifuentes, mayordomo mayor de la Emperatriz, el marqués de Lombay, don Francisco Borja, el comendador mayor de Castilla y muchos perlados y señores del reino; al cabo, los Consejos con sus oficiales y ministros.

     Fue la procesión por delante de la iglesia de Santo Tomás a la de San Salvador, por la Trinidad a la Lonja y Cuatro Calles, hasta la puente de Alcántara, donde estaban las marquesas de Lombay y Aguilar, la condesa de Faro, doña Beatriz Silveria, y otras señoras, que recibieron el cuerpo imperial y pusieron la litera sobre dos acémilas negras con sillas y guarniciones de tela de oro y carmesí pelo, y así caminó a Granada. Fueronle acompañando el cardenal de Burgos, don Iñigo López de Mendoza y Zúñiga; los obispos de León y Coria; el marqués de Villena y el de Lombay, y otros señores, y muchos criados de la Emperatriz.

     Predicó a estas honras don fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo.

     Ya dije quién era esta princesa, y vuelvo a decir que los que la conocieron dicen que era hermosísima, y en sus retratos que agora vemos se echa bien de ver, que lo son mucho, con haber en ellos la diferencia que hay de lo vivo a lo pintado; y si era hermosa en el cuerpo, mucho más lo fue en el alma.

     Fue muy llorada su muerte en España, y en París el rey Francisco le hizo unas solemnísimas honras, que en todo era cumplido este gran príncipe. Parió muchas veces la Emperatriz, mas no se lograron, si no fue el católico y prudentísimo rey don Felipe, nuestro señor (que en este año tenía doce de edad), y doña María, mujer del Emperador Maximiliano, que hoy día vive Su Majestad, y la del cielo la sustenta y guarda, porque quiere tener santos en la tierra; saben todos que es tal su vida de esta princesa en las Descalzas de Madrid, que sin adulación puedo decir eso. La tercera que se logró fue la princesa doña Juana, reina de Portugal, madre del malogrado y infeliz rey don Sebastián, que tal fue el fruto que se logró en España.

     Sintió más que todos el Emperador la muerte de su muy cara y amada mujer, que estimaba mucho su muy dulce y santa compañía.

     Llegaron a Granada, y al tiempo de hacer la entrega del cuerpo de la Emperatriz, abrieron la caja de plomo en que iba, y descubrieron su rostro, el cual estaba tan feo y desfigurado, que causaba espanto y horror a los que lo miraban; y no había alguno de los que antes la hubiesen conocido, que pudiese afirmar que aquella era la figura y cara de la Emperatriz; antes el marqués de Lombay, habiendo de consignar y entregar el cuerpo, y hacer el juramento en forma delante de testigos y escribano, que era aquel el cuerpo de la Emperatriz, por verlo tan trocado y feo, no se atrevió a jurarlo; lo que juró fue que según la diligencia y cuidado que se había puesto en traer y guardar el cuerpo de la Emperatriz, tenía por cierto que era aquél, y que no podía ser otro.

     Apartáronse los demás de este espectáculo, porque les causaba espanto, lástima y mal olor. Pero el marqués de Lombay, por el particular amor y reverencia que siempre había tenido a la Emperatriz, no se podía apartar ni desviar los ojos de aquella señora, que poco antes era tan hermosa y estimada en el mundo. Hizo tanto efecto esta vista en el marqués, que causó en él una profunda imaginación, y con ella una determinación y mudanza de la diestra del Señor altísimo, considerando el fin de lo más precioso de esta vida; y viendo que era tal, determinó servir a otro señor y a otra Majestad que no perece.

     Esta fue la ocasión, como se escribe en la vida del padre Francisco Borja, para que él, renunciando sus Estados y pompas del mundo, se metiese en la Compañía de Jesús, en la cual fue un varón ejemplar.

     Siguióse luego desde el otoño del año hasta el de San Juan del año siguiente de cuarenta, una de las mayores hambres que en grandes tiempos se había visto, y juntamente con ella vino una terrible enfermedad de modorra o calenturas pestilenciales, que murieron muchas gentes por toda España. Por manera que este año y el siguiente nos hicieron guerra los cielos, ya que faltaban los enemigos en la tierra, si bien no todos.



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- XII -

Piérdese Castilnovo y mueren españoles. -El capitán Vizcaíno y Alcocer. -Presunción de los janízaros. -Qué españoles señalados se hallaron cercados en Castilnovo.

     Porque el Gran Turco quedó tan sentido de ver que, con favor de los venecianos, se le hubiese tomado Castilnovo, que si bien se holgó de que Barbarroja hubiese hecho retirar la armada de la liga, y, a su parecer, quedó victorioso, habiendo temido grandemente el poder de los cristianos, dio luego dineros y gente para rehacer su armada, que se había perdido (como dije) gran parte de ella por sustentar a Barbarroja en el señorío del mar. Mandó hacer guerra a los venecianos en la Morea, y que a la primavera fuesen sobre Castilnovo Barbarroja con la flota y Ulamen con ejército.

     Era Ulamen persiano, y que dejó al Sofí por servir al Turco, y tenía experiencia en la guerra, por lo cual le hizo el Turco gobernador de Bosna. Este, pues, juntó para la empresa treinta mil infantes, con la caballería necesaria y con siete sansacos y otro gran número de morlacos y cimerotes, y otras gentes salvajes y pobres, mas para mucho trabajo; van descalzos o con alpargatas, son ligeros y osados, como pareció cuando tentaron de matar al Gran Turco; traen comúnmente arcos y ondas, o chuzones; algunos usan segures, aunque todos aquellos sirvieron de gastadores. Armó Barbarroja otras tantas galeras como el año pasado, y aún quieren decir algunos que más, y tres grandes mahonas para llevar artillería, pelotas, pólvora, bizcocho y otras cosas de armada. Embarcó diez mil turcos y cuatro mil janízaros, y con esta armada vino a la Velona por junio de este año 1539.

     Allí fue avisado cómo Joanetín Doria había pasado con veinte galeras a proveer los de Castilnovo. Envió treinta galeras con Zinán Judío o, según otros, con Dragut, y Zefut, para que se pusiesen a la entrada del golfo de Cataro, para que no saliesen hasta llegar él con toda la flota; pero no llegaron a tiempo, porque Joanetín se volvió dentro de tres o cuatro días que llegó a Castilnovo, temiéndose de esto. Saltaron en tierra a 12 de julio mil turcos a tomar agua y a reconocer el pueblo y campo.

     Salieron de Castilnovo veinte arcabuceros españoles a mirar qué gente y cuánta era, y cómo la desbaratarían, y en volviendo fueron a ellos antes de comer, el capitán Machín de Monguía y otros dos capitanes con sus compañías, y Lázaro de Corón con sus caballos albaneses, que en la conquista de Túnez tanto se señalaron; trabando una escaramuza los metieron por fuerza en la mar, quedando muchos muertos. Los cosarios tornaron con mucha más gente a la tarde, que les faltaba el agua, y por coger algún español, para informarse cómo estaban y cuán fuertes, acercáronse al lugar. Salieron Francisco Sarmiento y los capitanes Álvaro de Mendoza y Olivera y Juan Vizcaíno, con seiscientos españoles a pelear con ellos; pelearon de tal suerte, que muriendo solos doce, mataron trecientos turcos y prendieron treinta, y si fuera en llano, tornaran pocos a las galeotas. Parecía sangre el arroyo de los molinos que, como se defendían mucho, era menester matarlos, y aun por atemorizarlos, para que Barbarroja no osase cercarlos, el cual llegó a 18 de julio con mayor armada que se pensara, y comenzó luego a echar gente y artillería en tierra.

     Llegó luego Ulamen con el ejército; traía grande gana de vengarse de los españoles, que habían muerto muchos turcos en Morat de Sebenigo, tomándole seis piezas de artillería, y por haber corrido veinte leguas a la redonda de su gobernación. Asentaron, pues, el real a las faldas de unas cuestas donde estaba una ermita, sin mucho daño ni ruido, y en los primeros cinco días allanaron otras dos cuestas pedregosas que había entre Castilnovo y su real, sin que se les diese nada, porque los españoles los matasen, como mataron cerca de mil turcos, si bien le pesó a Barbarroja de la muerte de Agi, capitán esforzado y amigo suyo, el cual había tiranizado a Tajora, cerca de Trípol.

     Hechas las trincheas y baluartes con arcas de madera, plantaron cuarenta y cuatro piezas de artillería, en que había siete culebrinas dobles, y cuatro cañones de Rodas, y cuatro basiliscos que tiraban pelotas de metal de cien libras, y había algunos trabucos o morteros que arrojaban disformes piedras en alto con que hundían al caer las casas sobre los moradores. Puso Barbarroja su tienda con el pendón del Gran Turco en lo más alto y público del real; dio la cuarta parte de la artillería a Ulamen, para que batiese por su cuartel, que caía hacia Norte, y él, con la demás, batía por hacia Levante, y por tres cabos, teniendo cargo de los dos Tabac; y Alí, español, batió por mar Sabac: con diez, en diez galeras que llevaban a dos y aún a tres cañones gruesos cada mañana, y cada tarde, y hacíalo este Sabac con increíble maña, cuidado y destreza, fatigando demasiadamente en sus combates a los españoles, no menos animosos que diligentes, para hacer lo que a bonísimos soldados tocaba, y que en nada mostraban cobardía, por manifiesto que vieron su peligro. Todos tenían tanto concierto cuanto convenía a buenos cercadores y cercados. Los turcos traían bonetes colorados, y llegábanles hasta las orejas; los janízaros, sendas cintas de fieltro o tiras colgando de la cabeza a las espaldas, por ser conocidos, los cuales, como presuntuosos, decían que un español bastaba para dos soldados turcos, y un janízaro para dos españoles.

     Así quisieron un día antes que se comenzase la batería escaramuzar, llevando todos jacos y cimitarras y aun escopetas. Salieron a ellos ochocientos españoles, la mitad arcabuceros, y fue tal la escaramuza, que mataron mil y hirieron otros tantos. Hicieron huir a los demás al mar, que al real no pudieron.

     Recibió mucho enojo Barbarroja, así por la honra y reputación suya, que era grande, como por la pérdida, que fue no pequeña, porque mil janízaros eran de estimar tanto, cuanto en ellos suele el Gran Turco confiar más en cualquier ocasión de afrenta; y juntando mil muertos con los mil heridos (castigo digno de su osadía) era gran golpe, el cual sintió Barbarroja, como era razón. Conociendo, pues, Barbarroja que los españoles no tenían par en la escaramuza, mandó que no escaramuzasen más los janízaros, pues la cosa no había de ir por aquella vía. Comenzóse otra mañana la batería, y continuóse nueve días con tanta furia, que allanaron la cerca con sus reparos por hacia la ermita, igual del suelo, y derribaron muchas casas. Era tanta la presunción y valentía de los españoles, que ciertamente habían más deseado que temido el cerco, si bien Francisco Sarmiento, como capitán prudente, siempre lo temió; sin duda era de temer, y así procuró de fortalecerse desde el principio, trabajando con los soldados en hacer baluartes, abrir fosos y otros reparos, en los ocho meses o nueve que tuvo de espacio. Pero ni había céspedes, ni buen suelo de cavar, que fue gran inconveniente. Envió asimismo por socorro al capitán Alcocer a España, y a don Pedro de Sotomayor y a Zambrana a Sicilia y a Brindez, donde estaba con las galeras Andrea Doria, mas de ninguna parte se lo enviaron. No se podía defender, según la multitud de gente, fuerza y porfía que Barbarroja tuvo; y porque fue aquel cerco, combate y pelea tan recia y bien reñida, quiero poner en particular los españoles que había dentro en Castilnovo al tiempo que los turcos lo sitiaron.

     Eran quince banderas y capitanes, que se llamaban: Francisco Sarmiento, general; Machín de Monguía, Álvaro de Mendoza, don Pedro de Sotomayor, Juan Vizcaíno, Luis Cerón, Jaime de Masquefa, Luis de Haro, Sancho de Frías, Olivera, Silva, Cambrana, Alcocer, Cusán, Borgoñón, Lázaro de Corón, eran menos de tres mil soldados, porque muchos se habían muerto, y otros idos; tenían obra de mil mozos y mujeres. Había cuarenta mercaderes y clérigos con Jeremías, genovés, que por ser capellán de Andrea Doria le hicieron obispo de allí. Había también ciento y cincuenta capeletes de caballo, con el capitán Lázaro de Corón, y otros muchos griegos con el caballero Jorge y con Andrés Escrápula y otros capitanes, todos gente que sentía honra.



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- XIII -

Mortandad grande que los cercados hicieron en los cercadores. -Rabia Barbarroja, espantado de la braveza española. -Combate y gana Barbarroja un castillo. -Traidores se pasan, y avisan a Barbarroja. -Combate recio que Barbarroja dio, animando con el aviso. -Combate y último trance en que los españoles les acabaron peleando. -Valor digno de memoria de Francisco Sarmiento. -Notable esfuerzo de los españoles.

     Teniendo, pues, derribada la cerca, como dije, peleaban de día y trabajaban de noche, haciendo albarradas y otras defensas, de lo cual se maravillaban mucho los turcos, que pensando hallar llana la entrada, cuando arremetían la hallaban alta y fuerte. Hubo muchos combates aquellos nueve o diez días, y en ellos gana de vencer. Hubo gran matanza porque los españoles andaban bravos como leones encerrados cuando los enojan, y una mañana salieron seiscientos con tanta furia y denuedo, que por algunas partes hicieron huir los turcos y aún janízaros, los cuales, con el gran miedo, derribaron muchas tiendas, y entre ellas la de Barbarroja, al cual, con el estandarte, llevaron por fuerza y a priesa a la galera, porque no le tomasen o prendiesen en aquella revuelta.

     Mataron los españoles aquel día seis mil turcos, muriendo solos cincuenta de ellos, que parecerá increíble, y si más cargaran, como algunos querían, le ganaran el real con el artillería; pero no quiso Francisco Sarmiento aventurarlo todo así, antes les mandaba guardar los portillos y que no saliesen fuera, porque se apocaban escaramuzando. Mas ellos, a excusas de él, salían juramentados de no dejar uno a otro, y así hacían maravillosos hechos y hazañas, tan duras de creer como de acabar.

     Blasfemaba Barbarroja, y no sabía qué hacer contra la osadía y esfuerzo de los españoles, que no temían ni hacían caso de la multitud de turcos, ni de la valentía de los janízaros, ni de la furia más que infernal de la artillería. Ofrecía dos pagas a los españoles, y navíos en que se fuesen, si le daban el lugar, aunque algunos dicen que fue al principio esto. Entonces repasó un judío de Nápoles, ropavejero, a decir a Barbarroja que no tomaría el lugar sin allanar primero el castillo alto; otros dicen que se lo dijo un artillero esclavón. Sea, pues, o por aviso que tuviese o por juicio suyo, él sacó de las galeras otras veinte piezas gruesas de artillería, mudando las demás al castillo alto, que no había más de la cava en medio, de manera que batía con sesenta tiros a veinte pasos, y batió cinco días, sin parar las noches, hasta que no dejó piedra sobre piedra del castillo. Y como allí era la fuerza y acudían todos los españoles a defenderla, murieron los más y mejores soldados coseletes, que al principio eran mil, y en un día lo perdieron tres veces, y lo cobraron otras tantas, los capitanes Munguía, Masquefa, Haro y el alférez Galaz: con todos los mil heridos, se metieron en el castillo bajo.

     Quedaron atónitos los turcos de ver la resistencia que con grandísima sangre habían hallado en un castillejo caído, y en tan pocos hombres, y que los tenían por vencidos. Cuentan que un Ocaña, y Cortinas, y otro portugués, que llaman Vázquez, se pasaron a los enemigos, los cuales dijeron a Barbarroja que tuviese recio, porque ya los españoles eran pocos, y aquellos estaban tan mal heridos que durarían poco, si bien eran valerosos y esforzados, y que demás de sus heridas estaban ya cansados de pelear, y aun destrozados muchos, y de hacer reparos, y que casi no tenían pólvora, porque un soldado necio, que quería mal al contador Luis López de Córdoba, pegara fuego con su mecha a un barril do estaba sentado el contador que repartía las raciones, al cual con otros soldados lo abrasó, encendiéndose mucha pólvora.

     Barbarroja entonces tuvo por ganado a Castilnovo, y todo medio riendo y alegre que no cabía de gozo con tan buenas nuevas, cuales no pensó oír tan presto, mandó apercibir los janízaros y los turcos de a caballo para combatir a pie. Y haciendo señal con sus trompetas, arremetieron, y con aquella fuerza y furia increíble, ganaron una torre, donde pusieron el pendón de la luna por asombrar los españoles; de allí les tiraban flechas y pelotas.

     Ordenó Francisco Sarmiento que se hiciese una mina para volarlos de allí, o la tenía ya hecha, según otros; pero no aprovechó, o porque se hundió la tierra primero, o porque no prendió tan presto el fuego, el cual votando fuera quemó algunos, y en ellos al minador, que se llamaba Miguel Formín, de Zaragoza. Aconteció, sin esto, que llovió mucho a seis de agosto por la mañana, que fue jueves, cuando los turcos habían determinado de combatir hasta vencer; puso en los tristes y animosos cercados no poca cuita, en ver sus amigos los más muertos y heridos, los sanos, pocos, y sus enemigos en los apretar contumaces. Dábales grande ánimo pensar que peleaban contra infieles, paganos, turcos y más que bárbaros. No había en tanta calamidad quien rehusase peligro, ni menos excusase salida, antes a porfía quería cada uno ser el primero en salir y acometer el peligro, que fue crueldad cierto dejar de socorrer a tan fuertes guerreros, que ya que no se excusara la pérdida de aquel lugar, que no importaba mucho, a lo menos hicieran los príncipes lo que debían en no dejar perder tal gente.

     Ya los pobres españoles veían los más de sus compañeros muertos, y ellos muy cerca de lo mesmo, los castillos y muros rasos hechos cenizas de la pólvora humeando. Acrecentó su dolor ver la lluvia de aquella mañana, que fue causa que del todo se perdiesen, porque les mató las mechas de los arcabuces, los cuales hacían la guerra y la matanza. Hubo con todo eso una sangrienta batalla, porque jugaron muy bien de pica, y mejor de espada, hiriendo, como suelen, a estocadas. Los turcos, que no les impedía el agua, en especial los que traían cimitarras, hicieron gran estrago en los coseletes que peleaban a pie quedo.

     Anduvo aquella mañana Francisco Sarmiento animando a todos a caballo, que a pie no podía por estar mortalmente herido. Esforzaba los suyos y peleaba como valiente. Y como viese muchos heridos, se fue con ellos al castillo bajo para meterlos dentro.

     Dijeron los que allá estaban, cómo tenían tapiada la puerta y abestionada, y que no se podía tan presto abrir, mas que le echarían una soga para entrar por las ventanas. Respondió él entonces: «Nunca Dios tal quiera que yo me salve y los compañeros se pierdan sin mí.»

     Reprendiólos mucho, y aunque tenía tres saetadas en la cara y cabeza, volvió a pelear con ciertos janízaros que cerca estaban llamando ayuda.

     Decíales el animoso capitán: «Mirad, amigos, hijos y compañeros, cómo peleáis con estos infieles, ya que la muerte cierre nuestros ojos, no sin dar muestra de firmes cristianos y valientes españoles, pues que pudiendo vivir sin pelear, nos guardamos para hacer tan honrado fin; mirad, no huya nadie; mirad cómo pelean aquéllos sobre los cuerpos ya difuntos.»

     Llamó al capitán Sancho de Frías, que buscaba por dónde huir, y le afrentó, teniéndolo del brazo. Acudieron muchos allí, como si comenzaran entonces peleando, donde todos murieron por la gran carga de enemigos. Cayeron muertos Francisco Sarmiento, Sancho de Frías y Juan Vizcaíno, espaldas con espaldas, y rodeados de cuerpos que ellos habían muerto, y con tanto se acabó la pelea, y los que no podían pelear, ni tenían armas con qué, se rindieron, pidiendo (como algunos dicen) misericordia. Diéronse también los del castillo bajo, si bien se pudieran defender algo, porque no era valentía morir allí dentro.

     Seis batallas valerosas tuvieron, y sangrientas, sin poderlos entrar; la una, a 24 de julio; la otra, día siguiente, que fue de Santiago; la tercera, a 4 de agosto, cuando ya el castillo de arriba y casamata y traveses estaban deshechos; la cuarta, el día siguiente, a 5 de aquel mes; la quinta, otro día, a 6 de agosto, cuando ya no había muralla en Castilnovo, sino tan abierto lo de dentro como lo de fuera, y la última fue a 7 de agosto, cuando fue entrado el pueblo y muertos los capitanes. De esta manera pasó la pérdida de Castilnovo, que fue jueves a 7 de agosto, año de mil y quinientos y treinta y nueve. Fue batido y combatido veinte y dos días con sus noches a la contina. Tiraron a sólo el castillo nueve mil balas gruesas, sin las de la cerca, por cuatro partes abierta y derribada, y sin las de las galeras.

     Murieron casi todos los janízaros y diez y seis mil turcos y morlacos, aunque muchos cuentan que fueron treinta y siete mil los muertos.

     Y afirman que cuando la grande agua de aquella mañana, parecía llover sangre, según corría de bermeja. Murieron todos los españoles; salváronse ochocientos de toda suerte de gentes, contando las mujeres y mozos, a los cuales, señaladamente los principales, quisieron degollar en venganza de sus compañeros, y porque no les matasen les dio Barbarroja quince mil ducados en sedas y paños. Prometió libertad y dineros a quien le trajese la cabeza de Francisco Sarmiento para la presentar al Turco; mas ni se pudo hallar ni conocer entre tantos cuerpos muertos. Rogó a Machín de Monguía que se tornase turco, loándole mucho lo de la Previsa, y porque no lo quiso hacer y le respondió como valeroso vizcaíno, le mandó luego degollar en el espolón de su galera. Mandó degollar los clérigos, como en martirio y desprecio de la santa fe, y porque andaban absolviendo y bendiciendo los soldados cuando peleaban, con cruces en las manos.

     Es cosa de alabar que comulgasen todos los soldados que había, diciendo el obispo cada día misa. Echó Barbarroja a unos al remo, guardó otros para triunfar en Constantinopla, en memoria de tan esclarecida victoria, si bien sangrienta y costosa al Turco.



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- XIV -

Relación de Gante. -Causa del levantamiento de los de Gante.

     En el mes de mayo de este año comenzaron en Gante ciertos movimientos y sediciones que la larga ausencia del Emperador causó, y también por haber tantos soldados y hombres criados en la guerra que con Francia habían tenido por aquellas partes, que ya no se hallaban sino con la vida libre y suelta de la soldadesca.

     Comenzaron primero los ciudadanos de Gante a conjurarse y traer malos tratos entre sí, y luego fue cundiendo por las demás ciudades y lugares de Gante, como mala ponzona. Lo cual no se pudiendo encubrir, fueron sentidos, y ellos con osadía salieron al descubierto temerariamente y tomaron las armas, echando de la ciudad los consejeros y justicias del Emperador. Derribaron las casas de muchos, que parece deprendieron de lo que se había hecho en Castilla, Valencia y Austria; rondaban la ciudad, y pusieron guardas en las puertas y torres, como si de enemigos estuvieran cercados.

     La causa principal de este levantamiento fue que el año de mil y quinientos y treinta y seis, cuando ardía la guerra contra Francia, la reina María, gobernadora de Flandres, convocando los procuradores y oficiales de todas las ciudades y villas de aquellos Estados, sacó de ellos para la guerra grandísima cantidad de dinero, que dicen fueron dos millones de florines de oro, de los cuales cabían a Flandres por su parte cuatrocientos mil, haciéndose el repartimiento según la facultad y riqueza de cada ciudad y provincia. Contradijeron este repartimiento los de Gante, si bien todos los demás lugares lo consintieron y pagaron. Quiso la reina María proceder contra los rebeldes, no por rigor de armas, sino por moderada justicia. Mandó poner las principales cabezas de este levantamiento en honestas prisiones, dando cárcel a cada uno según la calidad que tenía. Repartiéronse los presos en las ciudades de Malinas, Ambers, Bruselas y otras partes, hasta tanto que la ciudad pagase lo que se le había repartido.

     Sintiendo esto los de Gante, año de mil y quinientos y treinta y siete, por el mes de agosto, enviaron a Bruselas un síndico de su ciudad, hombre inquieto y malo, que se llamaba Lebuyno Blommio, para que, en nombre de la ciudad, presentase ante la reina una petición en que, con humildad, pedían soltasen los ciudadanos presos, alegando los privilegios y franquezas que la ciudad de Gante tenía, según los cuales no podían ser apremiados a pagar tributos ni pedidos extraordinarios y graves.

     El primer privilegio era del conde Guido, dado año mil y docientos y noventa y seis. Otro, del conde Ludovico Neversio, su data, año mil y trecientos y treinta y cuatro. El tercero era del año de mil y cuatrocientos y setenta y siete, que madama María, duquesa de Borgoña, hija de Carlos el Batallador, les había concedido, favoreciéndolos mucho.

     La reina María quiso que se viesen estos privilegios por el Senado o Consejo de Malinas, y en Bruselas, en el Consejo de Cámara que allí tenía el Emperador, prometiendo la reina de guardar lo que cada uno de estos dos Consejos determinase, pero con condición que ante todas cosas, diesen de contado los cuatrocientos mil florines si querían que los presos fuesen sueltos.

     Los de Gante enviaron correos a Bruselas y a otras ciudades, pidiéndoles que se juntasen con ellos contradiciendo esta paga. Los pueblos no quisieron juntarse con ellos ni ayudarlos en tal porfía, salvo algunos lugares pequeños.

     A 24 de setiembre enviaron todas las ciudades de Flandres una petición muy humilde, suplicando a la reina que mandase suspender la ejecución hasta que enviasen al Emperador sobre ello, para que, informado de este negocio, mandase lo que fuese servido. La reina les dio tres meses de término; ellos se contentaron con esto, exceto los de Gante, que siempre estuvieron pertinaces en su porfía, y último día de diciembre protestaron que el término era breve demasiado para poder venir a España y informar al Emperador de un negocio de tanta calidad, y pidieron a un escribano que les diese testimonio de este protesto y requirimiento que hacían, ofreciendo a la reina, según una costumbre antigua, cierto número de soldados a costa de la ciudad contra los franceses por tiempo limitado, y que si no quisiese acetar, que del daño o interés que en ello hubiese no les parase perjuicio, quedándose solos los de Gante; todas las demás ciudades y villas de Flandres enviaron, con voluntad de la reina, a suplicar al Emperador que proveyese lo que fuese razón y justicia.

     Habiendo visto el Emperador la demanda de los flamencos y leído las cartas de la reina, su hermana, el año pasado 1538, por el mes de enero, escribió a los de Gante y a las demás villas y ciudades de Flandres que obedeciesen a la reina María como a él mismo, si presente estuviera, y que si en algo se sentían agraviados, acudiesen al Consejo de Malinas o al Consejo de Cámara, que estaba en Bruselas, para que lo determinasen, que se les haría justicia, y que pasasen por lo que allí se determinase; donde no, que procedería contra ellos como contra rebeldes y sediciosos.

     Partió de España con este despacho Luis Secorio, consejero del Emperador, y en particular trajo cartas del Emperador para los de Gante, en las cuales expresamente les mandaba que hiciesen lo que la reina mandaba, y que diesen los cuatrocientos mil florines si no querían que por otro camino muy riguroso los compeliesen, y que la reina había hecho bien en echar presos a los de Gante, y tenerlos así hasta que pagasen.

     Escribió también al Consejo o Senado, de Malinas, que es el Supremo de Flandres, que procediesen contra los de Gante y los ejecutasen en la dicha cuantía y de la misma manera a todos los que no quisiesen pagar.

     Entendiendo esto los de Gante, endureciéronse más, y despacharon luego con una petición larga, si bien humilde, para el Emperador, y otra para la reina María, ofreciendo segunda vez, en lugar del dinero, los soldados que dije que daban. Querían con estas cartas persuadir al Emperador, que desde el tiempo que comenzó a reinar en Flandres hasta este año de 1539 había recibido de solos los flamencos casi cincuenta veces novecientos mil florines de oro; pidiendo que, pues sus pasados habían hecho tan grandes servicios de dinero, y otros muchos de otra calidad, que les fuesen guardados los privilegios que por esta razón se les habían concedido, y que así, mandase que los presos fuesen sueltos, y no se les hiciese fuerza en mandarles pagar aquel dinero.

     El Emperador se enfadó de manera, que determinó de partir luego para Flandres y poner la mano a los de Gante tan pesadamente, que quedasen muy llanos.



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- XV -

Los de Gante se ponen en armas.

     Viéndose los de Gante tan desfavorecidos del Emperador, con desesperación, inclinados ya a la rebelión, como se hallasen solos, que las ciudades de Flandres no querían entrar con ellos en estos ruidos ni seguir su opinión, y que la reina María estaba firme en no soltar los ciudadanos, antes levantaba gente y juntaba armas, que entendían eran contra ellos, y que el Senado o Consejo de Malinas había dado sentencia contra ellos, y los mandaba ejecutar, tomaron las armas y echaron de la ciudad a los que andaban ejecutando y cobrando el dinero. Hiciéronse señores de todas las plazas fuertes de la ciudad, y de las que había en su contorno, y con despecho, atemorizados, soltaron algunos de los ciudadanos que estaban presos.

     Nombraron justicias, hicieron capitanes y oficiales, levantaron soldados con cajas y banderas, y enviaron con mucho secreto correos con cartas al rey de Francia, ofreciéndole que si los recibía debajo de su amparo, le entregarían la ciudad, y con ella a todo Flandres.

     El rey no quiso oírlos, ni darles favor en traición semejante, porque el término de este príncipe, quitado de la pasión que tenía por Milán, fue siempre muy proprio de quien él era; y en este tiempo estaba firme en la amistad con el Emperador, y con grandes esperanzas que le había de dar el Estado de Milán, que esto valió para que los de Gante no hallasen en él el favor que pedían, que si fuera en otra coyuntura de las muchas y muy apasionadas que hubo, este caso se pusiera en grandísimo riesgo y peligro.

     Escribió luego el rey avisando al Emperador de lo que pasaba en Gante, y juntamente le envió las cartas originales que los de Gante le habían escrito, que fue un hecho terrible.

     No fueron en este levantamiento de Gante todos los de la ciudad, sino algunos particulares inquietos, hombres sediciosos y malignos, amigos de novedades, con esperanzas de a río vuelto ganar nombre y hacienda. Estos, con mentiras y embustes, quisieron llevar tras sí todo el pueblo.

     Criminaban los grandes tributos y pechos que de tiempos atrás les habían cargado. Quejábanse que el Emperador y su hermana les quebraban sus libertades, que no hacían caso de sus privilegios, que habían sacado tanto dinero para las guerras pasadas, que pudiera comprarse Flandres con él, y levantar docientos mil combatientes por muchos años, que no habían agora tenido más de treinta mil hombres de pelea, que apenas habían tomado un lugar, y que no habían querido tomar a Terouana, ciudad enemiga de Flandres, habiéndola tenido cercada, queriendo que siempre hubiese ocasión de guerras para con achaque de ellas consumirles las haciendas y las vidas con continuos tributos. Que la reina había sacado gran suma de dinero de Flandres para enviar a su hermano don Hernando, y gastarlo en las guerras de Perona y otras ciudades de Hungría que no tocan a Flandres. Que había enviado a su hermano el Emperador mucho dinero para la jornada de Africa contra Barbarroja, y sustentaba aquella y otras guerras con el dinero de Flandres. Que a los soldados que tenía Flandres aún no les pagaban el sueldo sacando tanto dinero para ellos, ni les hacían honra alguna. Que ya no se podía sufrir el imperio de una mujer, que no tenía manos para más que robar, y que no se le había de dar el dinero como ella quería, sino por orden de las ciudades, nombrando personas que cobrasen el dinero y lo pagasen con orden y razón, porque no tuviesen más lugar los ministros del Emperador de hartar su avaricia, empobreciendo la tierra. Decían estas cosas al pueblo con gran ardor y cólera, para poner en ella a la gente común; y en lo que más insistían era en lo que dije, que la reina y sus ministros buscaban y procuraban nuevas guerras, para tener achaque con que sacarles las haciendas, cargándoles nuevas imposiciones y tributos.

     Pero como vieron las treguas que entre el Emperador y rey de Francia se habían hecho, y las vistas y juntas que con tanto amor entre ellos habían pasado, y que en Flandres todos obedecían a la reina, sino ellos; que el rey de Francia no los había admitido, antes había enviado las cartas al Emperador, y que ni aún toda la ciudad de Gante estaba de su parte, de contrario parecer estaban embelesados y con desesperación suspensos, ni bien tomaban las armas, ni hallaban que les convenían, ni sabían qué consejo tomar, suspensos y sin acuerdo, y temían no sabiendo qué haría de ellos el Emperador, que sabían que estaba de camino y que había de pasar por Francia sólo para castigarlos, resolviéronse a morir porfiando en su tesón.



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- XVI -

Jornada peligrosa que el Emperador hizo por Francia. -Costumbre santa del César.

     Antes de esto tenía el Emperador ordenado de partir de España para Italia; y de allí pasar en Alemaña, para por fuerza o por amor reducir la religión cristiana a su antiguo ser, que los herejes la tenían estragada. Pero como supo el levantamiento de Gante, mudó parecer, y tomó el camino para Flandres, atreviéndose a pasar por medio de Francia, sin reparar en muchas cosas de consideración que muchos prudentemente le advertían de lo poco que se podía fiar en el francés; siendo las pasiones viejas y graves, y la codicia de Milán la misma que siempre, y que aunque el rey era gran príncipe y digno de que se creyesen sus palabras, al fin era hombre y sujeto a humores humanos, que son inconstantes, y con la codicia falsos.

     Habíale ofrecido muchas veces el rey de Francia camino seguro por su tierra, y como viese que el Emperador se recelaba, le ofreció en seguro los hijos o las personas que él quisiese. De aquí toman ocasión los autores que escriben las cosas de Francia, para decir que el Emperador prometió al rey, porque le dejase parar seguro por Francia, el título de Milán; mas la promesa era grande, y de cosa que tanto había costado, por otra tan pequeña, y no forzosa, pues tenía el Emperador tantos caminos sin el de Francia para pasar en Flandres.

     Fueron los caballeros españoles con quien el Emperador se aconsejó, de parecer que de ninguna manera convenía poner su persona a tanto riesgo, dando hartas razones. El Emperador, suspenso algún tanto, consideraba lo que se le decía, mas su gran ánimo le hizo determinar en ir por Francia sin esperar seguro, fiado sólo en la fe y palabra que el rey le había dado, con la cual dijo que pleitearía con el rey cuando le faltase, que Dios es el dueño de los corazones de los reyes, y los lleva donde y como quiere; que la ida con suma brevedad a Gante era forzosa, en la cual iba el servicio de Dios y de su Iglesia, y era causa suya aquélla, para poner luego en ejecución lo que por su divino juicio estaba ordenado, si no era que quisiese que con los flamencos que estaban para perderse, él también se perdiese: que fueron palabras bien dignas del César.

     Envió la reina María su hermana unos caballeros dándole el parabién de su venida. Por relación que de ellos hube, digo que el Emperador estaba tan puesto con Dios. que cada día tenía tres horas de oración hincado de rodillas en su retrete, sin quitárselo el trabajo del camino; por ella le libró Dios de mil peligros, porque en El sólo puso su confianza. Y dicen más, que fue esta costumbre santa de toda su vida, orando, en todo lugar y ocasión que se hallase, dos horas de noche y dos muy de mañana, y acabada la oración oía misa y luego atendía a los negocios del reino.

     Quedaron en el gobierno de Castilla el cardenal arzobispo de Toledo, don Juan Tavera, y el comendador mayor don Francisco de los Cobos. Al cardenal dejó los mismos poderes que dejaba a la Emperatriz, y orden a todos los Consejos que le consultasen como a él mismo, en todas las provisiones y negocios de gracia y justicia, y que le acompañase y guardase su guarda española, y se pasase a vivir en el palacio real con el príncipe don Felipe. Y por el mes de noviembre de este año 1539 tornó la posta vestido de luto, como viudo, y con moderado acompañamiento envió delante a Granvela con cartas para el rey, avisándole de su camino.

     El rey estaba en Compieng convaleciendo de una enfermedad que le tenía muy flaco. Luego el rey envió a su hijo Carlos, duque de Orleáns, que llegase a San Sebastián a recibir al Emperador y al delfín, con el condestable Anna Montmoransi, que le esperasen en San Juan de Lus, para que los dos príncipes le acompañasen, y el rey, flaco y decaído por su mal camino en seguimiento de sus hijos, que en todo era cumplido el rey Francisco.

     Dicen que cuando Carlos, duque de Orleáns, mozo brioso y gallardo, topó con el Emperador, que fue dentro en Francia, dijo a voces: «César, César, date por cautivo.» Y el Emperador, sin responderle, con los ojos alegres y risueños, le abrazó y acarició, prosiguiendo su camino.

     En el cual se le hizo por donde pasaba solenes recibimientos con las demostraciones de fiestas y placeres que hicieran en Castilla.

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