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Año 1543

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- XXV -

Lo que escribió el Emperador a los señores de España sobre la guerra del francés y jornada en Alemaña. .-Poder al duque de Alba, que sea capitán general de España.

     Fueron los principios tan malos como los pasados, por la guerra con que el rey Francisco amenazaba, que si bien se retiró en el pasado con más pérdida que ganancia, no se cansaba de probar su fortuna, vencido del deseo de venganza. Dejó sus guarniciones en la frontera de Ruisellón y Cerdania, Fuenterrabía y San Sebastián, y una banda de alemanes, que entretuvo en la parte de Burdeos. Gastó el invierno en hacer vituallas y otras municiones de guerra, para tornar a tentar y probar si podría hacer algún efeto en daño de estos reinos, y de su enemigo el Emperador; el cual, avisado de esto, tenía proveídas sus fronteras y señaladamente a Fuenterrabía, Perpiñán y Salsas, con la gente y demás cosas para su guarda y defensa necesarias, poniendo siempre el ojo, con cuidado y vigilancia, en los pensamientos del francés, que con espías procuraba saber, como diestro y prudente capitán.

     Y estando en Madrid a 23 de enero de este año, escribió a las ciudades, grandes y caballeros de España, y perlados de ella, el estado en que las cosas estaban, apercibiéndolos para que, como buenos y leales, acudiesen al tiempo que la necesidad lo pidiese, con la voluntad y amor que siempre lo habían hecho, en su servicio y defensión y amparo de estos reinos, y acrecentamiento de las coronas de ellos. Y así, les pide que pues la presente ocasión y necesidad no es menor que la del año pasado, previniesen sus armas, deudos, amigos y vasallos, para que en caso de salir su persona, le sirviesen y acompañasen, que cuando fuese tiempo él avisaría.

     Y a primero de mayo, estando ya en Barcelona, volvió a escribir a las ciudades y señores de Castilla que el rey Francisco, con suma contumacia, se preparaba para hacer la guerra, y había despertado al Turco para que entrase en Hungría, y por mar enviase su armada contra la Cristiandad, y que así le era forzoso pasar en Italia y Alemaña para proveer la defensa contra un enemigo tan poderoso, o procurar algún medio de paz, que era lo que él más deseaba en la Cristiandad, por su bien y descanso; y que aunque sus deseos eran de estar en España, tiraban de él estas cosas y el peligro tan evidente de la Cristiandad; pero prometía que, con toda brevedad, él volvería, y que en el ínterin gobernaría estos reinos el príncipe don Felipe, su hijo, con otros que adelante diré.

     Y en la misma ciudad de Barcelona, a primero de marzo y en este año, dio el Emperador su poder y patente de capitán general a don Fernando de Toledo, duque de Alba, mayordomo mayor y del Consejo de Estado, diciendo que sabía el estado en que se hallaban las cosas entre él y el rey de Francia, y cómo había ido a aquella ciudad por estar más a propósito para proveer en el remedio de lo que se podría ofrecer, atendiendo a las preparaciones de guerra que el rey de Francia hacía, ayudándose de todos los medios que podía, y que el Turco, común enemigo de la Cristiandad, con su inteligencia y solicitado venía en persona con grueso ejército por tierra contra la Cristiandad por la parte de Hungría, y enviaba su armada de mar para ofenderla por todos cabos, y especialmente a todos estos sus reinos, señoríos y Estados, y que considerando la necesidad de la cosa y el peligro que se ofrecía, y lo que importaba la buena provisión y remedio, dejando el que convenía para defensión y seguridad de las fronteras de estos reinos de las coronas de Castilla y Aragón en España, tenía deliberado, y estaba resuelto, de pasar en Italia y Alemaña, para mirar, dar orden y proveer mejor con su persona en lo que se debía hacer en la resistencia de tales adversarios, y también para si podía hallar camino para tener paz en la Cristiandad, y para que, durante su ausencia, convenía, para la defensión de todo, dejar una persona de mucha autoridad, prudencia, experiencia y calidad, y acepta a todos, que tuviese especial cargo de lo hacer.

     Nombraba al duque de Alba, en quien concurrían todas estas partes, y le daba su poder durante su ausencia, de capitán general de todos estos reinos de Castilla y Aragón, y de sus fronteras marítimas y de tierra, y de toda la gente de guerra.



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- XXVI -

En hebrero, tormenta que padeció el almirante de Francia en el paso de un puerto. -Van los españoles sobre Turín. -Trata el Emperador confederarse con el Papa. -Quejas que forma del rey Francisco. -Deseaba el Pontífice que el pueblo entendiese lo que hacía para concordar los príncipes cristianos. -Pragmática del reino: que ningún extranjero tenga beneficio ni pensión, ni castellano la pagase. -Aprieta el Emperador, para echar freno, al Pontífice, que haya Concilio. Viene el Pontífice en que haya Concilio.

     En el fin del año pasado, cuando ya era el solsticio brumal, Claudio Annibaldo, gobernador general en el Piamonte por el rey de Francia, despidiendo parte de la gente de guerra que tenía y dejando buen recado en los presidios, partió para Francia el primero día de enero de este año 1543.

     En los Alpes, en un paso del monte Senis al Novalesio, dio en él una tempestad de nieve y vientos que hacían torbellinos de la misma nieve como del polvo, que es la tormenta más peligrosa que hay en los puertos, porque ciega y hace perder el sentido y camino. Perecieran Annibaldo y los que con él iban de frío, si los naturales de la tierra no los socorrieran, que pasados del frío los llevaron a sus casas y hicieron el regalo que pudieron; mas con todo, quedaron tales, que Annibaldo anduvo toda su vida enfermo, y otros tardaron gran tiempo en convalecer, y algunos se ahogaron allí en la nieve; otros perdieron o los ojos o las manos; finalmente, ninguno de cuantos se hallaron en esta tormento tuvo entera salud los días que vivió; tanta fue la malicia del aire y rigor de frío.

     Como los españoles vieron que faltaban los principales capitanes de los franceses, pensaron apoderarse de Turín usando de un ardid, que fue una emboscada de ciertos soldados metidos en unos carros de heno. Llegaron con toda disimulación hasta entrar por la puerta de la ciudad, y fue su desgracia que al entrar de la ciudad se le cayó a uno la espada, y con el ruido fueron sentidos, y de seis que iban en aquel carro, mataron los franceses los cinco, y del otro supieron lo que intentaban, y pusiéronse a tan buen recaudo, que de allí adelante estaban muy sobre aviso. Fue uno de los muertos el capitán Lezcano, que iba con la gente que había de entrar tras los carros; el capitán Mendoza se retiró con ella, y la puso en salvo.

     Dióse el rey de Francia tanta priesa el año pasado, que parecía que el Emperador estaba demasiadamente quedo y que tardaba más de lo que debía en salir a satisfacerse de tantos agravios, perdiendo la reputación imperial mucho.

     Quiso mostrar que no le habían tanto quebrantado el ánimo las bravas y furiosas ondas del mar de Argel, que no hubiese corazón y coraje para satisfacerse del rey de Francia y domar la soberbia de los alemanes, herejes y rebeldes. Para esto quiso ganar la voluntad del Papa y hacerse su amigo, porque ya que no le ayudase como debiera, a lo menos no estorbase, sino que se estuviese a la mira. Comenzó a tratar con él muy de veras, por sus embajadores, que se confederasen en uno contra el rey Francisco, pues con tanto escándalo y daño de la Cristiandad tenía amistad con el Turco y lo procuraba traer contra ella. Escribíóle las muchas razones que de muy atrás tenía para estar quejosísimo del rey, los juramentos que le había faltado, y los que otros de Francia siempre habían hecho con sus padres y abuelos, sin reparar en palabras, casamientos ni treguas, y afeando mucho la inhumanidad del rey Francisco, con que le había querido destruir el año pasado, haciéndole cruel guerra cuando se había de doler de él por el infortunio y destrozo que había padecido en defensa de la religión cristiana, gastando su salud y hacienda y aventurando la vida por castigar cosarios y quitar enemigos a la Iglesia. Finalmente, con un largo discurso de muchas y elegantes razones, concluía cuán digno era de que todos se volviesen contra un rey que, teniendo nombre de Cristianísimo, había en él obras tan contrarias.

     Esta carta del Emperador fue tan pública y sabida en Roma, que se envió al rey una copia de ella a la cual respondió con otra tan poco cortés y bien apasionada, que entre gente muy ordinaria no se sufriera; mas la pasión envejecida que en el rey había, le hacía perder los estribos y freno de la razón. De aquí se levantaban juicios (y no mal fundados) de la cruel guerra que estos príncipes se habían de hacer muy en daño de la república cristiana.

     El Pontífice, con su mucha prudencia de tan largos años, deseaba que el mundo entendiese que él, como Padre y cabeza de esta república, deseaba y procuraba su paz y conformidad entre los príncipes de ella. Y así, propuso una y muchas veces en consistorio, pública y secretamente, a los cardenales el negocio de la discordia de los reyes, para entender de ellos lo que debía hacer, porque él quisiera ni ofender a uno ni ayudar a otro.

     Hallaba siempre en los cardenales los pareceres según tenían la afición, todos tan banderizados y apasionados, como lo estaban los reyes. Los de la parte del Emperador eran más y más obligados por las mercedes que de él habían recibido, como de príncipe más rico y poderoso, y las que esperaban haber; y así, había más libertad y poder en el consistorio para defender la causa del César; tanto, que muchas veces se propuso que debían declarar al rey de Francia por enemigo común, y privarle del nombre de Cristianísimo, pues contra todo derecho divino y humano tenía paz y amistad con el enemigo capital de la cruz y nombre de Cristo, y se quería valer de él en una causa de suyo injusta, contra el protector y defensor de la Iglesia y de la dignidad pontifical; y, por consiguiente, que debía el Papa confederarse con el Emperador y juntar con él sus fuerzas, para la defensa de la república. El Pontífice, que con su discreción deseaba templar estas pasiones, no quiso determinarse a romper con el rey, temiendo (y con razón) no le sucediese lo que a Clemente con el rey de Ingalaterra, que le negase la obediencia y diese oídos a los desatinos de Lutero.

     Desabrido el Emperador del poco agradecimiento del Pontífice, a quien había dado su hija Margarita para su nieto, y con ella a Novara y otras tierras, hizo una ley o pragmática harto importante en el reino, y a pedimento de todo él, que ningún extranjero pueda tener beneficio, ni pensión en España, ni nadie la pagase, aunque la debiese. De lo cual no poco se alteró Paulo; pero no por eso mudó parecer, ni quiso confederarse con el Emperador.

     Visto esto por Su Majestad, comenzó a apretar la plática del Concilio, porque con él se aseguraría que, a lo menos, el Pontífice estaría de por medio. Dejado aparte, que las cosas de Lutero y sus secuaces estaban en tan malos términos, que ya no se podía disimular con ellas; porque los protestantes eran muchos y muy poderosos y Lutero decía y escribía, con más libertad que nunca, cosas intolerables y de gravísimo escándalo.

     El Pontífice, por muchas razones, vino de buena gana en que se celebrase el Concilio, y señaló por lugar conveniente el que los luteranos querían, para convencer su malicia, y que, sin achaque, todos, y su maestro Lutero, pudiesen venir seguramente a él. El lugar del Concilio fue Trento, ciudad de Austria. Señaló luego, después de haber dado su breve los legados a Reginaldo Polo, inglés y de la sangre real, cardenal gravísimo y muy católico y santo, que por serlo había padecido muchos trabajos y gravísimas persecuciones del rey su tío, y a Paulo Parisio, singular jurista; a Juan Morón, doctísimo cardenal y ejercitado en negocios, y con gran reputación y crédito de virtud. Con éstos envió otras cien personas doctas, escogidas en Italia y Francia.

     Luego que se publicó el decreto del Papa, comenzaron a ponerse en orden todos los perlados de la Cristiandad. Dejo otras particularidades, porque no tocan a esta historia.



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- XXVII -

Reconcíliase el Emperador con el inglés en odio del francés. -Lo mucho que merece el rey Francisco, y la nobilísima nación francesa, y lo que España recibió de ella cuando se vio cautiva. -Parte el Emperador de España, y deja gobierno en ella. -Embarcóse primero de mayo en Barcelona.

     Estas causas, y otras muy atrevidas del duque de Cleves, que luego diré, obligaban al Emperador a pasar en Italia, y de allí en Alemaña, y hacer cruel guerra a sus enemigos. Para esto, quiso asegurarse de todas partes, y como el rey de Francia le había echado al Turco, echarle a él a cuestas un hereje y su antiguo y capital enemigo.

     Halló bien dispuesta la voluntad de Enrico, que grandemente deseaba vengarse del francés, por ciertas injurias que le había hecho salteándole, como dicen, un casamiento y paz con el rey Jacobo V de Escocia, su gran enemigo, con el cual hizo Francisco liga, y por morir Jacobo mozo, sucedió en el reino de Escocia una su hija. Esta paz del Emperador con el rey Enrico, fue para el papa Paulo sospechosísima y no poco murmurada en la Cristiandad, no reparando el Papa ni los demás murmuradores en lo que Francisco había hecho con el Turco, trayendo sus armadas a robar y cautivar todas las costas de Italia y España, y metiéndole por Hungría y alentando y dando dineros a los luteranos en Alemaña, y otras cosas, tan graves y perniciosas, que la menor igualaba con esta en que tanto quisieron cargar al César.

     Y es cierto que si el Papa hiciera lo que debía, favoreciendo al Emperador o deteniendo al rey para que no se desmandara tanto, que nunca se hiciera esta amistad. Mas un ánimo irritado, cuanto más noble y generoso, tanto más se arroja, que la virtud de Carlos V y el celo de su honra, no ha tenido par en el mundo. No digo más que esta historia lo dice que procuro con suma rectitud y sin pasión de castellano y de criado de mi rey y señor natural escribirla, sin hacerme parte, sino fiel relator de la verdad.

     Y del rey de Francia y de los franceses siento yo tan bien como si entre ellos naciera, porque merece mucho aquel reino cristianísimo y débeles mucho España, por casamientos de los reyes y de otros particulares y porque en el tiempo de la cautividad y pérdida de estos reinos ayudaron valerosa y cristianamente los caballeros de Francia y por acá se quedaron gran parte de ellos casando y naturalizándose en la tierra y son nuestros vecinos y muy buenos hermanos; y entre hermanos, la ambición y codicia de reinar y de la hacienda causan pasiones mortales, cuales las había entre los dos príncipes, por querernos Dios castigar con nuestras proprias manos.

     Determinó, pues, el Emperador su partida para Italia, dejando al príncipe don Felipe su hijo, jurado por rey natural y gobernador de estos reinos, dando los negocios a Francisco de los Cobos y la guerra al duque de Alba don Fernando de Toledo, con título de capitán general, el cual se despachó en Barcelona a primero de mayo, año 1545.

     Pidió el servicio ordinario y extraordinario, y los castellanos diéronle cuatrocientos mil ducados. Tomó prestada grandísima suma de dinero del rey don Juan de Portugal, sobre la conquista de las Molucas, y habiendo primero enviado lo necesario a don Martín de Córdoba, conde de Alcaudete, para que defendiese a Orán del rey de Tremecén, que estaba rebelado, mediado abril de este año, partió de Castilla para Barcelona, donde Andrea Doria le esperaba con las galeras.

     Acompañaron al Emperador cuarenta y siete galeras y más de cuarenta naos, con mil soldados de Perpiñán; iban con él el duque de Nájara y el marqués de Aguilar, el conde de Feria, el duque de Alburquerque y no el de Alba, como dice Illescas; don Gaspar Dávalos, arzobispo de Santiago, y los obispos de Jaén y Huesca, Juan de Vega y otros muchos caballeros. Llevó de España setecientos caballos españoles y ocho mil infantes soldados viejos escogidos.

     Llegó a Génova con esta armada en fin de junio; fue hospedado en la casa de Andrea Doria, con mucha grandeza y regalo. Vinieron a visitarlo el marqués del Vasto y don Fernando de Gonzaga, Cosme de Médicis, duque de Florencia, Pedro Luis Farnesio, padre de Octavio Farnesio, que desde la jornada de Argel acompañó siempre al Emperador, y volvía con Su Majestad en la misma galera con deseo de ver a su mujer.

     Hizo el Emperador una cosa, que si bien se la pagaron, dio mucho contento a Italia, y fue dar a Cosme de Médicis, duque de Florencia, las fortalezas de Florencia y Liorna, que son dos importantísimas fuerzas, que suelen llamar los grillos de Italia. Dio el duque al César ciento y cincuenta mil ducados.

     Estaba el Emperador con tanta necesidad de dinero, que le obligó a sacarlo de esta manera, y el duque se mostró tan agradecido, que la guarnición que puso en ellas fue de españoles y tudescos, con que dio mucho gusto al Emperador y poco a los italianos.



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- XXVIII -

Vistas del Emperador y del Papa. -Terremoto espantoso en tierra de Florencia. -Langostas infinitas talaban los campos. -Juicios que ponían pavor en las gentes. -Sale el Pontífice de Roma a verse con el Emperador. -No quería el Emperador verse con el Papa. -Concertadas las vistas, el Papa se recela, porque llevaba dineros.

     En cuidado puso a Italia, y con temor, la venida del César con ejército; fue mayor el miedo cuando supieron que Solimán bajaba otra vez contra Hungría, y que enviaba sus galeras con Barbarroja por el mar inferior, la vía de Francia.

     Acrecentaron estos temores algunos prodigios y señales del cielo y de la tierra, que en aquella sazón acontecieron, principalmente un terremoto terrible que hubo en tierra de Florencia, en el cual se hundió la villa de Escarperia casi toda, y se cayeron más de quinientas casas de placer, con muertes de dos o tres mil personas, y mucho ganado y bestias, que pensaron todos que el mundo se acababa; y sin esto, salieron de la parte de Hungría tantas y nunca vistas langostas, bermejas y pestilenciales, que decían venir de Turquía, y pasaron por Esclavonia, Croacia y Austria, hasta entrar por Italia y llegar a España, con tanta furia, que por donde pasaban roían y talaban los campos, sin dejar cosa verde, ni árbol ni prado. Y por venir estas langostas de la parte que digo, y ser de tal color, las gentes echaban juicios, diciendo que significaban que los turcos habían de pasar hasta Italia destruyendo y arruinando las tierras por donde habían de venir.

     Creían esto fácilmente; porque ya se sabía que Solimán era salido de Constantinopla, y que entraría por Hungría muy poderoso. Todas estas cosas tenían al mundo suspenso, atemorizado, y volvíanse los hombres a Dios pidiendo misericordia y el Pontífice mandó hacer plegarias en toda la Iglesia.

     Y como supo la venida del Emperador, quiso salir a verse con él antes que pasase en Alemaña, y temiendo la venida de los turcos, encomendó la ciudad de Roma, por si acaso pasasen por allí, al cardenal Rodulfo Pío de Carpi, persona de grandísimo valor y grande estima, y muy aficionado al Emperador. Mandó a Vitelio que tuviese cuidado de fortalecer y reparar la fortificación que Nicolao V dejó comenzada.

     Pocos días después que el Pontífice llegó a Bolonia, entró el Emperador en Génova. Ya dije cómo había salido a recibirle Pedro Luis Farnesio, hijo del Papa, y fue porque su padre le envió para tratar negocios de importancia de su parte, porque ya sus pensamientos estaban muy fuera de lo que debía tener un viejo de ochenta años, como diré. Y como el Emperador estaba tan desabrido por la resistencia que había hecho en no querer juntarse con él contra el rey de Francia, casi en ninguna cosa daba a Farnesio buena respuesta, y principalmente, siempre que trataba de las vistas, diciéndole que no había para qué, porque él no había de dejar la jornada, ni hacer paz con sus enemigos hasta verse satisfecho de ellos por sus proprias manos.

     Y por hacer perder al Papa la esperanza de que le había de ver, envió a mandar a su hija madama Margarita que pasase a Pavía, porque de paso la quería ver allí.

     Sintió mucho Paulo estos desvíos, y luego envió a Génova al cardenal Farnesio su nieto, cuyas buenas mañas y autoridad bastaron a acabar con el César que se viese con el Papa en Buxeto, lugar puesto en el camino entre Placencia y Cremona. Si bien el Papa solicitó las vistas con el Emperador, y por el interés que diré, después que las tuvo alcanzadas con la palabra del César, llegó la presunción del buen vicio a quererse tantear con él, diciendo que no le tenía de ver con gente de guerra sin él tener otra tanta; y algunos maliciosos lo echaban a que traía muchos dineros, y que temía no se los cogiesen para gastos de guerra.

     Y así, sobre conciertos después de muchas demandas y respuestas se vieron en el lugar de Buxeto, porque es de dos señores, con cada quinientos soldados, y sus guardas de pie y de caballo, que los unos guardaban la una puerta, y los otros la otra, del castillo donde posaron entrambos, y se hablaron tres veces, sin las primeras vistas, en cinco días que allí estuvieron, las dos yendo el Emperador al Papa, y la otra yendo él al Emperador.



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- XXIX -

[Procura el Papa comprar al Emperador el Estado de Milán. -No lo consigue.]

     La voz que el Papa echó para estas vistas fue al parecer santísima, y con que se acreditó entre muchos que no veían más de las cortesías, y era de pacificar al Emperador con el rey Francisco, y dar calor al Concilio; mas a la verdad, no era sino con codicia de comprar el Estado de Milán para su nieto, obra por cierto pía para ganar el cielo comprando a Milán con la sangre de Cristo, no se contentando con ver sus nietos deudos de un tan gran príncipe y de unos caballeros honrados, hechos duques de Parma y otras ciudades.

     Pensaba el Papa que el Emperador, apretado con la grandísima necesidad en que estaba, daría fácilmente a Milán por dineros; de suerte que ya tenemos otro codicioso por este ducado, que tanto costó al mundo.

     Pedía el Emperador luego el dinero, y el Papa, como matrero y viejo, sagaz y que se las entendía, deteníase, no osando desembolsar, por que no le dejasen burlado. Quería, demás de esto, el Emperador, retener en sí los castillos de Milán y Cremona, y otras fuerzas de aquel Estado, y el Papa decía que no había de comprar lo uno sin lo otro.

     El negocio, finalmente, se apretó tanto, y la necesidad del Emperador era tal, y el dinero de Paulo tan sabroso, que tuvo por acabado este negocio.

     Y muchos, que deseaban el servicio del Emperador, no sentían bien de esta compra; y don Diego de Mendoza, gobernador de Sena, caballero sabio y discreto, de los más que hubo en su tiempo, le dio un papel con tan vivas y elegantes razones de estado y buen gobierno, que por lo que aprovechó para que esta venta no se hiciese, y por lo que puede aprovechar para que jamás se haga, ni ello ni otra cosa se desmiembre de la corona real, la pondré aquí como se dio al Emperador, quitando lo superfluo y mal sonante, que con la libertad de aquel tiempo dijo.



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- XXX -

Don Diego de Mendoza persuade al Emperador que no dé a Milán. -Cuánto vale la reputación de un príncipe. -Lo que el Emperador hizo con ella.

     «Bien veo cuán gran osadía es dar consejo a algún príncipe, especialmente a Vuestra Majestad, que así por su divino juicio como por la gran experiencia de las cosas, tiene más prudencia para deliberar, y más ánimo que nadie para ejecutar; pero viendo tanto peligro de la república cristiana, es justo que cada uno socorra en lo que puede, y si no tiene caudal para ayudar en las cosas altas y de importancia, ayude en las menores y más bajas, y haciéndolo de esta manera, después a toda la necesidad y obligación común. Así, acordándome que soy cristiano, y vuestro vasallo, satisfaré en lo que pudiere a mi obligación; ya que en otra cosa no aprovechare, a lo menos haré a mi ver lo que debo. Y si la obligación excediere, la intención quedará salva, que es, ser bien encaminadas las cosas de Dios, y por el consiguiente las vuestras, porque por experiencia de lo pasado se puede justamente decir que siempre habéis obrado por su mano, y así, confiado agora en esta buena intención, digo, invictísimo príncipe, que considerado el progreso de todos los príncipes y señores del mundo, la experiencia ha dado a conocer cuánto más vale la reputación y opinión en las cosas de estado y guerra que en otra cosa. Más cosas hizo con ella Alejandro Magno, César y Anibal, que con las lanzas; más gentes trajo a la obediencia del Imperio Romano la reputación de Augusto, que las obras de los Scipiones, de los Metelos, de los Camilos y de otros invictísimos capitanes, donde ha nacido aquel proverbio: Bella fame constante. Y lo mismo ha acaecido a Vuestra Majestad, porque sin dinero, sin hombres, sin otras provisiones, con la gran opinión que vuestros enemigos han tenido de vos, los habéis vencido y sujetado. Esta sola resistió al Turco en Viena, ésta sola defendió a Nápoles de Lautrech, ésta sola ganó a Milán en contradición de todo el mundo; y últimamente, ésta ha defendido a Perpiñán, y por ella sola sois tenido por inmortal entre los hombres. César, hablando de ello, decía que más difícil era bajar del primer escalón al segundo que del segundo al ínfimo. Luego que un príncipe baja un solo grado de la reputación, los amigos desconfían, los enemigos se animan, y la natura de las cosas, por su curso ordinario, le trae al ínfimo grado. Siendo esto, pues, así, tened, invictísimo príncipe, grande cuidado de conservaros en aquella buena opinión y crédito que tenéis, porque a mi ver ninguna otra cosa os sustenta. Creed, señor, que todo el mundo sabe que tenéis empeñado vuestro Estado, consumido vuestro patrimonio, y vuestros vasallos, acabados, y con sola la anchura de la reputación se sustenta vuestro Estado, el cual, no solamente en estos tiempos podéis sustentar y mantener, pero acrecentarlo, porque a mi ver, jamás, estuvistes en mejor punta que agora. Hasta aquí todo el mundo estaba en duda de lo que valíades, y todos vuestros buenos sucesos antes los atribuían al favor de la fortuna, que a alguna provisión de Vuestra Majestad; antes a la poquedad de los enemigos, que al valor ni potencia vuestra. Agora que el rey de Francia una cosa tan pensada, tan proveída y tan asegurada, y con tanto consejo y prudencia tentada, y por persuasión de Clemente y Paulo gobernada, y guiada no fizo nada, y en lugar de ganar perdió, todo el mundo juzga lo poco que valen los dineros y las otras provisiones y lo mucho que vale la reputación, pues con sola ella le vencistes, y finalmente pusistes las cosas en tan buen punto, que todo el mundo conoce lo mucho que valéis y lo poco que vuestro enemigo puede. Con esta jornada habéis asegurado los amigos y puesto terror y espanto a los enemigos, y habéis quedado con tanta reputación, que ninguna cosa intentaréis en esta ocasión que no salgáis con ella. ¿No ve Vuestra Majestad la poca cuenta que el Papa, y todos los otros príncipes de la Cristiandad, ficieron de vos, cuando el rey de Francia os acometió, y vieron la cosa en duda? ¿No veis que después que lo vieron vencido el mucho respeto que os tienen? Todos miden sus fuerzas con las del francés, y viendo que siendo aquellas las mayores, no pudo nada contra vos, ninguno fía en las que tiene para ofenderos. Por tanto, pues tenéis tantas armas de ventaja, sabed usar de ellas, mayormente en esta ocasión, y no bajéis algún escalón más de la reputación, para cuya conservación no hallo alguna cosa más a propósito que es no hacer Vuestra Majestad de Milán y Sena lo que hecistes de Florencia; porque yo os certifico que en esta ocasión ningún error pudiérades hacer mayor, que dejar aquellas fortalezas al duque, así que por estar en vuestro poder, él estaba más seguro, y vos le entreteníades con respeto y temor, y teniéndole, era forzoso andar a vuestro gusto, y no al suyo ni de nadie. Como porque estando aquella provincia en medio de Italia, dende allí podíades poner freno al Papa y venecianos, y proveer en todas las otras cosas que se podrían ofrecer. Siendo aquella ciudad república, metía a barato toda Italia, siendo el señorío de tantos reducido a uno solo, y siendo vos el señor, podíades hacerla una de las más fuertes provincias de Italia, así por razón del sitio como por las muchas e grandes fuerzas que hay en la tierra, que de una sola batalla no se puede sujetar, porque palmo a palmo es menester ganarse, porque hasta aquí, viviendo el duque con aquella sospecha, era forzado a serviros aunque no quisiese, teniendo agora en sus manos las fuerzas de los Estados, siendo tan grande príncipe, que se puede defender de cualquiera necesidad, y no faltando quien le ayude. Tened, señor, por cierto, que antes usará de las buenas ocasiones para asegurarse y acrecentarse, que de la gratitud que os debe en haberle hecho duque, de duque de burlas duque de veras, como ordinariamente lo hacen hombres de su nación, que no miden más el honor y la fe que por solos sus intereses y necesidades. Y creed, señor, que no será de mejor ni más constante condición que su padre Joanitín de Médicis, que mudó más formas que Proteo; especialmente teniendo más aparejo que el padre para salir con lo que intentare. Y del florentín, en ningún caso de interese se puede ni debe confiar, mayormente pretendiendo que la merced que le habéis hecho no ha sido graciosa, sino una muy pura venta. Teniendo, pues, Vuestra Majestad aquellas fortalezas, ¿qué pudiérades querer de gente o dineros que no alcanzáredes? Agora que está en sus manos, de sujeto se ha hecho libre. Y pudiendo vos absolutamente mandar, os habéis necesitado a rogarlo, y lo que pudiera hacer en aquel Estado el menor soldado vuestro, no sé si podréis vos alcanzarlo. He dicho todo esto para que Vuestra Majestad vea cuán grande error hecistes en esto, y cuánto mayor lo haréis si deis al Papa a Milán y a Sena, porque viendo todos los príncipes de Italia que sin violencia os desposeéis de lo vuestro, presumirán de quitaros lo que os queda por fuerza, porque nadie podrá pensar que por justificar vuestras cosas con el mundo lo hacéis, sino por no tener ánimo ni fuerzas para defenderlo. Mire Vuestra Majestad que toda la seguridad que tenéis en Italia pende de la retención de Milán, así por ser aquella provincia riquísima y tener tan conveniente sitio para meter ejército forastero por tierra y armadas por mar, por la vecindad de Génova, la cual en ninguna manera podréis sustentar dejando a Milán, como por ser ese Estado la cosa sobre que se contiende, y tal, que con él solo se podría adquirir lo demás, y dejada de cualquier manera la presa, es confesar que no podéis más, y os dais por vencido, y entrándose así en esta opinión, no sólo abajáis muchos grados de la reputación, pero venís a poneros en el último. Y así, de esta manera, ninguna cosa segura tenéis en Italia, así por la natura de esta provincia, inconstancia y poca fe de los naturales de ella, como por la poca satisfación que hay de vuestro gobierno. Allende de esto, teniendo todo el mundo por cierto que sólo el Papa os puso en los peligros pasados y trabajos presentes, moviendo al francés y por consiguiente al Turco contra vos, por sólo necesitaros y traeros a este punto en que estáis, viendo agora que en lugar de vengaros le gratificáis, y en lugar de ofenderle os metéis a bajezas y poquedades, ¿quién estimará vuestra potencia? ¿Ni quién temerá dañaros, pues del daño nace provecho, e de la ofensa la gratificación? Y por este ejemplo, todo el mundo trabajará de poneros en la misma necesidad para traeros a su propósito, y hacer su hecho; como acaeció en Castilla al rey don Enrique IV. Lo cual cuánto daño traiga a un príncipe, aquellos tiempos lo dieron bien a conocer, y Vuestra Majestad lo ha sentido mejor, pues por aquella vía os privó del patrimonio que agora está en poder de los grandes de Castilla. Dejando, pues, a Milán, vengamos a Sena. ¿En qué conciencia, invictísimo príncipe, en qué razón, en qué gratitud ni en qué humanidad puede caber quitar a aquella república la libertad, y darla a vuestro enemigo? Acuérdese Vuestra Majestad de la grande fe, verdaderos ánimos de aquellos ciudadanos; mirad que habiéndose conjurado todo el mundo contra vos, en solos ellos quedó la fe. ¿Qué oficio de leales vasallos, qué demostración de leales amigos y, finalmente, qué obra de excelentísimos servidores, pues luego en satisfacción de la fe, pagarla agora con infidelidad del servicio? ¿Con el daño? Ni bondad, ni razón, ni virtud, ni religión lo permite; mayormente teniendo tanta causa y razón para negar al Papa lo que os pide. ¿Qué príncipe ni hombre os ha ofendido más? Ninguno por cierto; porque si queremos considerar las cosas tales, los ciegos han visto que todo el daño que os procuró el francés fue por su persuasión y traza, y por consiguiente, todo el mal que esperáis del Turco nace y nacerá de esta causa. Si queremos mirar los particulares, ¿quién no sabe las ofensas que os ha hecho? Dejando menudencias aparte, ¿qué injuria jamás habéis recebido de nadie que la que hizo en destruir la casa Colona, estando segurada sobre vuestra fe y estando fundada sobre mucha sangre, en vuestro servicio y de vuestros pasados derramada? ¿Qué mayor afrenta, o por mejor decir, bofetada, dada delante de los ojos del mundo, que la que os dio cuando, contra la palabra dada, no sólo de sustentarla, pero de restituir el Estado a Ascanio, derribó a Palomo, porque presentó vuestros poderes en Concilio? Y finalmente, ¿qué obra buena jamás os hizo por voluntad, sino por sola su necesidad e interese? Tened, señor, por muy cierto que si el rey de Francia tiene tres flores de lis en sus armas, él trae seis en las suyas, y seis mil en el ánimo, que jamás hallará segura ocasión para demostrarlo, que no lo haga. Mucho más podéis asegurar del rey de Francia en vuestras cosas que no en él, porque el rey es nacido príncipe y procederá como príncipe, y ese otro de hombre no tal, ha venido a la grandeza, en que está, y jamás dejará de obrar como quien es. ¿Queréislo ver? ¿Qué mayor desacato en el mundo se puede hallar que, habiéndoos ofendido como os ha ofendido, y sabiendo que vos lo sabéis, no solamente no tiene vergüenza de parecer ante vos, pero os demanda cosas que no sería justo pedirlas, habiéndoos redimido de turcos? Tiéneos por hombre de poco, usa mal de vuestra paciencia; tiéneos en tan poco crédito, que le parece está en su mano mudaros al subjecto que él quisiere. Y pues esto es así, y tan verdad como la misma verdad, estad, señor, sobre vos, conservad lo que tenéis, trabajad por adquirir lo demás, y manteneros en vuestra reputación, porque yo certifico a Vuestra Majestad que en esa coyuntura, con sólo hallaros fuerte de palabras, le podéis vencer sin otras armas; porque el estado de la Iglesia es más vuestro que suyo; cuanto a la afición, ¿no ven la hora que entender vuestra voluntad, para desechar el yugo que tienen? No hay príncipe en toda Italia que no esté ofendido, no hay hombre que no esté mal contento de él; usad en esta ocasión del hierro y no del ensalmo; porque sin duda conoceréis el provecho muy manifiesto. Y que esto sea así, la experiencia lo ha dado a conocer después que comenzastes a tratarle con un poco de respeto y negociar con autoridad. No podréis creer el grande miedo que tuvo cuando supo el mal recibimiento que hicisteis al legado que fue en España, y el que sintió cuando enviastes a Granvela al Concilio, y últimamente, el que ha concebido de vuestra venida en Italia, sin haber hecho cerimonia, ni cumplimiento con él. El temor de veros venir agora con gente no excede la mala consciencia, perversa y dañada intención que contra vos tiene; en nada se asegura, de todo se teme; y pues le tenéis en estos términos otra vez, exhorto a Vuestra Majestad que sepa usar de la ocasión. Haced poco caso de él; tratadle como a hombre, cuya seguridad y grandeza pende de vuestra voluntad, y pues os halláis en Italia y tenéis, como dicen, las piedras y la cuesta, no os dejéis más engañar. Tomad de veras la espada en la mano y dad fin a tantas miserias como padece la Cristiandad, y no vengáis, de ninguna manera, de concordia, porque no durará más de cuanto le estuviere bien, e ya que dure, será para seis días, que serán según la edad, e ningún Pontífice sucederá, que non impugne lo que él ha hecho; porque para remediarse a sí, e a los suyos, será menester deshacer éstos, como ellos han hecho a los pasados. Y no os mueva a pensar que lo dais a madama, pues Milán es pieza que aunque otra casa no dejásedes al príncipe, le dejábades bien heredado; pues dar a una hija natural lo que sería gran dádiva a vuestro hijo único heredero, no lo sufre la razón, mayormente siendo él varón en casa, Octavio Farnesio. Dirá, pues, Vuestra Majestad que es cosa difícil proveer a tantas cosas; antes a mi ver es fácil, porque venecianos, viéndolos tan gravemente ofendidos del francés, dándoles seguridad de no ofenderlos y mantenerlos, fácilmente podréis tener pacíficos; teniéndolos quietos en un mismo tiempo, podéis mover contra Roma y las tierras comarcanas, a Nápoles, los vecinos y coloneses ofendidos, porque ellos darán buen recado de aquello contra la comarca de Romania, etcétera, duque de Florencia, Sena y lo que es; cuanto a lo de Lombardía, vuestra persona lo podrá acabar. Conoced cuánto al rey de Francia debéis con el mismo ímpetu y tiempo acometerlo, por las partes que él os acometió con dos ejércitos, cada uno de trece mil hombres, y dos mil caballos con artillería solamente de campo, sin ningún impedimento, y haced que, dejando todas las fronteras, que son fuertes, se metan en las entrañas de Francia, que es bellísima tierra, y por todas partes comienzan todos estos ejércitos a entrar, y con una orden caminar, hasta que se junten; juntos los cuales, así por el número de la gente como por la flaqueza de la tierra y fertilidad del país, fácilmente se podrán sustentar y fortificarse, donde puedan seguramente estar, y oprimir de tal suerte al enemigo, que será forzado perderlo todo, especialmente refrescando Vuestra Majestad la empresa el año siguiente, y teniendo siempre en las fronteras sospecha; lo cual todo podéis muy fácilmente hacer, así por la virtud de vuestros soldados como por el temor y miedo que las gentes han concebido de vos y de los vuestros. Abajada así, por una vía o por otra, al francés y al Papa la furia, las cosas del Turco las hallaréis fáciles, y por ahora, aunque él venga potentísimo, no queriendo otra cosa sino defender, fácilmente lo podréis hacer, así por la gran fortaleza de Viena, como por la necesidad en que está la gente alemana, la cual no podrá dejar de defender su casa, viéndose en peligro de perdella, o ya que estuviese en este peligro, yo ternía por tan justamente ganado lo de casa, como bien conservado lo de ella; pues el Papa y el francés, olvidándose de la obligación de cristianos, porque el interés y pasiones particulares os han necesitado a desampararlo y perderlo...»

     Otras cosas contiene esta carta, que por ser mal sonantes las dejo.

     Pudo ser que por lo que don Diego dijo, el Emperador no dio oídos a los tratos de la venta de Milán.



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- XXXI -

[Palabra del Emperador. -Su partida a Alemaña, donde se le creía muerto.]

     Procuró cuanto pudo el Papa que el Emperador dejase la guerra que quería hacer al rey de Francia y duque de Cleves; pero no lo pudo acabar, por más que dijo.

     Pidióle audiencia para los cardenales que allí estaban, y el Emperador holgó de ello, con fin de informarlos (aún más de lo que estaban) de la sobrada razón que tenía para hacer esta guerra. Habló por todos el cardenal Marino Grimaldo, hombre neutral, como veneciano no más aficionado a una parte que a otra, insistió con muchas razones mover de este propósito al Emperador. A las cuales respondió el César con pocas palabras que dijo, llenas de majestad y grandeza, que en sustancia fueron: «Bien sé, padres reverendísimos, que tengo satisfecho al mundo, de que siempre deseé la paz y que la he procurado por todos los medios a mí posibles, no más de para poder emplear mis fuerzas contra los infieles. Todos sabéis, mejor que yo, cómo el rey Francisco nunca ha hecho sino estorbar mis designios y alterar el mundo con sus nuevas guerras, por defraudarme envidiosamente del fruto de mis victorias, sacándomelas de entre las manos y mostrándome, en las ocasiones que ha podido, la mala voluntad que de muchos años atrás la Casa real de Francia ha tenido con todos mis pasados y conmigo. Bien sabéis cuántas veces se me han salido de los casamientos, paces y capitulaciones, quebrantando los juramentos y promesas que conmigo y con mis mayores el rey Francisco y los suyos tenían. Acordárseos ha la resistencia que me hizo en lo de mi elección, el negocio y sobornos que trajo para sacarme el Imperio de entre las manos. Y últimamente tendréis memoria que, no contento con todos los agravios que me había hecho y yo le había ya perdonado, esperó sin propósito alguno, con achaque de la muerte de no sé qué hombrecillos, a romper la tregua que conmigo tenía, en tiempo que yo venía de pelear, no con los hombres, sino con los vientos y con el mar furioso. Levantóme una guerra cual vistes, y no contento con hacérmela él, concitó contra mí sus amigos, y aun los míos, y destruyóme con tanta crueldad como todos vieron, el Estado de Brabante; y sobre todo, mete agora moros y turcos contra mí, con tan pernicioso ejemplo y tan inaudita crueldad. Y pues todo esto así es, no hay para qué nadie trate de que yo haga paz con el rey hasta que haya castigado como merecen los rebeldes al Imperio, y tomado por mis manos satisfacción de la perfidia del duque de Güeldres y de otros que me han deservido.»

     Con estas y otras semejantes razones fundó el Emperador su justicia, de tal manera que ni el Papa ni los cardenales trataron más de estorbarle la jornada. Despidióse de Buxeto y tomó la vía de Alemaña, donde con ardid diabólico, para alterar aquellas tierras y ponerlos en armas, habían sembrado y echado fama que el Emperador era muerto en Argel y que los suyos traían una estatua que se parecía mucho a él. Tenían tan creído esto las gentes, que estando el Emperador en Espira, muchas ciudades de Alemaña y todo el Estado de Lucemburque enviaron a tomar por testimonio cómo era vivo, y enviaron personas de crédito, que antes le habían visto y lo conocían, para que le reconociesen.

     Dice un caballero de la cámara, que a otro escribió, lo que digo: «Vea Vuestra Majestad si ha de tener el príncipe nuestro señor mucha confianza de lo de por acá, que parece adivinaba lo que se ha visto en Flandres, que tanto cuesta a España.»

     Y así se vieron en harto peligro los españoles que don Pedro de Guzmán había llevado a Flandres, porque en muchos lugares no los querían recebir, diciendo que era muerto el Emperador y que los traían para sujetar a Flandres.

     Los autores de esta mentira fueron (según se dijo) el rey de Francia y el duque de Cleves, que usaron de esta mohatra para poder hacer gente de guerra. Supo el Emperador esto en Espira, y casi al tiempo que iba caminando llegaron a Trento y se presentaron al Concilio por todos los obispos de España don Gaspar de Avalos, arzobispo de Santiago; y don Francisco de Mendoza, obispo de Jaén, y don Martín de Urrea, obispo de Huesca, delante del cardenal Morón; obispo de Módena y legado del Papa.



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- XXXII -

[El Emperador, en Alemaña.]

     Llegó el Emperador a Espira, ciudad libre de Alemaña, a 20 de julio, donde se detuvo quince días, para que los caballeros descansasen algo de la jornada larga que habían hecho, y porque la corte se pusiese en orden para salir en campaña.

     Dio audiencia en Espira a los protestantes que habían aquí enviado, y a algunos señores alemanes, principalmente al conde de Palatín y al arzobispo de Colonia.

     Suplicaron le perdonase al duque de Cleves, el arzobispo y el embajador del duque de Sajonia, y respondió que con él no habría paz, si no le entregaba las ciudades de Güeldres y Zutfania.

     Acabada la Dieta de Espira, mandó el Emperador a todos los que allí estaban, en nombre del Imperio y ciudades libres, que levantasen la más gente que pudiesen, y luego partió para Bona por el río Ahim, que está cerca de la ciudad de Colonia, cuatro leguas del Estado del duque de Güeldres y Cleves y Julies, y el arzobispo le hizo un solemnísimo recebimiento.

     Poco antes que el Emperador partiese de España, había partido don Hernando de Gonzaga, capitán general, para que tuviese todo el ejército junto en Bona cuando el Emperador llegase.

     Volvieron el arzobispo de Colonia y el Conde Palatín a suplicar al Emperador que perdonase al duque, y Su Majestad respondió con cólera extraordinaria y palabras que él no solía decir por su mucha modestia, prometiendo que él castigaría al rapaz, de manera que otro día no se atreviese. Con la cual respuesta quedaron los alemanes bien descontentos y desconfiados de la paz.

     Este arzobispo estaba ya tocado de la mala seta de Lutero, y consentía que se predicase en todo su arzobispado. El Emperador le habló sobre ello a solas, reprendiéndole su liviandad y mal ejemplo, y dicen que se calentó el César con el celo grande que de la religión tenía, que un teólogo no dijera más que él dijo. Después, representándole quién él era, y su sangre, y la dignidad tan grande que le había dado Dios en su Iglesia, de tal manera le puso, que llorando el arzobispo y pidiendo a Dios perdón, salió de la cámara de Su Majestad, prometiéndole que, en toda su vida no consintiría más en sus tierras más predicadores falsos y malos.

     Hízolo así, porque los desterró luego de su arzobispado, y al punto que el arzobispo salía tan contrito, entró Granvela, y el Emperador le contó lo que con él había pasado, y le dijo que, aunque su venida de España en aquellas partes no hiciera otro efecto más que aquél, que con él se contentaba.



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- XXXIII -

Justa causa con que el Emperador hizo guerra al duque de Cleves, y razón del ducado de Güeldres.

     El ducado de Güeldres, al Oriente tiene a Westfalia, al Septentrión a Transiselana y seno de Zuiderzee, y al Occidente, al Estado de Utrecht y parte del condado de Holanda. Del cual, y del ducado de Brabante, se distingue al Mediodía por el río Mosa, y confina con el ducado de Cleves, el cual llega por allí hasta el río Mosa, y divide a Güeldres en dos regiones, aunque no iguales.

     La mayor es la que acabamos de decir, la cual comprende al condado de Zutphen y los Estados de Veluwe, Betuwe y Maeswel. La otra contiene al Estado que llaman de Lantvan Kessel, que quiere decir tierra del castillo de Kussel. Extiéndese aquel Estado aquende y allende del río Mosa, del cual y de los otros, adelante diremos.

     Llámase Güeldres de Gelduba, lugar que antiguamente estaba a la ribera del Rhin o del castillo de Güeldre, donde es ahora la villa de Pont Güelder.

     Son los güeldreses, por la mayor parte, sicambros, los cuales, en tiempo de Julio César, habitaban allende del Rhin, más abajo de los ubios, en Westfalia, donde es Dusberg y el río Rura, que entra cerca de allí en el Rhin y en el ducado de Bergen, que es del duque de Julies y Cleves, del cual es la principal villa Drisseldorff. Hay allí la villa y río de Sigem, que retiene el nombre de los sicambros, los cuales llaman los alemanes Sigemberger, y Ptolomeo los pone entre los longobardos y busactores menores, el cual parece que usó de la primera y más antigua carta corográfica y descripción de Alemaña. Porque Cornelio Tácito, que fue algo más antiguo, no hace mención de los sicambros en el libro de Alemaña, los cuales Augusto César, después que Druso Germánico los hubo conquistado, los mudó de allí en Francia, y les dio aquellas tierras y campos cercanos, que tantas veces, pasando el Rhin, habían corrido y robado. Las que ellos dejaron fueron ocupadas por los camanos y angrivarios, y después por los francos. Lo cual dio ocasión de errar a muchos, llamando a los francos sicambros y teniéndolos por una misma nación, no porque lo fuesen (aunque es cierto que los francos fueron llamados sicambros), o porque habitaron en las mismas tierras que ellos dejaron, o cerca de ellos.

     Otros escriben en sus crónicas de Henaut y Lieja, que los francos vienen de troyanos, y se llaman así de su capitán Francon. El cual dicen que fue hijo de Héctor, y vino con muchos troyanos a Hungría después que Troya fue por los griegos destruida, y edificó a la ribera del río Danubio una gran ciudad, la cual llamó Sicambria, de su hijo Sicambro. La cual es agora Buda, así dicha de Budo, hermano de Atila, rey de los hunos, el cual lo mandó echar en el Danubio porque se quería alzar contra él con el reino. Y que docientos años después de la destruición de Troya, los sicambros pasaron de Hungría en Alemaña y ocuparon aquella parte que, del nombre de Francon, hijo de Héctor, llamaron Franconia, porque descendían de él. De allí una parte de ellos pasó en la Baja Alemaña con dos capitanes llamados el uno Troyas y el otro Torgoto, los cuales edificaron la villa de Bona, cerca de Colonia, y a Xanto, que es Santen, en Cleves, y ocuparon toda aquella tierra, la cual llamaron Simbria inferior, donde son los ducados de Cleves, Julies y Güeldres, y lo que más ellos dicen.

     De manera que, como quiera que sea, los sicambros ocupan agora buena parte de la región de los menapios, en el ducado de Güeldres y de Cleves. Habitaban los menapios, que son agora los del ducado de Julies y parte de Cleves y Güeldres, más abajo de los ubios o coloneses, cerca de los eburones, donde había muchas y muy espesas florestas y perpetuas lagunas, y las hay agora cerca de Gorckem, y en tiempo de Julio César tenían también, de la otra parte del Rhin, aldeas, casas, tierras y heredades, de las cuáles fueron echados por los usipetes, y teneteros, que fueron vencidos y muertos por César.

     Después, los menapios, como Cornelio Tácito muestra, pasaron el río Mosa y quedaron repartidos en diversas partes, y entre otras, como ya habemos dicho, cabe los morinos. En el Estado de Güeldres hubo primero señores, que llamaron tutores o prefectos, los cuales fueron de la Casa de Pont, y continuóse la prefectura en los varones de aquella familia y casa por más de docientos años.

     Tuvo principio, como algunos escriben, en tiempo del Emperador Carlos Calvo, y fueron los primeros tutores y prefectos de aquella región hechos por el pueblo, Ubicardo y Lupoldo, hijos del señor de Pont, en pago y gratificación del beneficio que de ellos habían recibido, porque mataron una espantosa y cruel fiera que se había criado cerca del castillo que ellos habían edificado, donde es agora la villa de Pont Güelder, la cual destruía toda aquella tierra, y parecía que en sus bramidos decía: «Guelre, guelre», y que de allí se dio nombre al castillo y a la provincia. Hubo seis tutores después de Ubicardo y Lupoldo, que sucedieron uno a otro, todos señores de Pont, los cuales fueron Gerla, hijo de Ubicardo; Gotofredo, Ubicardo, Mergoso, Uvindekino y Ubicardo, el cual dejó una sola hija llamada Adeleide, que casó con Otón, conde de Nasao, el cual fue el primer conde de Güeldres. Dióle el título el Emperador Enrico III en el año de 1079. Falleció la condesa Adeleide, y casó el conde Otón con la hija de Gerlaco, conde de Zutphen, el cual fue muerto con otros muchos por Teodorico V, conde de Holanda, en la batalla que hubo con Conrado, obispo de Utrecht, que fue el vigésimosegundo en la orden. Por aquel casamiento se juntaron los condados de Güeldres y Zutphen, y fue Otón conde de Güeldres y Zutphen.

     Después del conde Otón sucedieron los siguientes condes: Gerardo, Enrico, Otón II, Otón III, el cual compró la villa y fortaleza de Niumeghem, con toda su tierra y jurisdición, de Guillermo, rey de romanos y conde de Holanda, por 21.000 marcos de plata pura, en el año de mil y docientos y cuarenta y ocho, lo cual confirmó después Rodolfo, rey de romanos. Sucedió a Otón III Renaldo, su hijo, primero de este nombre, y después Renaldo II, su nieto, el cual fue hecho duque de Güeldres por el Emperador Ludovico Bávaro en la ciudad de Francafort, en el año de mil y trecientos y veinte y nueve. Casó el duque Renaldo, como Frossardo escribe, con María, hija de Bertoldo de Malinas, hombre riquísimo, la cual falleció al cabo de cuatro años, dejando una hija llamada Isabel, y el duque se casó luego con Isabel, hermana de Eduardo III, rey de Ingalaterra. y hubo en ella dos hijos llamados Renaldo y Eduardo, que fue duque de Güeldres después que falleció el duque Renaldo, su hermano, y murió en la batalla que él y Guillermo, su sobrino, duque de Julies, hubieron con Wenceslao, duque de Brabante.

     Era el duque Guillermo hijo de Guillermo, que fue el primer duque de Julies, y de Juana, hermana del duque Eduardo. Dióle también el título de duque el mismo Emperador Ludovico Bávaro, porque antes sólo tenía título de marqués de Julies. Y porque el duque Renaldo, y Eduardo, su hermano, hijos de Renaldo, primer duque de Güeldres, fallecieron sin herederos, hubo gran contienda sobre la sucesión de aquel Estado de Güeldres, entre el duque Guillermo de Julies, que estaba casado con Juana, hija del duque Renaldo de Güeldres y de la duquesa Isabel, y Juan de Blois, que tenía por mujer a Isabel, hija de la duquesa María, primera mujer del duque Renaldo; y la discordia crecía de tal manera entre ellos, que parara en cruel guerra si no la atajara la duquesa Isabel, que falleció dentro de pocos días, y sucedió en el ducado de Güeldres la duquesa Juana y su hijo Guillermo. El cual fue el cuarto duque de Güeldres, y casó con la hija de Alberto, duque de Baviera, que siendo muy niña había sido desposada con el duque Eduardo de Güeldres, tío de Guillermo, y falleciendo él sin herederos, fue hecho su hermano Renaldo cuarto duque de Julies y Güeldres.

     El sexto duque de Güeldres fue Arnoldo de Egmont, al cual sucedió Adolfo su hijo, que fue el séptimo duque, padre de Carlos des Egmonts, que fue el octavo y último duque de Güeldres. Frossardo no escribe de Renaldo, cuarto duque de Julies y Güeldres, el cual falleció sin herederos, y aunque entonces el Emperador Sigismundo dio la investidura del ducado de Güeldres a Adolfo, duque de Julies y Berghen, el cual casó con la duquesa viuda, mujer que había sido del duque Renaldo, no tuvo la posesión de él sino Arnoldo de Egmonts, que fue el sexto duque, el cual era bisnieto de una hermana del duque Renaldo cuarto, o, como otros dicen, de Renaldo el segundo, que fue primer duque de Güeldres, y que Arnoldo casó con Margarita, única heredera y hija que había quedado de Juan de Arkel y de Juana, hermana de los duques Guillermo y Renaldo cuarto. Como quiera que ello sea, los duques que hubo en Güeldres son los que habemos contado. Fue el duque Arnoldo preso por Adolfo, su hijo, en Grave, de noche, cuando quería recogerse en su cámara, y le llevó de allí, descalzo y casi desnudo, por medio de los hielos que había (porque era entonces invierno) y le puso en una cruel y oscura cárcel, en la fortaleza de Bueren, que está de allí cinco leguas, donde le tuvo seis meses. Escribe Gerardo Noviomago, que hizo aquello Adolfo por consejo de la duquesa, su madre, y porque le forzaron los de Nieumeghen, por vengarse del duque Arnoldo, que los trataba mal, y que le tuvo preso siete años en aquella fortaleza de Bueren.

     Filipo Comineo, caballero y muy privado de Carlos, duque de Borgoña, el cual, como él mismo en sus Comentarios escribe, entendió por mandado del duque Carlos en concertar a Adolfo con su padre Arnoldo; no hace mención de la duquesa, ni menos de los de Nieumeghen, y dice que estuvo seis meses Arnoldo en aquella cruel cárcel, y que el duque de Cleves entró con ejército por Güeldres, quemando y destruyendo la tierra, porque lo soltase. Puede ser, que le tuvo aquellos seis meses en la cárcel, y el otro tiempo, que fueron seis años y medio, fuera de ella, en la fortaleza, con buena guarda. Otros dicen que lo tuvo allí seis años; tanta es la diversidad de los escritores. Lo cual parece ser así, porque nunca lo quiso soltar, ni por guerra que el duque Juan de Cleves y Guillermo de Egmont le hicieron, ni por ruego del duque Carlos, hasta que el papa Paulo II y el Emperador Federico tercio, no pudiendo sufrir tan gran inhumanidad, enviaron al mismo duque Carlos, el cual los trajo consigo a Dorlens, y de allí a Hesdín. De donde se salió secretamente el duque Adolfo, con solo un criado, en hábito de peregrinos, y pasando el río Mosa fue conocido y llevado preso a Namur, donde estuvo detenido, o, como algunos dicen, en Courtray, hasta la muerte del valeroso duque Carlos, que le sacaron de allí los de Gante y le hicieron capitán, y fue muerto en Tornay, que estaba entonces por Ludovico undécimo, rey de Francia.

     En tanto que Adolfo estuvo preso, falleció el duque Arnaldo, el cual, por la ingratitud y inhumanidad que su hijo había usado con él, dejó por heredero al duque Carlos de Borgoña. El cual pasó en Güeldres, y habiéndosele rendido Venloo, y Goth, hizo lo mismo Nieumeghen, donde estaban Carlos y Filipo, hijos del duque Adolfo, los cuales envió a Flandres para que se criasen, y de allí vino con su ejército a Lobick, donde le vinieron embajadores de Zutphem y Aernehen, y le juraron por su príncipe y señor. Y habiendo conquistado aquel Estado, dejó allí por gobernador a Guillelmo de Egmont; instituyó, según algunos dicen, el Consejo y Chancillería que en Aernehen hay; poseyó el duque a aquel Estado todo el tiempo que vivió, pacíficamente.

     Después, no quiriendo los güeldreses obedecer al Emperador Maximiliano, vino a Bosseduc, y mandó hacer gente para pasar en Güeldres, y de que lo supieron los de Nieumeghen, Tiel y Bonmel, vinieron a su obediencia y le juraron. Y lo mismo hicieron los de Venloo, que se rindieron, y en fin, con la majestad de su nombre, sin derramar sangre, allanó toda aquella provincia, y le fue sujeta, hasta que volvió Carlos, hijo del duque Adolfo, de Francia en Güeldres, donde había estado después que había sido preso, con Engelberto, conde de Nasau, y otros muchos caballeros flamencos y borgoñones, en Bethuna, por los francos, que la tenían, pensando tomarla con ardid y concierto que tenían hecho con algunos de la villa, que la querían entregar al Emperador Maximiliano.

     Vuelto el duque Carlos a Güeldres, en breve tiempo cobró todo el ducado, y le juraron por su señor. Fue príncipe muy belicoso, y tuvo grandes guerras con todos los príncipes comarcanos, y principalmente con Alberto, duque de Sajonia, gobernador en aquellos Estados de Brabante, Henaut, Holanda y Frisa por el Emperador Maximiliano, y Filipo, rey de España, su hijo. Y después, con los capitanes del Emperador, sobre los Estados de Utrecht y Transiselana, que él, como largamente habemos contado, tenía ocupados, los cuales le pusieron en tan grande estrecho y necesidad, que por no perder del todo su Estado, pidió paz al Emperador Carlos V y le fue concedida.

     Y en Goricom, entre otras cosas que se capitularon, fue que él tuviese en feudo el ducado de Güeldres y condado de Zutphen por el Emperador Carlos V como duque de Brabante y conde de Holanda, y sus herederos que fuesen varones y habidos de legítimo matrimonio; y que si éstos faltasen, que volviesen entonces aquellos Estados a los herederos del Emperador Carlos V como duques de Brabante y condes de Holanda, y que de su vida tuviese el Estado de Groeningen y el castillo de Coevoerden con su tierra; y que después que él falleciese, volviesen al Emperador Carlos V, y así las tuvo, y después de su muerte, como está dicho, vinieron a ser del señorío del Emperador Carlos V.

     Y aunque por lo que tengo dicho se puede colegir y entender claramente el derecho que el Emperador Carlos V tiene al ducado de Güeldres y condado de Zutphen, quiero, lo más breve que pudiere, escribirlo, porque sepan los venideros cuán justa causa tuvo el Emperador de cobrar por armas lo que de su patrimonio era.

     Muerto Renaldo IV, duque de Julies y Güeldres, sin herederos, en el año 1424, el Emperador Sigismundo dio la investidura del ducado de Güeldres y condado de Zutphen, como feudos que eran del Imperio, a Adolfo, duque de Julies, y a sus legítimos herederos, que fuesen varones, lo cual hizo en Buda en el año 1425, pero en aquel tiempo, Arnoldo, conde de Egmont, hubo la posesión de aquellos Estados de Güeldres y Zutphen, y no aprovecharon las sentencias contra él dadas, ni menos la investidura que dio el mismo Emperador Sigismundo en Praga, el año 1437 a Gerardo, duque de Julies, hijo de Guillermo, hermano del duque Adolfo, que falleció sin hijos legítimos, para echarle de ellos. El cual, después, dio, cedió y traspasó libremente el ducado de Güeldres y condado de Zutphen en el duque Carlos de Borgoña y en sus legítimos herederos y sucesores, de lo cual se hizo instrumento público en el año 1472.

     Y porque tuviesen más firmeza, procuró el duque Carlos de aplicar y juntar allí todo y cualquier derecho que el duque Gerardo y sus hijos Guillermo y Adolfo pretendiesen tener, porque el duque Gerardo de Julies y sus hijos, vendieron al duque Carlos de Borgoña, cualquier derecho que pretendiesen tener, y les pudiese pertenecer, en aquellos Estados de Güeldres y Zutphen, por precio de ochenta mil florines de oro renenses, y sólo concedieron y renunciaron y traspasaron con juramento con todas las cláusulas, firmezas y otras cosas que en tal caso se suelen poner, y le hicieron donación de todo lo que más o menos pudiese valer de aquella suma, lo cual se hizo en el año 1473. El cual contrato de venta y cesión fue aprobado y ratificado por Guillermo y Adolfo, hijos del duque Gerardo, y lo aprobó y confirmó el Emperador Federico tercio con su autoridad imperial, a suplicación de las partes, y dio la investidura de aquellos Estados de Güeldres y Zutphen al duque Carlos de Borgoña, así por causa de la bendición como por el derecho que primero había adquirido, y los poseyó el duque Carlos pacíficamente todo el tiempo que vivió; y después que él murió, el Emperador Federico tercio dio la investidura de aquellos Estados a Maximiliano, su hijo, y a la archiduquesa madama María de Borgoña, en el año de 1477.

     En fin, el Emperador Maximiliano, después que falleció la archiduquesa madama María, su mujer, concedió la investidura de aquellos Estados a su hijo, el rey Filipo, y a sus legítimos herederos y sucesores, y siendo el rey difunto, aquellos Estados de Güeldres y Zutphen vinieron de derecho al Emperador Carlos, su hijo, el cual también hubo la investidura de ellos. Pero, porque en aquel tiempo los había ocupado el duque Carlos de Egmont, y los defendía con armas, el Emperador tuvo guerras contra él, como injusto poseedor y violento detenedor que de aquellos Estados era. Y por el bien público, paz y concordia común, hizo diversos conciertos con él, y entre otros el de Goricom, que habemos dicho, en el año 1528, y en Grave, en el año 1536. La conclusión de todos era que si el duque Carlos fallecía sin herederos legítimos varones, que así el ducado de Güeldres como el condado de Zutphen volviesen al Emperador Carlos V y a sus herederos y sucesores, por el derecho antiguo, y acción que tenía. Los cuales conciertos, pactos y convenios aprobó y confirmó el duque Carlos por sus cartas y escrituras públicas, firmadas y selladas de su nombre y sello, y falleció sin herederos legítimos postrero del mes de julio del año 1538.

     De manera que, así por los contratos de venta y cesión de los duques Arnoldo de Egmont y Gerardo de Julies, los cuales solos tenían derecho en el ducado de Güeldres y condado de Zutphen, como por las investiduras concedidas al Emperador Maximiliano y archiduquesa madama María de Borgoña, su mujer, y al rey Filipo de España, y al Emperador Carlos, su hijo, y también por los públicos pactos, conciertos y convenciones, de derecho se debía y pertenecía el señorío y posesión de aquellos Estados de Güeldres y Zutphen a Su Majestad.

     Y aunque tenía el derecho tan claro como habemos mostrado, no dejó por aquello Guillermo, hijo de Juan y María, duques de Julies, Berghen y Cleves, de pretender lo contrario; y que aquel ducado de Güeldres y condado de Zutphen habían pertenecido a los duques de Julies, sus antecesores, y que después de la muerte del duque Adolfo, que sucedió al duque Renaldo, cuarto de Julies y Güeldres, hubo la investidura de aquellos Estados el duque Gerardo de Julies, al cual había sucedido el duque Guillermo, y después la duquesa María de Julies, la cual había resignado y renunciado en él todo el derecho que en aquellos Estados podía tener, y que así por este derecho, que él había adquirido de su madre la duquesa María, como por las sentencias que habían sido dadas en favor de los duques Adolfo y Gerardo de Julies, contra el duque Arnoldo de Egmont, había podido concertarse con el duque Carlos de Egmont y, con consentimiento suyo y de los Estados del ducado de Güeldres y condado de Zutphen, adquirir la posesión de ellos, y que podía romper el derecho y acción que el Emperador Carlos V tiene y los contratos de venta y cesión hechos por los duques Gerardo y Guillermo sus antecesores; y que la cesión en sí era ninguna, parte por causa de la donación, parte por el precio y suma de dineros, que era poca, y por otras razones, que el duque Guillermo de Julies traía y llevaba, las cuales todas fueron redarguidas, confutadas y mostrado el contrario de todo, como se puede ver largamente por un libro que se intitula Asertio juris imperatoris Caroli V, que fue publicado en las Dietas de Ratisbona el año 1541.

     Y no pudo el duque Guillermo ignorar lo que habemos dicho, pues eran cosas que sus antecesores habían hecho, y fue amonestado y requirido de parte de Su Majestad, antes que él se concertase con el duque Carlos, y le jurasen y recibiesen por señor en aquellos Estados, que no se pusiese en ocuparlo, que ni era suyo, ni de derecho le pertenecía, y le fueron mostrados todos los contratos y escrituras de venta, cesión, investiduras, pactos, convenciones y conciertos, y en tiempo que el duque Guillermo procuraba de ser de conjunto en afinidad y parentesco con Su Majestad, y todo no bastó. Porque el duque Guillermo fue intruso, jurado y recibido por señor en Nieumeghen y en otras villas y lugares que se rebelaron contra el duque Carlos, diciendo que las quería enajenar y dar al rey Francisco de Francia, en el año 1537, y muerto el duque Carlos, que fue luego el año siguiente 1538, y el duque Juan en el año 1539, fue jurado Guillermo su hijo por duque de Julies, Cleves, Berghen y Güeldres.

     El cual, siguiendo la condición y designios del duque Carlos, hallándose el Emperador en España, comenzó a inquietar por armas las tierras y señoríos del Emperador de la Baja Alemaña, teniendo hecha secreta liga con el rey de Francia. Y muy al improviso, sin tenerse sospecha de guerra, entró Martín Van Rosem, capitán suyo, con hasta doce mil güeldreses, por Brabante, corriendo y haciendo daños en toda la tierra, y llegó cerca de Ambers, como lo habemos dicho, y viendo que era en vano su acometimiento, dio la vuelta a Lovaina, la cual fue defendida, favoreciéndose de los estudiantes que en ella había.

     De allí movió por la tierra de Bruselas, y por Henaut, haciendo grandes daños, y se pasó en Francia. Entretanto que esto pasaba, el rey de Francia había entrado en el ducado de Lucemburg y destruido y quemado a Damuila, y tomado por concierto la villa de Lutzelburg, y habiendo casi destruido la tierra, fuele forzado volver en Francia, dejando en Lutzelburg y en Yvodio muy buena guarnición de soldados y gente de armas, lo cual dende a poco lo cobró todo el ejército del Emperador y echó a los franceses de todo aquel Estado.

     Y al mismo tiempo, Renato de Chalon, príncipe de Orange, capitán general del Emperador, entró con mucha gente de guerra de Brabante por el ducado de Julies, y quemó y destruyó muchos lugares, y hizo rendir a la villa de Dura, a Julies, a Susteren, a Hensberg y a otros lugares, los cuales todos tornó a cobrar el duque Guillermo, excepto a Hensberg. Y al principio del año de 1543 tomó el castillo de Ansburg, destruyó mucha parte del ducado de Limburg, y en lo que quedaba de aquella guerra, acabó después de destruir Martín Van Rosem, su capitán, en el verano siguiente, y lo mismo hizo en el señorío de Valekemburg y Dalem, después que hubo hecho mortales daños en la tierra de Bosseduc, y tomado en el Estado de Utrecht a Amersfoor.



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- XXXIV -

Hace el Emperador alarde de su gente. -Partió de Bona a 20 de agosto, y cerca el Emperador a Dura. -Llega al campo el príncipe de Orange con la gente de Flandres. -Baten a Dura los imperiales. -Temeraria osadía del capitán Palma.

     Llegó Su Majestad a Bona a 15 de agosto, donde se detuvo cinco días en desembarcar la artillería y poner en orden cosas necesarias para la jornada; tomó muestra de la gente que llevaba, y halló quince mil alemanes altos, cerca de cuatro mil españoles y cuatro mil italianos, que iban muy conformes, porque los alemanes eran tantos, con más de dos mil hombres de armas, ochocientos caballos ligeros y con los caballeros de su casa y corte, y arcabuceros, que eran al pie de cuatrocientos caballos, los cuales parecieron bien, aunque los caballos españoles estaban muy mal tratados, por haber andado camino tan largo y trabajoso.

     Hizo maestro de campo general a Estéfano Colona, y a Juan Jacobo de Médicis hizo capitán de la artillería, y a Francisco Aristino, hermano del duque de Ferrara, dio los caballos ligeros; y su lugarteniente hizo a don Hernando de Gonzaga, virrey de Sicilia; don Álvaro de Sandi y Luis Pérez, Camilo Colona y Antonio Doria eran los capitanes de más nombre de los tercios españoles.

     Quiso el Emperador que le viese toda su gente, y salió al campo armado de todas armas, con las cubiertas imperiales, y descubierta sin armas la cabeza, y habló a todos animándolos, y representando la justicia que tenían en aquella guerra.

     Miércoles a 22 de agosto llegó el campo a Dura, ciudad del ducado de Julies, caminando el Emperador armado, llevando la avanguardia españoles y italianos.

     La tierra donde esta ciudad está es la más fértil de Alemaña. La ciudad tiene el asiento y fortificación al parecer inexpugnable; está sentada en un llano sin padastro alguno; tiene dos fosos de agua, uno pequeño y otro grande, en torno de la villa, con un grueso muro de ladrillo terraplenado, si no era dos o tres picas por una parte donde los de Dura se daban grandísima prisa a acabarla. Tenía algunos traveses, aunque pocos, y mucha artillería menuda, y meneábanla muy bien. Gruesa tenían poca, y ésa mal repartida. Estaba dentro por el duque, en su defensa, Gerardo VIatero, hombre noble y criado en la guerra; tenían dos mil soldados viejos y ochocientos caballos, escogidos uno a uno, sin la juventud de los naturales, que la había muy florida, animosa y aficionados al duque. Había muchos caballeros y hombres de cabo; tenían bastimentes y munición para un año.

     Salieron de la ciudad los caballeros cuando llegaba el campo imperial, y pusiéronse en una emboscada, en la cual cayeron los caballos italianos, y murieron Huberto, natural de Mantua; Marco Buliano y otros.

     El jueves de mañana, que fue a 23 de agosto, se envió a la ciudad un trompeta, diciéndoles que se rindiesen al Emperador. Ellos respondieron que no querían, con aquella braveza que suelen tener los que piensan que están muy seguros, y en tan fuerte plaza como ellos estaban.

     Este mismo jueves llegó al campo imperial el príncipe de Orange con el ejército, que la valerosa reina María le había dado. Traía ocho mil alemanes bajos, dos mil borgoñones de armas y quinientos grisones, que se tratan al modo de caballos ligeros. El Emperador le salió a recebir, y él pasó con su campo a alojarse de la otra banda de la villa. Quisieron comenzar luego la batería, porque se tenía nueva que Martín Van Rosem venía con mucha gente en su socorro. Dieron la empresa de la batería y asalto a los españoles y italianos, y así, todo el día gastaron en hacer los cestones para plantar la artillería.

     A las seis y media de la tarde comenzó a caminar la artillería contra el lugar, y a dos horas de la noche comenzaron los españoles a trabar escaramuza con los de dentro con todas las bandas de la villa, y si bien los de dentro se aprovechaban de la artillería, hizo poco daño en los imperiales, por ser muy oscura la noche.

     Toda ella se pasó en esta escaramuza, y los del campo imperial tuvieron, si bien con trabajo, tiempo de plantar los cestones y artillería en aquella misma noche.

     Viernes, día de San Bartolomé, amaneció batiéndose la villa por tres partes; no eran las dos de batería, sino ciertas piezas, para quitar sus traveses. Duró la batería hasta la una después de mediodía. La artillería del lugar, en este tiempo, hizo poco daño en los del campo, pero murieron algunos.

     Siendo ya la una vieron los imperiales que la artillería hacía poco efeto, porque estaba caliente, y que los de dentro se mantenían y reparaban valientemente de su daño. Determinaron de arremeter a la muralla, y arremetieron con poca orden; desto tuvo la culpa un alférez italiano que, codicioso de ganar honra, tragada la muerte, se adelantó al arremeter, y viéndolo los españoles, arremetieron, y un capitán español que se llamaba Palma, se le adelantó, diciendo: «Si yo fuera hoy don Hernando de Gonzaga, yo os cortara la cabeza, porque una locura será hoy causa que sin orden mueran muchos buenos españoles y muchos buenos italianos», y diciendo esto arremetió a la muralla con este desorden, y así, en el primer asalto fueron muertos y heridos muchos escogidos soldados españoles.



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- XXXV -

Dan el asalto los españoles. -El capitán Monsalve, natural de Zamora, entra primero.

     Poco antes que los españoles arremetiesen, los de dentro, por mostrar su buen esfuerzo, campearon una bandera mojada en sangre, y luego sacaron un fuego artificial, amenazando que a fuego y a sangre habían de morir todos los del Emperador, o echarlos de su fuerte.

     Duró el combate cerca de tres horas y media, porque la batería había hecho muy poco efeto, y tan poco, que la subida era de una pica de alto, y otra la bajada, y habían de subir de uno en uno, y era tal el paso, que despacio, y sin embarazo, tenían bien que hacer en subir.

     Los de Dura la defendían con grandísimo ánimo y con mucha diligencia, con arcabuces, mosquetes y piedras y fuegos artificiales, que ya que no hacen mucho daño, espantan.

     El daño que los de dentro recibían de los españoles, que estaban ya encima de la muralla, encubríanlo muy bien, porque en matándoles alguno de su escuadrón hinchían luego su lugar y escondían el muerto, porque los naturales de la villa no se amedrentasen, los cuales quisieran más darse al Emperador que verse de aquella manera.

     Catorce arcabuceros españoles se pusieron a una parte del muro que tenía por frente el escuadrón de los enemigos, de los cuales murieron los nueve, y los cinco se repararon con piedras y con los cuerpos de los muertos, y desde allí hicieron gran daño en los enemigos, porque hubo hombre que de siete tiros mató nueve hombres de los contrarios.

     Cuatro alféreces españoles, por poner cada uno de ellos su bandera adelante, se metieron, con este peligro que digo, en una casa que estaba pegada al muro, los cuales, viendo que no se podían retirar con las vidas, según estaban adelante, y esperando ya que los españoles entrasen en la villa de este asalto, se hacían requerimientos el uno al otro, que, pues ellos habían de morir allí, que arrojasen las banderas que tenían del Emperador a los que estaban fuera, porque no se perdiesen. Esto es lo último que se puede encarecer la valentía de esta nación, que en tal tiempo, sin acordarse de las vidas, trataban de la honra de sus banderas.

     A esta hora, viendo el Emperador el daño que los suyos recibían (que siempre estuvo puesto en lo más peligroso, mirando cómo los suyos combatían), temiendo lo que suele suceder cuando no se toma un lugar de un asalto, que es el retirar sin orden de los que le combaten, mandó bajar de un cerro un escuadrón de alemanes bajos y otro de hombres de armas, que se acercasen a la batería a tiro de mosquete.

     Entendieron los españoles este temor, y que parecía que se les enviaba socorro, afrentados de esto, y cuando todos esperaban que ellos buscaban alguna buena coyuntura para se retirar en orden de la muralla a su fuerte, comenzaron a pelear de refresco, y cansaron de tal manera con su porfía a los de dentro, que conociéndosela un capitán zamorano que se llamaba Monsalve, echó dentro un soldado, y él saltó tras él, y otros ocho o nueve luego, los cuales dentro, pusieron tal miedo, que los enemigos no tuvieron ánimo para resistir, y en un punto entraron más de mil españoles, pagando el daño que habían recibido, porque de dos mil soldados que había dentro, no escaparon vivos trecientos.



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- XXXVI -

El conde de Feria se mostró muy valiente en este combate. -Entran los españoles a Dura.

     Vi una relación original, escrita de mano por un caballero que se halló presente, con la puntualidad que he dicho, que es lo que sigo, y concuerda con ella en mucho Ponte Heuterio Delfio, que escribió en latín la vida de Carlos V; sólo dice [que] el conde de Feria y don Hernando de Gonzaga animaban bravamente a los españoles y italianos, y que el capitán Ullateno estaba con un montante en la mano, en una casa muy alta, cerca de la batería, acompañado de los principales soldados de la villa, y de allí proveía a las partes que tenían más necesidad de socorro, haciendo notable daño en los combatientes, lo cual advirtió don Hernando de Gonzaga a los maestros del artillería, y luego asestaron los tiros mayores, y que más alcanzaban contra aquella casa; dieron las balas en los sobrados altos y hundieron la casa, de manera que cogió debajo y hizo pedazos al capitán y a los que con él estaban, y desmayaron con esto los de Dura, y comenzaron a defenderse cobardemente, y los españoles y italianos, de la quinta arremetida, poniendo todas sus fuerzas y haciendo reparo de los muchos cuerpos muertos de los suyos y de los enemigos, entraron a veinte y cuatro de agosto, y mataron cuantos en la ciudad había, ciudadanos y soldados, y los que escaparon, fue valiéndose del dinero que dieron por sus vidas y rescate, y a las pobres mujeres que se acogieron a los templos hicieron mil afrentas, sin tener respeto a los lugares santos, y pegaron fuego a la ciudad, todo contra la voluntad del Emperador, que no hay respeto ni majestad que baste a detener un ejército victorioso.

     Murieron, de los españoles y italianos que dieron asalto, ochocientos escogidos y valientes soldados. Refirió a Ponte Heuterio esta jornada Jacobo Susio, noble ciudadano de Malinas, que se halló presente, y hizo el dístico numeral siguiente:

                               Dura incensa jacet, Dura cervice rebellis.
Corruit: Augusti mensis et ensis erat.


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- XXXVII -

Lo que sintieron los de Dura de las armas y manos españolas. -Hácense temer los españoles, y suena su nombre. -Valencia, del conde de Feria.

     Trajeron ante el Emperador un capitán de los rebeldes preso, tan asombrado, que dijo que él no entendía qué había sido aquello, porque dos credos antes que les entrasen los nueve españoles que dije, les parecía que era imposible perderse, y que solos nueve hombres que vieron dentro, les cortaron a los más pláticos las piernas, que aun para huir no las tenían. Preguntóle el Emperador cómo no se habían rendido a tan gran ejército como traía; él respondió que ellos nunca tuvieron plática, ni sabían qué cosa era pelear con españoles, que pensaban que la gente más fuerte del campo imperial eran sus alemanes, y que ellos estaban bien seguros que los alemanes en dos años no les entraran la tierra, y que en el entretanto vendría en el ejército alguna pestilencia o hambre con que se deshiciese.

     Fue grande el miedo que aquellas gentes comenzaron a tener a los españoles, porque como los veían trepar por las paredes lisas, y por una delgada pica ponerse en el muro alto, y hacer pedazos los hombres, pensaban que tenían uñas como gatos para subir las cercas, y dientes de grifos, con que destrozaban las gentes. Con esto fueron tan amedrentados los que escaparon de Dura, que en las otras plazas donde se acogieron, que tenía fortificadas el duque de Cleves, decían que ellos no habían peleado con hombres, sino con diablos; que los españoles eran unos hombres pequeños y negros, que tenían los dientes y uñas de un palmo, que se pegaban a las paredes como murciélagos, de donde era imposible arrancarlos.

     No hizo poco efecto este miedo que los de Dura llevaban, para la brevedad de la guerra. Señaláronse mucho, en la batería y asalto de este día, algunos caballeros cortesanos, y el que más, fue el conde de Feria, que con su valor puso grandísimo calor y esfuerzo a los españoles, y fueron pocos los que subieron primero que él en el muro, sino que al arremeter, ciertos caballeros le tuvieron de las piernas y le estorbaron que no se pusiese en tanto peligro, pues no era aquel su oficio; el conde se enojó tanto, que echó mano a la espada para uno. Veíase en el conde la sangre que tenía del Gran Capitán, su abuelo.

     El primer soldado que entró en Dura fue Juan Felices de Urreta, del tercio de don Álvaro de Sande, y luego comenzaron los españoles a decir a voces: Dentro, dentro.



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- XXXVIII -

Los españoles que murieron en el asalto. -Saquean y queman el lugar.

     Estimó el Emperador grandemente esta victoria, y tuvo por felicísimo el día de San Bartolomé, y con razón, porque no se dio tal asalto después del que dio Carlos de Borbón a Roma.

     Muertos y heridos, de solos españoles, fueron trecientos y cincuenta, tan valientes y esforzados, que valían por tres mil. Escaparon muy pocos de los heridos, porque les era la tierra muy contraria, y los materiales de que se les hacían las medecinas también eran malos. Murieron hombres de sólo tener la mano pasada de un arcabuz, y otros de haberle llevado un dedo. Murieron, entre estos españoles, dos capitanes; el uno fue aquel valeroso Palma que se adelantó al italiano. Murieron los cuatro alféreces que dije, que deseaban salvar las banderas más que las vidas, y otros algunos hombres de cabo, y oficiales.

     Otro día sábado, se comenzaron a aprovechar del saco los españoles y italianos. A las dos, después de mediodía, un alemán de los imperiales, por mandado de su capitán, puso fuego al lugar, rabiando de pura envidia de los españoles y italianos, y fue de tal manera el incendio, que, cuando anocheció, estaban quemadas las tres partes de la villa. Quiso Dios que ningún español peligrase de los que estaban dentro, si bien el fuego era bravo.

     Tiene esta ciudad de Dura la cabeza de Santa Ana, madre de María, madre de Jesucristo, y en la tierra se tenía grandísima devoción con ella. Como vio el Emperador la furia del fuego, y que llevaba camino de abrasarlo todo, mandó que los españoles tomasen esta santa reliquia y la guardasen en el monasterio de San Francisco, que con algunas casas se había escapado del fuego.

     Este día vióse en trabajo el conde de Feria con algunos caballeros cortesanos, todos españoles, por salvar la iglesia en que se quemaba la cabeza de Santa Ana y otras muchas reliquias y ornamentos, mujeres y niños que se habían recogido allí el día antes, cuando se entró la villa. Pegaron este fuego, como dije, los alemanes, envidiosos de la gloria que los españoles y italianos habían ganado, y del saco que era suyo.

     Eran los alemanes tres tantos que los españoles y italianos, y así se atrevían contra ellos y andaban en gran peligro; y en este mesmo sábado tuvieron entre sí grandes revueltas, porque les quitaban algunos prisioneros y ropas de las que habían saqueado.

     Dice la relación de quien saco esto: «Nosotros andamos en harto peligro entre ellos, a causa de ser tantos, y los nuestros españoles tan pocos. Bien creo yo que se ha arrepentido Su Majestad de haber traído tan pocos españoles, y así dicen que envió por más.»



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- XXXIX -

Parte el Emperador contra la ciudad de Julies, y ríndesele. -Pasa a Remonda. -Ríndese Remonda. -Lo que sintió el duque de Cleves cuando supo la toma de Dura.

     Domingo adelante, mandó el Emperador que los naturales de la villa se volviesen a ella dándoles patente para que viviesen seguros y les metió dentro una guarnición de alemanes bajos de hasta mil soldados, y ordenó que se reparase y acabase de fortificar la villa; y en este mesmo día se le vinieron a rendir aquí muchos lugares y villas fuertes del ducado de Julies, y el lunes a 27 del mesmo mes, partió para Julies, cabeza de este ducado, en el cual lugar estaban seis banderas de guarnición y trecientos hombres de armas, a los cuales amedrentó tanto la nueva de la toma de Dura, que no osaron esperar, con estar en uno de los más fuertes lugares del mundo y con tener dentro muy hermosa artillería.

     La ciudad se rindió a Su Majestad, y dejó en ella dos mil soldados borgoñones de guarnición.

     No se detuvo aquí el Emperador, ni quiso perder tiempo; luego pasó adelante la vía de Remonda, ciudad del ducado de Güeldres muy importante, por ser de mucho trato y por estar asentada riberas del río Mosa, que es por donde pasan todas las mercaderías de Alemaña para Flandres y Brabante. De esta ciudad recibieron, en todo el tiempo que duró esta guerra, Flandres y Brabante, grandísimo daño.

     En llegando el Emperador sobre ella, le enviaron a pedir salvoconduto, saliendo doce ciudadanos, los cuales venidos, rindieron la ciudad, con tal que se les prometiese de guardarles sus fueros, y el Emperador lo prometió; y fue otro día a la ciudad con solos los caballeros de su corte armados y cuatro banderas de alemanes bajos que habían de quedar de guarnición. Allí hizo todo el pueblo su ceremonia, jurando al César por señor, alzando cada uno dos dedos al cielo, y Su Majestad les prometió de guardarles los fueros y mantener sus costumbres, y tratar como a fieles vasallos.

     Aquí en esta ciudad se cobró toda la artillería que el príncipe de Orange había perdido el año pasado en una batalla que hubo con el duque de Cleves, que por evitar prolijidad he dejado de contar, con otros muchos encuentros que entre estas gentes hubo.

     Llevó el Emperador su artillería, dejando en la ciudad lo que convenía para su guarda. Detúvose en ella cinco días, y de aquí quiso proseguir la guerra y su vitoria sin embarazo alguno; para esto, mandó que todos los clérigos y perlados y enfermos que venían en el campo se fuesen a Flandres con una escolta, y así lo hicieron, que no quedó sino el obispo de Jaén para tener cuidado del hospital y heridos del campo.

     También mandó el Emperador al duque de Nájara, don Esteban Manrique, que se fuese a Flandres, que desde que entró en Alemaña no tuvo día de salud, y le hizo mucho daño quererse esforzar demasiado y andar armado y dormir en el campo, porque lo hacía así el Emperador; tanto puede el ejemplo del príncipe. Y antes que el Emperador partiese de Remonda se envió a rendir un castillo muy fuerte que quedaba atrás, por no hacer caso de él, y no se detener y embarazar algunos días, el cual se llama Citre, y con éste quedó llano y por el Emperador el ducado de Julies. Dejó fortificadas en él cuatro plazas muy fuertes, que se llaman Dura, Julies, Citre, Ayusperque.

     Por la vía de Colonia supo el Emperador aquí en Remonda cómo había llegado la nueva de la toma de Dura al duque de Cleves una mañana, estándose vestiendo; y sin se acabar de vestir, bajó a los de su Consejo y les dijo: Por esta carta veréis cómo me ha tomado a Dura el Emperador, y cuántos caballeros y buenos soldados en ella me han muerto; ved en el estado que me han puesto vuestros consejos. Y salióse sin esperar respuesta.

     Su madre del duque estaba mala, y alteróla tanto la toma de Dura, que murió aquel día, caso notable y ordinario en los que se atreven y descomponen con el príncipe a quien deben obediencia.



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- XL -

Marcha el Emperador contra Banalo, villa fuerte en Güeldria. -Fortificación grande de la villa. Reconócenlos españoles. -Requiérelos el Emperador. -Ríndese el duque de Cleves. -Clemencia grande del Emperador. -Consideración que, para rendirse, el duque de Cleves tuvo.

     Miércoles a cinco de setiembre partió el Emperador de Remonda, la vía de Banalo, villa muy fuerte del ducado de Güeldres, la cual está sentada en un llano, ribera del río Mosa, sin tener padrastro alguno, sino un poco de cerro a un lado de la villa. Tenía un grande y hondo foso de agua alrededor, con la fortificación de tierra y rama (que ellos llaman Duba), tan alta como una pica. En esta fortificación tenían hechos sus traveses, que respondían del uno al otro muy en orden, y dos grandes bestiones a las dos partes del lugar, el uno hacia el campo imperial y el otro a la otra parte del campo, dentro del río.

     De la otra parte del real tenían hecho un caballero de madera, que entraban a él por bocas los de la villa; todo esto estaba muy lleno de artillería; demás de toda esta fortificación, tenían la muralla de ladrillo fuerte y gruesa. Esta machina de bestiones y caballeros se habían de ganar antes que se batiese el lugar, y por esto temían que había de costar mucha gente. Había dentro dos mil y docientos soldados de guarnición, escogidos.

     Los españoles la fueron a reconocer el jueves adelante, y pareciáles que estaba fuerte muy mucho, y también que la gente que estaba dentro de guarnición era plática, porque ni tiraban tiro perdido ni salían a escaramuzar sino con buen orden, aunque trece españoles arcabuceros se hallaron en una, en que mataron treinta y dos de ellos muy bien tratados. Viernes, siete de setiembre, el Emperador les envió un trompeta con un rey de armas, a decir que se rindiesen, y les daría una paga; ellos respondieron mansamente que estaban muy bien pagados de su amo y que no parecería bien a Su Majestad que ellos, recibiesen paga de otro algún señor.

     Viendo esto el Emperador, mandó poner en orden para darles tres baterías, y cada día reconocían los españoles la villa y la hallaban más fuerte; «digo fuerte, para perder alguna gente, pero no para dejar de tomarla (dice éste) que a nuestra nación, por acá, a Dios gracias, no se le hace cosa imposible». En ver por dónde se había de batir y en hacer los cestones y aparejar otras cosas, se gastaron cuatro días, hasta los doce de setiembre.

     Estando ya casi todo apercebido, a doce de este mes vino el duque de Cleves, el que livianamente creyera que el Emperador se había anegado en la jornada de Argel; viendo lo poco que podía fiar en las promesas del rey Francisco, determinó, dejando las armas, echarse a los pies de su príncipe, fiar más de su clemencia que de las armas y fortaleza de las ciudades.

     Llegó a la tienda del Emperador con hasta quince caballeros de los suyos. Su Majestad no le quiso ver; él se fue a la tienda de monsieur de Granvela, de donde negoció que Su Majestad le diese audiencia otro día. Jueves de mañana, a los trece de setiembre, mandó el Emperador a todos los caballeros de su corte que se hallasen a las nueve en la tienda de la capilla, donde sentado en una silla con un dosel a los pies, vestido una ropa suelta de lobos cervales, esperó al duque de Cleves, el cual entró en esta tienda, y con él Enrico, duque de Branzvic, señor alemán, gran servidor del Emperador, y el coadjutor del arzobispo de Colonia, que había de sucederle, y un conde, embajador de la ciudad de Colonia.

     El duque de Cleves era un muy gentil mozo, alto y muy bien hecho; en el gesto no parecía nada alemán; venía vestido a la francesa, de luto por su madre. El y los otros que tengo dicho, todos cuatro, entrando, se hincaron de rodillas delante del Emperador, sin Su Majestad les hacer cortesía alguna; antes tenía el semblante muy grave, como quien veía delante de sí un vasallo rebelde, que tanto le había ofendido.

     Estando así de rodillas, comenzó el duque Branzvic una oración en alemán, que tardó cuarto de hora; en sustancia decía: que el duque de Cleves reconocía que había errado, y que pedía a Su Majestad perdón; que ponía en sus manos su Estado, sus vasallos, sus criados y su persona; que Su Majestad hiciese en todo lo que fuese servido, que él confesaba haber errado como mozo mal aconsejado, y que le castigase conforme a su voluntad.

     En acabando el duque Branzvic, comenzó otra oración el embajador de Colonia, en que se detuvo otro tanto, y casi dijo lo mismo, estando todos de rodillas.

     El Emperador mandó a su secretario del Imperio que respondiese, en muy pocas palabras, que le perdonaba, si bien su desacato y atrevimiento había sido grande; y acabado esto, Su Majestad le mandó levantar, y se levantó él también, y le tocó la mano riéndose con rostro alegre, que tal era la clemencia del César con los que se le humillaban, si bien gravemente le hubiesen ofendido, digna y natural condición de príncipes. Y habló allí un poco con él, y de ahí adelante le hizo mucha cortesía, como la merecía un príncipe como éste.

     Hizo lástima ver de rodillas al que el día antes tenía aquel ejército puesto en cuidado.

     No vino el duque tan inconsideradamente a rendirse como a algunos pareció, porque viéndose tan apretado y perdida Dura, en quien él tenía todas sus esperanzas y mayor confianza, y al Emperador tan poderoso después de muerta su madre, que estorbaba la paz por ser muy francesa, habló con el embajador de Francia, que estaba en su corte, que se llamaba don Diego de Mendoza, hijo de don Juan de Mendoza, hermano del marqués de Cañete, don Rodrigo, que se pasó a Francia cuando las Comunidades, al cual preguntándole el duque que si el rey de Francia le podría ayudar con gente y dinero para resistir al Emperador, le respondió que el rey de Francia estaba con mucha necesidad, que creía que no le podría ayudar en nada. Y que él sabía el gasto que el rey tenía, y las gentes que pagaba, y que sólo en este verano le había enviado al mesmo duque trecientos mil ducados.

     También llamó a Cortes a los del ducado de Güeldres, y les pidió ayuda para resistir al Emperador, y ellos le respondieron que los gastos habían sido tantos, que no le podrían tan en breve socorrer. Viendo esto, y que debía a toda la gente de guerra siete pagas, determinó echarse a los pies del Emperador, que fue el consejo más sano que él pudo tomar. Y para asentar las condiciones con que el duque se ponía en manos del Emperador y él lo recibía, se juntaron algunos ministros de Su Majestad, y otros del duque, y hicieron los capítulos siguientes:



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- XLI -

Condiciones con que se rindió el duque y cesó la guerra.

     1.º Que el duque conservará y reterná en la fe católica y obediencia de la Iglesia Romana, todas sus tierras hereditarias, ansí las que al presente posee, como las que a Su Majestad ha de volver, por virtud de este tratado, y los vasallos de ella. Y si alguna cosa se hubiere innovado, lo remediará con toda diligencia.

     2.º Que le será fiel y obediente a Su Majestad, y al ilustrísimo rey de romanos, y al Sacro Imperio.

     3.º Que renuncia todas y cualesquier ligas y confederaciones que tenga hechas con el rey de Francia, y el que se decía serlo de Dinamarca, y otros cualesquier Estados y tierras hereditarias.

     4.º Que adelante no trataría ni haría otras algunas contra ellos, y él y sus herederos, antes si las hiciese las exceptará en ellas expresamente.

     5.º Que renunciará pura, plena y libremente en favor de Su Majestad y sus herederos, el ducado de Güeldres y condado de Zutphen, con todos sus derechos, pertenencias y cualesquier acciones, ansí petitorias como posesorias, que en cualquier manera y por cualquier causa y razón le competiesen y pudiesen en ellas pretender.

     6.º Que relajará a los dichos ducado y condado, y a los Estados y súbditos de ellos, cualquier juramento que le hubiesen prestado, consintiendo que juren a Su Majestad y a sus herederos por sus veros y naturales señores, como fieles y obedientes vasallos, debajo del feudo del Sacro Imperio.

     7.º Que luego llamará su gente de guerra, y oficiales que tuviere dentro de la tierra del dicho ducado y condado, y alzando y absolviéndoles de cualquier juramento que le hubiesen prestado, les mandará que luego se salgan de ellas, y las entreguen a las personas que diputaren para ello.

     8.º Que ayudará y asistirá, y hará todo lo que en él fuere para que Su Majestad, desde agora, haya y tome la posesión de los dichos ducado de Güeldres y condado de Zutphen.

     9.º Que restituirá y entregará el castillo de Nemberg a monsieur de Nembergi, y asimismo la villa de Amberfert, con su artillería, a Su Majestad o a los que deputare para ello.

     10.º Que hará entregar la villa y castillo de Ranestani y señorío de Comella, como a feudo suyo, por razón del ducado de Brabant, para Su Majestad y de nuevo de la investidura de él, concede a Su Majestad que pueda redemir el castillo de Ranestani, dándole la recompensa en otras tierras, o en dinero, a juicio de buen varón.

     11.º Que todos los súbditos y servidores de Su Majestad puedan libremente usar y gozar de los bienes que tuvieren en las tierras del duque, como los gozaran antes de la guerra, y ansimismo por el contrato los del duque en las tierras de Su Majestad.

     12.º Que para que Su Majestad sea más seguro de su obediencia, se contenta que se trate entre ellos de nueva confederación y buena vecindad entre las tierras hereditarias de Su Majestad y las suyas, el cual ofrecimiento Su Majestad admitió y consintió que se tratase por los comisarios que para ello se diputaran para asentarla de nuevo e confirmar la antigua.

     13.º Su Majestad remitirá y perdonará al dicho duque cualquier ofensa que por lo pasado le haya hecho en cualquier manera, y lo tomará en buena gracia, y tratará y terná adelante como a buen príncipe del Imperio, y tomará a él y a sus tierras y súbditos en su protección.

     14.º Que remitirá, y relajará ansimismo, cualesquier daños, gastos e intereses que Su Majestad y sus tierras y súbditos hayan sostenido, por causa de la guerra comenzada el año pasado, hasta agora, juntamente con los frutos y rentas y emolumentos recibidos por el dicho duque, de los dichos ducados y condados.

     15.º Que después de haberse cumplido por el dicho duque lo por él prometido, le restituirá el ducado de Güeldres, el cual tiene en su poder, y todo lo demás que en esta guerra Su Majestad haya ocupado, de sus dominios, para que el dicho duque y sus herederos lo gocen conforme a la natura del feudo, reconociendo en ella a Su Majestad y al Sacro Imperio, remitiendo a los Estados y súbditos de los ducados de Güeldres y Cleves el juramento de fidelidad que cuando les tomó les prestaron, excepto la fidelidad que a Su Majestad, como a Emperador, y al Sacro Imperio se debe, por razón del supremo dominio; los cuales súbditos ha de tener el dicho duque por buenos y fieles vasallos, sin hacerles algún mal tratamiento por haberse dado y sometido a Su Majestad, y prestado el juramento de fidelidad. Lo cual el dicho duque prometió de guardar y cumplir.

     16.º Retuvo Su Majestad, de lo susodicho, los castillos y villas de Misversve, y a traer a su beneplácito, el cual prometió que moderaría y abreviaría, según se gobernase el duque.

     17.º Reservó asimismo los feudos, de los cuales el dicho duque es obligado a reconocerle como a duque de Brabant, para que después los tomase de Su Majestad, y les prestase juramento de fidelidad, conforme a la natura del feudo.

     18.º Reservó también el jusvendi, que le perteneciese en los territorios y dominios que el duque posee con título de empeño.

     19.º Que restituya el dicho duque, el dicho castillo y lugar de Ranestani, ton todo su dominio, el cual es del duque: como dicho es le ha de entregar.

     20.º E ansimismo, el dominio de Aventudal, Ubinendale y todos los otros bienes que pertenecían al duque, en las tierras hereditarias de Su Majestad, antes de la guerra, de los cuales haya de reconocer en feudo a Su Majestad como a duque de Brabant. Y dar, siempre que fuere requerido, entrada y salida en los castillos y fortalezas que hubiere en las tierras hereditarias de Su Majestad, y a sus herederos, duques de Brabant, y a sus ministros.

     21.º Que estos bienes hayan de sostener los mismos que sostenían antes.

     22.º Que remite y perdona a todos los consejeros, adjutores, servidores y súbditos del duque y del dicho ducado de Güeldres y condado de Zutphen, cualquier ofensa que le hayan hecho por haber acudido contra Su Majestad al duque, y la pena que por ello hubiesen incurrido.

     23.º Que los cautivos de la una y de la otra parte se hayan de volver sin rescate, pagando solamente el gasto que hubieren hecho del comer.

     24.º Que Su Majestad pedirá a los Estados de los dichos ducado y condado, que absuelvan al duque de cualquier juramento, pactos, tratados, obligaciones y convenciones que entre ellos haya.

     25.º Que no se puedan exegir de los vasallos los precios de la redención de los incendios, vulgarmente dichos branst hantz, por la una a la otra parte prometidos, antes sean aquéllas libres y absueltos de ellos.

     Los cuales capítulos fueron loados y aprobados por la una y otra parte, y prometidos de guardar y observar y de no venir contra ellos en manera alguna, con las fuerzas e firmezas acostumbradas de poner en semejantes tratados.

     26.º Que el Emperador reciba en su gracia a Martín Van Rosem y se le restituyan sus bienes, y el Emperador lo reciba en su campo y milicia, haciendo Rosem juramento.

     27.º Que el Emperador dé seguro y patente, para que Juana, hija del duque de Vendoma, venga de Francia por Flandres a Clivia.



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- XLII -

Disolvióse el casamiento del duque y Juana de Vendoma. -Casó el duque con hija del rey de romanos. -Recibe el Emperador al duque de Cleves con mucho amor. -Juran al Emperador los de Güeldres y entregan las llaves del Estado. Facilidad con que se acabó esta guerra, por la virtud de los españoles.

     Con estas condiciones se dio fin a la guerra de Güeldres y Cleves. Poco después, el duque casó con María, hija del rey don Fernando, como se dirá, porque luego que el rey de Francia y duque de Vendoma supieron que el duque de Cleves se había rendido al Emperador y compuesto con las condiciones dichas, revocando las que con Francia había hecho, y que con esto estaba en su gracia, no le quisieron dar la esposa Juana de Vendoma. El duque no lo sintió mucho, y el Pontífice dio por nulo el matrimonio hecho con Juana, por haber sido siendo ella niña, y no haber habido ayuntamiento, ni lugar para sospecharlo; quiriéndolo la misma Juana, casó con otro en Francia, y el duque con mucho contento, con María de Austria.

     Recibió el Emperador, después de hechas y juradas las condiciones dichas, al duque con mucho amor y cortesía, y le convidó a su mesa.

     Después vino Martín Van Rosem, senescal de Güeldres, a quien el Emperador hizo mucha merced, y recibió en su servicio, y perseveró en él de ahí adelante con toda fidelidad, y el Emperador le ocupó en muchas guerras, con cargos muy honrados, como este valeroso capitán los merecía. Y de la mesma manera lo hizo el duque, guardando la fe y amistad que había prometido a la Casa de Austria, así en los tiempos adversos como prósperos, y en esto perseveró toda la vida, como príncipe noble y verdadero. Los soldados que estaban en Banalo salieron con sus banderas tendidas, y el Emperador les hizo merced de una paga, por siete que el duque les debía, y los recibió en su servicio con otros del duque. A esta ciudad o villa de Banalo vinieron todos los procuradores de las ciudades del ducado de Güeldres, a jurar al Emperador por señor y entregarle las llaves de las villas y ciudades del Estado.

     El Emperador les prometió de guardar sus fueros y de no los llevar a Brabante con las apelaciones, que era la cosa que ellos más sentían, por los bandos y enemistades que hay entre brabanteses y güeldreses, y porque antes el Emperador no los quiso quitar esta obligación de acudir con las apelaciones a Brabante, negaron al Emperador y eligieron por su duque a este Guillermo, duque de Julies y Cleves, que era su vecino.

     De esta manera y con tanta honra del Emperador, en solos quince días, y con tan poca costa (que dijo Su Majestad que no eran ciento y cincuenta mil ducados) se acabó la guerra de Güeldres; que sin duda alguna, pudo este Emperador decir lo que Julio César: Vine, vi y vencí. Y es cierto, y dígolo sin afición de mi gente, que se debe esto a tres mil y quinientos españoles que ganaron a Dura, y espantaron a toda Alemaña alta y baja.

     Antes que el Emperador partiese de aquí, el príncipe de Orange y Prateo partieron a tomar el juramento por el Emperador a los güeldreses y zutfanos, a los cuales el duque había soltado o alzado el juramento que le habían hecho, y con las ceremonias acostumbradas juraron por su duque y señor al Emperador Carlos V.



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- XLIII -

Llega aviso al Emperador que Barbarroja había tomado a Niza. -El duque de Orleáns entra con ejército por tierras de los Estados Bajos.

     Como en esta vida no hay gozo cumplido, no lo pudo ser el de esta victoria, porque aquí en Banalo llegó un correo de Italia que trajo nueva de que Barbarroja había tomado a Niza; y de Hungría vino otra, que el Turco había tomado a Sieteiglesias y a Estrigonia, que era la más importante plaza de Hungría, y que iba sobre Alba-Real, que es otra tal. De ésta estaba muy confiado el rey, que no sólo tomaría el enemigo, porque tenía dentro cincuenta españoles.

     El rey estaba para salir en campo con buen ejército; trajo esta nueva de Hungría Rodrigo de Guzmán.

     También vino otro correo de Flandres con aviso de que el rey de Francia, con grueso ejército, entraba en el condado de Artois, que es frontera de Francia, y que había tomado un lugar que se llamaba Landresi, no fuerte, pero que lo fortificaba muy bien, y que el duque de Ariscot, que por el Emperador estaba en esta frontera de Flandres, le iba a socorrer, y resistir al rey, el cual duque llevaba tres mil españoles, que había traído don Pedro de Guzmán, y seis mil ingleses, y cuatro mil alemanes bajos, y dos mil borgoñones y mil quinientos hombres de armas.

     En tanto el Emperador hacía la guerra al duque de Cleves, el rey de Francia, con mediano ejército, envió a su hijo Carlos, duque de Orleáns, y a Claudio Annibaldo, contra la tierra de Lucemburg. Habían recobrado los flamencos las tierras que por aquí tenía tomadas el rey de Francia, exceto Juvosio y Mommedio, que las tenían franceses bien guardadas. Entró el duque de Orleáns por la parte de Henaut, tomó a Viretonio y a Arlonio, saliendo los que estaban de guarnición. A 10 de setiembre se puso sobre Lucemburg, ciudad muy principal, y cabeza del ducado, que fue el primero título y Estado que se dio al Emperador cuando le bautizaron. Estaban dentro de esta ciudad, demás de los naturales, tres mil y quinientos infantes, con los capitanes Egidio Levancio y Juan Mentesi, con cuatrocientos caballos, que mirando poco por su honra, sin esperar un asalto, siendo tan grande la fuerza y guarnición que había, entregaron la ciudad, saliendo libres con las armas y ropa que tenían.

     Puso el duque de Orleáns en Lucemburg a Longuevallo con dos mil alemanes y trecientos caballos franceses.

     A 29 de setiembre vino el rey Francisco a Lucemburg, y mandó que no se hiciese daño en los edificios de la ciudad, que había pareceres que era bien arruinarla, diciendo que no se podría él llamar duque de Lucemburg si no tenía la ciudad primaria y antigua del Estado. El duque su hijo hallaba por dificultoso poderla sustentar. Un ingeniero llamado Arlonio se ofrecía de hacerla inexpugnable, con poca fortificación que se le añadiese.

     El rey tenía consigo cuarenta mil hombres; hízose jurar por duque de Lucemburg, y todo el tiempo que aquí estuvo gastó en banquetes y saraos, y día de San Miguel dio el rey el hábito de San Miguel, que es la caballería más honrada de Francia, en la iglesia de San Miguel de Lucemburg, y dado el orden para fortificar la ciudad, quedando para ello Jerónimo Marino, maestro e ingeniero, natural de Bolonia y capitán de una compañía de italianos, dejando mucha infantería y caballería, de los cuales todos era (como dije) capitán general Longuevallo; salió el rey, y tomó a Theonvilla, con que acabó de hacerse señor de todo este Estado, y dio la vuelta, llevando a su hijo consigo a Francia, porque ya tenía aviso que el Emperador había allanado al duque de Cleves, y que venía con su ejército vitorioso en su busca.



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- XLIV -

Va el campo imperial contra Landresi. -Fatiga la gota al Emperador.

     Tenían los franceses, con su capitán Reusio, hermano del duque de Ariscote, la villa de Landresi, donde el Emperador quería comenzar a dar a entender y sentir el enojo que tenía del rey de Francia, y la satisfacción que de él quería tomar, por las ofensas recebidas. Habiendo acabado con Güeldres repartióse el campo imperial en tres o cuatro partes, y lo que era la corte, fue por otro; y todo se había de juntar en Valencianes, frontera de Francia, a 23 de setiembre.

     Cayó el Emperador en la cama por haberle tocado la gota; que ya andaba este gran príncipe fatigado de tan prolijo y doloroso mal, que sus grandes trabajos le habían puesto en ayes de viejos, no mereciendo él sino una muy larga salud y vida, pues tanto importaba en el mundo.

     Eran ya 8 de octubre, y no estaba determinado dónde iría el campo. Tenía tanta gana el César de hallarse en todo, que pensando estar cada día mejor, tuvo a don Fernando de Gonzaga, su general, dos leguas de Francia, cerca de San Quintín, que es una muy fuerte plaza de aquel reino. Estaba determinado el Emperador en mejorando, salir en campaña y entrar en Francia, con ser ya (como es por este tiempo en aquellas partes) muy riguroso el invierno de aguas, nieves y fríos. Martes a 2 de octubre, los franceses, que estaban en Landresi, temiendo lo que sobre sí se les venía, se recogieron a la mitad de lo que tenían fortificado, y los flamencos que estaban sobre ellos les ganaron la otra mitad, y ganaron mala ventura, porque los tenían los franceses desde su fuerte a caballero, recibiendo mucho daño de la artillería, si bien los flamencos se las pagaban, de suerte que venían a deberse muy poco.

     Había pareceres de que por este invierno quedase cercada Landresi, y que con lo grueso del ejército pasasen adelante.

     El jueves siguiente tuvo el Emperador correo de Italia, que trajo [la nueva] cómo Barbarroja no osó esperar en Niza al marqués del Vasto, que había ido contra él, y que se fue llevando todos los hombres, mujeres, niños y ropa de Niza, la vuelta de Marsella. Decíase que el rey y Barbarroja andaban desavenidos, y temían muchos que le había de costar caro al rey de Francia aquella mala compañía; por lo menos las galeras, que se alzaría el moro con ellas.

     Desde aquí despachó el Emperador para todos los príncipes y ciudades de Alemaña, mandándoles que a 13 de deciembre se juntasen en Espira, para la Dieta.



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- XLV -

Avisan al Emperador que el rey de Francia venía con su campo. -Fortificación de Landresi. -Don Pedro de Guzmán se dijo don Pedro de Noche. -Demostración que hizo el rey de querer dar la batalla al Emperador. -Sitian los imperiales a Landresi. -Escaramuza entre imperiales y franceses.

     Martes de mañana, a los 9 de octubre, vino don Pedro de Zúñiga, con carta de don Hernando, de Gonzaga, en que decía al Emperador que el rey de Francia había caminado mucho, y que estaba en San Quintín, o muy cerca de ella.

     La vanguardia de su ejército estaba este día a tres leguas del campo imperial, de manera que sus caballos andaban ya envueltos con los imperiales. Tenía el rey Francisco muy fortalecido a Landresi. Estaba dentro el capitán Landa con bastante guarnición, y había fatigado tanto en aquellos días aquella tierra, que por llantos y ruegos de los vecinos quiso el Emperador que la primera empresa fuese a ganar a Landresi.

     Arrimóse al campo imperial hasta un lugar allí cerca, que se llama Guisa, con intención de tomarle primero, antes de acometer a Landresi; pero entróse en él a vista del ejército Pedro Strozi, hijo de Felipe Strozi, con cuatrocientos caballos. Servía este Strozi al rey de Francia después de la muerte de su padre.

     Pasó el campo a juntarse con el de la reina María, que estaba, como dije, sobre Landresi, con los tres mil españoles que le había llevado don Pedro de Guzmán, que llamaban don Pedro de Noche, por las canciones que componía, y solía cantar en tinieblas dulcemente.

     Estando en este cerco llegó la nueva de que el rey de Francia en persona venía, y que traía cincuenta mil hombres, y determinación de dar la batalla al Emperador, porque como andaba desavenido con Barbarroja, quería, antes que le faltase y se quedase solo, probar esta ventura; de lo cual el Emperador se holgó infinito, porque era lo que él más deseaba.

     Miércoles de mañana, a los 10 de este mes de octubre, se retiró el campo imperial de sobre Guisa, porque le faltaban vituallas para venir sobre Landresi. Cargaron los enemigos en la retaguardia. Don Francisco de Aste, capitán general de los caballos ligeros del Emperador, por retirar unos caballos que quedaban escaramuzando, quedó rezagado, y a una carga que los enemigos le dieron, cayó su caballo; algunos caballeros que iban con él, por socorrerle, volvieron, y fueron presos don Francisco de Aste y monsieur de Isiese, hermano de monsieur de Rin, y Alfonso Visal, gentilhombre de la boca. Los enemigos se retiraron con su presa a Guisa.

     A los 7 de octubre llegó el campo imperial sobre Landresi con muy ruin tiempo; púsole don Hernando de Gonzaga, general del campo imperial, de esta banda de un riachuelo, y para ir a toparse con el rey habíase de juntar con los ingleses y flamencos y esperar que el duque de Ariscote, Buren y Galopo, sus capitanes, pasasen aquel río, y se pusiesen en sus mismos alojamientos, para que todos juntos diesen la batalla, que el rey de Francia decía que la venía a dar, y los imperiales querían y venían a lo mismo. No quisieron los capitanes flamencos hacer lo que don Hernando les ordenaba, y así hubo de pasarse él, donde ellos estaban.

     El rey Francisco llegó con su campo a Guisa, y partió allí muy en orden, llevando su hijo el delfín en la vanguardia y al almirante Annibaldo en la retaguardia, y el rey llevaba la batalla. Llegó tan cerca del campo imperial, que se pudo trabar una recia escaramuza, y en el mayor calor de ella metió el rey en el pueblo gran cantidad de bastimentos, que los habían bien menester, y gente, y capitán de refresco, sacando de los que antes estaban. Perdióse esta ocasión de batalla, y el rey tuvo lugar de socorrer su pueblo, que le pareció había hecho harto, y más en representar la batalla; la cual no se dio por lo que dije de no haberse querido juntar el duque de Ariscote, y porque tampoco don Hernando tuvo mucha gana de darla, porque aún no era llegado el Emperador, ni Martin Van Rosem, ni el duque de Sajonia, que venían ya muy cerca.

     Pareciéndole al rey Francisco que había hecho lo que bastaba para su reputación, levantó el campo y fuese a poner en Cambresi, poco más de una legua de sus enemigos. Detúvose allí dos días, como dicen los franceses, esperando a que el Emperador le presentase la batalla, con intención de no rehusarla, porque el Emperador era ya llegado con la gente de Rosem y Mauricio.



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- XLVI -

Cómo pasó el representar la batalla el rey al Emperador. -La gente que había en los dos ejércitos. -Sale el Emperador en campo armado, con propósito de dar la batalla al rey. -Dicho notable del Emperador. -Muerte de don Juan Pacheco. -Retíranse los franceses, no se atreviendo a esperar. -Quiere el Emperador atajar el camino al francés, que se retira. -Engaños que hubo en los dos campos por falta de espías. -Por descuido dejó de ser preso el rey de Francia. -Conoce el rey su gran peligro, y trata de huir a cencerros tapados. -Jovio culpa al capitán Salazar.

     Agora diré muy por menudo este cuento, y por relación de testigos fidedignos que se hallaron presentes, y concuerdan, aunque lo escribieron sin saber unos de otros (ni aún quizá conocerse) y algunos de ellos son extranjeros. El rey Francisco, en los dos días que estuvo entreteniéndose con escaramuzas, escribió a Italia y a otras partes, gloriándose que a pesar del Emperador había proveído a Castil Landresi, y le había representado la batalla, y que el César huía de ella, y que le había de seguir hasta en cabo del mundo. Tenía el rey Francisco en su campo diez mil caballos, y más de cincuenta mil infantes, aunque no muy buenos. Eran los seis mil gascones, doce mil suizos, siete mil güeldreses y otros alemanes, dos mil italianos, veinte y cuatro mil franceses. Tenía el Emperador nueve mil caballos, los mil y quinientos ligeros, y cuarenta y siete mil infantes; los seis mil eran españoles, los siete mil ingleses, y mil italianos.

     Contaré agora lo que pasó, para que todos sepan la determinación que hubo de pelear, sobre haber pasado los desafíos que se han dicho, y estar tan juntos, y aún dijo el rey de Francia que venía a dar la batalla, y que le había de seguir hasta en cabo del mundo, y acabar de una vez con el Emperador.

     Llegó, pues, el Emperador a su real, jueves día de Todos Santos, que había partido de Dabenes, y el mismo día el rey se alzó de donde estaba, y se fue camino de Francia, y el campo imperial caminó tras él, y estuvieron asentados un tercio de legua un campo de otro, y el Emperador partió viernes y se fue a juntar con su campo, que marchaba en seguimiento del francés, a mediodía en tiempo que estaban los escuadrones hechos, con pensamiento de dar la batalla, y trabada escaramuza de caballos harto reñida. El campo francés estaba sentado junto a un lugar que se dice Tachio de Andresim, del obispado de Cambray, y la persona del rey y delfín dentro del pueblo.

     Sábado, que pensaron fuera la batalla, salió el Emperador todo armado, salvo la cabeza, por ser conocido, en un caballo encubertado, y ordenó el ejército, animando a cada nación en su lengua; y como setecientos alemanes bajos de caballo, que se adelantaron, peleaban con parte de la caballería francesa, y los españoles, que se alargaron en dos alas hasta llegar a las trincheas, preguntaban de mano en mano a don Hernando de Gonzaga si entrarían; él dijo que no (que no debiera).

     El Emperador se puso el yelmo, diciendo al escuadrón de su corte, que ya era llegado su día; por eso, que peleasen como caballeros honrados, y si viesen caído su caballo y su estandarte, que llevaba Luis Méndez Quijada, que levantasen primero el pendón que a él. Caló, diciendo esto, la visera, tomó la lanza, y caminó paso ante paso hacia los enemigos.

     Era poco menos de mediodía; esperó cuatro horas quedo en un lugar, a que saliese a la batalla el rey, como lo blasonaba y decía, que sólo a darla venía, si bien lo atraían y provocaban los españoles pegados a su real. Salieron unos españoles a combatir y tomar el lugar donde el rey estaba metido, echando a la mano izquierda, y pusiéronse un tercio de legua del francés, que unas cuestas impedían que no se viesen. Jugaba reciamente el artillería, y hubo una escaramuza bien trabada y reñida, y en una carga que dieron los franceses mataron a don Jerónimo Pacheco, hermano del marqués de Cerralbo, y cuando los franceses arremetieron estaban los escuadrones imperiales de a pie y de a caballo ya ordenados, y la artillería para dar la batalla. Sonaron reciamente las trompetas, y las voces, diciendo: Arremeter, arremeter.

     Cargaron más de ochocientos caballeros imperiales en siguimiento de los franceses, que se retiraban a largo paso, cuando entendieron la determinación del campo imperial, y dióseles tal carga, que mataron y prendieron de ellos más de ciento, y los encerraron en sus trincheas, y se hicieron fuertes en su real.

     Luego disparó la artillería imperial, y arremetieron los españoles, caballería y infantería, tocando fuertemente las trompetas, diciendo a grandes voces todo el campo: Batalla, a la batalla, haciendo cada nación los autos y ceremonias que tienen de costumbre, cuando quieren así romper y dar la batalla. Mas el rey de Francia, con ser el que había dicho y escrito que venía a darla, se estuvo quedo, sin querer salir de su fuerte, estando los españoles arrimados a él, y con determinación de romperlo y entrar a combatirlos dentro, y los dos campos tan cerca, que vergonzosamente se pudo rehusar, si don Hernando de Gonzaga, cuando los españoles, arrimados a las trincheas, le preguntaron si entrarían, no se lo negara: dentro en su alojamiento, combatieran al rey.

     Cuatro horas enteras estuvo el campo imperial de esta manera, incitando y provocando a la batalla. Como no salía, y ya el día se pasaba, el Emperador mandó tocar a recoger a un cuarto de legua del real del rey, que solas unas pequeñas cuestas quitaban el poderse verse unos a otros.

     Acordóse en el campo del Emperador que otro día, domingo, se echasen unas puentes en un riachuelo que había, para tomar la delantera al campo francés y apretarle de manera que, a su pesar, peleasen. Luego se comenzaron a hacer, y sobre ellas algunas escaramuzas, en que murieron seis ingleses, y hubo otras cosas no de tanta cuenta. Hubo gran falta y descuido en las espías del campo imperial, que no pusieron el cuidado y diligencia que debieran en saber qué gente traía el rey y qué pensamientos tenía, que lo que más importa en la guerra es saber los designios o fines del enemigo. Echaron de ver los imperiales (cuando no lo pudieron remediar) que el campo del rey de Francia no era tan copioso de gente como habían pensado; que sin duda, si hubieran sabido la gente que tenía y la calidad de ella, antes de socorrer a Landresi, le salieran a dar la batalla sin esperar al Emperador, y fuera con mucha seguridad de la victoria, porque en gente y bondad les tenían conocida ventaja.

     Y también el rey de Francia vino engañado, porque cuando los imperiales estaban sobre Landresi, por el recio tiempo que hacía, le dijeron que no había quedado gente en el campo del Emperador, y por eso pensaba que venía seguro y con ventajas a socorrer su fuerza, y hacia las bravatas de que había de dar la batalla y vencerla.

     Y así, digo que por falta de espías, perdieron los imperiales el mejor lance del mundo, pues dejaron de prender al rey y al delfín, y desbaratar su campo. Ni tampoco, después que vieron que el sábado se había estado acorralado dentro de sus trincheas, sin querer salir a la batalla, hubo cuidado de procurar saber lo que pensaba hacer el rey, que cierto se vio muy atribulado cuando conoció su peligro, y pensó ser perdido, y según se supo, no se entendía en otra cosa, sino cada uno en salvarse; y domingo, después de comer, en tanto que los imperiales andaban ocupados en hacer las pontezuelas, los franceses andaban aprestando la fuga. Hicieron grandes fuegos en su campo, de manera que el humo impedía poder ser vistos, ni lo que hacían, y sin grita ni trompeta cargaron todo su fardaje y pusieron a punto la artillería, quitaron los cencerros y cascabeles a los caballos y bestias que la tiraban, y aún dio el rey a un carretero, porque hacía ruido, con el azote; tan callando importaba retirarse.

     Tomó las llaves de Cambresi, porque ninguno saliese a dar aviso de su partida. Y luego, tras la artillería, caminó la infantería, y el rey, con ochocientos caballos, a dos horas de noche, a la lumbre de un farol, y a medianoche toda la caballería, tan sin orden ni concierto, que por el camino se dejaban los enfermos, y algunos carros de tiendas, con otros embarazos, cuales suele traer un campo, y son en él penosos, cuando es fuerzosa la huida.

     Los imperiales, sin detenerse en ellos, con codicia de alcanzar al rey y romperle de todo punto, picaban a toda furia. Sintiendo el francés la priesa y cólera del enemigo, ordenaron que el delfín quedase emboscado para dar en los imperiales, que sin recelo caminaban, y saliendo a tiempo dieron sobre los que más de lo justo se habían adelantado, cargándolos con tanta furia y ímpetu, puramente francesa, que los hicieron volver, y dejar el alcance, quedando muertos parte de ellos en el campo.

     Unos, por salvarse, metiéronse en la espesura de los montes, donde padecieron trabajo por no poder ser tan presto socorridos, y con dificultad y pérdida llegaron al campo imperial, donde ya estaban otros que con mejor tino tomaron el camino derecho, retirándose de la emboscada. Fue el Emperador mal engañado en esta jornada, por la falta de espías y por la traición de otros, que avisaban al francés de lo que entre los imperiales había.

     Tuvo particulares avisos de un Bosio que, como traidor, le dijo, siendo criado del Emperador, que ni por el pensamiento le pasase romper, ni esperar a que le rompiesen, porque la gente que el Emperador tenía era muy escogida, y que ardían por pelear, y pedían la batalla, y que le había venido al Emperador un gran socorro de Alemaña. Súpose la traición de Bosio, corrompido con dineros; fue luego preso, y en Gante degollado, y hecho cuartos puestos en palos.

     Tal fue esta jornada famosa entre franceses, gloriándose porque su rey a vista y pesar del Emperador socorrió a Landresi, y se la quitó de las uñas; mas callan la retirada, que todos cuentan como digo, que el rey hizo a 6 ó 7 de noviembre con silencio y bien, de noche, tomando el camino de Guisa.

     Los que se hallaron en esta jornada culpan a don Hernando de Gonzaga, que fue general en ella, y Paulo Jovio, por salvarlo, culpa al capitán Salazar, y fue que cuando el Emperador se acercó tanto con su campo al del francés, que no había más que milla y media de uno a otro, con un pequeño río en medio, para dar al rey la batalla, habiendo dos días que estaba allí, y se la había presentado, y no la quiso acetar, aquella noche que el francés se retiró, envió don Hernando de Gonzaga al capitán Salazar para que reconociese el campo de los enemigos, el cual, tornando de lo hacer dijo a su general que el campo estaba sosegado en el mismo lugar donde aquel día había estado, y que los esguízaros hacían guardia y tenían plantada alguna artillería, y venido el día se descubrió su error, etc.

     Dice esto Jovio así, y la verdad es que Salazar, reconocido el campo del francés, vino a la tienda de Gonzaga y le dijo estas palabras: «¡Señor, el rey se retira!», y le preguntó cómo lo sabía, y díjole las razones que había para ello. Mandándole volver segunda vez a que lo remirase mejor, tornó y volvió a don Hernando, y se afirmó en lo que había dicho, certificándolo de todo punto, y don Hernando le dijo que era imposible, y que no lo creyese; y con tanto, se salió Salazar de su aposento, tomando testigos de lo que había dicho.

     Y así, el Emperador dijo otro día a don Hernando de Gonzaga: «Vos me habéis quitado hoy mi enemigo de las manos.» Y excusándose don Hernando con Salazar, quiso averiguar el negocio, y todo paró en palabras y en algunas voces y réplicas con el Salazar, el cual, no osando estar más en el campo, temiendo no le mandase matar el general, se vino a España, diciendo lo que le parecía contra don Hernando; y fue preso por el alcalde Ronquillo en Corte (no sé a cuya instancia), donde estuvo detenido algunos días, y quedó averiguada esta verdad por probanza, y le soltaron, mandándole que no hablase mal de don Hernando de Gonzaga.

     También dice Jovio que al rey de Francia le pareció que había cumplido con representar la batalla a los imperiales. No sé qué llama Jovio representar la batalla, pues sin acabarse aquella guerra, ni levantarse los ejércitos de aquella comarca, ni la pendencia de Landresi, le presentan a él la batalla y la rehuye, y se retira, y el campo del Emperador, como vitorioso se aposentó en el mismo alojamiento (ceremonia y pundonor antiguo de la honra de la guerra) donde su contrario había estado alojado cuando se retiró; y si antes que el Emperador llegase a su campo don Hernando, no quiso pelear, pareciéndole que no tenía lugar ni ocasión buena para ello, no fue por esto, como el Jovio y la Pontifical dicen, sino que realmente, sabido por el Emperador (que estaba con sus achaques curándose) lo que pasaba, le envió a mandar que no diese la batalla de ninguna manera, hasta que él llegase, y aún hubo más necesidad que ésta, que, sin embargo de este primer mandato, con ciertas excusas que suelen tener los capitanes deseosos de pelear, lo quería aventurar el mismo Gonzaga, y segunda vez, se le envió a mandar, con monsieur de Granvela, que no diese la batalla hasta que el Emperador, que se quería hallar en ella, fuese llegado al campo; y así, en viniendo, lo primero que hizo fue presentalla a su enemigo y él huir, como queda dicho; tanto temió el rey Francisco la presencia del César, sabiendo que era venido al campo, y no se engañó, porque con dificultad se dejara vencer.



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- XLVII -

[Embajada del Emperador al inglés.]

     Viendo el Emperador que Landresi estaba bien proveído de bastimentos y munición, y que el rey de Francia se le había ido de las manos, que ya el tiempo era recio, por llegarse el invierno con el rigor que suele en aquellas partes, llevando el campo marchando para Cambray, tuvo aviso el Emperador que algunos príncipes de esta ciudad estaban quejosos de él y de sus soldados, y con tanta alteración que sospechaban estar conjurados e inclinados a franceses, siendo el movedor de esta alteración el obispo de la misma ciudad de Cambray.

     Quiso asegurar la ciudad, y metió en ella bastante guarnición; procuró, con prudencia y mansedumbre, componer y sosegar los ánimos alterados. Mandó edificar un fuerte castillo sobre un monte que sojuzgaba la ciudad, en el cual se puso la guarnición, y los ciudadanos quedaron llanos, o de grado o a más no poder, y por acariciarlos el Emperador, les confirmó sus privilegios, y así permanecieron en su fe y de la casa de Austria hasta que en el año de 1580 los alcaides, corrompidos con dineros, la entregaron al francés juntamente con la ciudad, de donde salían corriendo y robando las tierras de Henaut y Arras, ni se pudo sacar de las manos de franceses hasta el año de 1595. En el cual, don Pedro Enríquez de Acevedo, conde de Fuentes, que en este tiempo era general en Flandres, tomando por fuerza a Dorlan, matando los franceses, pasó con su ejército sobre Cambray y la tomó por combate, siendo casi inexpugnable, y con el favor de algunos ciudadanos se apoderó del castillo, dejando salir los franceses que en él estaban de presidio con toda su ropa, salvo la artillería.

     No holgaban en otras partes las armas, porque en este mesmo tiempo que el Emperador las trataba con el rey de Francia sobre Landresi, Guillelmo, conde de Furstemberg, en nombre del Emperador, juntó doce mil alemanes y tres mil caballos, y con mucha y buena artillería, fue contra Lucemburg, que aún no estaba con los franceses bien fortificada; la cual cercó tan apretadamente, que la puso en necesidad de bastimentos y municiones. Acudió luego el rey de Francia, enviándole socorro de los mejores soldados viejos que tenía, y por su general al príncipe de Melfi, el cual fue con tanta potencia y orden, que Furstemberg se conoció inferior en la gente y aparatos de guerra, si bien no en el ánimo; levantó su campo volviendo para Alemaña. Los franceses proveyeron la ciudad de lo necesario, sacaron a Longevallo con la gente que de guarnición allí había ido, poniendo otra de nuevo, y por su capitán al vizconde de Estauge, y porque ya era insufrible el tiempo, por el rigor de los fríos, vientos y aguas, en tanta manera que los ríos y grandes lagunas se helaron, de suerte que se andaban como la tierra, repartió su gente por los presidios, deshaciendo el campo.

     En el Piamonte, el capitán Buterio cercó a San Germán, pueblo pequeño, y dióle sin efeto dos asaltos, perdiendo gran parte de los suyos; pero no bastó el buen ánimo y valerosa resistencia de los cercados, porque, no siendo socorridos, muertos y heridos los más principales, se dieron a partido, saliendo con sus armas y ropa y banderas tendidas. De ahí a poco, el mesmo capitán francés tomó a Crescencio y Desnam, con gran dolor del marqués del Vasto, que por falta de dineros, no le habiendo acudido con ellos los cogedores de Milán, no tenía soldado en pie.

     Quisiera harto el Emperador seguir al rey de Francia y entrarle el reino sin parar hasta cercar a París. Mas viendo que el tiempo no le daba lugar, suspendió las armas y cólera para el año siguiente. Y queriendo juntar las fuerzas posibles, envió a Ingalaterra a don Hernando Gonzaga y a Juan Bautista Gastaldo, para que tratasen y concertasen con el rey el modo que en esto se tendría, poniendo todo su poder contra el de Francia. El de Ingalaterra recibió muy bien estos capitanes, y les hizo mercedes de ricos dones, particularmente a don Hernando, y ofreció con gran voluntad la amistad con el César, y el poder y armas de su reino contra el de Francia, lo uno por lo que estimaba ser amigo del Emperador, lo otro por ser antiguo y casi natural el odio entre ingleses y franceses, y más con la nueva ocasión de lo de Escocia, en que el de Ingalaterra se sentía agraviado.



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- XLVIII -

Viene Barbarroja a Francia con armada del Turco. -Va Barbarroja sobre Niza. -Lastimosa presa de niños cristianos. -Hecho escandaloso de unos frailes.

     Cuando reina pasión, piérdese el respeto a lo divino y humano; la que hubo en Francisco fue tan poderosa, que con ser un príncipe tan señalado y cristiano, quiso la amistad del Turco y valerse de sus armas trayéndolas contra los inocentes cristianos, a trueque de vengarse del enemigo.

     Notorias son las diligencias que para esto hizo, y si valieron más las costas y presentes que hizo a turcos, que Milán, ni Nápoles, porque fue su porfía. Trajo a Barbarroja, cosario poderoso, capitán enemigo de cristianos, con la armada y gente del Gran Turco, y dióle el rey tanta mano y entrada a su reino, que cuando quisiera echarlo de él casi no la tenía, viéndose pobre y afrentado, cargado de maldiciones que los tristes cristianos cautivos le echaban, y que el mismo turco Barbarroja, teniéndole en sus puertos, le escarnecía y mofaba.

     Fue Polín, embajador del rey, por haber el armada, en seguimiento de Solimán hasta Andrinópoli, donde el Turco quiso tener el invierno, por estar más cerca de Hungría, para la guerra que pensaba hacerla. Tuvo bien que hacer Polín en alcanzar lo que pidía (si bien el mismo Solimán le había prometido la armada) por contradecirlo el bassá Solimán, eunuco que aborrecía mucho a Barbarroja, y aún se dijo que por tener las tierras de don Hernando de Gonzaga. Como se concluyó lo que deseaba, convidáronle Rustán Bassá, yerno del Turco, y el eunuco, y diéronle ciertos vasos de plata y caballos y vestidos, con cartas para el rey y para Barbarroja, con las cuales volvió a Constantinopla, y se metió en la flota que con priesa se había puesto a punto. Partió, pues, Barbarroja en fin de abril de este año 1543, con gruesa armada y muy bien bastecida.

     Tuvo en Modón ciento y diez galeras y cuarenta galeotas, y otras fustas de diversos cosarios, y cuatro mahonas, con las cuales entró por el faro de Mecina; surgió cerca de Rijoles por tomar agua. Entraron algunos soldados en la ciudad, que estaba sin gente y sin ropa. Comenzaron a quemar casas. Tirábanles con artillería Diego Gaitán y otros soldados, que serían hasta sesenta españoles que guardaban este pueblo, y porque las balas mataron tres turcos y un renegado, se embraveció Barbarroja y batió con furor el castillo con unos cañones que mandó sacar de las galeras; porfió en el combate hasta que los de dentro se rindieron. Dio a saco el castillo, cautivando los hombres.

     Hubo una hija del Gaitán, hermosa y música, que hizo renegar por tenerla por mujer, y a sus ruegos dejó libre la mujer del alcaide Diego Gaitán con dos criadas, y luego al padre en Tarrachina, al cual trató después como a suegro. Pasó por Poncia, Ostia, Civita Vieja, Pumblin y riberas de Génova, sin hacer daño. En Tolón le salieron a recebir tres galeras francesas, que acaso iban a pedir el cuerpo de Madalón Ornezan al príncipe Andrea Doria. Las cuales, con voces alegres, abatieron las velas tres veces delante la Capitana turquesca, y bajando el pendón real y otro de Nuestra Señora, alzaron el del Turco, cosa harto indigna de gente cristiana.

     Pesóle mucho a Barbarroja por haberse parado a combatir el castillo de Rijoles, si bien ya en su vejez venía enamorado de la cautiva cristiana hija del alcaide, entendiendo cuán pocos días antes era ido de allí Andrea Doria, según después diremos.

     Llegó a Marsella con toda la flota, día de Santiago, pero no entró en el puerto más de con treinta galeras, en que llevó los principales capitanes y cosarios que con él venían. Fue bien recebido (saliendo toda la ciudad a vello) de Francisco Borbón, señor de Anguien, que a la sazón era capitán general de las galeras de Francia.

     Holgara ya el rey Francisco que Barbarroja no viniera, pues se había pasado la ocasión de la guerra de Cataluña, y la costa que traía era grandísima. Mas por sustentar su reputación y no caer en falta y desgracia con el Turco, mandó que fuese sobre Niza, que a otra parte no se atrevía tanto, por estar todo guarnecido, cuanto por más no incurrir en odio general de la Cristiandad.

     Bramaba Barbarroja, tirándose de las barbas por haber venido tan larga jornada con aquella gruesa armada. Zahería la poca firmeza del rey; sentía el menoscabo de su propria reputación y temía la ira del Gran Turco, volviendo a Constantinopla sin haber visto al enemigo. Mas habiendo de hacer la voluntad del rey, conforme al orden que del Turco traía, partió de Marsella para Niza con toda la flota, y Francisco Borbón, con veinte y dos galeras, las tres o cuatro del conde de Anguilara, y Polín o Polibio con diez y ocho naos en que iban siete mil provenzanos, gascones, soboranos y florentinos. Desembarcaron en Villafranca de Niza, que por su miedo estaba desierta.

     Envió Polín, que tenía mano en todos los negocios por el rey, a rogar a los de Niza que se diesen, si no querían ser destruídos y llevados en cautividad. Ellos respondieron que ni querían ni debían, antes escogían el morir como leales y cristianos por su príncipe y su Dios. Luego sitiaron la ciudad por tres partes. Francisco Borbón por un repecho, y Polín por la puerta por do salen a Villafranca, y los turcos, que eran más que los franceses, por su cabo, los cuales hicieron fuerte su real con tanta presteza y arte, que los otros se maravillaron.

     Tiraron tanto a un nuevo torreón, que lo desmocharon todo, abriendo la cerca por junto de él, y arremetieron a entrar por allí. Los nizardos se defendieron aquel día tan valerosamente, que mataron y hirieron de muerte cien turcos, ganándoles una bandera y más de veinte florentinos, despedazando la bandera de León Estrozi, que tomaron competencia con los turcos a subir por la batería. Barbarroja, conociendo que por allí era peligroso entrar, mandó batir la torre de la puerta, que aunque parecía recia, era flaca. Por lo cual, y por el daño que hacían en las casas las galeras francesas con su artillería, se dieron los de la ciudad a Francisco de Borbón, sobre juramento que les guardaría las vidas con las haciendas, y todos sus fueros y privilegios que de los duques de Saboya tenían.

     Quisieran los turcos la ciudad a saco, que debía ser concierto entre ellos, pero quedaron frustrados por aquella vez, y porque no se la dieron, y los hacían volver a las galeras, quisieran matar a Polín y a Borbón. Ganada que fue la ciudad, trataron de ganar el castillo, aunque inexpugnable pareciese, pensando que se daría, por haber tenido poco antes tratos con algunos de dentro, según adelante diré. Barbarroja, como guerrero o por ver para cuánto eran franceses, les dio a escoger que, o combatiesen el castillo o guardasen el lugar y el campo, diciendo que podrían venir enemigos, como era fama que venían; y como no se determinaron, mofó reciamente de ellos, especialmente de Polín.

     Asentó con gran presteza ocho tiros de batir, los que dos eran basiliscos, con los cuales derribó las almenas y garitas del castillo, y no dejaba asomar hombre en los muros. También los franceses tiraban por su cabo, y faltándoles pólvora y pelotas, las pedían y compraban de Barbarroja, el cual, por ello, como era libre y decidor, dijo que como era estío, cargaban más barriles de vino que de pólvora, y aún quiso echar grillos a Polín: tanto se vino a enojar, diciendo que lo había burlado en Constantinopla, con encarecer el grandísimo aparato que su rey Francisco tenía para la guerra, y por no acabar la pólvora, sin la cual irían sus galeras en aventura, publicó su vuelta para Constantinopla, enojándose de veras, y diciendo que se lo merecía él, por no haber escarmentado en tratar con franceses, pues los conocía por mentirosos, livianos y flojos. No pudiera venir mayor pesar a los franceses que aquello, mayormente al Polín, que lo trajo, por lo cual se abatió a los pies del cosario como un vil esclavo, suplicándole que no se fuese y prometiéndole grandes cosas, y dineros para los janízaros. Púsose Borbón de por medio, y otros caballeros, que procuraron desenojar al bárbaro, y continuóse el cerco y batería del castillo.

     Tomáronse unas cartas del marqués del Vasto para Pablo Simón, caballero de la Orden de San Juan y alcaide de allí, por cuyo esfuerzo el castillo resistía, en que le avisaba que dentro de dos días, o tres a más tardar, sería en Niza con todo su ejército, que podría muy bien pelear con los turcos y franceses. Derramóse la nueva por los reales, cayó temor en todos, y fue tal, que les parecía que ya se desgajaban españoles por aquellos montes. Llovió aquella noche, y dejando sus estancias con la artillería, huyeron sin empacho, unos a la mar y otros a la tierra. Así que, por esto como por la fortaleza del castillo, embarcaron todos de común consentimiento la artillería, levantando el cerco.

     Los turcos entonces robaron la ciudad, cautivando cuantos pudieron. Envió Barbarroja al Turco, en tres naos, con una galeota, trecientos niños y niñas y monjas, pero quiso Dios que los librasen don García de Toledo y Antonio Doria, y las galeras de Malta y del Papa que corrían la costa de Grecia, porque el rey de Francia, en la otra vida, no penase por ellos, como por otros que por su causa fueron cautivos y negaron a Cristo.

     Aquí sucedió un caso que fuera bien olvidarlo, mas porque por él se vea la fuerza de la pasión que en estos días había en los franceses contra los españoles, lo diré, y fue que murió en la cadena de una galera de Barbarroja un desdichado español llamado Juan Francisco, que decía ser hijo de un veinticuatro de Sevilla; y otros cautivos españoles lo amortajaron como pudieron. Juntaron entre sí hasta dos ducados de limosna, para enterrarlo y hacer por su alma. Rogaron a un renegado que se llamaba Mustafá, también de Sevilla, que lo sacase a tierra y hiciese enterrar, y diéronle los dos ducados, y con ser de ordinario los renegados peores que los mesmos turcos, tuvo piedad y se encargó de hacerlo, y teniendo ya el cuerpo en tierra a la orilla del mar, dijo a unos frailes franceses (que debían de ir en aquella santa armada) que tomasen aquel cuerpo y que lo enterrasen, y dióles los dos ducados para que hiciesen por su alma.

     Los frailes se cargaron de hacerlo así, recibiendo la limosna. Pero cuando supieron que el cuerpo era de español, volvieron la moneda a Mustafá, diciendo que quemase o hiciese lo que quisiese de aquel cuerpo, que ellos no lo enterrarían. Escandalizóse tanto el renegado, que echó mano de un palo, pedazo de un remo, y a buenos palos descalabró cuatro o cinco de ellos, y metióse en la galera de Barbarroja y contóle el caso y palos que había dado, que cayó muy en gracia a Barbarroja, y se rió harto de los buenos palos.

     Luego llegaron los frailes descalabrados, quejándose a Barbarroja de Mustafá, y Barbarroja les afeó con palabras muy pesadas y afrentosas su mal término, y con su licencia y de los cómitres salieron a tierra con guarda de turcos hasta ocho españoles cautivos, y enterraron el cuerpo en sagrado. Y cuando los frailes hacían esto, ¿qué no harían los franceses seglares? Si no es que digamos lo que San Agustín en una epístola, que, como nunca vio mejor hombre que un buen fraile, así no le vio jamás peor que el mal fraile.



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- XLIX -

Invierna Barbarroja en Francia. -Corren turcos la costa de España. -Castiga Dios a los que se valen de infieles.

     Apenas era partido Barbarroja, cuando llegaron a Villafranca de Niza el duque Carlos de Saboya y el marqués del Vasto en las galeras de Andrea Doria y genovesas, con algunas otras, y antes de arribar se pensó perder la galera en que iba el marqués, y se quebraron y hundieron otras cuatro, dando en aquellos peñascos con un torbellino que, a deshora (como suele por agosto), se levantó. Avisó de todo ello Polín a Barbarroja, que aún estaba en Santa Margarita, rogándole que no perdiese aquella ocasión y presa tan cierta. Barbarroja partió luego, prometiendo de no faltar a lo que debía; mas paró cerca de Antibo, porque corría Sudueste, o porque no quería entrar en puerto que los enemigos tuviesen, de lo cual se maravillaron los suyos, unos riendo, y aun otros murmurando. El entonces, dijo con gentil disimulación: «Así lo debo a mi hermano Andrea Doria, por lo de Bona, y aun por lo de la Previsa.»

     Volvióse de allí a Tolón, a invernar con toda su armada. Envió veinte y cinco galeras con Salac, y Azan Ghelesi, su pariente cercano, a correr la costa de España y a visitar su Argel, los cuales hicieron gran daño en Cadaqués, Rosas y Palamós, donde tomaron una galera y otra nao. Combatieron a Villajoyosa en la costa de Valencia; pero defendióseles, y luego atravesaron para Argel, cargados de ropa y gente. Tuvo este invierno Barbarroja gran familiaridad con Andrea Doria, por terceros, mas honestamente.

     Hubo entonces a Dragut por tres mil ducados, que fue verdugo de cristianos. Fue muy servido y regalado del gobernador y caballeros de Proenza, y bien mantenidos los suyos. Hicieron muchos males los turcos en aquellas tierras, forzando las mujeres y niños, y echando a galera los hombres que hurtaban de noche y por los campos, como se les morían sus galeotes. No consentía Barbarroja tañer las campanas a misa ni a las otras horas.

     No osaban los clérigos y frailes enterrar los esclavos españoles que morían; tan infames molestias se sufrían en Francia. Salac, en esto, volvió de Argel a Tolón con las galeras que llevara. Quiso de camino robar algo en Cerdeña, y salió a esto y a tomar agua cerca de Oristán, donde ciertos de a caballo le mataron hasta ciento de los que salieron a tierra. Barbarroja, como lo supo, envió allá gran número de galeras, siendo ya hebrero, con el mismo Salac; mas los sardos se dieron tan buena maña, que, según los cautivos españoles después contaban, mataron casi la mitad de los turcos que saltaron en tierra, y fueron los que saltaron dos mil, y los otros, volviendo a Tolón, padecieron tormenta, en que se perdieron algunas galeras y mucha palazón, y para la rehacer hubo Barbarroja remos de Génova. Ya se pasaba el verano cuando las galeras han buen tiempo de navegar, y Barbarroja se quería volver, que era lo mismo que el rey deseaba; pero andaban ambos en largas, uno por haber dineros, otro por no los dar (o por andar alcanzado no los podía dar) por las muchas guerras de aquellos tres años, que a la verdad él estaba muy pobre y necesitado de dineros, y montaba mucho el sueldo de la armada turca, que había estado un año casi a su sueldo y costa, y tiraba cada mes cincuenta mil ducados y aun más, a lo que todos decían entonces. En fin, se concertaron, y sin las pagas de la gente y bastimentos de galeras, dio el rey a Barbarroja cuatrocientos moros, alárabes y turcos, que Francisco Borbón traía remando en sus galeras, y demás de esto, le dio un rico presente de ropa blanca, plata labrada, sedas, grana; y el fruto que de esto el rey sacó ni fue el Estado de Milán, ni el vengarse de su enemigo, sino desacreditarse a sí y abrasar su reino, y ofender a Dios, pues metía en su viña la bestia más brava que había en el mundo; y no sé si en castigo de esto ha permitido la Majestad divina los muchos trabajos que desde entonces hasta agora ha padecido aquel reino, en tiempo de nuestros pasados cristianísimo escudo y amparo de su Iglesia, porque sabemos que todos los príncipes que por vengar sus pasiones han querido valerse de infieles, siempre libraron mal. Juan Paleólogo, Emperador de Constantinopla, trajo quince mil turcos, que le dio Amurates, contra Marco Cernovichi, señor de Bulgaria, y si bien lo vendió, los turcos le robaron la tierra y llevaron muchos de sus naturales cautivos, y volviendo de ahí a tres años, que fue el mil y trecientos y sesenta y tres, le ganaron por guerra a Galipoli y Andrinópoli, y otros lugares en la Romania, que fue su pago y afrenta, y aun causa que turcos pasasen en Europa.

     Dicen algunos franceses que Luis, duque de Orleáns, se carteó con Bayaceto cuando venció a Sigismundo, rey de Hungría, por haber la gobernación de Francia, y aun el reino, porque estaba loco su hermano, el rey Carlos VII, el cual fue muerto después por el duque Juan de Borgoña, estando en París su primo y su competidor.

     Lázaro, señor de Servia, trató con Mahomet, por donde se hubo también de perder aquel Estado. Esteban Cherzech llamó también al dicho Mahomet contra su proprio padre, rey de Bosna, y al cabo le mató el mismo Mahomet, año cerca de 1470. Luis Esforcia, duque de Milán, y florentines, incitaron, a una, a Bayaceto II contra venecianos, y el duque murió preso en Francia y los florentines perdieron después su libertad. También trató de haber favor del mismo Bayaceto II contra el rey de Francia Carlos VIII, el papa Alejandro VI, junto con el rey Alonso, para defender a Nápoles, y el Papa murió de yerbas que le dio, no queriéndolo hacer, su hijo el duque Valentín, y el rey se vio sin reino, que por miedo del rey de Francia y de sus propios vasallos que lo aborrecían, lo renunció en su hijo Fernando; Fadrique, rey también de Nápoles, pidió turcos al Bayaceto, para defenderse del rey de Francia, Luis XII, que andaba por le quitar el reino, como en fin se lo quitó; mas desconcertóse con el Turco, que vino a capitular con él sobre cuántos habían de ser, porque el rey no quería más de dos mil caballos y dos mil infantes, o cuando más, siete mil, por los poder despedir y mandar a su placer, y el mensajero turco no quería, por mandado de Bayaceto, dar menos de quince mil, la mitad a caballo, por que no recibiesen daño ni enojo en tierras ajenas, o por que se apoderasen de alguna fuerza en aquel reino. Juan, bayboda de la Transilvania, por ser rey de Hungría se sometió a Solimán contra el rey don Fernando, de donde resultaron grandes males en la Cristiandad. Y dejando ejemplos de extraños y provincias remotas, en nuestra España, cuando reinaban en ella moros, los reyes cristianos que se valían de ellos contra cristianos, llevaban siempre lo peor y aun morían en las batallas.

     Sintióse tanto en la Cristiandad esta venida de Barbarroja, que se propuso en consistorio por algunos cardenales, el quitar al rey de Francia el nombre de Cristianísimo y excomulgarle por haber traído turcos y estorbar la guerra contra ellos, según los embajadores del rey Francisco procuraron en la Dieta de Espira. Mas el papa Paulo III lo disimuló, como disimulaba que viniesen, o por complacer al rey -no se le ajenase de la Iglesia-, o porque no hiciese mal en sus marinas. Y así, se dijo que una vez enviaba por su mandado el cardenal Trana, que de suyo era muy francés, un gran presente de refresco a la armada imperial, pensando ser turquesca, y cogiólo Andrea Doria por Barbarroja. Enrique, asimismo, rey de Francia, siguiendo los pasos de su padre, trajo turcos, como veremos, contra el Emperador, que hicieron mucho daño a los caballeros de Malta en el Gozzo y en Tripol, y a genoveses en Córcega; su muerte desgraciada, y otros trabajos que tuvo, son a todos bien notorios.

     Dije la venida del marqués del Vasto en socorro de Niza, y retirada de Barbarroja cargado de cautivos. Reparó el marqués lo que el enemigo había dañado en Niza, y vuelto al Piamonte con el ejército, sitió a Módena, y apretóla de manera, que dio partido. Puso en ella guarnición, y porque venía el invierno, dividió la gente por los presidios y volvióse a Milán.

     Este año vino de África a Italia Muley Hacen, rey de Túnez, a besar la mano al Emperador, que estaba en Nápoles de partida para Alemaña; comunicó con el César algunas cosas contra turcos. Mas por estar tan de priesa de camino para Alemaña, donde pensaba hacer jornada contra el duque de Cleves, según se dijo, le mandó quedar en Nápoles, y que allí esperase hasta que le ordenase otra cosa.

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