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Año 1544

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- VI -

Concierto con el de Ingalaterra para la guerra contra Francia. -Murmura la Cristiandad de los reyes. -Lo que se concertó entre el Emperador y rey de Ingalaterra. -Aprestos de guerra del inglés. -El duque de Alburquerque, general inglés.

     El rigor del invierno retiró los reyes y suspendió las armas, pero no las voluntades y coraje para volver a ellas, venido el verano.

     Vimos cómo el rey Francisco se encerró en Cambresi, y el Emperador en Cambray, y esperando que abriese el tiempo y llegase la primavera del año de 1544, que sus flores eran el bullicio y estruendo furioso de las armas, con el odio mortal que el uno al otro tenía, aparejaban las armas, solicitaban amigos, con las municiones y instrumentos necesarios par a la guerra cruel que el Emperador y rey Enrico de Ingalaterra entendían hacer al de Francia.

     Y habiéndose de partir el Emperador desde Bruselas para la Dieta que tenía echada en Espira, envió al rey de Ingalaterra por sus embajadores a don Hernando de Gonzaga y a Juan Bautista Gastaldo, para que concertasen con él la manera de esta guerra, como se había de hacer este año. Y antes que don Hernando volviese de Ingalaterra, el Emperador partió de Flandres para la ciudad de Espira, donde llegó en fin del mes de enero, no siendo aún venido alguno de los electores, puesto que ya se comenzaban a juntar otros príncipes y señores de los del Imperio, y, los procuradores de las ciudades.

     Luego que Su Majestad llegó a Espira, vino don Hernando de Gonzaga con el despacho de Ingalaterra, del cual recibió muchos favores, y un aparador muy rico, que se estimó en más de doce mil ducados; y en lo que tocaba a la guerra, se acordó hacerla de la manera que se dirá.

     También el Emperador se concordó con el rey de Dinamarca, Christierno, tercero de este nombre, que fue cosa de que los de Flandres se holgaron mucho por la vecindad que con él tienen, y por librarse de las molestias que de él recibían; y el de Francia muy poco, porque perdía amigos, que se le volvían recios enemigos. Tenía, demás de esto, abrasado su reino con tantas guerras, malquisto en él, y peor acreditado en la Cristiandad, por los daños que por su respeto había recebido de los turcos.

     También murmuraban del Emperador el Papa y sus parciales, sangrientamente, por los tratos y amistad que tenía con el rey Enrico, y decían que estaba excomulgado, por haber comunicado con él in sacris; mas él no se mostraba arrepentido, que se había, según lo que de Marco escribe Juvenal, Satyra prima, Bibit, et fruitur Diis iratis. Y Séneca, de Juno, quejosa de Hércules, porque usaba mal de isu ira: Superat (dice) et crescit malis, iraque nostra fruitur, in laudes suas mea vertit odia. Que según andaba la pasión, no sé si tragaran otras al precio, y esperar al Papa futuro por la absolución.

     Determinóse con el rey, que él entrase por su cabo con ejército formado, y el Emperador otro tanto con el suyo, y cada uno con todas las fuerzas que pudiese, como si solo hiciese la guerra. El de Ingalaterra entró por Normandía en fin de mayo, con veinte y cinco mil hombres y cinco mil caballos, los infantes doce mil tudescos, los demás ingleses; los caballos, mitad ingleses, mitad alemanes. Llevaban consigo a Mos de Veorres; tenía ya hechos grandes aparatos de bastimentos y municiones, que pasaban de seis mil carros los que tenía para el bagaje; y se trató, y el Emperador dio licencia, que el duque de Alburquerque fuese, como fue, por su consejero, y general de su campo, y los españoles estaban muy contentos de que el rey Enrico quisiese hacer tanto favor a la nación castellana.

     Y dice uno, que porque entendiese el Emperador si son buenos los señores de España para generales y consejeros, como los escuderos de Italia.

     Sentíanse los caballeros castellanos de que el Emperador no les hiciese favor en esto, porque los había tales, que sin pasión lo merecían, como presto se vio en el duque de Alba, y, viera en otros si se les diera el cargo.



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- VII -

Qué príncipes se hallan en las Dietas. -Qué cosa es la Dieta y los que se juntan en ella. -Gastó en vino el duque de Sajonia treinta mil florines.

     Dentro de veinte días, después que el Emperador llegó a Espira, acudieron muchos de los príncipes de Alemaña; halláronse todos los electores sin faltar alguno, y el duque de Cleves. La Dieta se comenzó y propuso a los 20 de hebrero.

     Entran en estas Dietas todos los electores, que son seis, tres eclesiásticos y tres seglares, y en diferencia el rey de Bohemia. Los eclesiásticos son, el arzobispo de Maguncia, primero; el de Colonia y el arzobispo de Tréveris. Estos dos, entre sí, no tienen precedencia, sino a veces precede el uno, a veces el otro. El de Maguncia es también chanciller mayor del Imperio, y sólo puede proponer la Dieta, y alguno de los otros no, sin ser dos a lo menos. Todos tres preceden a los legos. Los electores seglares son, el conde Palatino primero, y duque de Sajonia segundo, que llevaba el estoque desnudo ante el Emperador, y el tercero es Brandemburg, que llevaba la falda cuando el Emperador va pontificalmente vestido.

     De éstos, el Palatino no era llegado a este tiempo, que estaba viejo y enfermo, y murió mediada Cuaresma, y sucedió otro, a quien allí en Espira se le había dado el feudo algunos días antes, y ahora se le dio la envestidura. Tampoco eran llegados el de Brandemburg, ni el rey de romanos; mas vinieron, el rey la tercera semana de Cuaresma, y el otro al cabo de ella. Los otros todos se hallaron desde el principio, y con ellos Lantzgrave de Hesia, y todos los señores perlados y procuradores, que son por todos bien cuatrocientos; y la desventura grande era que los más de éstos eran herejes luteranos y de otras sectas.

     Decían que no había memorial de hombres que hubiesen visto que así se hubiesen juntado y concurrido de grandes años atrás, en Dieta alguna, ni el Emperador se vio con tanta majestad y grandeza como en estas Cortes; y se entendía que muchos de aquellos habían venido de puro miedo, por lo que habían visto pasar por el duque de Cleves en Dura y sus Estados. Que aunque son grandes señores, si Francia estuviera queda, mejor los podría el Emperador castigar que a los de España, que de por sí, no se aunando, ni tienen hacienda ni fuerzas con que se defender.

     Esta Dieta es como las Cortes de Aragón. Hay tres brazos eclesiásticos y cincuenta y cinco ciudades. Bien es verdad que las ciudades asisten y consienten, pero no tienen voto, sino que han de pasar por lo que los otros hicieren; y tampoco no se casa o anula por el voto de uno ni muchos, lo determinado, sino que la mayor parte vale, y lo que aquella vota tiene fuerza.

     Júntanse éstos en una casa pública de la ciudad, que acá llaman Corte. Concurren dos veces al día, a las seis de la mañana hasta las nueve, y a las dos de la tarde hasta las cinco. A las horas de salir, ya en cada casa de los señores han tañido o tañen su trompeta, con que llaman a comer a todas sus gentes, porque todos andan muy acompañados. Siempre que salen de casa se barre la casa, que no queda perro ni gato sin que vaya acompañando al señor. Va a caballo, toda la familia a pie, delante muchos escuderos y caballeros vestidos de martas, y con cadenas de oro gruesas al cuello, y la gente de servicio detrás, en cuerpo, con sus libreas.

     Los grandes señores, especial los electores, también llevan su guarda de alabarderos; de ellos dos docenas, de ellos una, como pueden. El mayor señor, que más compañía trae, es el de Sajonia, al cual acompañaba de continuo Lantzgrave, y ambos eran ahora la cabeza de los herejes, que los sustentaban.

     Luego que estos dos aquí vinieron, dieron un público pregón, que cuantos a sus casas quisiesen ir a comer, o por ración, fuesen. Gastaban tanto, que era fama que el de Sajonia, en solo vino, cuando allí entró, empleó treinta mil florines, que valen a ocho reales y medio, y cuando salía al campo llevaba su gente en muy buenos caballos, y con sus armas que tenía en los lugares comarcanos, y les traían los caballos y se ponían en ellos los de su casa, chicos y grandes, hasta el mozo de cocina; y en volviendo a la posada, tornaban a enviar los caballos al alojamiento, y se quedaban a pie todos, salvo los señores.



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- VIII -

Solemnidad con que se comenzó la Dieta.

     Cuando la Dieta se hubo de comenzar, que fue, como dije, a los veinte de hebrero, en la capilla mayor de la iglesia principal estaban hechos de tablas, para este fin, a la una parte y a la otra del altar, al largo de la capilla, unos estrados con sus asientos cerrados por las espaldas, y sus antepechos para se poner de rodillas. Estaban los de la mano derecha cubiertos con tapices, y sobre ellos brocado, y por el suelo ricas alhombras, y en las partes más vecinas al altar, estaba un trono cubierto de brocado. Este era para el Emperador, dos gradas más alto que los otros asientos.

     Tras éste, una grada más abajo, estaba otra silla más pequeña para el rey de romanos, y luego, otra grada más baja, estaba el banco igual, donde se sientan los electores, conforme a las preeminencias que tengo dichas, que entre sí tienen, y lo que sobraba de aquel banco era para algunos príncipes.

     El estrado de la mano izquierda tenía la forma de éste, salvo que era todo igual y no cubierto de brocado, sino de terciopelo carmesí. Este era para sentarse los perlados que no eran electores, y otros algunos señores. La cabecera habían de tener los más antiguos, por su orden, salvo que cuando vino el Rey de Romanos, se pusieron allí sus dos hijos, de los cuales diré después.

     Hecho este apercibimiento, el Emperador, en el día susodicho (que era miércoles), salió de palacio acompañado de cuantos había, faltando el de Sajonia y Lantzgrave, famosos defensores de los herejes, que por no oír misa no fueron, y precediendo un caballero con el estoque desnudo, que era teniente del de Sajonia, vino el Emperador a la iglesia, y puesto en su trono, y los otros en sus lugares, oyeron misa del Espíritu Santo, como es costumbre antigua para comenzar la Dieta.

     Díjola el obispo de Augusta; sirvió la paz y Evangelio el cardenal de Maguncia, haciendo este oficio con las mayores ceremonias del mundo. En los lugares de los electores ausentes están sus procuradores.

     Acabada la misa a la hora de las nueve, se fueron a la casa de la ciudad, y a la puerta de la iglesia estaban esperando Sajonia y Lantzgrave, y los demás que no se hallaron en la misa, y acompañaron al Emperador llevando el estoque el de Sajonia. En la casa había una estufa grande en que estaba un estrado muy alto con su trono, y cubierto de brocado, y con dosel y almohadas para el Emperador, y sus poyos de tabla, como es uso de estufas, para los otros.

     Al tiempo de sentarse hubo cierta contienda, que el de Sajonia y Lantzgrave dijeron que el duque de Branzvic no debía hallarse ahí, por no ser de los principes electores, que ellos le tenían despojado y quitado del estado. No obstante esto, el Emperador mandó que se sentase, y los otros protestaron que por obedecer lo consentían, pero que no les parase perjuicio para el debate que con él tenían Y porque Lantzgrave y Branzvic venían a sentarse juntos, el conde Palatino Federico (que aún no era elector y después lo fue) dejó su lugar, y se sentó en medio de ellos, con protestación asimesmo que dejaba su lugar porque aquellos eran enemigos y no era bien que estuviesen juntos.

     Acabados de sentar, este conde Palatino, en nombre del Emperador (porque allí todos hablan por procuradores, aunque estén presentes), comenzó de hablar, dándoles gracias por su venida y haberse juntado a su llamamiento. Hízoles ofrecimiento de favorecer las cosas que les tocasen, rogándoles, que así hiciesen ellos las suyas.

     Tras esto, el doctor Naves, chanciller del Imperio, leyó en escrito la proposición en lengua tudesca; ella fue larga y sacada en suma.



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- IX -

Proposición en la Dieta de Espira. -Responden los príncipes a la proposición hecha en nombre de Su Majestad.

     Excusóse el Emperador de no haber venido antes en el Imperio, como lo prometió en el recessu de Ratisbona, por haberlo impedido el rey de Francia, acometiendo sus reinos de España, a los cuales dijo haber dejado agora, no obstante la guerra que aún le hacían, y pospuesto todo lo demás de sus tierras patrimoniales, por procurar en el ayuntamiento de esta Dieta el remedio de la Cristiandad, tan necesario como veía todo el mundo claramente, y sabían especialmente los príncipes electores, y otros Estados de la Germania, y se les había declarado lo que a Su Majestad le dolía de no haber podido, a causa de la invasión susodicha, emplear los dos años pasados, y poner todas sus fuerzas, juntamente con las del Imperio, contra el Turco, común enemigo, que tan animosamente y con tanto poder había emprendido, mostrando querer sujetar, no solamente el reino de Hungría, que es la llave de la Cristiandad (lo cual haría si el reino no era ayudado), pero, en caso que viniese a señorearle, procedería a la invasión del Sacro Imperio, y esto todo por el continuo oficio que el rey de Francia hacía con el dicho Turco, dándole avisos de la disensión de la fe, y otras particularidades. Por lo cual ha hecho el dicho Turco los efectos que se han visto en Hungría y en el mar Mediterráneo con la venida de su armada, solicitada por el dicho rey de Francia.

     Pareciéndole, pues, ser los dos (esto es, el Emperador y el Imperio) una mesma cosa, según lo prometieron en la Dieta de Nurumberga, se haría, mostrando todo deseo de meter la mano en el remedio de las cosas de la fe y disensiones del Imperio, como convenía, buscando algún camino para remediarlo, teniendo Concilio general o nacional, o por otra vía, cual más conveniente pareciese, lo cual todo abría lugar, quitando de por medio el obstáculo de la guerra con el rey de Francia, el cual procuraba impedir todo buen designio de Su Majestad.

     Los señores del Imperio respondieron dando grandes gracias al Emperador por su buen propósito y santa intención, y por los trabajos que había pasado, y gastos que había hecho por venir a hacer esta Dieta con ellos, y entender en el remedio de las cosas del Imperio, pospuestas las suyas particulares, suplicándole que así lo continuase, pues de sólo él pendía la salud de la Cristiandad y del Imperio, que no tenía otro protector, ofreciéndole de serle siempre leales y obedientes, mostrando saber bien, y dolerse de los estorbos que el rey de Francia siempre le ponía, y daños que su liga y confederación con el Turco en la Cristiandad había hecho y hacía. Después de todo, ofrecieron a Su Majestad estar prestos para le servir, pero que le suplicaban hubiese por bien que ellos entre sí pudiesen comunicar la mejor forma y manera que en ello se podría tener, y que después de bien mirado y consultado, darían cuenta a Su Majestad de lo que hubiesen entre sí acordado.

     Después de esto, ellos se juntaron diversas veces en esta casa, y tratando entre sí lo que convenía, así cerca de lo que el Emperador les pedía como de otras cosas, anduvieron en demandas y respuestas, y hubo algunas disensiones; al cabo se convinieron en declarar el Imperio por su enemigo al rey de Francia y sus aliados, y hacer una común ayuda de todo el Imperio al Emperador, la cual fue acordada en este modo.



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- X -

Respuesta del Imperio a Su Majestad, y lo que ofrece para la guerra. -Humildad con que los tudescos tratan a su príncipe. -Cortesía con que trataban a los españoles. -El Papa y venecianos se espantan del socorro que Alemaña hacía al Emperador. -Requieren los alemanes a los esguízaros que no ayuden al francés.

     El Imperio dió a Su Majestad veinte y cuatro mil hombres de pie y cuatro mil de caballo, pagados por seis meses, y que el Emperador los mandase hacer cuales quisiese, y poner sus capitanes, coroneles y otros oficiales, repartiendo entre los Estados y ciudades imperiales el dinero que esta gente costase, conforme a lo que cada uno tuviese, y que se diesen a cada soldado seis florines de oro, y al hombre de a caballo doce florines. Tomaron a su cargo de coger el dinero y ponerlo en una cierta ciudad del Imperio, cual bien vista fuese a todos, y que allí entregasen el dinero al tesorero del Emperador en tres tercios y pagas, que fueron primero de junio, primero de agosto y primero de octubre, y le dejaron a su voluntad, que pudiese llevar esta gente contra Francia o contra el Turco, como mejor le pareciese convenir, porque al presente tenían al francés por tan enemigo como al Turco, en razón de hostilidad.

     Pusieron ciertas condiciones en el dar de esta ayuda, y fueron que Su Majestad proveyese cómo las ciudades imperiales, que están en los confines de Francia, fuesen proveídas de guarniciones para que ninguna repentina invasión de los enemigos las pudiese empecer. Que no hiciese paz con Francia, sin que también Francia la hiciese y firmase con todo el Imperio. Demás de esto, que acabada la guerra de Francia convirtiese esta ayuda que el Imperio le hacía, y más sus fuerzas, en la guerra contra el Turco. Que si por caso antes de correr los seis meses de este año se acabase la guerra con Francia, que el dinero que sobrase, que Su Majestad lo mandase guardar para lo juntar con los de los años venideros para la guerra contra el Turco. Lo cual, no obstante que se pagaría al rey de romanos la parte que le cabía para la defensa de Hungría y Austria, pero suplicaron al Emperador proveyese cómo las provisiones y vituallas de aquellas fronteras de Hungría no fuesen por los enernigos gastadas, por la falta que harían para la guerra venidera. Pidieron que el Emperador pensase y proveyese cómo los mercaderes del Imperio, que tenían las mercaderías y haciendas en Francia, no fuesen damnificados, porque sería en perjuicio de ellos y del Imperio, y del mesmo Emperador, porque tomando el francés, con ello haría guerra a Su Majestad.

     Es muy de notar en estas escrituras, autos y proposición y responsión -que, por estar en tudesco, largas y confusas, dejo- la humildad y sujeción con que hablan, que es muy grande, que siendo, como son, por otra parte, soberbios, que no se puede creer la humildad con que tratan y la gran crianza de que usan, que si topaban con un español de mediano talle, se desbonetaban cuantos le veían, si bien fuesen tudescos principales, y se apartaban para dar lugar que pasasen, aunque el español fuese a caballo.

     Tardaron en resolverse más de dos meses, que si bien desde el principio vinieron en servir al Emperador, no se acabaron de concertar en la manera, especial en el repartimiento del dinero: que querían los señores, la parte que a sus tierras cabía, repartirla ellos -por sacar para sí, con color del Emperador, otra buena parte-. Pareció al Emperador que esto era dañoso, y muy en perjuicio del común, y no quería dar lugar a ello, pero todavía se hubo de hacer, porque vino a determinarse por votos entre ellos, y con negociación de veinte y uno o veinte y dos que eran. Fueron de este parecer los doce, que para esto por su interese particular se juntaron entre sí unos con otros, que de parte del Emperador no hubo sino nueve.

     Ya que entre sí estuvieron acordados, fueron un día todos a palacio, y allí, por medio de su chanciller, leyeron la respuesta, la cual abrazaba en suma y sustancia lo que arriba tengo puesto de la ayuda y socorro contra Francia. Túvose a mucho esta determinación, y tanto, que los que eran del Emperador entendieron que por ella estarían quedos el Papa y venecianos, y que no se osarían mover, los cuales se sonaba trataban de novedades; y luego sus embajadores les despacharon postas, avisándoles de lo que pasaba, porque los alemanes son muchos, y muy temidos, y siempre fueron tenidos por muy valientes y amigos de las armas.

     Dióse esta respuesta al Emperador primero de abril, y antes que se le diese, enviaron a avisar a los mercaderes que tenían tratos en Francia para que desembarazasen y pusiesen cobro en las haciendas y dinero. Y porque los cantones de esguízaros tenían asimismo Dieta entre sí, los príncipes del Imperio les enviaron su embajador para les amonestar y requirir no sirviesen al rey de Francia, protestando contra ellos la emienda y castigo. Ellos respondieron diferentemente; los dos cantones ofreciéndose de lo hacer, como lo cumplieron, porque degollaron a los caballeros que contra su prohibición comenzaron a levantar gente para Francia; los otros cantones dijeron que querían primero avisar al rey de Francia de algunas cosas, y eran, que dejase la amistad del Turco, y su armada la echase de su reino, y les pagase cierta suma que les debía; y si esto hiciese, que le consentirían sacar gente para su defensión, y no de otra forma, y que no le servirían para ofender ni pelear contra el Emperador. Estos cumplimientos hicieron los cantones, pero es gente que raras veces guardan su fe.



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- XI -

Pretende el rey de Francia impedir el servicio que en la Dieta le hacían al Emperador. -Particulares pretensiones de los príncipes alemanes. Disimúlanse las cosas de la religión a más no poder, con dolor de los católicos. -Celo, prudencia, valor de Carlos V. -Caso notable de fray Hernando de Castroverde en Espira.

     El rey de Francia tenía entre ellos su embajador, el cual hacía todas las diligencias posibles, trabajando que le fuese permitido enviar otro a la Dieta del descuento y razón de sí; con intención, se imaginó, de, con dineros y sobornos, corromper algunos señores del Imperio, para traerlos a su parcialidad o impedir la determinación susodicha y servicio que hacían al Emperador; pero no lo pudo hacer, ni alcanzar, ni tuvo efecto su siniestra intención.

     En tanto que estas cosas en la Dieta pasaban, a vueltas se trataron otras tocantes a la Cámara y justicia imperial, y forma de gobernación, y casos y pleitos particulares, especial del duque de Branzvic contra el de Sajonia, y Lantzgrave, que desde la Dieta pasada le tenían desposeído. Y demás de se tratar por vía ordinaria ante los del Consejo, vinieron ambas partes con todos los electores y príncipes a orar sobre su causa ante el Emperador.

     También el príncipe de Orange estaba desposeído de otro Estado que le pertenecía, y los mismos Sajonia y Lantzgrave se lo habían quitado; y si bien tenía sentencia en su favor, no había quien se atreviese a tomar la posesión; tan soberbios y tiranos estaban ya Sajonia y Lantzgrave, que llegaron a lo que veremos, dentro de dos años.

     Las cosas de la religión, que era lo principal que importaba remediarse, por la demasía que había, por nuestra desventura se disimularon y pasaron por ellas, que si bien el celo del Emperador era santísimo estaba tan apretado con la guerra y ofensas que el rey de Francia le había hecho y quería hacer, y también lo que se temía del Turco en Hungría, que hubo de pasar por ellas porque estas gentes le ayudasen, esperando coyuntura y tiempo para asentarle la mano, como adelante lo veremos. Llevaban los católicos tal desventura, veían que la dilación era dañosa porque el mal cundía más que el enconoso cáncer, y amenazaban las demasías de los herejes una general corrupción y rompimiento, como sin duda la hubo, y lo que agora no se curó, porque no había disposición en el sujeto, con medecinas suaves, benditas y blandas, adelante lo procuraron curar con hierro y cauterios de fuego, que por brevísimo tiempo aprovecharon, pero luego volvió el cual, que dura hasta hoy día.

     Es cierto que las fuerzas y autoridad del César eran grandes, mas si pusiera su poderosa mano en uno, levantáranse ciento y juntáranse con Francia y con otros enemigos, tantos, que fuera peor que el monstruoso animal de la hidra, de quien dicen que por una cabeza que le cortaban, nacían siete. Era necesario quitarles la guarida por bien o por mal, que era Francia, y después dar sobre ellos, que así lo hizo el prudentísimo príncipe con el mayor valor y esfuerzo que tuvo ninguno de los romanos, y con tan ardiente celo de servir a Dios, cual no podré aquí pintar.

     Aconteció aquí en Espira una cosa, que si bien menuda, digna de memoria. Era predicador del Emperador, y andaba en su corte, un buen fraile español que se llamaba fray Hernando de Castroverde. Este predicó aquí, domingo de la Septuagésima, de este año, y dijo, hablando de la fe de España, cómo en ninguna parte estaba más inviolada, ni eran castigados los que contra ella andaban como allí, y que, por tanto, era merced particular de Dios nacer el hombre y criarse en esta provincia, y que en ella había nacido, y en ella entendía morir. Sucedió que a veinte y dos de hebrero, fue herido este fraile de una landre, y se despachó para la otra vida en cuatro días, de que hubo gran alteración en la corte, por el temor de peste; y tanto más, porque pareció a muchos que había sido juicio del cielo, y que luego le había herido con aquel castigo en pena del delito que había cometido en decir aquellas palabras. Esto decían los extranjeros que le habían oído, que fueron muchos; y los españoles sentían que el fraile era bueno y había dicho verdad.



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- XII -

Detiénense los herejes en Espira. -Los católicos hacen libremente los oficios divinos. -Sentían bien algunos tudescos de la disciplina y devoción de los españoles.

     No se desmandaron los herejes en esta Dieta ni hubo sermones de ellos, sino privados, en casa de Sajonia, ni osaron parecer allí los principales autores de las herejías.

     Los católicos procuraron dar buen ejemplo. Hubo muchos sermones católicos. La Semana Santa hicieron los cortesanos los oficios como en España, hubo procesión de disciplinantes, muy grande, sin que faltase hombre de corte, que no fuese en número de los disciplinantes o con hachas en las manos. Espantáronse los de aquella tierra de lo ver, y juzgaban de diversas maneras: los muy endurecidos decían que aquella sangre que se sacaban no era sangre, sino que mojaban las disciplinas con almagra, y con aquello se teñían las espaldas.

     Otros se movían a piedad y venían a los acompañar con sus velas, y llorando de devoción, y tocaban sus rosarios en las carnes de los disciplinantes como en reliquias, y decían que en sola España había cristiandad y religión, y que por ser el Emperador señor de tan buenos cristianos, le hacía Dios merced y le daba victorias de sus enemigos. Es la gente común alemana generalmente buena y cándida, sin malicia, que por eso los engañó Lutero y engañan otros herejes.



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- XIII -

Recelos y avisos de la amistad de Andrea Doria con el Turco y Barbarroja. -También el de Francia se teme de Barbarroja no le burle. -El de Francia solicita corazones y nuevas amistades. Pide tres cosas a Génova.

     Estando el Emperador en Espira tuvo avisos de Italia (fuente y cabeza de todas las novedades y mudanzas y madre sustentadora de las guerras) que entre el turco Barbarroja y Andrea Doria había grandes tratos de amistad, enviándose cada día fregatas el uno al otro, y presentes con demandas y respuestas, de que tuvo algunas sospechas, y aun temores, el rey de Francia, no le hiciese Barbarroja alguna burla pesada, concertándose con el Emperador. Y no iba muy fuera de camino el francés, que, como hay tan poco que fiar de turcos, fácil era a Barbarroja hacerse señor de su armada y aun de Marsella, y al Emperador, si quisiera ganar este enemigo, y traerlo a esto, que el dinero todo lo puede, y tuviera el rey su merecido por haberse fiado de un bárbaro enemigo capital y sin vergüenza de la fe cristiana; por esto procuró él rey despedirlo y echarlo de sus puertos, como queda dicho.

     Y demás de esto, supo el Emperador cómo el rey solicitaba corazones y procuraba amigos para ayudarse de ellos, y que había enviado a Génova pidiendo tres cosas. La primera, que le prestasen seiscientos mil ducados. La segunda, que le dejasen tener embajada allí. La tercera, que consintiesen a sus galeras arribar en sus puertos, y les diesen refresco. Respondió Génova que dineros no los tenían, porque estaban muy gastados en fortificar sus plazas, y los que tenían los habían menester. Embajador, que no había para qué lo tener, porque ellos estaban en servicio de la majestad del Emperador y no querían tratos con Francia. Y cuanto a las galeras, que a su ventura podrían ir y tomar puertos; pero que no le podrían asegurar de las del príncipe Doria, que servían al Emperador.

     De esta respuesta quedó el rey muy escocido, y tanto, que se tuvo por cierto que trató con Barbarroja que con toda su armada diese sobre Génova, y hubo hartos temores, porque decían que el Turco rehacía su armada y la cebaba con acrecentamiento de otras setenta galeras, aunque no fue lo que se temió, que mejor lo hizo Dios con su pueblo, y el enemigo se fue, como dije. Mas no por eso cesó la guerra ni pararon los tratos de ella que en Francia, Ingalaterra y Alemaña había, y en el Piamonte, que en estos días andaba tan viva, como aquí diré.



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- XIV -

Aprieto grande de Cariñán. -El del Vasto socorre a Cariñán. -Batalla entre imperiales y franceses; piérdela el marqués del Vasto. -Habla el del Vasto a los españoles, estando para romper. Vencen los españoles por su parte. -Pierde el marqués del Vasto la batalla. -Los españoles, vitoriosos, se rinden. -Honra que el rey de Francia hizo a seiscientos españoles sus cautivos.

     Deshízose el campo del Emperador por la huída o retirada del rey de Francia en Landresi y entrada de invierno, tiempo tan poco aparejado para la guerra, especial en aquellas partes, que es por extremo riguroso. El rey de Francia (que sin duda era buen soldado y capitán solícito, si bien poco venturoso), visto que los imperiales eran flojos y que no se habían aprovechado de la buena ocasión que se les ofreció, cual nunca otra tuvieron, acordó, con la gente que tenía, no dormir y pasarla toda en el Piamonte.

     Esto hízolo parte por necesidad, por no perder a Turín, que, como el marqués del Vasto, volviendo del socorro de Niza, ganó a Cariñán y otras plazas en contorno, teníale estrechado y apretado, quitando que no entrasen bastimentos ni socorro alguno, y no le podía el francés socorrer sino con ejército formado. Y parte también lo hizo porque, según se tuvo, fue solicitado del buen Pastor y los potentados y señorías de Italia, que no podían llevar en paciencia la pujanza y gloria del Emperador, al cual veían supremamente levantado. Cuando este campo caló en el Piamonte, no se hallaba el marqués del Vasto con fuerzas competentes para podérsele oponer y impedirle el paso, porque no tenía sino nueve o diez mil hombres, y de éstos, puestos buena parte en Cariñán, Quier y otras plazas; con los demás, se recogió y estuvo quedo, haciendo saber al Emperador la venida del francés y el estado de las cosas. Bien es verdad que luego, sabida la venida de los enemigos, el duque de Florencia le envió tres mil hombres; y al atambor, en Roma se juntaron otros quinientos españoles, y el cardenal de Trento, con un su hermano, envió otros tres mil; comenzaron a hacer cuerpo y tener forma de ejército. El Emperador tuvo su Consejo luego que entendió el estado de los movimientos de guerra, y porque los consejeros no saben por entero la necesidad, y lo que importa en semejantes ocasiones, por evitar gastos no proveyeron tan cumplidamente como convenía ni como el marqués pedía. Sólo enviaron cuatro mil tudescos que hizo Andalot, así de presto, en el condado de Tirol, cuales los pudo haber, gente flaca y desarmada. En tanto que éstos se juntaban, los franceses cercaron a Cariñán y a Quier y otras plazas, y las dieron batería, de donde se retiraron con pérdida y llenos de vergüenza, sin hacer nada. Había continuas escaramuzas y reencuentros, mejorándose a veces los unos y otras veces los otros, o saliendo de sus plazas a dar armas a sus enemigos, o topándose o poniéndose a asechanzas, que los soldados llaman emboscadas. Y señaladamente lo hicieron bien los de Cariñán, a los cuales tenían más apretados, quitándoles los bastimentos y otras cosas, que cada día salían y les mataban gente, y tomaban sus provisiones y las metían en el lugar.

     Servía al Emperador en estas guerras el capitán Miguel de Perea, caballero noble, descendiente por línea recta de Rodrígo de Perea, adelantado de Cazorla y camarero del rey don Enrique III. El cual capitán era tan valeroso y ejercitado en las armas, que siendo de poca edad, en la batalla que los castellanos dieron a los franceses en la cuenca de Pamplona, año 1522 (como dejo dicho en el libro X de esta historia) quitó el estandarte real que traía el general francés y lo ganó, y por tan señalado servicio le hizo merced el Emperador y dió cédula con palabras de mucho encarecimiento y estima, para que lo pusiese en el escudo de sus armas, en el dicho año de 1522, y le hizo contino de su casa, que antes que se mudase el servicio de la casa de Castilla, era de los oficios más honrados de la casa real.

     Año de 1537, por el mes de setiembre, estando el Emperador en Monzón, recelándose de que en Francia se hacía una gruesa armada de trece navíos, con tres mil hombres de pelea, con intención de ir a robar las costas de las Indias, no se fiando de la armada con que había ido Blasco Núñez Vela, mandó el Emperador que cuatro navíos que andaban guardando el mar de Andalucía se armasen muy bien, y que Miguel de Perea fuese por general de ellos y procurase juntar con Blasco Núñez, para que con más seguridad trajesen a España el oro y plata de las Indias. Hallóse antes de esto Miguel de Perea en la batalla de Pavía y en la jornada de Viena contra el Turco, y después de estos tiernpos en las guerras de Alemaña. Fue capitán y alcaide de la ciudad y fuerza de Melilla, y en otras muchas ocasiones mostró ser un gran soldado. Estaba a cuenta de este capitán el lugar y fuerza de Cariñán, y con los españoles que tenía resistían valerosamente al enemigo; pero como era poderoso no bastaban sus fuerzas, y los italianos que dentro estaban no querían pelear como debían, por el odio, emulación y envidia que de los españoles tenían, pareciéndoles que el capitán que tenían lo era, y que se hacían los españoles dueños en todo, como suele hacer esta nación, por ser de suyo altivos y de bravos corazones.

     Sabiendo el marqués del Vasto la poca conformidad que en Cariñán había y que los italianos, descontentos por no tener capitán de su nación, peleaban mal, determinó quitar de allí al capitán Miguel de Perea, si bien estaba seguro que por él no se perdería, y sabía cuánto se había mostrado allí resistiendo al enemigo, como el Emperador lo escribió después, dándose por muy bien servido de él. Puso el marqués en Cariñán, en lugar de Miguel de Perea a Pirro Colona, singular capitán italiano, con setecientos españoles y otros tantos italianos y tudescos, del cual luego diremos. Ya que los cuatro mil tudescos fueron llegados, el marqués del Vasto se halló con mil y quinientos españoles y casi cuatro mil italianos, siete mil tudescos y mil caballos ligeros, porque les avisaban de Cariñán que les iba faltando la provisión, acordó de ponerse en orden para ir a socorrerlos, con determinación de dar la batalla a los que se la diesen.

     Con este acuerdo, comenzó de marchar, y porque para ir a Cariñán era menester pasar el Po, que corre por entre Lombardía, donde él venía, y el Piamonte, do son Cariñán y Turín; y los contrarios, para le estorbar el paso y necesitar a batalla, se habían pasado ya del cabo que venía y héchose fuertes y asentado el real, él quiso desviarse y venirse a esguazar el río por más arriba, si bien con rodeo.

     Esto era en la Semana Santa, y ya el Emperador, en Espira, tenía aviso que, Viernes de la Cruz o día de Pascua, a más tardar, se daría la batalla. Los franceses, que estaban con propósito de pelear, movieron de Carmañola donde estaban y se acercaron a un lugar que se dice Somarriba, donde el marqués iba a alojar primero día de Pascua, y allí se metieron en un bosquete, de ellos cubiertos, de ellos descubiertos, con pensamiento que, visto que eran pocos, el marqués los acometería.

     Luego que fueron descubiertos por los imperiales, el marqués conoció lo que era, y para entender lo que había en el bosque hizo disparar ciertos tiros del campo a raíz del suelo, los cuales, como dieron en la gente, luego se descubrió la celada; esto era ya tarde; hubo algunas escaramuzas entre ellos, y no más por aquella noche.

     Y a la mañana, viendo el marqués que no podía pasar sin pelear, acordó de ganar hora, y representóles la batalla, puesta bien en orden su gente y concertados sus escuadrones. Los enemigos, que no deseaban otra cosa, le salieron a ella de muy buena gana.

     Había en el campo del marqués al pie de mil y quinientos españoles, y mil y trecientos alemanes, soldados viejos, criados en compañía de españoles, y muy amigos de ellos. De éstos se hizo un escuadrón de hasta tres mil, el cual se puso en avanguardia. Había otros seis mil italianos, de que se hizo otro escuadrón que tuvo la retaguardia. Había otros seis mil tudescos bisoños, que tenían el escuadrón segundo del batallón, y más cinco mil italianos, de que se hizo otro que tuvo la retaguardia. Los caballos, que serían hasta mil (cuyo capitán general era el príncipe de Salmona), estaban partidos en tres partes: ciento y cincuenta a las espaldas de los italianos, de al lado derecho de la avanguardia; los demás, algo adelante. A estos tres escuadrones contrapusieron los franceses otros tres, como si fueran puestos de juego de caña. El primero que respondía a la avanguardia tenía seis mil italianos; el batallón en frente de los tudescos del marqués tenía hasta siete mil esguízaros y gascones mezclados.

     La retaguardia que respondía a los italianos del marqués tenía la otra gente francesa su gente de a caballo, que eran hasta tres mil; estaba dividida en dos partes, entre la avanguardia y batallón; a las espaldas era el golpe, un poco más atrás los restantes. Su artillería estaba a las espaldas de la avanguardia. Su campo estaba recostado hacia Carmañola, tendido a la parte del Mediodía, el del marqués al Setentrión. Envióse pintada esta disposición de los dos ejércitos, con la relación del hecho (como aquí lo cuento) al Emperador, estando en Espira.

     Antes que el marqués respondiese, hizo una plática a los españoles, diciendo que ya sabían cómo siempre habían sido leales, y por la confianza que tenía en ellos, y tenellos en aquella cuenta, se atrevería a dejarlos sin paga por cumplir con la otra gente, y que se acordasen que servían a su rey y señor natural, y que, como siempre lo hacían, se habían de poner en los mayores peligros. Ellos respondieron muy contentos, que para ellos no era menester plática, que lo harían como siempre habían hecho, que viese lo que mandaba. Y díjoles que bien veían dónde estaba aquella artillería y el daño que les hacía, que habían de tomarla o morir por ello. Y respondieron, con gran ánimo, que eran contentos, y que así lo harían, y así se pusieron con los mil alemanes que les hicieron espaldas.

     Hecha señal de batalla, y habiendo jugado la artillería, arremetió la avanguardia del marqués contra la avanguardia francesa con tanto ánimo, que si bien eran más de seis mil esguízaros, luego los rompieron y hicieron en ellos gran matanza, sin serles hecha resistencia. Y ganaron la artillería, y hecho esto pasaron adelante y dieron en sus caballos, y rompiéronlos y pasaron; y prosiguiendo su victoria, y dando en los que huían hasta que llegaron al bagaje, bien dos millas del campo, pensando que los otros escuadrones hacían lo mismo y que los enemigos eran desbaratados totalmente.

     Estando la cosa en esto, los caballos imperiales, por mandado del capitán, arremetieron por en medio de la avanguardia, que ya no habían gente contra los caballos de los contrarios, a fin de les impedir que no diesen en la infantería; que puesto que la avanguardia española los desbarató y rompió por ellos, pero no para que se deshiciese su fuerza y no tornasen a juntar.

     Yendo, pues, así la caballería del marqués, los otros salieron a ellos, y fueron tan malos los del marqués, que a sabiendas y de traidores, como algunos creyeron, sin romper lanza volvieron las espaldas tan llenos de temor y desatinados, que sin ver qué hacían, dieron en el batallón del marqués, que era de tudescos bisoños, y los rompieron como a tales, y malos soldados, y los hombres de armas franceses que los seguían entraron tras ellos, y unos, y otros los hallaron y desbarataron. Hecho esto así, los caballos dieron vuelta los unos y los otros por entre las dos retaguardias, y a más no poder, huyeron para Aste. Los esguízaros y gascones, como vieron el batallón del marqués desbaratado, dieron sobre los tudescos y hicieron en ellos grandísima matanza.

     Aquí los que escriben andan varios, no se conformando: unos dicen que los del marqués dejaron las armas, y sin pelear dieron a huir; otros afirman que pelearon bien, y peleando murieron, sino que cargó sobre ellos, estando desbaratados, toda la fuerza de los contrarios de pie y de caballo; y los mismos tudescos, agraviándose mucho de que digan que ellos habían huido, traen en su defensa que murieron ocho capitanes, y más se quejaban de que el marqués los había puesto en mal lugar, que había mucha agua entre ellos y el batallón de los otros, y por eso no pudieron arremeter al tiempo que la avanguardia arremetió, y cargan de culpa al marqués, diciendo que antes estuvo en Aste que ellos dejasen de pelear, y juraban que con él no entrarían más en batalla si no se ponía a pie con ellos. Los italianos que estaban en retaguardia, viendo lo que pasaba, o antes que lo viesen, se comenzaron a retirar, puestos en orden, y con sus banderas y armas y ropa, marcharon camino de Aste, y sin recebir daño, ni hacerlo, se salvaron.

     Deshecho el campo de los españoles, y los mil tudescos de su escuadrón de la avanguardia, que no sabiendo lo que pasaba por sus compañeros se habían tanto adelantado, que se tuvieron por vencedores; pero entendido el desbarato, se aunaron lo mejor que pudieron y se hicieron fuertes, peleando valientemente hasta que todo el campo enemigo los cercó.

     Entonces, ya que no se podían escapar y que las fuerzas les faltaban por el trabajo que habían tenido, por persuasiones que les hizo Francisco Borbón, general de los franceses, se dieron a prisión hasta seiscientos españoles; bien otros tantos se salvaron con él marqués, que los había mandado estar un cierto puesto, por donde no acompañaron a los otros.

     Estos que así fueron presos después se soltaron, quitando las armas y desvalijando los que llevaban presos, aunque lo más cierto es, según la relación que uno de estos soldados hizo al príncipe don Felipe (que fue nuestro rey y señor), en este año de 1544, estando en Valladolid, que enviaron los españoles a Francia, que serían hasta seiscientos, y de allí los mandó el rey a traer a España, dándoles de comer y buen tratamiento, y mandando, por todos los lugares por donde pasaban, que no los diesen grita ni se les hiciese alguna afrenta; tan hidalgo corazón y generoso pecho tenía este gran príncipe.

     Y así llegaron a Narbona, donde los detuvo el capitán de aquella frontera, hasta que el marqués de Aguilar le diese dos parientes suyos que le tenía presos, y si no, que tomaría ciento de ellos, de los mejores y soltaría los otros. Y ellos enviaron un compañero a quejarse al rey de Francia, y otro al príncipe nuestro señor, que dió la relación que digo, si bien no tan cumplida como la que se envió al Emperador, que ambas las tengo y las sigo.

     De los alemanes recibieron los que quisieron quedar a sueldo; los demás dejáronlos libres, con condición y juramento que no sirviesen al Emperador en los cuatro meses primeros. Murieron del campo del Emperador ocho mil hombres; de los franceses, cuatro mil.

     Díjose que el rey de Francia había mandado que se diese esta batalla, y que muchos caballeros franceses, deseosos de mostrarse y ganar honra, habían venido por la posta a hallarse en ella. Y que el general se llamaba monsieur de Anguien, mozo de veinte años; el marquésdel Vasto y los que con él iban no pararon hasta Aste. Pareceres hubo que peleó valerosamente, y fue herido en una rodilla; otros dijeron lo contrario. y que la herida que llevó en una rodilla fue que, corriendo, topó con otro en la pierna. Reparó y recogió la gente en Aste, que se escapó, que serían siete mil hombres, sin otros que se libraron y derramaron por otros cabos.



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- XV -

Los franceses, con la vitoria, cobran ánimo y ganan amigos que se declaran contra el Emperador. -En qué día se dió esta batalla. -Llega la mala nueva al Emperador, que estaba en España. -El poco fruto que sacó el francés de esta victoria. -Ayudan muchos al marqués para repararse. -Juan de Vega señalado caballero y de los muy nobles de Castilla.

     Esta fue la mayor adversidad que padeció el Emperador en cosas de guerra, porque hasta este día ninguno hubo victoria de él, ni de su campo, y fue mayor la pérdida, porque si los imperiales vencieran, era cierta la paz y sosiego de la Cristiandad, porque el francés tenía metido su resto, y a perder no le quedaba si no pedir misericordia, que demás del poder del Emperador, toda Italia se declaraba por Su Majestad, sin osar hacer otra cosa.

     Pero con esta victoria cobraron nuevo ánimo los franceses, y muchos que disimulaban la mala voluntad que tenían al Emperador, se declararon por el francés; y otros, indiferentes, se estuvieron a la mira.

     Es verdad que si no fue el duque de Ferrara, ninguno, de hecho y con rompimiento, se declaró contra el Emperador, que aunque perdió esta batalla viéronle muy poderoso, y el haberse declarado el Imperio por enemigo del rey de Francia enfrenó a muchos y los tuvo a raya, sin osarse mostrar.

     La batalla, o la resolución de darse, fue primero día de Pascua de Resurrección, y en el segundo se dió, y es de notar que en tal día se perdió la de Ravena y la de los Gelves. No hay días aciagos ciertos; pero podría haber castigo para los cristianos que en Semana Santa, cuando se hace penitencia y se reciben los Sacramentos, tratan de los robos, y muertes y estupros y otros excesos que consigo trae la guerra.

     Llegó la nueva de este desbarato y rota al Emperador; primero confusamente, por vía de Milán, y después se tuvo por cierta. El Emperador es de creer que lo sintió, pero no se mostró más triste ni alegre que solía; y a la hora despachó a Juan Bautista Castaldo para el marqués, con cartas y dineros para proveer en lo necesario.

     Seis días después vino correo del marqués y refirió la jornada como se ha contado; sólo se supo el daño más en particular que se recibió, y es que ganaron hasta una docena de tiros de campaña y alguna munición y carros con bagaje. Muertos se hallaron, de ambas partes, ocho mil y trecientos, en que serían tres mil y quinientos tudescos de los imperiales, y cuatrocientos españoles; todos los demás eran enemigos, que si no fuera por la victoria y reputación, mayor daño habían recebido los franceses.

     Y fueles de tan poco fruto esta victoria, que ni ganaron plaza, ni en Italia hubo alteración que les importase, si no fue que, pasados algunos días, se levantaron el conde de la Mirándula y Pedro Strozi y juntaron hasta nueve o diez mil hombres, y anduvieron por el Estado de Milán robando y gastando la tierra, de los cuales luego diré.

     Los de Milán, como leales servidores del Emperador, enviaron luego al marqués cien mil ducados para ayuda a repararse, y el duque de Florencia socorrió con alguna gente; y el cardenal de Trento hizo lo mismo.

     En Roma hubo diversos pensamientos, y si bien había muchos franceses, no se mostraron tanto. El de Burgos, Gambaro y Cibo dieron cuanto tenían a Juan de Vega para hacer gente.

     Madama Margarita, hija del Emperador, procuró que su marido, Otavio Farnesio, viniese al campo, y porque le halló tibio, dió cuanto dinero y joyas tenía a Juan de Vega para ayuda de conducir gente. Juan de Vega tuvo propósito de se partir luego para el campo, pensando que el marqués estaba mal herido, para recoger las reliquias del ejército y amparar las plazas. Sabido que no estaba tan malo, se detuvo; después le envió a mandar el Emperador que luego partiese y se juntase con el marqués, y Juan de Vega lo hizo, llevando consigo cinco mil hombres.

     Fue Juan de Vega uno de los grandes caballeros, en paz y en guerra, que en sus tiempos salió de Castilla; es su casa de la nobilísima familia que agora son condes de Grajal.



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- XVI -

Valor con que se defiende el capitán Pirro y sus españoles en Cariñán.

     Los de Cariñán quedaron lastimados, y, con la misma necesidad y aprieto, con la pérdida de esta batalla, mas no sin ánimo, porque el capitán Pirro Colona era valeroso por extremo.

     Los españoles y demás soldados tales, y para mostrar a sus enemigos que no les había quebrado los bríos su victoria, salieron a ellos muchas veces y les ganaron después de la batalla nueve banderas, y les mataron más de ochocientos, y continuaban las salidas y asaltos que hacían, tomándoles los bastimentos con que se sustentaban.



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- XVII -

Engaño de Jovio. -Vencen los imperiales a Pedro Strozi y franceses. -Lo que al Emperador importó esta victoria.

     Finalmente, la necesidad terrible de bastimentos y municiones venció los fuertes ánimos de Pirro Colona y sus españoles, y se hubieron de rendir, no al cabo de cuarenta días, como dice Jovio, después del reencuentro de la de Ceresola, sino después de dos meses, cuando ya no se comía sino salvados, importando mucho cada día de los que se detuvieron después del hecho de armas para las cosas imperiales, porque de otra manera la guerra estuviera a las puertas de Milán, o quizá dentro de ella.

     Como se quedaron las fuerzas enteras, y de la suerte que antes estaban, y los cercados con el mesmo vigor y coraje se defendían, fue gran parte para que el marqués se tornase a rehacer de más gente y ponerse en el punto que primero. De manera que los sitiados de Cariñán se detuvieron en su porfía, sin rendirse, hasta 22 de junio, que salieron de Cariñán, habiéndoles dado el día antes la postrera ración, sin haber para otro día más salvados que comer, sino unos pocos de caballos que aún les quedaban vivos, habiendo comido hasta allí seiscientos y tres; pero no género de pan.

     Y el reencuentro de la Ceresola fue a 15 de abril, que a esta cuenta se detuvieron un mes más de lo que dice Jovio, sin rindirse en este medio tiempo; a 4 de junio por tener ellos ocupado al general Anguiano con el ejército francés que los tenía sitiados, se dió la rota al otro general, Pedro Strozi.

     Cuanto a las condiciones con que se rindieron los valientes cercados y su capitán Pirro Colona, también las yerra Jovio; la escritura del concierto, al pie de la letra, es ésta:

     «Yo, Francisco de Borbón y conde de Anguiano, somos contentos de que el ilustre señor Pirro Colona, y los señores coroneles de alemanes, y maeses de campo de españoles, y capitanes y soldados, hayan de salir de la villa de Cariñán, dejando la artillería y municiones, y que ellos lleven todas sus armas y banderas, y atambores y pífanos, y caballos, y bagaje, y ropa y dineros, con que salgan con las banderas cogidas y atambores callados, hasta ser pasada la puente. Y serán acompañados hasta Santa Ana por monsieur de San Julián y por monsieur de Ausun. Y que para los heridos y enfermos daremos barcas que los lleven seguros hasta Casar de Montferrat, y que hayan de pasar el río Tesin y estar entre Tesin y Hada por dos meses, y pasado este término, que los españoles se hayan de ir en España o en Nápoles, sin servir a Su Majestad ni hacer guerra al Cristianísimo, por término de ocho meses, y que el señor conde Pirro ha de estar los dichos dos meses en Italia, o do fuera su voluntad, y que después pase en la corte del rey de Francia, y que no salga de ella por ocho meses, con los dos que ha de estar en Italia sin licencia del dicho Cristianísimo rey.» Esta es la escritura del concierto a la letra.

     Y después de esto, que fue viernes, el sábado el Pirro Colona dijo que antes saldría a dar la batalla y morir todos, si los españoles y tudescos hubiesen de salir de Italia. La cual obstinación viendo el Anguiano, y temiendo aquellos desesperados allí metidos, les añadió que pudiesen los españoles y tudescos quedar en Italia, con que por espacio de ciertos meses no pudiesen hacer guerra al rey. Luego, domingo 22 de junio, salieron de Cariñán.

     Con la llegada de Juan de Vega al campo del marqués, los de la Mirándula y Pedro Strozi, dejado lo de Milán, estaban determinados a pasar el Piamonte o para se juntar con los que estaban sobre Cariñán para apretar más el negocio y de ahí dar consigo en Francia, de ellos, o todos juntos, porque como el rey no tenía otro ejército y por la parte de Alemaña y Flandres le entraban sus tierras, érale forzoso revocar sus gentes, que estaban en Italia para su defensa, porque así como al principio tuvo manera de divertir al Emperador de las partes donde estaba, con echar el peso de la guerra en el Piamonte y Lombardía, viendo que aquello no le sucedía bien, más de tenerle puesto en necesidad de tornar a traer su gente del Piamonte, para defender lo de Picardía.

     Y parecía verdaderamente que el ejército que tenía en el Piamonte había de ser causa de su perdición, porque le sustentó todo el invierno con mucho trabajo y costa, y no hizo nada, y cuando lo había menester por verse desarmado, no lo podía haber sin gran dificultad, y sin desesperar de todo lo de Italia. Serían, según se afirmó, los que fueron a pasar el Po por junto a Plasencia, pasados de diez mil hombres, y el marqués del Vasto envió en seguimiento de ellos al príncipe de Salerno y Salmona, con hasta ochocientos caballos y siete mil infantes italianos, para les impedir el paso. No lo pudieron hacer, porque Pedro Luis, hijo de Su Santidad, con los placentinos, les dieron favor y ayuda con barcas, y pusieron estorbos a los del marqués, y desvalijaron a Carlos de Gonzaga, que venía con tres banderas a se juntar con ellos.

     Y el título con que Pedro Luis hizo esto fue con que su gente damnificaba las tierras del Papa. Pero esto no embargante, pasaron tras ellos y les fueron siempre en el alcance, y diéronse tan buena maña, que junto con Sarrabal, donde habían enderezado, a ocho leguas de Génova, los alcanzaron, y tomáronlos en cabo que no pudieron huir, sino que hubieron de pelear de necesidad. Hubieron con ellos batalla, y fue así que al principio Pedro Strozi llevaba lo mejor y habían rompido los suyos una avanguardia y ganado seis banderas. Pero cargó el príncipe de Salmona con sus caballos, en que les tenía ventaja (que ellos no tenían sino docientos), y con ellos, y hasta mil arcabuceros, los rompió y desbarató y ganó la victoria. Murieron hasta tres mil, según ellos dijeron, y tomáronse a prisión cinco mil, y entre ellos Pedro Strozi, y el conde Pitillano, el duque de Soma y otros principales.

     Esto acaeció a 2 de junio, y vino la nueva al Emperador a los 16, a la entrada de Mez de Lorena. Túvose en mucho esta victoria; lo uno por se haber ganado por mano de italianos, que fue la primera cosa que hicieron en servicio del Emperador a solas; lo otro, porque fue en tal sazón y coyuntura, que quebró las alas al rey de Francia y su parcialidad, y les ganó totalmente el placer que tenían de la toma de Cariñán y victoria de Ceresola. Mayormente, que en la otra el francés no ganó palmo de tierra, y perdió tanta y más gente, y ésta, sin pérdida alguna de la parte del marqués, se ganó.

     Y perdió el rey de Francia todo un ejército, y no sólo le perdió, sino que quedó con mucha dificultad y trabajo para juntar otro. Verdaderamente parecía que hacía Dios las partes del Emperador, porque cuando más caídas se veían sus cosas, entonces volvían y se levantaban con mayor vigor y fuerza.



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- XVIII -

Toman los españoles a Pontestura, en el Piamonte. -Miedo de los franceses.

     Al mesmo tiempo que esta victoria se hubo, los españoles y tudescos que el marqués tenía consigo, aunque pocos, como no saben cesar ni estar ociosos, fueron a una villa del Piamonte que llaman Pontestura, en la cual había setecientos gascones de guarnición, que la estaban fortificando, y en los seis de junio se la entraron por fuerza, y mataron los gascones sin dejar hombre; tornaron la plaza y siete piezas de artillería.

     Serían los españoles que tenía el marqués, mil; no se atrevía a juntarlos con los italianos, porque como los españoles son altivos y de buenos pensarnientos y valientes, menguaban a los italianos, llamándolos cobardes y traidores por lo de Cariñano, y los italianos sentíanse, indignándose tanto, que se conjuraron para se revolver contra ellos en la primera ocasión y matarlos, y por esta causa los traía el marqués apartados, esperando que creciese el número de los españoles, que llegando a ser tres o cuatro mil, no se atrevieran con ellos, aunque fueran diez mil italianos.

     De esto que en Pontestura aconteció cobraron tanto miedo los franceses, que muchos desampararon los lugares en que estaban en guarnición, dejándolos a los imperiales, especial una buena plaza que se dice San Salvador. Como veían las gentes que en tan breve tiempo volvía la fortuna tan favorable a la parte del Emperador, comenzaron los pronósticos y profecías, nacidas de la madre de las abusiones en que adivinando lo pasado, y visto lo presente, profetizaban que el Emperador en este año, había de perder la primera batalla, y después había de haber grandes victorias.

     También se entendió de Roma que a Su Santidad no le había sabido bien la victoria de Sarrabal, porque le había costado sus dineros la gente que allí fue rota. No venía esto bien con lo que siempre publicó este Pontífice, de que él no se quería mostrar por ninguno de los príncipes, y lo tenían sus apasionados por una de las cosas más dignas de memoria, para ejemplo de los sucesores; pero por muchos testimonios se halló que la última paga que el rey hizo a la gente de sus fronteras fue con doblones traídos de Roma, si no fue que se los enviasen algún cardenal o gentilhombre de sus aficionados.



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- XIX -

Jornada grande que el Emperador hizo contra Francia. -Landresi. -Ordena el Emperador la entrada en Francia. -Don Alvaro de Sande corre las fronteras de Francia. -Don Hernando de Gonzaga, general del Emperador, se adelanta. -Echase don Hernando sobre Lucemburg. -Ríndese, entrégase a seis de junio. -El bien que se siguió de la toma de Lucemburg. -El daño que hay, tardando las cosas de la guerra o expedición de ella. -Conquista don Hernando otro castillo, Camersi, a 15 de junio.

     Ya que he dicho parte de la guerra que entre imperiales y franceses pasó este año en el Piamonte, resta agora decir lo que en la guerra de Francia sucedió, que es lo principal que toca a esta historia, por haber andado el Emperador en ella. Todo cuanto el rey de Francia hizo de dos años a esta parte, en que movió la guerra con tantos ejércitos, gastos y aparatos costosos, pérdidas de sus gentes y acabamiento del reino, fue que en el condado de Henaut fortificó a Landresi, lugar de hasta treinta casas apenas, donde fue la guerra del otoño pasado, y en el ducado de Lucemburg ocupó dos plazas, y asimismo la fortaleció; la una que se llama Lucemburg, y la otra Yboes, las cuales hizo casi inexpugnables.

     Este Estado de Lucemburg se junta con Brabancia por parte de Setentrión, y confina con Lorena por Mediodía, y responde a la parte de Francia, que llaman la Campania, o Campaña en su lengua, por el Occidente. Al Oriente tiene Alemaña. Hay hasta París diez leguas, o cerca.

     Teniendo intento el Emperador de entrar este año por esta parte, como lo hizo, proveyó, con muy acertado consejo, que don Alvaro de Sande, maestre de campo, con hasta dos mil y quinientos soldados que en su tercio tenía españoles, invernasen en torno de Lucemburg, a fin que de allí gastasen y molestasen la tierra de los enemigos, y también impidiesen que no entrasen bastimentos en aquella plaza.

     Y don Alvaro, como famoso soldado, se dió tal maña, que cada día corría la tierra de Francia y traía las presas y prisioneros, y hizo cosas notables.

     Ya que vino el verano, cuando era tiempo de comenzar la guerra, el Emperador tenía intención de que la gente se juntase en principio de junio, y no antes. La razón era por ahorrar algunas pagas, y porque cuanto más entrado el verano, habría más provisión en el campo, o por otros respetos.

     Al principio, el francés juntó el ejército, según dije, de hasta ocho mil infantes, dos mil caballos, para venir a proveer a Lucemburg. Don Alvaro dió aviso, y ahincó mucho, porque le diesen gente para impedirlo, porque si Lucemburg se proveía, tendría el Emperador que hacer todo el verano en la tomar. Por esta causa mandó el Emperador a don Hernando de Gonzaga, su general (cuando estaba en Espira), que luego se partiese para ella. Y así fue, casi mediado mayo. Salió de allí solo, y con algunos caballos y gentileshombres que le acompañaron, y llegado con aquellos pocos españoles y hasta seis banderas de tudescos que recogió, se puso en campo, dando priesa a que viniese más gente, que ya estaba hecha, sino que no tenía tomada la muestra de ella ni pagada. Ello fue así, que dentro de quince días tuvo veinte mil hombres, y de ahí arriba, que era número bastante para estorbar el socorro; pero antes de haberse juntado éstos, los enemigos se acobardaron, y no osando llegar con los bastimentos, se volvieron.

     Visto esto por don Hernando, y hallándose con bastante ejército, acordó de sitiar el lugar, y echóse sobre él casi al fin de mayo. Había dentro hasta mil y quinientos hombres de guarnición, que estaban con grandísima falta de bastimentos. Estos, como se vieron cercados, y sin esperanza de socorro ni provisiones, tuvieron acuerdo de tratar con don Hernando de rendirse, y entregar el lugar. Y concertaron así, que hasta los seis de junio no se hiciesen unos a otros mal, y que si para aquel día no fuese venido socorro, la villa se entregase con toda la artillería y municiones que había dentro, y los soldados se saliesen con sus armas y banderas. En fe y seguridad pusieron en rehenes cuatro capitanes y personas principales en poder de los imperiales. Hízose el concierto último de mayo.

     La nueva vino a Espira con correo al Emperador, primero de junio, día de Pascua de Espíritu Santo, en el cual también llegó correo de Italia con aviso de la ida de Barbarroja; asimismo, de Flandres, cómo los españoles que se habían levantado en España, eran desembarcados, que todo dió grandísimo contento al Emperador y a toda su corte, y en particular la llegada de los españoles, que bien había echado de ver el César lo que le importaba esta gente.

     Corrido el término asentado, don Hernando hizo entrar dentro de Lucemburg ciertos capitanes a reconocer si la artillería y municiones estaban gastados o no, y hallóse que todo estaba entero. La cantidad era muy grande, que había más de ochenta piezas de artillería, las cuarenta de ellas gruesas, y las otras menores, y trecientos barriles de pólvora, y muchas pelotas.

     Entregado todo, los de dentro salieron con sus armas y banderas enarboladas, excepto una que dejaron en señal de la victoria, y se metieron en Francia acompañados de algunas banderas de infantería, porque no hiciesen mal en el camino, ni lo padeciesen.

     Fue ésta una buena ventura del Emperador, porque sin costa de hombre, ni casi de dinero, recobró lo que tanto tiempo el francés su enemigo había afanado con gasto grandísimo, y tanto más que si por esta vía no se hubiera esta plaza, era necesario que el Emperador se detuviera largo tiempo en el cerco, y se impidía mucha parte del efecto de su jornada.

     Y cierto que el rey de Francia, dado que era diligente, y muy buen capitán, se descuidó demasiado, o estaba muy flaco, pues en tanto tiempo no proveyó este lugar que tanto le importaba, sabiendo la necesidad que los suyos tenían. Entendióse que él se engañó, por tener conocido que los del Emperador eran tardos y perezosos, y que la gente no se podría juntar hasta mediado junio; y tenía razón, que verdaderarnente hay esta falta en los hechos de guerra de España, que no es poco dañosa, que nunca se provee cosa con tiempo sino cuando ya está la soga a la garganta, y déjanse ir las ocasiones de las manos cada día. Que por nuestros pecados ya se trae en proverbio, que es tardo como el socorro de España. Y lo peor es que se hace el gasto y padece el trabajo, y nada aprovecha, volviendo con vergüenza, las manos en el seno, y aun algunas veces, por la tardanza, y salir fuera de sazón, con ellas en las cabezas. Si aquí se tardaron tres días más, y don Alvaro de Sande no apresurara tanto el hecho, se perdiera este lance, que fue de los buenos que el Emperador tuvo.

     Salidos, pues, los franceses de Lucemburg, y metida la guarnición imperial, el campo, sin algún detenimiento, movió de allí, y entró por los campos del ducado de Lorena, hacia la campaña, y a quince leguas de Lucemburg, y once de Mez de Lorena, en un castillo bien fuerte que llaman Camersi, que solía ser del duque y agora era del rey, que se le había tomado por fuerza, y tenía dentro italianos en guarnición, aquí reparó. Y hecho por don Hernando su requerimiento para que se lo diesen, no queriendo los de dentro, él lo sitió y batió dos días y puso tanto temor en ellos, que los que al principio con buenas condiciones no querían, se lo vinieron a dar con las que él quiso, poniéndose a merced. El tomó el castillo sin pérdida alguna de gente, y saquearon el lugar, y los de dentro, desvalijados a uso de guerra, los dejó ir libres. Esto fue a quince de junio, y a los diez y seis lo supo el Emperador, entrando en Mez de Lorena, y no se tuvo en poco, que aquí pensó el francés que tenía (según se sonó) gran estorbo con que embarazar muchos días a los imperiales.

     A la misma hora vino otra nueva de Italia, de la rota de Pedro Strozi, y lo de la Mirándula, lo de Potenciana y San Salvador en el Piamonte, y cómo la armada turquesca pasaba la canal del Paulín, después de la arrancada de Vaya, que de todo dejo dicho lo que pude bien saber. Fueron muy bien recebidas estas nuevas por el Emperador y los suyos, y para el rey de Francia, por el contrario, dolorosas y malas, aguándole su corta fortuna el gozo que había recibido con la victoria de Carmagnana.



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- XX -

Parte el Emperador de Espira a diez de junio. -El príncipe Maximiliano acompaña al Emperador. -Nombre de Hernando, amable en España. Mez de Lorena: qué ciudad es. -Partió de Mez a dos de julio. -Campo poderoso que juntó el Emperador. -Rey de Dinamarca. -Falta de bastimentos en el campo imperial.

     El Emperador salió de Espira a los diez de junio, fenecidas sus Cortes, y hecho el receso, o tenido su solio con los de la Dieta, trajo consigo a Maximiliano, hijo mayor del rey don Hernando; que era de la edad del príncipe don Felipe de España, aunque algo mayor de cuerpo, y de muy buen parecer y condición. Otro más pequeño, que se llamó don Fernando, envió el Emperador a Flandres, para que estuviese con la reina María su tía, en tanto que andaba la guerra.

     Fueron con él el obispo de Huesca y los clérigos todos de la capilla, exceto media docena que quedaron para seguir el campo, y fuele acompañando el duque de Cleves, y sirviendo; el que el año pasado competía con su tío el Emperador, porque se vean las mudanzas de la fortuna. Deseaban los españoles, que andaban con el Emperador, que trajesen este infante a España, porque era muy lindo, y le amaban todos, y le ayudaba mucho el nombre de Hernando, y con razón, pues tales y tan buenos han sido cinco reyes de este nombre que ha tenido Castilla.

     Llegó el Emperador a Mez de Lorena, y a los diez y seis de junio, según tengo dicho. Por todo el camino vino muy acompañado de gente de guerra, especial a la entrada, que por lo menos traía tres mil caballos, sin los de a pie. Mez es una gran ciudad, y de las mejores de aquellas partes en asiento y edificio, aderezos de casas, abundancia de mantenimientos, y todas cosas; es muy espaciosa, terná pasados de seis mil vecinos, corre por ella el río Mossella. Llamábase antiguamente Medro Matules; agora, Metio. Tenía grande clerecía, y muchos templos, y el mejor muy insigne, en el cual, entre otras cosas, había un crucifijo de oro puesto en lo alto, tan grande como suelen ser en otra parte los de madera.

     Era en este tiempo ciudad neutral y libre, mas ya comenzaba a entrar en ella la mala secta de Lutero: que la libertad que este hereje daba a todo género de gente, amable y sabrosa, abría caminos no pensados. Detúvose aquí el Emperador algunos días, recogiendo la gente y formando su campo. Túvolo aquí de cincuenta mil hombres, los cuatro mil gastadores, que sirven para hacer trincheas, levantar caballeros, abrir fosos, allanar caminos y otros semejantes menesteres. Todos los demás son de pelea. Había entre ellos once mil españoles, pocos menos, siete mil caballos; todos los demás eran alemanes altos, y güeldreses, buena gente. Tenía seis mil carros de munición, llevaban puentes, molinos, hornos y otros ingenios de guerra.

     Esperábanse otros cuatro mil alemanes, que el rey de Ingalaterra había mandado hacer, y habíalos despedido, y el Emperador, porque no se pasasen al francés, los recibió. Juntáronse también con el campo imperial otros quince mil soldados, que el rey de Dinamarca había hecho para dar favor al rey de Francia, y con la amistad que de nuevo tenía asentada con el César, le vinieron a servir. Eran los tres mil de caballo, muy buena gente, los cuales llegaron a Lieja, y estaban pagados hasta víspera de San Juan por el francés y traían banda blanca, y el día de San Juan la pusieron colorada, que era la imperial, de manera que fue el número del campo imperial de setenta mil hombres, los mejores y más lucidos que se habían visto.

     Esto de Dinamarca, aunque sea detenerme algo fuera del propósito, fue así: que aquel reino de Dinamarca, de derecho pertenecía a una sobrina del Emperador, mujer del conde Palatino elector, y un hermano de su padre metióse en él por fuerza (con no sé qué título que aquel reino tiene, que habiendo hermano, no pasa en los hijos hasta morir el hermano) y túvole usurpado algunos años, y porque se temía del Emperador, confederóse con el francés y con los luteranos contra el Emperador. Y en las Cortes de Espira, como ya dije, envió sus embajadores para que tratasen de paz y amistad con algún buen medio, que fue que el rey dejase la liga de los luteranos, y del rey de Francia, y que diese a la princesa mujer del Palatino ciento y cincuenta mil ducados cada año por su vida, y que después ella sucediese en el reino. Por este concierto, hizo la gente que enviaba en favor del rey de Francia y se volvió en su servicio del Emperador.

     Una falta sola había en el campo imperial, y harto esencial, que era de bastimentos, que por no dar a entender al enemigo, o por no se haber determinado, por dónde había de hacerse la guerra, o por negligencia, no se habían hecho las provisiones con tiempo, como era menester, y algunos dijeron haberle causado no esperar tan próspero suceso en lo de Lucemburg como el que hubo. Demás de esto había otro inconveniente, que las vituallas se habían de traer de muy lejos, y como el francés no tenía ejército para se oponer, ponía las diligencias humanas en impedir que los bastimentos no pasasen, y que en las tierras de las fronteras no los hubiese, y así tenía quemadas aquellas comarcas por donde entendió que el ejército enemigo tenía de pasar. Podían tenerse por muy desventurados sus súbditos, pues en ellos ejercitaba mayores crueldades que los enemigos hicieran, que cierto son de notar, si bien me detengo algo por que vean los reyes los daños que causan en sus reinos sus demasiadas pasiones, y los súbditos lo que deben al rey que los sustenta en paz y justamente, y sin ver cara de enemigo.



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- XXI -

Inquietud grande del rey de Francia, y daños que hizo a su reino con ella. -Tributos y trabajos que cargaron sobre Francia.

     El rey de Francia, movido con envidia o otra ciega pasión, según es de creer de la potencia del Emperador y su grandeza, que ni él ni los príncipes de Italia jamás pudieron sufrir, so color de vengar la muerte de Rincón y César Fregoso, movió guerra en el año de 1542. Y para moverla, no confiando en sus fuerzas, hizo liga con el Turco, que le envió su armada, como queda dicho; por otra parte, con el duque de Cleves, al cual, por le atraer, dió la princesa de Navarra por mujer; lo tercero, hizo lo mismo con el rey de Dinamarca, para que todos a un tiempo entrasen en las tierras del Emperador, y para esto, juntando grande ejército, atravesó con los esguízaros y italianos, por las entrañas de su reino, hollándolo y gastándolo todo, como si fuera de enemigos, hasta llegar a Perpiñán.

     De ahí, visto que no le sucedía bien, con mucha costa suya y poco daño del Emperador, tornó a romper sus tierras por otra parte, y fue a lo de Lucemburg, donde hizo el efecto que he dicho. Desde allí, por ir al socorro de Landresi, llevólo por dentro de sus reinos, hasta el condado de Henaut. Tras esto, retirándose con huída, y metido en lo interior de su reino, envió para que atravesasen otra vez por el otro lado al Piamonte, de manera que no hay cosa en su Estado que los pies de soldados no hollasen, permitiéndoles toda la licencia que en tierra de enemigos tuvieran, robando, cometiendo estupros y abusos abominables.

     Dejo lo que los turcos en la parte de Tolón, y toda la Proenza, hicieron, deshaciendo las iglesias, convirtiéndolas en mezquitas; vicios contra Dios y la naturaleza de que en todo el reino hubo grandes clamores; de los gastos que en mantener el ejército hizo, no hay que decir sino que fueron innumerables los trabajos en que puso sus súbditos. Faltóle luego el uno de los de su liga, que fue el duque de Cleves; también el de Dinamarca; Barbarroja, fuese desgraciado o poco contento de él, vió a su enemigo poderosísimo a las puertas de su propria casa, como agora estaba el Emperador, y hallóse sin blanca y sin gente.

     Tenía sus confianzas en los italianos; desbaratáronse malamente en Sarrabal; los esguízaros y gascones estaban, los más, en el Piamonte, y ni los podía haber en breve, ni sin perder las esperanzas de allá, y por eso, como no podía haber junto ejército, no trataba de más que fortalecer sus plazas y gastar los bastimentos, y con todo echaba fama que había de dar la batalla al Emperador, siendo evidente que de ninguna manera podía ser, si del todo no estaba loco porque había de ser dentro en sus reinos, y si la perdía había de perder el reino. Y aún se platicó, que si el Emperador pasaba las fronteras, hallaría dentro hartas parcialidades, porque tenía muy desabridos sus súbditos con las grandes cargas y nuevas imposiciones de tributos que cada día les echaba.

     Hartas se dijeron, y una fue terrible, que de todas las casas que en Francia había, llevaba alquiler; de esta manera, el que tenía casa propria pagaba al rey lo que pagara si la alquilara o fuera ajena; el que la tenía alquilada acudía con el alquiler al rey y no al dueño. A tal estado vino Francia, y llegó el rey Francisco, por ser tan porfiado.



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- XXII -

Fuerzas que había de allanar el Emperador para entrar en Francia.

     El intento del Emperador en esta jornada era ir sobre París, y para esto era necesario, y aun forzoso, allanar primero algunas fuerzas que había en el camino.

     La primera era Camersi, que ya la había ganado y echado por el suelo. La segunda era Leni, donde al presente estaba el campo, y se decía que el rey enviaba a pedir paz, y que venía a ello el condestable monsieur de Montmoransi, que era el hombre de mayor consejo, y más amigo de ella, y aceto al Emperador. La tercera San Desir. La cuarta Reims, donde dicen se coronan y ungen los reyes de Francia, en latín Rhemi; esto es, ya en la Campaña o Campania. La quinta es Chalón, que en latín llaman Catalami, por donde corre el río Matrona, que ellos dicen Marna, y después se junta con Sequana, que va a París dos leguas de ella. Aquí se media el camino desde Mez, y está antes que Reims, y no restan sino veinte y cinco leguas francesas.

     Luego, en lo interior de la Campaña o Campania, que ellos dicen, está Troya o Troes (que en latín se dice Treca), ciudad populosa y rica. Túvose por averiguado que ganando a Chalón, a la hora se rendiría ésta y otras, sin esperar que el ejército llegase. A la mano izquierda de este camino que el ejército llevaba, cae el ducado de Borgoña, sobre que fue la contienda antigua entre el Emperador y el rey de Francia, y si caminara el ejército por allí, hallara el Emperador muchos de su parcialidad. Parecióles echar por estotro camino más que por el condado de Henaut, donde anduvieron el otoño pasado, porque aquella tierra estaba muy gastada, y había en ellas dos fuerzas inexpugnables, como San Quintín y Perona, que ni tomarla fuera fácil, ni pasar sin ellas seguro ni provechoso.

     Allende de esto, el ejército inglés estaba por entre la Normandía y Picardía, que es cerca de allí, y si el Emperador fuera por allí, se quitaran los unos a los otros los bastimentos.



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- XXIII -

Lo que hizo el inglés contra Francia.

     El rey de Ingalaterra, por el pacto y confederación que mediante su embajador el año pasado hizo en Molín de Rey con el Emperador, había de entrar este verano por la parte de Calés poderosamente, y hacer guerra contra Francia, y porque hasta aquí la había tenido con Escocia, y era ocupado, no la pudo efectuar.

     Algunos días antes de éstos hubo una victoria, y con ellas ocupó algunas plazas y saqueó otras, y retiró su campo para lo pasar en Francia. Hacía guerra contra este reino, demás que entre las dos naciones hay antigua y capital enemistad, es porque el rey de Francia le es obligado a pagar cada año cien mil ducados por el derecho del ducado de Normandía, y había ocho o nueve años que no le pagaba blanca, ni hecho con él cumplimiento alguno hasta la primera de este año, que teniendo el rey Francisco lo que ya veía, le envió a requirir con la paz y amistad, ofreciéndole la paga de todo lo que le debía.

     El inglés, como con las espaldas del Emperador, que ocupaba al francés había hecho su hecho, holgara, según se dijo, de la paz, pero no quiso acetar condición alguna sin dar cuenta al Emperador y saber su voluntad, y conforme a esto envió su embajador a Espira sobre ello. El Emperador fue de parecer, y quiso que él pasase como estaba concertado, y ambos acometiesen cada uno por su parte en un mismo tiempo. Y es así que el rey de Francia temía más al inglés que al Emperador, porque el inglés es ejecutivo, y no sabe perdonar, y el Emperador jamás le negó la paz siempre que el rey la quiso, y el español es de la condición del león, que no tiene manos para los rendidos, ni sabe tener cólera donde no hay defensa, como por el contrario es terrible contra el que resiste.



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- XXIV -

Combate el campo imperial la villa de Leni, en Lorena. -Tomóse a 29 de julio. -Entran y saquean la villa españoles y tudescos. -Sandelisa se torna.

     Contado he arriba cómo el campo imperial, después de rendida Lucemburg, había ganado a Camersi, que es un castillo fuerte. Desde aquí luego, sin detenimiento, fue sobre una villa que llaman Leni, que es del condado de Lorena, la cual tenía muy fortificada y proveída, así de gente como de bastimentos.

     Antes que la comenzasen a batir hicieron sus requirimientos a los de dentro para que se entregasen; y no queriendo, fin detenimiento la batería anduvo, y fue tal, que los espantó, y enviaron a tratar de rendirse. En tanto que los tratos andaban, no cesaba la batería, y por priesa que se dieron los que platicaban los tratos de paz, se la dieron mayor los soldados, que entraron la villa y la saquearon. Entraron confusamente tudescos y españoles, y los tudescos acudieron al vino y cosas de comer, que había muchas; los españoles, a la ropa, que tenían allí guardada toda la de los lugares de alderredor, y hubieron muy buen saco.

     Prendieron al señor de la tierra con más de ochenta caballeros, y mucho número de soldados. Demás de lo que los soldados saquearon en la casa de la munición, hallaron mucho trigo, vino y otros bastimentos que nombran provisión para el campo, para dos meses. Sucedió esto a 29 de junio. La artillería cuentan que pasaba de cien piezas.

     En tomándose Leni, los caballos ligeros fueron a Sandelisa a descubrir, y hallaron que un buen lienzo del muro había derribado el río que echaron por junto para henchir los fosos, y por eso comenzó el campo de darse priesa, porque no se les fuesen los de dentro, o a lo menos no sacasen nada. Segundo de julio movió de Leni, y se escribió o trajo el aviso del muro caído. Levantóse una voz en el ejército, que peleaba Dios por el Emperador, y se le caían los muros, como en Jericó, y se le abrían las puertas de las ciudades como a Carlomagno (que así se escribe de él), porque Carlos V defendía la arca del Testamento. Tomóse fácilmente esta plaza.



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- XXV -

Cómo trató de repararse el rey de Francia. -San Desir. -Muerte del príncipe de Orange. -Asalto peligroso que los españoles pidieron sin efecto, en que se mostró valiente Luis Bravo de Lagunas. -Lo que se padeció y perdió en los asaltos. -Entrégase San Desir a 17 de agosto.

     No se descuidaba el rey Francisco, que así le convenía, viéndose acometido tan poderosamente; con la brevedad que pudo juntó sus gentes, y ante todas cosas envió al duque de Nevers, con quinientos caballos y seis mil infantes, a la campaña de Chalón, que los antiguos llamaron Catalaunum, y a su hijo el delfín envió al río Marna (que en latín llamaron Matrona), para embarazar al Emperador que no pasase a lo interior de Francia, y el rey se puso en Lallonio, donde cada día le venían gentes de diversas partes.

     Llegáronle diez mil suizos, seis mil grisones, seis mil alemanes, de los cuales todos era general monsieur de Nevers. Envióle del Piamonte monsieur de Anguiano, doce mil infantes italianos y franceses; finalmente, el rey juntó un campo de cuarenta mil infantes y seis mil caballos. Con el delfín estaba su hermano el duque del Orleáns, y su ayo Claudio Annibaldo, capitán de larga experiencia y buenos hechos, que fueron a hacer cara al rey de Ingalaterra.

     Por el mes de julio se puso el Emperador sobre San Desir, que era bien fuerte. Prendió a Vitio y mató los caballos y soldados que llevaban provisión a los cercados. Defendían a San Desir el conde de Sancerra, y monsieur de Landi (que en la defensa de Landresi ganó nombre), al cual a 17 de julio mató una bala desmandada, estando en su casa, que le dió por el celebro.

     También de parte del Emperador murió desgraciadamente el príncipe de Orange, Reinerio Nasau, al cual, estando combatiendo el lugar, y dando una bala gruesa en las paredes de una casa caída, saltaron algunas piedras que le alcanzaron y hirieron en la espalda diestra. Lleváronlo mortal a su tienda, y el Emperador le fue luego a visitar, y le dió licencia para que testase de todo lo que sin su licencia no podía disponer. No dejó hijos de su mujer madama Ana de Lorena, y así hizo su heredero a Guillelmo Nasau, hermano de su padre, que después fue cabeza de los males y alteraciones civiles de Flandres, no haciendo lo que sus pasados hicieron, como buenos y leales, en servicio de sus príncipes. Otro día expiró el príncipe, sintiéndolo mucho el Emperador. Con esta desgracia murieron, como aquí se ha visto, dos valerosos príncipes de Orange en servicio del César.

     Abrió la batería camino para dar el asalto, pero no el que convenía, para que no fuese muy peligroso y sangriento. Los españoles quisieron ser los primeros, porque son únicos en esta peligrosa pelea; pidieron licencia al Emperador, el cual se la dió, viendo sus buenos y animosos deseos, pero mandó que primero se reconociese el peligro y disposición que había. Fue Juan de Quirós, alférez del capitán Luis Bravo de Lagunas, a quien ya he nombrado en esta historia. Hizo Quirós tan temerariamente su oficio, que en llegando, sin reparar en nada, se arrojó dentro en el foso, y comenzó a pelear en la batería, y hubieron de acudir don Alvaro de Sandi y otros. Fueles tan mal, que se retiraron con pérdida de quinientos soldados.

     Esto cuenta así Paulo Jovio, pero quedó muy corto, como de ordinario lo es en cosas que tocan a españoles, si no es en decir mal de ellos; lo que pasó es que habiendo los españoles ganado licencia, y determinádose para el asalto, cupo por suerte la avanguardia, o ir delante a la compañía de Luis Bravo de Lagunas, y como don Alvaro de Sandi lo supo, que era de su tercio, procurando quitar de tan evidente peligro a Luis Bravo, por ser hijo mayor del veedor Sancho Bravo, caballero tan principal como ya he dicho, a quien no era razón dar un sobresalto tan grande, si su hijo moría en el asalto, mandó al sargento mayor Onofrio Spin que trocase las compañías y quitase a Luis Bravo de lugar tan peligroso. Entendido esto por Luis Bravo, y poniendo en aquel peligro su honra, y que quitarle de él era quitársela, agraviado de don Alvaro quiso prevenir el sargento, y mandó de presto a Juan de Quirós, su alférez, que se mejorase en una trinchea que estaba entre el muro y la batería, adonde el día antes había sido muy mal herido el capitán don Guillén de Rocaful.

     Entrado, pues, Quirós en la trinchea, siguióle Luis Bravo, y en pos de él otros muchos soldados principales, deseosos de mostrar su valor. Eran ya tantos, que no cabían en la trinchea, y fue forzoso quitar con las picas ciertos ramos, que los de Guillén habían puesto para cubrirse de los enemigos, con lo cual quedaron descubiertos, de manera que los franceses comenzaron a dar carga en ellos a puntería, y brevemente mataron más de treinta soldados.

     Viendo Luis Bravo que de estarse quedos recibían tanto daño, y que morían sin vender sus vidas como valientes, y considerando que la retirada era no menos peligrosa que el acometer, escogió el partido más honrado, y diciendo: Santiago, y a ellos, comenzó a combatir con tanto ánimo, que a todos los que con él estaban obligó a seguirle, y don Hernando de Gonzaga mandó tocar a armar, y jugar la artillería, como ya estaba determinado que se hiciese.

     De suerte que, bien mirada la desgracia que allí se recibió, antes se debe atribuir a la determinación honrada y muy digna de quien Luis Bravo era, que no a temeridad y poca prudencia suya, ni de su alférez, si bien es verdad que al principio se creyó que Quirós tenía la culpa, y si no se encubriera por algunos días, corriera peligro su persona; pero después, entendido el honrado respeto de Luis Bravo, que por no ser agraviado quitándole de su lugar, se adelantó, y después, por no morir como cobarde comenzó el combate, Quirós fue perdonado, y a su capitán se le agradeció lo que había hecho, mayormente habiéndose mostrado en otras ocasiones conforme a la obligación que un caballero español tiene.

     Después de éste, acometieron ochocientos hombres de a caballo, apeándose de ellos, como suele hacerse cuando los asaltos piden, por ser peligrosos, gente de vergüenza y honra, pero no les valió la que en esto quisieron mostrar. Luego fueron los tudescos, y pelearon dos horas; tampoco hicieron más efecto que los otros, y recibieron igual daño. El Emperador mandó hacer señal para que se retirasen. Murieron en estos asaltos, de la parte ¡mperial, setecientos hombres, de los más valientes y atrevidos que en el campo había. De los franceses murieron docientos y cuarenta, de los más principales que dentro de la fuerza había.

     Enojado el Emperador con la muerte del príncipe de Orange y de tantos y tan buenos soldados, y que en su presencia quisiesen porfiar así los de San Desir, mandó apretar el combate, y fue de manera, que ya los cercados no tenían fuerza para resistir, y se hubieron de rendir con estas condiciones: Que se les diesen doce días de término sin hacerles guerra, y pudiesen enviar a su rey para que los socorriese, y no lo haciendo, entregarían el lugar al Emperador. Que la caballería y infantería, con cuatro tiros gruesos, saliesen en orden militar con banderas tendidas, y tocando sus cajas, y se les diese paso seguro; y la demás artillería y municiones quedasen al Emperador. Que dentro de los doce días de treguas, no se aumentasen las municiones, ni se reparasen, sino que quedase todo en el estado presente. Que para el seguro de esto se diesen cuatro personas graves.

     Trajéronse estas rehenes, y don Hernando de Gonzaga envió un caballero español para que reconociese el lugar y viese cómo en él no se hacía reparo alguno. El Emperador quiso venir en este partido, por no perder su gente y desocuparse para pasar adelante, y toparse con el rey, y apretarle para la batalla y acabar con él de una vez. El mismo deseo tenía el rey de Ingalaterra, que estaba sobre Bolonia de Francia, apretándola cuanto podía.



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- XXVI -

Envía el rey de Francia socorro a San Desir, ya de Vitriaco a saco. -Los franceses dicen que se tarde. -Desbarátale el duque Mauricio. -Toma rindió San Desir con cautela de unas cartas.

     Como el rey Francisco supo la necesidad de San Desir y peligro en que estaba, envió a monsieur de Brisac con buena parte de su campo para que se metiese dentro. Supo el Emperador de este socorro, y que estaban en Vitriaco, doce millas de San Desir; envió al duque Mauricio con algunas compañías de caballos para que le tomasen una noche descuidado y lo desbaratasen. Dióse tan buena maña Mauricio, que sin perder alguno de los suyos peleó con monsieur de Brisac y lo venció, y por poco le matara; perdiéronse de los de Brisac hasta trecientos hombres, que no quisieron rendirse, haciéndose fuertes en una iglesia. Llegó Martín Van Rosem, y dió en ellos con tanto coraje, que si bien ya se rendían, no los quiso recibir a partido, sino matarlos sin dejar solo uno a vida.

     Acudieron luego los tudescos a Vitriaco, y saquearon el lugar, sin que Juan Bautista Castaldo lo pudiese estorbar, si bien lo procuró. Puso el Emperador en Vitriaco ciertas banderas de tudescos, y ellos al tercero día le pegaron fuego y volviéronse al campo, lo cual sintió mucho el Emperador.

     Con esta victoria de Vitriaco perdieron los de San Desir las esperanzas del socorro, y así, se rindieron, conforme a lo que estaba capitulado.

     Cuenta Bellayo que el capitán Sanserrio vino en esta concordia de rendir el pueblo, por unas cartas contrahechas que en nombre del duque de Guisa un atambor francés que del lugar había salido, y pasádose al ejército imperial a rescatar unos cautivos, había llevado. Y que se las había dado disimuladamente un hombre no conocido, fingiendo que era criado encubierto del duque de Guisa, y que había al venido disimuladamente para si pudiese entrar con aquel despacho en la ciudad. Las cartas eran compuestas con todo artificio, contrahaciendo la letra, firma y sello, y estilo que tenían, que en todo parecían a la nota y mano del secretario del de Guisa; de tal manera, que no se podía poner duda en ellas. Hubo lugar para esto, dice el autor francés, porque algunos días antes Granvela había recebido en su servicio un escribiente francés, que tenía un legajo de cartas originales del duque de Guisa, por las cuales sacaron y contrahicieron las otras, que con la disimulación dicha se dieron al atambor, para que las diese al capitán Sanserrio, el cual, no dudando en ellas, entregó el lugar, como queda dicho.

     Lo que las cartas en sustancia contenían, era que el rey estaba muy satisfecho de la buena y valerosa resistencia que habían hecho en el lugar, y sabía la gran falta que tenían de vituallas y munición, y así les daba licencia para que, con las mejores condiciones que pudiesen, entregasen el lugar, que él no los podía socorrer, porque aún no tenía junto su campo, y se veía acometido por cuatro partes de dos reyes poderosos, con cuatro grandes ejércitos. Sea de esta manera, como dice el autor francés, sea de la suerte que dije, que así lo cuentan todos los demás, San Desir se rindió mediado el mes de agosto, habiendo estado sitiado siete semanas.



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- XXVII -

Diversos pareceres en el campo imperial sobre proseguir la jornada. -Quiere el Emperador ir sobre París. -Da el Emperador oídos para tratar de paz. -Trátase de paz; aprieta el trato de ella, con celo santo, un fraile dominico que la reina Leonor envió. (Era estudiante en París, y no confesor de la reina, como dice Illescas.) -Vuelven a tratar de la paz primero de setiembre. -Tenía el campo francés doce mil suizos, ocho mil italianos y algunos gascones y paisanos, y cuatro mil caballos. -Marcha el Emperador de noche, por toparse con el francés. -Firma el rey de Francia los capítulos de paz, por el peligro en que se veía (que se hizo a 17 de setiembre). Destruyen los tudescos las iglesias; roban y saquean lo divino y humano; enójase el Emperador y castiga. -Justicia notable que el Emperador mandó hacer en un criado suyo, por haber saqueado una iglesia. -Conclusión de la paz. -El duque de Orleáns viene a visitar al Emperador. -Remedia el Emperador los desacatos que los tudescos hacían en las iglesias.

     Ganado San Desir, y puesta en él buena guarnición, hubo en el campo del Emperador varios pareceres sobre lo que se debía hacer. Unos decían que se cercase Catalaunio, lugar allí cerca. El Emperador, al cual seguían otros, quería llevar adelante el camino de París, porque tenían relación que ni se hallaría resistencia en todo el camino, ni en la ciudad la defensa necesaria; antes estaban con grandísimo miedo los vecinos, y el que se podía salir por el río Sequana se salía sin que el cardenal Mendonio, a quien el rey la había encomendado, bastase a detenerlos. Tenía el Emperador este parecer por el más acertado, pareciéndole que por este camino, y no por otro, habría ocasión para pelear con el francés, que era lo que él más deseaba, y el rey menos; y porque la mayor parte de los votos era que se cercase Colons, lugar fuerte, levantóse el campo de San Desir con esta voz, lunes a 25 de agosto.

     Detúvose el Emperador en San Desir, esperando bastimentos y dineros para dar paga. Y los alemanes, a la hora de la oración, decían a voces: Guelte! Guelte!, que es: «¡Dinero! ¡Dinero!» Y al mejor tiempo, que todos entendían que iban a Catalaunio, revolvieron sobre el camino de París y ganaron un lugar que se dice Aspernecto, donde se halló gran copia de vituallas. Tomóse una villa del duque de Guisa, llamada Sanvilla, cuatro leguas de San Desir. Saqueáronla, y pusieron en la fortaleza el alférez Maldonado, que era un valiente español, y tomaron la ciudad de Barri, del duque de Lorena.

     El rey, que ya no podía con su honor disimular tantas pérdidas, pasó con su campo hasta ponerse a vista del imperial, que no estaba más que solo el río Matrona en medio. El Emperador marchaba por la una ribera del río, la vía de París, y el rey por la otra en su seguimiento, marchando los campos uno a vista de otro.

     Sintiendo ya el rey su gran trabajo, viéndose tan cerca y dentro en su proprio reino, acometido de un enemigo tan poderoso, y echando de ver que le faltaban las fuerzas para poderse librar de sus manos, deseaba la paz. El Emperador, por su buena condición, holgó de ello, y viernes de agosto, estando a seis leguas de Chalón, que es una ciudad grande, de las principales de Francia, con un salvoconduto que el Emperador había dado, para que viniesen de parte del rey de Francia a tratar de los medios de paz, vinieron el almirante Claudio Annibaldo y el gran chanciller de Francia, y un secretario del rey, y con ellos más de setenta caballeros. Salieron de parte del Emperador don Hernando de Gonzaga, general del campo, y Granvela, y juntáronse en una iglesia que estaba a cuarto de legua del campo imperial, y todos juntos, y con ellos el secretario Alonso de Idiáquez, y otro secretario que se decía Maestrefox, estuvieron más de seis horas juntos.

     En este tiempo, los caballeros franceses, con sus cruces blancas, y los imperiales con las coloradas, tuvieron buena conversación, de ellos blasonando de la guerra, y los más cuerdos deseando la paz, hasta que se despidieron y se fueron los franceses, y con ellos, a la venida y a la vuelta, los acompañaron de guardia el maestre de campo don Alvaro de Sandi, con mil arcabuceros españoles de la flor del campo imperial.

     Otro día sábado, pensando en el campo que habían tenido efecto los tratos de paz, y que la gente se levantaba para marchar la vuelta de Flandres, comenzaron a caminar contra Chalón, y el domingo luego siguiente se pasó a media legua de esta ciudad. Este día hubo una bien reñida escaramuza, donde prendieron hasta treinta de toda suerte de franceses, y los imperiales llegaron a reconocer la fuerza.

     Trataba de la paz fray Gabriel de Guzmán, fraile dominico, natural de Valdemoro y estudiante de París, y el rey de Francia le agradeció tanto lo que hizo, que le dió la abadía de Logoponte. Y en este mesmo día domingo, vino a suplicar al Emperador que quisiese detenerse y que volviesen a tratar y concluir la paz. Y así, vinieron el lunes siguiente (que no caminó el campo) el mesmo fray Gabriel, el almirante Henebaot, o Annibaldo, Carlos de Mely y el secretario Gilberto Bayardo; y por el Emperador, don Fernando de Gonzaga, y Granvela, y su secretario Idiáquez. Juntáronse en el castillo del obispo de Chalón, que estaba un cuarto de legua del campo imperial, y estuvieron juntos desde mediodía hasta la noche, y tampoco se concertaron; y así, el martes siguiente marchó el campo imperial y pasó por un lado de Chalón, algo desviado por la artillería que tiraban, y se puso una legua pequeña de la otra parte, camino de París, ribera de un río que pasa por ella, que se llama Merlier.

     Deseaba el Emperador dar batalla al francés, y no la admitiendo, ponerse sobre París; llamó a su tienda todos los coroneles y maestres de campo, españoles y alemanes, y hablólos, diciendo su intento; pero que no lo podía ejecutar si ellos no le ayudaban y seguían fielmente, como siempre lo habían hecho, y que si no lo pensaban hacer así, tomaría otro camino; que sentía dos dificultades: la una, de bastimentos; la otra, de dineros para los pagar. Tenían todos tanta gana de acometer al francés, o a París, que dijeron a voces que fuesen, que esperarían, por el dinero y pagas, y que ellos buscarían la comida.

     Este mesmo día martes, en la noche, tuvo aviso el maestre de campo que el rey de Francia, con el suyo, estaba tres leguas pequeñas de allí, en la ribera de un río. Y así, dejando hechos grandes fuegos y otros ardides, para que pareciese y entendiesen los de Chalón que el campo estaba quedo, mandó el Emperador a las diez de la noche, que era muy obscura, que caminase todo el campo por la ribera del río, sin tocar trompetas ni atambores, y con el mayor silencio del mundo. De esta manera caminaron toda la noche, y cuando amaneció se hallaron frontero del campo del rey de Francia, a media legua, aunque por aquella parte, en medio de los dos ejércitos, corrían dos ríos, a cuya causa, y por estar los franceses en un fuerte sitio, no pasaron.

     Estaban los franceses divididos en tres partes, la una dentro del fuerte y las dos algo desviadas en unas aldeas, y cuando amaneció y asomó el campo imperial, ya estaban en escuadrones, y se iban juntando al fuerte, por donde se entendió que habían tenido aviso de la venida del campo imperial contra ellos. Este día, pasó el Emperador, con el ejército, una gran legua adelante aun valle que es ribera de un pequeño río, donde se padeció gran trabajo en pasar la artillería y bagajes, por el mal paso que había. Deseaba el Emperador hallar vado y paso en el río, para embestir con el rey y acabar con él. Encargóse a Guillelmo Fustembergo que buscase puente o vado por donde pasase el campo imperial, y este mesmo día, andando en esto, vinieron a tener una recia escaramuza, en la cual los imperiales prendieron muchos hombres de armas francesas y al príncipe de Lixamaria, sobrino de Francisco de Borbón.

     También los franceses prendieron al conde Guillelmo Fustembergo, que era general de los alemanes, y prendiéronle desgraciadamente, porque le cogieron con solo un paje. Perdióse mucho en él, y el Emperador lo sintió harto. Y el rey estuvo por mandarlo matar, y así se lo aconsejaban sus amigos. No lo hizo por no indignar al Emperador, y hacer de suerte que no diese oídos a la paz, y también por haberse prendido el príncipe de Lixamaria. El enojo que el rey tenía con el conde Guillelmo dicen que fue porque estando en su servicio, se le huyó con más de cien mil ducados, y perdióse aquí, porque deseaba Guillelmo grandemente la batalla, y como él había estado en Francia, sabía la tierra, y vino de noche a reconocer el vado para pasar el ejército; toparon con él unos franceses que le conocieron, y como iba solo, prendiéronlo. Costóle la libertad treinta mil ducados o florines de oro. Había servido al rey Francisco ocho años; probósele que se había alzado con las pagas de los soldados; priváronle y castigaron. Quedó tan afrentado, que se pasó al servicio del Emperador, y fue uno de los que más aborrecían el nombre francés y que más atizó la guerra.

     Era cosa lastimosa ver la manera de esta guerra, porque no hacían sino ir caminando para París; y los unos y los otros iban abrasando y destruyendo cuanto topaban, de suerte que tanto daño hacían los naturales como los extraños. Unos lo hacían como enemigos de la tierra; otros, porque sus contrarios no se aprovechasen de ella.

     El miedo que había en París teniéndose por perdidos, no se escribe. Pusiéronse los estudiantes en armas, levantaron banderas, y todo lo que supieron hicieron para defender la ciudad. Mandó el rey a monsieur de Orges que se metiese en ella con ocho mil infantes y seiscientos caballos. Comenzaron a reparar y fortalecerla, mas todo fuera nada si el Emperador se echara sobre ella y la apretara como podía.

     Jueves después de la escaramuza caminó el ejército imperial ribera del mismo río media legua, hasta unos prados donde había buen aparejo para pasar y echar puentes y atravesar el río y venir a las manos, que era lo que se procuraba.

     Y estando esta misma noche determinado y todos avisados para que así se hiciese y dar la batalla al rey, aunque fuese dentro en su fuerte, que lo podía muy bien hacer el Emperador, según era grande el poder que llevaba, y la gente escogida, quiso Dios que esta mesma noche el rey de Francia fuese avisado, y envió luego los que habían tratado de la paz, y trajeron firmado un capítulo particular que el rey no había querido consentir y el Emperador porfiaba sobre él; y con esto se dejó la jornada, que fuera harto lastimosa; y según dicen los que más vieron y entendieron el estado de esta guerra, el rey fuera, sin duda alguna, vencido, y el Emperador se hiciera señor de París y de gran parte de Francia.

     Ordenólo mejor el Señor, y dió paz a estos príncipes, aunque no más firme que las veces pasadas.

     Esta noche estuvo el ejército imperial en medio de cuatro grandes lugares, los dos cercados, a los cuales habían pegado fuego antes que llegasen firmados los capítulos de la paz, y ardían tan bravamente, que los campos en derredor estaban claros como el día, porque en algunos de ellos no había casa de todo el pueblo que no ardiese. Y uno de los que se quemaban que se llamaba Perne, estaba el bastimento que el rey había traído para su campo. Y a éste pegaron fuego los mesmos franceses, por quemar los bastimentos y no dejarlos al ejército enemigo; a los otros lugares pusieron el fuego los alemanes que traía el Emperador, como lo hicieron en todos los lugares que toparon hasta que se publicó la paz, y en muchos se emborracharon con el mucho vino que había, y se perdieran si hubiera enemigos que los siguieran, y porque el Emperador los reprendió una vez, encaró uno, tomado del vino, la escopeta para le tirar.

     Después, otro día siguiente, el Emperador caminó adelante hasta que llegó a una villa cerrada y grande que se llama Chatelorit, y en el camino se le alteraron ciertos soldados españoles arcabuceros, y la gente que había dentro y de los de la tierra salieron a pelear con ellos, y los españoles, los rompieron y tomaron una bandera, y entraron en el lugar con muerte de pocos hombres, y si bien los vecinos habían puesto en salvo lo principal de sus bienes y llevádolos por el río, todavía ganaron bien los soldados, y se halló mucho vino y otros bastimentos de que había necesidad. Desde aquí a París hay diez y siete leguas francesas, tan pequeñas, que con una razonable cabalgadura se podían en medio día andar.

     En este lugar comenzaron a poner fuego en unas casas; no se supo quién había sido el malhechor. El Emperador lo mandó apagar, y pregonar que nadie se atreviese a hacer de allí adelante daños semejantes ni otro alguno. Este día que fue martes, a 10 de setiembre, estuvo el Emperador con su campo en una aldea pequeña, y el miércoles siguiente. Y vinieron otra vez el almirante de Francia y los demás que trataban las paces, a resolver algunas dudas, que aún no se habían determinado.

     Otro día jueves caminó el ejército cuatro leguas grandes. El viernes siguiente estaban cerca de una ciudad muy grande que es en Picardía, que se llama Sansona.

     A este lugar se habían adelantado el duque de Sajonia y el marqués de Brandemburg, y otro general de caballos con toda la caballería alemana, a quien el Emperador había prometido el despojo de aquel pueblo, y así llegaron cerca de la ciudad, la cual nunca se quiso rendir, aunque dentro no había gente de guerra, sino algunos naturales y otros aldeanos que se habían recogido allí. Tiraron algunas piezas de artillería hasta que el Emperador llegó, que entonces se rindieron, poniéndose en sus manos.

     Entró la caballería alemana, y hicieron tanto daño en las iglesias y monasterios, que era gran compasión, porque no dejaron custodia ni cosa que no rompiesen, profanasen y saqueasen, haciendo otras cosas notablemente feas, aunque no hubo prisioneros ni muerte. En un monasterio de San Benito, abadía muy principal que estaba fuera de la ciudad, entraron un portero de cámara del Emperador, que se llamaba Hance, y era alemán, maestro de artillería de los muy privados, y que en el oficio de artillero había servido bien al Emperador en Perpiñán, y otro alemán de la guarda alemana. Rompieron la custodia del Santísimo Sacramento, y sabiéndolo el Emperador los mandó prender, y andando en rastro de ellos, pensando salvarse el Hance, trajo la plata de la custodia al Emperador, diciendo que la había tomado por que no le matasen sus compañeros, y que no la tomasen otros.

     El Emperador lo mandó ahorcar de un alto muro a la puerta de la mesma abadía, y como echaron la soga al Hance quebróse, y él cayó abajo, y no se hizo mal, con estar tres picas en alto, que se maravillaron todos, según era de alto, y el alemán pesado. Fue luego el teniente de la guarda a decirlo al Emperador como caso extraño, maravilloso, y un canónigo español que se decía Argüello dio fe a Su Majestad de cómo había pasado así. No se espantó nada el César, sino dijo: «La soga debía de ser ruin; ponelde otra mejor y más gruesa.» Y así se hizo, y le ahorcaron con ella. La insolencia y demasía de los alemanes era insufrible, y disimulaba el Emperador porque así lo pedía el estado presente. Avisado tenía a los de esta ciudad cómo habían de ir allí los tudescos, para que salvasen lo más que pudiesen, y así lo hicieron muchos con barcas por un río grande que pasa por medio del lugar a París; solamente las iglesias y monasterios se confiaron, y tratáronlos como digo. Las monjas anduvieron discretas, que se habían salido con lo más preciso que tenían.

     Estuvo aquí el Emperador sábado y domingo, lunes y martes, en los cuales días pasó por una puente que hay en el río, todo el ejército. En este tiempo se acabaron de concluir las paces. El miércoles siguiente, el almirante de Francia vino a besar las manos al Emperador, y Su Majestad lo recibió muy bien.

     Este mesmo día, diez y siete de setiembre, caminó el Emperador la vuelta de Flandres con su corte y alguna infantería alemana y caballos, y llevaba consigo al almirante de Francia. Jueves en la tarde, estando en un lugar que se llama Arepin, vino el duque de Orleáns a besar la mano al Emperador, y salió Su Majestad a recibirlo con mucha alegría, y le aposentaron en palacio, y el viernes, él y el príncipe de Hungría, el almirante de Francia y otros caballeros franceses fueron con el Emperador, acompañándole la gente de guerra.

     No se alojaba en los lugares por evitar los daños que en ellos hacían los tudescos, que eran tantos y tales, que, cansado el Emperador de sufrirlos, mandó llamar al duque de Sajonia, Mauricio, y al marqués de Brandemburg, y les dijo que estaba muy enfadado de lo que sus gentes hacían en las iglesias, y que si ansí había de ser, que antes perdería sus tierras, y jamás haría gente en la suya. Y ellos, sentidos de esto, hicieron traer muchos ornamentos y otras cosas que habían robado de las iglesias; y se pusieron en poder de una persona que el Emperador nombró, para que se volviesen a sus dueños. Eran tantos los alemanes, que se atrevían a todo; y con los españoles hicieron mil demasías, matando algunos y quitándoles lo que tenían, y quisieron acometerlos y matarlos a todos una noche. Atrevíanse demasiado por verse tantos juntos y ser tan pocos los españoles; y para remediar esto, mandó el Emperador que los españoles fuesen por una parte y los alemanes por otra.



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- XXVIII -

Capítulos de la concordia entre el Emperador y el rey de Francia.

     En Crespio, a 19 de setiembre de este año de mil y quinientos y cuarenta y cuatro, se publicó la concordia y asiento de la paz entre el Emperador y el rey Francisco, que ordenaron y trataron Claudio Annibaldo, almirante de Francia; Carlos Nullio y Bayardo, por el rey; don Hernando de Gonzaga, general de campo imperial; Nicolás Perenoto, señor de Granvela; el comendador de Alcántara don Pedro de la Cueva, y el secretario Alonso de Idiáquez, que ya en estos tiempos era gran parte en los negocios, y de quien el Emperador los confiaba por la fidelidad, asistencia y amor con que servía a su príncipe.

     Solicitó estos tratos fray Gabriel de Guzmán (a quien la reina doña Leonor hacía merced, y se le dio por ellos la abadía de Longoponte), varón asaz docto y poco venturoso, por lo poco que los reyes suelen agradecer los servicios que les hacen.

     Los capítulos de la concordia fueron:

     1. Que entre el Emperador Carlos V y Francisco, rey de Francia, y los demás que quisieren entrar en esta concordia, haya firme y perpetua paz.

     2. Que los súbditos de ambos príncipes paguen los tributos, derechos y portazgos de mercadurías que antiguamente solían pagar.

     3. Que todo lo que desde las treguas de Niza hasta este día, de una y otra parte, se hubieron tomado, los restituyan, y no puedan sacar de las fortalezas y lugares más que la comida y tiros que sean suyos proprios.

     4. Que al duque de Ariscote le quede salvo su derecho en el condado de Lienis y familia Vergica en San Desir.

     5. Que al duque de Saboya se restituyan todas las villas, lugares y fortalezas que le han sido tomadas por cualquiera de las partes, y de la mesma manera al marqués de Montferrat y el duque de Mantua, duque de Lorena, duque de Etanaum. que es del ducado de Lucemburg.

     6. Que el rey de Francia deje y restituya la abadía y tierras de Garayana, y se den al Emperador, y hasta que el rey cumpla estos capítulos queden en poder del Emperador el cardenal de Medoni, el duque de Guisa y conde de la Valla. Que se dé al Emperador y a sus herederos el condado de Chacoloy, para que siempre lo posean y hayan.

     7. Que el Emperador y rey de Francia se junten para la guerra que se ha de hacer al Turco, y el rey dé para esta jornada seiscientas lanzas y diez mil infantes de la gente que el rey pidiere.

     8. Que el rey haga cesión y traspasación rata, firme, como la hizo en la concordia de Madrid y en otras, de cualquier derecho que pretenda tener al reino de Nápoles, Sicilia, Milán, condado de Aste, derecho de patronazgo que tuvo en Flandres, Artoes, Islas, Duaco, Orchiaco, Tornay, Mortanga, San Amando.

     Que el rey deje al Emperador y sucesores cualquier derecho que pueda pretender en el ducado de Güeldres y condado de Zutfania.

     9. Que de la mesma manera el Emperador cede y traspasa cualquier acción y derecho que pueda pretender en algún Estado y señorío que el rey tenga, exceto el ducado de Borgoña, vizcondado de Auxona, patronazgo de San Lorenzo, condado de Masconio, Auxerre y Barra, en el río de Secuana, de los cuales se dirá después. Renuncia el Emperador el derecho que tiene en las ciudades situadas en la ribera del río Somna, en la castellanía de Perona, Mondiderio, Roiam y condado de Boloña, Guiena y Ponti, sacando Terona, Hemio, Andreovicocon, Bedeborda; finalmente, todo lo que está en los términos y Estados de Arras.

     10. Que los vasallos de cada príncipe, aunque hayan servido a la parte contraria de su rey y señor natural, sean restituidos cumplidamente en los bienes que tenían antes que se pasasen de su rey natural al extraño.

     11. Que los flamencos que no hubieron nacido en Francia, gocen las heredades que sus parientes allí dejaron, dando por nula y condenando la injusta y mala costumbre que llaman Auvena. Que todos los bienes confiscados por cualquiera de las partes, dados y enajenados, queden en la manera que se hubieron dado y enajenado.

     12. Que los privilegios antiguos y modernos de ambas partes queden en su fuerza y vigor y antiguo estado. Y para que esta paz sea perpetuamente firme y estable, el Emperador deje y renuncie para siempre, en favor del rey y sus sucesores, todo el derecho que tiene o pretende tener en el ducado de Borgoña, vizcondado de Auxona, patronazgo de San Lorenzo, condado de Auxerre, Mascony y Barra en el río Secuana, y todo lo a estos Estados anejo y dependiente, y que procurará que dentro de cuatro meses, después de publicada esta paz, su hijo don Felipe, príncipe de España, la apruebe, jure y confirme.

     13. Que el Emperador, en favor y firmeza de esta paz dé su hija la infanta doña María para que case con Carlos, duque de Orleáns, hijo segundo del rey, o la segunda hija de don Fernando, rey de romanos, y que declare en esto su voluntad dentro de cuatro meses después de publicada la paz, y que si el Emperador quisiere casar su hija con el duque Carlos, les dé los Estados de Flandres, que al presente están debajo de su obediencia, con más el ducado de Borgoña y Charlois en dote. Y que entren en la posesión de sus Estados efectuándose el matrimonio después de los días del Emperador, el duque Carlos y sus hijos varones, y en vida del Emperador juren los dichos Estados al duque Carlos, y que el príncipe de España, don Felipe, jure, confirme y apruebe esto.

     14. Que hechas las bodas, el Emperador ponga en el gobierno de Flandres al duque Carlos.

     15. Que el rey Francisco y su hijo, el delfín, renuncien para siempre y se aparten de cualquier derecho que al ducado de Milán tengan o pretendan tener, y al condado de Aste, y que se procure que ocho días después de la publicación, el delfín y sus hermanos, Carlos, duque de Orleáns, y madama Margarita, confirmen y aprueben esto.

     16. Que si María, hija del Emperador, muriere sin dejar hijos, que los Estados de Flandres vuelvan a Felipe, príncipe de España, hijo del Emperador, y a sus herederos. Y al duque de Orleáns, le quede el derecho, salvo cualquiera que tenga, al ducado de Milán y condado de Aste. Y en el mesmo caso quede salvo el derecho que el Emperador y sus herederos tienen al ducado de Borgoña, y vizcondado de Auxona, y patronazgo de San Lorenzo, condado de Auxerre y los demás a este Estado anejos.

     17. Que si el duque Carlos casare con la hija segunda del rey don Fernando, se le dé con ella el ducado de Milán, con el condado de Aste y todo lo a ellos anejo, quedando, mientras el Emperador viviere, en su poder el castillo de Milán y de Cremona, y que el Emperador les dé a ellos y sus herederos, siendo hijos varones, el título y colación imperial del Estado; y si el duque de Orleáns no tuviere hijos varones de este matrimonio, esto no obstante quede firme el dicho título y Estado al duque Carlos, y a los hijos que de segundo matrimonio tuviere, como herencia legítima paterna, pero que las segundas bodas que el duque hiciere sean y se hagan con voluntad del Emperador y del rey don Fernando, su hermano.

     18. Que las bodas del duque de Orleáns no se difieran más que un año, contado desde el día de la publicación de estos capítulos.

     19. Que el rey Francisco dé a su hijo el duque, en dote para este casamiento, el ducado de Orleáns y el de Borbón, Chastelleraut y condado de Angulema, y que si estos Estados no llegaren a rentar cada año cien mil libras francesas, le añada el ducado de Alanzón, señalando a la duquesa viuda del duque, que murió en Pavía, otros frutos y rentas iguales.

     20. Que si el duque de Orleáns no dejare más que hijas, se den a cada una en dote cien mil libras turonenses, y si fuere sola una hija heredera, se le den cien mil libras de contado, y si el duque muriere primero, se den a la hija del Emperador, por su vida, cincuenta mil libras turonenses en cada un año. Y si fuere hija del rey de romanos, se le den treinta mil.

     21. Que el rey de Francia restituya a Carlos, duque de Saboya, todas las tierras que le ha tomado, excepto Mommelio y Pignerola, [que] el rey ha de tener con presidio todo el tiempo que el Emperador tuviere los castillos de Cremona y de Milán.

     22. Que el duque de Vendoma posea el condado de San Pablo, con el mismo derecho que antes de esta guerra lo poseía.

     23. Que el rey de Francia tenga a Hesdín hasta que se determine el derecho que tiene.

     24. Que en la causa de Enrico de La Brit, pretenso rey de Navarra, el rey no se entremeta sino como pacificador, ni en guerra que por esta causa hubiere entre ellos, ni se haga parte.

     25. Que el rey dé al Emperador sus cartas en forma solemne, en las cuales se diga que Madama Joana, hija de Enrico de La Brit, hace juramento de no querer ni consentir las bodas que estaban concertadas con Guillelmo, duque de Cleves, ni haber consentido en ellas.

     26. Que el rey de romanos, que fue el principal en componer esta paz, entre y se entienda en ella, y de la misma manera todos los príncipes cristianos y repúblicas que la quisieren, guardando la obediencia y sumisión que de derecho deben al Emperador.

     Firmaron y sellaron la carta de esta concordia el Emperador, el rey de Francia y los caballeros y personas doctas que la ordenaron y compusieron. Poco tiempo después, por parecer que convenía así, se añadieron y escribieron:

     27. Que el rey de Francia restituyese al heredero de Reinero Nasau, príncipe de Orange, el principado, de la manera que lo poseía Filiberto Chalonio.

     28. Que a Felipo Croviaco, duque de Ariscoti, se haga cumplida satisfacción de todas sus pretensiones, conforme a la concordia que en los años pasados hicieron en Cambray la reina María y madama Luisa.

     29. Que el rey vuelva al dicho duque todos los bienes que de su padre y madre le quedaron en Francia.

     30. Que si Maximiliano de Borgoña saliere con el pleito, se le vuelvan y entreguen los lugares Creveceusio, Arleusio, Reullio, San Suppleti, Chrastilleusi y Cambresio.

     31. Que se dé por nulo todo lo que prometió George de Austria, como sea más de veinte y cinco mil florines, por su rescate.

     Poco después de esto, restituyó el rey de Francia al Emperador las villas de Jousio y Mommedeo, que estaban por franceses en Lucemburg, y a Landresi, en cuya fortificación tanto había hecho y gastado. El Emperador restituyó al rey, entre otras cosas, San Desir, Levio y Commercio, y de esta manera se fueron volviendo los lugares que unos a otros se habían tomado con tanta sangre y muertes, así en el Piamonte como en Lombardía y en las fronteras de Flandres y Francia, y mandó el Emperador despedir la gente y alzarse de algunos lugares donde en compañía de los ingleses estaban puestos.

     Publicada la concordia, el Emperador envió con ella al secretario Alonso de Idiáquez, que era de su Consejo de Estado, del hábito de Santiago y comendador de Extremera, para que en Castilla el príncipe don Felipe, que la gobernaba, viese y tratase en el Consejo de Estado cuál sería mejor y más conveniente a estos reinos: dar los Estados de Flandres y Borgoña en casamiento con la infanta doña María, que después fue Emperatriz, al duque de Orleáns, como se dice en el c. 13, o el Estado de Milán, con la princesa doña Ana, hija del rey don Fernando, como se refiere en el c. 17 de esta concordia. Lo que en Castilla se acordó por el príncipe y su Consejo no lo sé; sé, a lo menos, que, con la muerte no pensada y tan temprana de Carlos, duque de Orleáns, cesaron estos tratos y se levantaron nuevos humores, como se dirá.



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- XXIX -

Avisa el Emperador al rey de Ingalaterra de la concordia.

     No se descuidó el Emperador de enviar al rey de Ingalaterra, dándole cuenta de las paces que trataba con Francia. Estaba el rey Enrico apretando el cerco sobre Bolonia cuanto podía; el rey respondió que el Emperador hiciese lo que le estuviese bien, mas que a él no le metiese en nada, porque pensaba llevar la guerra adelante.

     Combatía fuertemente el inglés a Bolonia, y defendíase muy bien la ciudad, porque estaba bien proveída de gentes y bastimentos. Vióse que el rey porfiaba a no quitarse de ella, y que era menester otro ejército tan poderoso que bastase a echarlo de allí. Hubo una falta que fue proveer para el inglés, que el capitán que defendía la ciudad, que se llamaba Vervino, sabía tan poco de guerra, y era de tan vil ánimo, que sin esperar combate sangriento la entregó al inglés, con partido que la gente de guarnición saliese libremente con armas y hacienda, y entregaron la ciudad con grandísima copia de bastimentos, munición y gruesa artillería. Por lo cual, poco después, el rey de Francia mandó cortar la cabeza a este hombre en la plaza de París.

     En Monstresile, que es otro lugar que los ingleses tenían también cercado, se defendieron valerosamente los franceses de ingleses y flamencos, y guardaron el pueblo a su rey como buenos y leales. Y como se hizo la paz, y los flamencos se fueron, los ingleses perdieron las esperanzas de tomarlo, y fueronse al rey, que estaba en Bolonia, el cual, sabiendo que el rey Francisco, libre del Emperador, iba en su busca, puso en la ciudad muy buena guarnición y dio la vuelta a Calés, y de allí a Londres. Duró la guerra sobre Bolonia todos los días que el rey Enrico vivió, que hasta que murió no la pudo cobrar el de Francia.

     El Emperador, sin tratar más de guerra, pasó el invierno en Bruselas, donde le vino a visitar su hermana doña Leonor, reina de Francia, y el nuevo yerno Carlos, duque de Orleáns, y dos hijos del rey don Fernando, con los cuales el Emperador tuvo muy buen invierno.

     Y aquí determinó un pleito que, por la sentencia que el César dio en él, merece memoria; y fue que madama de Vergas, madre del marqués de Vergas, y madama de Bredérode, del linaje del Emperador, topándose las dos en la iglesia de Santa Gudela, de Bruselas, al entrar de una capilla, pasaron grandes porfías sobre cuál entraría delante y había de tener la mano derecha. La competencia fue de tal manera en las dos, y la gente que las acompañó se revolvió de arte, que faltó poco para trabarse una gran pendencia derramando sangre. Y no paró la porfía en esto, sino que cada una de ellas quiso probar que era mejor que la otra. Y se trató esta causa en el Consejo Supremo, el cual halló tanta igualdad en su nobleza y estados, que no pudo declarar cuál precedía a cuál, y así las dieron por iguales.

     Las madamas, no contentas de la igualdad, suplicaron al Emperador que, pues él era el supremo Monarca a quien tocaba la determinación de la justicia y honra, que sentenciase esta causa. El Emperador, teniendo por liviandad tal presunción, dijo: La plus folle aille devant. Que es: «La más loca vaya delante.» Que fue un juicio digno de ánimo imperial. Que la pasión loca de querer ser unos más que otros, en todas partes y naciones reina, y tanto se desvanecen con ella, que profanan los lugares santos, escandalizan las gentes, inquietan los actos y juntas sagradas, cuando para pedir a Dios perdón de sus pecados o que alce el azote de su ira, sacan su cuerpo santísimo, y reliquias de sus santos. El discreto y sabio, si es noble, luce en el lugar humilde más que el necio bajo, si bien se encubren más que los cedros del monte Líbano, en el lugar supremo.



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- XXX -

Parece ser la concordia en daño del Emperador. Muerte del malogrado Carlos, duque de Orleáns Nuevos recelos de la Cristiandad, y temores de la paz. -Cómo volvió Bolonia a ser del francés. -Duque de Alburquerque sirvió al inglés valerosamente. -Despide el Emperador los españoles, mandándoles que ni sirviesen al francés ni al inglés. -El rey de Ingalaterra llevó los españoles a su servicio.

     Ninguno pondrá los ojos en las condiciones de la concordia hecha entre los reyes, que no imagine que el de Francia era superior, y que el Emperador, por verse apretado, vino en ellas. Y es cosa sin duda, y que aun los mesmos autores franceses la confiesan, que el rey se vio harto trabajado, y el Emperador le pudo poner en mucho aprieto, y así se verá cuál era el corazón del César, y cuán generoso pecho tenía, pues dio a su enemigo, cuando lo pudo destruir, más que cuando se vio acometido con tantos ejércitos, ni cuando estuvo en su casa y amenazado, o con recelos de que le querían detener. Por ser tan aventajadas para el rey Francisco estas condiciones, y tan graves de cumplir para el Emperador, ninguno de los que bien sentían de negocios podía creer que habían de ponerse en ejecución, porque todos tenían por cosa poco menos que imposible que el Emperador se quisiese deshacer de uno de los dos Estados de Milán o Flandres, que tan a cuento le venían. Verdad es que los que conocían la bondad y llaneza del César tenían por cierto que él cumpliría lo que había prometido, y que no quería oscurecer, con quebrantar la concordia, la gloria que había ganado con prometer lo que pudiera negar.

     Pero presto se abrió un camino, por el cual, sin faltar el Emperador, se quedó con lo que tenía; porque dentro de los ocho meses que se tomaron de término para concluir los casamientos, le dio al duque de Orleáns una calentura pestilencial que le quitó en pocos días la vida, con grandísimo dolor del rey su padre y lástima de los que le conocían, porque era amado de todos, y el Emperador lo sintió con harta demostración, porque ya él había llamado al duque hijo, y estaba muy pagado de tenerlo por tal. Los que más le lloraron fueron los milaneses, teniendo ya por cierto que había de ser su señor, y esperaban de él más dulce y agradable tratamiento que de otro alguno, estando con harta necesidad de él, por el riguroso gobierno en que tantos años se habían visto, en poder de soldados franceses y españoles. Por la muerte del malogrado duque comenzaron luego los recelos y los juicios de los hombres, pareciéndoles que la paz que agora se había asentado no duraría mucho, y que habían de resucitar las guerras y pasiones viejas. Y no iban muy descaminados, que volvieron, aunque no con el calor y vida que las pasadas, porque las edades de los dos bravos competidores no tenían aquel verdor ni aceros que cuando el de Francia dijo que habían de haberse como dos enamorados apasionados por una hermosa doncella. Por agora, a lo menos, todos los príncipes cristianos quisieron venir en paz; sólo el de Ingalaterra porfió en la guerra hasta hacerse, como dije, señor de Bolonia, y dejándola a buen recaudo, que fue al tiempo que se concluyó la paz; volviéndose Enrico para su tierra, cuando se quería embarcar acudió el delfín y quitóle parte del bagaje y revolvió sobre Bolonia y estuvo muy cerca de tomarla.

     Cercóla después el rey de Francia muy de propósito, y vinieron a ser tantos los daños que, por mar y por tierra, franceses y ingleses se hacían, que de puro cansados se concertaron, y Bolonia se entregó al francés por una gran suma de dinero, que había de pagar en ocho años.

     La principal parte de los buenos sucesos que en esta jornada de Bolonia tuvo el inglés, fue el duque de Alburquerque, don Beltrán de la Cueva, de cuyo valor y prudencia estaba muy pagado el rey Enrico, y, como dije, pidiólo al Emperador para hacerle su general en esta guerra, en la cual el duque, con su hijo don Gabriel de la Cueva (que después le sucedió en el Estado, y fue un gran caballero) y con otros muchos deudos, sirvió al rey Enrico con tanto valor, que por su industria ganó a Bolonia. Y quedó con grandísima opinión en Ingalaterra, no sólo el duque, más la nación española, y así, sucedió que, deshaciendo el Emperador su campo en Bruselas, dejó solo el tercio de don Álvaro de Sandi, que había de pasar a Hungría, y a los demás españoles mandó pasar en España, dándoles navíos y lo necesario, y orden, con pena de la vida, a cualquiera que quedase sin su licencia, encomendándose esto al capitán Joan de Eneto, para que con rigor lo ejecutase.

     Luego que fueron embarcados, el rey de Ingalaterra los procuró haber, para servirse de ellos en la guerra contra el rey de Francia, y los españoles, con la buena gana que tenían de ejercitar las armas y gozar de las libertades de la vida del soldado, a pesar de su capitán y contra la voluntad del Emperador, dieron consigo en Ingalaterra, y sirvieron al rey todo el tiempo que duró la guerra, haciendo en ella el oficio de general el dicho duque de Alburquerque.

     Fin tan dichoso como este tuvo el año de mil y quinientos y cuarenta y cuatro, asentándose una paz con que todos los príncipes católicos se abrazaron, y luego pusieron los ojos en la reformación del estado cristiano, y que el negocio del concilio universal se concluyese, porque ya no faltaba otra cosa para el sosiego común de todos, sino reducir los herejes a la unión evangélica, y volver las armas contra los enemigos de la cruz, para lo cual principalmente se quedó el Emperador en aquellas partes por algunos años y hizo en ellos lo que presto veremos.



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- XXXI -

Presa que hizo Barbarroja volviendo para Constantinopla. -Combate el cosario a Puzol. -Defienden los españoles. -Sale el virrey en socorro de Puzol. -Presa grandísima que hizo. -Representaban en Constantinopla las presas de Barbarroja en afrenta de la Cristiandad.

     Dejé a Barbarroja con su armada, camino de Constantinopla, salteando, robando y cautivando las costas de la Cristiandad. Dije en el principio de esta obra los viles y bajos principios de este cosario; diré agora dos cosas: lo que nos robó y cautivó, y su desventurada muerte, donde fue a ser tizón del infierno, por haberlo sido de la Cristiandad. Acabaremos con él, aunque nos dejó centellas que encendieron y causaron otros fuegos y daños semejantes, como fue un Dragut, y otros tales que aquí diré.

     Fue Barbarroja de Tolón a Vadi, donde los genoveses le presentaron muchas frutas y sedas, por lo cual prometió de no hacer mal en su ribera. Juntó toda su armada, que buena parte de ella había echado por Córcega, en busca de Joanetín Doria, que poco antes había tomado dos galeotas de cosarios.

     Escribió de allí Barbarroja al señor de Pomblin, rogándole mucho que le diese un hijo de Zinán Judío, su grande amigo, que tenía por esclavo en aquella ciudad desde la guerra de Túnez, para enviárselo a su padre al mar Bermejo, y a la India, donde a la sazón estaba contra portugueses; y si no se lo daba, que le destruiría la isla. El señor Apiano, que tal era su nombre, respondió que no se lo podía dar, por ser ya cristiano, sin grande ofensa de Jesucristo e infamia suya, pero que por su respeto lo haría libre y rico. Barbarroja, desdeñado porque no se lo daba, mandó robar la isla y cautivar la gente, porque otra vez no despreciasen su ruego ni su armada. Apiano entonces redimió la paz, aunque no los cautivos, con aquel esclavo. Al cual Barbarroja hizo capitán de siete galeras, tratándole como a hijo. Del Elba fue la flota a Talamón, y sacando gente y artillería con que combatía, la ganó y robó, desenterrando muertos (inhumanidad poco usada). Corrieron la tierra dos leguas adentro los turcos, con gran presteza, y trajeron mucho ganado y cautivos.

     Pasó Barbarroja sobre Puerto Hércules, y subiendo artillería a lo alto (con tanta diligencia como trabajo), batió reciamente la ciudad y castillo, y aunque Carlos Mamucio y el capitán Carranza se le dieron, la destruyeron los turcos, poniendo fuego a las mejores casas. Los seneses, que hasta entonces se habían descuidado, si bien sabían el daño que Barbarroja iba haciendo, enviaron de presto

don Joan de Luna con los españoles que a la sazón estaban de guarnición en la ciudad, y a Fontacho con muchos seneses, los cuales se metieron en Orbitelo, por hallar perdido a Puerto Hércules; mas ni aun por eso dejó a Barbarroja de hacer balsas en que poner artillería para tirar de cerca a Orbitelo, que está en medio de una laguna, y es fuerte. Y ya se iban de él los españoles y seneses, cuando llegaron Esteban Colona y doce banderas de soldados, y Cipin Vitello con otras dos de caballos que Cosme de Médicis, duque de Florencia, enviaba de socorro, tanto por servir al Emperador como a Sena. Y todos, cobrando ánimos unos con otros, pelearon con los turcos, que ya estaban desbaratados por el campo y tendidos, habiendo desembarcado, y con los que porfiaban desembarcar en esquifes, y los hicieron tornar a las galeras mal de su grado. Barbarroja hizo señal de recoger, y temiendo los arcabuceros españoles que no los aguardara, y los de caballo, que siempre crecían con nueva infantería, y fuese a Gillo, isla de buen vino, allí cerca, a la cual robó cautivando todos los isleños.

     León Strozi, prior de Capua, que con siete galeras francesas iba por embajador al Turco para excusar al rey Francisco, importunaba mucho a Barbarroja, que tornasen sobre Orbitelo, que importaba grandemente para las cosas del rey en Toscana, y para las del Gran Turco en aquel mar, y aun en Italia, y si no lo tomasen, que hiciesen fuerte al Puerto Hércules, y los dejasen con buena guarnición de turcos y franceses, pues en ello ganaría gran nombre, y Solimán ternía entrada en Italia y el rey en Toscana, cuya cabeza era Florencia, donde su padre Felipe Strozi ya fuera príncipe. Tal consejo daba el prior de Capua, siendo caballero religioso de San Joan. No sólo entonces lo procuró, más después lo trabajó con grandes revueltas y muertes, y al cabo murió de un arcabuzazo que allí en aquella mesma tierra le dieron, dende a doce años.

     Bien conocía Barbarroja que el prior decía lo que convenía a las partes de ambos, y que fuera otro espanto para Italia como fue Otranto; pero no quiso aventurar su reputación ni su gente, viendo que los enemigos eran muchos, y aun desconfiando de franceses, porque nunca los cosarios acometen a los apercebidos. Fue Barbarroja de Gilo a Próchita y a la Iscla, víspera de San Joan, en la noche de este año mil quinientos y cuarenta y cuatro. Robólas ambas a dos, aunque no pudo al pueblo de Iscla, por ser muy fuerte y artillado, en odio del marqués del Vasto, que le había quitado del castillo de Niza. Llevó de ellas ochocientas personas, y algunos dicen que más de mil. Don Pedro de Toledo, virrey a la sazón de Nápoles, envió con toda diligencia al capitán Antonio de Barrientos, con trecientos españoles a Puzol, mandando que la gente menuda del lugar se fuese a Nápoles, y luego tras él el capitán Saavedra con otros quinientos, y con hasta docientos caballos ligeros y de armas, teniendo que lo combatirían los turcos.

     Entró en Baya la flota otro día de mañana, y en tres alas se puso casi las proas en tierra, y echando turcos comenzó de batir a Puzol, y en el combate mató entre otros a Saavedra, que causó miedo y turbación en los demás, si bien por eso no dejaron de tirar con su artillería a las galeras. Los de caballo que guardaban el arrabal, escaramuzaron con los turcos y hiciéronlos embarcar, aunque uno de ellos fue preso por atollar su caballo. Juntó el virrey cuatro mil infantes y más de mil caballos, -tanta es la grandeza de Nápoles-, con los cuales salió a socorrer a Puzol. Barbarroja entonces se recogió, porfiando Salac en la batería, y caminó hacia Salerno con propósito de combatirlo; mas sobrevino Noroeste con tanta furia, que dejando en Zultfan una galeota y dos naos, de cuatro que llevaba, corrió tormenta, y hizo daño en Policastro y otros lugares. Llegó en fin a Lípari, y sacando cuarenta piezas de artillería, comenzó a batir la ciudad reciamente, y batióla doce días arreo. Los vecinos, atemorizados, se dieron por la vida, temiendo la muerte, a consejo de un ciudadano principal llamado Nicolás, y así, todos, que serían cerca de ocho mil, fueron cautivos, salvo el Nicolás, con toda la riqueza del lugar.

     Pasó el faro de Mecina Barbarroja, y en Fumara de Muro cautivó mil ánimas, y en Ciriati cuatro mil, y otras muchas en aquella costa de Calabria. Tanta presa, en fin, hizo de ropa y hombres, que no cabía en las galeras, y esto todo hizo sin perder más de una, que dio al través en Galípoli de Pulla. Echó navegando muchos a la mar, maldiciendo los tristes a quien era causa de su desventura, los cuales, de hambre, sed, cansancio y hedor y pretura, se le morían. Entró en Constantinopla muy triunfante; dio a los bajás y criados del Turco, y a las damas del palacio, muchos niños, y mozas, y otras cosas. Las entradas de Barbarroja en Constantinopla, con tantos despojos de la Cristiandad, se representaban delante del Turco, no sin gran vergüenza, y por culpa de los príncipes. Causó, sin este mal, la venida del Barbarroja a Francia, que se retejasen y alterasen los moriscos del reino de Valencia, con esperanza que había de ir allá con su armada, como se lo había prometido, que fuera un terrible caso.



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- XXXII -

[Resumen de las prosperidades de Barbarrroja. -Su muerte.]

     Llegó la hora miserable de este enemigo, tan valeroso como hemos visto, que de un bajo ollero, cual fue su oficio, llegó a tanto que se tomó con el Emperador y fue rey de Argel y de Túnez, y cabeza de todos los cosarios, después de la pérdida de Rodrigo de Portundo, por donde señoreó nuestros mares, haciendo tantos males en Italia y en España, y porque los hiciese mayores le hizo el Turco su general en el mar, y su bajá, que es lo que más puede dar. Ganó a Túnez con aquella armada, que fue grandísimo negocio para el Turco, y porque no ganase a Sicilia, o Cerdeña, o alguna otra isla, tuvo necesidad el Emperador de echarlo de allí, con notable provecho de la Cristiandad y gloria propria suya. Escapóse Barbarroja por su buena diligencia, que se lo tuvieron a mucho. Pidiólo, después de esto, el rey de Francia al Turco. Mas si bien vino poderoso dos o tres veces, no hizo mucho daño.

     Aparejaba otra flota para tornar por acá, mas diéronle cámaras con recio flujo, que le duraron mucho, por donde se vino a tullir; acudióle calentura, y matóle, siendo de más de ochenta años.

     Era bermejo, como tenía el nombre, de buena disposición, si no engordara mucho; tenía las pestañas muy largas, y vino a ver poco. Ceceaba, sabía muchas lenguas y preciábase de hablar lo castellano, y así, casi todo su servicio era de españoles. Fue muy cruel, más que otro algún cosario de su tiempo; avariento sobremanera por llegar al estado que tuvo, y muy lujurioso en dos maneras. Y dicen que se consumió con la hija de Diego Gaetán, que hubo en Rijoles. Fue decidor con agudeza, y aun malicia, soberbio y libre de lengua, especial enojándose. Suplía estos vicios con disimulación y gracias, y con sucederle todas sus cosas prósperamente. Era esforzado y cuerdo en pelear y acometer, proveído en la guerra, sufrido en los trabajos y muy constante en los reveses de fortuna, porque jamás mostró flaqueza ni miedo notable. Murió, pues, riquísimo, en las casas de Bixatar, que hizo en Pera. Dejó por heredero, con licencia del Turco, a su hijo Hazam Barbarroja, que a la sazón estaba en Argel.



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- XXXIII -

Don Álvaro Bazán, general de las galeras de España. -Españoles y franceses pelearon este año en el agua. -Victoria grande que hubo don Álvaro Bazán; el que después fue marqués de Santa Cruz se halló en ella.

     Don Álvaro Bazán se había retirado a su casa, dejando las galeras por haberse sentido de algunos disfavores que se le habían hecho; mas sabiendo el Emperador lo que don Álvaro merecía, y cuánto valía para servirse de él, antes que partiese de España le mandó volver al oficio de general de las galeras de Castilla, y que con toda brevedad fuese a la costa de Vizcaya y Guipúzcoa, y recogiese los navíos y gente que pudiese, por ser extremada la vizcaína en la mar y en la tierra, y que navegase con ellos a Laredo, para que don Pedro de Guzmán, caballero de Sevilla, pasase en Flandres con los dos mil españoles que dije, cuyo maestre de campo general era, y con la demás armada guardase don Álvaro las costas de España de los franceses y otros enemigos, contra quienes estaba la guerra abierta.

     Partió don Álvaro de Valladolid en diez de abril; fue a Santander buscando por aquella costa navíos para su armada; juntó hasta cuarenta vasos; los quince fueron a Flandres, con la gente que llevó don Pedro de Guzmán, los demás estaban a punto.

     A cuatro de julio, si bien no había en ellos más que mil soldados, que tenía García de Paredes (no el famoso, que ya era acabado), con título de maestre de campo, y estando a este tiempo por general de Fuenterrabía don Sancho de Leiva, avisó, a ocho del mes, a don Álvaro, que de aquella villa habían descubierto una armada de más de treinta naos francesas, que habían tomado dos vizcaínas, que cargadas de sacas de lana iban a Flandres.

     Como don Álvaro se hallaba con tan poca gente, pidió luego a don Sancho que le enviase alguna, el cual le envió quinientos arcabuceros con el capitán Pedro de Urbina, teniendo otro correo de Galicia, que a los diez de julio habían pasado los franceses a vista de Laredo, y saqueado las villas de Laja, Curcubión y Finisterra.

     Salió con toda priesa don Álvaro, en busca de los enemigos, a 18 de julio, la vuelta de Galicia, que estaba tan amedrentada o temerosa, por los daños que los franceses hacían, que aún en la ciudad de Santiago no se tenían por seguros, porque habían faltado en algunos lugares más de cuatro mil franceses muy bien armados. Pues día de Santiago, estando la armada francesa sobre la villa de Muros, y por general de ella monsieur De Sana, componiéndose por cierta cantidad de dineros, porque no los saqueasen, dio sobre ellos don Álvaro con veinte y cuatro naos; luego se pusieron en orden para pelear las dos armadas. Embistió la capitana de don Álvaro a la capitana francesa, y echóla a fondo, ahogándose mucha gente; y arribando sobre otra francesa que venía en socorro de su capitana, la rindió también. Peleaban, de ambas partes, con valor y porfía, y duró dos horas, al cabo de las cuales los franceses fueron rendidos y degollados más de tres mil; de la parte de don Álvaro fueron muertos y ahogados hasta trecientos.

     Atribuyó don Álvaro, como caballero y cristiano, esta victoria al apóstol Santiago, en cuyo día y en cuya tierra se había ganado. En esta batalla se halló su hijo mayor, llamado, como él, don Álvaro Bazán, mozo que no pasaba de diez y seis años; y de esta escuela militar de su padre salió tan gran capitán, como a todos es notorio que lo fue el marqués de Santa Cruz, de quien tendrá bien que escribir el que escribiere la historia del rey don Felipe II.

     Metieron en el puerto, o playa de La Coruña, toda la armada francesa que se había prendido, y quedó en guarda de ella don Álvaro el mozo, y su padre fue a dar las gracias al apóstol Santiago, donde el arzobispo, y santa iglesia, le recibieron con Te Deum laudamus. Y en toda Galicia hubo general contento. En Valladolid lo recibió el príncipe don Felipe, con la nueva de esta victoria, de la cual se avisó luego al Emperador a Flandres.



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- XXXIV -

Vasallos de las iglesias.

     Sentíase el Emperador tan alcanzado y falto de dineros con los gastos excesivos hechos en la guerra, que mandó a sus consejos y ministros mirasen qué arbitrios o medios se podrían tomar para remediar necesidades tan urgentes.

     Acogiéronse a lo bien parado y más rendido, que eran los bienes, jurisdiciones y vasallos de las iglesias y monasterios de Castilla, que los reyes, de gloriosa memoria, y otros caballeros, habían ofrecido a Dios por el favor y ayuda que les había dado en las guerras contra los moros, enviándoles santos, que visiblemente los vieron pelear en las batallas, y habían defendido las tierras que tenían, y ganado otras muchas. Como esto no tocaba a los poderosos del reino, ni a los del Consejo, aprobáronlo, y persuadieron al Emperador que los tomase haciendo alguna recompensa a la Iglesia.

     Pidió breve al Papa, y concediólo en cierta forma, conforme a la relación que le hicieron.

     Mandó luego el Emperador hacer saber a las órdenes del reino cómo se servía de que le diese los vasallos que tenían, que los sus reyes progenitores les habían dado, con todo lo anejo al vasallaje, y que les daría en recompensa otras tantas rentas como les rendían al presente, sin tener respeto a lo que según justo precio valen. Pero no quiso el Emperador que se hiciese de hecho sin ser oída la Iglesia, y vinieron a la corte muchos religiosos abades de la orden de San Benito y de San Bernardo, los cuales, conociendo el pecho católico del Emperador, y que no quería hacer agravio a nadie, estimando menos el socorro para las guerras que se le ofrecían fuera de estos reinos, y más el bien de los mesmos reinos, y de todas las personas y estados de ellos, y por mostrar esto más a la clara, les mandó que cada uno le dijese lo que cerca de ello sentía, gustando de que también le diesen por escrito lo que de palabra le habían dicho. Lo cual hicieron con muy buenas ganas, no para rehusar si menester fuera de emplear en su servicio las haciendas, muebles y raíces de los monasterios, y las vidas si menester fuesen, sino para mostrar que los que esto aconsejaban y procuraban no miraban tanto lo que convenía a la conciencia, honra y autoridad del César, como a sus proprios intereses o a otros respectos, que no debían ser mirados por personas del Consejo del Emperador; siendo justo atender que había otros estados de gentes más obligados a acudir primero a esto, que las órdenes, y que empleaban lo que tenían menos bien que los eclesiásticos, y que se hallarían otros medios más lícitos y honestos para socorrer al César, que hacer esta novedad en Castilla.

     Quien más se mostró en esto fue un abad de la orden de San Benito, que se llamó fray Joan de Robles, varón insigne y noble, y de los mejores predicadores que hubo en su tiempo, a quien el Emperador gustó de oír en esta materia; y valieron tanto sus buenas razones, que el Emperador dijo: «Nunca Dios quiera que yo les quite lo que no les di.» Y mandó que no se tratase más de ello, y así se suspendió por entonces.

     Mas en el año de mil y quinientos y cuarenta y cuatro volvieron en el Consejo de Hacienda a tratar de lo mismo, y que se quitasen los vasallos a la Iglesia, pues había facultad para ello. Y el mesmo fray Joan de Robles, abad de San Pedro de Alanza, y fray Francisco Ruiz de Valladolid, abad de Sahagún, de los doctos hombres de su tiempo, suplicaron de ello, como antes lo habían hecho. Y el Emperador quiso que fray Joan de Robles le diese por escrito lo que había dicho en voz, y fue que, para que se entendiese y viese claramente la calidad de este negocio, convenía mirar: lo primero, si era lícito; lo segundo, si ya que fuese lícito y se pudiese justamente hacer, si era cosa conveniente, honesta y buena; lo tercero, dado que fuese lícito y honesto, si era útil y provechoso, que son tres condiciones que deben concurrir en cualquier obra virtuosa, especialmente en las obras políticas que tienen respecto al bien de muchos, cuales deben ser las de los príncipes, que no han de regular sus obras por sus intereses particulares, sino por el bien común de los reinos que gobiernan. Y cuanto a lo primero, se había de presuponer que ningún justo poseedor podía ser despojado sin causa justa, según derecho natural.

     Que los derechos, acciones y jurisdiciones de las iglesias son bienes raíces, inmóviles y perpetuos, de los cuales hablan los sagrados cánones y concilios, que no se pueden enajenar ni desmembrar de las iglesias sin igual recompensa.

     Que es hacienda que se posee con justo título, porque los reyes de España y otros caballeros, cuando el reino estaba lleno de enemigos infieles, la daban en cumplimiento de los votos que hacían, porque Dios les diese victoria, y fundaban y dotaban los monasterios con estos bienes.

     Que sobre este título tan justo, que parece más divino que humano, tenían el de posesión de más de seiscientos y setecientos años, y, en el que menos, más de cuatrocientos.

     Que no había haciendas en España poseídas con semejantes títulos.

     Que jamás algún príncipe, de cuantos ha habido en España, intentó inquietarlos ni perturbarlos en esta posesión, y que estos vasallos no se sacaron del patrimonio real, sino de lo que ganaban de los moros, de aquello daban a Dios, y también otros caballeros y señores particulares los daban de sus proprios patrimonios, o comprados con sus dineros. dejándolos con cargas y obligaciones de sufragios y aniversarios perpetuos.

     Que no habiendo, al presente, culpa ni causa bastante para despojar los monasterios de lo que tan lícita y justamente poseían, parece cosa indigna de un príncipe tan grande y de tanta potencia, querer poner sus manos en la gente más rendida que en su reino tenía. Que no por ser mal gobernados ni por estorbar a los religiosos el gobierno, ni por bastar a suplir las necesidades del César, se les habían de quitar; porque antes eran más bien gobernados y con más caridad y llaneza siendo los perlados, no señores, sino padres piadosos con sus vasallos, ni estorbaban a la quietud de los religiosos, antes con la jurisdición cobraban mejor sus rentas, y sin ella gastaban más en pleitos que tenían, y se distraían los ministros del Señor.

     Que para suplir la necesidad del César, era miseria todo lo que ellos valían, ni luciría ni medraría jamás cuanto destos vasallos se sacase, antes consumiría este dinero como polilla juntándose con los demás dineros y rentas reales, para que nada luciese ni aprovechase.

     Que para ayuda a los grandes gastos del César, la Iglesia acude con el subsidio y excusado, y pechan y contribuyen, y los que estando en el mundo y en hábito seglar, eran libres y no pecheros.

     Que no se había de compensar el valor de los vasallos por lo que a los monasterios rentaban las jurisdiciones cada año, pues demás del derecho honorífico, que es de mucho valor, era claro que un regimiento de una ciudad que vale dos o tres mil maravedís cada año, no lo podía Su Majestad tomar, dando por él veinte y cuatro mil maravedís, y venderlo después por dos o tres mil ducados, porque todo aquello que se puede apreciar a dinero, y está en la hacienda, es parte de la hacienda.

     Que los reyes de España, de gloriosa memoria, dejaron a los monasterios muchas preseas de hacienda, y en ellas engastadas muchas joyas de honor, preeminencias y jurisdiciones, para adorno de la Iglesia, que, como esposa de Cristo, la quiere Dios galana, honrada y estimada.

     Que sería cosa indecente despojarla, sin darle lo que justamente vale tanto por tanto. Y que sería mayor el mal si se tomase lo que por descargos de conciencia se había dado.

     Que no vale decir que puede el príncipe tomar lo que sus predecesores dieron, pues esto se ha de entender cuando se hubiese dado sin justo título. Y sería incurrir en las censuras que en el Concilio aureliacense, cap.14, se ponen contra los que toman lo que sus pasados dieron a la Iglesia. Y si puede el príncipe tomarlo para algún bien público, esto ha de ser dando por ello otro tal o mejor, como dice el emperador Justiniano a Epifanio, arzobispo y patriarca de Constantinopla. Y el Papa Nicolao II, escribiendo al arzobispo de Viena, y Graciano, de los emperadores Carlos y Luis, palabras gravísimas, echa maldiciones que ponen pavor contra los que tomaren estos bienes a la Iglesia. De las cuales están llenos los privilegios y donaciones de los reyes, pidiendo a Dios que sean malditos y descomulgados; que se veyan ciegos y desventurados y comidos de lepra. Que en el infierno tengan por compañero a Judas, que vendió al Señor. Y finalmente, que no vean los bienes de la celestial Jerusalén, si en algo quitaren o disminuyeren de aquello que allí dan y ofrecen a Dios.

     Que el Papa puede muy bien mandar, en un evidente peligro, que una provincia favorezca a otra, y una Iglesia a otra, y unos eclesiásticos a otros, por ser doctrina de San Pablo que la Iglesia es un cuerpo, y así se ha de favorecer y ayudar un miembro a otro, el más cercano al más cercano; y cuando el más cercano no pueda, el inmediato, de manera que se guarde la conformidad que hay en un cuerpo natural; pero que esto se ha de entender cuando la necesidad fuere tal, que no pueda por otra vía remediarse, y que cesaba en este caso, como era notorio. Y que de tal manera se ha de hacer el socorro de los frutos eclesiásticos, que si es posible, no pierdan las raíces inmóviles, así como los miembros recios, que favorecen al miembro débil y necesitado, no le dan las carnes ni los nervios, que son como raíces en el cuerpo humano, sino obras y humores, y espíritus vitales, que son como frutos y bienes muebles en el cuerpo.

     Que los bienes eclesiásticos son en alguna manera del Papa, pero no de todas, para poder hacer de ellos absolutamente lo que quisiere, según la doctrina de Santo Tomás, en el 4 de las Sentencias, dist. 20, c. 3, art. 3; porque el dominio de los bienes temporales que poseen los eclesiásticos no es del Papa, sino de ellos o de sus iglesias, y así, no puede el Papa transferir en nadie el dominio que no tiene.

     Que el dominio de las haciendas y bienes temporales de los monasterios, los que dieron le pudieron transferir, y las donaciones reales claramente dicen que el dominio se pasó de todo punto en las iglesias y monasterios, a quien se dieron las dichas haciendas y bienes temporales.

     Que ni aún de los bienes espirituales es el Papa señor, sino dispensador, por lo cual tienen todos los teólogos, que el Papa puede incurrir en el pecado de simonía, como los otros hombres. Lo cual no sería si fuese señor de los bienes de la Iglesia como lo son los seglares de los bienes que poseen. Porque si bien es despensero mayor, al fin es despensero, y no absoluto señor.

     Que el doctísimo Joan Gerson declara muy bien en qué modo sea el Papa señor de los bienes eclesiásticos, en el tratado que hizo de la potestad eclesiástica, en la consideración 12, y Guillelmo Ocaro, doctor famoso, en el tratado que hace De potestate Summi Pontificis, cap. 7, alegando otros doctores cuya opinión sigue.

     Y pide, finalmente, sobre todo, al Emperador, mire mucho esta razón; y es que es cosa notoria que no puede el Sumo Pontífice quitar a nadie su hacienda, especialmente lo que es secular, y aplicarla al príncipe, si no fuere ocurriendo cosa en que el que la posee la deba dar, y nadie tiene obligación de dar su hacienda sino para defensa y buena gobernación de su propria república, y para esto bastaban las rentas reales, como bastaron, cuando eran muy menores, y los trabajos y necesidades del reino mayores, y fueron suficientes para su defensa, y aun para conquistar otros reinos.

     Que Su Majestad no podía pedir a Su Santidad con buena conciencia, ni Su Santidad concederlo, que sus súbditos, habiendo dado lo que la necesidad y loable costumbre les obliga, que le den contra su voluntad otra hacienda con color de la dicha defensa y gobernación, ni súbdito alguno tiene obligación de darla, aunque los príncipes gasten las dichas haciendas en cosas loables, si las tales cosas son impertinentes a la dicha defensa y buena gobernación de aquestos reinos. Y que se mirase si a Su Santidad se había hecho tal relación, con la cual no obstante todo esto, se les haya de quitar esta hacienda sin dar el justo valor por ella, y se le hubiese declarado como de hacerse esto se sigue, que sin culpa de los monasterios de señores los hacían vasallos de los que compran los territorios y lugares, donde los tales monasterios, que tan privilegiados y exentos los fundaron los reyes, sean agora súbditos y esclavos de los compradores. Y que se debía dar copia de la relación que a Su Santidad se había hecho para que la Iglesia fuese oída, y se le guardase la justicia que tiene.

     Y cuanto al segundo punto, si era licito, parecía que no, porque nunca los hombres sabios hacen todo lo que pueden, no siendo honesto y conveniente, como lo enseña San Pablo, escribiendo a los corintios, ep. 2, c. 6, el cual, para encarecer esto, torna persona de quien en este mundo puede hacer, sin perjuicio de las leyes humanas, todo lo que quisiere, y dice: Todo me es lícito, mas no todo conveniente. Lícito es, según las leyes, que se ejecuten las penas puestas a los transgresores de ellas; pero no es bien que se ejecuten igualmente con todos, ni por el cabo con todos. Y porque es ansí que no han de hacer los hombres todo lo que de derecho pueden, dice Salomón en el Eclesiastés: No seas demasiado de justo, porque la demasiada justicia es injusticia; esto es, no hagas todo aquello que según rigor de justicia puedes hacer; y que para esto era bien ver si convenía que los religiosos tuviesen vasallos, porque si era bien que los tuviesen, no sería bien que se los quitasen sin culpa bastante o causa justa. Y que mirando lo que primero se dijo, de que estos vasallos vinieron en poder de los monasterios, no porque los religiosos los procurasen, sino porque los príncipes, de su mera liberalidad, y por su devoción, se los dieron con real magnificencia, no ignorando que la gobernación de los vasallos trae consigo muchos embarazos y negocios seglares, contrarios a la quietud y recogimiento que pide la vida monástica, sino que tuvieron por menos inconveniente darles cuidado del gobierno de vasallos que dejarlos con mayores y más continuos trabajos en la cobranza de las rentas que les dejaban. Por lo cual pareció a los reyes de gloriosa memoria, que porque las haciendas de los monasterios se cobrasen con más quietud, y estuviesen más ciertas y seguras, y sobre ellas tuviesen menos pleitos, convenía que en aquellos lugares donde dejaban hacienda, tuviesen entera judisdición para conservarla y cobrarla. Confiando de los religiosos, como de personas que deben tener más cuenta con sus conciencias, que podrían tales ministros, que mantenían los pueblos en justicia. Y que en este tiempo que los herejes eran tan enemigos de la grandeza y majestad de la Iglesia, no convenía desautorizarla; que los reyes grandes que ha habido en el mundo, desde David y su hijo Salomón, fueron gloriosos por los bienes que hicieron a las iglesias. Esto engrandeció el nombre de Ezequías y Joás; esto hizo a Constantino, a Teodosio y Justiniano ser contados por los más esclarecidos príncipes del mundo, por los favores que hicieron a la Iglesia, y esto dio tantas victorias a los reyes de España contra los moros. De los cuales todos, no se halla que hayan intentado de quitar a los monasterios lo que tienen, antes de aumentarlo y conservarlo.

     Y pone con esto muchos ejemplos extendidos con muy buenas razones de la veneración y respeto que todas las naciones del mundo han tenido a la Iglesia. Que Roma fue señora del mundo, como dice San Agustín, por ser tan devota de sus dioses, y honradora de la religión. Y que así, aunque a los monasterios no les estuviese bien tener los vasallos, al César le estaba muy mal tomarlos, y era oscurecer la gloria de su sagrado nombre, y disminuir la grandeza de sus hazañas, en lo cual no miraba quien le aconsejaba tal cosa, y quedaría esta mancilla en su corónica. Que la ganancia que de estos vasallos se sacaría sería poca, y nunca luciría, y la pérdida grande y perpetua, pues tocaba al alma y a la honra de un príncipe tan grande y tan católico.

     Alárgase mucho el abad en estas razones, las cuales fueron tan eficaces en el pecho católico del Emperador, que aunque tenía ganada la gracia del Pontífice, no quiso usar de ella, y es así que en el año de 1528, en las Cortes que tuvo en Madrid, le pidieron muchos procuradores del reino que tomase estos vasallos, y respondió que los vasallos de las iglesias y monasterios eran dotaciones que los reyes sus pasados habían hecho con gran devoción y celo que tuvieron a la religión cristiana, a lo cual él debía tener singular respeto, y que por eso no convenía al servicio de Dios ni al suyo hacer novedad alguna cerca de ello. Y volviendo, como ya dije, a tratar de lo mesmo sus consejeros y otros que trataban de arbitrios arbitrarios, respondió Su Majestad en el año de 1537: «No quiera Dios que yo les quite lo que no les di.» Y agora, estando tan apretado con tantas guerras, tan falto de dineros, tuvo este respecto tan grande, que mandó que no se tratase más de ello.

     Es cierto que este gran príncipe mostró siempre en todas sus obras cuánto deseaba acertar y no hacer más de lo que era razón y justicia, con mucho temor de Dios y celo de su santo servicio, que en él siempre resplandeció desde su juventud que comenzó a reinar, hasta que se retiró en Yuste, como en esta historia se dirá. Por donde entiendo que su alma reina en el cielo con eterno descanso, como reinó en la tierra con la mayor gloria y honra que tuvo príncipe de cuantos en su tiempo hubo en el mundo.

     Pero ya que en tiempo del Emperador no se ejecutó el quitar los vasallos a la Iglesia, hízose en el del rey su hijo, y hemos visto lo poco que han lucido los dineros que de ellos sacaron, los daños notables que han recebido las iglesias y monasterios, y aun los mismos vasallos, que están asolados; y conociendo el rey esto, temeroso de su conciencia, manda en su testamento que se restituyan a la Iglesia, y lo peor es que no hay cosa agora más olvidada, que ciega y causa olvido la codicia de las cosas terrenas.

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