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Año 1556

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- XXXVIII -

Treguas entre el Emperador, el rey su hijo y el rey de Francia. -Prende el Papa a los
cardenales devotos del Emperador y al embajador Garcilaso.

     A 5 de hebrero del año de mil y quinientos y cincuenta y seis, el Emperador y su hijo el rey don Felipe hicieron treguas con el rey Enrico de Francia por cinco años con estas condiciones:

     «Que las treguas comiencen a correr y se entiendan desde 5 de hebrero de este año de mil y quinientos y cincuenta y seis, y duren cinco años cumplidos, y que se guarden, en todas las tierras y mares de los dichos príncipes, sin que se hagan guerra, fuerza ni injuria.

     Que ni los unos ni los otros den favor ni ayuda a los enemigos de cualquiera de las partes.

     Que cada uno se quede con lo que al presente posee.

     Que los súbditos puedan libremente andar en sus tratos y entrar los unos en las tierras de los otros, pagando los derechos acostumbrados.

     Que los que en las guerras han sido despojados, sean restituídos en los bienes y heredades que les tomaron, y de la misma manera se vuelven a los que siendo vasallos de un príncipe sirvieron en la guerra al otro, y por eso le quitaron los bienes.

     Que pierda la vida el que quebrantare estas treguas.

     Que no se entiendan en estas treguas los rebeldes y forajidos de Nápoles ni Italia.

     Que al duque de Saboya no se le haga guerra en las tierras que posee.

     Que los franceses no puedan pasar a las Indias con mercadurías, ni a conquistar ni descubrir tierras, sin consentimiento del Emperador y de su hijo el rey.

     Que no se comprenda en esta concordia Alberto de Brandemburg.

     Que el rey Enrico dé a la reina Leonor, viuda de su padre el rey Francisco, lo que en su testamento la mandó.»

     Ordenaron esta concordia, por parte del Emperador y del rey su hijo, Carlos de Lanoy, conde y gobernador de Henaut; Simón Reynardo, Carlos Tisnackeo, Filiberto de Bruselas, Juan Bautista Milanés, consejeros del Emperador. Por parte del rey Enrico, el almirante de Francia Sebastián Laubespina, el abad de Basefontaine y el abad de San Martín, del Consejo del rey. Firmaron el Emperador en Bruselas y el rey Felipo en Ambers.

     Con esta paz quedó el Emperador descansado y tuvo lugar para embarcarse y pasar en España, que la guerra que ya andaba con el Papa no le daba cuidado, no siendo favorecido del rey de Francia ni de otro príncipe poderoso, si bien el Papa hacía del valiente, más de lo que su estado y edad pedían. Echó presos los cardenales que eran de la amistad y parte del Emperador, y atrevióse a prender a Garcilaso de la Vega, que, como dije, estaba por embajador del César en Roma, y hizo otras cosas que ya dije que no las había de contar en esta historia.



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- XXXVIII -

[Renuncia de Carlos V. ]Escribe el Emperador a los grandes y perlados de España la causa de su renunciación. -En Valladolid alzan pendones por el rey Felipe.

     Quiso el Emperador acabar de echar de sí la carga del Imperio y reinos para retirarse al monasterio de San Yuste, que había días que para este fin se reparaba y edificaba en él un hermoso cuarto trazado para la vivienda de Su Majestad. Y estando en la villa de Bruselas a 16 de enero, año de mil y quinientos y cincuenta y seis, ante Francisco de Eraso, su secretario, otorgó la carta de renunciación, en que dejaba y traspasaba en su hijo el rey don Felipe los reinos de Castilla, León y Aragón, en la forma siguiente:

     «Conocida cosa sea a todos las que la presente carta de cesión y renunciación y refutación vieren, como Nos don Carlos, por la divina clemencia Emperador siempre augusto, rey de Alemaña, de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algecira, de Gibraltar, de las islas de Canaria, de las Indias, islas y tierra firme del mar Océano conde de Barcelona, señor de Vizcaya, de Molina, duque de Atenas y de Neopatria, conde de Rosellón y Cerdania, marqués de Oristán y de Gociano, archiduque de Austria, duque de Borgoña y de Brabante, conde de Flandres y de Tirol, etc. Hallándonos impedido y enfermo a causa de los muchos trabajos, grandes y continuas guerras que por la pacificación de Alemaña, tranquilidad, sosiego y unión de la Iglesia y nuestra religión cristiana personalmente habemos tenido, como también en defender nuestros reinos contra los turcos e infieles, enemigos de nuestra santa fe católica, y no menos contra el rey de Francia, por cuya causa continuamente se nos han recrecido continuas indisposiciones, grandes y graves enfermedades, que habemos padecido y padecemos. Por las cuales no podemos atender y asistir a la buena gobernación y administración de nuestros reinos y expedición de los negocios de ellos; ni tampoco nuestra edad nos ayuda para poderlos ver y visitar personalmente, como querríamos y somos obligados. Todo lo cual, por Nos bien visto y entendido, conociendo la suficiencia, valor y prudencia que en vos, don Felipe, nuestro muy caro y muy amado hijo primogénito, rey de Ingalaterra y de Nápoles, príncipe de España, hay, la cual por la experiencia en la buena gobernación de los nuestros reinos de España, que en nuestra ausencia habéis gobernado, mostrastes. Y asimismo lo que habemos visto y conocido en vos, en la buena administración y pacificación del vuestro reino de Ingalaterra, juntamente con la serenísima reina María, vuestra mujer, reina y señora de él, etc., y del reino de Nápoles y Estado de Milán, que antes de agora os habemos concedido y refutado. Todo lo cual, de algunos días atrás, habiéndolo sobre mucho acuerdo pensado y mirado, acordándonos de la obligación grande que a la buena administración y utilidad pública de nuestros reinos y señoríos y Estados, por descargo de nuestra conciencia, deseándonos recoger para mejor poder dar cuenta a Nuestro Señor de los reinos y grandes Estados que por su infinita clemencia han estado, y al presente están a nuestro cargo, siendo justo que, como hombre mortal, consignemos alguna parte de nuestra vida para ello, de nuestra libre, espontánea, absoluta y agradable voluntad, propio motivo, y cierta ciencia, no habiendo sido rogado ni inducido a ello, entendiendo que así conviene al bien y pro de nuestros súbditos y vasallos, habemos deliberado y determinado de ceder, renunciar y refutar en vos el dicho rey nuestro hijo primogénito, príncipe jurado de España, como rey, que no reconoce superior en lo temporal, previniendo e anticipando el último juicio y voluntad de nuestra fin y muerte, como por la presente en vos cedemos, renunciamos y refutamos como en inmediato y próximo sucesor en nuestros reinos, señoríos y Estados, los nuestros reinos de Castilla y León, Granada y Navarra, Indias, islas y tierra firme del mar Océano, que al presente están descubiertas y por descubrir, y maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara, cuya administración perpetua por autoridad apostólica tenemos como rey de Castilla y León, sin que nos, ni en Nos quede cosa alguna para que con la bendición de Dios y nuestra los administréis y gobernéis, hayáis y tengáis en propiedad posesión y señorío, plena de la forma y manera que Nos los hemos tenido y al presente tenemos y podríamos haber y tener, con todos los frutos, rentas y emolumentos, servicios ordinarios y extraordinarios que, como rey y señor natural de ellos, debéis haber y tener, y gocéis de todo ello desde el día de la fecha de esta mi carta, para siempre jamás, según y como Nos habemos tenido y gozado, sin que por nuestra parte ni de otra persona alguna se os pueda poner, ni ponga embargo ni contradición alguna de hecho ni de derecho. Y os damos poder y facultad tan cumplida como de derecho se requiere, y Nos le podamos dar y otorgar, para que os llaméis e intituléis rey de Castilla y León, y para que los gobernéis y administréis, según y como nos lo hemos llamado, y al presente llamamos e intitulamos y gobernamos y administramos, y como lo pudiérades hacer después de nuestros días, como nuestro hijo primogénito, príncipe jurado y llamado a la sucesión de los dichos nuestros reinos y señoríos y Estados, conforme a la ley de la Partida y a las otras leyes, fueros y derechos, y costumbres de los dichos nuestros reinos. Y rogamos y encargamos al ilustrísimo infante don Carlos, nuestro muy caro y muy amado nieto vuestro hijo primogénito, y mando a los infantes, prelados, duques, marqueses, condes, ricos homes, caballeros y escuderos, y a todas las nuestras ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y señoríos, y a ellos agregados y ayuntados, y a los vecinos y moradores de ellos, os hayan y tengan por su rey y señor natural, y levanten pendones por vuestros, para intitular y llamar, y tener por rey de Castilla y León, y de todos los otros reinos y Estados y señoríos anexos a ellos, y en cualquier manera pertenecientes a la nuestra corona real de Castilla y León; y hagan y presenten el homenaje a vos, o a quien vos mandáredes en vuestro nombre, que, como rey y señor natural suyo, son obligados a hacer, conforme a las leyes y fueros de los dichos reinos. Y a los treces y comendadores mayores, caballeros, priores, conventos y otros comendadores, caballeros, y fieles de los dichos maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara, y a las ciudades, villas y lugares y moradores de ellos, que desde en hoy en adelante os hayan y tengan por administrador perpetuo de ellos, y como a tal os obedezcan y cumplan vuestros mandamientos. Y así mandamos a los alcaldes de todas las fortalezas, castillos y casas fuertes y llanas de los dichos nuestros reinos y señoríos, maestrazgos y Estados de la corona real de Castilla y León, en cualquier manera que lo sean, que os acudan a ellas, y hagan pleito homenaje por ellas, sin embarazo del que a Nos tienen fecho, el cual si necesario es, les alzamos y quitamos, y como a tal os acudan con las rentas, pechos, derechos, servicios ordinarios y extraordinarios y otros emolumentos debidos y pertenecientes a la dignidad real de la dicha nuestra corona real de Castilla y León, y maestrazgos, y os obedezcan, guarden y cumplan vuestros mandamientos en todo y por todo, como de su rey y señor natural, de la forma y manera que a Nos han acudido y acuden, y obedecido y obedecen, y cumplan los vuestros como lo hicieran después de nuestra fin y muerte. Y os encargamos y afectuosamente rogamos continuéis la buena administración y gobernación de los dichos nuestros reinos, Estados y señoríos, manteniendo a todos igualmente en justicia y paz, como hasta aquí lo habéis hecho, y sois obligado a hacer y lo merece la gran bondad y fidelidad que en todos los moradores de los dichos reinos ahí tienen, y la voluntad con que siempre nos han servido y sirven, y la que tienen de os servir, y desde hoy día en adelante nos desapoderamos y desistimos, quitamos y apartamos de la cruel corporal tenencia, posesión y propriedad, y señorío, y de todo el derecho y acción y recurso que a todos los dichos nuestros reinos, señoríos y Estados de suso declarados habemos tenido y nos pertenecía, y puede y debe pertenecer, y todo ello lo concedemos, refutamos, renunciamos y traspasamos en vos el dicho rey nuestro hijo, para que en todo ello enteramente sucedáis, y os damos y otorgamos entero y cumplido poder para que cada, y cuando que quisiéredes y por bien tuviéredes, vos, o quien vuestro poder para ello tuviere, por nuestra propia autoridad, o como bien visto vos fuere, podáis tomar y aprehender la posesión de los dichos nuestros reinos, Estados y señoríos, para que sean vuestros propios, y de vuestros herederos y sucesores, y hacer de ellos y en ellos todo lo que, como rey y señor natural de ellos, podéis y debéis hacer. Y entre tanto que tomáis y aprehendáis la posesión de los dichos nuestros reinos y señoríos y Estados de la corona real de Castilla y León, arriba dichos y declarados, nos constituimos por poseedor de ellos en vuestro nombre, y en señal de la posesión os damos y otorgamos en presencia de Francisco de Eraso, nuestro secretario, y escribano de la Cámara, y notario público en todos los reinos y señoríos, y de los testigos de suso escritos, esta escritura de cesión, refutación, renunciación y traspasación, la cual prometemos y nos obligamos de tener, guardar, cumplir y no la revocar, contradecir ni reclamar de ella, ni ir ni pasar contra ella, ni parte de ella, de palabra ni escrito, en tiempo alguno, ni por alguna manera, ni por algún caso de los que el derecho permite, que se puede revocar esta dicha escritura; y si la revocáremos o contradijéremos, o de ella reclamáremos, que no nos vala, y todavía se cumpla, y haya entero efecto todo lo en ella contenido. Para lo cual así tener, guardar y cumplir, nos obligamos en nuestra fe y palabra real, y renunciamos y apartamos de Nos y de nuestro favor y ayuda, todas y cualesquier leyes, fueros y derechos, y costumbres de que nos podríamos aprovechar, como si cada una de ellas aquí fuesen insertas e incorporadas, y nuestra voluntad es que se guarde y cumpla lo en nuestra carta contenido. La cual, como rey y señor que en lo temporal no reconoce superior, queremos que sea habida, tenida y guardada por todos por ley, como si por Nos fuera fecha en Cortes, a pedimento y suplicación de los procuradores de las ciudades, villas y lugares de los dichos nuestros reinos, Estados y señoríos de la nuestra corona real de Castilla y León, y como tal publicada en la nuestra corte y en las otras ciudades y villas de los nuestros reinos y señoríos donde se suele y acostumbra hacer, supliendo como suplimos todos y cualesquier defectos que en ella haya de substancia o solemnidad, así de hecho como de derecho. Y así el dicho serenísimo rey de Ingalaterra y Nápoles, príncipe de España, que presente estaba, hincadas las rodillas, besó la mano a Su Majestad Imperial, por tan gran merced y gracia como le hacía, y dijo que aceptaba y recibía la dicha merced en su favor que Su Majestad hacía y otorgaba, según y como se contiene en esta dicha escritura de renunciación, cesión, refutación y traspasación. Yo el rey. Que fue fecha y otorgada esta presente escritura en la villa de Bruselas, que es en el ducado de Brabante, jueves diez y seis días del mes de enero, de mil y quinientos y cincuenta y seis años, en la sala pequeña del Parque, estando presente la Cristianísima reina de Francia, y la serenísima reina de Hungría, y el duque de Saboya, y otras muchas personas que vieron y oyeron decir a Su Majestad cómo lo otorgaba, y siendo llamados y requeridos especialmente por testigos para ello el duque de Medinaceli, el conde de Feria, el marqués de Aguilar, el marqués de las Navas, el comendador mayor de Alcántara, don Luis de Zúñiga, don Juan Manrique de Lara, clavero de Calatrava; Luis Quijada, mayordomo de Su Majestad y coronel de su infantería española; don Pedro de Córdoba, Gutierre López de Padilla, mayordomos del serenísimo rey de Ingalaterra, y treces de la Orden de Santiago, y don Diego de Acevedo, mayordomo, asimismo del dicho rey, tesorero general de la corona de Aragón, y los licenciados Minchaca y Birviesca, del Consejo de Su Majestad. En presencia de los cuales firmó Su Majestad en esta carta y en el registro de ella, y dijo que firmaría todos los demás duplicados que fuesen menester, por estar los de aquí a España impedidos, por razón de la guerra; y los sobredichos testigos especiales lo firmaron de sus nombres en el registro que queda en mi poder. E yo, Francisco de Eraso, secretario de Su Cesárea y Católica Majestad y su escribano de Cámara público en la su corte y en todos los sus reinos y señoríos, presente fuí en uno con los dichos testigos de suso declarados a todo lo que dicho es, y pedimiento y mandamiento de Su dicha Majestad, que esta escritura otorgó y firmó de su propia mano, la escribí según que ante mí pasó, y por ende fice aquí este mi signo a tal. En testimonio de verdad. -Francisco de Eraso

     De esta general renunciación reservó solamente el Emperador la causa de don Hernando de Gonzaga, para juzgar lo que era la visita que contra él fueron a hacer al Estado de Milán don Francisco Pacheco de Toledo y don Bernardo de Bolea, en que mostró la buena voluntad que a don Fernando tenía por los señalados servicios que deste generoso caballero había recibido.

     Escribió el Emperador a todos los perlados y grandes de Castilla y Aragón, dándoles cuenta de los sucesos que sus cosas habían tenido después que salió de España, y la causa porque en tantos años no había podido volver, que fueron las guerras de Alemaña y con el rey de Francia, y que agora, viéndose viejo, cansado y enfermo, había determinado de renunciar estos reinos en su hijo, pidiéndoles encarecidamente lo tuviesen por bien, y que fuesen tan buenos y leales vasallos de su hijo como lo habían sido suyos. Y el rey don Felipe escribió de la misma manera, y confirmando los poderes que la princesa doña Juana su hermana tenía, suyos y del Emperador su padre, para gobernar estos reinos. Y llegando estos despachos a Valladolid, donde a la sazón estaba la corte, y la princesa doña Juana, y el infante don Carlos, hijo del rey don Felipe, a veinte y ocho días del mes de marzo, año de mil y quinientos y cincuenta y seis, a las cinco horas después de mediodía se levantaron pendones por el rey don Felipe nuestro señor, y levantólos el príncipe don Carlos, su hijo, en la manera siguiente:

     A las tres horas del dicho día se juntaron en palacio el embajador de Portugal, don Duarte de Almeida, y el obispo don Antonio de Fonseca, presidente del Consejo de Su Majestad, y el obispo de Lugo, el duque de Sesa, el almirante de las Indias, el marqués de Mondéjar, el conde de Tendilla su hijo, el conde de Buendía, el conde de Gelves y otros muchos caballeros, y los del Consejo de Justicia, y el presidente y oidores de la Chancillería, y los contadores y oidores de la Contaduría Mayor. Y fue Su Alteza desde palacio a la plaza Mayor acompañado con esta y otra gente, con dos reyes de armas delante, y en ella estaba un cadalso grande, bien aderezado, con su dosel de brocado muy rico, y debajo de él un estrado de tres gradas en alto, y en él una silla donde se asentó el infante, y al embajador pusieron en el dicho estrado, arrimado a un pilar dél a la mano izquierda, y los perlados, grandes, Consejo y Chancillería y Contaduría abajo, alrededor, en pie, por su orden, y los dos reyes de armas y dos ballesteros de maza, delante del dicho estrado. Y de ahí a una tercia de hora vino la Justicia y regimiento de la villa y subió al cadalso, trayendo consigo un pendón cogido de las armas de España, y el infante se levantó y fue a un andén del cadalso que estaba en medio de la plaza, y allí hizo de escoger el pendón, y tomándolo en la mano, ayudándole a ello (porque era grande) don Antonio de Rojas, su ayo y mayordomo mayor, dijo una vez: «Castilla, Castilla por el rey don Felipe nuestro señor.» Y al punto el licenciado Contreras, procurador fiscal de Su Majestad en el su Consejo, pidió que se le diese por testimonio, y después al mismo punto, Alonso de Santisteban, alférez de la villa, tomó el dicho pendón y fue con él, y en su compañía la Justicia y regimiento por todas las calles de la villa, con los dos reyes de armas delante, y Su Alteza se volvió a palacio.



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- XXXIX -

Parte el Emperador para España.

     Determinada ya la partida para España, envió el Emperador antes al rey de romanos, su hermano, la escritura de renunciación del Imperio, que otorgó a diez y siete de enero de mil y quinientos y cincuenta y seis, con el príncipe de Orange, lisamente, sin reservar cosa alguna, que se había pretendido, que el rey don Felipe quedase por vicario del Imperio en Italia, y lo cual el rey don Fernando llevó muy mal, y así se dijo.

     Dio el Emperador a su hijo el rey muy buenos consejos. Viniéronse a despedir de él Maximiliano con la reina doña María, su mujer, desde Austria, y con lágrimas y dolor de todos, despidiendo los embajadores de diversos príncipes, con sesenta velas guipuzcoanas, vizcaínas, asturianas y flamencas, quedando el rey don Felipe en aquellos Estados de Flandres, se embarcó entrado el mes de setiembre, y a veinte y ocho dél llegó a tomar puerto en Laredo, bien flaco y fatigado de su enfermedad. Y de Laredo le trajeron poco a poco, unas veces en silla a brazos de hombres y otras en litera. Venían con él sus hermanas, las reinas Leonor y María. Saliólos a recibir don Pedro Fernández de Velasco, condestable de Castilla y de León, haciéndolos la costa con tanta grandeza, cual siempre la usaron estos señores en servicio de sus reyes. Entró el Emperador en Burgos con las reinas, donde fueron muy regalados y servidos del condestable, y de esta generosa ciudad. Partieron de Burgos, y en Torquemada llegaron muchos caballeros, y el obispo de Palencia, don Pedro Gasca, aquel varón notable, que con buena crianza y suma prudencia allanó el Pirú, a le besar las manos. Vinieron a Dueñas, donde don Fadrique de Acuña, conde de Buendía y señor de esta villa, los recibió y hospedó magníficamente. A veinte y tres de octubre entraron en Valladolid. El Emperador no quiso que se le hiciese recibimiento alguno, sino que todas las fiestas se hiciesen otro día, que habían de entrar las reinas sus hermanas, lo cual se hizo así.

     En esta jornada del Emperador hubo una cosa que parece milagrosa, y fue que por el agua trajo bonísimo tiempo y feliz navegación, y en desembarcando Su Majestad se levantó una tormenta tan recia aquella misma noche, que la armada, con estar en el puerto, corrió peligro, y la nao en que había venido Su Majestad se hundió y la tragó el mar, que parece que no esperaba más para perderse, de que este glorioso príncipe saliese de ella; favor, sin duda, del Cielo. Sintió notable mejoría en Castilla, como él mesmo dijo, porque le dejaron gran parte de los tormentos y dolores, que le solía causar la gota. Detúvose en Valladolid solos diez días, por traer ya determinada su vida, y el fin de ella en el monasterio de Yuste. Y así, miércoles cuatro de noviembre (aunque llovía muy bien) partió de Valladolid, no bastando suplicaciones que le hicieron, para que más se detuviese. Quedaron aquí en Valladolid las reinas con la princesa doña Juana que gobernaba el reino, y príncipe don Carlos, y toda la corte, sin consentir que algún grande ni otra persona fuese con él, sino dos médicos, dos barberos y pocos hombres de servicio.

     De esta manera caminó como si fuera un escudero el mayor príncipe, el mayor Emperador y invencible guerrero que ha tenido el mundo. Y se contentó con diez o doce mil ducados cada año para su gasto ordinario, sin querer recibir más, y aun éstos a disposición del prior de Yuste. Y como en todas las cosas siempre los pareceres son varios, hubo muchos que dijeron que no era mucha prudencia dejar los reinos y Estados al cabo de tantas guerras y trabajos inmensos cuales fueron los que este príncipe padeció. Pero decían esto los que no sentían el espíritu que llevaba, ni les había tocado una centella de fuego que reinos y vidas pone en olvido y desprecio, por gozar de la quietud del alma y favores divinos, que hace Dios a la que se da a la contemplación de las cosas altísimas, que es tal que más que el sol que nos alumbra, ciega y deslumbra los ojos, para no ver los cetros ni coronas preciosas, más que el polvo y basura, como decía San Pablo, que juzgaba todas las cosas criadas a trueque de ganar a Cristo, y que ni la vida, ni la muerte, ni lo más alto que son los mismos cielos, ni lo más bajo que es todo cuanto hay en esta vida, le quitarían de esto. Que más vale un regalo de Cristo entre cuatro paredes, que las majestades todas de la tierra. Y la carne que gusta este espíritu, pierde los sentidos de todo lo terreno, como el mismo San Pablo dice.

     Y es mucho de notar la priesa con que el Emperador se deshizo de cuanto tenía, porque a veinte y seis de octubre del año de mil y quinientos y cincuenta y cinco renunció los Estados de Flandres con todos los condados y tierras de los Países Bajos. Y a diez y seis de enero del año de mil y quinientos y cincuenta y seis renunció los reinos de España, sin reservar para sí más de los doce mil ducados en cada un año, para el gasto ordinario de su casa. Y a diez y siete del mismo mes de enero del mesmo año de mil y quinientos y cincuenta y seis renunció el Imperio en su hermano don Fernando, y acabó de echar de sí la carga de toda su monarquía, que ya tanto le pesaba y cansaba, poniéndose a la ligera para la jornada del cielo.

                               Hostibus evictis haec est victoria, sese
Vincere, perduram hanc difficilemque puta:
Hunc tamen evicto cum sese vicerit hoste.
Victorem dixit orbis, et obstupuit.

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