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La búsqueda de la identidad en la literatura chicana

Tres textos1


Justo S. Alarcón



Al decir «identidad» se nos vienen a la mente, entre otros, términos sinónimos como «semejanza», «parecido», «equiparación», y no precisamente el concepto de «aleación». No se trata de la fusión de dos elementos en uno, sino que, aunque haya una fuerte similitud, se puede conceder cierto grado de diferenciación autónoma entre las partes. Al mencionar el vocablo «identidad», de inmediato surge la pregunta: ¿identidad con qué? ¿identidad con quién? La respuesta puede ser: con uno mismo o con otro, entre esta cosa y aquella, etc. Es decir, se establece un grado de relación. En nuestro caso, y para comenzar, podríamos citar aquella frase famosa, convertida ya en adagio, de don José Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mis circunstancias». En otros términos: mi yo actual es el yo original más todas las circunstancias que, a través de los años, se le fueron añadiendo y, por ende, fueron modelando el yo original. Luego, el chicano actual, como cualquier otro ser humano o grupo social, es el resultado del chicano de origen más las circunstancias sociohistóricas a través de cierto número de años y en innumerables circunstancias vitales. Se establece, pues, una funcionalidad, una relación y una interdependencia.

Si echamos una rápida ojeada a la «circunstancia» chicana, descubrimos de inmediato que, históricamente hablando, el chicano actual es el producto de una larga etapa o período de ocupación y de colonización. Si descartamos por el momento el trasfondo lejano de la independencia pre-cortesiana, por tratarse de un período histórico convertido en semi-mito, podemos decir que desde 1520 hasta el presente, es decir unos 450 años, el individuo o grupo llamado mexicano-chicano no ha conocido un momento de independencia o autonomía sociopolítica. Esos 450 años de subyugación dejaron sus huellas duraderas.

No nos meteremos ahora a analizar el encadenamiento de causas y efectos, ni el entretejido de las fuerzas dialécticas que, a través de los años, se llevaron a cabo para desembocar en una situación de mentalidades de opresor y oprimido, de dominador y dominado, respectivamente, porque es obvio que no ha habido una síntesis histórica en donde reine lo equitativo, tanto en el orden económico como en el social. Una constatación: hay una relación directa entre las clases sociales y el color de la piel. Cuanto más claro ha sido el color de la piel, más alto el rango clasista, y cuanto más oscuro el pigmento, más baja la clase social. Aunque ésta es una constatación de facto, las fuerzas que produjeron esta situación fueron, y todavía son, muy dinámicas.

Dejemos ahora de lado estas divagaciones sociohistóricas, aunque muy importantes desde el punto de vista del contexto como base para la literatura, es decir, en la creación literaria y en la interpretación crítica. Son muchas las obras literarias, en los diversos géneros, que tratan del tema mencionado, y le siguen, en la labor crítica, numerosos artículos. Baste con citar, como ejemplo, el libro The Identification and Analysis of Chicano Literature (1979), editado por Francisco Jiménez y publicado por la Editorial Bilingüe2. No exageraríamos si dijéramos que, de unos veinte artículos, la mitad están dedicados al problema de las raíces literarias de dicha literatura, y que denominamos con la expresión de «crítica del rastreo». En cuanto a este punto, y entre paréntesis, desearíamos señalar una observación hecha ya por un crítico en 19803, de que es una lástima que la crítica de la literatura chicana haya gastado tanto papel para «rastrear» las fuentes de una literatura naciente, en lugar de aplicar la lupa a los méritos o deméritos intrínsecos de dicha literatura.

Volviendo al libro citado, The Identification, se encuentran, como en cualquier otro libro, cosas buenas y cosas no tan buenas. Observamos que dos de los mejores artículos en esa antología son los del crítico Juan Rodríguez: «El desarrollo del cuento chicano: del folklore al tenebroso mundo del yo»4 y «La búsqueda de la identidad y sus motivos en la literatura chicana»5. Repetimos que son de los mejores. A pesar de ello, después de haberlos leído detenidamente, se queda uno con un sabor dudoso. El punto de partida es sólido en teoría, es decir, que tanto los escritores como los críticos, en general, no parten del hecho vital chicano, que se origina, no en la superficie de lo mítico (él lo llama «místico») o de la supraestructura, sino en la infraestructura y en la enajenación causada por las fuerzas económicas subyacentes. Aunque pudiéramos cuestionar esto en parte, sin embargo, después de establecer estas bases teóricas (o hipotéticas), el análisis se descarrila bastante pues, por un lado, usa los utensilios del acercamiento arquetípico, como la función del espejo, el mito del viaje, etc., y, por otro lado, no se encuentra en el análisis lo que se esperaba: ¿cómo funcionan esas fuerzas subyacentes de producción económica, no sólo en la mentalidad clasista del escritor (y de la gente descrita-personajes ficticios), sino en la «forma» literaria expresada? O sea, una cosa es sugerir y otra, muy distinta, es probar ciertos asertos o enunciados. Y, francamente, es una lástima. Creemos que esta falta de concordancia o correlación entre lo que uno quiere o quisiera ver escrito y lo que realmente ve (nos referimos no tanto a la obra literaria, como a la crítica) radica en el hecho de que el escritor, más aún que el crítico, vuelca su yo-subjetivo pre-condicionado sobre la obra-objeto existencial y vital. En otros términos, el crítico se aferra a un sistema analítico préalable y ya establecido, y con un aparato instrumental prefabricado, diseca arbitrariamente (porque en eso consisten los sistemas analíticos) la literatura que debe ser el reflejo de la realidad vital, la cual no es arbitraria. Más aún, como es sabido, esos sistemas o códigos se convierten a veces en utensilios sine qua non, rígidos, determinantes y, quizás, dogmáticos.

Queramos o no, la obra literaria, por mucho que se base en la realidad, tiene que ser una obra de ficción, cuya característica principal, como señalaba Aristóteles, es la mimesis o verosimilitud. Esto es lo que tratan de hacer los escritores chicanos y, en mayor o menor grado, de una u otra manera, lo logran. Si no lo logran, como parece indicar el referido crítico Juan Rodríguez, entonces nos encontramos ante un grave problema y disyuntiva: o el escritor chicano no sabe representar su realidad vital auténtica, o la realidad vital chicana no es auténtica. No cabe duda de eso. Más fácil, o sea, no tan grave, parecería ser negarle al autor chicano la posibilidad (¿capacidad?) de transmitir, por medio de la palabra, esa «realidad» vital auténtica y social del chicano. Pero si admitiéramos esta capacidad como dudosa, nos meteríamos también en un grave y peligroso escollo. Para comenzar, de sobra sabemos que la mayor parte de los autores conocidos hoy día son los que escribieron hace dos o tres décadas. En segundo lugar, que la mayoría de ellos fueron producto de la realidad vital chicana, y con esto queremos indicar que procedían de la clase económica baja, muchos de ellos campesinos. O sea, salieron de la raíz, de la mera base, del corazón latente del pueblo. Escribieron, como dice el mismo crítico, «no de espaldas, sino de cara al pueblo».

Nos podríamos preguntar: entonces, ¿qué pasó? Hay dos respuestas posibles: o que el escritor no supo mimetizar su realidad, o que no quiso. Cualquier de estas dos respuestas nos parecen otro insulto contra el escritor comprometido. Y creemos que, en estos últimos veinte o treinta años, la mayor parte de ellos lo fueron. Queda otra tercera posibilidad. Nos atreveríamos a decir que, si queremos o tenemos que admitir alguna inautenticidad, no radicaría precisamente en la vida diaria de la gente, a quien (entre paréntesis) no le importa gran cosa esto de las literaturas por varias de razones, siendo la primera la de que, desgraciadamente, no tiene tiempo libre para dedicarse a lujos de lecturas (porque la literatura muchas veces es eso: un lujo). Ni tampoco debiéramos buscar esa posible inautenticidad en el escritor, pues tenemos que suponer, aunque sólo sea a priori, que escribieron por necesidad de contar las experiencias de la Raza oprimida y las suyas propias, realizadas dentro de su propio grupo. Entonces queda la tercera posibilidad que, si existe, sería la más creíble: la inautenticidad del crítico que achaca a la literatura chicana lo de no ser auténtica, al menos en parte. Si esto fuera cierto, como nos inclinamos a creerlo en ciertos casos, se debería quizás a que los críticos somos hijos de una institución de «amasacerebros», llamada universidad. Los utensilios críticos los aprendimos, los heredamos, no de la gente, que vive su vida más o menos auténticamente, sino de otra gente o grupo que, en muchos de los casos, no conoce ni siquiera vivió la vida del chicano. Si admitimos que el chicano, a causa y a través de su trágica historia, ha sido enajenado, tendremos que concluir que el crítico, más que el escritor, y mucho más que la gente, ha sufrido una triple enajenación: la de su vida (por ser miembro de ese grupo enajenado, el universitario), la de su historia y, por ende, la de su identidad cultural, y por haber sido «educado» por otro grupo ajeno al propio, es decir, por el anglo. Y basta de críticas a la crítica.

En el estudio y análisis de la obra literaria tenemos que echar mano de utensilios, aproximaciones, métodos o acercamientos en uso, sean o no creados o inventados por críticos chicanos. Y nos parece que, hablando de la «búsqueda de la identidad» a través de la literatura, sea chicana o cual fuere, hay por lo menos dos símbolos básicos, inherentes al problema mismo de la identidad, por tratarse de un factor de resquebrajamiento fundamentalmente humano que es la enajenación sociocultural. Los dos símbolos son: el viaje y el espejo. Ambos son propiedad de nadie. En otras palabras, son universales y no simplemente «burgueses» o «proletarios». No hay más que leer ejemplos de la literatura mundial y a través de todos los tiempos para comprobar esta observación. O también podemos consultar cualquier diccionario de símbolos y veremos que ciertos símbolos -como el del viaje y el del espejo- se observan y aparecen en todas las culturas de todos los tiempos y de todos los lugares, incluso en la existencia vital del chicano. Como cualquier otro escritor, el autor se sirve de estas imágenes para transmitirnos sus ideas, sus sentimientos y sus experiencias vitales.

Consultando el Diccionario de símbolos6, de Juan E. Cirlot, nos encontramos con la descripción de los dos términos antes mencionados: el del viaje y el del espejo. Entresacaremos algunos pasajes. Nos dice Cirlot que «desde el punto de vista espiritual, el viaje no es nunca un simple pasaje a través del espacio, sino más bien una expresión de un ardiente deseo de descubrimiento y de cambio» (459) que se sobrepone al movimiento en el espacio. Carl Jung, citado por Cirlot, dice que el viaje «es una imagen de aspiración, de una ausencia o un echar-de-menos o añoranza que nunca llega a satisfacerse» (460). Que unas veces se manifiesta como «escape de la Madre» y otras como una «vuelta a la Madre». Para concluir, Cirlot enfatiza el hecho de que «el viaje no es ni una complacencia o quietismo, ni un escape, sino una evolución» (460).

En cuanto al espejo nos dice que, como símbolo, posee las mismas características que se encuentran en la realidad. Que la «variabilidad temporal y existencial de sus funciones explica su significado y también la universalidad de sus asociaciones significativas» (194). De aquí que, en el nivel de la realidad formal del mundo sensible y visible, y en el nivel del pensamiento -en tanto que el pensamiento es el instrumento de la contemplación de uno mismo (Scheler/Descartes)- es también, y por eso mismo, el reflejo del universo. Las asociaciones con el espejo continúan, al mismo tiempo que se van separando de su función real. Así vemos que el simbolismo del espejo se asocia con el agua, como receptor: sería el caso del mito de Narciso, no simplemente al nivel individual (como lo quiere ver el citado Juan Rodríguez, hablando del «yoísmo» chicano), sino al nivel cósmico. De aquí se sigue el simbolismo ambivalente de la aparición y desaparición, no sólo del reflector, sino del objeto reflejado (como el día y la noche). También se deriva de aquí el hecho de que el espejo no sólo «refleja» realmente la imagen recibida, sino que también la «absorbe». De donde se sigue la creencia folklórica en el espejo y en la bola de cristal mágicos, o sea, el poder mágico del espejo de invocar imágenes desaparecidas en el espacio y en el tiempo, y, por ende, destruir el paso del tiempo y de las distancias espaciales.

Creemos que estas ideas expuestas hasta aquí pueden fungir de preámbulo. Como habíamos prometido en el título, se presentará aquí una breve exposición del tema de la búsqueda de la identidad en tres textos chicanos. Del mismo modo que hemos dicho ya, son numerosas las obras que tratan de este asunto, pero examinaremos tres nada más, como muestra o ejemplo. Con esto no queremos decir que, con el estudio de tres textos, ya podemos tener clara idea del problema complejo de la búsqueda de la identidad en la literatura chicana. No, pues cada escritor la ve a su manera. Por eso sería importante hacer un estudio exhaustivo de preocupaciones y de imágenes empleadas para llegar a una comprehensión más o menos global. Pero con tres ejemplos podemos ya tomarle el gusto y el pulso a este tema tan trascendental.






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Un hijo del sol

(de Genaro González)


En cuanto a Un hijo del sol7, de Genaro González, no nos detendremos mucho, porque ya Juan Rodríguez lo trató en su ya citado artículo «La búsqueda de la identidad en la literatura chicana». Solamente indicaremos que, a pesar de que menciona el símbolo del viaje en su artículo, no lo desarrolla. Y, en cuanto al símbolo del espejo, no creemos que haya sacado la esencia de su significado. En el mismo texto citado por él, está muy claro que, aunque el autor del cuento usa con maestría la imagen del espejo, su conclusión, en cuanto al «reflejo de su identidad», es muy negativa y no tiene nada de «positiva» o «progresista», como nos quiere hacer creer el crítico. Al final del pasaje, en donde encontramos a Adán ante el espejo haciendo sus reflexiones en la búsqueda de su identidad propia, termina el personaje diciendo: «What am I?, he thought. Space. Spaced out. Estoy fuera. Yo soy... Adán nadA. Adán nadA. adán nada...» (315). O sea, transfiriendo el nivel psicológico al lingüístico o al caligráfico, el espejo refleja su imagen, le devuelve el «nombre» (yo psicológico) al revés (Adán nadA), pero no sólo lo invierte, sino que el significado semántico de Adán (nombre propio / sustantivo personal) se invierte para producir «la nada». Si a esto se le llama un hallazgo «positivo», no sabemos qué sería un hallazgo negativo.

Y en cuanto al símbolo del viaje, -quizás lo más interesante del cuento- el crítico chicano Juan Rodríguez pasa por alto el viaje espacial y temporal que hace el narrador y personaje Adán por la capital de México en busca de sus raíces e identidad. Es una lástima que se haya olvidado de mencionar este viaje, porque, entre otras cosas, encontramos a un Adán frente a frente con otros espejos, como son el joven indio sentado al lado de la catedral; la vieja protegida por la proyección de la sombra de la fachada; el reflejo de la lluvia en el empedrado de las calles, etc. Por fin, insiste Juan Rodríguez en decir que el héroe Adán quizás sea el único de la narrativa chicana en donde, al final del cuento, se encuentra a sí mismo. Esto no parece ser cierto por varias razones: en primer lugar, porque el Adán de la mayor parte del cuento citado es un Adán del Valle de Texas, un Adán niño y un Adán en la época de la pubertad. El segundo Adán, ya joven adulto, es el Adán que viaja a México. Y el tercer Adán, el Adán más o menos encontrado e identificado, es el Adán que se va al Norte, que deja a su Valle texano atrás y a su México precortesiano. Lo único que hace en el Norte -al final del cuento- es tratar de defender el honor de un joven chicano, víctima del racismo anglosajón. Para ello, empuña una navaja de «filo obsidiano» y la «suspende como decisión final», después de trazar en el aire un «arco de instinto». Como resultado de esto, nace un furioso cometa, hay una erupción de una «durmiente montaña» y explota y nace un «sol azteca».

Nuestro mencionado crítico dice que «este cuento, a nuestro parecer el mejor de todos hasta ahora, es el único en toda la literatura chicana que ofrece una búsqueda y un encuentro de la identidad en términos positivos y viables» (175). En cuanto a la primera afirmación, de que este cuento es «el mejor de todos hasta ahora», estamos más o menos de acuerdo. Pero en cuanto a la segunda parte de la afirmación, es decir, que «es el único de toda la literatura chicana que ofrece una búsqueda... en términos positivos y viables», ya no estamos tan de acuerdo. Porque, ¿cómo podemos decir eso si el resultado -o «acción», como dice el crítico aludido- es, por una parte, violento y, por otra, la «acción» final queda «en el aire», como se dice en el mismo cuento? Es decir, se resume a un gesto, al trazado violento de «un arco de triunfo», y nada más. Nos preguntamos, ¿triunfo de qué, sobre qué, si llegó tarde a la acción, cuando ya todos se habían ido, dejando a la víctima abandonada en el suelo?

Por otra parte, en contradicción a la visión materialista de la historia de nuestro crítico, o sea, antimítica, nos preguntamos, ¿a qué se debe esta navaja de filo «obsidiano» (instrumento en los sacrificios aztecas), ese «acto de instinto» (no de razón), ese «nacimiento explosivo de un sol azteca» -o sea, reconociéndose como auténtico indio de un pasado mitológico y no como lo que es, un mestizo-chicano de un presente auténtico- y esa encarnación del volcán del Popocatepetl? En otros términos, la solución «positiva y viable» de que nos habla nuestro crítico queda, de un lado, malparada, a causa de la serie de imágenes míticas empleadas y, de otro, por la fuga de Adán hacia un pasado desaparecido, convirtiendo una simple escaramuza de un baile de hoy día en una «guerra florida» del pasado azteca, en donde el único soldado azteca -renacido- es Adán. Se trata de una interpretación errónea y contradictoria, a nuestro parecer. Con esto no queremos decir que el cuento no sea consecuente, sino sopesar la crítica unilateral y estrecha del crítico hecha sobre el cuento.




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La semana de la vida de Manuel Hernández

(de Nick Vaca)


En este cuento8 la imagen del espejo no existe per se.

Forzando la imaginación y la interpretación, pudiera encontrarse quizás algún vestigio. Pero, por no ser evidente, no tocaremos este aspecto. En cambio, abunda sobremanera la otra imagen: la del viaje. Aquí nos hallamos ante un triple viaje: el temporal, el espacial y el psicológico. Para decirlo de un golpe, este es un cuento inusitado en términos de la literatura chicana hasta ahora escrita, como se verá poco a poco. Es un cuento francamente existencialista. Resumiendo el argumento, se trata de un joven campesino californiano, poseído literalmente por la «náusea». Deja los campos de algodón y a su patrón Mow e ingresa en la universidad. Para ello se va a Inglaterra, se supone que a estudiar sociología. No creemos que fuera a Inglaterra a estudiar a su gente, y mucho menos a buscar sus raíces, es decir, su «identidad». Aquí empleó gran parte de la «semana» de su vida, o sea unos cinco «días» (entiéndanse años). Después de este tiempo, vuelve a Aztlán, California, como instructor de sociología -se supone que a Berkeley. Ahí termina la «semana», o sea, unos siete años de su existencia. Hay que hacer notar que la existencia del cuento corresponde a la existencia del protagonista-narrador, que se circunscribe a los años de su carrera. Y estos años son los de una pesada náusea. Una náusea que se convierte en un «otro yo». De hecho podríamos decir que es la náusea la que emprende el viaje desde el principio hasta el regreso, saliendo ella victoriosa al final.

¿Con quién se encuentra el narrador-protagonista en las etapas de su viaje? Con lecturas europeo-nórdicas (Paul Lagarde, Jean Paul Sartre y Soren Kirkegaard, sobre todo). Todos ellos grandes expositores de la soledad, de la náusea y de la nada. La gente, la ciudad, los profesores, los libros, las calles, la bruma, todo se equipara a la soledad y a la náusea. Se puede afirmar que, en lugar de encontrarse a sí mismo, al nivel exclusivamente individual y personal, no lo logró. La náusea se lo impedía. En esto consistió su viaje de investigador y de búsqueda. Con la partida y el regreso, que se identifican entre sí, se cierra el círculo.

En una de esas meditaciones existencialistas, el protagonista concluye: el patrón-capataz chicano Mow y el profesor-colega- consejero Dr. Jones se equiparan: ambos desempeñan el papel de Dios. Es decir, los dos extremos se tocan, a pesar de ser tan ajenos y de ser tan extraños entre sí. Es que el espejuelo con que el protagonista ve al mundo es el espejo de la náusea. Más aún, María, la novia del narrador, y ausente protagonista de la primera parte del cuento, antes de la salida del héroe, parece ser la causante de la náusea o, mejor dicho, la misma náusea. Más tarde, el protagonista se desmiente. No hay solución ni resolución posibles. En resumen: el punto de partida, su madre, su novia María, su gente campesina, su anterior existencia o vivencia chicana, su niñez -a la cual no se alude- fueron, si no causa, al menos condición de la náusea del narrador-protagonista. La partida del viaje a Inglaterra, los estudios en ese país brumoso y extraño y su vuelta a la profesión académica -epítome de la mentalidad de la clase media-alta anglosajona- no iban a resolverle el problema de la náusea y la búsqueda de la identidad. Desde un principio, era un caso perdido. El final sería pues previsto: el suicidio. La náusea que, de acuerdo a los filósofos de la existencia no es otra cosa que la preocupación por la no-existencia, es decir, la nada, tendría que vencer irremediablemente al final. Y así fue.

Para nosotros, este cuento, admirable en más de un aspecto, es el cuento nihilista chicano por excelencia. Tanto es así que, a nuestro juicio, crea un espacio literario particular dentro de la narrativa chicana contemporánea. El protagonista Manuel podría hermanarse hasta cierto punto al Richard Rubio de Pocho y, quizás también, al Richard Rodríguez de Hungry for Memory. Pero Manuel Hernández les gana a los dos Richards, porque, de los tres, es el único que físicamente se autoaniquila -aunque Richard Rubio, de Pocho, casi lo logra-. En fin, desde el punto de vista de la imagen del viaje, como posible búsqueda de la identidad personal, fue un completo fracaso.




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Caribou Girl

(de Lorna Dee Cervantes)


Nos queda por ver el último ejemplo. En este poema9, quizás para la mayoría de los lectores desconocido, se trata esencialmente de la búsqueda de la identidad. Un poema genuinamente poético, aparentemente sencillo, y el único de los tres textos francamente positivo. Se trata de dos voces poéticas, dos personajes en una mutua búsqueda. Después de leerlo con atención, el lector se da cuenta de que se trata de una misma persona: de «el yo» desdoblado en el espacio y en el tiempo. Un yo que el tiempo y las circunstancias vitales desdobló. Pero que, después de un número de años, trató de reunirse. El yo-adulto rescata al yo-niño, por medio de la imagen central del espejo, bajo una de las formas expuestas al principio de este trabajo; es decir, por medio del agua, como equivalencia del espejo. Es el espejo-agua que «absorvió» una parte del yo integral, el yo de la niñez. El yo-adulto desempeña el papel de salvavidas / lifeguard. Ve que una niña (the caribou girl / la niña-reno) se está ahogando en una alberca. La alberca moderna, en donde se encuentra la Caribou Girl / la adulta-salvavidas, se transporta, viaja en el tiempo, y se convierte en balsa de río tranquilo en plena naturaleza, en donde juega ahora una india, la Caribou Girl / niña. La salvavidas adulta, después de zambullirse repetidas veces en el agua, logra salvar, al menos en parte -pues el poema queda «abierto»- a la niña que se estaba ahogando. El poema, o sea, el encuentro de la búsqueda, se resuelve felizmente.

Los mensajes de amor que la niña enviaba en el «pico de un cuervo» (paloma mensajera) a su padre cuando era niña, se convierten ahora en mensajes escritos-cartas que la niña-adulta le envía ahora a su viejo padre por medio del «correo», método moderno. Los «libros» que solía leer en los animales de la naturaleza y los «cuentos orales» que ella escuchaba cuando era niña sobre el folklore indio de la boca de su padre, ahora los lee-escucha a través de la «letra escrita». O sea, que, sin dejar de ser lo que llegó a ser en la sociedad moderna, fue capaz de rescatar al yo-niña de la antigua indígena para hermanarse y así enriquecer su yo-adulto. De este modo el yo-actual es el fruto, no sólo del rescate del yo-préterito, sino de la suma de las dos partes.






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Conclusión

Teniendo en cuenta los dos símbolos empleados en los tres textos, y desde el punto de vista del análisis, llegamos a los siguientes resultados. En cuanto al símbolo del espejo, 1) en Un hijo del sol se emplea en su sentido real y natural. Se elaboran las posibilidades expresivas, con buen resultado, aunque, con el juego de la inversión real y su connotación psicológica («Adán nadA»), recibimos la impresión de un cierto nihilismo inquietante. 2) En Caribou Girl, el espejo-agua adquiere una expresión «funcional» y francamente simbólica: el rescate a través de la inversión o del poder mágico de «absorción» que posee el agua-espejo. Y 3) en La semana, no hay espejo. O, si se quiere, se trata de un espejo ajeno, extraño y enajenante: la lectura de los existencialistas nórdicos europeos que no podían «reflejar» la imagen del yo-protagonista Manuel.

Si consideramos el otro símbolo mencionado, el del viaje, observamos lo siguiente: 1) En los tres cuentos o textos existe un viaje en el tiempo, aunque con peculiaridades distintas, según los casos: en Caribou hay dos etapas de la vida íntima de la niña-adulta; en Un hijo encontramos un viaje temporal, no sólo en la vida del protagonista, sino de varias generaciones. En La semana hallamos un viaje limitado en una porción temporal también limitada de su vida (unos 7 años). 2) También existe un viaje en el espacio, sobre todo en Un hijo (hacia México) y en La semana (hacia Europa). Y 3) por último, hay un viaje psicológico en los tres textos con resultados diferentes, como se explicó anteriormente.

En estos viajes y en estas indagaciones espejeantes, los protagonistas se encuentran con ciertas raíces y con resultados muy diferentes. En Un hijo, Adán encuentra sus raíces indígenas-mexicanas, con un resultado un poco dudoso de su mexicanidad precolombina-vital. En Caribou, la voz poética logra integrar positivamente su identidad bicultural, es decir, su presente vital anglosajón con sus raíces indígenas. Hay que notar, con todo, un dato curioso, y es que sus raíces indígenas ya no las busca en el Sur, en México, como sería de esperar, sino en el Norte («caribou», que equivale, en francés canadiense, a reno). Y, si admitimos alguna búsqueda de raíces en La semana, se encontrarían, no en Aztlán o México, sino en la Europa anglosajona, lo cual se hace difícil de comprender. Interesante es notar, pues, que uno se fue al Sur, otra al Norte y el tercero al Este.

Para concluir notaremos que, en cuanto al tono, Caribou es francamente positivo; en Un hijo, la identidad se logra parcialmente, y en La semana, aunque formalmente hablando es un cuento muy bien estructurado, el tono es francamente negativo.



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