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Las «Aleluyas» de don Juan Tenorio

Montserrat Ribao Pereira





En algunas ocasiones, el éxito de ciertos títulos es el punto de partida para secuelas de muy diferente naturaleza que, en determinados casos, llegan incluso a superar en popularidad al modelo del que parten. Esto es lo que ocurre, ya en el siglo XIX, con el drama Don Juan Tenorio, de Zorrilla1.

La popularización de este eslabón del mito, convenientemente deturpado, fue muy rápida. En español y en catalán, se suceden las parodias, imitaciones, poemas, novelas y textos teatrales que se alejan más o menos del referente culto en función de sus propias expectativas. Uno de los índices que permiten el acercamiento a la difusión popular de una obra es la consideración de las manifestaciones iconográficas asociadas a su texto literario. Y es que desde mediados de siglo se generalizan las ediciones con grabados, bien en colecciones o en ejemplares individuales adquiridos por un lector bibliófilo, bien en volúmenes más asequibles, o por entregas, destinados a un receptor popular. El drama Don Juan Tenorio, a diferencia de lo que ocurre con otros títulos teatrales de su tiempo, y pese a los esfuerzos del dramaturgo, solo conocerá una edición ilustrada en el siglo XIX, la de Delgado (Madrid, Rivadeneyra) en 1892, y no se incluye en ninguna de las grandes antologías dramáticas ilustradas de textos españoles modernos de la segunda mitad del siglo2. Sin embargo, en ese mismo período de tiempo ven la luz (que yo conozca) tres aleluyas, seis romances de un pliego, una historia de seis pliegos y recortables iluminados, además de dos novelas populares y las diversas ediciones de Don Juan Tenorio y de su segunda parte, La maldición de Dios, que Manuel Fernández y González publica entre 1851 y 1900, todas ellas con imágenes. Quiere esto decir que, en el ámbito de la literatura en pliegos, que es la que ahora mismo me interesa comentar, las reescrituras de Don Juan Tenorio comprenden buena parte de la tipología de cordel3 de que dan cuenta los catálogos correspondientes (como el Nuevo catálogo de la Viuda de Hernando y Cía, que reproduce Botrel: 1993), lo que demuestra que el alcance y la repercusión de estos textos populares es, sin duda, mayor que el de la obra original4.

Acotando aún más el ámbito de mi trabajo, quisiera centrarme fundamentalmente en una modalidad de literatura de cordel a la que ha prestado especial atención el profesor García Castañeda. Me refiero a las aleluyas, pliegos de papel de 42 por 30,5 cm, generalmente compuestas por 48 viñetas dispuestas en ocho filas de a seis cada una, acompañadas en el siglo XIX por un pareado, un terceto o un cuarteto octosilábico (García Castañeda 2003) y que en su edad de oro, entre 1850 y 1875, se difundieron en paralelo a otras manifestaciones de literatura popular (García Castañeda 1996).

Como antes señalaba, además de la aleluya político-paródica de Antonio Estremera y Tomás Pellicer, protagonizada -entre otros- por Maura y su ministro Sánchez Toca, (Don Juan, Don Juan, yo te amo; pero aquí Cintti es el amo)5, se han conservado al menos ejemplares de otros tres pliegos que tornan como punto de partida la figura de Tenorio. Uno de ellos se aparta de la tipología decimonónica habitual de las mismas. Carece de título y de referencia alguna a colección o editor. Se compone de dieciséis viñetas, en color y numeradas, que responden a otros tantos episodios del drama de Zorrilla, a las que acompaña un sintagma alusivo: «La carta», «La apuesta», «Su padre le abandona», «La prisión», «Doña Ana de Pantoja», «El rapto de doña Inés», «La quinta de don Juan», «Muerte de Mejía y de don Gonzalo», «El escultor», «Desafía a las estatuas», «Le encuentran sus amigos», «La cena», «El desafío, «En el cementerio», «La estatua de don Gonzalo», «Apoteosis». Pese a la vistosidad de su técnica, el resultado sígnico de estas viñetas resulta conceptualmente pobre si lo comparamos con el de los otros dos pliegos, a los que luego voy a referirme, más elementales en su elaboración, pero de un mayor interés en tanto texto icónico de otro literario canónico. En esta las masas del drama, tanto en el bullicioso carnaval de la primera parte como en la horripilante procesión mortuoria de la segunda, desaparecen para dar paso a una sucesión de instantáneas del protagonista, casi siempre referidas a él como agente de la acción6, cuya presencia, equilibradamente repartida (la mitad de los dibujos remiten a la primera parte del drama; el resto a la segunda), eclipsa el protagonismo de los demás personajes: Mejía, el padre, doña Ana, sus amigos, don Gonzalo y, sobre todo, el de doña Inés y los contenidos amatorios a ella asociados, tan destacados, sin embargo, por los textos literario e icónico de otras reescrituras populares de Don Juan.

La segunda aleluya que me interesa es la que imprime José Clará en Barcelona, séptima de una colección de trece y titulada Don Juan Tenorio. Su primera viñeta presenta el retrato del protagonista, técnica esta habitual en el género de acuerdo con su carácter sintético. Sin embargo, destaca la nula homogeneidad de criterio a la hora de representar irónicamente a don Juan, que de forma injustificada se despoja de sus atributos de caballero en la viñeta cuatro, para retomarlos y dejarlos alternativamente en varias ocasiones más hasta llegar al desenlace, en el que se le representa sonriente y lampiño, muy alejada ya su estética de la que, a modo de pórtico, ofrecía la ilustración de cabeza. Además, y de acuerdo con una extendida convención de la literatura de cordel, los personajes heroicos se representan en actitud sosegada, generalmente inactivos, mientras las actitudes viles imponen, «en muchas escenas, una dinámica de movimientos reflejos automatizados, propios de unas marionetas» en continuo desequilibrio (Pía Vivas 2010: 312). Por lo demás, los grabados de esta aleluya, técnicamente realizados por fotoincisión (Visone 2009: 25), se ajustan fielmente al texto que las acompaña y permiten una lectura irónica sencilla del argumento de Zorrilla a los lectores iletrados del momento (Botrel 2005: 37; Ribao 2012).

Señala A. Birner (1995: 118) que en el último tercio del siglo XIX, coincidiendo con su decadencia, comienzan a imprimirse aleluyas que reproducen dramas muy conocidos y que llegan incluso a venderse a la entrada de los teatros para que los asistentes a la representación pudiesen seguirla con más facilidad. En este mismo sentido, Visone ha documentado la relación de las aucas de Clará con los textos llevados a escena en Barcelona, entre 1879 y 1882, por Soler. El estudioso italiano rastrea incluso una supuesta relación entre la referida a don Juan Tenorio y la zarzuela homónima que se estrena en el Teatro Principal de la ciudad Condal en noviembre de 1881, con música de N. Manent, asiduo colaborador de Soler7.

En cualquier caso, lo cierto es que don Juan Tenorio es el protagonista de diferentes pliegos que, desde los años 60, al menos, ponen en circulación distintos editores, Clará entre ellos. Si bien es cierto que el contenido de todos los romances comparte aspectos arguméntales obvios, también se puede constatar que el tratamiento de los mismos difiere, en algunos casos incluso sustancialmente. El análisis de estas divergencias nos permite extraer conclusiones relevantes sobre la filiación del auca en relación a alguno de los pliegos con que comparte mercado, de modo que puede completarse -hasta cierto punto- la línea de evolución popular que conduce desde el drama de Zorrilla a las aleluyas del Tenorio.

En efecto, el encuadre general de los hechos, el pórtico textual que sirve como punto de partida para la recepción posterior, varía notablemente de pliego a pliego. En el de Bosch (1868) y en el de Herederos de Bosch (1877) los cuatro primeros versos mencionan ya al protagonista (don Juan), el espacio en que actúa (Sevilla) y el ámbito cronológico general de la acción: «[...] por los años que reinaba / Carlos V Emperador». En el de Cristina Segura, viuda de Llorens, la primera estrofa contiene una apelación al público que no conozca el drama de Zorrilla, «digno de memoria eterna», que a continuación se resume, dramáticamente dispuesto en dos partes y encabezado por una acotación que centra la acción en «Sevilla a mediados del siglo XVI».

Solo el pliego de Llorens -lógicamente anterior al de su viuda-, y el de José Clará mencionan 1540 como fecha precisa de los hechos que se narran, y solo este último el tiempo aún más concreto del carnaval, tal y como consta, asimismo, en la aleluya a la que me estoy refiriendo. En ella, sin embargo, una consideración apresurada del año que se cita en los pliegos lleva al redactor de sus versos a ofrecerla como fecha de nacimiento, vital o literario, del personaje, no como cronología de la acción. De igual forma, el criado de don Juan solo aparece con su nombre en los productos editoriales de Clará (auca y pliego), que coinciden, además, en la citación literal de determinados apelativos o circunstancias gestuales.

Indicios de este género conducen a pensar que el texto literario de la aleluya de Clará deriva, con variantes, de los romances que tanto el propio Clará como Llorens comercializan en esos mismos años, redactados, con todas sus licencias y variantes, a partir del Tenorio de Zorrilla. De todos modos, la aleluya articula procedimientos específicos, de reiteración y de intensificación emocional, fundamentalmente, que tienen su explicación en la propia naturaleza del auca. Así, don Juan es presentado, ¡cónica y textualmente, tres veces. La primera en el retrato del primer escaque, la segunda escribiendo a doña Inés la carta que Ciutti lleva a Brígida y que cambia por la llave del convento, y la tercera cuando irrumpe junto a Mejía, al son de las doce campanadas de medianoche, en la taberna de Butarrelli, de la que en realidad no tenemos noticia de que haya salido. En ningún caso se le representa con antifaz, como sí ocurre en los pliegos de la época.

Duplicada aparece, asimismo, la cómplice presencia de la dueña de doña Inés, que proporciona los medios para acceder a su señora tanto en la tercera viñeta (verbalmente, a través de Ciutti) como en la 16 al protagonista. Lo mismo sucede con la estatua de la de Ulloa, en el cementerio. Tras observar con interés las tumbas de don Diego, don Gonzalo, don Luis y doña Inés (n.º 32), se fija nuevamente en la de esta última, como si no la hubiese visto antes, apenas dos viñetas después (n.º 34).

Otros episodios, sin embargo, son originales de esta aleluya. En los pliegos sobre el Tenorio que circulan en la segunda mitad del XIX doña Inés no suele lanzarse a los brazos de su hermoso seductor antes de desmayarse (viñeta n.º 21), ni Ciutti ni Brígida se burlan de sus amos (n.º 25), ni es herido don Juan por Centellas y Avellaneda a un tiempo8 (n.º 44). Asimismo, destaca en el auca de Clará la ausencia de protagonismo, casi total más allá de la peripecia amorosa, de doña Inés, que a diferencia de lo que ocurre en algunos pliegos (el del propio Clará entre ellos) no media entre su burlador y Dios porque, en este caso, el pecador se arrepiente solo (n.º 47). De hecho, únicamente cuando don Juan se salva ella reaparece para acompañarle al cielo, «pues le ha perdonado Dios» (n.º 48). Por el contrario, se potencia el protagonismo de don Gonzalo, cuya estatua le ofrece una visión del infierno tal que mueve al protagonista a la búsqueda de la gloria celestial (n.º 46).

La tercera aleluya que voy a considerar, Don Juan Tenorio o el convidado de piedra, es editada por Marés como número 39 de su colección. Aunque ya Caro Baroja señaló en su momento (1990: 503) la posible relación de la misma con la narrativa de Fernández y González, pocos son los críticos que han tenido en cuenta esta filiación y, mayoritariamente, han dado por buena la dependencia del modelo de Zorrilla que su propio título parece sugerir9. Sin embargo, esta aleluya ciñe fielmente su discurso literario, en efecto, a la novela Don Juan Tenorio, primera parte de la obra dedicada a este personaje por el prolífico autor popular, publicada a instancias de Cabello y hermano en la Tipografía de A. Vicente en 1851 y reeditada, como ya he dicho, en numerosas ocasiones hasta el siglo XX.

Si bien el auca de Clará permite a su receptor seguir, pese a las variantes que he comentado, el argumento esencial del modelo canónico, la de Marés expone solo algunos de los episodios más relevantes de su hipotexto, acaso bien conocido por el lector de la época, que completaría sin dificultad las lagunas arguméntales a que da lugar la lectura lineal de las viñetas y sus pareados correspondientes10.

A juicio de Amades (1931, I, 152-162) o de Durán i Sampere (1971: 76) el adaptador de un texto culto no partía habitualmente del original, sino de otra versión popular de ese texto, inspirándose, para los grabados, en las imágenes de alguna edición ilustrada previa, lo que da como resultado un producto esquemático y poco fiel a la fuente primera. Este proceso es perfectamente visible en las aleluyas sobre don Juan, que sintetizan y remodelan levemente el material popular difundido en pliegos, en el caso de la de Clará, y que resumen en 48 escaques la compleja peripecia del burlador granadino de Fernández y González en la de Marés, tanto en el ámbito iconográfico como, sobre todo, en el literario.

La primera viñeta coloca erróneamente al receptor de la aleluya en la órbita de El Burlador de Sevilla, al igual que el título evoca al Tenorio de Zorrilla, aun cuando ni a uno ni a otro remite la historia que se narra. Del mismo modo, también los aspectos más significativos de la novela de don Juan son elididos en la aleluya, que apenas si enuncia algunas peripecias del aventurero, deja en suspenso otras y soslaya las más de ellas en aras de una sencillez expositiva de la que carece, desde cualquier punto de vista, la narración de la que parte. Es así, por ejemplo, que desaparecen de la aleluya la genealogía maldita de don Juan o las leyendas moriscas que la sostienen.

En dos versos («Juan Tenorio en orfandad / halló en un fraile piedad») se sintetizan los trece primeros capítulos de la novela, que sirven de prólogo al nacimiento de donjuán, en el granadino Castillo del Diablo, hijo de Margarita de Vargas (descendiente de una relación incestuosa entre sus antepasados) y Geofre Tenorio, quien para casarse con tal excéntrica y sublime doncella asesina a su propio hermano e incurre en bigamia. Es precisamente el hermano de su primera esposa, el infante Sidy Atment, señor de Valor (que desde hace años hace vida de ermitaño bajo el nombre de fray Pedro), quien venga la memoria de ella y su propio honor (Geofre también había seducido a la mujer del musulmán), descabezando al seductor. Donjuán, cuya madre muere al nacer, viene al mundo el mismo día y a la misma hora que Carlos de Gante. Será amparado por Sidy Atmet (el fraile del grabado) y protegido del Emperador, en cuya corte y como amigo del mismo se cría (viñetas 2 y 3).

La narración novelesca de los hechos de clon Juan Tenorio se inicia el 25 de enero de 1520. El joven Tenorio ha vuelto de Alemania a Granada para cuidar a su padre adoptivo, que muere no antes de confiarle un pliego misterioso y la custodia de una dama a la que debe escoltar hasta Madrid y a la que, pese a las advertencias del fraile, intenta seducir (viñeta 4). A partir de este episodio, los grabados de la aleluya comienzan a incorporar información de la novela que desaparece en los pareados. Así, en la viñeta 5 vemos el encuentro, en el camino, con el bandido Pedro Avendaño, cerca del que se encuentra una anciana. Se trata de la gitana Aurora, madre adoptiva de este último, a quien piden la buenaventura no solo don Juan, sino también la dama, tal y como informa la viñeta (que no el texto literario) 6, del mismo modo que la 7 muestra el momento en que el protagonista acompaña a la dama a la carroza para reemprender el camino aun cuando el pareado remita al futuro de la joven que la gitana ha entrevisto en las líneas de su mano.

Tras dejar en suspenso la identidad de esta mujer y el devenir de su relación con Tenorio, tanto la novela como la aleluya abren un nuevo frente amoroso para el protagonista. La hermosura encubierta de la viñeta 8 es la prostituta Magdalena, que ha sido contratada por Avendaño para poner a prueba la virtud de don Juan en medio de un banquete (del que da testimonio el grabado) y que cumple con la tarea que se le encomienda dejándose acompañar por el protagonista a la casa de este (viñeta 9). El episodio acaba con el asesinato, a manos de Avendaño, de don Gaspar de Somoza, inquisidor que persigue a Tenorio, al bandido y a la gitana para apresarles. El clérigo (tío, por cierto, de una muchacha que no tardará en aparecer, Inés de Ulloa, y libidinosamente obsesionado con Magdalena) había seguido a la prostituta hasta el palacio de Tenorio, quien sale a la calle al escuchar la reyerta, momento este reflejado en la viñeta 10.

A partir de este instante, y al tiempo que el enredo novelesco se complica, la síntesis argumental de la aleluya se intensifica. Se plantean dos nuevas aventuras galantes: una que no es tal, sino la continuación de sus amores con Elvira, la granadina misteriosa de la cuarta ilustración (viñeta Tl) y el inicio del asedio a doña Inés (viñeta 12). En adelante, se introducen episodios no amorosos que, desvinculados de su contexto novelesco, confieren a la aleluya una estructura desatada, de inconexa sucesión de peripecias que se acumulan sin intentar dar de las mismas razón, causa ni efecto. Así, se informa de que le persigue la Inquisición, de que es acuchillado una noche, de su encierro por el Santo oficio, de que hereda los bienes de un Inquisidor, de que acude a ver un auto de fe con Avendaño, de que este intenta matarle o de que finalmente será Tenorio quien le mate antes de descubrir que era, en realidad, su hermano. En medio de estos avatares, las viñetas colocan los pequeños avances de don Juan con sus conquistas. Las tres mujeres aparecidas hasta ahora (Elvira, Magdalena y la huidiza Inés) alternan su presencia en pareados e ilustraciones, al tiempo que se incorporan otras dos al repertorio amoroso de Tenorio: una mora misteriosa y una tapada más a la que sigue varias veces y resulta ser una criada.

En las catorce últimas viñetas la información que aporta el grabado no solo completa el sentido de los pareados, sino que entronca directamente con la novela y ofrece datos imprescindibles para comprender el alcance de los hechos. Veamos solo algunos ejemplos. En el escaque 35 leemos: «Sabe que manchó su mano/ siendo Avendaño su hermano». La ilustración congela el momento en que la gitana Aurora sale del cuarto en que una mujer, desmayada, es contemplada pasivamente por don Juan. El relato de Fernández y González da las claves para descifrar el dibujo: Aurora, seducida por Geofre Tenorio y abandonada por él tras dar a luz al hijo de ambos, había robado por despecho el de su amante con Lind-Arhj para darle muerte, pero en medio de su delirio -al igual que la célebre Azucena de El trovador- arroja al fuego al suyo propio. Avendaño, hijo pues de Geofre Tenorio, es hermano de donjuán. Y no solo eso: Elvira, que es el nombre cristiano de Lind-Arhj, descubre -de ahí su desvanecimiento-, que su amante ha matado a su hijo, que su amante y su hijo son hermanos y que, en consecuencia, sus relaciones con don Juan son incestuosas y su amor imposible.

Otras muestras de la absoluta pertinencia de lo visual son las viñetas 36 y 37, en que la acción se traslada, por vez primera, a Sevilla. La primera de ellas anota: «Busca en Sevilla reposo / y se hace sospechoso»; la segunda dice: «Volviendo a salir a la luz / asombra al pueblo andaluz». La razón de la sospecha y del asombro está, de nuevo, en la imagen; y la interpretación de la imagen hay que buscarla en la novela: se trata de la mujer que le acompaña, la mora Noema que vive abiertamente como su amante. Lo que no dice la aleluya es que será esta mujer quien, buscando venganza para la muerte de su amante Avendaño, asesine a doña Inés (viñeta 38) y haga parecer culpable de tal crimen a Tenorio. Este, en defensa propia, mata al comendador (viñeta 39), que llega a tiempo de ver expirar a su hija en brazos del burlador.

Tras la muerte de Inés se inicia la cuarta parte de la novela y el argumento de la misma se complica aún más. La aleluya da ahora cuenta de los hechos novelados en desorden. La colocación de los escaques 40 a 43 lleva a pensar que don Juan, tras hacerse pirata, seduce a una oriental con la que pasea por Venecia. Sin embargo, en la narración de Fernández y González es la ciudad de los canales la que acoge a Tenorio, que huye de Sevilla tras dar muerte al de Ulloa, y por la que se deja ver con Noema. Posteriormente se hace al mar como corsario, conoce a una supuesta vampira, Karina, con la que baila en una fiesta de máscaras, ataca al Dey de Argel, que habla sido dueño de sus dos amantes actuales (Noema y Karina) y, finalmente vencido, es curado de sus heridas en el norte de África, desde donde vuelve a Sevilla.

En las ilustraciones de las últimas viñetas se intenta tender un sutil puente hacia la el conocido desenlace tanto de Don Juan de Zorrilla como el del Burlador. Pero la cripta de la n.º 44 no es el panteón, sino el lugar desde el que el protagonista espía a Magdalena; ni la monja que señala al cielo en la siguiente es la sombra de doña Inés, sino la propia Magdalena, que ha profesado en el convento de Santa Clara y que descubre a Tenorio ser en realidad hija de Ada, otra de las mujeres de Geofre, y por tanto hermana suya. La invitación que don Juan hace al comendador viene determinada por su desesperación, por la necesidad de saber por qué le persigue la maldición de Dios (n.º 46). En la cena que ofrece al muerto, preparada en principio para su amante-hermana, los espectros de quienes han pasado por su vida y han perecido por su causa se encargan de explicarle convenientemente las razones de su condenación. En consecuencia, el pecador se arrepiente y profesa en el monasterio de Yuste (n.º 48).

De esta forma, la suma de los contenidos expuestos en el texto icónico y en el literario permiten exponer las líneas de acción fundamentales de una enrevesada novela que, durante dos años (1851 y 1852), se publica por entregas y se reedita tres veces hasta que sale a la venta su segunda parte, La maldición de Dios, en 1863. Poco importa, en la aleluya, que la cita de Inés a don Juan en las viñetas 23 y 24 no sea de amor, sino para trazar un plan para anular su compromiso con Avendaño, ni que en la 25 el que esté de rodillas sea el Comendador, que ruega a Tenorio le libere, por cualquier medio, de la tiranía de don Pedro, que les oprime porque conoce el secreto de la familia: Inés (dice el narrador de la novela) no es hija del comendador, sino el fruto de los amores entre el estudiante Lisardo y su amante Teodora, esposa del de Ulloa, a la que este ha matado por celos. Tampoco es relevante que el pliego termine sin dar noticia del destino de Noema o de Karina, o que la aparición de una criada tapada no tenga solución de continuidad. La aleluya ni busca ni necesita exhaustividad. En el polimorfismo popular decimonónico de donjuán Tenorio el texto canónico original se desdibuja, abrevia y/o manipula en pliegos y novelas por entregas que, a su vez, son el origen de aleluyas que suponen el nivel último de síntesis, el «grado cero de la lectura» (Botrel 1995).

Como he expuesto, en el caso concreto de la aleluya de Marés los versos no glosan las imágenes, ni viceversa, sino que ambos se complementan, lo que hace pensar en lo que Álvarez Barrientos (2002: 9) denomina «un uso privado de la aleluya». Esta lectura simultánea y necesaria del texto icónico y el literario ha llevado a la crítica a estudiar la posible conexión entre las aleluyas decimonónicas y el primer cine (Fernández Cuenca 1948-1949, Giménez Caballero 1948, Fernández 2000, Álvarez Barrientos), que comparten rasgos comunes: la condensación argumental, la autonomía de cada imagen, su combinación con un rótulo explicativo, el «punto de vista frontal y de conjunto» o «el tratamiento de una elipsis sin sentido narrativo, en la cual el paso del tiempo es un campo vacío de significado» (Fernández 2000: 86). En este sentido, la sombra de la novela de Fernández y González se extendería incluso más allá de la aleluya, ya que de ella -según afirma L. M. Fernández (Idem 99-100)- podría haber bebido Baños para algunas escenas de su Don Juan Tenorio, estrenado en Barcelona en 1922, concretamente para aquellas en las que don Juan evoca sus correrías en un serrallo de Argel.

Pese a sus diferencias, el sentido moralizante final de las aleluyas del Tenorio, visible en la conversión final del pecador, trasciende el españolismo del personaje concreto que sirve de pretexto para su expresión y se convierte en un mensaje universal, en consonancia con el sentido glocal de la literatura de cordel (Díaz G. Viana 2001: 231), es decir, a propósito para la divulgación de presupuestos universales a través de «un sabor de lugar y de época» (Idem: 233), cerrando, sin fin, el círculo que se inicia en el eslabón decimonónico hispano del mito, con Zorrilla, y se proyecta, desde sus manifestaciones populares, hacia las nuevas formas de expresión artística del siglo XX11.

Víctor Infantes (1993: 124) ha resumido los afanes literarios de los pliegos sueltos del Siglo de Oro en un «versifica que algo queda» muy a propósito también en el caso de las aleluyas. En efecto, el drama Don Juan Tenorio sobrevivió al XIX no solo por la recepción culta de la que fue objeto, como texto o como espectáculo, sino también gracias a la reelaboración popular en la que al modelo canónico se le han ido sumando ingredientes de procedencia diversa, poco conocidos pero susceptibles de relectura y análisis relevantes. En palabras de Jacinto Benavente, que evocaba en 1949 las aleluyas de su infancia, «algo tiene lo que nunca se olvida y queda como eslabón de esta cadena, que es nuestra vida», en la que, como ocurre con las aleluyas de Tenorio, solo lo que se recuerda ha existido12.






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