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Azorín y Giner de los Ríos

Laureano Robles

Universidad de Salamanca

     Nadie, que yo sepa, se ha ocupado hasta hoy de las relaciones entre Azorín y Giner de los Ríos. Quiero llamar la atención sobre ello a propósito de dos cartas que escribiera Azorín a Giner, así como una serie de artículos que le consagrara. No conocemos las que pudieron cruzarse, como tampoco tenemos demasiadas noticias de las entrevistas y contactos humanos que hubo entre ellos. La escasez de datos no es óbice, sin embargo, que nos impida hablar sobre la amistad, el trato, la admiración e incluso el influjo ejercido por Giner en el talante de Azorín.

     Por Azorín sabemos que Giner solía escribirle cada vez que le obsequiaba con un ejemplar de los libros que iba publicando; en cuyas cartas Giner no se limitaba a darle las gracias, como mero acto de cortesía, sino también a señalarle algunos matices, precisiones o puntos de vista a tener en cuenta.

     Por la correspondencia de Azorín con Ortega y Gasset tenemos noticia de algunas de las cartas que Giner escribiera a Azorín. El 26 de marzo de 1912 le diría Azorín a Ortega: «Su carta y otra de D. Francisco Giner me llenan de alegría»(289). Se trata de la que le escribiera dos días antes, el 24 de marzo, para agradecerle el envío de Lecturas españolas (doc. 3); carta dada a conocer por el propio Azorín en la segunda edición de la obra España (1920). El lector podrá constatar, leyendo la carta, que Giner, apenas recibió el ejemplar de Azorín, ya de noche, no lo dejó sino al nacer el alba. Como es sabido, Lecturas españolas es una obra formada por un conjunto de artículos, publicados con anterioridad en el ABC y en La Vanguardia, de Barcelona.

     Entre 1912-15 se nota en Azorín una mengua de sus escritos políticos, para entrar en la revisión de los valores literarios de España. El 30 de julio de 1910 Azorín había publicado su último artículo en el Diario de Barcelona bajo el título «La raíz del mal», para pasarse a La Vanguardia, publicando en ella su primera colaboración el 30 de agosto: «Don Fernando de Castro». [154]

     En la carta citada Giner deja caer, como quien no dice nada, su proyección intelectual, que sólo los grandes maestros están capacitados para hacer: «¿Por qué no haber recogido en el Epílogo las excelentes cosas que ha sembrado usted en sus episodios contra el trágico amor a la 'grandeza' exterior, a expensas de la más íntima miseria en las cosas del alma como en las del cuerpo, que desde los Reyes Católicos nos viene hundiendo hasta el abismo de estupidez desalmada de Marruecos?». Que Azorín tuvo en cuenta el consejo que le diera Giner lo prueba el que publicara su carta años más tarde, en 1920, y cuanto escribe a continuación de la misma.

     El 3 de noviembre de 1912 Azorín volvió de nuevo a escribir a Ortega: «Acabo de recibir una hermosa carta de Giner, a quien tanto quiero ('... elegía sin metro -o más bien sin rima')»(290). Esta vez, sin embargo, al no tener su texto nos vemos privados de su contenido.

     En otra posterior que Azorín escribiera a Ortega, 14 de marzo de 1915, leemos: «Ya le diría a V. Alberto Jiménez (con ocasión de lo de Giner) lo que ha habido recientemente»(291). Ignoramos a qué puede referirse. Intuyo, sólo intuyo, que Ortega le pedía a Azorín que escribiese para España una semblanza sobre Giner. Venía insistiendo a Azorín que escribiera en ella, tal vez algunas biografías sobre los españoles más notables del momento.

     De lo dicho deduzco que Giner escribió a Azorín por lo menos cuatro cartas: 1) ante 7-X-1909; 2) ante 13-IV-1910; 3) 24-III-1912; y 4) ante 3-XI-1912; cartas que nos hubiera aclarado lo que intento decir en este breve ensayo.

     Las dos cartas que hoy publicamos de Azorín a Giner son, por tanto, contestación a las dos que Giner le escribiera con anterioridad. Se hallan los originales en la Real Academia de la Historia, a cuyos archiveros agradezco la ayuda prestada.

     Las cartas de Giner a Azorín fueron algo más que pura cortesía. Al escribirle procuró siempre poner su pincelada orientativa, de viejo maestro: «¿Cómo han de molestarme sus observaciones, que yo tanto estimo?» (doc. 1). Giner, sin duda, había llamado la atención a Azorín sobre el estilo bronco de su periodismo, aconsejándole más ponderación y ecuanimidad. Consejos que Azorín asume, no sin decirle a Giner, que, en esto, sigue el viejo consejo monástico, repetido por Gracián, el de actuar fortiter in re, suaviter in modo. «Dentro de poco -termina la carta- le enviaré a V. un nuevo libro. Lo titulo España, y es una colección de paisajes y semblanzas de Castilla y otras regiones españolas».

     Como es sabido, el libro de Azorín, España, no es sino una recopilación de artículos publicados con anterioridad, entre 1905-1909, en Blanco y Negro y en el Diario de Barcelona. Coinciden estos años con el fervor maurista de Azorín; otro de cuyos ejemplares, por cierto, «primorosamente encuadernado», remitió también a don Antonio Maura(292).

     Conviene no olvidar que unos meses antes había tenido lugar la tristemente célebre Semana Trágica de Barcelona (26 de julio de 1909), y que, tres días después de que Azorín escribiera la carta, el 13 de octubre, se llevaba a cabo el fusilamiento de Francisco Ferrer y Guardia.

[155]

I.- La escuela «neutral»

     La segunda carta que publicamos, contestación a otra de Giner que ignoramos, está relacionada, sin duda, con algunas precisiones que el viejo maestro le hizo a Azorín a propósito del tema de la enseñanza: «Todas sus observaciones son para mí dignas de consideración y de respeto. En lo de la enseñanza 'neutral' tengo cada vez ideas más timoratas, fijas, y si se quiere, 'dogmáticas'».

     Se venía discutiendo acaloradamente, en el Congreso de los Diputados, el tema docente: ¿escuela «neutral», o escuela «confesional»? Tema éste -entre los escritos de Azorín- aún no estudiado en profundidad, y que merece la pena ser analizado un día, muy especialmente los escritos que señalamos (doc. 2).

     Azorín, comprometido con el Partido Conservador maurista e ideólogo a su servicio, dedicó toda su energía a la defensa de la educación confesional y católica, base de la tradición española, según él. Frente a quienes sostenían la defensa de una formación en pro de la escuela «neutra», en la que sólo se instruyese y formase a la juventud desde el punto de vista técnico, para el ejercicio profesional, Azorín sostendrá que no es lo mismo instruir que educar; que no hay educación sin moral, y que la base moral estriba en una educación con principios éticos. Una escuela laica y atea es el fermento de los futuros revolucionarios. La sociedad, viene a decir Azorín, necesita algo más que mera formación científica. «La educación ha de tener por base la moral». La escuela «neutra» desarrolla y fomenta el individualismo; va directamente contra la solidaridad social; mata el patriotismo. La escuela debe ser una prolongación de la familia, y, por tanto, educativa. Pero, no hay educación sin moral, ni moral sin religión. De ahí que la escuela no pueda ser «neutral».

     Tal vendría a ser, en síntesis, la postura azoriniana. Como complemento permítaseme publicar aquí la carta que Azorín le dirigiera a don Antonio Maura, el 25 de agosto de 1910, en la que le expone, al jefe del Partido Conservador, las ideas y líneas de acción. Dice así:



JUNTA DE ICONOGRAFÍA NACIONAL

Excmo Sr. D. Antonio Maura(293).

     Mi ilustre y querido jefe: ante todo mi felicitación cordialísima por su total restablecimiento(294).

     No sé si habrá tenido usted noticias de la campaña que vengo haciendo en ABC. Gira sobre dos puntos principalmente: sobre el anticlericalismo y sobre el catolicismo llamado social(295). El anticlericalismo lo combato -no es preciso decirlo- con todas mis fuerzas; hay argumentos bastantes para ello; mis artículos han sido reproducidos por la prensa católica. [156] Pero al combatirlos insinúo a los católicos españoles la idea de que esta cuestión no es la que debe inspirarnos inquietudes, «puesto que asunto es éste que habrá de resolverse de acuerdo con la potestad de la Iglesia». Ya comprenderá usted la intención política de tal campaña.

     En cuanto al catolicismo social, que en estos países ha alcanzado un gran desarrollo, mi idea es la de que los católicos deben iniciar una acción profundamente bienhechora y generosa. Sólo con esta acción que vaya directamente, amorosamente, hacia el pueblo, hacia la masa obrera, podrá neutralizarse la obra disgregadora del espíritu revolucionario.

     A mi entender -lo he dicho así en algunos artículos- lo grave que podría haber en la política del Gobierno actual es, no el asunto de las Congregaciones, sino lo referente a las reformas de la enseñanza primaria... He escrito mucho el pasado invierno sobre la enseñanza neutral(296). Es éste un problema de gravísima transcendencia. Por ahí comenzó la disolución de la sociedad francesa, su estado de anarquía actual. Si Canalejas(297) intentara establecer la neutralidad de la enseñanza, creo que eso podría originar un tremendo conflicto. En mi opinión las reformas de la enseñanza deben ser puramente externas; debe hacerse todo lo que se pueda en cuanto al número de escuelas, extensión de la instrucción pública, edificios, higiene escolar, material, sueldos, etc., etc., pero no, de ningún modo, tocar el espíritu, la integridad y libertad de la enseñanza católica, fundamental, tradicional. Si tal cosa sucediera, eso sería el comienzo de una guerra civil espiritual. Se comienza por la neutralidad, por el espiritualismo, por la religión natural (negaciones encubiertas, pudorosas de toda la idea de Dios) y se acaba por el ateísmo franco, por el antimilitarismo, por la negación de la Patria, de la autoridad, etc., etc.

     Son estas modestas consideraciones que ofrezco a la alta y clarísima inteligencia de usted. He estudiado atentamente este verano la marcha que desde 1870 ha seguido la disgregación moral de Francia, y creo que éste es para nosotros -no el asunto de las órdenes religiosas- el problema capital, fundamental.

     Adjunto envío a usted un artículo que hoy publico en ABC(298). Va encaminado a disipar cierto equívoco que los carlistas están explotando hábilmente en las provincias del Norte.

     No le canso a usted más. Le ruego me perdone la molestia en gracia de la buena intención.

     Es su entusiasta y devotísimo admirador

J. MARTÍNEZ RUIZ

Madrid, 25 de agosto, 1910

s/c Los Madrazos, 8

[157]

     En la carta a Juan de la Cierva, del 6 de agosto de 1910, le diría también:



AZORÍN

     Mi querido D. Juan: celebro que se halle usted en buena disposición respecto al asunto.

     Urge una acción popular y persistente. Cada día siento más profundamente la idea conservadora. Pero creo que el partido conservador del porvenir ha de ser un partido católico, profundamente católico y socialista. Es decir que en mi opinión, en tanto que el antiguo partido liberal, abstracto y doctrinario, se convierta en un partido radical; el conservador debe recoger en su seno toda esa externa y varia labor que en todos los órdenes de la vida va realizando la Iglesia Católica en muchos cultos países.

     Hasta ahora el partido conservador ha sido un partido liberal, el verdadero partido «doctrinario»; en un porvenir próximo, a mi juicio, habrá de ser un partido de acción católica, de socialismo católico. Las circunstancias lo impondrán. Habrá que ir al pueblo directamente y en amor, sobre todo a la marca de los labriegos, y para esto, será necesario realizar todo lo que en otros países realizan la acción social católica.

     Le recuerdo el reciente libro de Jacques Piou (sobre la Acción Popular Liberal, de Francia) titulado Questions religieuses et sociales (Plon-Nourit, editores). En este libro, que es una colección de discursos, hay mucho de lo que yo entiendo que debe ser incorporado a nuestro partido conservador.

     En fin no le canso más. Suyo cordialmente,

     J. Martínez Ruiz      Madrid, 6 de agosto, 1910(299).



II.- El proceso Ferrer

     Las disputas parlamentarias sobre la escuela «neutral» están vinculadas con otro problema que le es anexo: el fusilamiento del maestro y pedagogo catalán, Francisco Ferrer y Guardia (13 de octubre de 1909), y posterior proceso seguido en el Congreso de los Diputados durante los meses de marzo y abril de 1911. Tampoco lo han tenido en cuenta los azorinianos. Un día tendremos que ocuparnos de ello, dada la atención que Azorín le prestara. Conozco por lo menos diez artículos, sólo del ABC, dedicados al tema; aparte los tangenciales, como su polémica con R. B. Cunningham Graham; artículos que el lector puede ver publicados durante los meses de marzo-abril de 1911.

     Para situar la postura de Azorín frente al tema, en un período de su vida de fervorosa militancia maurista, hay que contar con la oficial de su partido. Sintetizándola al máximo, hay que tener en cuenta: Primero, que Juan de la Cierva era por aquel entonces Ministro de la Gobernación; que Ángel Ossorio ocupaba el puesto de Gobernador Civil de Barcelona. Segundo, que ya, desde apenas ser nombrado Ossorio Gobernador de Barcelona, remite a La Cierva los siguientes comunicados: 1) el 29 de enero de 1907: informe sobre un posible atentado contra Maura en Barcelona; 2) el 31 del mismo mes y año: informe acusando a Ferrer de [158] anarquista, de enlace y corresponsal con los grupos anarquistas franceses; 3) el 26 de diciembre de 1907: informe, de nuevo, de todos los grupos subversivos que operaban en Cataluña, con especial atención de los anarquistas y en particular de Ferrer; 4) nuevo informe con más precisiones sobre los grupos terroristas y anarquistas, con especial referencia de la actividad de Ferrer y de Nakens, fechados los días 5 y 12 de enero de 1908; 5) culminando todo el proceso con la sentencia de pena capital y ejecución de Ferrer, como responsable ideológico de los atentados terroristas de Barcelona, llevada a cabo el 13 de octubre de 1909 bajo el mando del general de Ingenieros, Señor Ecríu(300), con las consabidas protestas y manifestaciones en favor y en contra del Gobierno de España a lo largo de Europa, así como las polémicas discusiones en el Congreso, en 1911, y caída consiguiente del Gobierno conservador de Maura.

     Mientras liberales y progresistas presentaron el caso Ferrer como mártir, modelo y padre de la escuela moderna, abatido por la barbarie e incomprensión del pensamiento reaccionario y cavernícola de la derecha dogmática, ésta no hará sino justificar su acción. «Encontramos muy atrevido querer preservar a Ferrer de las consecuencias de sus actos. El que combatió la organización del Estado no puede quejarse de haber sido juzgado por un tribunal militar. Sentimos que haya quien tenga más comprensión por cobardes y criminales revolucionarios armados de bombas que por los inocentes víctimas sacrificados»(301), leemos en un extracto tomado de la prensa alemana.

     Ante un problema como éste, los unos acusarán a la derecha de haber juzgado a Ferrer como hombre, como político y como pedagogo; apoyados en la reacción internacional que sostuvo que fue fusilado por sus ideas de cultura, de civilización y de progreso; mientras los otros se aferrarán a que lo fue por incendiario y por director de los salvajes crímenes de Barcelona. Torcuato Luca de Tena sintetizaría así la postura oficial del Gobierno:

     «Si no se condenó a Ferrer por sus ideas, la discusión acerca de su proceso queda reducida a los siguientes términos:

     lº ¿Fue o no Ferrer director y coautor de los crímenes de Barcelona?

     2º ¿Estaba legalmente constituido el Tribunal militar que lo juzgó?

     3º Los oficiales del Ejército que le condenaron, ¿lo hicieron en virtud de exigencias del Gobierno o con arreglo a la justicia y a su conciencia?

     ¡Que los militares nada tienen que ver en el proceso de Ferrer!

     ¿Pero es posible hacer esta afirmación? ¿Habría alguien que, a no estar cegado por la pasión política, se atreviera a hacer responsable a un Gobierno de las sentencias dictadas por los Tribunales de justicia?

     El hecho es claro, preciso y terminante: en Barcelona fue proclamada la ley marcial con motivo de criminales y sangrientos sucesos; varios amigos y correligionarios de Ferrer acusaron a éste de haber sido instigador y director de aquellos hechos; la justicia militar procesó y buscó a Ferrer, y preso éste cuando, disfrazado, se proponía pasar la frontera, le juzga y le [159] condena a muerte por unanimidad de un tribunal compuesto de un fiscal, siete jueces, un asesor, un auditor y un capitán general.

     Éste es todo el proceso Ferrer, y no la trágica novela propalada por toda Europa en menoscabo de la verdad, de la honra y de la dignidad de España»(302).

     En defensa del Gobierno y en sintonía con el ABC estarán todos los artículos que escriba Azorín sobre el caso. «Lo que en realidad se produjo en algunos países europeos -singularmente en Francia- cuando Ferrer fue ejecutado, fue un movimiento de hostilidad, de agresividad, hacia España en su totalidad. El motivo de tal agresión lo ofreció la ejecución del revolucionario catalán, como pudo haber sido otro distinto. La Europa que protestaba no sabía quién era Ferrer; ni más remota noticia tenía de ese personaje. Lo que pasó entonces es que viejos, seculares odios latentes contra España encontraron conyuntura de hacer explosión»(303). Apoyándose en la autoridad de Unamuno, añadirá poco más adelante: «Don Miguel de Unamuno, en una carta escrita al periódico argentino La Nación, con fecha de diciembre de 1909, carta en que se habla del asunto Ferrer, discurre también sobre el odio y la envidia a España. La hostilidad a España -dice el señor Unamuno- arranca del siglo XVI. Desde entonces se nos viene, en una u otra forma, insultando y calumniando. Nuestra historia ha sido sistemáticamente falsificada, sobre todo por protestantes y judíos, pero no sólo por ellos». Se está refiriendo Azorín al artículo «A propósito del caso Ferrer», publicado en La Nación, de Buenos Aires, el 29 de enero de 1910; artículo que vino a completar otro publicado con anterioridad, el 8 de enero, que llevó por título: «Sobre la intransigencia»; artículos que tengo el privilegio de conocer gracias a la generosidad de Victor Ouimette, cuya copia me remitió unos días antes de morir y que forman parte de un volumen que ha publicado en 1997 la Universidad de Salamanca bajo el título: Miguel de Unamuno, De Patriotismo Espiritual. Artículos en «La Nación» de Buenos Aires (1901-1914). Edición y notas de Victor Ouimette, con un Epílogo de Laureano Robles.

     «Ferrer era, terminará escribiendo Azorín, un hombre menos que mediocre, nulo, obtuso, perverso, corrompido. Tres publicistas independientes le han juzgado: Salillas, Baroja y Unamuno; los tres han convenido en su mediocridad. Ferrer -escribe Unamuno-, de quien se quiere hacer un héroe o un sabio, era un pobre 'ácrata fanático, de una mentalidad menos que mediocre'». Y de forma más contundente precisará al día siguiente (31 de marzo de 1911): «El revolucionario Ferrer fue condenado justamente por un Tribunal militar. Dedicó Ferrer toda su vida a la obra revolucionaria; si otros agitadores de multitudes han conservado en su conducta y en sus obras una grandeza y una generosidad que les ha hecho acreedores al respeto de sus más violentos adversarios, Ferrer, por multitud de detalles, pormenores y episodios de su existencia azarosa y equívoca, se nos presenta como un personaje mediocre, innoble, torpe y repulsivo»(304).

     Una vez más tenemos aquí a un Azorín intelectual orgánico, que puso su pluma al servicio del poder.

[160]

III.- La Generación del 98

     Aunque se haya publicado en El País que Ortega y Gasset fue quien bautizó y dio nombre a la Generación del 98(305), no es cierto. De todos es bien sabido que la paternidad se la debemos a Azorín, al publicar en el ABC una serie de artículos bajo dicho título(306); artículos en los que va perfilando autores y tendencias, algunas de cuyas notas le pasó a Ortega para que éste escribiera las propias(307).

     En el cuarto y último artículo de la serie (ABC, 18-II-1913) Azorín nos dirá que hombres de la generación del 98 son Valle-Inclán, Unamuno, Benavente, Baroja, Bueno, Maeztu, Rubén Darío. Luego vendrían otras precisiones, y con ellas, la inclusión de su nombre entre los de aquella generación.

     A la hora de analizar sus características Azorín precisará que en 1898 se reveló ciertamente en España una pujante generación de escritores, pero, para afirmar de inmediato: ¿De qué manera, sino gracias a la I.L.E., ha podido alentar ese grupo de literatos y artistas nuevos? «De esos escritores, unos influyen en el periodismo y lo renuevan (ahora ya es imposible el artículo brillante, sin ideas); otros marcan una nueva etapa en el teatro; la novela es también revolucionada por ellos. España comienza a ser sentida mejor, más íntimamente que hace 40 años. Se comprenden como jamás se han comprendido el paisaje y las viejas ciudades» (doc. 5). Y en otro lugar: «la generación llamada de 1898 está marcada con el signo de Costa y de Giner» (doc. 9). Esto me da pie para plantear de lleno las relaciones de Azorín con la I.L.E., y en particular con Giner.

     En su delicioso libro, Valencia, tiene Azorín dos capítulos dedicados a Vives: el c. XI, «La estatua de Vives», y el c. XXIX, «Blanca March». Al escribir el primero le vinieron los recuerdos de sus años de mocedad; años de estudiante en la Facultad de Derecho de Valencia. En el patio del viejo edificio se halla la estatua de Vives. Azorín tuvo que verla todos los días que iba a clase, antes de entrar en las aulas, al salir de ellas y durante los recreos.

     Corría el mes de septiembre de 1888. Apenas tenía el futuro Azorín quince años. El 29 de septiembre se matriculaba como alumno oficial de primero de Derecho. Aquel año vivió en la Plaza de las Barcas, 27. Con él estudiaron también los hermanos Pío y Darío Borja y Nessi(308). Condiscípulo suyo fue Teodoro Llorente Falcó, quien años más tarde recordaría en uno de sus artículos al condiscípulo(309). [161]

     Universitario, sí; estudiante, lo que se dice estudiar, poco. A Azorín le interesaban otras cosas. No le iba el Derecho. Le suspendieron en Metafísica(310), Literatura General y Española(311), Derecho Romano(312) e Historia General del Derecho(313). Era catedrático entonces de Metafísica en la Universidad de Valencia Agustín Arnau e Ibáñez. La cátedra de Literatura General y Española la desempeñaba Romualdo Arnal y Vicente, natural de Monreal del Campo (Teruel), separado durante algún tiempo de la docencia por no jurar la Constitución (2-X-1868)(314). La cátedra de Derecho Romano la ocupaba entonces Eduardo Gadea y Aler(315). ¡Qué vueltas no da la historia!, de no haber suspendido al futuro Azorín, ni sus nombres sabríamos.

     Azorín trasladó su expediente de Valencia a Granada en búsqueda de mejor fortuna(316); de aquí a Salamanca; de Salamanca a Valencia de nuevo en 1896(317), para terminar en Madrid.

     Fue en Valencia, sin embargo, en donde se le abrieron los ojos al joven J. Martínez Ruiz; en donde un mundo de ideas nuevas comenzó a aflorar en él. A ello contribuyó de forma decisiva su paisano Eduardo Soler y Pérez; natural de Relleu (Alicante), de la I.L.E. y colaborador de Giner, catedrático entonces en la Universidad de Valencia, y del que el propio Azorín ha dejado una semblanza pedagógica(318). Él fue, sin duda, quien le conectó con la I.L.E. y con Giner, como también con aquellas ideas que van a ser germen y levadura de las suyas. En último término, la idea central de cuanto Azorín escriba estará dominada por el tema de España.

     A finales del XIX la historia de España había quedado atrás petrificada, hecha esfinge. Ortega y Gasset nos dirá en España invertebrada que España nunca había llegado a realizarse por insuficiencia de su constitución. Dicho con claridad, existía en España una desconexión entre la España del siglo XVI y la España del XIX. Más aún, y por ello mucho más grave, [162] había una desconexión entre los acontecimientos de Europa y los de España. Nos habíamos quedado descolgados, aislados, solos y atrasados en todos los órdenes políticos, económicos y culturales.

     Sin embargo, en la intrahistoria de nuestro pueblo venía dándose desde hace siglos una escisión entre la España viva y la España muerta, entre la España real y la España oficial. La España oficial y somnolienta era la única responsable de lo que estaba pasando, del retraso y aislamiento a que tenía sometida a la España viva, real, formada por el pueblo.

     Había entre nosotros como dos castas de españoles a la hora de sentir y de nombrar a España. Los oficialmente españoles, que se abogan la propiedad exclusiva del patriotismo, con título oficial de defensores de la patria y que gritarían luego «¡Arriba España!» mientras la estaban entregando al fascismo, como ayer malversaban sus fondos en Cuba y Filipinas, huían en Marruecos o vivían de espaldas a nuestro pueblo; y los otros, los españoles herejes, los que gimen y gritan por España.

     Dentro de esta España viva, frente a la España oficial del siglo XIX, hay tres grupos de ciudadanos que por sus ideas heréticas o revolucionarias, por su rebeldía se han enfrentado contra la falsa España, contra la máscara de la España viviente y verdadera: el Partido Socialista, la Institución Libre de Enseñanza y la generación del 98.

     Aunque distintos, cada uno de esos tres grupos, con imágenes diferenciadoras de la España por venir, que querían reconstruirnos, a todos ellos les une una idea común: sacar a España de su ostracismo. La generación del 98, con su postura crítica más que constructiva y portadora de soluciones, venía pidiendo a gritos que la España oficial asumiera la realidad española. Ella, la generación del 98, sembró la inquietud, la disconformidad, el afán ardiente de mejora y la conciencia de nuestras taras, de nuestros ancestrales defectos hispánicos.

     El Partido Socialista, por su parte, ha venido educando a la masa obrera, creando en el proletariado un modelo de obrero conocedor de sus deberes y derechos, con un sentido de justicia que lentamente ha ido modificando y obligando al capital y al empresario a tomar decisiones que tal vez nunca hubiera afrontado. Con el Partido Socialista se ha introducido en la vida española el sentido de disciplina, y lo que es más novedoso para los españoles, la preocupación por la eficacia.

     En cuanto a la Institución Libre de Enseñanza, hay que decir que con su acción y comportamiento ha venido a crear en España una clase social nueva, la del intelectual, la del académico, que, gracias a los estudios y las conquistas conseguidas en permanente lucha con el Estado, está logrando un puesto digno en la sociedad, entre el obrero y el «señorito», con un talante liberal, tolerante, amplio de ideas, máxime en materia religiosa, que lentamente ha ido modificando la mentalidad española, contribuyendo constantemente a la promoción social de los españoles. Es, sin duda, el aspecto más notable en la historia moderna. Para entender lo que se propuso hacer y sus raíces, basta con leer los ambientes tan magistralmente expuestos por Galdós en El amigo Manso, o por Pérez de Ayala en El profesor auxiliar.

     Estos tres grupos sociales han sido el fermento y la levadura de la regeneración de la España moderna; la que hoy tenemos y que la España republicana quiso transmitirnos.

     La serie de textos que aquí recopilamos de Azorín sobre Giner ponen en evidencia varias cosas. En primer lugar, que la segunda mitad del siglo XIX está básicamente formada por tres [163] generaciones muy distintas entre sí, pero condicionadas cada una de ellas por la generación anterior.

     Francisco Pi y Margall y Emilio Castelar -desde el punto de vista político- constituirían la primera de esas generaciones; generación radical y republicana, aunque no revolucionaria. Son defensores, como Castelar, de una presidencia fuerte, capaz de defender las colonias, reformar la hacienda, la administración, y de implantar la enseñanza pública. Pi y Margall supuso, por otro lado, la valentía de abordar por primera vez el tema del regionalismo y de las nacionalidades, asignatura que aún no está aprobada en nuestros días.

     Con la fundación en 1876 de la I.L.E. surgió una segunda generación, integrada por Joaquín Costa, Clarín y Giner de los Ríos, como figuras símbolo. Frente a la generación anterior, ésta intentará modificar y transformar la sociedad, aunque con paciencia, perseverancia y amor. Fue una generación con fe en el estudio, en la reflexión, en la meditación y observación de la realidad, de la historia y del paisaje. «A Giner y a Costa se debe modernamente el progreso espiritual de España», escribirá Azorín. No fue una generación de acción, sino de estudio. Más que ocuparse por nuestro pasado, aunque sin olvidarse de él, se encaró a su porvenir. La generación de la I.L.E., y Giner en primer lugar, nos enseñó a amar y respetar la vida. Clarín, como dirá en su prólogo a Ideas pedagógicas modernas de Adolfo Posada, nos enseñó a examinar todos los aspectos de las cosas. Ver las cosas desde todas las perspectivas, que dirá más tarde Ortega, no es sino un eco de lo ya señalado por Clarín.

     En todos aquellos hombres notamos un amor a la naturaleza, al paisaje, a los libros, a las cosas españolas, castellanas, a los valores literarios tradicionales y a las ediciones de nuestros clásicos, que antes no se hacían. Pero sobre todo Giner nos enseñaría a ser tolerantes, frente al militarismo y a la intransigencia inquisitorial de otros tiempos. Me preocupa, le dirá Unamuno a Juan Valera, no ya la Inquisición de antaño, sino el que aún perdure en muchas mentes de los hombres de hoy actitudes inquisitoriales. En pleno conflicto marroquí Giner y sus hombres vendrán a decir que el colonialismo, desde el punto de vista militar, ha terminado, para dar paso a la civilización, con la fundación de escuelas y de hospitales, olvidándonos de una vez por todas de toda la gloria conquistada por las armas. La nueva gloria a conquistar es sólo la que nos viene por la ciencia y por el saber.

     Así, pues, la generación del 98 surgió en el espectro nacional como una generación formada en el seno de la generación llamada krausista. Pero, para Azorín, analista sagaz, Krause sólo fue un excitante de aquel movimiento. El fondo, la sustancia primaria del movimiento, estaba en España, en su pasado histórico, olvidado y ahora desenterrado. Aquella generación no se hubiera dado sin una tradición honda, recuperada ahora por los hombres del 98: Valle-Inclán, Unamuno, Benavente, Baroja, Maeztu, Rubén Darío y el propio Azorín, añadiremos nosotros.

[164]

Documentos

1

[1909, X-7](319)

[a Francisco Giner de los Ríos]

El diputado a Cortes / por / Purchena

     Sr. D. Francisco Giner

     Mi respetable amigo: muy de veras agradezco su carta(320). ¿Cómo han de molestarme sus observaciones, que yo tanto estimo? En la lucha diaria del periodismo(321), dentro de la vorágine, es muy difícil conservar en todos los momentos la ecuanimidad, y aquella ponderación que muchas veces -sin necesidad de cambiar ni de rectificar nada- estriba, como diría Gracián, más en el modo, que en la realidad.

     Dentro de poco le enviaré a usted // un nuevo libro. Le titulo España(322), y es una colección de paisajes y semblanzas de Castilla y otras regiones españolas.

     Su cordial admirador y servidor.

J. Martínez Ruiz

Madrid 7 octubre 1909.



2

[1910, IV-13](323)

[a Francisco Giner de los Ríos]

AZORÍN

     Sr. D. Francisco Giner

     Admirado maestro: de todas veras le agradezco su carta(324). Todas sus observaciones son para mí dignas de consideración y de respeto.

     En lo de la enseñanza «neutral» tengo cada vez ideas más timoratas, fijas, y si se quiere, «dogmáticas»(325).

     Es de usted cordial admirador.

J. Martínez Ruiz

Madrid 13 abril 1910.

[165]

3

[1912, III-24](326)

     Gracias mil amigo mío, por sus Lecturas Españolas(327). Anoche llegaron a mis manos, y, aunque conocía ya algunos de sus admirables artículos, ésta fue una razón más para releerlos con los otros; y esta madrugada lo concluí todo, con la honda sensación espiritual que da siempre esa penetrante, suave y cruel compenetración de las cosas. ¿Por qué no haber recogido en el Epilogo las excelentes cosas que ha sembrado usted en sus episodios contra el trágico amor a la «grandeza» exterior, a expensas de la más íntima miseria en las cosas del alma como en las del cuerpo, que desde los Reyes Católicos nos viene hundiendo hasta el abismo de estupidez desalmada de Marruecos?

[F. Giner de los Ríos]



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[1916, II-18](328)

DON FRANCISCO GINER

por

AZORÍN

     Sobre un fondo de picachos del Guadarrama, en la misma sierra, un viejecito sentado en un peñasco. Se halla comiendo y está cascando un huevo; da golpes ligeros, como quien no se atreve hacer mucha fuerza, y cuando el huevo está roto, lo va comiendo con un gesto tranquilo de limpieza y escrupulosidad. Un perrito -hay perritos en todas partes- se ha acercado lentamente, temiendo algo, y el anciano, con un ademán de cariño, lo ha tranquilizado. Luego, en vez de tirárselo al suelo, le da un pedacito de este huevo que está comiendo, y le dice unas palabras, a las que el perrito, que ya sabe lo que se hace, contesta moviendo suevamente la cola y mirándole con unos ojos de amor. ¿Quién es este viejecito que, sentado en la piedra, hace su comida frugal? Si nos lo encontráramos solo y pudiéramos examinarlo bien, ¿qué pensaríamos de él? Pensaríamos lo siguiente: Primero, este anciano va vestido modesta, toscamente; pero no es un labriego de las cercanías, ni un artesano de los pueblos, ni un traginante que va de acá para allá a sus faenas. La ropa es modesta, pero ¡qué blanca, qué irreprochablemente blanca la camisa! ¡Y qué limpio, extremadamente limpio el traje! Segundo: ¿habéis visto qué luz inquisitiva tiene este anciano en los ojos? Cubre su faz una barba corta; sus labios están casi emboscados entre bigote; pero, de cuando en cuando, algo se ve de la línea de la boca. Y esta boca -como en algunos grandes artistas, como en algunos grandes pensadores, como en Schopenhauer-, esta boca tiene una expresión extraordinaria; dice muchas cosas que sería difícil concretar. ¿No dice una observación larga algunas veces dolorosa, intensa, recatadamente dolorosa de las cosas y de los hombres? Tercero: cuando habláramos [166] con este anciano, cuando le viéramos moverse libremente, notaríamos un gesto de atención que consiste en tener un poquito ladeada la cabeza. (Así ha salido en sus mejores retratos). Parece que en tanto este anciano escucha u observa, su cabeza se inclina ligeramente a un lado, como para recoger mejor la impresión o como muestra de deferencia y de respeto o para poner más intensidad en el momento de atender, o como movimiento casi «religioso», que encierra todo lo que llevamos dicho, y además respeto a la vida, recogimiento ante las grandes cosas, sí, pero también ante lo que parece humilde y desdeñable.

     ¡Amor a la vida, respeto a la vida! Aquí está toda la filosofía de este anciano. ¿Cómo desenvolveremos esta fórmula compendiosa? En la segunda mitad del siglo XIX, ha florecido en España una cierta modalidad filosófica de considerable trascendencia. Si el iniciador no fue Giner, vino a ser Giner, con el tiempo, su más elevado representante. Aludimos al movimiento filosófico llamado krausista. El krausismo español, lo que aquí seguimos llamando impropiamente krausismo, no ha sido estudiado debidamente todavía; apenas sí podemos contar con observaciones profundas y delicadas, algo más que lo que dice Clarín en el prólogo a las Ideas pedagógicas modernas, de Adolfo Posada(329). La indicada tendencia filosófica se ha caracterizado entre nosotros por cierta austeridad, por un sentido de reflexión y de simpatía ante la vida, por un gesto de escrupulosidad, por un examinar atento y cuidadoso de todos los más opuestos aspectos de las cosas. ¡Qué importa el viaje a Alemania de D. Julián Sanz del Río y las traducciones de Krause! La inspiración de Krause ha sido un «excitante»; el fondo, la sustancia primaria del movimiento estaba en España. No hubiera podido darse esta bella, espléndida, fecundísima floración del movimiento español sin una tradición honda en que arraigara la semilla. Lo que parece extranjero y ha sido mil veces reprochado de extranjero, era profunda, íntimamente nacional. Cuando nosotros consideramos esta filosofía -que no es sólo una filosofía-, se nos antoja estar viendo prolongadas en ella, viviendo nuevamente en ella, muchas cosas españolas tradicionales. Vemos, por ejemplo, el Informe de Melchor Cano (independencia, libertad civil), y el prólogo a la Educación popular de los artesanos, de Campomanes (dignificación y conciencia del trabajo), y las Cartas marruecas, de Cadalso (crítica de los valores recibidos)... No es una filosofía meramente el krausismo; es toda una manera de sentir la vida, manera que ha venido a condensar en la Institución Libre de Enseñanza, y que D. Francisco Giner ha representado en su grado más alto.

     En un momento grave de la vida, ante un problema trascendental o simplemente frente a «las cosas» ¿cuál debe ser nuestra actitud? ¿Cómo nos colocaremos espiritualmente en el mundo, y cuál será nuestro primer movimiento para la acción? Ante las cosas, lo que se habrá de imponer, como actitud primera y fundamental, es un gesto de atención y de examen. Abramos los ojos, examinemos; vayamos poco a poco, con escrupulosidad, viendo todos los aspectos del problema. No nos dejemos llevar de nuestro primer impulso ni corramos tras la primera apariencia. «Es cierto, en efecto, eso; pero...» «Parece así; mas sin embargo...» No es un escepticismo lo que se impone; al menos escepticismo en su acepción vulgar; ni lleva tal sistema a una negación de todo. No; cuando escrupulosamente y con amor hayamos hecho nuestro examen; cuando hayamos considerado todos los aspectos y matices de las cosas, entonces resolvámonos, vayamos sin vacilaciones a la acción. Sin vacilaciones, pero con un alto [167] sentido de humanidad. Presentémonos siempre nosotros mismos y nuestras ideas de modo que, en vez de provocar un choque violento, se suscite a su vez en los demás el examen y la discusión. La serenidad, y lo que se ha llamado modernamente la «objetividad», deben realizar esta obra. Pongamos la menor cantidad de «personalismo» en la exposición y difusión de nuestras ideas, o mejor dicho ese «personalismo», esa energía humana tan útil siempre, tan eficaz siempre, la forma que debe revestir es, en vez de la pasión y el ardor al uso, la escrupulosidad en la presentación, el cuidado del detalle, la simpatía y la comprensión respecto del adversario; la perseverancia, la indispensable perseverancia, la maravillosa perseverancia para proseguir sin desmayos, sin desaliento, en la tarea. Y dejemos que el mundo grite, que las pasiones se entrechoquen, que la maldad amenace nuestra obra. Nuestro gesto de comprensión lo abarcará todo y nuestra serenidad nos pondrá a cubierto de lamentables y mezquinas intervenciones...

     Así, a grandes rasgos, entendemos nosotros la filosofía a la manera de D. Francisco Giner. En cada filósofo, cada adepto ve acaso lo que él mismo quiere dar. Signo es éste de fecundidad y de grandeza en el pensamiento filosófico. Fecundo lo ha sido el movimiento que la Institución Libre representa y que D. Francisco Giner ha encarnado tan admirablemente. «¿Qué se debe a la Institución Libre de Enseñanza?», se suele preguntar. Y se suele contestar ligeramente: «Poca cosa». ¿Poca cosa, desde D. Fernando de Castro acá? ¿Poca cosa, cuando toda la literatura, todo el arte, mucha parte de la política, gran parte de la pedagogía, han sido renovadas por el espíritu emanado de ese Instituto? Lentamente, a lo largo de cuarenta o cincuenta años, la irradiación de ese núcleo selecto de pensadores y de maestros se ha extendido por toda España. La obra sigue su marcha progresiva. El espíritu de la Institución Libre -es decir, el espíritu de Giner- ha determinado al grupo de escritores de 1898; ese espíritu ha suscitado el amor a la naturaleza y, consecuentemente, al paisaje y a las cosas españolas, castellanas, amor que ha renovado nuestra pintura (Bernite, Zuloaga, etc.); ese espíritu ha hecho que se vuelva la vista a los valores literarios tradicionales, y que los viejos poetas sean vueltos a la vida, y que se hagan ediciones de los clásicos como antes no se habían hecho, y que surja una nueva escuela de filósofos y de críticos con un espíritu que antes no existía. Desde el cuidado en el vestir y las maneras, hasta el amor a una vieja ciudad o a un poeta primitivo, ¡qué gama tan fecunda y humana de matices y de aspectos debe la cultura española a este viejecito que sobre un fondo de picachos del Guadarrama está sentado en una piedra rompiendo un huevo! Un perrito -hay perritos en todas partes- se le acerca tímidamente, y él lo tranquiliza con un gesto de amor...

[168]

5

[1916, III-30](330)

In memoriam

Andanzas y lecturas

LAS OBRAS DE GINER

por AZORÍN

     Un acontecimiento literario se ha producido últimamente en España, que merece, con preferencia a otros, la información del escritor. Nos referimos a la comenzada publicación de las obras completas de don Francisco Giner de los Ríos. ¡A cuántas reflexiones se presta este nombre tan dilecto a quien estas líneas escribe! Hace poco más de un año murió D. Francisco Giner; su memoria en ese tiempo ha ido ganando -si eso era posible- en delicadeza, en elevación y en inefabilidad. «Si eso era posible», hemos dicho, porque la figura del maestro llegó a representar en vida todas esas cualidades nobles de un modo insuperable. No se ha hecho todavía un estudio serio y amoroso de D. Francisco Giner; existen artículos, fragmentos, notas biográficas escritas por admiradores y discípulos; algunos de esos artículos habrán de ser tenidos en cuenta por los biógrafos futuros; revelan una impresión del momento, que puede ser útil al historiador literario. Pero el libro completo, escrupuloso, henchido de cordialidad -y al mismo tiempo de crítica vivaz- no se ha pergeñado todavía. Y quien lo haga habrá de tener en cuenta muchas cosas; por de contado, habrá de huir de hipérboles, superlativos y ditirambos, que tan caros nos son a nosotros los escritores españoles. La figura de Giner no necesita nada de eso. Quien escriba el estudio del maestro habrá de considerar: primero, su persona; la influencia directa, permanente, de su persona; segundo, la situación espiritual de España al iniciarse la acción social de Giner, y de lo que Giner representaba; tercero, la extensión de la influencia de Giner y de su núcleo y resultados obtenidos en los cuarenta años de trabajo constante; cuarto, las afinidades con la obra de Giner en otros campos cercanos a los de la pura acción pedagógica, en la literatura, por ejemplo, en las artes plásticas.

     Esbocemos ligeramente estos cuatro extremos; tal es nuestro plan; otro autor podrá sujetarse a otro; nosotros creemos, sin embargo, que todo lo indicado es imprescindible en un estudio de esta naturaleza. Toquemos sumariamente los puntos expresados: primero, «La persona de Giner». En la filosofía de Giner, su persona era tan importante como sus ideas; si dijéramos que acaso «más», no exageraríamos. La persona de Giner era una bondad vigilante e incansable, actuando en todo momento; era la discreción; era la cautela espiritual; era la nerviosidad, siempre despierta; era el acogimiento amoroso; eran, finalmente, las maneras, a que él daba tanta importancia: el gesto, los movimientos, los saludos, la manera de andar, el modo de vestirse y aliñarse. Hay pensadores que, personalmente, no representan nada, representándolo todo sus ideas, su filosofía, su sistema. Hay otros que, aun siendo muy subidas sus especulaciones mentales, vale tanto como ellas su figura viva y simpática. De éstos era Giner. Ya en sus últimos años, su persona, con la edad, era la de un viejecito parlero, atento, observador. Vestía sencillamente; el traje aparecía modesto, casi tosco, casi pobre, pero en el atavío de [169] la persona del maestro, resaltaba siempre, como una nota inmarcesible, la blancura, la nitidez de su camisa. Recibía a todos y los escuchaba atentamente; de cuando en cuando gustaba hacer una objeción, una objeción acaso a sus mismas ideas, para ver qué profundidad de raigambre tenían estas mismas ideas en el ánimo de su interlocutor, que también participaba de ellas. No daba nunca señales de impaciencia. A visitantes que iban a conversar con él y que le decían: «¡Estará usted muy ocupado, D. Francisco!», él contestaba: «No; mi ocupación es ésta». Es decir, la ocupación de Sócrates cuando iba por la ciudad charlando y deshaciendo con su parla prejuicios y maneras de pensar. No a toda hora, desarregladamente, se podía ir a ocupar el tiempo de Giner; locura, no cordialidad, sería el que un hombre insigne, un filósofo, un pensador, por dar acogimiento sin tasa a la multitud de curiosos o amigos, dejase estériles sus estudios. Giner tenía su plan, su reglamentación. Estudiaba a unas horas y departía con los visitantes en otras. No le placían los cumplidos extremados y los criterios aparatosos y redundantes; iba directamente al fondo de las cuestiones. Leía mucho; allegaba cuanto libro grave se publicaba en Europa y América sobre disciplinas filosóficas y de enseñanza; pero sorprendía también a veces hablando de novedades de literatura amena y ligera, que parecía ajena a sus dilecciones. «Curiosidad por todas las manifestaciones del pensamiento» era su lema. Amaba con pasión la naturaleza; los románticos franceses que en 1847 vinieron a España (Gautier, Dumas, Boulanger el pintor, etc.) se extasiaron con el paisaje del Guadarrama, ellos puede decirse que nos hicieron ver esa magnífica montaña que Velázquez y Goya habían puesto en los lejos de sus cuadros; mas el descubrimiento permanecía ignorado de los propios españoles; D. Francisco Giner, con sus reiteradas visitas dominicales al Guadarrama, había, muchos años después, de completar el descubrimiento de los románticos de allende el Pirineo. De Giner hemos aprendido a no desdeñarnos de viajar modestamente y a no sentir humillación por ello. Giner ha comenzado a suscitar el gusto por las viejas ciudades españolas, por la vida de los labriegos, por las cosas humildes y cotidianas que antes pasaban inadvertidas.

     El segundo punto que había que examinar es el referente a la situación de España al tiempo de comenzarse la obra del maestro. No podemos detenernos mucho en estas consideraciones. No podríamos hacerlo -ni querríamos hacerlo- lejos de la patria, con el vigor con que lo haríamos escribiendo para españoles, dentro del solar de España. ¿En qué año, poco más o menos, podemos situar la iniciación de la obra social de Giner? En 1870, ya el núcleo de nuevos profesores está formado. En 1870, el romanticismo -tan rezagado entre nosotros- ha acabado ya definitivamente. El romanticismo ha dejado en España dos o tres nombres: Larra, el duque de Rivas. El romanticismo ha acabado en 1870; se ha iniciado un cierto positivismo, que se manifiesta en las discusiones del Ateneo y que marcha de par con este anhelo de novedad intelectual que alienta en la Institución Libre de Enseñanza. Una gran inteligencia -Clarín- comienza a dar sus primeros resplandores. Es la época de los grandes oradores. Algunos años más, y la influencia de la oratoria grandilocuente se había extendido al periodismo y aun a la pintura (cuadros de Casado del Alisal, de Pradilla, de Gisbert). Fenómeno capital de este período histórico en España: comienza ahora a iniciarse la divergencia entre el mundo parlamentario, oficial, académico, y otro núcleo de estudiosos, de artistas, de pensadores, que marcha paralelamente al primero, pero que representa otras tendencias y otras orientaciones. A primera vista y desde lejos, unos y otros pensadores, unos y otros periodistas (los del primer grupo y los del segundo), serán iguales y aparecerán confundidos; en la realidad, serán distintos. Al llegar la Institución Libre de Enseñanza a la vida espiritual de España, ese núcleo de independientes, si existía, carecía de cohesión y de apoyo; después de [170] años de actuar socialmente Giner, las fuerzas intelectuales que piensan con independencia en España han sido constituidas y agrupadas de una manera sólida y definitiva. No es que, como consecuencia de la labor de la Institución Libre, haya dos Españas, es, sí, que existe, más definidamente que antes, un pensamiento de lo sancionado, de lo tradicional, de lo generalmente recibido y aplaudido, y, por otra parte, otro pensamiento que representa la innovación, que no tiene la gloria oficial ni los aplausos de la gran opinión, y que, sin embargo, encarna lo más sólido, lo más hondo, lo más sustancioso de España.

     Y al llegar aquí, entramos ya en la jurisdicción del terreno de los extremos que apuntamos arriba. Dos palabras debemos decir acerca de las influencias de Giner y su grupo en las distintas esferas de la vida española. Hemos indicado que el núcleo de pensadores, pedagogos, publicistas independientes, evolucionaba en esfera aparte de lo oficial y sancionado. Ese violento y deplorable antagonismo se mostró en sus albores, no por su culpa, con el mundo gubernamental (recuérdese la persecución del ministro Orovio contra sabios y dignísimos catedráticos). Y hemos de añadir ahora que el avance del espíritu nuevo, «no oficial», se demuestra en el modo como ha ido esa tendencia infiltrándose en la vida del Estado y reemplazando a lo recibido y caduco. Institutos importantes de cultura española son hoy hijuelos de la Institución Libre de Enseñanza. De la Institución Libre proceden -y son organismos del Estado- la Junta de Ampliación de Estudios, el Centro de Estudios Históricos, la Residencia de Estudiantes. ¡Qué enorme, sólido y espléndido adelantamiento en cuarenta años! ¡Y cómo todo esto demuestra la fecundidad y vitalidad de un alto espíritu -el de Giner- rodeado y secundado por una pléyade de hombres de fe y de estudio!

     Último punto: la radiación de la influencia de la Institución Libre y de Giner a las diversas manifestaciones de la vida nacional ajenas a la pura pedagogía. Y ante todo, ¿cómo podríamos definir la filosofía, la modalidad, la manera de D. Francisco Giner? En Giner, más que una filosofía, más que un sistema definido y cerrado, se ofrece «una actitud». Una actitud ante el mundo, ante la vida, ante los grandes problemas de la inteligencia. Sus obras, estos libros que ahora comienzan a publicarse, se nos atoja que han de ser una serie de impresiones -en el más alto sentido-, de anotaciones, de apuntes, que Giner, «secundariamente», iba depositando en las cuartillas. Secundariamente, porque lo esencial en él era la acción personal, su influjo directo, la emanación de su vida. La actitud de Giner, ante todo, es un gesto de atención y de meditación. Prestemos atención a todo lo que la vida produce; detengámonos en su examen. No seamos atolondrados y ligeros; no demos por juzgado lo que no nos hemos explicado por nosotros mismos. Ni aceptar nada sin un estudio detenido. A la volubilidad del común de las gentes, a la ligereza y a la pasión, opongamos siempre una discreta investigación.

     No extrañemos nada; no combatamos nada porque no tiene precedentes, y porque es la primera vez que se produce. Si lo tradicional puede tener -no la tiene a veces- su razón de ser en el tiempo, lo nuevo la puede tener en la misma vida que se manifiesta de un modo inesperado. De un modo inesperado en el arte, en la política, en el derecho. De un modo inesperado para los tradicionalistas y ultraconservadores; pero esperado, ansiado, por cuantos tienen fe en el progreso indefinido. Pero ante lo viejo que va a desaparecer, que faltamente ha de desaparecer, tengamos un poco de amor, de simpatía, de comprensión; una larga serie de antecesores nuestros ha vivido de esas ideas, de esos sentimientos. ¡Se han polarizado tantos anhelos, tantas alegrías, tantas angustias en torno de los ideales antiguos y decrépitos! Y en [171] cuanto a lo nuevo, a la fe flamante y robusta que ahora tiene su aurora, ¡que no nos haga intolerantes! ¡Que ese ideal no ponga en nuestro espíritu una forma de desdén agresivo y violento para todo lo que se opone a su triunfo! Tengamos confianza en el tiempo; sin necesidad de agresividades y bárbaras violencias, creamos que la marcha de las cosas, de esa corriente eterna que lleva a la humanidad, va encaminada, a pesar de saltos deplorables y de trágicos retrocesos, al bien y al progreso moral de la especie humana. No desconfiemos de ello; no caigamos en la desesperanza. Laboremos como si laboráramos para la eternidad. Pequeño o grande, nuestro esfuerzo no ha de perderse en la ruta que el hombre sigue a lo largo de los siglos...

     Así interpretamos nosotros la filosofía de Giner; otros la interpretarán de otro modo. Señal de fecundidad es este prestarse a la varia exégesis un pensamiento. Pensamiento que ha ido extendiéndose, como hálito luminoso, por la política, la literatura y el arte de España. En 1898 se revela en España una pujante generación de escritores (Maeztu, Baroja, Bueno, Valle Inclán, Benavente, etc.). ¿De qué manera, sino gracias a la Institución Libre, ha podido alentar ese grupo de literatos y artistas nuevos? De esos escritores, unos influyen en el periodismo y lo renuevan (ahora ya es imposible el artículo brillante, sin ideas); otros marcan una nueva etapa en el teatro; la novela es también revolucionada por ellos. España comienza a ser sentida mejor, más íntimamente que hace 40 años. Se comprenden como jamás se han comprendido el paisaje y las viejas ciudades. Un discípulo de la Institución Libre -Ramón Menéndez Pidal- ha hecho dar un nuevo paso a la erudición y la crítica literarias. A la tendencia un poco vaga y oratoria de Menéndez Pelayo (aunque siempre admirable) ha sucedido una modalidad más científica, más objetiva, más precisa. Selectos y brillantes ingenios cultivadores de la historia, la filología y la tradición son los que se agrupan en torno a Menéndez Pidal, los del citado Centro de estudios históricos.

     ¿Qué más se podrá hacer por la cultura y el esplendor de un país que lo que ha hecho este hombre, auxiliado por otros beneméritos campeones? ¿Ni qué vida podrá ser más digna, noble y elevada? El primer volumen de las obras completas de Giner, que ahora acaba de publicarse, lo constituyen los conocidos Principios de derecho natural, dado a luz en 1871. En sucesivos volúmenes se publicarán los demás trabajos del maestro, correspondientes a filosofía, sociología, enseñanza, arte, literatura. Los editores anuncian también un tomo de correspondencia, que promete ser exquisito, a juzgar por algunas cartas que en revistas diversas han sido ya publicadas. Una nota, al final del volumen, nos advierte que «estas obras completas» se editan por los discípulos y devotos del maestro, que han constituido la «Fundación D. Francisco Giner de los Ríos», y el producto íntegro de la venta se destina a los fines de la «Fundación». ¡Hasta en esto había de ser simpática, henchida de amor, la memoria del querido, inolvidable maestro, luminoso espíritu! [172]



6

[1920](331)

In memoriam

UNA CARTA DE D. FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS

por AZORÍN

     Al escribir estas líneas -en las primeras horas de una mañana de primavera- veo con los ojos del espíritu una lucecita en la noche: el cuadro luminoso de una ventana, en el silencio y en la soledad de la madrugada. Alguien vela, alguien trabaja, alguien sufre, alguien medita en esa estancia. En esa estancia hay un hombre leyendo un libro; ese hombre es el más bondadoso, el más tolerante, el más humano y comprensivo de la España contemporánea. Su espíritu, como esa lucecita en la noche, irradia en la noche de España. ¿Es en la madrugada cuando se produce esa irradiación? ¿Está cerca el día?

     Ese día, esa luz de un nuevo sol, lo deseamos todos para España. Para España y para la Humanidad. D. Francisco Giner -de él se trata en estas líneas-, habrá laborado, callada y suavemente, más que nadie por un nuevo estado social. ¡Cuánta bondad y cuánta indulgencia en su corazón! ¡Lo examinaba todo y lo comprendía todo! Amaba la Naturaleza y los libros. Y esta tan luminosa y viva inteligencia apenas deja una obra escrita. Su obra ha sido viva y humana. Lo examinaba atentamente todo. Cada libro que yo publicaba me valía una carta del maestro. Copio a continuación la que, a raíz de publicarse este volumen, me escribió; está fechada así: «Domingo, 24-III-12». Cuando el lector la haya acabado comprenderá lo de la lucecita en la noche.

     Gracias mil, amigo mío, por sus Lecturas españolas. Anoche llegaron a mis manos y, aunque conocía ya algunos de sus admirables artículos, ésta fue una razón más para releerlos con los otros; y esta madrugada lo concluí todo, con la honda sensación espiritual que da siempre esa penetrante, suave y cruel compenetración con las cosas. ¿Por qué no haber recogido en el Epílogo las excelentes cosas que ha sembrado usted en sus episodios contra el trágico amor a la «grandeza» exterior, a expensas de la más íntima miseria en las cosas del alma como en las del cuerpo, que desde los Reyes Católicos nos viene hundiendo hasta el abismo de estupidez desalmada de Marruecos?

     En el siglo XVI, un gran poeta francés, Francisco Malherbe, hablando en una de sus cartas de los españoles, enfrascados en guerras de dominación mundial, decía: «Je conseille à ces pauvres gents que s'ils pretendent à la Monarchie universelle, comme on leur veut faire accroire, ou qu'ils aillent plus viste en besogne, ou qu'ils voyent d'obtenir un sursoy de la fin du monde, pour achever leur dessein plus à leur aise» (Les lettres de M. François de Malherbe, pág. 234 de la edición de 1645, París). Desde los Reyes Católicos se ha venido despeñando hasta las lamentables empresas del presente. Pero la hora final de los imperialismos y de las colonizaciones militares ha sonado en el mundo. La civilización debe ser esparcida en los pueblos retardatarios con médicos y maestros de escuela. Nadie en el planeta tiene derecho a dominar a nadie. Antaño, Malherbe podía decirles con suprema ironía a los españoles que [173] pidieran, para tener tiempo de realizar sus locuras, una prórroga del fin del mundo. Con la misma ironía -¡mezclada a tantas lágrimas!- ha podido decirse lo mismo a los alemanes de estos tiempos. No bastaría la prórroga en la vida del planeta, prórroga indefinida, para realizar el ensueño imperialista de un pueblo loco. La Humanidad tiene ya conciencia de que el supremo ideal es otro. La guerra no fortifica a las naciones. La guerra no impulsa al progreso. La lucha, tenaz y perseverante, ha de ser, no de hombre a hombre, no de pueblo a pueblo, sino con la Naturaleza, para domeñarla y arrancarle sus secretos. Hace tres siglos, cuando se hablaba de «gloria», se entendía la guerrera; no había otra; ni las inteligencias más claras, ni las más humanas -un Montaigne, un Cervantes-, comprendían otra. Hoy, la «gloria» es la ciencia. Y todavía esa palabra «gloria» tiene algo de enfático, de rimbombante, de oficial, que repugna a una sensibilidad moderna. Repugna aplicada a un Pasteur, a un Giner, a un Flaubert, a hombres que, cada cual en su esfera, han trabajado en el silencio, lejos del tráfago mundano, callados...



7

[1922, IV-30](332)

In memoriam

DON FRANCISCO GINER

por AZORÍN

     Al acometer la organización y reorganización de la enseñanza, se debe principiar en todo país por crear organismos superiores de cultura. En España, de 40 años a la fecha, la iniciativa particular ha ido supliendo lo que el Estado no hiciera. Llamamos la atención también sobre este punto de los buenos españoles que residen en América. Amar a la patria española es interesarse por estas instituciones de que vamos a hablar. Hace unos 40 años, un español benemérito, un santo laico, el gran D. Francisco Giner y otros españoles patriotas, fundaron la Institución Libre de Enseñanza. La Institución Libre era -y sigue siendo- un instituto pedagógico que traía a la vida española un espíritu de amor, de meticulosidad, de fervor, de observación y de independencia, que eran, por lo menos, modernamente, una gratísima novedad entre nosotros. La Institución llegó a ser el espíritu de Giner. La Institución formó una generación de catedráticos y de escritores. Lo que fue un foco reducido de cultura se ha ido poco a poco ampliando. El espíritu de Giner se ha desparramado por España. Y ha entrado también en las esferas oficiales. Como hijuelas y derivaciones de la Institución podemos considerar la Junta para Ampliación de Estudios, el Centro de Estudios Históricos -dirigido por Menéndez Pidal- y la Residencia de Estudiantes. En esta enumeración está comprendida la nueva, fecunda y bienhechora España pedagógica. Lo que debemos ansiar vehementemente, con todo nuestro corazón, los españoles, estemos dentro o fuera de España, es el perfeccionamiento lento y la ampliación de los institutos que quedan enumerados.

     Gracias al espíritu que en ellos se va formando, existen en España muchas cosas humanas y europeas que sin ellos no existirían. Del Centro de Estudios Históricos, por ejemplo, ha [174] salido una generación de eruditos y filólogos que han reeditado nuestros clásicos en ediciones nacionales, auténticas, primorosas. España, gracias a esos infatigables y escrupulosos investigadores, ha podido conocer fielmente todo el tesoro admirable de su antigua literatura.

     ¿Se percatan los gobiernos españoles de lo que representa en la vida nacional ese movimiento de trabajo y educación libre y escrupulosa? Acaso, no. La ceguera de los hombres políticos llega hasta ese extremo. Desde luego, ni las Cortes ni los ministros se preocupan de dotar con medios económicos más amplios esos organismos citados; el trabajo, cada vez mayor, que en ellos se realiza exige un presupuesto más amplio. Pero es que se ha intentado también reducir los medios económicos que el Estado da a esos centros de producción intelectual. Afortunadamente, el intento ha fracasado hasta ahora. ¿Creerán lo que decimos los buenos españoles de la Argentina, entre los cuales los hay que sienten por los institutos de que hablamos una vivísima simpatía?

     No desconfiemos al pensar en España. Confiemos en este núcleo de trabajadores inteligentes y abnegados; ellos constituyen la levadura espiritual de una nueva patria. Pongan los ojos del espíritu en esa patria los españoles que viven lejos de España.



8

[1930, X](333)

PEDAGOGÍA ESPAÑOLA

por AZORÍN

     De cuando en cuando llega hasta mi mesa de trabajo una de las publicaciones del Museo Pedagógico de Madrid. Institución benemérita esta del Museo Pedagógico; institución que lentamente, incansablemente, va realizando su fecunda labor. Los hombres que han dado vida a este instituto son los mismos de la Institución Libre de Enseñanza; la inspiración es la misma nobilísima inspiración. La obra que el Museo acaba de publicar lleva el título de Programas escolares y planes de enseñanza de Alemania y Austria; su autor es Lorenzo Luzuriaga(334), autoridad en la ciencia pedagógica. La última publicación del Museo Pedagógico nos invita a hacer algunas reflexiones sobre la enseñanza en España. No conocemos ninguna historia de la pedagogía española; se han escrito, sí, libros sobre la historia de las instituciones superiores de cultura; pero lo que nosotros desearíamos es una historia breve, sucinta, exacta, de las ideas y prácticas de la primera enseñanza en nuestra patria. Gil de Zárate y D. Vicente de la Fuente, por ejemplo, han historiado las universidades de España. Pero ¿quién ha escrito la historia de las escuelas primarias, y sobre todo -y esto es lo que pedimos nosotros-, sobre todo, los métodos de los maestros españoles, a lo largo de cuatro o seis siglos? El lector seguramente habrá oído hablar de la dureza española, de nuestra crueldad, de nuestra intolerancia. Y si se hiciera la historia que deseamos, vería con extrañeza este buen lector que en los métodos pedagógicos españoles -y esto es esencial en un país- no aparecen tales crueldades, ni tal [175] fantástica dureza, antes al contrario, una dulzura, una flexibilidad, una tolerancia, que hacen del maestro de escuela, no un déspota -y eso sería lo lógico-, sino un amigo solícito y cariñoso del niño. Digo que sería lo lógico el que el maestro fuera un tirano, dada la concepción falsa y ofensiva que algunos extranjeros tienen de España. Pero las pruebas de lo contrario abundan; y ésta de los métodos pedagógicos es concluyente. Si tenemos tiempo, al final de esta crónica citaremos algunos de esos libritos antiguos, tan simpáticos.

     El Museo Pedagógico procede de la Institución Libre de Enseñanza; la Institución es el centro más autorizado de la pedagogía civil en España. Para crearla, se formó una Sociedad por acciones; en Junta general de accionistas, celebrada el 30 de mayo de 1877, se aprobaron definitivamente los estatutos de la Institución; estos estatutos estaban autorizados por Real orden de 16 de agosto de 1876. El artículo 15 de los estatutos dice así: «La Institución Libre de Enseñanza es completamente ajena a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político; reclamando tan sólo el principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia, y de la consiguiente independencia de su indagación y exposición respecto de cualquier otra autoridad que la de la propia conciencia del profesor, único responsable de sus doctrinas». En estas líneas está encerrado todo el espíritu del famoso Instituto. El más autorizado núcleo de pedagogía civil ha sido y continúa siendo esta institución nobilísima. Alma de este instituto fue don Francisco Giner, y lo es al presente don Manuel B. Cossío. Hombres salidos de la Institución o educados en el magnánimo espíritu de Giner se han desparramado por España y han dado aliento a organismos de cultura que han hecho adelantar grandemente a España. Pero hemos de añadir que la pedagogía laica hoy, en España, no cuenta con los centros con que cuenta la enseñanza religiosa. Lógicamente, parece que, dado el brillante y fecundo éxito de la Institución Libre de Enseñanza, debieron sus fundadores extenderla a toda la nación. La tarea no hubiera sido difícil; desde 1876, los hombres del liberalismo que la fundaron o los liberales que han simpatizado con ella han ocupado muchas veces el Poder; D. Segismundo Moret, uno de ellos. Debieron ser fundadas filiales de la Institución, por lo menos, en Barcelona, en Valencia, en Sevilla, en Valladolid, en Coruña. No se hizo así, y hoy la realidad innegable es que las órdenes religiosas son la únicas que poseen colegios verdaderamente magníficos y fecundos. Colegios de jesuitas, de escolapios, de hermanos de la doctrina cristiana, de corazonistas. Poseen estas congregaciones medios económicos de que no disponen los laicos; pero, además, hay algo que da superioridad evidente, incontestable, a los colegios religiosos sobre los civiles. Ese algo, precisamente, es lo que hizo que la Institución Libre de Enseñanza triunfara. La Institución Libre ha sido a manera de un convento; tenían todos sus miembros algo de religiosos; D. Francisco Giner, singularmente, diríase que fue un frailecito franciscano, todo entregado, día y noche, a su labor. Por donde tenemos que, si la Institución Libre ha sido eficaz, se debe a las propias condiciones y circunstancias que hacen eficaces y fecundos los colegios religiosos. Todos los principales maestros de la Institución, principiando por D. Francisco, procuraban a toda costa la continuidad en la labor. Don Francisco, es sabido que vivía en la misma casa de la Institución, como un jesuita o un escolapio viven en sus conventos. He citado en alguna otra crónica el precioso Manual del Seminarista, escrito por el cardenal Monescillo; en este libro podrá encontrar el lector la razón suprema del triunfo de la Institución Libre y de la ventaja que los colegios religiosos llevan indiscutiblemente a los laicos en España. Dice el autor, después de lamentar la desaparición de los colegios de la Compañía de Jesús -el libro es de 1848-: «Por celosos, entendidos y discretos que sean los profesores de dichos establecimientos (los laicos), no pueden dar a los estudios [176] aquel impulso de unidad, de perpetuidad, de orden y de moralidad que una sociedad religiosa les prestaba. El profesorado de las corporaciones destinadas a la enseñanza tiene un solo espíritu; sus individuos son émulos unos de otros en la emulación santa de instruir y de perfeccionar la enseñanza; se observan, se vigilan, aprenden, conservan entre sí, y de sus mutuas experiencias y revelaciones, forman un inmenso caudal de útiles recursos para la instrucción de la juventud. Aquí no prevalece la opinión privada, ni se ensaya un sistema, una teoría, un plan cualquiera, hasta después de calculadas sus ventajas». Parece que el cardenal está haciendo el retrato de la Institución Libre de Enseñanza, al hacer el de los colegios de las congregaciones. Y añade Monescillo: «Por otra parte, los profesores de institutos (habla ahora de los institutos del Estado) son de sus familias, pertenecen a la sociedad, tienen repartida su atención en diversos negocios, y esta consideración pesa mucho en la balanza de la instrucción, cuyo desempeño requiere asiduidad, constancia, trabajo ímprobo, y la consagración de la vida del hombre». El último rasgo de este retrato pintado por el sutil cardenal cuadra por entero a la Institución Libre de Enseñanza; esa perpetuidad de que habla Monescillo; esa consagración de la vida entera a la labor educativa, la han tenido Giner, el cenobita, y sus colaboradores; la tienen los religiosos que se dedican a la enseñanza, y por tal causa, el caso de la Institución es único, y la superioridad de los colegios religiosos, al presente y en España, sobre los laicos es ostensible e innegable.

     Hace falta en nuestro país una historia de los métodos pedagógicos. No se trata de los anales de los hombres e ideas que han sobresalido en la enseñanza, sino de aquella labor callada y vulgar, que es la que realmente ha influido en la marcha de España. ¿Qué métodos se han preconizado en los libros elementales de Pedagogía? ¿Cuáles son esos libros? En esa historia tendrían también las órdenes religiosas un lugar importante. Muchos libros existen, escritos por jesuitas y escolapios, en que se exponen doctrinas pedagógicas. Por ejemplo, uno de estos libros es el del jesuita padre Luis de Mercado y lleva el título de Práctica de los ministerios eclesiásticos (Sevilla, 1676). La parte destinada en este libro al «magisterio de los estudios menores» -adiestramiento de párvulos- es de una finura, de una delicadeza extraordinarias; no creemos que en ningún tratado de pedagogía moderno pueda darse más finura y más penetración. ¿Y quién conoce la obra titulada Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres, que se publica en el siglo siguiente, en 1790, y de que es autor una mujer, doña Josefa Amar y Borbón?(335) Libro fino, sutil, en que por cierto hay una cosa rara para la época: una defensa y justificación de Baltasar Gracián. Libro en que la autora, que conoce perfectamente el griego, hace citas curiosas en esa lengua, y en que se muestra como una perfecta humanista.

     Y en la centuria siguiente, en 1816, ¿no se publica también un librito elemental, que es una verdadera y pequeña joya? Joya por el estilo y por la doctrina que contiene. Aludo al Catón Español Cristiano, de D. Pedro Alonso Rodríguez. Pocas cosas hemos leído tan delicadas y tiernas como las páginas que en esta obrita se dedican al asunto de las correcciones que, a veces, es preciso imponer a los niños. Precisamente éste es un tema que toca también el padre Mercado, y a esto aludíamos principalmente al hablar, al comienzo de esta crónica, de la supuesta crueldad española. ¿Crueldad española? Ya quisiéramos nosotros que se nos mostrara [177] en algún gran pedagogo extranjero, en alguno de esos grandes maestros de tierras extrañas, páginas más sutiles y tiernas que las escritas por estos ignorados, desconocidos maestros españoles; páginas como las que el autor del Catón Español escribe en su librito.

     Se están haciendo tratados sobre la ciencia en España; se historia también el arte; se realizan las más diversas investigaciones para que luzca lo que España ha hecho por la civilización europea. Falta y debe ser escrita una historia de los métodos de enseñanza elemental. Es decir de cómo en España ha sido educado el pueblo. Y cuando se haga esa historia, se dará otro terrible y decisivo golpe a la estúpida leyenda de nuestra crueldad.



9

[1931, I-22](336)

GENERACIONES

por Azorín

     Una hebra de sol entra hasta la máquina de escribir; recordemos a D. Francisco Pi y Margall; hasta su mesa de trabajo descendía un rayo de sol. El cielo está azul, de un azul radiante, en esta primera hora de la mañana; recordemos a D. Emilio Castelar: el azul espléndido de Madrid le entusiasmaba. En un discurso pronunciado en el Congreso, el 15 de julio de 1876, decía Castelar, hablando de aquella generación: «Esta generación es una generación radical, democrática, avanzada; pero no es una generación revolucionaria. El estado político de las generaciones se deriva inmediatamente de su estado mental. Y nuestra filosofía admite la serie, y nuestra lógica el proceso de las ideas, y nuestras ciencias naturales la metamorfosis, y nuestras ciencias geológicas la evolución, y nuestras ciencias históricas el progreso gradual, y nuestras ciencias políticas las reformas que cuentan con el tiempo y toman la grandeza del tiempo». Añadía a seguida el orador: «Pero tenedlo entendido: nada es tan contrario a la revolución material como la política que conserva las conquistas revolucionarias, nada tan favorable como la política de reacción». ¿Y cuáles son las conquistas revolucionarias que es preciso conservar para evitar la revolución? El orador nos lo dice: «Conservar la soberanía nacional, la libertad de imprenta, el Jurado, el sufragio universal, es tanto como conservar la paz; porque esta generación no se lanzará a las revoluciones sino el día en que pierda la esperanza de salvar todos sus derechos». La declaración es terminante. ¿Había dejado de ser republicano Castelar cuando pronunciaba estas palabras? Estas palabras no implican un cambio en las ideas del orador; van dirigidas a los monárquicos; se comprende en ellas la totalidad de la sociedad española. El programa republicano de Castelar subsistía. Veamos cuál era; abramos el magnífico volumen de su correspondencia con D. Alonso Calzado, monumento de prosa castellana. En ese mismo año de 1876, en agosto, al mes siguiente de pronunciar el discurso de que hemos copiado unas palabras, Castelar escribía: «Y cuando estemos en el Poder, nada de dictaduras, nada de palo, nada de reformas diarias, que por su vaguedad y por su indeterminación nos pierden; Código fundamental del 69, con sus leyes orgánicas; República conservadora; política de armonía y de conciliación, consagrando nuestras fuerzas a estas tres cosas: a tener Hacienda, Administración y Enseñanza pública. He aquí todo mi programa». Note el [178] lector lo de «nada de dictaduras»; en uno de mis escritos de El Sol he citado un artículo de Pi y Margall, en «El Nuevo Régimen», en que lamentaba que en la pasada República no hubiera habido «una pasajera Dictadura». Un mes más tarde, en setiembre, Castelar vuelve a hablar de su programa e introduce en él una ligera variante, como va a ver el lector. «Constitución del 69 -escribe- con el complemento que le dio el partido radical en las Cortes de 1873, el 11 de febrero. Leyes orgánicas correspondientes, ensayadas con lealtad. Una Presidencia fuerte, por siete años, ayudada de dos Cámaras, libremente elegidas. Consagración de la actividad política a resolver el problema de la Hacienda, de la Administración, de las Colonias y de la Enseñanza». La variante de que hablábamos está en lo de la «Presidencia fuerte». Castelar recordaba, sin duda, al desear fortaleza y autoridad en la Presidencia, las antiguas laxitudes de la República.

     La generación de que ha hablado el orador es, según éste, democrática. Nuestro Diccionario de la Academia define el vocablo «generación» un tanto sumariamente; una generación es el padre; otra, el hijo; otra, el nieto. Pero, social y psicológicamente, según Littré y según el Vocabulario filosófico, de Lalande, una generación la constituye un período de 30 años. Castelar nos acaba de declarar que la generación de 1876 era demócrata, pero no revolucionaria. Todavía no se ha hecho la historia del vocabulario político español a lo largo del siglo XIX; cuando se haga, se habrá hecho la historia total de las ideas políticas. La palabra democracia, a mediados de la pasada centuria, era sinónima de República; ser demócrata era ser republicano; la propaganda de las ideas republicanas estaba vedada; no se podía pronunciar el vocablo republicano; se recurría, por lo tanto, al término democracia. En 1854 publica D. Francisco Pi y Margall su obra La reacción y la revolución; no se llegó a publicar de este libro sino el primer tomo y una entrega del segundo; prohibió la autoridad su continuación. Pi quiso continuarlo por medio de conferencias que daba en su casa; vivía entonces D. Francisco, según vemos en las cubiertas de las entregas, en la calle del Desengaño, números 9, 11 y 13, piso cuarto. Al principio, acudió poco público a las conferencias; mas luego, poco a poco, se fue llenando el local, hasta el punto de que la concurrencia se estacionaba en la escalera. Y las conferencias fueron suprimidas también. En La reacción y la revolución, en el extenso prólogo, que es una soberbia pintura de la revolución de 1854, Pi dice que sus amigos los demócratas, que entraron a formar parte de la Junta revolucionaria, faltaron a sus deberes. «Como demócratas -escribe- no pueden aceptar otra forma de gobierno que la republicana». Consintieron, sin embargo, otra cosa. «Como demócratas -añade- habían de comprender mejor que los demás el verdadero sentido de la palabra revolución, y saber que pasado y revolución se excluyen». Hemos querido citar estas últimas palabras del autor por lo que luego se verá. En 1876, cuando hablaba Castelar, la palabra democracia había perdido ya su sinonimia republicana. Se estaba dentro de la Monarquía restaurada siendo demócrata. Y en ese mismo año ocurre un hecho de la mayor trascendencia en la historia de la cultura española: se funda la Institución Libre de Enseñanza. Los estatutos de esta Sociedad son autorizados por Real orden de 16 de agosto de 1876; en 1877, el 30 de mayo, la Junta general de accionistas los aprueba definitivamente. El artículo 15 de esos estatutos nos dice que «la Institución Libre de Enseñanza es completamente ajena a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político, proclamando tan sólo el principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia y la consiguiente independencia de su indagación y exposición respecto de cualquier otra autoridad que la de la propia conciencia del profesor, único responsable de sus doctrinas». Retengamos, de la declaración, el hecho del apartamiento de toda política. En la Junta directiva [179] de la Institución encontramos, en cuanto a personalidades políticas, a Figuerola, Gasset y Artime, Azcárate, Eduardo Chao; en la Junta facultativa vemos los nombres de Montero Ríos, Costa, Giner, Labra, Monet. ¿Cuál es el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza? ¿Cómo podremos definir su influencia? Ante la realidad adversa, no nos insurreccionemos contra ella; no la rechacemos de plano y violentamente. Tratemos de infiltrarnos en ella con paciencia, con perseverancia, con amor. La realidad no nos es favorable; no es propicia al progreso, a la justicia, a la tolerancia; pero nosotros, en vez de rechazarla rudamente, vamos a procurar modificarla, transformarla. El trabajo será lento, pesado, arduo, pero perseveraremos en él; no desmayaremos; tenemos fe en el estudio, en la reflexión, en el fervor con que se hagan las cosas. Y se abre en España un período espléndido de estudio, de meditación, de observación de la realidad circundante: de la Historia y del paisaje. La Historia comienza a ser revisada; el paisaje comienza a ser creado. Dos grandes nombres dominan en este período de la Historia de España: el de D. Francisco Giner y el de D. Joaquín Costa. Se ha llamado a Costa «el gran fracasado». ¿Quién conoce a D. Eusebio Bardají, a D. Francisco Heredia, a D. Bernardino Velasco, a D. Evaristo Pérez de Castro, a D. Antonio González, a D. Valentín Ferraz, a D. Modesto Cortázar, a D. Vicente Sancho? Pues todos estos señores fueron presidentes del Consejo desde el 18 de agosto de 1837, en que fue nombrado el primero, hasta el 16 de setiembre de 1840, en que dimitió el último. Ninguno de estos señores ha sido un fracasado; no se puede aspirar a más en un país monárquico que a ocupar la Presidencia del Consejo. D. Joaquín Costa no fue ni presidente del Consejo, ni ministro, ni embajador, ni senador vitalicio, ni, aunque fue elegido diputado, quiso tomar posesión del cargo. Su fracaso es evidente; pero ¡qué enorme eficiencia la suya en la vida nacional! ¡Qué fecundidad en la marcha y desenvolvimiento de la sociedad española! A Giner y a Costa se debe modernamente todo el Progreso espiritual de España. Y la generación llamada de 1898 está marcada con el signo de Costa y de Giner. La generación de que hablaba Castelar no era revolucionaria, según el orador; era una generación de estudio, de observación de la realidad nacional; el hecho capital de esa generación es la fundación de la Institución Libre de Enseñanza, matriz de otros centros culturales que han sido fundados más tarde. La generación de 1898 continúa acercándose a la realidad española; estudia la Historia y observa el paisaje; es una generación, no de acción, sino de estudio. Trata, no de accionar, sino de comprender. Y después, pasada la conmoción de la gran guerra, entra en liza una nueva generación. Y como todo es ritmo en el universo, esa generación ya no es de compenetración con la realidad -que estaba ya precedentemente estudiada-, sino de acción. «Revolución y pasado se excluyen», decía Pi y Margall. Nos limitamos ahora a la pura estética; no salimos del campo de la literatura. La nueva generación de escritores, de acuerdo con esas palabras, hace tabla rasa de lo pasado y se encara con lo porvenir. El mundo es de la juventud; si los viejos desean tener todavía alguna eficacia, al paso marcado por la juventud han de acomodarse. Y será inútil todo lo que se haga por evitar esta nueva fase de la Historia, que tiene toda la inflexibilidad de una ley física.

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Caballero y caballero a lo divino en Doña Blanca de Navarra

Russell P. Sebold

University of Pennsylvania

     Plutarco tiene Vidas paralelas de numerosas parejas de hombres; Francisco Navarro Villoslada (1818-1895) hace vidas paralelas de un solo hombre en su admirable novela Doña Blanca de Navarra (1847): una vida de caballero, otra de caballero a lo divino; una historia de iluminación amorosa, otra de iluminación religiosa; que envuelven sendas evoluciones psicológicas, una en contexto humano, otra en contexto espiritual. Una de estas evoluciones se realiza en la primera parte de la novela, la otra en la segunda parte; por lo cual importa saber algo de la configuración de las dos partes y de la ilación existente entre ellas. Dejemos que el mismo autor nos explique esto.

     En el Prólogo a la cuarta edición (1849) de Doña Blanca, el autor distingue así entre las dos partes, designándolas con sus respectivos títulos: «La princesa de Viana y Quince días de reinado son en verdad dos novelas distintas; pero entrambas se concibieron al mismo tiempo; y si el interés queda cuasi del todo satisfecho en la primera, el pensamiento moral no se desarrolla ni se completa hasta la segunda»(337). Sí y no, habría que contestar al aserto de que sean novelas distintas. La primera, que originalmente se publicó en El Siglo Pintoresco, sin ninguna intención de la parte del autor de proseguirla, puede considerarse como una obra independiente en sí, aunque no muy profunda. La segunda no resistiría a la lectura independiente, no por ser inferior, sino por depender de la primera.

     En la primera parte, predomina la acción, o sea el «interés», según dice Navarro Villoslada. (Con esta voz se solía aludir al efecto que la complicación del argumento o el conflicto entre los personajes le producía al espectador o lector. Se hablaba, por ejemplo, del «interés dramático».) Mas esto no excluye la psicología del todo. En efecto: Villoslada reconoce que el desenvolvimiento de lo «moral» ha empezado en la primera parte al observar que no se completa hasta la segunda. Entre las acepciones de moral, figuran las de «didáctico», «psicológico» y «religioso», y las tres pueden aplicarse a Quince días de reinado, muy en particular al protagonista Jimeno. Prevalece lo moral y espiritual en la segunda parte. Mas esto no excluye [182] en absoluto el interés argumental, según indica el novelista al observar que en la primera parte tal interés «queda cuasi del todo satisfecho», quiere decirse, no totalmente satisfecho.

     Ello es que los elementos de las dos partes engranan entre sí en la forma más ingeniosa, revelando una trabazón poco común en la novela larga, compuesta de diversas partes. Veamos los reflejos que se dan en cada parte de la otra. Esto nos servirá a la vez como anticipo del análisis que vamos a realizar sobre el carácter del héroe, Jimeno. Hemos dicho que en Quince días de reinado Jimeno sufre una iluminación religiosa. Pues bien, ya en La princesa de Viana, se le compara con una figura bíblica: «El Goliat de la montaña quedó vencido por el David de la ribera»(338), siendo el primero un capitán de bandidos a quien Jimeno vence y reemplaza. Parece significativo asimismo el título del capítulo III de la primera parte: «De cómo Jimeno imitó a David» (pág. 23). Concretamente, esto representa un anticipo del episodio de la segunda parte en el que Jimeno le besa la mano a un agote y le regala su gabán de pieles (págs. 170-171). Desde Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, la historia del Rodrigo joven se venía interpretando como una versión española de la de David, y ya en esa obra el Cid-David hace objeto a un leproso de las mismas dos atenciones, como demostración de humildad religiosa. David es una prefiguración de Jesucristo, quien come con Simón el Leproso (San Mateo, XXVI, 6; San Marcos, XIV, 3), y tanto en Navarro Villoslada como en Guillén de Castro los indicados pormenores presagian iluminaciones espirituales del personaje central(339).

     Hacia el final de la primera parte, el gran amor de Jimeno, la princesa heredera doña Blanca, vive todavía, pero está en manos de sus enemigos, y con este motivo el protagonista le confía reflexivo a su vieja amiga y antigua novia Inés: «Acabo de perder la mujer que adoraba, el amigo en quien creía; pero si encuentro en ti una hermana y en Raquel una madre, ya no será tan horrible el vacío de mi corazón. En esto sólo se cifran mis deseos; aquí mueren ya mis esperanzas» (pág. 124)(340). Tal vacío del corazón es un preludio, aun antes de la muerte de Blanca, de la enorme crisis o vacío vital absoluto que Jimeno va a sufrir a lo largo de toda la segunda parte y que veremos ilustrado por numerosos pasajes que habrán de citarse posteriormente.

     No menos claras resultan las remembranzas unificativas de la primera parte en la segunda. Al recibir por equivocación cierto mensaje, Jimeno recuerda con nostalgia haber sido en otro tiempo caballero enamorado, que servía a su dama, como en los libros de caballerías, pues vivía Blanca y la rescataba entonces de peligros: «Vuela a salvar a tu amada. Traición, incendio en su palacio. ¡Ay de ella si llegas tarde. -Para mí no es esto!... ¡para mí no hay amadas que salvar! La mía nada tiene que temer!...-. Y diciendo estas palabras sacó también su mano [...] para enjugar una lágrima» (pág. 196)(341). [183]

     En la segunda parte, se comparan las hazañas del desilusionado Jimeno con las de Hércules y el Cid: «El hombre en quien se acumulaban tantas hazañas y prodigios [...] recogía todas las coronas esparcidas aquel día, como Hércules recogió todas las proezas de los primitivos tiempos de la Grecia; como el Cid todas las glorias del siglo XI en Castilla» (pág. 245), lo cual recuerda otra comparación en la primera parte, la cual se refiere a esos estimulantes momentos cuando nuestro héroe no había perdido aún sus ilusiones: «[Era] Jimeno como los héroes de Homero y como todos los guerreros que más próximos están a la naturaleza [y] no comprenden esos combates sin odio, esas luchas acompasadas y frías en que ahora se ven envueltos millares de hombres» (pág. 45). Y por el ya citado eco de este pasaje que hay en la segunda parte -paráfrasis culta seguramente de la fama de que gozaba nuestro héroe con el pueblo- se descubre que es famosa ya, mítica, la valentía de Jimeno, «porque la imaginación popular -comenta el autor- es la que [...] crea los mitos» (pág. 245).

     El más original, empero, de estos engranajes entre las dos partes es el hecho de que se reencarna la Blanca muerta en Catalina de Beaumont y el Jimeno joven y esperanzado en Felipe de Navarra. Así tenemos siempre delante, en la segunda parte, el vivo recuerdo de lo que fue. Jimeno ve como en espectáculo de linterna mágica la imagen de sus perdidos amores; y ver estas sombras de Blanca viva y joven y de sí mismo joven y lleno de ilusiones le espolea para que se dedique con ahínco a su misión de venganza contra doña Leonor, la reina usurpadora de Navarra y asesina de su media hermana Blanca. Tales enlaces entre las partes primera y segunda son por lo visto el resultado de las correcciones leves que Villoslada pensaba hacer en la segunda edición, pero que acabaron por ser considerables. «A las primeras páginas [el autor] conoció que tenía que corregir, no sólo el estilo, sino el plan de la novela; y muy desde el principio introdujo en ella nuevos personajes, formó nuevos capítulos, desechó muchos de los antiguos, y sobre el mismo fondo histórico de la obra formó otra nueva, que es la que hoy presenta con el título de Doña Blanca de Navarra»(342).



De nuevo cristiano a caballero

     Jimeno, que usaba antes el nombre judío Simón, es en realidad el príncipe bastardo Alfonso de Nápoles, mas él no lo sabe. Cree ser de categoría social muy humilde, huérfano y nuevo cristiano, bautizado con el nombre Jimeno; y así su primera nobleza le viene de otro modo que por el nacimiento. Se encarna en él un logos, un nuevo ideal de vida, por su contacto con la heredera del trono de Navarra, doña Blanca, quien por evitar caer en manos de sus enemigos anda disfrazada como campesina con el nombre Jimena(343). Jimeno, como Usdróbal en Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar (1834), de Espronceda, se ennoblece y se arma caballero por el amor. Y como la mayoría de los personajes auténticamente novelísticos, su nueva inspiración vital le complica en tal forma la existencia, que lleva a la destrucción de todo cuanto él ama y venera. Cuando Jimeno enamorado habla de Jimena-Blanca, sus palabras parecen eco de las de Usdróbal. [184]

     En el umbral del capítulo II, el inspirado Jimeno jura: «-Es preciso salvarla, es preciso vivir para derramar por ella hasta mi última gota de sangre-. [...] y en su fisonomía, dulce y tímida anteriormente, aparecieron rasgos de valor, de audacia y de energía que dieron nueva expresión y nueva hermosura a su semblante» (pág. 14). En Sancho Saldaña, el ya mencionado personaje Usdróbal tampoco es noble, aunque lo parece, y así la judía, disfrazada de mora, Zoraida promete ayudarle en su intento de rescatar a la noble dama de sus pensamientos, doña Leonor de Íscar, de su cautiverio en el castillo del cruel Saldaña, «siempre que me deis vuestra palabra de caballero, pues sin duda lo sois, visto vuestro proceder generoso»(344). Se porta ya Jimeno «con una superioridad y una firmeza de que nadie le hubiera creído capaz» (pág. 15). La anciana judía Raquel, tía adoptiva de tan galante huérfano, apenas le reconocía ya: «La vieja le miraba con asombro, y apenas podía creer que tenía delante al humilde judío de antaño» (pág. 16). Cuando fue Jimeno a buscar a Blanca, «esta misma arrogancia debió servirle para que los centinelas, pajes y escuderos, por un movimiento instintivo, le abriesen de par en par las puertas del alcázar» (loc. cit.). Nótese el contraste entre los términos que he escrito en bastardilla en las dos últimas citas; pues ahí, en miniatura, tenemos toda la evolución que ha sufrido el carácter del ya ennoblecido Jimeno. Su misma presencia respiraba nobleza; única explicación posible del deseo de los centinelas de complacerle.

     Inés es quien arma caballero a Jimeno: «Si no sois caballero por la cuna -le dice-, lo sois por vuestras virtudes» (pág. 34). En Sancho Saldaña, Zoraida le dice a Usdróbal palabras muy semejantes, y es irónico quizá que en ninguna de las dos novelas sea la dama del esforzado joven quien le diga las palabras que confirman el logro de su aspiración. Pero esto posiblemente dote de valor más objetivo a la nueva distinción. Y así hay que dar cierta importancia a las siguientes palabras de la madrina del nuevo caballero: «he visto transparentarse en vuestra fisonomía, en vuestras acciones y palabras, un alma noble, un corazón magnánimo» (pág. 36). Una interrogación en boca de Jimeno es la primera autoconfirmación que tenemos de su conciencia de su nueva identidad moral y social. Alude a la vieja Raquel, su tía adoptiva: «¿Quién es esa anciana cuyo corazón le dice, como a mí el mío, que he nacido para grandes cosas?» (pág. 39). En fin, era menester tomar en serio los «nuevos sentimientos de orgullo y de ambición» que súbitamente se habían despertado en su pecho, y tampoco se debía olvidar que «aquel hombre tenía ya el corazón de hierro, inflexible, audaz» (pág. 40). Pues Jimeno acepta la opinión de su anciana tía adoptiva: «Raquel -dice- es un oráculo... yo he nacido para grandes cosas» (pág. 41).

     Ahora bien, la relación de Jimeno recién armado caballero con la dama de sus pensamientos se representa como una iluminación: «Yo te amo y te amé desde el primer instante que te vieron mis ojos -le confiesa a Blanca-. Este amor, como si fuese un rayo celestial, iluminó mi entendimiento, abrió a la fe los ojos de mi alma, y para identificarme contigo, quise que nuestras oraciones fuesen dirigidas a un mismo Dios» (pág. 57). Nótese la sutileza con que se explica aquí la vía que llevará a la iluminación religiosa, pero que empieza por la identificación anímica con una persona amada a nivel puramente humano. En este momento de la trayectoria novelística de Jimeno, iluminación representa una aproximación al amor humano (aunque sea a través de una fe compartida); después iluminación significará la resignación [185] a la voluntad divina. En los parlamentos de Blanca y Jimeno a lo largo de las próximas ochenta páginas se reconfirman conjuntamente la identificación-iluminación de sus almas y la nueva nobleza del nuevo caballero Jimeno. «¡La nobleza de tu alma -le dice la princesa navarra a su amante- suple con creces la que pueda faltarte por tu cuna!» (pág. 58). Gracias a la misma clase de nobleza nueva el personaje Raquel de la tragedia neoclásica de Vicente García de la Huerta pudo compensar su falta de «antigua y esclarecida prosapia»(345) y convertirse en auténtica heroína trágica. «No hay calidad sino el merecimiento -dice Raquel-: / la virtud solamente es la nobleza»(346). Jimeno, por su parte, dirige estas nobles expresiones a su ilustre dama y logos: «Me siento con ánimo y valor para defenderos contra el universo mundo» (pág. 105). Y algún tiempo después, cautiva, nostálgica y desesperada, Blanca rememora esa nobleza de ánimo de Jimeno: «¡Un mozo de condición humilde y de corazón elevado me amó [...]. Le amé también» (pág. 136).

     El lector medio que no es noble pero siente la poesía de la nobleza, simpatiza más con el aspirante a la nobleza que con el que nace noble; y desde este punto de vista, parece altamente significativo que los papeles que prueban el ilustre nacimiento de Jimeno como hijo natural de rey se quemen dos veces: fingidamente al final de la primera parte, y de hecho al final de la segunda. Tanta insistencia en esta pérdida queda claro que es de sentido irónico. Pues la nobleza que dan los papeles es una cosa pobre y pálida comparada con la que dan el amor y la aspiración; y teniendo esta última nobleza, Jimeno no necesitó de aquella otra para nada.



De caballero a caballero a lo divino

     En la época de la Contrarreforma, con el objeto de diseminar sanas doctrinas cristianas, se reescribieron a lo divino varias obras humanas que gozaban entonces de gran éxito entre los lectores españoles; y así salieron a luz la Glosa famosa sobre las Coplas de Jorge Manrique (1561), del protonotario Luis Pérez, Las obras de Boscán y Garcilaso trasladadas en materias cristianas y religiosas (1575), de Sebastián de Córdoba, y la Clara Diana a lo divino (1582), obra del cisterciense Bartolomé Ponce, donde se exorna la novela pastoril de Jorge de Montemayor con una buena dosis de doctrina católica. La ya mencionada obra de Guillén de Castro, del segundo decenio del siglo XVII, representa todavía la misma clase de revalorización de la literatura profana desde el punto de vista de la acerada fe contrarreformista.

     En Doña Blanca de Navarra sucede algo semejante. Al dotar a sus Leyendas fantásticas de mensajes cristianos, Zorrilla discrepa de modo rotundo de la visión del mundo habitual en la literatura fantástica internacional, que trae sus orígenes de la filosofía materialista de la Ilustración. Por las novelas de Galdós desfilan numerosos nuevos Cristos, santos y mártires, estudiados en el libro El simbolismo religioso en las novelas de Pérez Galdós (Gredos, 1962), de Gustavo Correa. Mas en ninguna de estas obras es cuestión ya de esa férrea y militante fe [186] ascética de los misioneros de la Contrarreforma que no perdonaban el más leve asomo de la duda; ni podía serlo ya, aun en las obras de literatos conservadores, como Villoslada y Zorrilla, porque se había atravesado una centuria de descreimiento ilustrado, y en la literatura lo mismo que en la sociedad del ochocientos las formas viejas habían cedido a miles de presiones, no pocas veces más fuertes cuando más sutiles. Las flagelaciones y los cilicios de los tétricos ascetas se aprovecharían ya como meros recursos literarios para el logro de efectos de ambientación y caracterización que escritores de distintos grados de ortodoxia buscarían en medio del entorno positivista decimonónico. Mas, antes de hablar de la escritura a lo divino en Doña Blanca de Navarra, nos queda alguna otra cuestión preliminar por despachar.

     Primero: ¿cuál es la relación entre los diferentes conceptos del héroe que se acusan en las dos partes de la novela y cómo se refleja la transición entre ellos en la estructura narrativa de la obra? Queda dicho que se hace más hincapié en la psicología en la segunda parte que en la primera, y la estructura del conjunto se adapta a ese nuevo interés. En realidad, en cuanto narración de acciones y episodios, la segunda parte no empieza hasta unas ciento treinta páginas después del comienzo de su texto; y en el momento de renovarse el movimiento narrativo, se encuentra el siguiente comentario del novelista: «Tiempo es ya de referir la historia de Inés y de Jimeno desde el punto mismo en que la dejamos suspendida en la primera parte de esta crónica. [...] El primer grito de Jimeno al ver volar el espíritu de Blanca a las regiones inmortales, fue de venganza [...], aquel sentimiento exclusivo que había de llenar por espacio de quince años el corazón de su amante» (pág. 280).

     Se ha retardado la marcha de la narración para dejar lugar a la caracterización del deplorable estado de ánimo en que se halla hundido Jimeno después de la muerte de Blanca. En el aludido intervalo de quince años, para distraerse de sus cuitas, Jimeno también ha hecho un profundo estudio de la teología, la filosofía y todas las artes y ciencias. En gran parte, en los primeros capítulos de la segunda parte, durante el indicado intermedio en la narración, se caracteriza a Jimeno «anónimamente» para que podamos apreciar la impresión que la trágica, triste y solitaria figura del noble campeón causa a quienes no le conocen y así le observan de modo objetivo. Luego se renueva la narración para que en el crisol de las nuevas complejidades de su vida, Jimeno revele las causas de cierto aire siniestro que proyecta. Pero, por de pronto, veamos el estado de ánimo en que le deja el finamiento de Blanca.

     Jimeno oscila entre una autopiedad frágil, egoísta e introspectiva, por un lado, y una misteriosa tendencia satánica, por otro. Con su autopiedad refleja la dolorosa sensación de aislamiento característica de todos los héroes románticos, pero con alguna variante personal. Héroe y víctima, se le podrían aplicar ciertas palabras que Navarro Villoslada escribe sobre el álter ego de Jimeno, don Felipe de Navarra (personaje que aparece principalmente en la segunda parte de la obra): «hacía no sólo el brillante papel de héroe, sino el más modesto, aunque más interesante, de víctima» (pág. 255). La autopiedad de la víctima romántica no es sencillamente efecto de su sufrimiento como tal víctima, sino que lo es al mismo tiempo de su goce en serlo, y se dan maravillosos ejemplos de esto en el nuevo Jimeno de la segunda parte, entre ellos esta triste remembranza de Blanca: «-¡Oh! ¡Si ella viviese! -exclamó éste súbitamente, cubriéndose los ojos con la mano para reconcentrar sus pensamientos, sus recuerdos o desvaríos, o para ocultar una lágrima que se deslizó por sus mejillas» (pág. 178). Son notables en este trozo dos rasgos de la psicología romántica. Reconcentrar los pensamientos tristes es cultivarlos deliberadamente, con el fin, claro está, de disfrutar más en ellos. Forma de [187] goce que los románticos españoles se dedicaron a buscar a partir de las melancólicas y dulces reflexiones del acuitado Tediato en las Noches lúgubres, de Cadalso. Tampoco iba Jimeno a derramar más de una sola lágrima, quiero decir, más de una sola lágrima visible, pues el pleno alcance de su dolor no podía apreciarse sino en lo íntimo de su alma(347).

     En otra página, la autopiedad del protagonista se combina con el tema de la soledad para lograr su máximo realce romántico. «-¡Ay! -exclamó Jimeno suspirando profundamente-, las heridas del cuerpo poco valen comparadas con las del corazón. [...] Estoy solo en el mundo; nadie me conoce; no tengo un amigo ni una mirada que se fije en mí para sondear el abismo de mi corazón» (pág. 273). Ese «abismo de mi corazón» es el característico vacío interior del romántico, el cual se junta con el vacío del cosmos («solo en el mundo») para dar origen al tormento del gran dolor romántico, o fastidio universal, según el término de Meléndez Valdés. No sorprende que tan profundo dolor sea observado por los otros personajes, y así el viejo compañero y escudero de Jimeno, Chafarote, llama la atención sobre lo que descuella en su amo: «Lo principal es su tristeza» (pág. 274). Es también lo principal su tristeza, porque insiste una y otra vez en el goce que le brinda: «Para satisfacer la irresistible propensión a la ternura y desahogar su pecho del llanto que le inundaba, [Jimeno] formó instintivamente intención de detenerse en los lugares que más vivamente pudieran recordarle sus malogrados amores» (pág. 281). Quiere decirse que elabora su dolor como si fuera un poema(348), y en realidad lo es; porque en el fondo de su alma es un poeta lírico cada escritor y personaje romántico.

     En la novela de Espronceda, Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar, el satánico protagonista observa que «el hombre más criminal es el que admira más la inocencia»(349); y lo más característico de la literatura romántica es quizá el hecho de que en ella se reúnen los extremos morales, por lo cual existe en muchos personajes románticos lo que llamo el satanismo del alma inocente o la inocencia del alma satánica. Ahora bien: Jimeno es un espléndido ejemplo de esta curiosa moralidad bifronte. Pues, en medio de su autopiedad, ante cierta situación difícil, se pregunta: «¿Qué sé yo si obedezco a la voz de Dios o a la del diablo?» (pág. 156). Y era muy lógico que se propusiera tal interrogante quien tenía «los ojos centelleantes y sombríos [...], dulces a un tiempo y rencorosos, anuncios de todas las venganzas, de todas las pasiones generosas, de todos los sacrificios, de todos los misterios» (pág. 157). El aparente carácter de quien tiene tales ojos se resume en un solo calificativo cuando Jimeno recibe un mensaje escrito, cuya llegada le disgusta: «No tenía firma el billete, pero no la necesitaba para el caballero, que estrujó el papel en sus manos con una expresión tan siniestra, que hubiera infundido miedo a quien atentamente le observara» (pág. 179; las cursivas son mías). [188]

     Tan sólo en la época romántica era posible describir al héroe de una novela en la forma siguiente -y recuérdese que Jimeno acabará siendo figura ejemplar cristiana-: «Hondas y penetrantes eran las miradas del caballero, y en su acento y sonrisa, sarcásticos unas veces, y graves y sinceros otras, había tal mezcla de burla sangrienta y de convicción profunda, y hasta supersticiosa, que difícilmente podemos decir a nuestros lectores qué frases correspondían a cada uno de los diversos papeles que al parecer representaba aquel personaje incomprensible y misterioso» (págs. 187-188). Son significativos también otros dos trozos para la caracterización de esta moralidad híbrida romántica. Dialogaba Jimeno en cierta ocasión con doña Leonor, la reina usurpadora de Navarra, cuando ésta «bajó los ojos al peso de sus remordimientos o de su vergüenza, y el caballero volvió el rostro, haciendo un gesto de horror y desprecio tan terrible quizá como los criminales secretos que estaba escuchando» (pág. 190). Y se completa así la singular reacción registrada en la cara del protagonista: «Alfonso [Jimeno] escuchó estas voces sin detenerse, y el que hubiera visto la satánica alegría que brillaba en sus ojos, se habría estremecido aún más que con las amenazas de la princesa» (pág. 191).

     ¿Cómo se explica la existencia en Jimeno de tan opuestos aspectos como la autopiedad y el satanismo? ¿Cuál es la relación entre ellos? ¿Y qué tienen que ver con la iluminación religiosa de Jimeno y su metamorfosis en caballero a lo divino? Pues bien: autopiedad y satanismo parecen ser la cara pública, respectivamente, 1) de una tendencia natural, innata de su alma hacia el bien, y 2) de una fuerte tentación hacia el mal, tentación en realidad ajena al carácter de Jimeno. Mejor dicho: la autopiedad y el satanismo son los síntomas exteriores de la violenta lucha interior de la virtud de Jimeno contra su egoísta voluntad de venganza. Sus propias fuerzas interiores no son capaces de llevarse la victoria en esta batalla psicológica. Ni todos sus estudios de teología y filosofía le sirven de nada en el fragor de ese conflicto. Para saber conducirse debidamente en la empresa del castigo de doña Leonor, Jimeno tendrá que guiarse por la divina Providencia, pero he aquí que durante mucho tiempo su vengativa ceguera le incapacita para entender el mensaje de la divina Providencia, que él -para colmo- interpreta mal. Jimeno habría sido vencido, si no hubiera sido objeto de una nueva iluminación. La iluminación del alma de Jimeno que empezó con su amor humano por la cristiana Blanca, la completará la fiel Inés llevándole a una iluminación completamente religiosa. Sigamos ahora paso a paso esta segunda iluminación del espíritu de Simón/ Jimeno/Alfonso.

     Se caracteriza Jimeno por una predisposición para la reflexión, sin la que no habría sido posible su nueva iluminación. Su inclinación a la meditación -base también de sus estudios- está mencionada ya en la primera parte de la novela. Hablando con Blanca, Jimeno recapacita sobre los cambios que dos años de amor por ella y de desventuras han producido en su espíritu: «Mozo entonces sin experiencia, privado hasta de la facultad de pensar, porque mi alma toda estaba ocupada en sentir, no podía imaginar lo que durante dos mortales años he reflexionado» (pág. 58). En el drama de la metamorfosis o conversión del caballero Jimeno en caballero a lo divino, también ha de desempeñar un papel indispensable otro personaje al que apenas hemos aludido hasta ahora, personaje incorpóreo, celeste, la Providencia.

     La Providencia parece presentarse con dos caras diferentes. La providencia, de p minúscula, por llamarla así, es la primera forma bajo la que se presenta a nuestros ojos. En un momento de mucho peligro, Jimeno exclama: «-¡Ahora, ahora es cuando te necesito, invisible poder que me proteges!» (pág. 173). Pero fue sorprendente la respuesta: «No vino una legión, sino tan sólo un hombre», y resulta ser su viejo servidor Chafarote, que ha abrazado [189] la vida de ermitaño. Cuatro páginas más abajo se halla este comentario: «Ya no podía dudarlo [Jimeno]: aquella providencia invisible y misteriosa que nunca le abandonaba no era una bella creación de su fantasía, ni ensueño, ni alucinación, ni delirio; acababa de verla personificada, primero en la penitente [Inés], después en el ermitaño Chafarote» (pág. 177). Unas cien páginas después, por vía de comparación el sustantivo que nos interesa aparece con mayúscula, aunque la influencia aludida es aún la humana: «Yo deseo conocer ese brazo -dice Jimeno-, que, semejante al de la Providencia, parece que llega a todas partes» (pág. 273). El autor insiste mucho en la aparente ubicuidad de la providencia de p minúscula: «dondequiera que estuviese [Jimeno], bajo cualquier disfraz que tomase, siempre un invisible protector le seguía constantemente como su sombra, y se manifestaba enterado de sus planes más ocultos, de sus íntimos pensamientos» (pág. 283). Confrontando este pasaje con otro de la página 288, donde está en escena Inés, se revela que es principalmente ésta la persona aludida cuando se trata de la providencia a nivel humano: «¿Qué había de hacer ella sino [...], empapada en el pensamiento y en los afectos de Jimeno, obrar en lo que pudieran tener de cristianos, como si fuera Jimeno mismo?»

     Veamos ahora cómo interviene la Providencia divina, de P mayúscula, en la acción de la novela. La reina usurpadora Leonor, normalmente indiferente, fría o cruel para con sus prójimos, se ha enamorado, no obstante, de su castigador Jimeno, y su obsesión amorosa parece efecto de una venganza divina: «la Providencia le deparó para su castigo un hombre que pudo al fin inspirarla una pasión» (pág. 183). Al herir de muerte en un torneo a don Gastón, hijo de la reina Leonor, Jimeno le dirige las siguientes increpaciones exclamatorias, refiriéndose a la vez a la Providencia con otro nombre: «-¡Yo soy Jimeno!, ¡yo soy el azote de vuestra familia...!, ¡yo soy el vengador de Blanca de Navarra...! He peleado sin conoceros... ¡Ah! tenéis razón: yo no os he dado la muerte, es la divina Justicia, que me ha escogido por instrumento de sus altísimos decretos» (pág. 285). La confianza de Jimeno en ser el implemento de la voluntad divina llega a convertirse en una forma de arrogancia que, según ya veremos, casi impide el castigo que Dios le reservaba a Leonor. Los sinsabores y amarguras de la mala conciencia de Leonor -aunque ella nunca manifiesta el más mínimo sentido de la culpabilidad-, junto con su no correspondida pasión por el príncipe bastardo Alfonso, Jimeno, se le van convirtiendo en enfermedad física a la par que moral. La reina busca algún alivio en la conversación de su adorado cortesano, y aunque no lo encuentra, «Jimeno comprendió lo que pasaba en el corazón de aquella mujer, que estaba recibiendo el castigo más atroz, y al mismo tiempo el más sencillo y natural, de manos de la divina Providencia» (pág. 360). Son pertinentes asimismo otros dos parlamentos que el príncipe Alfonso dirige a su enemiga. «Yo soy Jimeno, que, arrastrado por la fatalidad, o por la mano de la Providencia, maté sin saberlo, a vuestro hijo don Gastón en el torneo» (pág. 387). «¡Leonor! No es la mano del hombre la que os mata: herida estáis por el rayo de la Justicia divina» (pág. 399).

     El nudo del drama espiritual de Jimeno se ata cuando él, no sólo creyéndose capaz de penetrar intelectualmente los arcanos, los designios y las vías de la Providencia, llega a convencerse de que está señalado por la voluntad divina para ser agente e intérprete, más bien que mero siervo, de la Justicia de Dios. De tal equivocación casi resulta la usurpación criminal; y aquí veremos reaparecer el mismo léxico que en los pasajes en que está descrita la tendencia satánica del carácter de Jimeno. Por tal coincidencia léxica se verá ahora que esa «tendencia» era, en efecto, circunstancial; reacción psicológica que respondía a un errado plan de acción, más bien que a una faceta permanente del carácter del noble paladín. Hace un momento, me [190] refería a la mal fundada arrogancia de Jimeno-Alfonso, que casi convierte en usurpador al castigador de la usurpadora. Lo explica así Navarro Villoslada: Jimeno «formó el plan de venganza, no inspirado ciertamente por los desprecios de Leonor ni por la destrucción de los papeles que le acreditaban como príncipe, sino por el deseo, criminal y hasta sacrílego en el hombre, de usurpar las atribuciones de la divina Providencia [...]. Jimeno, dotado de grande entendimiento, pero obcecado por las pasiones, creía de buena fe que esto era lícito, que secundaba de este modo los decretos de Dios» (págs. 281-282). Tan mal concebida interpretación parecía corroborada por su ya mencionado vencimiento de Gastón de Fox: «Este suceso confirmó a Jimeno en su criminal propósito, pues le hizo entender que había adivinado, por decirlo así, el pensamiento de la divina Providencia; y pasó muchos años esperando continuamente en que Dios le llamaría para descargar su brazo sobre el principal autor de aquellos crímenes [Leonor]» (pág. 286). «Cuando el hombre tiene la presunción de enmendar los decretos del cielo -le advierte por fin Inés-, todo son yerros, contradicciones y desaciertos; pero cuando lo pone todo en manos de Dios, éste, con poca fatiga, le da su obra completa y terminada» (págs. 376-377).

     Villoslada destaca la gravedad de la presunción de Jimeno y su casi usurpación del papel de la Providencia recurriendo a una conocida fábula clásica. De igual modo que Jimeno se nos va a convertir en caballero a lo divino, su intento de arrogarse las funciones de la Providencia es también en cierto sentido una refundición a lo divino de la historia mitológica de Prometeo. El titán Prometeo subió al cielo y encendió su antorcha en el carro del sol para regalar el fuego al hombre, con lo cual hizo posibles las artes mecánicas. «-Nuevo Prometeo -increpa Inés a Jimeno-, has osado arrancar el rayo celestial de las manos de Dios [...]; desiste, pues, de tu venganza, déjasela a la Providencia, que en manos de la Providencia la venganza se purifica y se convierte en justicia» (pág. 375). Jimeno también ha querido robar cierta clase de fuego al cielo. Ha querido hacer encarnar en forma humana toda la luz o sabiduría divina. El hecho de que Jimeno haya hecho profundos estudios científicos y humanísticos también refuerza tal paralelo, pues queda dicho que a Prometeo se le considera padre de la civilización y las artes. Mas Júpiter, airado por el robo del fuego, creó a la primera mujer para castigar a los hombres, de nombre Pandora, quien abrió la célebre caja para que se escapasen y esparciesen por el mundo todos los males. Pues, también en la novela de Villoslada hay una Pandora o sinopsis femenina de todos los males, que por lo menos en su reino ha sido el castigo de los hombres: Leonor, a quien se describe como el mismo «genio del mal», con «negras alas» (pág. 378).

     Empieza el desenlace del drama espiritual de Jimeno cuando él llega a desconfiar de su interpretación de la Providencia y de su plan de acción. Antes se mostraba muy confiado en una cosa y otra: «-Yo que desconfié de la divina Providencia [...]! Cada vez tengo más fe en la misión que desempeño, Inés [...]. Tú sabes mi pensamiento [...]; la muerte de la implacable envenenadora está decretada» (pág. 319). «-Sí -le responde Inés en la misma página-, te ayudaré como siempre; pero [...] la vida de la reina está bajo el amparo de la divina Justicia; el día en que se arrepienta de sus crímenes, aquel día nos hemos vengado noblemente; el día en que viertas una sola gota de sangre, el día en que impidas el bien a que tenemos derecho los súbditos de la reina, aquel día te desamparo». A continuación, en el mismo lugar, se produce la primera cesión del antes vengativo Jimeno, que ahora se irá iluminando: «-¡Oh! Pues bien -murmuró Jimeno, después de un instante de terrible silencio-, no morirá Leonor, no morirá; pero te juro que ha de anhelar la muerte». Escribo estas últimas palabras [191] en bastardilla, porque en ellas se resume la indecible tortura que llevará a la muerte de Leonor, producida por el terror. El diálogo entre Jimeno e Inés reproducido en este párrafo llevará ya directamente a la iluminación y conversión de nuestro héroe en caballero a lo divino, pero no por ello dejará todavía de tirar coces contra el aguijón.

     Pienso en las reflexiones de Jimeno aprisionado y amenazado con la muerte por Leonor: «no podía comprender cómo la divina Providencia, que no consiente la impunidad de los crímenes, podía condenarle a la suerte que a Leonor estaba preparando, y se proponía luchar y reluchar con su destino, romper sus prisiones, salir... ¿y qué? [...] sus planes habían fracasado; era preciso inventar otros y ponerlos al punto en ejecución, aunque fuesen violentos y terribles. Para vencer a su enemigo, tenía que aniquilarlo» (págs. 343-344). Esto de «luchar y reluchar con su destino» es lo esencial en todo auténtico personaje novelístico. Los personajes épicos y dramáticos en el fondo han aceptado su destino desde antes de comenzar la acción de los poemas en que agonizan, pues carecen de la angustiosa autonomía de que están armadas las efigies novelísticas. (De esto último es un clarísimo ejemplo Mudarra, el protagonista del célebre poema narrativo del duque de Rivas, El moro expósito [1834]; pues, según el poeta, «Mudarra va tras su destino»(350).) Por muy autónomo que sea Jimeno, empero, la novela Doña Blanca de Navarra sería sin duda artísticamente superior si no sólo se castigara a Leonor, sino si a la vez muriera el protagonista como consecuencia de su persecución de la reina y su lucha con su destino.

     La iluminación de Jimeno se anuncia poco después de las últimas líneas de Doña Blanca que se han citado. Es más: de la siguiente exclamación de Jimeno parece desprenderse que él ha meditado en la ya reproducida advertencia de Inés: «¡Oh!, ¡cuán errados, cuán ciegos andan los hombres que abrigan el sacrílego intento de torcer o dirigir los altos designios de la divina Providencia!» (pág. 344). Pero todavía no quiere retroceder de su plan original, y la crisis aguda se presenta en esta forma: «El caso era ya desesperado; Jimeno comenzaba a dudar de la bondad de Dios [...]. Desechada esta tentación de la desconfianza en la divina Providencia, pasó el caballero racionalmente a la desconfianza de sí mismo. -¿Quién sabe si yo soy el llamado para cumplir esta misión? ¿Quién sabe si yo, lejos de favorecer, he entorpecido los designios del cielo? Entonces tornó al lecho y cayó de rodillas. Oró fervorosamente un rato, pidiendo a Dios que le iluminara en aquel terrible conflicto» (págs. 351-352; la cursiva es mía). Considerando los crímenes de la usurpadora y su castigo, al fin «Jimeno se sonrió, y en su interior reconocía y adoraba la mano de la divina Providencia que en el mismo delito impone la pena al delincuente» (pág. 361).

     Si bien el trozo de diálogo con Inés citado más arriba es imprescindible para la iluminación de Jimeno, no lo es menos el siguiente. Jimeno lo inaugura haciéndole a Inés una pregunta sobre la reina usurpadora Leonor:

           -¿Y hemos de perdonar a semejante fiera?      
-¿Tienes derecho de absolverla si Dios la condena?
-No, no.
-Pues entonces tampoco lo tienes para condenarla si Dios la absuelve (pág.374). [192]

     He aquí la última vacilación de Jimeno. Dos páginas más abajo quien habla no es ya simplemente el Jimeno iluminado, sino el Jimeno auténtico caballero a lo divino, pues renuncia a toda acción, ambición y venganza humana: «Inés, adoro la mano de la divina Providencia -dice- [...] no me es dado vengarme de Leonor, y al cielo remito este encargo doloroso [...] Mi misión en el mundo está cumplida» (pág. 376). Misión de siervo, siervo noble, pero sólo siervo en fin. Pues no es más Jimeno que la vara -vara pasiva- de Dios; y del mismo Dios, y no de su vara, depende el castigo. Lo comprende así la misma reina usurpadora con la claridad que presta el encuentro con la eternidad. Muere Leonor, no de ninguna de las rebuscadas ponzoñas de que entendía el Jimeno estudioso de la alquimia, sino de un cáncer moral interior. «Jimeno -prosiguió la reina incorporándose-, querías vengarte de mí, pero Dios te ha vengado mejor que tú pudieras desearlo. Quince años hace hoy que maté a mi hermana doña Blanca de Navarra, y Dios me mata en su mismo aniversario. [...] memoria dejará mi reinado, pero será de maldición. ¡Sólo, sólo Dios podía haberme castigado de tan ejemplar manera!» (pág. 400; la cursiva es mía).

     Los presentes ante el lecho de muerte de la reina Leonor, Jimeno, Inés, Catalina de Beaumont, la sirvienta Brianda y el padre Abarca, creen que tales palabras se han motivado por el arrepentimiento, y todos perdonan a la augusta transgresora. Pero ¿qué palabras profiere Leonor un momento más tarde, al abandonar este mundo? «-Todos, todos son mejores de lo que yo quisiera -dijo la enferma con la desesperación de un réprobo» (loc. cit.). ¿Arrepentimiento esto? De ninguna forma. Es vanidad; pues lo que Leonor en el fondo viene a decir es: Yo no parecería por contraste tan mala si vosotros no fueseis todos tan buenos; y esto claro que está muy lejos de decir: Lamento haber sido tan mala. Llegar tan desalmada fiera ante el tribunal eterno sin nada de remordimiento es desafiar a Dios como lo habían hecho Félix de Montemar y don Juan Tenorio. La insondable maldad de Leonor representa, sin embargo, desde otro punto de vista la mejor justificación posible de los largos años de dudosa lucha de Jimeno por lograr que la asesina de Blanca y azote de toda Navarra pagara sus crímenes.

     La expiración de Leonor se verifica, sin que ella derrame una sola lágrima, si podemos juzgar por una reflexión penitencial que le dirige Jimeno algunas páginas antes: «En este instante estáis sintiendo un peso, una opresión, una angustia inexplicable, y es que la mano de Dios os aprieta el corazón para ver si hace saltar una sola lágrima de arrepentimiento» (pág. 387). Pero, no, no había de caer nunca esa gota salada. Era incapaz tan malvada mujer de cualquier emoción que fuese más tierna que la ira o el terror. Por una curiosa simetría entre los extremos del mal y el bien, la desaparición de Jimeno se marca por la falta de la misma señal de emoción.

     Al final de la novela, Jimeno entrega a Inés y Catalina de Beaumont en manos de las monjas del convento de San Juan de Pie de Puerto, donde ellas prometen «pedir a Dios siempre por su ventura». En la respuesta de Jimeno alienta una honda ironía romántica:

           -¡Por mi ventura! -respondió el caballero con melancólica sonrisa- ¡Sí! ¡Pedidle sobre todo que no difiera mucho tiempo mi ventura!      
Y desapareció Jimeno profundamente triste, pero sin derramar una sola lágrima (pág. 401).

     El comentario más adecuado de tal momento se halla en otra de las mejores novelas románticas de la literatura mundial, El doncel de don Enrique el Doliente, de Mariano José de [193] Larra: «En las grandes situaciones de la vida no halla salida el llanto. La inmovilidad del mármol, el estupor de la postración, son los caracteres de las emociones sublimes. El silencio entonces es elocuente, porque no hay palabras en ninguna lengua ni sonidos en la Naturaleza que pinten el amor en su apogeo, que expliquen el dolor en toda su intensidad»(351).

     La falta de la famosa lágrima única de los románticos en Jimeno en tal día se explica asimismo por el hecho de que nuestro sufrido héroe está ya resignado a abrazar la eternidad. Antes yo lamentaba el hecho de que no se muriera Jimeno de resultas de su intento de vengarse de la muerte de su amada Blanca, lo cual acaso hubiera ensalzado el efecto trágico de la novela. Pero en los momentos más trágicos de la vida humana, siempre nos acompaña la prosa de nuestra pedestre existencia, y así la aparente inconsecuencia de la muerte de Jimeno entre bastidores -¿en qué momento del futuro del mundo novelístico?- responde a un esquema eterno, si pensamos en ciertas palabras de Vigny, que la Avellaneda aprovecha para caracterizar a la historia del noble esclavo Sab: «La historia de un corazón apasionado es siempre muy sencilla»(352).

     Doña Blanca de Navarra es una obra originalísima, y no solamente por las vidas paralelas de Jimeno que nos han ocupado en este trabajo. Como toda novela histórica romántica, Doña Blanca participa de los elementos del libro de caballerías, y al mismo tiempo la parodia de este género se incorpora a la obra. Por ejemplo, los títulos de los capítulos se han inspirado en los del Quijote. Mas Doña Blanca se escribe en el siglo del vapor, en los umbrales del mundo moderno, su autor es periodista profesional; y las referencias paródicas de Cervantes a crónicas, supuestas fuentes para la historia del Caballero de la Triste Figura, se convierten, en la novela de 1847, en un ingenioso juego de escrituras, reportajes, ya fidedignos, ya poco verídicos, y descripciones del acto de escribir. Trátase de uno de esos esquemas que vuelven locos a los adictos de lo que hoy pasa por teoría literaria. Pues la obra se escribe dentro de sí misma, y para colmo, en dos versiones diferentes, que incluso se cotejan. Son: 1) las Memorias de don Jimeno de Nápoles, hijo del rey don Alfonso el Magnánimo; y 2) la crónica compuesta por el fraile de Irache, o padre Abarca, quien es en realidad reportero, pues a lo largo de la novela va siguiendo a los demás personajes para entrevistarlos sobre los sucesos de última hora. Mencioné al padre Abarca, como uno de los personajes que se hallaban en la cámara de la reina Leonor a la hora de su muerte, y se explica tal presencia por el hecho de que el muy laborioso fraile tenía su historia ya acabada, menos la página que quería dedicar al trance mortal de esa maldita monarca. Lo cual se deduce de su respuesta a la pregunta de Jimeno por su motivo en detenerse allí tanto tiempo: «-¡Ah! -dijo el cronista como sorprendido-, iba a tomar apuntes acerca del día y hora en que ha expirado la reina doña Leonor, para completar mi crónica» (pág. 400).

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La imagen de España en The Criterion de T. S. Eliot

K. M. Sibbald

McGill University

     Entre los mismos colaboradores, críticos literarios o estudiosos de la vida cultural, no han faltado insignes voces que ensalzaran la calidad y duración de las grandes revistas europeas, publicadas en la primera mitad de nuestro siglo. Pedro Salinas, notable francófilo, subrayó la gran importancia de tales revistas «como focos de orientación del público»(353), y observaba que Le Mercure de France y La Nouvelle Revue Française, en Francia, y la Revista de Occidente, en España, cobraron muy pronto después de su aparición «creciente autoridad hasta volverse verdaderos cauces del gusto literario»(354). Años después, su fraternal amigo Jorge Guillén concordaba plenamente con esta observación evocando, con una especie de placer melancólico, el dictamen del ilustre crítico Henri Peyre que la Revista de Occidente formaba (con La Nouvelle Revue Française y The Criterion) «la suma trinidad de revistas europeas»(355).

     Si bien las predilecciones personales acortan o prolongan la lista, entre los candidatos de siempre se encuentran en primer plano The Criterion, Europaeische Revue, La Nouvelle Revue Française, Nuova Antologia y la Revista de Occidente(356); también gozan de prestigio otras como Neue Rundschau y Der Mercure, alemanas, la revista 900 e Il Convegno, italianas, Le Mercure de France o Les Nouvelles Littéraires, francesas, la Revue de Genève, suiza, e inclusive La Gaceta Literaria, española. Los lectores de hoy son más bien lectores arqueólogos y dichas revistas, que llevaban y traían, como dice Ernesto Giménez Caballero, noticias «[d]el último libro de París, la última revista inglesa, la nueva teoría alemana»(357), se han convertido en materia predilecta de los que intentan fijar los parámetros de una generación o de una época, pensadas como confluencia e influencia entre hombres de preocupaciones afines o de una determinada ideología o corriente de pensamiento. [196]

     Hasta ahora los muchos y valiosos estudios se han limitado a analizar y clasificar el contenido de tales revistas, considerándolas como fenómenos aislados(358). En consecuencia, lo que se hace resaltar es el contexto nacional y la importancia individual, aunque se mencione siempre, como lugar común, el fenómeno conocido como la «mente europea». Poco o nada se ha escrito sobre la manera en que un lector en Berlín (Madrid o París) se informaba sobre las novedades italianas (o inglesas); tampoco se han analizado los resultados de este proceso de información. El propósito del presente trabajo es ver la imagen de España, su literatura y su cultura, tal como se la presentaba al curioso lector inglés en las páginas de The Criterion, conforme a las premisas generales del supuesto ideal europeo de Eliot.

     Para comenzar, conviene notar ciertas semejanzas entre la revista inglesa y la publicación española Revista de Occidente, que contrarrestan parcialmente la caracterización típica de «afrancesamiento» eliotiano y la influencia alemana en Ortega. Una somera comparación de los objetivos de ambas revistas nos ofrece una muestra de similitud ejemplar e instructiva. Fundadas con un año de diferencia, por editores de «personalidad fuerte»(359) cuya influencia en sus respectivos «órganos de documentación» (t. IV, nº 1 [1927], pág. 2) es inequívoca, The Criterion y la Revista de Occidente lograron, hecho notable en cualquier época, durar y publicarse regularmente. The Criterion se publicó trimestralmente durante 17 años, desde octubre de 1922 hasta enero de 1939(360), y la Revista de Occidente salió mensualmente desde julio de 1923 hasta julio de 1936, o sea 157 números. Ya en febrero de 1910, en uno de los primeros números de su malograda revista Europa, Ortega había enunciado el objetivo que luego realizará en la Revista de Occidente: el de «la europeización de España»(361). Eliot también compartía esta «idea of a common culture of Western Europe» (t. IV, nº 2 [1926], pág. 222) y, en «an appeal to reason rather than an emotional summons to international brotherhood,» pregonaba «the necessity to harmonize the interests, and therefore to harmonize first the ideas, of the civilized countries of Western Europe» (t. VI, nº 1 [1927], pág. 98). The Criterion era el «órgano de documentación» adecuado y fundamental para satisfacer esta necesidad «to keep the intellectual blood of Europe circulating throughout the whole of Europe» (t. IX, nº 35 [1930], pág. 182). Según Eliot, el contenido de la revista tenía que ser heterogéneo pero con «an ordered and rational catholicity», sin intereses creados por «any social, political or theological prejudices» (t. IV, nº 1 [1926], pág. 4), y en cuyas páginas se encontrarían «the general ideas of art, literature and philosophy, as well as the social sciences» (t. VI, nº 2 [1927], pág. 99). En pocas palabras, The Criterion iba a defender su ideal de la cooperación intelectual europea, que Eliot define, con vehemencia aunque sin precisión, como «the European Idea»: [197]

           It is something created by the state of mind of men of letters, men of science, education and art. It is not, in any country, the vogue of a foreign dramatist or a foreign novelist, that counts; but the state of mind which is strongly conscious of a national and an imperial tradition, and at the same time of a European tradition; and which makes the intelligent Englishman, or Frenchman, or German, or citizen of any other country, aware of the vital problems of European civilization as a whole. The honnête homme will keep a due balance between these three points of view (t. VII, nº 1 [1928], pág. 3).      

     Ortega tardó sólo nueve meses en fundar la revista que iba a poner al lector español al corriente de todos los dominios de la cultura europea con «los temas más variados y curiosos: literatura, ideología, historia, biología, crítica bibliográfica, crónica de la vida extranjera»(362). Como era de esperarse, F. S. Flint señaló la nueva publicación en The Criterion como una coincidencia notable, «significant of the present direction or tendency of intelligence in the older European nations» (t. II,. nº 5 [1923], pág. 109), y recalcó las cinco ideas principales de los «Propósitos» con los cuales Ortega encabezó el primer número de su revista. Para comprender y dar a conocer la honda crisis de la posguerra «el individuo de nervios alerta»(363) -que corresponde al público idóneo de Eliot, compuesto de «the generally civilised, and intelligent, and more or less educated person» (t. VII, nº 4 [1928], pág. 293)- había de estar «de espaldas» a toda lucha política o social, a fin de que su «vital curiosidad» pudiera gozar de cualquier manifestación cultural. Según Ortega, sólo gracias a «un poco de claridad, otro poco de orden y suficiente jerarquía en la información» podría salvarse la cultura occidental del caos presente, razón por la cual solicitó la imprescindible colaboración de todos contra el «cosmopolitismo obrerista, bancario, de Hotel Ritz y de sleeping-car»(364). Resulta obvio que el «cosmopolitismo intelectual» de Ortega tenía mucho en común con el «ideal europeo» de Eliot. Ambos querían ver en sus revistas culturales la coincidencia entre lo mejor y lo clásico de la mente europea, tal como se manifestaban en la agrupación de las élites artísticas y pensantes, para fomentar la reflexión, la contemplación y la comprensión: tanto The Criterion como la Revista de Occidente se basaban en los conceptos eliotianos de «leisure, ripeness and thoroughness» (t. V, nº 2 [1927], pág. 187). Al principio, por lo menos, ambas revistas lograron hasta cierto punto informar, educar y promover a las mismas élites europeas, convirtiéndose en guías culturales y de lecturas, lugar de traducción y publicación, y vehículos de comunicación y de conocimiento mutuo. Dentro de esta muy mentada cooperación intelectual europea no cabe duda que, desde Londres, Eliot consideraba la lejana España como parte integrante de la civilización occidental, cuya tradición literaria y cultural él quería preservar a cualquier precio.

     Pasando al tema principal de este trabajo, hablemos ahora de la imagen de España en The Criterion, legítima y variable según los diferentes estadios de esta publicación. Son bien sabidas las etapas de la labor editorial de esta revista, que Eliot mismo indicó: una primera fase, que abarca los intentos iniciales de buscar colaboraciones y fundar la revista, que va desde 1922 hasta 1926; una segunda etapa, de 1926 a 1928, en la cual se experimenta con la publicación mensual; y la tercera y última, que empezó con la financiación de Faber y Gwyer, [198] en junio de 1928, y que terminó en 1939. Las fechas que da Eliot tienen mucho que ver con su historia personal (sus perennes problemas monetarios, las enfermedades de su mujer -y al principio ayudante anónima en la revista, que ella bautizó-, su conversión a la Iglesia Anglicana). Los críticos también están de acuerdo en señalar, a veces muy despiadadamente, la decadencia de The Criterion después de 1931. Los primeros años de la revista se caracterizaron por una cierta esperanza, «its buoyancy [...] animated by a sense of contemporary bearing, its presence at the center»(365), en los cuales la publicación se nutría de la nueva literatura compuesta de títulos como La tierra baldía, Ulises, La montaña mágica, En busca del tiempo perdido, Charmes y Cantos. Sin embargo, ya en 1931 este primer entusiasmo se desvanecía, dejando en su lugar una desesperanzada confusión acerca de la verdadera función de una revista literaria y mostrando la incapacidad del editor de mantenerse fiel al objetivo inicial de ser un órgano de las letras, al incluir cada vez más temas religiosos, filosóficos y políticos.

     Dentro de este proceso de desarrollo, inevitablemente la imagen de España que se presenta a los lectores ingleses cambia. En lugar de las tres etapas eliotianas, hemos preferido atenernos a las dos fases definidas por Agha Shahid Ali como «The European Criterion (1922-1926)» y «The Failed Criterion (1934-39)(366)». En la primera comentaremos la exitosa iniciativa de Eliot de transmitir la cultura hispánica, gracias al apoyo imprescindible de traductores como F. S. Flint y Charles K. Calhoun, y cronistas como J. B. Trend y Antonio Marichalar. En la segunda señalaremos brevemente la triste y negativa actitud de Eliot en 1937, al referirse a la Guerra Civil española, en la que se presiente el fracaso inevitable de su ideal europeo.

     Para Eliot, Europa era fundamentalmente Francia, e indudablemente La Nouvelle Revue Française fue una obvia inspiración de The Criterion; además, el poeta estadounidense era francófilo y conocía bien la literatura y cultura de ese país. Sin embargo, de los «diálogos» con su «Caro Ezra» acerca de la proyectada revista, «neat but no extravagance and not arty»(367), es claro que su interés personal por lo mejor de la vanguardia francesa (Picabia y Cocteau) no obnubilaba para nada su propósito de cooperación europea. Eliot le manifestaba fríamente a Pound su intención de «pescar» a autores que no fueran franceses para los primeros números porque «the French business is so usual [en Londres] that it doesn't raise a quiver»(368). Entre los «anzuelos» lanzados estaban sus cartas a André Gide (21-II-1922), Valéry Larbaud (12-III-1922), Herman Hesse (23-III-1922) y E. R. Curtius (21-VII-1922), entre otros, en las que no sólo pedía una colaboración sino también sugerencias de escritores europeos. Eliot hacía valer su reputación personal para solicitar estas colaboraciones y hacía hincapié al mismo tiempo en el carácter «beaucoup plus accueillante à la pensée étrangère»(369) de su nueva revista, que iba ser «of cosmopolitan tendencies and international standards»(370), con lo cual se facilitarían [199] otros contactos en otras lenguas y el canje eventual de revistas «as nearly as possible of similar aims, limitations, and sympathies as our own»(371).

     La respuesta fue positiva. En sólo el primer año aparecen las contribuciones originales de W. B. Yeats, Ezra Pound, Virginia Woolf, Paul Valéry, Herman Hesse, Luigi Pirandello, E. M. Forster, Stéphane Mallarmé, Ramón Gómez de la Serna y Feodor Dostoievsky; artículos de fondo de E. R. Curtius sobre Balzac y J. M. Robertson sobre Flaubert, de Antonio Marichalar y la nueva literatura española, y de Jacques Rivière sobre las teorías de Freud. Ya en el tercer número aparecieron las reseñas de revistas afines, que llegaron a abarcar publicaciones francesas, alemanas, italianas y españolas, y hasta holandesas, suizas, rusas y escandinavas. Además, y es interesante mencionarlo, este interés se extendió a América, incluyendo la revista argentina Sur, de Victoria Ocampo, y la mexicana Contemporáneos, junto con las prestigiosas revistas estadounidenses The Dial, Poetry y la Sewannee Review(372). En el octavo número aparece por primera vez la importante sección de reseñas, desde ese momento una permanente adición a la revista, mediante la cual Eliot lograba su propósito «to offer longer and more deliberate reviews than was possible in magazines of more frequent appearance»(373).

     Si bien es evidente que desde 1922, en carta dirigida a Valéry Larbaud, Eliot quería incluir a España en el ámbito de The Criterion, el problema mayor era la lengua: «I am not enough of a Spanish scholar to read [...] with ease»(374) y no conocía a ningún escritor español cuya obra debiera difundirse en Inglaterra (12-III-1922). La manera en que Eliot resolvió su dilema permite ver de cerca cómo funcionaba el «ideal europeo». De las conversaciones y cartas entre Eliot y Larbaud surgió el nombre de Ramón Gómez de la Serna y, una vez en posesión del manuscrito (¡único, según el autor!), Eliot no vaciló en recomendar a este muy buen escritor que tenía «the additional interest of being quite unknown in this country»(375) a Frank Stuart Flint para que lo tradujera. Flint cumplió con su encargo y la traducción resultó ser la primera de sólo dos contribuciones de autores españoles en The Criterion: «From 'The New Museum'», de Ramón Gómez de la Serna, apareció en el segundo número de 1923 (págs. 196-201), y no en el primero como Eliot había planeado; y mucho más tarde, un fragmento de las Soledades de Góngora, traducido por Edward Wilson (t. IX, nº 37 [1930], págs. 604-605). Señalemos aquí lo curioso y lo acertado de ambas selecciones que representan las preocupaciones literarias españolas y al mismo tiempo el interés de Eliot de juntar lo clásico con lo moderno. [200]

     Conviene notar, además, que el objetivo europeizante abarcaba otros medios. Flint, que era poeta imagista, del grupo de los «dinamiteros», con Wyndham Lewis y Ezra Pound, y asociados a las revistas vanguardistas Vortex y Blast, fue desde el principio poeta, traductor y reseñador de The Criterion. Como Alec Randall (que se ocupaba de las noticias literarias alemanas), Flint era asiduo comensal en los almuerzos semanales de la taberna londinense The Grove, a los cuales venían «not only some of the regular contributors to The Criterion, but also any sympathising critics or poets from abroad who might be visiting London»(376). Allí Flint conoció a John Brand Trend, que dictaba la cátedra de literatura española en la Universidad de Cambridge, y con quien se veían en las cenas oficiales de The Criterion en el Ristorante Commercio, del Soho. Estas reuniones tenían un propósito bien definido: «to introduce contributors to one another, to exchange ideas, and to build up some kind of 'phalanx' whose unity would be reflected in the pages of the magazine»(377). Esa unidad, por supuesto, era la visión de la tradición y la singularidad de la mente europea. En esta primera fase «europea» de The Criterion, la solidez de tal falange podía verse en la solidaridad de Flint y Trend con la ideología de Eliot y en su consecuente visión de España.

     Ambos traducían del español según las necesidades de la revista; asimismo, los dos compartieron las reseñas de las revistas españolas desde 1924 hasta 1928, dejándoselas Flint a Trend en 1926 para dedicarse plenamente a las francesas(378). Flint presenta la Revista de Occidente a los lectores ingleses como una publicación «simpática», «atractiva» e inteligente, del mismo molde que The Criterion (t. II, nº 6 [1924], pág. 109); Trend, por su parte, subraya la amplitud de su ámbito, para poner de relieve la necesidad de «a united European front in which all the great powers of our culture can share» (t. VII, nº 4 [1928], pág. 459). Gracias a sus extensas relaciones profesionales y académicas, Trend no sólo incluyó la Revista de Occidente, sino que además añadió comentarios sobre el tricentenario de Góngora, celebrado en otras revistas como Litoral, Carmen y Lola, y la reivindicación de El Greco en el Archivo Español de Arte y Arqueología, publicado por el Centro de Estudios Históricos de Madrid (t. VII, nº 4 [1928], pág. 463). El autor de estas reseñas presentaba así «the pick of the contemporaries» (y citó específicamente a Cernuda, Alberti, Guillén, Diego, Salinas, García Lorca y Bergamín) y comentaba la nueva sensibilidad y escritura en la literatura española (t. VII, nº 4 [1928], pág. 462). Dado que Trend reconocía que el lector inglés probablemente se interesaría más por «Spanish things, rather than Spanish views of the current intellectual problems of Europe» (t. VII, nº 4 [1928], pág. 460), nunca perdía la oportunidad de relacionar las literaturas y culturas española e inglesa, haciendo suya la convicción de su amigo Antonio Marichalar, asiduo colaborador de la Revista de Occidente y The Criterion, sobre la posible compenetración entre los lectores ingleses y españoles, porque «of all foreign minds, none [201] can appreciate the peculiarly English attitude more accutely that the mind which has its origin in Spain» (t. VII, nº 4 [1928], pág. 460). De ahí que Trend recalcara la misión de The Criterion (en una prosa con ecos eliotianos que parece una traducción de Ortega); al mismo tiempo insertaba sus típicas observaciones, en passant y para su atento público inglés, sobre los paralelismos entre España e Inglaterra: el mito de Don Juan, el artículo sobre Lytton Strachey de Marichalar, las reseñas de libros por Américo Castro y Miguel Asín Palacios en la Revista de Occidente y The Criterion, los detalles sobre la vida y obra del falsificador catalán Francisco Pallás y los trabajos del marfil exhibidos en el Museo Victoria y Albert (t. VII, nº 4 [1928], pág. 463). Pero tales comentarios, lanzados al parecer displicentemente, no eran tan inocentes: tanto Flint como Trend se valían de sus traducciones y reseñas para reforzar el discurso oficial del ideal europeo eliotiano, del cual ellos mismos estaban imbuidos(379).

     Las «crónicas» nacionales dedicadas a las literaturas española, italiana y alemana aparecieron como complemento de las reseñas de la revista, desde el primer año de The Criterion; y Flint y Trend (como después C. K. Calhoun) vieron como una continuación lógica de su trabajo la traducción de la «crónica» española, titulada según la época «Contemporary Spanish Literature» (1923), «Madrid Chronicle» (1926-1928) y «Spanish Chronicle» (1931-38), escrita por Antonio Marichalar, Marqués de Montesa(380). Como en el caso de las reseñas de las revistas, Flint y Trend empiezan juntos; Flint traduce posiblemente cuatro crónicas tempranas (1923-27), y Trend tres (1927, 1932-33). Calhoun fue responsable de la traducción de las cuatro crónicas restantes (1930, 1935-38).

     Capítulo aparte merece la doble labor de Antonio Marichalar en The Criterion y la Revista de Occidente. Aquí nos limitaremos a señalar las crónicas publicadas en The Criterion, que informaban a los lectores ingleses sobre la generación del 98 (t. I, nº 3 [1923], págs. 277-92); la pléyade nueva de poetas contemporáneos (t. IV, nº 2 [1926], págs. 357-62); los centenarios de Góngora (t. V, nº 1 [1927], págs. 94-99), Goya (t. VIII, nº 30 [1928], págs. 122-27), Lope de Vega (t. XIV, nº 56 [1935], págs. 457-70), Garcilaso y Bécquer (t. XVI, nº 62 [1936], págs. 90-102); los intelectuales de la Segunda República (t. XI, nº 43 [1932], págs. 296-303), entre los cuales merecían mención especial Marañón (t. VI, nº 4 [1927], pág. 348), Unamuno (t. X, nº 40 [1931], págs. 499-504) y Ortega y Gasset (t. XVII, nº 69 [1938], págs. 707-16); y un breve comentario sobre las traducciones al inglés y al español de Gabriel Miró y Virginia Woolf respectivamente (t. XII, nº 47 [1933], págs. 250-56). Todo esto debe verse tomando en cuenta que Marichalar escribía al mismo tiempo artículos sobre Joseph Conrad, Lytton Strachey, James Joyce y Hart Crane destinados al público letrado español de la Revista de Occidente. Mencionemos únicamente que, gracias a estas nutridas crónicas de Marichalar y el seguimiento de las contemporáneas y sucesivas observaciones de Flint y Trend, los lectores ingleses se mantenían bastante al corriente de la literatura y cultura españolas.

     Trend fue también el encargado de la crónica de música de The Criterion, que empezó en el sexto número, continuó hasta 1933 y apareció con cierta regularidad. Aunque sin conexión aparente con España, el catedrático de Cambridge combinó sus dos pasiones, la literatura [202] española y la música inglesa, en unas catorce «crónicas musicales». En ellas informaba directamente al público inglés sobre la música española: la influencia de los moros (t. II, nº 6 [1924], págs. 204-19), Manuel de Falla, Cervantes y el ballet (t. VII, nº 32 [1929], págs. 480-86). Más frecuentes, sin embargo, eran los comentarios al margen o las menciones al pasar que hacía sobre esta música: «the Spanish idiom» y el cante jondo (t. III, nº 12 [1925], pág. 569), Tomás de Victoria (t. IV, nº 2 [1926], pág. 345), Pedro García Morales (t. IV, nº 3 [1926], pág. 563) y Adolfo Salazar (t. VIII, nº 33 [1929], pág. 693), las comparaciones entre Falla y Bartok (t. IV, nº 1 [1926], pág. 156), Falla y Kodaly (t. VIII, nº 31 [1928], pág. 308), y Falla y Ralph Vaughan Williams (t. IX, nº 34 [1929], pág. 98), y una explicación de los orígenes literarios españoles de ciertas óperas de Verdi (t. X, nº 41 [1931], pág. 729).

     Howarth opina que hay dos tipos de artículos en The Criterion: los escritos originales de autores reconocidos como Hofmannsthal, Croce y Maritain, y la crítica secundaria que informa sobre tales escritos, pero que eran precisamente estas intervenciones «secundarias» las más «vitales»(381). Como dijimos al comienzo, la política editorial eliotiana de la primera época se proponía hacer llegar a los lectores ingleses suficiente información sobre otros países europeos. Gracias a la labor, individual y colectiva, de Trend, Flint y Marichalar, el público inglés podría apreciar la manifestación española de ese ideal europeo. Veamos dos ejemplos.

     En el comienzo de su ensayo sobre la literatura española contemporánea (t. I, nº 3 [1923], págs. 277-292) Marichalar concentró su atención en los autores de la Generación del 98, quienes, «faced by the disaster that swept our country owing to its artistic, social and political decay», hicieron sonar «a reactionary note that we still acknowledge with gratitude and sympathy» (t. I, nº 3 [1923], pág. 277). En esos escritores Marichalar vio la reafirmación de «the true value of national feeling» (t. I, nº 3 [1923], pág. 278), señalando «the intrinsic value of basic tradition and fostering it» (t. I, nº 3 [1923], pág. 278) (los subrayados son nuestros). Las palabras del crítico español se acercan curiosamente a la explicación eliotiana de 1919 sobre cómo el talento individual puede, y debe, crear la tradición colectiva. Al mismo tiempo, este ensayo brinda al lector inglés una base crítica para comprender la prosa difícil y vanguardista de Ramón Gómez de la Serna, publicada en el número anterior. Al explicar cómo Gómez de la Serna había militado en pro del nuevo arte y cómo se le puede comparar con Jules Renard o Rimbaud, Marichalar ofrece al lector inglés ciertos parámetros para hacer la lectura de esta prosa como una «traducción» de la pintura moderna -comparación retomada nuevamente por Flint al referirse al estudio contemporáneo que escribió Jean Cassou sobre el autor de Greguerías, publicado en La Nouvelle Revue Française (t. III, nº 9 [1924], pág. 158). Y Marichalar da la clave para interpretar mejor la prosa ramoniana, al decir que presenta «not only the thing in itself from a new angle but also its true reflection -altered, elevated, open to a state of being, unrevealed, but essential and permanent» (t. III, nº 9 [1924], pág. 288), palabras muy reminiscentes de las de Eliot sobre lo mejor de la tradición europea.

     Lógicamente, Ortega es el escritor español más citado en las páginas de The Criterion, y nuestro segundo ejemplo muestra la capacidad de Eliot de repetir su posición ideológica, insistiendo que, con editores como Ortega, no había nada que «poisoned our discourse [ni] limited freedom of communication»(382). Las referencias a Ortega abundan y se encuentran tanto [203] en la forma pasajera de una mención como en una reseña o estudio especialmente solicitado. Veánse los siguientes ejemplos: la entusiasta bienvenida a la Revista de Occidente de Flint (t. II, nº 5 [1923], págs. 109-10) y la loa de Trend por su defensa de «la Europa unida» (t. VII, nº 4 [1928], pág. 459); las reseñas de La rebelión de las masas (t. XII, nº 46 [1932], págs. 144-48) y El tema de nuestro tiempo (t. XI, nº 44 [1932], págs. 532-36); la crónica musical de Trend comparando músicos y filósofos donde interpreta La deshumanización del arte (t. VI, nº 2 [1926], págs. 342-49). Todas estas referencias constituyen la base para que Marichalar considere a Ortega, en plena Guerra Civil, como «el defensor de la civilización europea» (t. XVII, nº 69 [1938], pág. 713). En años difíciles, tanto para Ortega como para Eliot, no deja de llamar la atención la extemporánea imagen orteguiana de Europa como un enjambre de muchas abejas pero un solo vuelo, que cita Marichalar: para el lector inglés, otro indicio más de que Eliot y Ortega trataban de emular la continuidad de «ces longues chaînes de raisons historiques» de Descartes (t. XVII, nº 69 [1938], pág. 713).

     No obstante lo anterior, el recordar en 1938 el gran ideal iniciador de la Europa unida era caer en la nostalgia por un pasado desaparecido. En cierta medida, esta última crónica de Marichalar representaba un canto de cisne: la Revista de Occidente había dejado de publicarse y The Criterion estaba a punto de terminarse. Las reseñas de C. K. Calhoun, publicadas desde octubre de 1930, nos dan una mejor idea del fracaso del ideal europeo. Calhoun no vaciló en llamar la Revista de Occidente de los años 30 «irregular» y «sometimes disappointing» (t. X, nº 38 [1930], pág. 202), o en indicar que «nothing of outstanding merit [vendría de] relying on German treatises» (t. XI, nº 45 [1932], pág. 578) al sancionar duramente lo «ampuloso» y «rimbombante» (t. XII, nº 49 [1933], pág. 720) de la traducción castellana de los múltiples artículos escritos originalmente en alemán, que Ortega había decidido incluir y por lo cual fue duramente criticado (t. XIII, nº 53 [1934], pág. 712)(383). En efecto, hay mucho en común entre lo que dice Calhoun de la «invasión» (t. XV, nº 61 [1936], pág. 773) de la Revista de Occidente y que daba como resultado un «native talent often gaining the precarious footing of grass between heavy slabs of granolithic paving» (t. XIII, nº 53 [1934], pág. 712), y las críticas despiadadas de The Criterion por F. R. Leavis y Denys Thompson como una revista «solemne» y no «seria», fuera del control de su editor, y que interesaba sólo a una minoría reducida de lectores(384). Dejada de lado la literatura, los intereses de Eliot después de 1930 se centraban más y más en «la teología, la política, la economía y la educación»(385); de ahí que se haya sugerido que los últimos años de The Criterion fueron una muerte lenta y dolorosa(386).

     En lo que respecta a la imagen de España, tenemos que señalar como típica de estos años la posición de Eliot frente a la Guerra Civil, caracterizada por una actitud fría y neutral, «facile [204] in the assumption of a perspective far beyond the fray»(387). En 1937 la Guerra Civil española dividía a todo el mundo; la mayoría de los intelectuales ingleses (y colaboradores en The Criterion -Auden, Spender, Ford, Middleton Murry, entre otros) apoyaban al Frente Popular; algunos mostraban simpatía por los Nacionales (también nombres conocidos en las paginas de The Criterion, como Roy Campbell y Jacques Maritain), y unos pocos como Pound, Wells y Eliot se mantenían neutrales. Si la neutralidad en sí no era reprensible, la actitud hipócrita de Eliot era condenable:

           Now an ideally unprejudiced person, with an intimate knowledge of Spain, its history [...] might be in a position to come to the conclusion that he should, in the longest view that could be seen, support one side rather than the other. But so long as we are not compelled in our own interest to take sides, I do not see why we should do so on insufficient knowledge (t. XVI, nº 63 [1937], págs. 289-90; el subrayado es nuestro).      

     Después de haber recomendado tanto los méritos del estudio de la filosofía política parece que Eliot se retira vencido al primer contacto con una verdadera situación política:

           [T]hose who have at heart the interests of Christianity in the long run -which is not quite the same thing as a nominal respect paid to an ecclesiastical hierarchy with a freedom circumscribed by the interests of a secular State- have especial reason for suspending judgement (t. XVI, nº 63 [1937], págs. 289-90; el subrayado es nuestro).      

     Esta contención del juicio resultaba bastante negativa: Eliot proclamaba la superioridad moral, pero en la práctica ésta se convertía en indiferencia:

           That balance of mind which a few highly civilised individuals, such as Atjuna, the hero of the Bhagavad-Gita, can maintain in action, is difficult for most of us even as observers, and as I say, is not encouraged by the greater part of the Press (t. XVI, nº 63 [1937], pág. 290).      

     En ese momento el fracaso de Eliot, como defensor del ideal europeo y como editor del órgano dedicado a difundir dicho ideal, era ya obvio. Aun en las mismas páginas de The Criterion se dan ejemplos de responsabilidad moral: Edwin Muir condenó la muerte del mejor poeta español contemporáneo, Federico García Lorca, como «an act of stupid hatred» (t. XVII, nº 66 [1937], pág. 154), y el probo esfuerzo de Jacques Maritain por utilizar la filosofía cristiana para entender una situación tan complicada como la de España -muy sinceramente comentados en una larga reseña de Aux origines d'une tragédie de Alfred Mendizabal por J. Middleton Murry (t. XVII, nº 69 [1938], págs. 718-21)- ponen aún más de relieve, y por contraste, la pereza moral de la neutralidad eliotiana(388).

     Todo esto termina siendo un triste postscriptum a la positiva imagen de España que había dado la revista en los años anteriores.

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Azorín y el canon

Ignacio Soldevila Durante

Université Laval

     Con motivo de la publicación en castellano de la obra de Harold Bloom The Western Canon, han aparecido numerosos comentarios en las revistas literarias y en los correspondientes suplementos de los grandes diarios. En la revista Lateral incluso se ha solicitado a unos cuantos escritores no sólo que opinen sobre la utilidad o necesidad de un canon, sino que propongan su propia lista canónica de autores y obras españolas, pero limitándola a diez(389). En alguno de los textos publicados a raíz de esa coyuntura se llegó a decir imprudentemente que a ningún escritor español se le debía un intento de establecer un canon semejante. Olvidaban, sin duda, aquellos tomos que circulaban con los cien o los mil mejores poemas de la lengua castellana, y las numerosas antologías que atormentaron nuestros años de bachillerato y que, ciertamente, implicaban una decisión canónica con intenciones absolutamente didácticas e impositivas, no menos ciertas que las que presidían la selección de los autores estudiados y de los preteridos u olvidados en los manuales de historia de la literatura nacional o universal que nos obligaban a aprender, ejercitándonos más en la práctica de la memoria que en la del gusto estético, pero dejando inevitablemente huellas en la orientación futura de nuestras lecturas.

     No obstante, tal vez he cometido yo mismo una imprudencia al considerar escritores a los antólogos y manualistas, y el referido comentarista de cuyo nombre no puedo acordarme estaba pensando únicamente en escritores que pudieran ser objeto, ellos mismos, de una posible inclusión en la literatura «canónica». El azar, sin embargo, ha querido que en esos días estuviera yo despojando revistas culturales de los años 36-46, y que viniera a encontrar en una de ellas un curioso artículo de Azorín titulado «Leer y Leer»(390). El escritor se manifiesta allí como forzado a dar una lista canónica de cien libros y, dubitativamente, se plantea la posibilidad [206] de hacerlo, así como los criterios por los que tal selección habría de ser llevada a cabo, y las consecuencias que pudiera tener ese gesto para él y para la sociedad literaria.

     Hace año y medio escaso que el maestro ha regresado del exilio parisiense, y en el Madrid de la posguerra, en una España culturalmente aislada y empobrecida, Azorín escribe con la pulcra serenidad de siempre. En este tema también hubiera podido empezar, como fray Luis, con un «como decíamos ayer». Porque es de 1935 otro breve texto suyo, titulado «El arte de leer», en el que ya se dicen muchas de las cosas que aquí va a repetir, unas veces amplificándolas, otras resumiéndolas, pero sin que su visión haya cambiado, al parecer, un ápice. El concepto mismo de la selección canónica estaba ya en el «pequeño filósofo», cuando en 1903 recogía, haciéndolo suyo, el precepto de Balmes sobre la lectura: Non multa sed multum, que él traduce: «Se ha de leer mucho, pero no muchos libros». Y así mismo se planteaba entonces la opción entre el leer, el vivir y el filosofar, opción que en los textos de 1935 y de 1941 aflora de nuevo, aunque reducida a la alternativa entre la naturaleza y el arte, entre la realidad y la literatura. En ambos textos considera la cuestión de las lecturas infantiles por dos motivos: el de la pertinencia de una literatura especialmente concebida para ellos, que en las dos ocasiones rechaza de plano, y el de la función de la literatura de ficción en la formación de su personalidad. Y por dos veces insistirá en que la imaginación es «la prenda más exquisita con la que cuentan los humanos [...] Las lecturas novelescas son las que incrementan la imaginación. En un niño inteligente, pronto de lo novelesco literario se pasará a lo novelesco real, científico. El mundo es una pura novela» (1935). «La imaginación es la levadura del arte, y sin la imaginación no habría ciencia [...]. Los niños no necesitan libros especiales. Sirven a los niños los libros buenos de los adultos. ¡Cuánta y cuánta futilidad en esas producciones destinadas a la infancia!» (1941). Pero algo ha cambiado entre la perspectiva del joven Martínez Ruiz y la del viejo Azorín. Aquél aún no se había planteado el más espinoso de los problemas, que es la selección misma, entre los miles disponibles, de los libros que hay que leer repetidamente. Es el mismo problema que en 1995, en torno al libro de Bloom, se ha vuelto a plantear: ¿de quién ha de fiarse el joven a la hora de elegir lo que tiene que leer, entre el inabarcable amontonamiento de la biblioteca de Babel? La respuesta del viejo Azorín es la de la experiencia, que sólo los años le podían procurar:

           La lectura no es lo mismo a los veinte años que a los sesenta. El joven lo lee todo. El anciano no lee sino lo que debe. El joven lo lee todo y de todo aprovecha un poco. El anciano lee poco y de lo poco lo aprovecha todo. Con la edad las lecturas se van reduciendo. Decía un filósofo que lo grave es saber no lo que se ha de leer, sino lo que no ha de ser leído. El viejo sabe -cuando es docto- lo que no ha de leerse. Reduce sus lecturas a lo selecto del mundo (1935).      

     A pesar de estas convicciones, Azorín no procede en 1941 a proponer su lista canónica sin más preámbulos precautorios. Se manifiesta convencido de que esa entrega equivale a una confesión pública de sus preferencias estéticas, y teme las complicaciones enojosas que su sinceridad pueda crearle. En su juventud ha arrostrado los peligros impávido. Pero ahora, «cuando la edad es mucha y la vida decae» hay que tener «la cautela de recatar los sentimientos [...] En el viejo una emoción, una profunda emoción, puede ser mortal». Y se interroga:

           ¿Diré o no diré la verdad? ¿Saldré, con mi elección de libros, en busca del improperio, de la sonrisa sarcástica, del desdén, el desdén del hombre que se juzga «preparado», que es el peor de los desdenes? En ciertos libros convergirá el asenso general. No habrá conflicto por ellos [207] motivado. Pero ¿y en los otros? ¿Los otros que son precisamente los que acusan la idiosincrasia del selector?(391)      

     Azorín ya se ha prevenido, de entrada, dudando entre la imposibilidad de la tarea o la difícil posibilidad. Pero después de citar la media docena larga de nombres que supone serán acogidos con general asentimiento (Homero, Platón, Esquilo, Dante, Shakespeare, Goethe, Cervantes), recuerda la importancia fundamental que tienen los afectos y las circunstancias que rodean la lectura misma, que hacen inevitable no sólo la provisionalidad sino la relatividad de toda lista canónica. Recuerda, citando notables ejemplos, cómo en la historia de la literatura los gustos y preferencias han ido modificándose, imponiéndose lo que ayer se despreciaba, y despreciándose lo que ayer se imponía. Pero incluso en la propia vida de un lector, prosigue, éste no recibe siempre de la misma manera a los mismos textos y autores, y sus propios estados de ánimo y de salud harán que lo que ayer dejó de lado para detenerse gustosamente en un escogido, mañana será privilegiado sobre el preferido el día previo. Y, con más fundamento, añade que, de cualquier modo, no se lee en los mismos libros las mismas cosas en la mocedad que en la madurez o en la senectud.

     Tampoco estas precauciones le bastan a Azorín para entrar en materia, y se lanza a una nueva disquisición, contemplando la posibilidad, ya apuntada en el artículo de 1935, de someterse (no sé si como ejercicio previo de ascesis para la labor, o por puro afán de experimentación) a una cura de inmersión en un mundo sin libros, penetrando en la naturaleza e impregnándose de su contemplación. Y nos relata, como si realmente lo hubiese hecho, el traslado a una casa de campo en su región natal, donde no había libros a mano. Tras la demorada y contemplativa descripción de unos cuantos días de inmersión en aquel espacio pletórico de vida natural, se sorprende a sí mismo preguntándose la posibilidad del hallazgo de un libro, que finalmente se concreta en una alacena de la casa. Y acaba confesando el placer con que ha leído el libro que el azar le depara: uno de los tres tomos del David perseguido de D. Cristóbal Lozano. «Acaso nos da vergüenza confesar que, en nuestra abstinencia rigurosa de lecturas, hemos leído este libro [...] con la misma fruición con que en su día hemos leído a Goethe, a Shakespeare o a Cervantes»(392). Tras este ejemplo de la relatividad circunstanciada del placer de la lectura, se replantea Azorín retóricamente la obligación de dar «la lista grande», y su querer y a la vez no querer darla. Se confiesa empedernido lector y solitario (sin duda en aquellos años ambas cosas iban aún necesariamente hermanadas). Y abre un nuevo y largo paréntesis, del que ya hemos dado cuenta, sobre la importancia de la lectura en la formación de la personalidad, que le hace retrotraerse a su propia infancia en el colegio de los Escolapios, y al rol que en esos años tuvo la lectura. Recuerda esta vez Azorín, tras un retrato amable del sabio padre rector, lo que se leía en voz alta a las horas de comer en el refectorio: el Quijote y las novelas de Julio Verne. Si se compara esa actitud abierta frente a las obras de ficción, en un colegio provinciano a fines del XIX, con lo que hubimos de sufrir los colegiales de la posguerra en los años en que Azorín escribía esas líneas, es para que se tambalee, si la tuviéramos, la creencia en el progreso lineal de las civilizaciones. Pero también Azorín parece haber hermoseado, bajo los efectos de la distanciación, el ambiente permisivo que en el internado se respiraba. [208] Recuérdese aquel fragmento de Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), en el que, al quedar la sala de clase sin la vigilancia del fraile, todos los colegiales se dedican a alborotar, menos el protagonista, que aprovecha el breve interregno para satisfacer su afán de lectura en un librito que lleva en el bolsillo. El desenlace:

           Y de pronto, en este embebecimiento mío, siento que una mano cae sobre el libro brutalmente; entonces levanto la vista y veo que el bullicio ha cesado y que el maestro me ha arrebatado mi tesoro. No os diré mi angustia y mi tristeza, ni trataré de encareceros la honda huella que dejan en los espíritus infantiles, para toda la vida, estas transiciones súbitas y brutales del placer al dolor. Desde la fecha de este caso he andado mucho por el mundo, he leído infinitos libros, pero nunca, nunca se va de mi cerebro el ansia de esta lectura deliciosa y el amargor cruel de esta interrupción bárbara(393).      

     Aún se va a detener Azorín, antes de ofrecer su lista canónica, en una peregrina teorización sobre dos maneras posibles de leer que, frente a todas las relativizaciones que ha ido acumulando para protegerse de las críticas y disputas, considera algo «Fundamental, perdurable e inconmovible». Y pontifica:

           Se lee para sentir o se lee para saber. Se lee compenetrándose con la obra y el autor, o se lee para saber lo que dicen el autor y la obra. El libro es una continuación o complemento de la sensibilidad del lector, en un caso, y el libro es, en otro caso, un acervo de conocimientos para el lector. Leen los artistas o los sensibles y leen los eruditos o los intelectivos. La diferencia -mejor, antagonismo- es radical. Es el mismo antagonismo que asoma siempre, hágase lo que se haga, disimúlese como se quiera, entre el creador y el crítico. La Universidad y la calle -¿será esto muy crudo?- se muestran en tal materia irreductiblemente(394) contrarias. Y siempre habrá, aunque la civilidad lo encubra, un matiz de desdén en el hombre erudito hacia el hombre que sueña, y un desvío apenas rebozado del soñador para el universitario. Y así va el mundo y pasan y pasan años y pasan y pasan libros(395).      

     Hasta este punto, el lector puede dudar, aunque ya sospeche algo, una cierta actitud puramente descriptiva, sin que el narrador manifieste claramente su inclinación por una u otra de las maneras de leer. Pero la frase con la que concluye es insoslayablemente partidaria: «Lo que subsiste es el ensueño y lo que se desmorona es el concepto científico. Porque en el mundo lo que prevalece, lo fecundo, lo creador, es la sensibilidad y no la inteligencia»(396). Actitud asombrosa para quien ha ejercido la crítica con tanta inteligencia, con una inteligencia que ha puesto a su servicio una no menos notable sensibilidad y una evidente insatisfacción creacionista que le llevó a experimentar en las formas novelísticas hasta el final de su vida. O si se prefiere, tómese esta observación à rebours, y dígase que fue la sensibilidad la que puso a su servicio una notable inteligencia; el resultado será siempre el mismo: complementariedad de ambos, frente a la irreductibilidad que parece aquí proclamarse. Una actitud tanto más peregrina cuanto que en su tiempo hay toda una pléyade de escritores ensayistas y creadores de gran sensibilidad, desde Unamuno a Ortega y Pérez de Ayala o Gregorio Marañón, entre los cuales él no está fuera de lugar. [209]

     Sea como fuere, la simple lectura de la lista canónica con que Azorín termina su texto pone en entredicho esa afirmación acerca de lo que subsiste y prevalece. No deja de ser significativo el orden en que van apareciendo, si es cierto que, como afirma después de terminarla, «van todos revueltos, según la memoria los ha ido recordando»(397). Por ello empiezo por reproducir la lista, tal como aparece(398):

Lo primero, la Biblia. Después:

Homero, la Odisea Espronceda, El diablo mundo
Esquilo, Prometeo encadenado Larra, Artículos escogidos
Platón, Diálogos Andrés Chénier, Poesías
Sófocles, Edipo Tamayo, Un drama nuevo
Dante, Divina Comedia Bretón, Muérete y verás
Berceo, Milagros de Nuestra Señora Galdós, Miau
Juan Ruiz, Libro del buen amor Pereda, Peñas arriba
Santillana, Comedieta de Ponza Diderot, Santiago el fatalista
San Agustín, Soliloquios, traducidos por el padre Pedro de Ribadeneyra Rousseau, Cavilaciones de un paseante solitario
Montaigne, Ensayos Unamuno, San Manuel Bueno
Santo Tomás, Páginas escogidas Carlyle, Los héroes
Shakespeare, Hamlet Gracián, Oráculo manual
Cervantes, Quijote Racine, Berenice
Kempis, Imitación de Cristo Baudelaire, Las flores del mal
Maquiavelo, El príncipe Campoamor, Colón
Leonardo da Vinci, Escritos sobre la pintura Mistral, Mireya
Lope, El mejor alcalde el rey Castelar, Vida de Lord Byron
Calderón, La gran Cenobia Nietzsche, Así hablaba Zoroastro
Tirso de Molina, El vergonzoso en Palacio Poe, Historias extraordinarias
Santa Teresa, Libro de las fundaciones Dostoyesvski, Los Karamazov
Fray Luis de Granada, Libro de la oración y meditación Antonio Ulloa, Noticias americanas
Fray Luis de León, Poesías Houston-Stewart Chamberlain, Ricardo Wagner
Mariana, Fragmentos Manuel B. Cossío, El Greco
Garcilaso, Poesías Ibsen, Hedda Gabler
Isla, Cartas familiares Flaubert, Correspondencia
Moratín, Epistolario Quintana, Poesías
Jovellanos, Descripción del castillo de Bellver Molière, El Misántropo
Quevedo, El buscón Zorrilla, Don Juan Tenorio
Góngora, Poesías Moreto, El desdén con el desdén
Pascal, Pensamientos Alarcón, La verdad sospechosa
Leopardi, Pensamientos Fernando de Rojas, La Celestina
Kant, Crítica de la razón pura Rojas Zorrilla, García del Castañar
Goethe, Conversaciones con Eckermann Romancero
Lessing, Laocoonte Refranero castellano
Duque de Rivas, Don Álvaro Gregorovius, Las tumbas de los Papas
Manual de Historia Universal Manual de Historia de la Iglesia [210]
Geografía Universal Rafael Martín de Viciana, Alabanzas de las lenguas
Geografía de España Diccionario de la lengua española
Historia del Arte en España Erasmo, Diálogos
Don Juan Valera, Pepita Jiménez José Hernández, Martín Fierro
Herrera, Poesías Zorrilla San Martín, Tabaré
Menéndez y Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España Guido Spano, Poesías
Ovidio, Los tristes Pardo Bazán, De siglo a siglo
Virgilio, Eneida Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza
Tácito, Germanía, traducido de Mor de Fuentes y Clemencín Tolstoi, La guerra y la paz
Bernardo de Palissy, Arte de la tierra Bernard Shaw, Cándida
Manual de Oceanografía Pirandello, Lázaro
Manual de Astronomía Ford, Manual del viajero en España
Antología de prosistas y poetas españoles Antonio Machado, Poesías
Diccionario español-latino de D. Manuel de Valbuena Blasco Ibáñez, Entre naranjos
Juan de Valdés, Diálogo de la lengua Gabriel Miró, Años y leguas
Juan Luis Vives, Diálogos Juan de la Encina, Viaje a Tierra santa
Gogol, La capa
San Juan de la Cruz, Poesías
San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales

     Un somero examen genérico de esta lista de 107 revela unas preferencias en la afición -o cuando menos, en la memoria- de Azorín por la literatura en verso, tanto en sus formas líricas y narrativas (incluyendo la épica), como en su forma dramática, que abarcan un tercio del conjunto. Habría que considerar aquí que las aficiones de Azorín iban hacia lo que él mismo siempre se privó de hacer. En cambio, la selección de ficción en prosa que hace está reducida a trece obras, inferior también a la de filosofía y ensayo (quince obras, a las que se podrían añadir otras cuatro obras separadas en una sección de estudios y ensayos sobre las bellas artes). La narración no ficcional en prosa constituye un conjunto de doce obras, a las que se pueden añadir los libros de historia, de viajes y las biografías (once obras), y textos como El libro de las fundaciones de Santa Teresa.

     El examen detenido de esta lista canónica depara no pocas sorpresas, tanto por las presencias como por las clamorosas ausencias. A unas y otras se hubo de referir brevemente el propio autor en el postscriptum de la edición de 1954, y escrito en 1948:

           Al releer la lista quedo absorto: no sé lo que pensar. Quitaría unos nombres y pondría otros. ¿Dónde tendría yo la cabeza para olvidar, por ejemplo, La Estrella de Sevilla, de Lope? ¿Cómo he podido olvidarme de Estrella Talavera? No continúo: sería el cuento de nunca acabar»(399).      

     Evidentemente. A seis años vista, sorprendente fuera que el único criterio por el que Azorín pretende regirse -su sensibilidad- no manifestase ninguna variación. Pero es que, además, esa sensibilidad manifiesta caprichos absolutamente sorprendentes para el lector menos [211] prevenido. En 1941, la poesía que recuerda Azorín se detiene en su propia generación, y exclusivamente en Antonio Machado. Pero recuerda a un oscuro poeta argentino de la segunda generación romántica, Carlos Guido Spano, que hoy se considera antecesor del modernismo. De hecho, toda la literatura latino-americana que recuerda, de cualquier género, se reduce a otras tres obras en verso: El Martín Fierro, Tabaré, y los Cantos de vida y esperanza rubenianos. En cuanto a la novelística, en lo español es clamorosa la ausencia de Baroja, con quien acaba de convivir en el exilio, y la de Valle-Inclán. Otras presencias, como la de doña Emilia Pardo Bazán, piensa uno que más piadoso hubiera sido el olvido que el recuerdo, porque la obra que de ella destaca es una colección de artículos publicados antes en La Ilustración Española entre 1898 y 1901. Y por lo tocante a su selección teatral, el teatro español parece haber muerto con Zorrilla y Tamayo y Baus. El olvido de Benavente, entre otros, debió de escocer al propio interesado. No me detengo a considerar, en lo tocante a otras literaturas, las no menos clamorosas ausencias de la poesía, el teatro y la ficción en prosa anglosajonas y germánicas del XIX y XX (recordadas sólo en Poe y G. B. Shaw). En su descargo cabe recordar que había un límite al canon, que se ha permitido sobrepasar ligeramente en media docena de títulos. Y que, por otra parte, Azorín ha entendido el propósito canónico enciclopédicamente, por lo que ha introducido hasta ocho títulos de manuales y repertorios dejando a cada lector que escoja el autor que prefiera. Ante un par de títulos, entre otros, (Manual de Oceanografía, Manual de Astronomía) no es demasiada eutrapelia imaginar que la solicitud, no explicitada, de la lista, debía de decir algo así como «¿Qué cien libros salvaría en caso de naufragio en una isla desierta?»

     En conclusión de reparos, y repitiendo a Azorín, «no continúo: sería el cuento de nunca acabar». Continúe el lector, que es juego que da para largos ocios. En cualquier caso, si bien el maestro dice haberse quedado «absorto» al releer su lista, no parece tan avergonzado como para prohibir, simplemente, la reproducción de esta caprichosa lista en las Obras completas. No sería lo único que en ellas faltara, pero es cierto que tampoco de esa manera hubiera evitado que, tarde o temprano, algún ratón de hemeroteca hubiese dado con el corpus delicti. Como así ha sido, vaya por Dios.

     Quebec, mayo 1996

[213]

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Producción intelectual y bibliográfica de Victor Ouimette (21 de abril de 1944-26 de enero de 1995)

María Elena Nochera de Ouimette



Ciudadano canadiense, casado con María Elena Nochera (22 de julio de 1967)
 
FORMACIÓN ACADÉMICA:
Ph. D., Yale University, 1968 (Spanish; minor in French).
B. A., McGill University, 1965 (Joint Honours in French and Spanish). University of Victoria, 1961-1962.
Educación elemental y secundaria en Victoria, B. C., Canada.
 
      Otros:
Verano, 1963: Programa de verano de lengua y literatura españolas, Universidad de Barcelona, Programa de verano, Estudios Generales Lulianos, Palma de Mallorca.
Verano, 1964: Alemán elemental, Goethe-Institut, Degerndorf-Brannenburg, Alemania.
Verano, 1965: Alemán intermedio, Summer Language Institute, Yale University, New Haven, Connecticut.
 
EXPERIENCIA PROFESIONAL:
1990-1994 Director, Department of Hispanic Studies, McGill University.
1987-1995 Professor of Spanish, McGill University.
1973-1986 Associate Professor of Spanish, McGill University.
1968-1973 Assistant Professor of Spanish, McGill University.
1968 Instructor a tiempo parcial de lengua y literatura españolas para americanos hispanohablantes, Transitional Year Program, Yale University, New Haven, Connecticut.
[214]
CURSOS IMPARTIDOS:
Cursos de primer ciclo:
      Español elemental;
Español elemental avanzado;
Español intermedio;
Panorama de la literatura española;
Cervantes;
Don Quixote (en inglés);
Literatura española del siglo XVIII;
Literatura española del siglo XIX;
Romanticismo español;
Novela española del siglo XIX;
La generación de 1898.
Cursos de segundo y tercer ciclo:
      La novela española del siglo XIX;
Modelos de pensamiento español: Mariano José de Larra;
La novela realista en Francia y España (en inglés);
Benito Pérez Galdós: Fortunata y Jacinta;
Miguel de Unamuno (diversos aspectos, incluyendo la novela, la filosofía, El Cristo de Velázquez, Del sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo);
Antonio Machado;
Pío Baroja;
José Ortega y Gasset;
La literatura de la Dictadura y la República (1923-1936);
El escritor y la política en España (1923-1936).
 
TESIS DE M. A. DIRIGIDAS:
     Shirley Marian Voyna, «La femineización de Dios en El Cristo de Velázquez», 1973.
     Elisabeth [Wörl] Lacombe, «El socialismo de Unamuno y la búsqueda de Dios, 1894-1902», 1974.
     Peter Esposito, «Benito Pérez Galdós y el krausismo», 1981.
     Fernández, Irene, «La individualidad femenina en Fortunata y Jacinta», 1982. [215]
     Margaret Guilhamet, «La senda oscura: determinismo biológico y determinismo social en tres novelas de Miguel Delibes», 1989.
     Georg Ohlmann, «El fracaso de Mariano José de Larra como escritor liberal», 1994.
     Ana Vialard, «Un estudio del personaje femenino unamuniano que busca eternizarse», 1994.
 
CARGOS UNIVERSITARIOS:
     Committee of Advisers, Programme in Comparative Literature, 1969-1972.
     Proposal Committee, Programme in Comparative Literature, 1972-1973.
     Curriculum Committee, Faculty of Arts, 1972-1973, 1974-1975, 1988-90.
           Acting Chair, February-May 1989.
     Chief Adviser, Humanistic Studies Programme, 1971-1973, 1974-1975.
     Programme Committee, Humanistic Studies Programme, 1975-1979.
     Moyse Travelling Fellowship in Literary Subjects Committee, 1972-1973.
     Review Board, Faculty of Arts, 1975-1977.
     Constitutional Review Committee, Faculty of Arts, 1976-1980.
           Chairman, 1977-1978.
     Executive Committee, Department of French, 1974-1976.
     Deputy Chief Examination Invigilator, Faculties of Arts and Science, 1970-1973; 1974-1978; 1981-1983.
     Chief Examination Invigilator, Faculties of Arts and Science, 1978-1980.
     Humanities Research Grants Subcommittee, Faculty of Graduate Studies and Research, 1978-1980; 1981-1985; 1989-92.
     Executive Committee, Faculty of Graduate Studies and Research, 1979-1980.
     Planning Committee, Faculty of Arts, 1982-1984.
     Nominating Committee, Faculty of Arts, 1982-1984.
     Major Fellowships Committee, Faculty of Graduate Studies and Research, 1988-91.
     Maxwell Cummings, MacDonald and Distinguished Lecturers Committee, 1989-93.
     Subcommittee on Comparative Literature (Chair), 1991.
           McGill Latin-American Advisory Committee, 1993-1994.
[216]
COMITÉS DEPARTAMENTALES:
     En diversas ocasiones sirvió en el Steering Committee; el Honours Committee; el Committee on Appointments, Renewal and Tenure; en el Ph. D. Proposal Committee; y en el Graduate Studies Committee.
     Director de Estudios Graduados, 1975-1980; 1981-1987.
     Consejero de estudiantes de Honours y Joint Honours, 1988-91.
 
BECAS DE INVESTIGACIÓN:
     McGill University, Faculty of Graduate Studies and Research, Humanities Research Grants Subcommittee: 1969, 1970, 1973, 1975, 1978, 1980, 1983, 1984, 1985, 1987, 1994.
     McGill University Travel Grants, various occasions 1970-1992.
     Canada Council, Summer Research Grants: 1971, 1972.
     Social Sciences and Humanities Research Council of Canada, Sabbatical Leave Grant: 1980-1981.
     Research Grant, Ministry of External Affairs, Government of Spain, 1993.
 
LICENCIAS SABÁTICAS:
     En 1973-1974 pasó un año en París llevando a cabo una investigación sobre el exilio en Francia (1924-1930) de Miguel de Unamuno.
     En 1980-1981 pasó el tiempo de licencia en San Juan, Puerto Rico y Madrid, donde recogió documentación sobre las actividades y el periodismo de los intelectuales españoles durante la Dictadura del General Primo de Rivera (1923-1930) y la Segunda República (1931-1936).
     En 1987-1988 pasó el año sabático en Madrid, donde estudió la percepción popular del liberalismo y el papel de los intelectuales en asuntos sociales en la España de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX.
 
CONFERENCIANTE VISITANTE:
     Fue Queen's Special Visiting Lecturer en Queen's University, Kingston, Ontario, desde el 4 al 8 de febrero de 1985, y durante ese tiempo ofreció una conferencia pública (incluida bajo «Conferencias»), enseñó cuatro seminarios (6 horas) de primero y segundo ciclo sobre Niebla, de Miguel de Unamuno, una clase sobre Don Quijote, y otra sobre el Neoclasicismo español.
     Dio una serie de conferencias sobre el pensamiento político de Miguel de Unamuno y Antonio Machado, así como una conferencia pública (incluida bajo «Conferencias») en la Escuela de Verano de la Universidad de Granada, celebrada en Baeza, España, desde el 31 de agosto al 5 de septiembre de 1987.
[217]
ASOCIACIONES PROFESIONALES:
     Asociación Canadiense de Hispanistas, Asociación Internacional de Hispanistas, American Association of Teachers of Spanish and Portuguese, Modern Language Association of America, Northeast Modern Language Association, Asociación de Valleinclanistas, Asociación de Galdosistas, Interuniversity Centre for European Studies, McGill Association of University Teachers.
     «Socio de Honor», Asociación de Hispanismo Filosófico, Madrid, España (desde 1988).
 
OTRAS ACTIVIDADES:
     Director de Reseñas, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 1991-1994.
     Advisory Board, Hispanic Review, 1994.
     Desde 1980 sirvió frecuentemente como evaluador sobre estudios de literatura española del siglo XX para la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, así como para el Canada Council, Hispanic Review, Princeton University Press y la Canadian Federation for the Humanities.
     Aparece incluido en Contemporary Authors (volumen 1973-1976); Directory of American Scholars (desde 1974); y guías similares.
 
LIBROS PUBLICADOS:
1. Reason Aflame: Unamuno and the Heroic Will, Prologue by Manuel Durán, New Haven and London: Yale University Press, 1974, 237 pp.
 
Reseñado en:
     The Christian Century, 8 May 1974.
     Choice, October 1974, p. 1145.
     Derek Gagen, The Year's Work in Modern Language Studies, vol. 36 (1974), p. 327.
     Philip Metzidakis, Modern Language Quarterly, vol. 36, nº 1 (March 1975), pp. 94-96.
     J. W. Butt, Modern Language Review, July 1975, pp. 676-77.
     R. L. Predmore, Hispania, vol. 58 (September 1975).
     Antón Donoso, International Philosophical Quarterly, September 1975, pp. 365-69.
     Mario J. Valdés, Humanities Association Review, 1975, pp. 253-54.
     M. D. van Biervliet d'Overbroek, Notes and Queries, July 1976, p. 336.
     Enrique Canito, Ínsula (Madrid), nos. 356-357 (julio-agosto 1976).
     Ínsula, nº 358 (septiembre 1976), p. 20.
     Antón Donoso, Bibliography of Philosophy, vol. 23, nº 4 (1976). [218]
     Nicholas G. Round, Bulletin of Hispanic Studies, vol. 54 (January 1977), pp. 72-74.
     Mario J. Valdés, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. III, nº 2 (Invierno 1979), pp. 198-200.
     Elizabeth P. Crowe, Philosophical Studies (Dublin), vol. 26 (1979), pp. 289-91.
     Antonio Carreño, «Héroe, fatalidad e historia: tres lecturas en Unamuno» (artículo-reseña), Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid), nº 347 (mayo 1979), pp. 457-65.
 
2. José Ortega y Gasset, Boston: G. K. Hall and Co., Twayne's World Authors Series, nº 624, 1982, 176 pp.
- Extractos (aproximadamente 3800 palabras) incluidos en Dennis Poupard, ed., Twentieth-Century Literary Criticism, Detroit: Gale Research Company, Vol. 9 (1983), pp. 354-56.
 
Reseñado en:
     Choice, September 1982.
     Juan Cano Ballesta, Hispanic Journal, vol. 4, nº 1 (Fall 1982), pp. 143-44.
     Blanche De Puy, Anales de Literatura Española Contemporánea, vol. 7, nº 2 (1982), pp. 284-86.
     K. M. Sibbald, The Year's Work in Modern Language Studies, vol. 44 (1982), p. 403.
     Howard B. Wescott, Hispania, vol. 66, nº 3 (September 1983), p. 435.
     Antón Donoso, International Philosophical Quarterly, vol. 23 (1983), pp. 222-24.
     María-Elena Bravo, Revista de Estudios Hispánicos, vol. 18, nº 2 (mayo 1984), pp. 315-17.
     Harold C. Raley, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. X, nº 2 (Invierno 1986), 326-29.
     Antonio Román, Revista de Estudios Hispánicos, vol. 20, nº 2 (mayo 1986), pp. 131-32.
 
3 Miguel de Unamuno, Ensueño de una patria. Periodismo republicano, 1931-1936, Valencia: Pre-Textos, 1984, 285 pp. Edición, prólogo («Unamuno, profeta en el desierto») y cronología del periodismo de Unamuno desde 1931 hasta 1936.
 
Reseñado en:
     Antonio Tovar, «Crítica e hipercrítica», El País, Madrid, 22 junio 1985, pp. 11-12. Reprinted in «Edición internacional», 24 junio 1985, p. 20.
     Bernardo Villarrazo, «Unamuno, un hombre de palabras vivas», El País, Madrid, 25 agosto 1985, «Libros», p. 4. Incluido en «Edición internacional», 26 agosto 1985, p. 21.
     J. M. Díaz de Guereñu, Mundaiz, nº 29 (enero-junio 1985), pp. 242-244. [219]
     M. Sánchez, Communio, 19, nº 2 (1986), p. 306.
     K. M. Sibbald, The Year's Work in Modern Language Studies, vol. 47 (1985), pp. 388-389.
     Anthropos (Barcelona), abril 1987.
 
4 «Azorín», La hora de la pluma. Periodismo de la Dictadura y de la República, Valencia: Pre-Textos, 1987, 343 pp. Edición y prólogo («Azorín y el liberalismo instintivo»).
 
Reseñado en:
     Mercedes Samaniego Boneu, Studia Historica, (Universidad de Salamanca), vol. V, nº 4 (1987), pp. 126-127.
     K. M. Sibbald, The Year's Work in Modern Language Studies, vol. 49 (1987), p. 363.
     J. M. Martínez Cachero, «Azorín, entre la Dictadura y la República», Saber/Leer (Madrid, Fundación Juan March), nº 24 (abril 1989), pp. 4-5.
     José María Marco, «Azorín, teoría del matiz» (artículo-reseña), Quimera (Barcelona), número 92 (septiembre 1989), pp. 51-59.
     E. Inman Fox, Sistema, 92 (septiembre 1989), pp. 142-44.
     José Ángel Ascunce Arrieta, Mundaiz (1989).
     Carlos Feal Deibe, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XIV, nº 1 (Otoño 1989), 175-77.
 
5 Miguel de Unamuno, La agonía del cristianismo, Madrid: Espasa-Calpe, 1996, 188 pp. Edición, introducción y notas.
 
6 Miguel de Unamuno, De patriotismo espiritual. Artículos en «La Nación» de Buenos Aires (1901-1914), Salamanca: Ed. Universidad de Salamanca, 1997, 352 pp. Edición, prólogo («Unamuno en 'La Nación'») y cronología del periodismo de Unamuno en «La Nación» desde 1899 hasta 1924.
 
7 Los intelectuales españoles y el naufragio del liberalismo (1923-1936), 2 vols. Prólogo de José Luis Abellán, Valencia: Pre-Textos, 1998, 535 y 596 pp.
 
ARTÍCULOS Y CONFERENCIAS PUBLICADAS:
1 «Unamuno, Blasco Ibáñez and España con Honra», Bulletin of Hispanic Studies, vol. LIII, nº 4 (October 1976), pp. 315-322.
2 «The Liberalism of Baroja and the Second Republic», Hispania, vol. 60, nº 1 (March 1977), pp. 21-34. [220]
3 «Unamuno and Le Quotidien», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. II, nº 1 (Otoño 1977), pp. 72-82.
4 «'Monstrous Fecundity': The Popular Novel in Nineteenth-Century Spain», Canadian Review of Comparative Literature, vol. IX, nº 3 (September 1982), pp. 383-405.
5 «El destierro de Unamuno y el ataque a la inteligencia», Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, nos. XXVII-XXVIII (1983), pp. 25-41.
6 «Aurora Roja and the Devitalized City of Pío Baroja», Journal of Basque Studies, vol. V, nº 1 (Summer 1984), pp. 57-64; incluido en Los escritores y la experiencia de la ciudad moderna, ed. Juan Cruz Mendizábal, Indiana, Pennsylvania: Indiana University of Pennsylvania, 1983, pp. 251-257.
7 «Instinto ético y moralidad social en Aurora Roja», Hispanic Journal, vol. 6, nº 1 (Fall 1984), pp. 81-100.
8 «Ortega and the Liberal Imperative», en Ortega y Gasset Centennial/Centenario Ortega y Gasset, ed. Pelayo H. Fernández, Madrid: University of New Mexico/José Porrúa Turanzas, S. A., 1985, pp. 57-68.
9 «La política de Ortega y 'la trahison des clercs'», en Ortega, hoy, ed. Manuel Durán, Xalapa (Mexico): Biblioteca Universidad Veracruzana, 1985, pp. 85-102.
10 «Unamuno, Marañón and the Doubt of the Intellectual», en LA CHISPA '85: Selected Proceedings, ed. Gilbert Paolini, New Orleans: Tulane University, 1985, pp. 295-304.
11 «Unamuno, Croce y la religión de la libertad», en Volumen-homenaje a Miguel de Unamuno, ed. María Dolores Gómez Molleda, Salamanca: Casa-Museo Unamuno, 1986, pp. 245-273.
12 «From Dictatorship to Republic: Azorín and the Force of the Intellect», Hispanic Review, vol. 54, nº 1 (Winter 1986), pp. 1-25.
13 «Paz en la guerra y los límites de la ideología», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XI, nº 1 (Invierno 1987), pp. 355-376.
14 «Azorín and the Dictatorship of Primo de Rivera», Ideologies and Literature, vol. 2, nº 2 (Fall 1987), pp. 5-24.
15 «Ortega y Gasset and the Limits of Conservatism», en José Ortega y Gasset. Proceedings of the «Espectador universal» International Interdisciplinary Conference, ed. Nora de Marval-McNair, Westport, Connecticut: Greenwood Press, 1987, pp. 65-71.
16 «Unamuno and the Spirit of Bilbao», en Selected Proceedings of the Seventh Louisiana Conference on Hispanic Languages and Literatures, ed. Alfredo Lozada, Baton Rouge: Louisiana State University, 1987, pp. 225-235.
17 «La agonía del desterrado: De Fuerteventura a París», en La poesía de Miguel de Unamuno, ed. José Ángel Ascunce Arrieta, San Sebastián: Universidad de Deusto, Mundaiz, 1987, pp. 177-197.
18 «Pío Baroja y la novela ética», Proceedings of II World Basque Congress, Vitoria, Spain, 1987; y en Congreso de Literatura (Hacia la literatura vasca). II Congreso Mundial Vasco, Madrid: Castalia, 1989, pp. 415-21. [221]
19 «Antonio Machado y la política de la bondad», Mundaiz, nº 34 (julio-diciembre 1987), 75-87.
20 «Automoribundia and Historical Solipsism», en Studies on Ramón Gómez de la Serna, ed. Nigel Dennis, Ottawa Hispanic Studies, 2. Dovehouse Editions Canada, 1988, pp. 45-69.
21 «Gregorio Marañón y la cosa pública», Revista de Occidente, Tercera época, nº 84 (mayo 1988), pp. 90-107.
22 «La aspiración ética de Pío Baroja», en Pío Baroja, ed. Jesús María Lasagabaster, San Sebastián: Universidad de Deusto, 1989, pp. 63-79.
23 «El centro patético en Tirano Banderas», en Homenaje al profesor Ignacio Elizalde. Estudios literarios, ed. Roberto Pérez, [Bilbao:] Universidad de Deusto, 1989, pp. 233-249.
24 «Liberalismo e democrazia in Ortega y Gasset», MondOperaio (Rome), Anno 42, 11 (Novembre 1989), 99-107.
25 «Unamuno y la tradición liberal española», en Actas del Congreso Internacional Cincuentenario de Unamuno, ed. D. Gómez Molleda, Salamanca: Universidad de Salamanca, 1989, pp. 69-80.
26 «El nuevo humanismo de Eugenio Imaz», en Eugenio Imaz: hombre, obra y pensamiento, ed. José Ángel Ascunce, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1990, pp. 217-26.
27 «Gregorio Marañón y la revolución española», en Historia, literatura, pensamiento. Estudios en homenaje a María Dolores Gómez Molleda, ed. Mercedes Samaniego Boneu, Valentín del Arco López, Salamanca: Narcea/Universidad de Salamanca, 1990, vol 2, pp.241-55.
28 «From One Faith to the Other: Unamuno and Ernest Renan», en Selected Proceedings of the «Singularidad y trascendencia» Conference, ed. Nora de Marval-McNair, Boulder: University of Colorado, 1990, pp. 85-92.
29 «Los servicios del poder intelectual» [note], Boletín, Asociación de Hispanismo Filosófico (Madrid), nº 2 (1990), pp. 3-4.
30 «Pérez de Ayala, Valle-Inclán y 'la emoción del éxtasis'», Boletín del Instituto de Estudios Asturianos (Oviedo), nº 135 (julio-septiembre 1990), pp. 489-511.
31 «Azorín returns to Monóvar», Hispania, vol. 74, nº 1 (March 1991), pp. 118-20.
32 «Azorín y la América española», Ínsula, 556 (abril 1993), pp. 14-15.
33 «José Ortega y Gasset», entrada en Encyclopaedia of Contemporary Literary Theory, ed. Irene Makaryk, Toronto: University of Toronto Press, 1993, pp. 439-441.
34 «El extranjero, el escritor y la pequeña ciudad», Monóvar Revista cultural de la Asociación de Estudios Monoveros, nº 19 (septiembre 1993), p. 5.
35 «Spanish Humanism and the Invention of the New World», en Negotiating Past and Present. Studies in Spanish Literature for Javier Herrero, ed. David T. Gies, Charlottesville: Rookwood Press, 1997, pp. 231-253.
[222]
RESEÑAS:
1 «Miguel de Unamuno. Desde el mirador de la guerra. Ed. Louis Urrutia. Paris: Centre de Recherches Hispaniques, 1970.» Bulletin of Hispanic Studies, vol. XLIX, nº 1 (January 1972), pp. 90-91.
2 «Andrés Franco. El teatro de Unamuno. Madrid: Ínsula, 1971.» Bulletin of Hispanic Studies, vol. LI, nº 3 (July 1974), pp. 308-309.
3 «Miguel de Unamuno. Artículos olvidados sobre España y la Primera Guerra Mundial. Ed. Christopher Cobb. London: Támesis, 1976.» Bulletin of Hispanic Studies, vol. LV, nº 4 (October 1978), pp. 343-344.
4 «Philip Ward. The Oxford Companion to Spanish Literature. Oxford: Oxford University Press, 1978.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. V, nº 2 (Invierno 1981), pp. 236-240.
5 «Nelson R. Orringer. Ortega y sus fuentes germánicas. Madrid: Gredos, 1979.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. VI, nº 2 (Invierno 1982), pp. 301-04.
6 «Paul Ilie. Literature and Inner Exile. Authoritarian Spain, 1939-1975. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1980.» In Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. VIII, nº 2 (Invierno 1984), pp. 291-294.
7 «Ramón Pérez de Ayala. Tigre Juan y El curandero de su honra. Edición de Andrés Amorós. Madrid: Castalia, 1980; Ramón Pérez de Ayala, Cincuenta años de cartas íntimas a su amigo Miguel Rodríguez-Acosta (1904-1956). Edición de Andrés Amorós. Madrid: Castalia, 1980; Pelayo H. Fernández, ed., Simposio internacional Ramón Pérez de Ayala. Gijón, 1981.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. IX, nº 2 (Invierno 1985), pp. 266-271.
8 «Antón Donoso. Julián Marías. Boston: Twayne, 1982.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. X, nº 2 (Invierno 1986), pp. 313-317.
9 «Weston and Noma Flint. Pío Baroja: «Camino de perfección». London: Grant and Cutler, 1983; H. Ramsden. Pío Baroja: «La busca». London, 1982; Emilio Alarcos Llorach, Anatomía de «La lucha por la vida». Madrid, 1982.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. X, nº 2 (Invierno 1986), pp. 317-322.
10 «Miguel de Unamuno. San Manuel Bueno, mártir and La novela de Don Sandalio. Ed. C. A. Longhurst. Manchester, 1984.» The Canadian Modern Language Review, vol. 42, nº 5 (May 1986), pp. 1011-1012.
11 «Enrique Rivera de Ventosa. Unamuno y Dios. Madrid: Ediciones Encuentro, 1985; José María Martínez Barrera. Miguel de Unamuno y el protestantismo liberal alemán. Caracas: Ministerio de Información y Turismo, 1982; Nelson R. Orringer. Unamuno y los protestantes liberales (1912). Sobre las fuentes de «Del sentimiento trágico de la vida». Madrid: Gredos, 1985; Paul R. Olson. Unamuno: «Niebla». London: Grant and Cutler, 1984; Pelayo H. Fernández, ed. Ideario etimológico de Miguel de Unamuno. Valencia/Chapel Hill: Albatros/Hispanófila Ediciones, 1982; Thomas R. Franz. Unamuno's «Paz en la guerra»: A Systematic Guide to its Derivation and Departure from «War and Peace». [223] Athens, Ohio: Strathmore Press, l983.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XI, nº 2 (Invierno 1987), pp. 433-439.
12 «Homenaje a Juan López-Morillas. De Cadalso a Aleixandre: estudios sobre literatura e historia intelectual española. Ed. José Amor y Vázquez y A. David Kossoff. Madrid: Editorial Castalia, 1982.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XII, nº 3 (Primavera 1988), pp. 507-513.
13 «José Ortega y Gasset. Espíritu de la letra. Ed. Ricardo Senabre. Madrid: Cátedra, 1985.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XII, nº 3 (Spring 1988), pp. 529-530.
14 «Javier Salazar Rincón. El mundo social del 'Quijote'. Madrid: Gredos, 1986. Jill Syverson-Stork. Theatrical Aspects of the Novel: A Study of 'Don Quixote'. Valencia: Albatros/Hispanófila Ediciones, 1986.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XIII, nº 1 (Otoño 1988), pp. 163-166.
15 «José-Carlos Mainer. La doma de la quimera. (Ensayos sobre nacionalismo y cultura en España). Bellaterra: Universitat Autònoma de Barcelona, 1988.» Hispanic Review, 58 (1990), pp. 247-49.
16 «Robert L. Nichols. Unamuno, narrador. Madrid: Editorial Castalia, 1987; Rosendo Díaz- Peterson. Las novelas de Unamuno. Potomac, Md.: Scripta Humanistica, l987.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XIV, nº 1 (Otoño 1989).
17 «Robert Richmond Ellis. The Tragic Pursuit of Being. Unamuno and Sartre. Tuscaloosa and London: The University of Alabama Press, 1989.» Hispania, vol. 73, nº 4 (December 1990), P. 990.
18 «Re-reading Unamuno. Ed. Nicholas G. Round. Glasgow Colloquium Papers, 1. Glasgow: University of Glasgow, Department of Hispanic Studies, 1989.» Hispania, vol. 74, nº 1 (March 1991), p. 76.
19 «Rockwell Gray. The Imperative of Modernity. An Intellectual Biography of José Ortega y Gasset. Berkeley, Los Angeles, London: University of California Press, 1989.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XV, nº 1 (Otoño 1990), pp. 155-58.
20 «Andrew Dobson. An Introduction to the Politics and Philosophy of José Ortega y Gasset. Cambridge: Cambridge University Press, 1989.» Modern Language Review, vol. 86, part 3 (1991), pp. 767-70.
21 «Robert Richmond Ellis. The Tragic Pursuit of Being. Unamuno and Sartre. Tuscaloosa and London: The University of Alabama Press, 1989; Re-reading Unamuno. Edited by Nicholas G. Round. Glasgow Colloquium Papers, 1. Glasgow: University of Glasgow, Department of Hispanic Studies, 1989.» Boletín, Asociación de Hispanismo Filosófico (Madrid), nº 3 (1991), pp. 10-11.
22 «Los hallazgos de la lectura: Estudio dedicado a Miguel Enguídanos. Ed. John Crispin, Enrique Pupo-Walker, Luis Lorenzo-Rivero. Madrid: Ediciones José Porrúa Turanzas, S. A., 1989.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XVI, nº 2 (Invierno 1992), pp. 355-356. [224]
23 «Germán Gullón. La novela moderna en España (1885-1902). Los albores de la modernidad. Persiles, 204. Madrid: Taurus, 1992.» Anales Galdosianos, 27-28 (1992-93) 244-245.
24 «Gayana Jurkevich. The Elusive Self. Archetypal Approaches to the Novels of Miguel de Unamuno. Columbia: University of Missouri Press, 1991.» MLN vol. 108, nº 2 (March 1993), pp. 360-362.
25 «Krausismo. Estética y literatura. Ed. Juan López-Morillas. 2º ed. Barcelona: Editorial Lumen, 1990.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, vol. XVII, nº 1 (Otoño 1992), pp. 235-236.
26 «María de la Concepción de Unamuno Pérez. Miguel de Unamuno y la cultura francesa. Acta Salmanticensia. Biblioteca Unamuno 14. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 1991.» Revista Canadiense de Estudios Hispánicos vol. XVII, nº 2 (Invierno 1993), p. 416.
27 «Antonio Díez Mediavilla. Tras la huella de Azorín. El teatro español en el último tercio del siglo XIX. [Alicante:] Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1991.» Anales Azorinianos, vol. 4 (1993), pp. 641-642.
28 «Ramón F. Llorens García. Los libros de viajes de Miguel de Unamuno. Alicante: Publicaciones de la Caja de Ahorros Provincial, 1992.» Hispanic Review, vol. 62, nº 3 (Summer 1994), pp. 434-35.
29 «Azorín. Castilla. Ed. Inman Fox. Colección Austral 254. Madrid: Espasa-Calpe, 1991. E. Inman Fox. Azorín: Guía de la obra completa. Literatura y Sociedad 52. Madrid: Castalia, 1992.» Hispanic Review, vol. 62, nº 3 (Summer 1994), pp. 435-38.
30 «Stanley G. Payne. Spain's First Democracy. The Second Republic, 1931-1936. Madison: The University of Wisconsin Press, 1993.» Modernism and Modernity (University of Chicago) vol. 2, nº 2 (1995), pp. 101-2.
31 «Roberta Johnson. Crossfire: Philosophy and the Novel in Spain, 1900-1934. Lexington: The University Press of Kentucky, 1993.» Hispanic Review, vol. 64 (1996), pp. 135-37.
 
PONENCIAS Y COMUNICACIONES:
1 «The Pedagogical Novels of Galdós, Unamuno and Baroja», Asociación Canadiense de Hispanistas, Winnipeg, junio 1970.
2 «Pío Baroja and the Second Republic», Asociación Canadiense de Hispanistas, Kingston, mayo, 1973.
3 «José Ortega y Gasset and the 'Vital Horizon' of the Eighteenth Century», Atlantic Association for Eighteenth-Century Studies, Moncton, abril, 1978.
4 «Ortega y Gasset and the Promise of Socialism», Northeast Modern Language Association, Hartford, marzo, 1979.
5 «Ortega y Gasset y la esencia de la feminidad», Asociación Canadiense de Hispanistas, Saskatoon, mayo, 1979. [225]
6 «Hispanism in Quebec», American Association of Teachers of Spanish and Portuguese, Toronto, agosto, 1979.
7 «'Season of Mellow Fruitfulness': Ortega y Gasset and the Culmination of the West», Homage to Manuel Durán, Spanish-American Cultural Club, New Britain, Connecticut, septiembre, 1979.
8 «La ambigüedad del logos en El Cristo de Velázquez», Asociación de Pensamiento Hispánico, Toronto, abril, 1980.
9 «The Voice Beyond the Door: Unamuno's Journalism in Exile», American Association of Teachers of Spanish and Portuguese, San Juan, Puerto Rico, agosto, 1980.
10 «Ortega's Politics and 'la trahison des clercs'», Homage to Ortega y Gasset, Yale University, New Haven, Connecticut, 23 abril 1983.
11 «Ortega y Gasset y la culminación de Occidente», Asociación Canadiense de Hispanistas, Vancouver, 2 junio 1983.
12 «Aurora Roja and the Devitalized City of Pío Baroja», IX Annual Hispanic Literatures Conference, Indiana University of Pennsylvania, Indiana, Pennsylvania, 21 octubre 1983.
13 «Ortega and the Liberal Imperative», International Ortega y Gasset Symposium, University of New Mexico, Albuquerque, 4 noviembre 1983.
14 «Ortega and the Limits of Conservatism», Espectador universal: International Ortega y Gasset Symposium, Hofstra University, Hempstead, New York, 10 noviembre 1983.
15 «Ortega and the Duty of the Liberal Intellectual», Homage to José Ortega y Gasset, McGill University, 18 noviembre 1983.
16 «Julián Marías and the Vocation of the Intellectual», McGill University, 2 octubre 1984.
17 «Unamuno, Marañón, and the Doubt of the Intellectual», Louisiana Conference on Hispanic Languages and Literatures, Tulane University, New Orleans, 15 febrero 1985.
18 «Unamuno and the Spirit of Bilbao», Louisiana Conference on Hispanic Languages and Literatures, Louisiana State University, Baton Rouge, febrero, 1986.
19 «From One Faith to the Other: Unamuno and Ernest Renan», Singularidad y trascendencia: conference commemorating fiftieth anniversary of death of Unamuno, Valle-Inclán and García Lorca, Hofstra University, Hempstead, New York, 6 noviembre 1986.
20 «Pío Baroja y la novela ética», II World Basque Congress, Vitoria, 6 octubre 1987.
21 «Pérez de Ayala, Valle-Inclán y 'la emoción del éxtasis'», Valle-Inclán y la crítica: recepción de su obra (Seminario Internacional), Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 25 junio 1990.
22 «Unamuno, Don Quijote y el renacimiento del verbo», I Congreso Internacional de Cervantistas, Almagro, 28 junio 1991.
23 «Eugenio d'Ors en la palestra de los intelectuales», Encuentro Eugenio d'Ors, Cursos de Verano, Universidad Complutense, El Escorial, 1 julio 1991. [226]
24 «Azorín y las ideologías políticas francesas», Colloque international, «Azorín et la France», Université de Pau et des Pays de l'Adour, Pau, 25 abril 1992.
25 «La agonía del cristianismo y el espíritu europeo», II Jornadas Unamunianas, Universidad de Salamanca, 28 septiembre 1993.
 
CONFERENCIAS:
     «'Laberinto de laureles': el ingreso de Ortega en su circunstancia española», University of Ottawa, 25 octubre 1983.
     «Pío Baroja and the Novel of Ethics», Queen's University, Kingston, Ontario, 6 febrero 1985.
     «Hacia la Segunda República: aspectos del liberalismo intelectual», University of Virginia, Charlottesville, 22 febrero 1985.
     «La agonía del destierro: De Fuerteventura a París», Universidad de Deusto, San Sebastián, 2 diciembre 1986.
     «Unamuno y la tradición liberal española», Universidad de Salamanca, 13 diciembre 1986.
     Universidad de Granada, Programa de Verano, Baeza:
     Inaugural public lecture: «Miguel de Unamuno y el ocaso de la ideología», 31 agosto 1987.
           Serie de conferencias:
           1. «El intelectual y la política», 31 agosto 1987.
           2. «Unamuno y la tradición liberal», 1 septiembre 1987.
           3. «Unamuno y la religión de la libertad», 2 septiembre 1987.
           4. «Antonio Machado y la conciencia de España», 3 septiembre 1987.
           5. «Antonio Machado, la ética y la política», 4 septiembre 1987.
           6. «Aspectos del liberalismo intelectual», 5 septiembre 1987.
     «Antonio Machado y la política de la bondad», Universidad de Deusto, San Sebastián, 6 noviembre 1987.
     «La aspiración ética de Pío Baroja», Universidad de Deusto, San Sebastián, 14 abril 1988.
     «Liberalismo y democracia en Ortega y Gasset», Cursos de Verano, Universidad Complutense, El Escorial, 19 agosto 1988.
     «Unamuno y la reespiritualización de Europa», Cursos de Verano, Universidad Complutense, Aguadulce (Almería), 24 julio 1991.
     «Víctor Goti y la autoría de Niebla», Queen's University, 28 febrero 1992.
     «Spanish Humanism and the Invention of the New World», McGill University, «Encounters with the 'Other'», marzo 1992. [227]
     «Azorín y la invención americana de España», Seminario Internacional J. Martínez Ruiz «Azorín», Alicante, 3 noviembre 1992.
     «Christopher Columbus and the Mutability of Truth», Colloque Christophe Colomb, Université de Montréal, 14 noviembre 1992.
     «El intelectual y la política en la España del siglo XX», Université de Montréal, 2 febrero 1993.
     «El liberalismo intelectual: métodos del humanismo (Pérez de Ayala y Marañón)», Cursos de Verano, Universidad Complutense, El Escorial, 9 agosto 1994.

Descanse en paz.

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