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Senectud

Eduardo Haro Tecglen



  • Las últimas lunas
  • Autor: Furio Bordón. Adaptación de Rafael Azcona
  • Intérpretes: Juan Luis Galiardo, Carmen Elías, Luis Perezagua.
  • Escenografía: Ana Garay.
  • Iluminación: José Luis Guerra.
  • Dirección: José Luis García Sánchez.
  • Teatro: Lara.




Leí esta obra en su edición del mes pasado; interpretada por Juan Luis Galiardo, gana mucho su acre belleza, su dura emoción. El largo diálogo con Carmen Elías con el que comienza la acción es una gran pieza de teatro; quizá la mejor del teatro reciente.

Son en esta escena dos grandes creadores. Entra un tercer personaje y desmerece: no por la calidad del actor, sino porque autor, adaptador y director han convenido en que sea «el malo», el que no tiene ni una sola razón, ni un punto de bondad o de cariño. Ni de inteligencia. El texto insiste en ello.

El padre se está despidiendo de la habitación de su casa que abandona para ir al ¿asilo, residencia, refugio, clínica? No conviene darle su verdadera denominación en la familia actual, eufemista, o correcta. Es una situación muy frecuente en la vida contemporánea. Dialoga con su mujer, muerta joven muchos años atrás: es él quien la evoca, o la imagina, o supone. El hijo llega a llevárselo: su dureza y su frialdad son excesivas. Quizá piensen que es necesario el personaje absolutamente antipático: no se ha roto todavía la tradición del bueno y el malo. Pero el esquema reduce el alcance de la situación. Situación única: mira el anciano por última vez su casa, dialoga con quien no existe, se lo llevan.

El diálogo es punzante: no escatima emociones. Es sarcástico, tierno, irónico, duro a veces, escatológico, sentimental; más cruel consigo mismo que con los otros. Refleja también lo irremediable: hay otras salidas, se plantean posibilidades diferentes; pero la realidad, lo que se llama «la vida misma», no tiene más salida que este exilio, este abandono: hacia la decadencia y la muerte.

Hacia la muerte

La obra termina en esa primera parte. Pero hay una segunda: el anciano («vecchio e cattivo», decía la crítica italiana de su estreno en el Goldoni de Venecia, 1995, por un Mastroianni entrado ya en la senilidad camino hacia la muerte) está en el asilo, se esconde en el sótano, habla con una acacia, quizá fuma, bebe un poco, comenta las historias de otros ancianos, reincide en la dureza del lugar inhóspito al que le han llevado. Los espectros de la esposa muerta y del hijo pasan ya silenciosos, invisibles para él: sólo le queda la soledad. Y la música, la sabiduría, la cultura. Y el miedo y el sarcasmo. Bien, pero sobra; disminuye la tensión, y Galiardo mismo, que hace una interpretación excelente, queda como pasado, después del punto final del primer amargor.

Queda dicho ya que es una representación ejemplar, que la dirección de José Luis García Sánchez da todos los matices necesarios, quizá reprime algún sentimentalismo excesivo; modera el drama.

La sobriedad del escenario de Ana Garay, la iluminación psicológica de José Manuel Guerra, añaden su desolación, la melancolía, el recuerdo dramático. El estreno de la obra en el teatro madrileño Lara tenía un público de profesionales: de grandes rostros del cine y del teatro. Se entusiasmó, ovacionó y gritó. Seguramente ocurrirá lo mismo con los espectadores de taquilla, aunque suelen ser menos espectaculares, menos ensayados; pero de ninguna manera serán insensibles a la agotadora belleza de esta obra.





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