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Vargas Llosa y el escribidor

Domingo Ynduráin





En La tía Julia y el escribidor hay dos planos perfectamente diferenciados: por una parte, tenemos la peripecia del joven Marito, sus inicios como escritor, el trabajo en la emisora, sus relaciones con la tía Julia; por otra, los seriales de Pedro Camacho. Los capítulos dedicados a uno y otro tema o plano alternan a lo largo de toda la novela, salvo los dos últimos. De esta manera, la historia de Varguitas es la trama o base sobre la cual se insertan las historias parciales escritas por Camacho.

El orden y la distribución de la materia narrativa es evidente; el lector percibe sin dificultad las dos series, ya que cada una se desarrolla en capítulos exclusivos y alternados. Ahora bien, no se trata únicamente de una diferencia temática; los dos planos se diferencian también por la forma; en efecto, los seriales de Pedro Camacho están escritos en tercera persona y en el retórico estilo que caracteriza a los folletines del siglo XIX. Por contra, la historia de Varguitas se narra en primera persona, tiene carácter autobiográfico, y le corresponde un estilo que pudiéramos llamar conversacional. El contraste estilístico y argumental refleja o responde a la diferente naturaleza de cada uno de ellos: la vida de Varguitas es (literariamente) verdadera, mientras que los seriales se presentan como pura invención: son literatura dentro de la literatura.

La serie autobiográfica se puede dividir en dos acciones relativamente independientes, aunque no sepamos decir ahora cuál es la principal y cuál la secundaria; me refiero a los primeros ensayos literarios del protagonista y a las relaciones de éste con la tía Julia; ambos procesos se desarrollan al mismo tiempo y relacionados entre sí. En cualquiera de estos dos casos lo narrado se presenta como verdadero, esto es, como existente en la realidad no literaria: es una historia realista. Para convencerle al lector de que las cosas que cuenta le ocurrieron de verdad, Mario Vargas Llosa utiliza una serie de recursos que funcionan como inducciones realistas. A este respecto podemos señalar, por ejemplo, el detallismo y la precisión descriptiva, especialmente en lo que respecta a tiempos y lugares; pero lo fundamental me parece -es obvio- la coincidencia del nombre del protagonista con el del autor y, ya en la periferia de lo novelesco, la dedicatoria: «A Julia Urquidi Illanes, a quien tanto debemos yo y esta novela»1. También el último capítulo, concebido a manera de epílogo, contribuye a reforzar la impresión de verismo perseguida a lo largo de toda la novela2.

Como contraste ante esta (supuesta) biografía novelada tenemos los capítulos escritos por Pedro Camacho que sirven de contrapunto y refuerzan la veracidad de la historia-base3.

Una vez descrita de manera esquemática la organización de la novela, y antes de pasar más allá, advertiré que, en este artículo, identifico siempre y en todos los casos a Vargas Llosa con sus libros, esto es: será considerado como autor de textos escritos o como personaje de ellos, en absoluto como persona con un carácter y una actividad privada. Esto significa que los únicos datos que consideraré pertinentes sobre Vargas Llosa (no sobre sus obras) serán los que aparezcan en sus propios libros. La existencia no literaria de Mario Vargas, Julia Urquidi, etcétera, es algo que -aquí- no me interesa lo más mínimo. Mi intento es hacer un estudio, una descripción literaria; por ello, cuando aluda a la verdad de un hecho me referiré siempre a la verdad literaria, escrita.

Volviendo a la obra que nos ocupa, tenemos que la realidad (literaria) del proceso de amores entre Varguitas y su tía política es algo que deducimos únicamente de este libro, y aun hay momentos en que aparecen elementos disturbadores, fallas o quiebras en el planteamiento realista de algunos detalles4. La iniciación literaria del protagonista resulta, sin embargo, más convincente, pues responde a un realismo mucho más profundo que el anecdótico de la historia de Julia Urquidi; me refiero a que la iniciación literaria supera la categoría de anécdota representativa para acceder a la de «tema» o demonio literario, susceptible de encarnarse en diferentes presentaciones, maneras o personajes. Creo que esto es así porque la misma situación aparece en otras obras, incluso teóricas, con marcadas coincidencias; por ejemplo, en la Historia secreta de una novela leemos:

«Volví a Lima, ingresé en la Universidad, mi familia estaba persuadida de que debía ser abogado porque tenía un fuerte espíritu de contradicción. [...] Para entonces ya llevaba algún tiempo escribiendo cuentos, poemas, y hasta había acabado una pieza de teatro (con incas). Pero la primera cosa que creí escribir en serio, trabajando fuerte varias semanas, fue una novela corta o relato largo donde traté de construir tina historia inspirada, justamente, en esos recuerdos que tenía de Piura: 'la casa verde' y la Mangachería. Recuerdo mal el relato, se me han esfumado los personajes y la anécdota. Sólo sé que era una especie de tragedia, inyectada de sangre y de fanatismo. Me sentí un pavo real cuando lo terminé; pensé que era ya un escritor. Lo di a leer a un amigo cuyo juicio literario respetaba, y él me abrió los ojos sin contemplaciones»5.


Es, mutatis mutandis, la misma situación reflejada en la novela que nos ocupa: desde el espíritu de contradicción hasta el amigo que le abre los ojos y que podemos identificar con Javier. Unas páginas después, continúa la Historia secreta de una novela:

«Había terminado un libro de cuentos, que encontró un editor en Barcelona (misteriosamente, esta ciudad sería la cuna de publicación de todos mis libros), y el resultado era más bien deprimente. Los había escrito casi todos en Lima, en los resquicios de tiempo libre que me dejaban múltiples y fastidiosos trabajos alimenticios. [...] Yo vivía en París en aquella época y me ganaba la vida -bella ironía- como periodista y como profesor. Bueno, así fue cómo en 1962, en un departamento crujiente y glorioso (porque en los bajos había vivido Gérard Philippe) de la rue Tournon, esos recuerdos de Piura -'la casa verde', la Mangachería- y de la selva -la Misión de Santa María de Nieva, Jum, Tushía- tornaron a mi memoria»6.


Son hechos que, más o menos alterados los detalles, coinciden en lo esencial con los expuestos al principio del capítulo XX y último de la obra que nos ocupa. Tenemos, entonces, que Marito Vargas, una vez que consigue sus ideales -vivir en el París literario, publicar y casarse-, dé por finalizada su autobiografía. Es un final que corresponde al momento en que aparecen Los jefes (1958) y La ciudad y los perros (1962), precisamente cuando se dispone a escribir lo que será La casa verde (1966), obra esta última a la que se refiere en Historia secreta de una novela. Sin olvidar lo señalado hasta ahora, podemos pasar al estudio descriptivo del segundo plano, al análisis de los seriales escritos por Pedro Camacho.

Los fragmentos que Mario Vargas Llosa nos da como escritos por Pedro Camacho se caracterizan por empezar, en cada capítulo, con un indudable y caricaturesco estilo de folletín, de serial radiofónico. Así, por ejemplo, el primer episodio arranca de la siguiente manera: «[...] cuando un famoso galeno de la ciudad, el doctor Alberto Quinteros -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu-, abrió los ojos...» (pág. 29); en este párrafo encontramos que la aposición nominal (de lejana y desvaída progenie valle-inclanesca) se convierte en fórmula tópica que se repetirá al píe de la letra en otros episodios para caracterizar a todo tipo de individuos (págs. 127, 167, 216, 397), y que, como esquema gramatical, reaparece en algunos otros lugares (págs. 77, 397, etc.). En este mismo sentido, tenemos el hecho de que los capítulos escritos por Pedro Camacho acaban indefectiblemente con una serie de interrogaciones más o menos retóricas en que el autor se pregunta por el desenlace de las situaciones por él creadas; es un recurso tópico para azuzar e intensificar la expectativa de lectores u oyentes radiofónicos. Sin embargo, entre estos dos patterns folletinescos con que empiezan y acaban los capítulos, el desarrollo estilístico de lo narrado no corresponde a modelos tópicos, sino que la forma concuerda con la utilizada habitualmente por Vargas Llosa, sobre todo con la de sus primeros escritos. Por su parte, el argumento deriva desde carriles convencionales en el género a que pertenece hasta situaciones disparatadas o extravagantes; inesperadas en cualquier caso.

Notemos, por otra parte, que la forma de los seriales no se mantiene sin variaciones a lo largo de todo el libro; por ejemplo, cuando la cabeza de Pedro Camacho comience a dar síntomas de confusión, se desarrollarán con profusión las aposiciones (nominales o verbales), normalmente limitadas por pausas señaladas por comas más que por guiones (páginas 295, 296, 299, 300, 302, 304, 305, 338, 341, 342, 347, 348, 350, 351, 353, 358, 385, 390, 393, 399, etc.); estas aposiciones pueden presentar incluso una enunciación interrogativa referida al mismo término de que dependen, al que caracterizan (págs. 312, 513 y passim). Son dos maneras sutiles e indirectas de mostrar la falta de definición que van adquiriendo los escritos de Camacho. Frente al autor de seriales, Varguitas, en su autobiografía, apenas utiliza alguna vez el recurso descrito; señalaré un solo caso: «[...] pese a las sonrisas de muñeco -labios que se levantan, frente que se arruga, dientes que asoman- que aderezaban su monólogo» (pág. 57), caso que sirve, precisamente, para describir la figura de Pedro Camacho.

La «literaturización» de los textos radiofónicos se advierte en todos los niveles; cabe señalar, por ejemplo, algunos usos léxicos que, al menos desde este lado del Atlántico, resultan chocantes; tenemos, entre otros, el galicismo constipación (págs. 218, 259), aunque también aparezca estreñimiento (pág. 257); quizá se pudiera señalar un cierto aire «moderno» a formas como sicalípticas o creatividad (pág. 170), aunque sean corrientes en determinados contextos; también se podría señalar el derivado argóticas (de argot, claro, pág. 307). Todos los términos que acabo de señalar los utiliza Pedro Camacho; por contra, la única palabra que me sorprende en el vocabulario de Varguitas es olear (pág. 330), por anticuada.

En otro nivel, creo encontrar en la obra de Camacho algunas expresiones o párrafos que parecen mostrar una cierta contaminación literaria, recordar a otros autores u otras obras. Por ejemplo, estas líneas: «El acusado se había puesto en pie. Tenía una expresión nazarena, en su mano derecha el cuchillo despedía un brillo premonitorio y terrible» (página 147), que traen ecos del primer Valle-Inclán. Ambiente parecido a algunos de Gabriel García Márquez ofrece esta descripción:

«La familia Bergua no levantó la cabeza más. Comenzó su desmoronamiento material y moral. Arruinados por clínicas y leguleyos, debieron renunciar a dar clase de piano (y, por lo tanto, a la ambición de convertir a Rosa en artista mundial) y reducir su nivel de vida a extremos que lindaban con las malas costumbres del ayuno y la suciedad. La vieja casona envejeció aún más y el polvo fue impregnándola y las telarañas invadiéndola; su clientela disminuyó y fue bajando de categoría hasta llegar a la sirviente y al cargador».


(Pág. 268, y cfr. pág. 387)                


Ciato que aquí este proceso de involución en el que los personajes se repliegan sobre sí mismos como el caracol en su concha, es menos mágico y más decimonónico que el de García Márquez. La sistematización del estilo y de la actividad de un personaje en el cumplimiento de su deber puede recordar la aséptica actitud de Pantaleón:

«Pero, aunque niño, su inteligencia le hizo comprender que si se abandonaba a esas inclinaciones se frustraría; su inclinación era cuantitativa, no cualitativa. No se trataba de inferir el máximo sufrimiento por unidad de enemigo, sino de destruir el mayor número de unidades en el mínimo tiempo».


(Pág. 171, y cfr. pág. 311)                


Aunque, como en los casos anteriores, puede tratarse de una impresión subjetiva mía, hay un planteamiento -no un estilo- que a mí me recuerda una obra española reciente: «[...] recibía ofertas para trabajar en México, Brasil, Colombia, Venezuela, que él, patriotismo de sabio que renuncia a las computadoras de Nueva York para seguir experimentando con las cobayas tuberculosas de San Fernando» (pág. 348); me refiero a Tiempo de silencio, aunque cambie la enfermedad y los lugares. Si este último caso fuera tal como yo lo planteo, la coincidencia afectaría al argumento, a la anécdota, y no al estilo, como era el caso en los ejemplos anteriores. Esto nos permite pasar al estudio de un aspecto de las historias de Pedro Camacho que no habíamos tenido en cuenta; me refiero al origen de los argumentos, de los temas.

Parece como si el serialista, el escriba, como le llama Varguitas, desarrollara en sus folletines hechos que se dan en la realidad objetiva y que no sería difícil documentar en la prensa diaria, en la sección de sucesos. Es lo que ocurre con la niña comida por las ratas, con el obrero que mata al niño que le impide dormir, etc. En otras ocasiones, no sé si la anécdota será real, pero se pueden encontrar modelos ajenos7. Esto no tiene nada de raro, pues el mismo Camacho lo declara: «Yo trabajo sobre la vida; mis obras se aferran a la realidad como la cepa a la vid» (página 64). A estas alturas del análisis, me parece importante recordar que Marito Vargas hace -o intenta hacer- lo mismo: todos sus cuentos, que acaban indefectiblemente en la papelera, arrancan de un hecho real que le cuenta alguno de sus amigos; son argumentos ajenos.

Sin embargo, hay un aspecto en los seriales de Pedro Camacho que cambia radicalmente la naturaleza de la influencia que venimos viendo: hasta aquí hemos señalado la utilización de motivos ajenos; ahora podemos tratar del desarrollo, en forma de seriales, de experiencias vividas, personalmente vividas. Es obvio que la inquina de Pedro Camacho contra los argentinos proviene del hecho de que su mujer tenga esa nacionalidad, según sabremos al final de la obra: de esta forma, el marido abandonado vierte su frustración personal al exterior, objetivándola y transformándola al mismo tiempo: la hace literatura. La prevención de Camacho contra las mujeres en general, su opinión de que son incompatibles con la labor creadora de los artistas, puede responder a la misma causa; en cualquier caso, algo de verdad (subjetiva) hay en ello, ya que cuando Camacho se reconcilia con su mujer, recobrado ya el seso, no produce nada; que, sin embargo, no se puede tomar como efecto general lo demuestra la experiencia de Marito con la tía Julia.

Hay otros casos en los que la relación entre experiencia vivida y serial radiofónico resulta menos evidente, aunque nunca esté demasiado oculta. En la página 65 se produce este diálogo entre Camacho y Varguitas:

«-Se parece usted a los escritores románticos -se me ocurrió decirle en mala hora.

-En todo caso ellos se parecen a mí -saltó en la silla, con la voz resentida-. Nunca he plagiado a nadie. Se me puede reprochar todo, menos esa infamia. En cambio, a mí me han robado de la manera más inicua. [...] Toda Argentina está inundada de obras mías, envilecidas por plumíferos rioplatenses».


No resulta sorprendente que uno de los personajes radiofónicos de Camacho, el bardo de Lima, sufre parecida situación:

«Y cuando los amigos venían a contarle que las mediocridades de los bajos fondos artísticos plagiaban sus músicas, se limitaba a bostezar. [...] El bardo y el Padre Gumercindo acostumbraban ir juntos por esas calles limeñas donde Crisanto -¿artista que se nutría de la vida misma?- recogía personajes y temas para sus canciones. Su música -tradición, historia, folklore, chismografía- eternizaba en melodías los tipos y las costumbres de la ciudad».


(Págs. 389 y 393)                


El parecido de Crisanto, el bardo de Lima, con Camacho, el escriba, es patente en estos y otros aspectos; claro que la figura literaria está idealizada, embellecida, poetizada. Dejo al lector el trabajo de apurar todas las coincidencias, incluida la del Mentor Padre Gumercindo con Varguitas8. En cualquier caso, advertiré que la estrecha conexión entre Crisanto y Camacho parece ser el resultado final de un proceso de aproximación entre el autor y sus personajes, de manera que a cada nuevo episodio la proyección personal se hace más intensa: Camacho comienza introduciendo solamente detalles, rasgos personales (por ejemplo, los obsesivos cincuenta años que coloca a todos sus personajes); más tarde, sin embargo, el escriba se vuelve sobre sí mismo y lo que desarrolla en los seriales es su propia vida, su situación. Naturalmente, la idealiza y desmesura, vistiéndola a medida de sus deseos e ilusiones, tal como se ve o -mejor- le gustaría verse. Sin afanes totalizadores, señalaré algunos casos en que Pedro Camacho utiliza sus experiencias, modificándolas en la dirección apuntada. La historia del vasco que consagra su vida a la lucha contra las ratas puede haber sido motivada por este hecho concreto:

«-Acompáñeme a comprar veneno -me dijo tétricamente Pedro Camacho, desde la puerta, agitando su melena de león-. Nos quedará tiempo para el bebedizo.

Mientras recorríamos las travesías del jirón de la Unión buscando un veneno, el artista me contó que los ratones de la pensión 'La Tapada' habían llegado a extremos intolerables».


(Pág. 190)                


Aunque, como es lógico, las ratas no eran más que ratones y que éstos se limitaban a devorar la comida del escriba. También la pensión 'La Tapada' se convierte en musa inspiradora:

«-En la pensión 'La Tapada' suceden cosas interesantes -me dijo, sin siquiera responderme, mientras me hacía dar vueltas casi al trote en torno al monumento a San Martín-. Hay un joven que llora en las noches de luna...».


(Pág. 233)                


A pesar de las protestas de Pedro Camacho ante estos gritos, la dueña de la pensión no pone remedio; en consecuencia, el escriba convierte la molestia que los llantos le producen en un serial, en cuya historia (o historias, cfr. págs. 234-5, donde mezcla varias series como posibilidades de lo real) se refleja la situación desde diferentes perspectivas:

«Cuando el desvelo fue químicamente derrotado con somníferas resultó peor: el sueño de Abril Marroquín era visitado por pesadillas en las que se veía despedazando a su hija aún no nacida. Sus desafinados aullidos. [...] Pero lo oyen; oyen sus rugidos, sus ayes, su quejumbre o sus alaridos que estremecen los vidrios. Los recién llegados a la 'Pensión Colonial' se sorprenden, durante estas crisis, que mientras el descendiente de conquistadores aúlla, doña Margarita y la señorita Rosa continúen barriendo, arreglando, cocinando, sirviendo y conversando como si nada ocurriera».


(Págs. 215 y 257)                


Otras veces son las opiniones de Camacho las que se convierten en motivos radiofónicos, las que se literaturizan; veamos primero el término «real»:

«-Para todo eso no hay como la leche de magnesia -me repuso, dejándome sin ánimos siquiera de reírme-. Ya sé, le parecerá un materialismo exagerado. Pero, hágame caso, tengo experiencia de la vida. La mayor parte de las veces, las llamadas penas del corazón, etcétera, son malas digestiones, fréjoles tercos que no se deshacen, pescado pasado de tiempo, estreñimiento. Un buen purgante fulmina la locura del amor».


(Páginas 192-3)                


y ahora la conversión en literatura radiofónica:

«Tímidamente, el propagandista médico, ya extendido sobre el muelle diván, se atrevió a musitar, imaginando una confusión de personas, que no lo traía a este consultorio el vientre, sino el espíritu.

-Son indiferenciables -lo desasnó la facultativo-. Un estómago que evacúa puntual y totalmente es gemelo de una mente clara y de un alma bien pensada. Por el contrario, un estómago cargado, remolón, avaricioso, engendra malos pensamientos, avinagra el carácter, fomenta complejos y apetitos sexuales chuecos y crea vocación de delito, una necesidad de castigar en los otros el tormento excrementicio».


(Pág. 218)                


También el agente viajero arequipeño (pág. 257) padecía estreñimiento crónico. Pero no es esto lo que ahora me parece importante. Está claro que los consejos que Camacho propina a Varguitas no le han servido al escriba para curar su propia afección amorosa de marido abandonado: sigue recordando, incluso obsesionado por su mujer («¿Mi paisana? -se sorprendió el escriba-. ¿Está usted en amores con una argentina, perdón, boliviana?», pág. 288). Pero, sea esto como fuere, lo cierto es que la doctora Acémila no cura realmente a su enfermo con leche de magnesia; no es a través del estómago ni el vientre como resuelve el caso: lo que la doctora del serial propone como remedio -el lector lo recordará- es que el paciente reproduzca el accidente (origen de su dolencia) como si fuera un juego, esto es, la doctora Acémila convence a Abril Martorel para que convierta la realidad en juego, en arte, en definitiva. Es el mismo procedimiento que utiliza Pedro Camacho para liberarse de sus pulsiones más o menos fantasmáticas, aunque a él, por diversas razones que veremos, no le dé resultado la terapia, al menos en todas las ocasiones.

En general, Pedro Camacho actúa como un demiurgo que no sólo conoce la realidad, sino que, además, es capaz de crearla. Normalmente, el escriba arranca de un hecho que no le gusta o le molesta; a partir de ahí crea, esto es, modifica y transforma la realidad para hacerla aceptable.

Hemos visto, pues, cómo algunos hechos que se nos cuentan en el plano «real» de La tía Julia y el escribidor, que nos cuenta Varguítas en su autobiografía, pasan a los seriales de Pedro Camacho, al plano «literario» de la novela. Ahora bien, nos encontramos con que la relación entre los dos planos no se produce solamente en la dirección indicada; también se produce la influencia en sentido inverso: los seriales influyen en los personajes del piano real. Sin duda, el caso más chusco es la carta del embajador de Argentina (pág. 155 y cfr. 129); otros personajes también comentan lo oído por la radio y son influidos por ello. Así, la tía Julia comenta:

«-Los amores de un bebé y una anciana que además es algo así como su tía -me dijo una noche la tía Julia, mientras cruzábamos el Parque Central-. Cabalito para un radioteatro de Pedro Camacho.

Le recordé que sólo era mi tía política y ella me contó que en el radioteatro de las tres un muchacho de San Isidro, buenmosísimo y gran corredor de tabla havaiana, tenía relaciones nada menos que con su hermana, a la que, horror de horrores, había dejado embarazada».


(Página 112)                


Tenemos otros casos semejantes en las páginas 189, 242, etc. Pero hay dos de estos casos que me parecen especialmente significativos para valorar la intensidad con que la ficción de los radioteatros se inserta en la vida de los personajes, hasta qué punto la literatura ha caído en la realidad:

«Fue un sueño ansioso y sobresaltado, en el que a intensos ramalazos de deseo que nos hacían buscarnos y acariciarnos instintivamente, sucedían pesadillas; después nos las contamos y supimos que en las de ambos aparecían caras de parientes, y la tía Julia se rió cuando le dije que en un momento del sueño me había sentido viviendo uno de los cataclismos últimos de Pedro Camacho».


(Pág. 376)                


No estará de más recordar que algunos personajes de los radioteatros también sufren pesadillas en las que ven caras de parientes. Y no deja de ser curioso que el climax del segundo plano de la obra -los cataclismos de Pedro Camacho- se produzca precisamente cuando también llega a su punto culminante la relación de Varguitas con la tía Julia; supongo que será un recurso para reforzar la intensidad de las dos situaciones, y, claro, el proceso lógico de la novela como conjunto.

El otro caso de influencia del serial en la realidad, a que señalaba antes, se da en la página 422: «Con estos trabajos (que me hacían sentir un poco émulo de Pedro Camacho)». Y no me refiero solamente a esta frase concreta; se trata de una actitud general que engloba a casi todos los personajes, la realidad se halla como empapada de retórica radioteatral; así, Marito se ve en la necesidad de decirle a su madre: «Mamacita, no empieces otra vez con tus radioteatros» (pág. 423); y aunque no se señale explícitamente en la novela, el padre de Varguitas habla y actúa también a la manera de los personajes de las radionovelas: «Tendrá que obedecerme hasta que cumpla veintiún años; luego puede perderse» (pág. 423). Parece como si al final de la obra se aproximaran las dos series novelescas, los dos mundos, que han ido siguiendo líneas convergentes hasta unirse y, después, cruzarse, separándose cada vez más, en el epílogo. La boda representaría el punto de unión; el cambio de situación se da en el último capítulo, cuando P. Camacho anda de redactor recogiendo noticias en las comisarías para los boletines informativos, mientras Vargas Llosa ha creado y crea obras literarias sobre la realidad peruana.

Ahora bien, lo verdaderamente curioso en lo que respecta a la relación entre los dos planos en que se divide la novela se produce no cuando los personajes de la realidad imitan a los personajes del radioteatro, sino cuando la realidad coincide con las fantasías de Pedro Camacho. Como si fuera uno de sus propios personajes, el escriba se ve obligado a acudir a un médico que cure sus desarreglos psíquicos. Y no deja de ser sorprendente que el alcalde que (por fin) casa a los protagonistas sea «un hombre cincuentón» (pág. 379), en lo mejor de la edad, podríamos añadir. Claro que también en Javier se manifiesta la mimesis:

«A unos cincuenta kilómetros de Lima, el colectivo donde él y Pascual regresaban la víspera se salió de la carretera y dio una vuelta de campana en el arenal. Ninguno de los dos se hirió, pero el chófer y otro pasajero habían sufrido contusiones serias; fue una pesadilla conseguir, en plena noche, que algún auto se detuviera y les echara una mano».


(Página 403)                


Aunque aquí no se producen las escenas trágicas que cabría esperar, el accidente ofrece extrañas resonancias con el sufrido por el representante de productos farmacéuticos -lo que concuerda con los desarrollos estomacales que ya hemos comentado. Por otra parte, cuando Javier pierde las esperanzas de ser correspondido por la flaca Nancy, tiene lugar una escena parecida a esta, que cuenta Pedro Camacho:

«Era entonces cuando Joaquín comenzaba a beber, pasando de una cantina a otra y mezclando licores para obtener efectos prontos y explosivos, Fue un espectáculo corriente, para sus padres, verlo recogerse a la hora de las lechuzas, y cruzar las habitaciones de 'La Perla', dando traspiés perseguido por una estela de vómitos».


(Pág. 346)                


Claro que Camacho ha podido conocer esto por boca de Javier o de Varguitas, y entonces se trataría simplemente de otro caso de utilización de la realidad; de todas maneras, el hecho de la borrachera es tan trivial y frecuente que no necesita de modelos concretos ni supone una conexión de especial importancia. Más interés tiene, a mi entender, que la doctora Acémila diga: «[...] le explicó que lo que perdía a los hombres era el temor a la verdad y el espíritu de contradicción» (pág. 219); ya que el espíritu de contradicción es lo que, según su familia, le pierde a Varguitas. Y debe ser verdad lo del espíritu de contradicción, porque Vargas Llosa cuenta lo mismo en otro escrito: «Volví a Lima; ingresé en la Universidad; mi familia estaba persuadida de que debía ser abogado, porque tenía un fuerte espíritu de contradicción»9.

Con este tipo de conexiones entramos en una nueva senda y se plantean otros problemas: los seriales de Camacho no sólo coinciden con la «realidad» de la novela en que aparecen, también coinciden con otras obras de Mario Vargas Llosa, y lo mismo sucede con el plano real. Así, por ejemplo, al sargento Líturna (capítulo IV) lo habíamos encontrado en Los jefes, obra aparecida en 195810; y en esta misma obra tenemos a un Javier, amigo íntimo del autor, que actúa en el cuento que da título al volumen, cuento en el que ya aparece el sueño como medio para huir de la realidad, transformándola y embelleciéndola11. En La ciudad y los perros hay un personaje que, como la tía Julia, «era muy gracioso, cada día sabía nuevos cuentos colorados y los contaba muy bien, haciendo muecas y cambiando de voz»12.

Pero todo esto no son sino detalles más o menos curiosos. Lo importante, a mi modo de ver, son las concordancias extensas; las que tienen carácter conceptual o teórico y se refieren al proceso de la creación literaria.

*  *  *

En la página 162 de La tía Julia y el escribidor, Pedro Camacho se decide a levantar una punta del velo que oculta su método de trabajo:

«Bajando la voz, como para que no fueran a descubrir su secreto fantasmales competidores, nos dijo que nunca escribía más de sesenta minutos una misma historia y que pasar de un tema a otro era refrescante, pues cada hora tenía la sensación de estar principiando a trabajar.

-En la variación se encuentra el gusto, señores -repetía con ojos excitados y muecas de gnomo maléfico.

Para eso era importante que las historias estuvieran ordenadas no por afinidad, sino por contraste: el cambio total de clima, lugar, asunto y personajes reforzaba la sensación renovadora».


Y en la Historia secreta de una novela escribe Mario Vargas Llosa:

«Concebí entonces el proyecto -curiosa terapéutica- de escribir dos novelas simultáneamente. Suponía que escribir dos sería menos angustioso que una sola, porque pasar de una a otra resultaría refrescante, rejuvenecedor [...], esos recuerdos de Piura -'la casa verde', la Mangachería- y de la selva -la Misión de Santa María de Nieva, Jum, Tushía- tornaron a mi memoria. Había pensado, rara vez en ellos durante los años anteriores, pero ahora esas imágenes volvieron y de manera impetuosa y punzante. Había decidido escribir dos novelas, ya se los [sic] dije: una situada en Piura, a partir de mis recuerdos de esa ciudad, y otra en Santa María de Nieva, aprovechando como material de trabajo lo que rememoraba de las misioneras, de Urakusa y de Tushía. Comencé a trabajar según un plan bastante rígido: un día una novela, al siguiente la otra. Avancé algunas semanas (o quizá meses) con las historias paralelas. Muy pronto el trabajo comenzó a ser penoso; a medida que el mundo de cada novela se iba desplegando y cobrando forma, era preciso un esfuerzo mayor para tener a cada cual separado y soberano en mi mente».


Como el lector sabe, los mismos problemas se le presentan a Pedro Camacho, que es incapaz de mantener separadas las diferentes series; y así lo reconoce y señala él mismo:

«-Esto es un volcán de ideas, por supuesto -afirmó-. Lo traicionero es la memoria. Eso de los nombres, quiero decir. Confidencialmente, mi amigo. Yo no los mezclo, se mezclan. Cuando me doy cuenta es tarde. Hay que hacer malabares para volverlos adonde corresponde, para explicar sus mudanzas. [...] Pero, un momento después, con humildad, me contó que al darse cuenta de los 'olvidos' había intentado hacer un fichero. Sólo que era imposible, no tenía tiempo, ni siquiera para consultar los programas radiados: todas sus horas estaban tomadas en la producción de nuevos libretos: "Si paro, el mundo se vendrá abajo", murmuró».


(Págs. 290-291)                


Camacho trata de poner remedio a esta situación; por ello comienzan en seguida las matanzas de personajes, de fantasmas que, sin embargo, resucitan poco después, en otros episodios. Además, hay otro intento. En el capítulo XVI principia Camacho nuevas historias (poco después de que en la página 312 y sigs. aparecieran las interrogaciones), pero es inútil; ya en la página 350 han vuelto a mezclarse, ha vuelto la confusión: pase lo que pase, haga lo que haga, el autor -en este caso, Camacho- llega siempre a los mismos resultados, a los mismos demonios; al yo personal del escritor. De nada sirve matarlos en el papel; siguen viviendo en la cabeza. La única solución posible -posible y parcial- es dejarles vivir y manifestarse hasta que su fuerza pulsional se agote13.

Por su parte, Mario Vargas Llosa, en la continuación del párrafo que he copiado antes, explica sus propias dificultades para separar los dos mundos de la novela:

«En realidad, no lo conseguí. Cada día (cada noche) tenía que enfrentarme a una tremenda confusión. Absurdamente mi esfuerzo mayor consistía en mantener a cada personaje en su sitio. Los piuranos invadían Santa María de Nieva, los selváticos pugnaban también por deslizarse en "la casa verde". Cada vez era más arduo sujetar a cada cual en su mundo respectivo. Un día despertaba seguro de que Bonifacia (un personaje de la historia de la selva dibujado vagamente sobre Ester Chuwik, la niña aguaruna rescatada por Morote Best) era una de las habitantes de "la casa verde"; otro, de que uno de los guardias de Santa María de Nieva era mangache. Estaba describiendo la historia de Piura y, de pronto, me sorprendía reconstruyendo trabajosamente la perspectiva que ofrecía el pueblo desde lo alto de la Misión; estaba escribiendo la novela de la selva y de pronto la cabeza se me llenaba de arena, algarrobos y burritos. Al fin sobrevino una especie de caos: el desierto y la selva, las habitantas de "la casa verde" y las monjitas de la Misión, el arpista ciego y el aguaruna Jum, el padre García y Tushía, los arenales y la espesura cruzada de "caños" se confundieron en un sueño raro y contrastado en el que no era fácil saber dónde estaba cada cual, quién era quién, dónde terminaba un mundo y dónde empezaba el otro. Era demasiado fatigoso seguir luchando por apartarlos. Decidí, entonces, no hacerlo más: fundir esos dos mundos escribiendo una sola novela que aprovechara toda esa masa de recuerdos. Me costó otros tres años y abundantes tribulaciones ordenar semejante desorden».


(Págs. 50-53)                


Hasta lo señalado hasta aquí para concluir que Pedro Camacho es Mario Vargas Llosa, precisamente la contrafigura del Vargas Llosa que escribe La ciudad y los perros y -sobre todo- La casa verde. Desde este momento (y dejando para más tarde otros, problemas, de tipo autobiográfico) podemos ver la figura de Camacho, y su actividad, como un reflejo de la teoría literaria de Vargas Llosa, Especialmente revelador en este sentido resulta la disparidad de resultados: Camacho acaba recluido en un manicomio y, después, agotado y seco; lo que no le sucede a Vargas Llosa. En la diferencia de enfoques del hecho literario reside, a mí parecer, la explicación del fracaso de uno y del éxito del otro. Es cierto que ambos autores reflejan en sus obras sus respectivos fantasmas personales, sus problemas íntimos. El caso de Camacho lo hemos descrito arriba; el de Vargas Llosa resulta obvio si aceptamos que escribe su propia vida sub especie de Camacho y si vemos que también es autobiográfica (literariamente) la aventura con Julia y sus inicios de escritor. Ahora bien, hay una diferencia radical en el tratamiento que cada uno de los dos autores le conceden a su problema; diferencia que es fundamental y muy intensa, aunque a primera vista parezca que las actitudes coinciden, Camacho declara:

«Yo trabajo sobre la vida, mis obras se aferran a la realidad como la cepa a la vid [!]. Para eso lo necesito. Quiero saber si ese mundo es o no es así».


(Pág. 64)                


y procede de la manera siguiente:

«Me sometió a un interrogatorio prolijo y divertido (para mí, pues él me mantenía su seriedad funeral) sobre la topografía humana de la ciudad, y advertí que las cosas que le interesaban más se referían a los extremos: millonarios y mendigos, blancos y negros, santos y criminales. Según mis respuestas, añadía, cambiaba o suprimía iniciales en el plano con un gesto veloz y sin vacilar un segundo, lo que me hizo pensar que había inventado y usaba ese sistema de catalogación hacía tiempo. ¿Por qué había marcado sólo Miraflores, San Isidro, la Victoria y el Callao?

-Porque, indudablemente, serán los escenarios principales -dijo, paseando sus ojos saltones con suficiencia napoleónica sobre los cuatro distritos-. Soy hombre que odia las medias tintas, el agua turbia, el café flojo. Me gusta el sí o el no, los hombres masculinos y las mujeres femeninas, la noche o el día. En mis obras siempre hay aristócratas o plebe, prostitutas o madonas. La mesocracia no me inspira y tampoco a mi público».


(Pág. 65)                


También Vargas Llosa trabaja sobre la vida, la propia o la ajena, y se aferra a la realidad; también él anda por los extremos: la selva y el arenal, las monjitas y las habitantas... Pero, al principio, recién salido de la adolescencia, Marito intenta escribir cuentos que se basan en sucesos reales: estos hechos (que son los que le dan pie para organizar los argumentos) los conoce -como Camacho los suyos- porque alguien se los cuenta, por intermedio de otra persona, no por experiencia directa, personal: no los ha vivido y, por lo tanto, no puede vivenciarlos. Y fracasa. Sólo cuando sus demonios personales se insertan y se funden con la realidad exterior vivida, interiorizada, logra resultados positivos. Vargas Llosa no trabaja sobre el mapa exclusivamente, no se encierra en su concha, sino que sale al mundo para integrarlo o para proyectar sobre él sus sombras fantasmáticas. Incluso cuando trabaja al mismo ritmo que Pedro Camacho no sólo alterna una novela con otra; alterna también literatura y vida:

«[...] siempre había encontrado empleos alimenticios que me dejaban, cuando menos, la mitad de cada día exclusivamente para escribir. El problema era que todo lo que escribía se refería al Perú. Eso me creaba, cada vez más, un problema de inseguridad, por el desgaste de la perspectiva (tenía la manía de la ficción 'realista'). [...] [Pero] [...] Ese mes que pasábamos en el Perú, cada año, generalmente en el invierno (julio o agosto), me permitía zambullirme en el ambiente, los paisajes, los seres sobre los cuales había estado tratando de escribir los once meses anteriores. [...] Así, un año, había emprendido un viaje a la zona del Alto Marañan para ver, oír y sentir de cerca un mundo que era escenario de la novela que escribía, y otro año, escoltado por amigos diligentes, había realizado una exploración sistemática de los antros nocturnos -cabarets, bares, lenocinios-, en los que transcurría la mala vida del protagonista de otra historia. [...] Aprendiendo a conocer la nueva cara de la ciudad, bajaba por la avenida. [...] No sólo lo hacía por curiosidad y cierta nostalgia, sino también por interés literario, pues en la novela que trabajaba algunos episodios ocurrían en el Parque Universitario, en la casona de San Marcos y en las librerías de viejo, los billares y los tiznados cafecitos de los alrededores».


(Págs. 430-433)                


Parece como si a Camacho la realidad le agrediera y, sólo entonces, se decidiera a meterla en sus escritos, embelleciéndola o mitificándola. Sin embargo, Vargas sale al encuentro de la vida y, en ocasiones, la refleja de manera negativa, degradándola incluso, aunque él, como protagonista, se reserve siempre un papel estelar en el asunto.

Otra diferencia cabría señalar: la reiteración que caracteriza las producciones de Camacho, quien repite siempre el mismo esquema y aun las mismas palabras, no se da en los escritos de Vargas Llosa, que realiza una progresiva evolución en sus novelas, aunque mantenga ciertas conexiones entre unas y otras; así, por ejemplo, en el adolescente volumen titulado Los jefes notamos que el primero de los cuentos puede considerarse como el núcleo que dará lugar a la no menos adolescente novela La ciudad y los perros; también el cuento en que aparece el sargento Lituma guarda algunas conexiones con La casa verde.

A pesar de las diferencias, Vargas Llosa se siente, en cierta medida, solidario de Camacho, por lo menos con el Camacho que escribe La casa verde; entre otras cosas, trata de justificar el procedimiento literario, las mezclas de personajes. Bien es verdad que la defensa es un tanto distanciada y no excluye el rechazo de ciertos errores, como puede ser la situación final, la que acaba en un caos total. Esta solidaridad se ve también en que las críticas dirigidas contra Camacho por los personajes del plano real en La tía Julia y el escribidor coincidan con las que recibe Vargas Llosa cuando publica La ciudad y los perros o La casa verde. En cualquier caso, estas concordancias son suficientemente tenues y están tan diluidas que serían difíciles de identificar si no contáramos ya con el dato de que el escriba y el autor son la misma persona. Veamos un ejemplo de lo que digo: que a determinados les parezca demasiado fuerte la emisión en que el acusado se «hiere» para probar su inocencia, o la reacción de los mílites argentinos ante las ofensas a su patria, pueden recordar las críticas y el auto de fe cívico-castrense que suscitó la lectura de La ciudad y los perros en el Perú.

Más interés, sin embargo, parece tener Vargas Llosa en la defensa del método ya empleado en La ciudad; me refiero a la mezcla o combinación de dos historias, procedimiento que se intensifica en La casa hasta alternar las líneas de dos relatos (en La tía Julia sólo alterna los capítulos). Veamos primero una crítica:

«Vargas Llosa parece aspirar a descubrir el Mediterráneo. Mucho antes que él lo novelara, este tema había sido tratado por varios autores americanos, entre otros por Joaquín Edwards Bello, Eduardo Barrios, Carlos Loveira, que le dedicó su más extensa novela (Juan Criollo), y el ya mentado José María Arguedas en Los ríos profundos. Lo único que añade Vargas Llosa es la protervia tediosa del léxico de letrinas y lupanares. [...] El autor, como tantos otros narradores de su generación en la América Latina, ha tomado como modelo principal a William Faulkner, y como su paradigma, resulta embrolloso, oscuro y pedante -y, por supuesto, tedioso. Uno de los trucos de que se vale con frecuencia para enmarañar la acción y confundir -y aburrir- al lector consiste en los juegos malabares que hace con la cronología de los hechos que narra. El tiempo se administra aquí con premeditada anarquía. Pero una novela no es un acertijo ni una charada. Una buena novela es -o debe ser- siempre una obra de arte. Si no conmueve nuestro espíritu ni nos invita a meditar, ni estimula nuestra sensibilidad literaria y nuestro interés, entonces su lectura se hace ingrata y el diálogo tácito, o la comunicación entre autor y lector se inhibe. El fin de la novela no es necesaria ni únicamente entretener, pero es uno de sus objetivos importantes. Hacer de la novela un rompecabezas o crucigrama que debe descifrarse como una adivinanza, es prostituirla y rebajarla al rango de los juegos frívolos y pueriles. El Ulysses no es eso; pero como William Faulkner carecía del ingenio del creador irlandés, echó por esos cerros de Úbeda del embrollo y la confusión para conseguir la fama que no pudo conseguir por vía de la imitación joycesca. Por desdicha, esta manía cundió en América y son muchos los que ostentan orondos su librea faulkneriana para definirlos con la metáfora rubeniana»14.


Es difícil no estar de acuerdo con la descripción que en estos párrafos se hace de los aspectos más característicos y llamativos de las novelas de Vargas Llosa; tan difícil como aceptar los juicios de valor que vierte el crítico en esta ocasión. Pero lo que nos interesa ahora aquí son las respuestas -directas o indirectas- que Vargas Llosa da a cada una de esas acusaciones.

Para empezar, notemos que, en La tía Julia y el escribidor, la ruptura del diálogo tácito o la comunicación entre texto y lector no se produce: por el contrario, los seriales de Pedro Camacho nunca habían tenido tanta audiencia como la que obtienen en el momento en que empieza la mezcla de personajes; incluso personas que jamás habían oído un serial escuchan ahora los de Camacho. Cuando Genaro-papá (ejemplo arquetípico de falta de sentido literario) cree que Camacho se dedica «a tomar el pelo a la gente, a pasar personajes de un radioteatro a otro y a cambiarles los nombres, para confundir a los oyentes» (pág. 242), Genaro-hijo advierte con estupor: «[...] hemos vuelto a batir el récord de sintonía este mes. O sea que la ocurrencia de cabecear las historias funciona. Mi padre estaba inquieto por esos existencialismos, pero dan resultado; ahí están los surveys» (pág. 287). De esta manera, una de las objeciones más graves queda resuelta: las repetidas ediciones de las novelas corresponde al aumento de oyentes. Vargas Llosa, sin embargo, parece conceder que la exageración del procedimiento puede llevar a un callejón sin salida, como le ocurre a Pedro Camacho. Quizá por ello, las novelas posteriores a La casa verde (incluida la que nos ocupa) atenúan el sistema.

Otros problemas -y otras respuestas- plantea el asunto de la imitación, ataque al que tan sensible se muestra P. Camacho. Recordemos ahora cómo ve Vargas este aspecto de la cuestión:

«Un jovencito acicalado, con aire de intelectual (especialidad Límites Patrios), le sonrió con benevolencia y a nosotros nos lanzó una mirada que Pedro Camacho hubiera tenido todo el derecho de llamar argentina:

-¿No te he dicho que eso de pasar personajes de una historia a otra lo inventó Balzac? -dijo hinchando el pecho con sabiduría. Pero sacó una conclusión que lo perdió:

-Si se entera de que lo está plagiando, lo manda a la cárcel».


(Páginas 329-330, y cfr. la opinión de Varguitas en la pág. 290)                


párrafo donde la agresividad queda atemperada por la ironía- Con esta escena, Vargas Llosa responde a la acusación de plagio, ya que una cosa es pasar personajes de historia en historia y otra, muy diferente, lo que hace Camacho.

En cualquier caso, Vargas Llosa no rechaza el magisterio de Faulkner; lo presenta como uno de sus modelos a la hora de conseguir esa novela total a la que aspira:

«Martorell es el primero de esa estirpe de suplantadores de Dios -Fielding, Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce, Faulkner- que pretenden crear en sus novelas una "realidad total", el más remoto caso de novelista todopoderoso, desinteresado, omnisciente y ubicuo»15.


Algo de ese ideal hay en La casa verde, novela en la que el autor juega con el tiempo y el lugar, con la impenetrabilidad de los cuerpos (o de las historias) y hasta con la lógica. Este deseo de ser Dios, de poder modificar la creación en el sentido que le interesa, es algo que se puede advertir también en la novela que nos ocupa. Pero en La tía Julia y el escribidor es un dios pequeñito, casi familiar, que no altera más que la vida del protagonista, sin llegar a idealizarla; la hace objeto de su cariño y de una indudable comprensión, tanto en la edad que poetiza (Marito) como en la que caricaturiza (Camacho).

*  *  *

Hemos visto que en La tía Julia y el escribidor se desarrollan -en principio- dos planos que reflejan dos maneras de hacer literatura y dos edades. La historia de Varguitas (que tomamos como historia y tiempo real de la narración) es la de un joven recién salido de la adolescencia; de la adolescencia que, en forma autobiográfica también, se trata en La ciudad y los perros. Cuando la historia de Marito llegue al final, al último capítulo que funciona como epílogo y resumen de la estancia en París, comienza -comenzará- la historia de Camacho, del individuo que escribe mezclando historias, que escribe La casa verde. La sutura entre los dos momentos, cronológica y personalmente bien diferenciados, se produce en el momento en que empieza a escribir y publicar en París, por un lado, y cuando emprende viaje a las fuentes del río Marañón16, por el otro. Recordemos: «Bueno, así fue como en 1962, en un departamento crujiente y glorioso», etc.

Parece como si Marito, esto es, el escribidor, dejará de serlo para convertirse en el escriba, y como tal comienza a actuar al final de esta novela y en otros textos:

«Justifiqué así mi fracaso: sólo se podía ser escritor si uno organiza su vida en función de la literatura; si uno pretendía -como había hecho yo hasta entonces- organizar la literatura en función de una vida consagrada a otros amos, el resultado era la catástrofe. Completé esas justificaciones con una teoría voluntarista: la inspiración no existía»17.


Quizá el otro amo sea el mundo; o la carne, con lo que liaría buena la teoría de Camacho sobre la incompatibilidad de lo uno y lo otro. Esto es lo de merlos ahora; lo que me interesa señalar es el hecho de que M. Vargas se llame a sí mismo, en esa época, el escriba, denominación en la que creo ver cierta sorna; una autoironía que coincide con el tratamiento general que dedica a Camacho. Hay, al menos así me lo parece, una comprensiva y amable crítica, pero crítica al fin, de esa actitud cerrada, vuelta hacia dentro e impermeable a cualquier estímulo exterior que no sirva para la creación de... radionovelas. El hecho de llamarse el escriba responde a una actitud como la que acabo de señalar; subraya de esta manera lo que su actividad literaria tiene -o tenía- de oficio, de profesión oficinesca, más que de creación artística.

A pesar de lo dicho, no se puede tomar al pie de la letra la identificación total de Camacho con el Vargas Llosa que escribe La casa verde; las diferencias son obvias. Más bien habría que entender las coincidencias como un intento de exorcizar una pulsión o un impulso que en determinado momento o situación estuvo a punto de imponerse. Sería, en definitiva, la parte negativa de la actividad personal de Vargas, en tanto que escritor. El propio Vargas Llosa autoriza esta interpretación autobiográfica y terapéutica cuando escribe:

«Toda novela es un testimonio cifrado: constituye una representación del mundo, pero de un mundo al que el novelista ha añadido algo: su resentimiento, su nostalgia, su crítica, [...] En todo caso, la única manera de averiguar el origen de esa vocación [de escritor] es un riguroso enfrentamiento entre la vida y la obra: la revelación del enigma está en aquellos puntos en que ambas se tocan o se confunden. El por qué escribe un novelista está visceralmente mezclado con el sobre qué escribe: los "demonios" de su vida son los "temas" de su obra. [...] El proceso de la creación narrativa es la transformación del "demonio" en "tema", es decir, el proceso mediante el cual unos contenidos subjetivos se convierten, gracias al lenguaje, en elementos objetivos, la mudanza de una experiencia individual en experiencia concreta universal»18.


Es obvio que no tomo estos párrafos como justificación teórica de mi interpretación, sino como justificación o, mejor, testimonio de una práctica autobiográfica de carácter literario. En cuanto método de crítica literaria, las afirmaciones que reproduzco (lo mismo que el posterior desarrollo en libro) tienen muy poco valor teórico y práctico: la Historia de un deicidio debería llamarse, simplemente, G. García Márquez. Vida y obra, a la manera decimonónica. La vida (real) de un escritor no explica jamás, desde supuestos literarios, la obra que produce; el «proceso creador» puede interesar -quizá- a psicólogos o psiquiatras; y a los amigos del autor. Por todo ello, prescindo de la veracidad de las referencias personales que Vargas Llosa pueda dar; me limito a tomar esas confidencias y confesiones como textos literarios (tan literarios como cualesquiera otros); atiendo a la verosimilitud y a la coherencia con otros escritos del autor. De todas formas, no deja de ser revelador el interés que muestra Vargas Llosa por la vida, por su vida, que es, sistemáticamente, el «tema» casi de todas sus obras: la forma autobiográfica preside sus escritos literarios. Los textos supuestamente críticos o teóricos se limitan a la biografía o a la proyección deformadora de sus propios «demonios» sobre «temas» ajenos. No me interesa extenderme sobre esto, pero sí dejarlo apuntado.

Volviendo, pues, a La tía Julia y el escribidor notaremos cómo el final de la historia de Marito enlaza con el principio del libro, con la historia del escriba. De esta manera, la narración se cierra sobre sí misma en una disposición que -quizá- se podría calificar de rizada. Tenemos, en consecuencia, que la alternancia argumental soporta una alternancia cronológica; procedimiento que es frecuente en otras novelas de M. Vargas. Por otra parte, cada una de las dos historias es presentada de manera diferente y la actitud o tono nostálgico-sentimental de la primera (Julia) contrasta con la ironía crítica de la segunda (Camacho). Que esta multiplicidad de perspectivas es uno de los ideales obsesivos del autor lo comprobamos al leer esta proyección sobre Tirant lo Blanc:

«Esta materia está descompuesta en la narración en planos cualitativamente distintos que se cruzan y descruzan hasta constituir una perspectiva múltiple y contradictoria, cambiante, alternativamente vertical y horizontal, poliédrica, que agota (parece agotar) todas las direcciones, secretos y sentidos de lo narrado. [...] Ahora bien, en la novela el episodio está referido de manera discontinua, según un ordenamiento temporal distinto del real»19.


Recubrir la totalidad parece ser la meta de Vargas Llosa. En consecuencia, multiplica las facetas del poliedro, a ver si alcanza la esfera. Teníamos dos caras: una, Marito, esto es, el escribidor; otra, Pedro Camacho, el escriba. Al escribidor y al escriba hay que añadir ahora el grafógrafo (independientemente de que, en la realidad, sea otro escritor diferente de Vargas Llosa, que aquí asume su perspectiva), que se sitúa más allá de aquellos dos, y que, a la manera divina, se contempla a sí mismo:

«Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo».


(Salvador Elizondo: El Grafólogo, pág. 9)                


Si algo queda claro en este reiterativo jueguito es la obsesiva repetición de la primera persona del singular. La cambiante variedad de las formas verbales no hace sino confirmar lo ya señalado; hay, sin embargo, un nuevo elemento de juicio; elemento que, por lo demás, era de esperar y resulta coherente con el conjunto: me refiero a la ausencia de formas de perfecto (puntuales terminativos). No hay más que algunos casos de tiempo interno o aspecto virtual (infinitivo); por lo demás, dominan los durativos o la neutralidad incluyente y ubicua del presente de indicativo. Todo ello puede interpretarse en el sentido de que la actividad de escritor se presenta in fieri ante el Grafógrafo, que asume en su divinal personalidad los tiempos parciales de la novela, de cualquier novela, en un eterno presente. Sin duda, es Salvador Elizondo el autor de la obra que nos ocupa.

Y, puestos ya a multiplicar perspectivas y facetas, podemos añadir la de

MARIO VARGAS LLOSA, El Escritor

que es quien escribe el trabalenguas firmado por Salvador Elizondo, y escribe la firma de Salvador Elizondo. Él es la ultima ratio; pero también se ve que escribe y que escribe sobre sí mismo, porque:

«Lo que el novelista exhibe de sí mismo no son sus encantos secretos, como la desenvuelta muchacha, sino demonios que lo atormentan y lo obsesionan, la parte más fea de sí mismo: sus nostalgias, sus culpas, sus rencores. [...] Las experiencias personales (vividas, soñadas, oídas, leídas) que fueron el estímulo primero para escribir la historia quedan maliciosamente disfrazados durante el proceso de la creación que, cuando la novela está terminada, nadie, a menudo ni el propio novelista, puede escuchar con facilidad ese corazón autobiográfico que late fatalmente en toda ficción. Escribir una novela es un strip-tease invertido y todos los novelistas son discretos exhibicionistas»20.


Puedo aceptar que El Escritor sea un exhibicionista; lo que no acabo de ver es que sea discreto. Dejando ahora la fealdad que, sin duda por modestia, el autor se atribuye, pasamos a ocuparnos no ya del «tema», sino del porqué escribe, de la conjunción donde -dice- se nos ofrece la revelación del enigma:

«Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Este es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad, [...] El tema de la marginalidad atraviesa toda la literatura narrativa como una flecha infalibles»21.


Si esto es así, tenemos que El Escritor escribe sus obras autobiográficas porque no está satisfecho de su propia persona, de su «figura»; o de la situación que ocupa en el mundo real: Su propia persona le parece suficientemente importante para objetivarla y convertirla en centro del relato. Claro que al concebir al escritor como un ser marginal, i. e., diferente, distinto de los demás, la exhibición se encuentra -hasta cierto punto- justificada: se trata de mostrar un espécimen. Frente a la vulgaridad y grisura de la gente del montón. Vemos en esto cuánto de bovarismo hay en Vargas Llosa; no es extraño que le atraiga la orgía perpetua, perpetua y solitaria.

La indudable madurez que supone la visión irónica con que Vargas presenta al escriba no elimina el planteamiento general.

Aquí, en La tía Julia y el escribidor, podemos organizar la materia por parejas equivalentes: el escribidor/el escriba: El Escribógrafo/El Escritor. Advertiremos así que, como demuestra el fragmento de Salvador Elizondo, la creación no sólo es personal (primera persona), sino que, además, el objeto también lo es (reflexivo). Más que una serie de facetas, de alternativas, Vargas Llosa presenta dos espejos enfrentados y una sola perspectiva, la suya. La imagen -la única imagen- reflejada se puede repetir hasta el infinito, cada vez más pequeña, más distante y borrosa. Pero es siempre la misma.

Y cuando queramos identificar el objeto reflejado y su relación con el espejo, encontraremos al autor indagando su propia belleza frente al espejito mágico de la literatura.





 
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