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Yolaine Destremau en busca del padre

Carlos Franz





Una y otra vez, Telémaco parte en busca de su padre, de Ulises. Algo habrá en ciertos temas, expresados en ciertas formas recurrentes, atávicas, que vuelven a pasar por la imaginación de los narradores generación tras generación. Uno de ellos es la búsqueda del padre. Si es verdad que las madres enseñan la palabra, tal vez sean los padres quienes autorizan a usarla. De allí que, a través de la historia, el narrador busque una y otra vez al padre desaparecido para obtener el imposible permiso de expresarse. Y lo más a menudo el hijo vuelve solo; y la única herencia que ha conseguido es el relato de su viaje.

En Ortiz, de Yolaine Destremau, Anne Ortiz tiene 69 años. Va a conocer a su padre al día siguiente de este relato. Sólo sabe que se llama Edward J. Ortiz, y que es o fue alguna clase de artista en los Estados Unidos. Dejó de verlo, si es que alguna vez lo vio realmente, a los cinco años, en la década de los treinta. Después, Ortiz dejó a la niña y a su madre; o ellas lo abandonaron a él. Para siempre. La madre nunca le entregó a Anne las postales, los regalos que durante un tiempo le enviaba Ortiz. Jamás quiso hablarle de su padre. Ella sólo conserva una borrosa fotografía, una caja de madera con un bote pintado, y el recuerdo difuso de un hombre que le enseñaba a nadar. Durante mucho tiempo pensó que no necesitaría nada más. «Habíamos vivido muy bien sin él». Eso, hasta que se casa y nace su primer hijo. Nace su hijo, y Anne se embarca en el viaje arquetípico: la búsqueda de su propio padre. Recorre archivos, contrata detectives, escribe a organizaciones de familiares desaparecidos. Sueña con él. Viaja a Norteamérica. Encuentra fragmentos; menos que eso, astillas de una memoria desvanecida. Ella misma está a punto de ver desvanecerse su vida. Pierde a su marido y, casi, a su hijo. Entonces Anne abandona la búsqueda, al menos en apariencia, durante 39 años. Hasta que esa mañana -la de la novela- sonó el teléfono.

Yolaine Destremau nos relata con voz llena, la historia de un vacío, de un hueco. Al final de su vida, Anne se asoma a una soledad tan antigua que ni los sucesivos matrimonios, ni los hijos y nietos, ni la vejez que todo lo iguala, han logrado llenar. Recibe esa imposible llamada («Soy Ortiz. Tu padre»), y se mira al espejo por primera vez en mucho tiempo. «...Las manchas en las manos, la expresión de los ojos, el pliegue de las cejas, el color de la piel y del pelo, que han adquirido un tinte más sombrío, más gris...». Encuentra que esa imagen en el espejo «me lleva hacia mi padre». Sesenta años de ausencia o más no han logrado debilitar el incógnito amor de Anne. Distraída, canturrea una vieja canción: «hace tanto que te amo, jamás te olvidaré». Y le creemos. No sólo por el artificio logrado (esa «suspensión voluntaria de la incredulidad» en el lector que, según Coleridge, es la clave de la fe poética). Le creemos porque intuimos que Yolaine Destremau ha reencontrado una de las potencias arquetípicas de su tema: ¿Será que el ausente desaparece para asegurarse esa única forma de amor, invulnerable al tiempo, la del mito?

Si Ortiz se apoyara únicamente en su tema sería apenas una novela sentimental. En cambio, es una novela sentimental con estilo. El fraseo corto, a veces taquigráfico, el período breve de los capítulos, logran su efecto emocional precisamente porque contrastan con la longitud -casi escribo: la longevidad- de los sentimientos volcados en el relato. Un puñado de frases puede medir, no abarcar, un silencio de 60 años. El estilo se nota, también, en el modo de «rimar» la historia que se nos cuenta. Anne sale en búsqueda de su padre precisamente cuando nace su hijo. Encuentra en su camino hombres solitarios, vagos; amnésicos intentando acercarse a mujeres arraigadas que no quieren recordar. El estilo le da al sentimiento una forma precisa. Yolaine Destremau parece seguir aquel camino de renovación para la novela francesa que quedó indicado en El Amante de Marguerite Duras. El rigor formal, aprendido en las escuelas conceptuales del nouveau roman, puesto al servicio de la memoria emocional.

No es que Destremau llegue a esas alturas en esta primera novela. A diferencia de Duras, esta historia sentimental carece de la ferocidad, del rencor del recuerdo robado que campean en El Amante. Esto la hace menos intensa, quizás más tenue. Y sin embargo -ya que de comparaciones estamos- mucho más emocionante que ciertas novelas sentimentales escritas hoy día en Latinoamérica. Donde a menudo se cree que la emoción puede lograrse sin la expresión. Donde se espera que la identificación con el tema compense el pobre anonimato de la forma.

Una y otra vez Telémaco parte en busca de su padre. Y quizás el único sentido de estas búsquedas sea el comprobar que no hay un sentido oculto en el origen. Constatar aquello que Ulises le enseña a su hijo al encontrarse: «¡No soy ningún dios! ¿Por qué me confundes con los inmortales? Soy tu padre...».

(1997)





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