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Controversias sobre la situación de la lengua española a finales del siglo XIX. Valera frente a Cuervo

Remedios Sánchez García





La complicada situación española de finales del siglo XIX con la pérdida de las últimas colonias de ultramar tuvo como fruto un desasosiego espiritual que afectó a todos los ordenes de la vida y, como no, a la literatura (recuérdese el debate que se ha mantenido tantos años sobre la forma de enfrentar la situación los escritores, con esa fingida dicotomía de movimientos: Modernismo versus Noventayochismo) y a la lengua, uno de los fundamentos básicos de la unidad de una nación que hasta ese momento se había considerado muy poderosa y a la que ya sólo le quedaba ver cómo esa lengua era la misma que la de otros muchos millones de personas frente al pujante imperialismo económico norteamericano.

La lengua, como decimos, era considerada ya como el único patrimonio que le quedaba a España; como la única forma de dominación, de mantenimiento de cierto control sobre las nuevas repúblicas hispanoamericanas a las que había que persuadir a toda costa de la importancia del mantenimiento de un idioma común. Al considerarse todavía como dueños de algo, en este caso como «dueños de la lengua», escritores de la antigua metrópoli como Leopoldo Alas «Clarín» intentaban disminuir el desaliento que cundía entonces en el país.

Sin embargo, ese argumento -tan disparatado desde cualquier punto de vista científico de los estudios de la lengua- vino a provocar una de las más interesantes polémicas sobre cuestiones filológicas de finales del siglo diecinueve y que tuvo por actores principales a dos de las figuras más destacadas de la erudición del momento. Nos referimos a la controversia mantenida entre el eminente polígrafo cordobés Juan Valera y Alcalá Galiano (1824-1905) y el insigne filólogo colombiano Faustino José Cuervo (1844-1911).

La polémica se inicia cuando se prologa en 1899 la obra poética Nastasio del escritor argentino Francisco Soto y Calvo con una carta de Cuervo al autor, donde se comenta la posibilidad, más o menos cercana, de desmembración del castellano como ya pasara con el latín.

La carta que dio pie a la discusión, ya citada por D. Antonio Tovar en un interesante trabajo1, tuvo como respuesta tres artículos de Valera divulgados el primero en El imparcial el 24 de septiembre de 19002, el segundo, a principios de otoño en La Tribuna de México y un tercero en La Nación de Buenos Aires el 2 de diciembre del mismo año3; a esos artículos respondió a su vez Cuervo en sendos artículos publicados en el Bulletin Hispanique4. Nuestra intención con este trabajo es poner de relieve, dar nueva actualidad a esos artículos para, en otro momento, realizar un estudio pormenorizado de la situación lingüística del castellano en el siglo XIX a tenor de las consideraciones de estos dos estudiosos.

Pero, comencemos por el principio de la querella; Nastasio, como ya hemos indicado, se publicó en Chartres en 18995 con esa carta-prólogo de Faustino José Cuervo; el poema, que «refiere la mala ventura de un pallador llamado Nastasio, a quien un tremendo huracán destruye y quema la cabaña y mata a la mujer y a los hijos»6 está, como afirma Valera, en un perfecto castellano y en él «hay descripciones bien hechas, y sin duda fieles, de la vida rústica de la Pampa, de aquellas fértiles praderas y de las costumbres, lances y amores de los campesinos o gauchos»7. Por ese motivo, el autor se ve obligado a utilizar determinados vocablos propios del lenguaje gauchesco que coloca, explicados, a fin de que sean comprendidos por todos, en un glosario al final de la obra. Y en la necesidad de ese glosario se fundamenta la carta-prólogo de Faustino José Cuervo para denunciar que «La influencia de la que fue metrópoli va debilitándose cada día, y fuera de cuatro o cinco autores cuyas obras leemos con gusto y provecho, nuestra vida intelectual se deriva de otras fuentes, y carecemos casi por completo de un regulador que garantice la antigua uniformidad. Cada cual se apropia lo extraño a su manera, sin consultar con nadie»8.

Pero la reflexión del docto colombiano va mucho más allá cuando afirma sin ambages que

«ya en todas partes se nota que varían los términos comunes y favoritos, que ciertos sufijos o formaciones privan más acá que allá, que la tradición literaria y lingüística va descaeciendo y no resiste a las influencias exóticas. Hoy con dificultad y con deleite leemos las obras de escritores americanos sobre historia, literatura o filosofía; pero en llegando a lo familiar o local, necesitamos glosarios. Estamos pues en vísperas (que en la vida de los pueblos pueden ser bien largas) de quedar separados, como lo quedaron las hijas del imperio Romano: hora solemne y de honda melancolía en que se deshace una de las mayores glorias que ha visto el mundo, y que nos obliga a sentir como el poeta: ¿Quién no sigue con amor al sol que se oculta?»9.



Obviamente es muy curioso este cambio tan radical en las valoraciones sobre el idioma de un filólogo que en 1885, había defendido frente a Pott que el castellano iba a tener un «dominio imperecedero» en América.

A esta visión tan negativa sobre la situación del castellano en América que da el prólogo de Nastasio responde Juan Valera -reconocido ya por sus contemporáneos como uno de los hombres más cultos del momento y muy molesto por las duras afirmaciones y funestas predicciones de Cuervo- intentando defender la unidad idiomática frente a un hipotético proceso de disgregación, con un primer artículo mesurado en el tono, pero contundente en su fondo. En primer lugar, indica Valera que

«nadie podrá acusarnos, con justicia, de malos colonizadores, ni de nación estéril, cuando tan vastos territorios han permanecido en nuestro poder cerca de cuatro siglos y cuando de esta nación han brotado, como de tronco lleno de savia las ramas verdes y floridas, diecisiete repúblicas de gran porvenir, donde circula nuestra sangre, donde queda indeleble el sello de nuestro propio ser y carácter, y donde sigue y seguirá hablándose nuestro idioma»10.



A pesar de tener las ideas tan claras, desde su punto de vista, con respecto a esta cuestión, no deja de reconocer que la importancia de estos malos augurios no vienen por el valor en sí de éstos, sino por la persona que los hace, «el más profundo conocedor de la lengua castellana (y bien podemos afirmarlo sin temor a que nadie nos desmienta) que vive hoy en el mundo»11 y que «por eso mismo me ha sorprendido y me ha contristado más la carta prólogo»12. En el artículo publicado en La Nación reitera esta idea intentando comprender los motivos de Cuervo para llegar a esas conclusiones, en su opinión, desmesuradas y erróneas:

«... Nastasio, lleva una carta-prólogo del eminente filólogo Faustino J. Cuervo, en la cual carta, verdaderamente me sorprende ver apuntada una idea para mi poco consoladora y harto contraria, en mi sentir, a la condición, vida y carácter de quien la emite. Imposible parece que desconfíe tanto del porvenir en América del idioma castellano quien ha consagrado toda la vida a estudiarlo y está erigiéndole el maravilloso monumento de su Diccionario de construcción y régimen. Quizá exprese Cuervo no ya una convicción, sino el temor propio de quien mucho ama, de que aquello que ama desaparezca o muera»13.



De todas maneras, y a pesar de la consideración que se comprueba que Faustino José Cuervo le merece, Juan Valera no duda en intentar ir refutando en los tres artículos, una por una, todas sus ideas expresadas en este prefacio a Nastasio.

Comienza el egabrense por el final, por la consideración de que al castellano le pasará lo mismo que al latín, indicando que

«la corrupción del latín y el nacimiento y desarrollo ulterior de las lenguas romances no debe ni puede servirnos de guía para pronosticar en América la corrupción del castellano y el nacimiento y el desarrollo ulterior de nuevos idiomas. El imperio de los Césares acabó y se desmembró por invasión extranjera [...] pero el imperio colonial de España ha tenido fin, dividiéndose de manera muy distinta, por obra de los mismos españoles de origen que han querido y logrado ser independientes»14.



Por eso, para Juan Valera

«no hay motivo, pues, para recelar la desaparición en el nuevo continente de la lengua castellana a no ser que los actuales habitantes o ciudadanos de las nuevas repúblicas se consideren, con humildad profundísima, tan pobres de ser propio que vengan a sobreponerse a ellos y a hacerles olvidar el habla de sus padres»15. Además, «el aislamiento de las diversas repúblicas entre sí tendrá que ser y deberá ser menor cada día, y sólo en muy remoto porvenir, que va más allá de toda previsión humana, podrá crear lenguas distintas»16.



Por esta circunstancia no debe preocupar

«el que haya cierto número de palabras propias de cada país para significar especies y locales usos, costumbres, producciones naturales, trajes, etcétera, no basta para explicar que vengan a nacer distintas lenguas»17.



Lo justifica Juan Valera indicando que en el mismo territorio peninsular, obviamente, también hay regionalismos (reflejados en literatura, por ejemplo, en las obras de Pereda) que en ningún caso iban a romper la unidad idiomática. Además, la aseveración de Cuervo de que en ese momento no se leían con interés en Hispanoamérica más que las obras de cuatro o cinco autores que escribían en castellano (frente a las de autores anglófonos o francófonos), la refuta el escritor español indicando que el verdadero problema es que se leía poca literatura en castellano en todas partes -no sólo en las antiguas colonias- por esa facilidad intrínseca que tenemos los humanos de desdeñar lo propio y ensalzar lo que viene de fuera y que

«Si exceptuamos a don Benito Pérez Galdós y a otro par de autores, a lo más, apenas los hay en España verdaderamente populares y cuyos libros se compren y se lean»18.



En este último artículo antes mencionado, Valera resume las largas argumentaciones de los otros dos primeros en una idea básica, según él:

«...si en América ha de corromperse y perderse el idioma que hablamos hoy porque la vida intelectual de los hispanoamericanos no tiene sus fuentes en España, sino en otros países, y porque ahí apenas se leen cuatro o cinco de nuestros autores, el mismo fundamento hay para afirmar que en España también nos quedaremos mudos, ya que nada de gusto ni de provecho tenemos que decir. Absurdo es imaginar y esperar que no bien desechemos el castellano, se renueve el milagro de la Torre de Babel, salgamos hablando por aquí y por todo ese continente diecisiete o dieciocho lenguas distintas, se nos van a abrir las entendederas y van a botar de lo refundo de nuestro ser el ingenio que tanta falta nos hace. En suma: yo creo que el señor Cuervo tal vez hizo, en un momento de mal humor y sin pensar mucho en su trascendencia, los pronósticos a que me refiero»19.



Cuervo, disgustado por el artículo valeresco, responde como ya hemos dicho en el Bulletin Hispanique con el primero de sus artículos afirmando que, «por sí solas, con el mero andar del tiempo y con las transformaciones ordinarias de las sociedades, pueden modificarse las lenguas, hasta el punto de convertirse en otras»20 y que -refiriéndose a Valera-, «los que cultivan la lengua literaria, acostumbrados a entender los libros de varias generaciones, padecen con frecuencia una ofuscación que les oculta las diferencias de cada época, haciéndoles creer que pueden fijarse los idiomas»21. Y es que entendía Cuervo la lengua como la expresión del espíritu de las masas sociales poco ilustradas y como un organismo vivo, en constante evolución; esto es, desde una perspectiva geolingüística, considerando que la lengua era algo cambiante, cuyos movimientos venían desde la base, no desde la oficialidad o de la lengua literaria (que luego iba progresivamente asimilando, hasta cierto punto, esos cambios). Volviendo a lo dicho por el Dr. Tovar, «Cuervo, como todos los sabios de aquella época, creían en la fuerza incontrastable de la espontaneidad en la vida del idioma»22. Sin embargo, esta espontaneidad como motor del idioma ahora, ya en el siglo XXI, está mermada por el control que, en nuestra cultura en general, tienen los medios de comunicación. No son ya creadores de opinión sino casi «creadores de lengua» de una forma de hablar estipulada y propiciada por una determinada clase social que es la que los dirige.

Retrocediendo a las ideas de Faustino José Cuervo, considera en su primer artículo que la lengua literaria «se asemeja a las plantas y flores que el arte y cuidado de los jardineros logran producir iguales en países de distinto clima y suelo, pero que, mermando el esmero o faltando del todo, a la larga degeneran y aún se secan»23. Por eso, hasta ese momento, concibe Cuervo que la lengua literaria ha sido la misma -con pocas variantes- en Hispanoamérica que en España:

«El paralelismo de la lengua literaria es visible hasta nuestros días: españoles que iban a América y americanos que iban a España lucían unas mismas cualidades o adolecían de unos mismos vicios»24.



De esto deduce el maestro bogotano dos enseñanzas:

«[...] la primera, que los extranjeros que van a América sin conocer más de la lengua castellana que lo que han aprendido en las gramáticas y diccionarios de la lengua académica, no han de deducir que todo lo que no se conforma con ese modelo es efecto de corrupción actual y propia del país que visitan [...] es la segunda enseñanza que, los españoles, al juzgar el habla de los americanos, han de despojarse de cierto invencible desdén que les ha quedado por las cosas de los criollos, y recordando que nuestro vocabulario y que nuestra gramática son las que nos llevaron sus antepasados, no decidir que es barbarismo o invención nuestra cuanto ellos no han oído en su pueblo»25.



Cuando se refiere «a cierto indecible desdén que les ha quedado [a los españoles] por las cosas de los criollos» se refiere, como no, a lo que aludíamos al principio de este trabajo, al ataque y a la prepotencia que como defensa psicológica de masas por la desolada situación en que había quedado España y el ánimo de los españoles, utilizaban ciertos escritores españoles en sus artículos, como es el casó del crítico Leopoldo Alas.

A ese vocabulario y a esa gramática que se llevó a Latinoamérica desde España hay que añadir una serie de vocablos propios de allí, creados para designar elementos que no existían en la metrópoli; así lo dice Cuervo:

«La lengua de los recién llegados no podía bastar a las singulares y múltiples necesidades de la nueva vida, y el trato con los naturales les hizo aprender y apropiarse muchas voces indígenas; de las cuales unas han venido a ser universalmente conocidas y usadas, al paso que otras no se oyen ni se entienden sino en ciertas comarcas»26.



En España, afirma el autor del Diccionario de construcción y régimen, no había temor a los regionalismos -hablas especiales los denomina Cuervo- porque «en España, la influencia política, social y literaria de ciertos centros tiene a raya esas hablas, de igual manera que en Francia, Inglaterra o Alemania, y no podrían ellas levantar cabeza y llegar a la categoría de lenguas literarias sin la cesación de esa influencia unificadora; si bien no están privadas de desarrollo propio, y aún pueden crecer a despecho de todo»27. Sin embargo, con la pérdida del dominio político y social en Hispanoamérica, sólo la lengua literaria puede servir para mantener la unidad lingüística a partir de su aprendizaje y estudio en las escuelas de las recién nacidas repúblicas. El maestro Cuervo expresa esta idea con claridad meridiana:

«Debilitada hoy en alto grado la influencia que ejercía la metrópoli para unificar la lengua en sus colonias, y divididos los dominios del castellano en tantas naciones que tienen gobierno propio, intereses peculiares y aún elementos de cultura diversos, no queda entre todos ellos otra fuente de unidad lingüística que el cultivo de una literatura común, el estudio perseverante y bien entendido de unos mismos modelos, que presentados en la escuela, explicados y comentados en las cátedras de humanidades, y leídos y releídos por todos, vengan a formar el tipo de lengua nacional y la norma a que poco a poco vaya acomodándose el habla familiar y corriente»28.



De todas maneras y a pesar de esto, las posibilidades de mantenimiento de la unidad idiomática que ve Faustino José Cuervo son pocas y su visión, en general, profundamente pesimista; por eso, su artículo concluye recalcando la idea inicial ya expresada en Nastasio:

«Con el aislamiento en que por lamentable necesidad vivimos los pueblos americanos, irán creciendo cada día las diferencias ya existentes, sobre todo si la inmigración extranjera continúa en algunas partes con la abundancia que ha principiado. Seguro también es que se atenúe más y más el influjo de la que fue metrópoli, tanto por la importancia en que cada parte tiene la cultura nacional, como porque, acrecentándose ésta, se facilita el beber en las mismas fuentes de que ella se alimenta y aplicar mejor a las necesidades propias la doctrina francesa, inglesa o alemana. Tendremos pues con la falta de comunicación y de norma reguladora un caso parecido al que se ofrece en comarcas separadas por ríos caudalosos o montañas escarpadas, y naturalísimo será que se multipliquen y arraiguen las diferencias dialécticas; en qué dirección, con qué caracteres especiales en cada región, si predominando unas veces el lenguaje popular, si mezclándose otras con el lenguaje extranjero, si alterándose la sintaxis más que la pronunciación o que la forma de los vocablos, o todo simultáneamente, sólo el tiempo puede decirlo»29.



El segundo de esos artículos, como decimos publicado en el Bulletin Hispanique en su tomo de 1903, es mucho más ácido y rotundo que el anterior, en él, Cuervo manifiesta ya no sólo un cierto desprecio por los conocimientos de Valera en la materia, sino que con respecto a la refutación que el escritor español pretende hacer de su comparación con el latín a efectos de desmembración del idioma, le contesta afirmando que es una «idea trasnochada»30; los demás argumentos los refuta de un plumazo catalogándolos de «argumentos de corrillo»31. Pero no se queda ahí e incide aún más en el desconocimiento que, según él, tiene Valera del español de América indicando, con evidente ironía que:

«A lo que parece, no tiene el Sr. V. más idea de lo que se habla en América que la que le dan los libros de sus admiradores [...] se habrá persuadido de que, en general (según de sus artículos se colige), las lenguas no se alteran sino por la introducción de voces nuevas, y de que, en particular, el castellano del Nuevo Mundo no difiere del de la Península sino por haberse tomado palabras referentes a especiales y locales usos, costumbres, producciones naturales, trajes, etc.»32.



Y es que donde Cuervo considera que ya se están produciendo las diferencias es, no en cuestiones de vocabulario, sino que la

«causa primordial y característica de la diferenciación dialéctica, lo que principalmente dificulta la mutua inteligencia, no reside en la alteración del vocabulario (como se imagina el Sr. V.), sino en la de la pronunciación, con todos los accidentes que el acento, el tono y el tiempo elocutorio acarrean en la agrupación y enlace de las palabras [...] Diferencias de esa índole son hoy perceptibles en distintos países de América, y por la mera entonación se distinguen a veces los habitantes de ellos»33.



Con este artículo da por finalizada Rufino J. Cuervo la polémica, pero no acaba sin hacer un último ataque a Valera y a lo que expone en sus artículos -que califica de «atrocidades»- indicando que

«Como el Sr. V. no ha invalidado ninguno de los principios o de los hechos con que he sustentado mi tesis, ni aducido razón o investigación científica (cosa poco extraña en quien a sí propio se califica de atrasado aprendiz de filólogo), y al escribir sobre el particular para Madrid, Buenos Aires y Méjico no ha querido desahogarse contra mí, escogiéndome entre los que han dicho lo mismo, el decoro me obliga a guardar silencio aunque dicho señor siga enviando sus agudezas y discreciones a los cuatro ángulos del mundo»34.



Juan Valera, poco amigo de ataques personales y que tan sólo había iniciado la polémica con el fin de defender la pervivencia del castellano a pesar de lo poco científico de sus teorizaciones en algunos momentos, en esta ocasión guardó ya silencio.

De lo anteriormente expuesto y examinado el elevado tono al que llega la polémica -fundamentalmente en los artículos de Cuervo-, después de más de un siglo, podemos deducir que ambos, en cierta medida tenían razón. Valera por un lado quería consolarse y consolar a los españoles pensando que todavía quedaba algo que iba a unir por siempre a España e Hispanoamérica; Cuervo, por otro, mucho más científico -hay que tener en cuenta que Valera no era especialista en cuestiones filológicas, tal y como él mismo ya indicó- mostraba su pesar por el trato que se les daba a los hispanoamericanos desde las letras españolas (considerándolos hablantes de segunda) y por otro temía que la separación política y social pudiera llegar a la separación lingüística.

Tan interesante llegó a ser la polémica que atrajo -como no- a otro de los maestros de la filología, representante de una nueva etapa en los estudios científicos de la lengua que habían estado casi paralizados desde las aportaciones de Hervás y Panduro, el autor de Catálogo de las lenguas; nos referimos a Menéndez Pidal, uno de los inductores a la corriente positivista dentro de los estudios lingüísticos, que al respecto de las palabras de Cuervo afirmó en una de sus obras que Cuervo lo había escrito bajo la influencia de la lectura de la obra de un lingüista francés del momento y de una senectud prematura35.

Con el paso del tiempo que es al fin y al cabo el que da y quita razón, las cosas no han ido tan desastrosamente, porque tal y como dice el Dr. Tovar, «El resultado de un siglo de trabajo de filólogos y lingüistas es que la suerte del español, de nuestra lengua común, nos interesa igualmente a españoles y americanos, y en posición de igualdad, de absoluta igualdad»36.

A ambos lados del Atlántico se intenta, desde las instancias pertinentes -esto es, las Academias de la Lengua- evitar o reducir en lo posible las influencias que el abuso de neologismos en los medios de comunicación de masas viene provocando en los hablantes, a partir de la correcta enseñanza de la lengua en los centros educativos.





 
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