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Decisiones de un autor a la hora de escribir. (12/05/2010). Jornadas de Capacitación de Alfabetización Inicial auspiciadas por el Ministerio de Educación. Leído en Hotel Bauen, Buenos Aires

Ema Wolf





No conozco autores -ni yo misma por supuesto- que manejen con claridad estas cuestiones. Escribir es una artesanía de resultados inciertos. No hay nada inocente ni casual en lo que hacemos, pero también es cierto que muchas cosas suceden en una dimensión no estrictamente racional.

Y a veces también ocurre que la lucidez expone al autor, y no muy bien: el autor explica lo que hace, sus intenciones, dónde está parado, desde dónde se escribe, cómo, y corre el riesgo de no poder refrendarlo con los resultados. Por ejemplo, puede ser una persona democrática y su escritura autoritaria. Y esas conductas no (muy) conscientes del autor, son las que finalmente prevalecen. El autor es eso, no importa lo que el autor declame: su pensamiento, su mirada sobre el mundo, su escala de valores -si hace humor van a ver que se ríe de algunas cosas, no de todas-, su idea de la literatura va a aparecer en sus libros, lo quiera o no, como un perfume inocultable

Entonces lo mejor es mirar qué hizo realmente ese autor, -discernir cuáles de sus libros están a la altura de esos lectores y cuáles no, nunca «comprar» al autor entero- , y escucharlo lo menos posible.

Para empezar quisiera comentarles algo de la época en que empecé a escribir.

Yo trabajaba como redactora en revistas, revistas de tirada masiva, nada intelectuales. Colaboraba. Esa era mi actividad entonces. Por eso mis primeros cuentos aparecieron en revistas, Anteojito y Humi -de la que además fui redactora-. Para mí un cuento era una más de mis colaboraciones en una revista. El primer cuento que escribí fue porque alguien me lo pidió.

Yo no venía de la entonces escuela normal ni del profesorado en Letras, de modo que la mirada que las ciencias de la educación tenían sobre los niños y sobre la literatura para niños, de la que tampoco sabía nada, yo no la tenía, me la había salteado, no estaba en mi formación.

Esto no era una ventaja, sin duda, porque ignorar nunca es una ventaja -lo mejor es aprender y después decidir qué se hace con lo aprendido-, pero en ese momento -lo descubrí después- esta circunstancia me dio cierta impunidad. Me largué a escribir con desparpajo, sin preocupaciones, me sentía muy suelta, muy contenta, muy libre. Y eso fue muy bueno. No se me ocurría que eso que hacía podía servir a algún propósito, y mucho menos que podía malograr algún propósito.

Hay que recordar que en la segunda mitad de los 70 y primera de los 80 los márgenes, en este campo, no eran muy generosos. No sé si lo son ahora -en el mundo-, pero lo cierto es que aquél, aquí, era un momento de bisagra entre lo más cavernario de la dictadura militar y un pensamiento democrático, progresista que volvía por sus fueros.

Y todos controlaban. Con distintos grados de contundencia por supuesto, pero digamos que todo era puesto bajo la lupa.

Era la época en que se investigaban los llamados «géneros menores», también la literatura para chicos, donde la psicología tallaba fuerte, las cuestiones ideológicas también (Superman, ciertos personajes fantásticos desaconsejables; además: los deditos, socializar los juguetes, la desobediencia como un valor). Había muchas aprensiones, reparos, mandatos, algún decálogo... De modo que había que cuidarse mucho de trasmitir un mensaje o perturbador o reaccionario. A veces yo tenía la impresión de que los especialistas, los técnicos, los psicopedagogos, sabían más que los escritores -y más que los chicos obviamente- de cómo escribir historias para chicos, también qué cosas les gustaban a los chicos, pero sobre todo qué cosas debían gustarles a los chicos. La espontaneidad al escribir, el obrar por instinto, algunas propuestas no estrictamente convencionales eran, si no cuestionadas, por lo menos, observadas. Digamos que había una actitud defensiva y fiscalizadora.

Para mí los chicos eran / son personas que habían nacido hacía poco. Yo inventaba historias para esas personas, suponía que les iban a gustar, a mí me gustaban, así que todo bien.

Desde esa idea tan amplia sobre la infancia, por no decir vaga y poco elaborada, no podía entender esas miradas tan acortadas.

Yo parecía el personaje de «La Broma»: no me cabían en la cabeza posturas a tal punto blindadas al sentido del humor. No me refiero al humor presente en los textos, sino al humor como actitud ante el mundo, como expresión de una filosofía, como gesto de tolerancia, de generosidad hacia la condición humana.

Me producían, más que nada, un gran estupor. Las veía como gestos autoritarios, más para con el lector que para conmigo. Porque total, yo era grande, pero los chicos se estaban haciendo, y esa gente les estaba retaceando cosas, y ellos no podían saber que se las estaban retaceando. Estaban pasando por encima de ellos, más que por encima de mí. Extrañamente la situación me acobardaba, era humillante, no tenía nada de heroica, y me producía algo parecido a la vergüenza ajena. Y no me importaba de qué lugar viniera. Porque además, yo no me sentía transgresora, nunca sentí que estuviera proponiendo nada descarriado.

Pero bueno, les contaba esto porque creo que esa cruza de impunidad -ignorancia- desaprensión de los comienzos me marcó, y en parte persiste hasta hoy. El tiempo la limó, perdí algunas cosas y gané otras. Pero como todo lo que está presente en el origen de algo, deja secuelas permanentes.

Entonces cuando me propusieron el tema de esta charla, se me ocurrió que yo había empezado a escribir para los chicos ignorando ciertas decisiones que en ese momento, la gente que escribía para chicos -fuera en libros o en revistas-, supuestamente debía tomar. No me había enfrentado a esas decisiones, quizás porque no tenía herramientas, simplemente había pasado por el costado.

Una conclusión obvia es que gran parte de aquellas aprensiones y mandatos tenían patas cortas -lo mismo que en «La Broma».

Perimieron, como la prohibición de 1920 de ir a la playa con manga corta. Muy, muy pronto eso que parecía inadecuado o sospechable pasó a ser aceptado y algunas de esas cosas hoy nos hacen sonreír.

En este sentido puede decirse que el autor tiene el tiempo de su lado. Y no me refiero a la posteridad (grandilocuente); no, es un tiempo corto, un rato nomás.

El libro para chicos, en rigor, nunca dejó de ser observado. Hoy el autor tiene que cuidarse de no incurrir en alguna de las manifestaciones de la incorrección política -la mirada sexista, belicista, discriminatoria-. Son las consignas de la época, donde también aparecen posturas radicales como las que exhiben en Internet los liberales norteamericanos, que pretenden aislar a los chicos de ciertos textos -y otras más conciliadoras que proponen usar esos textos como tema de debate, todas las cuales a su turno serán discutidas, pero lo importante es que una vez más encaran la literatura con sentido utilitario o reparador, como algo que está al servicio de algo, a lo mejor abogando por causas que los adultos no supieron resolver y escamoteando las verdaderas razones por las que esos males se producen- y hay zonas de la literatura para chicos que incurren casi en el libro de autoayuda.

Y hay tanta deliberación, tanto énfasis puesto en esto que a veces parecería que la nueva literatura viniera a reparar los errores que cometió la literatura anterior, cosa insólita.

El 80% de lo que leímos en nuestra infancia hoy no pasaría el filtro de la corrección política. Y no se me ocurriría desalentar esas lecturas sin riesgo de no permitirles ver a los chicos la condición histórica de la literatura, su espesor, la memoria de la literatura, que lo que escribimos hoy no nació por generación espontánea. A veces pienso que las lecturas de nuestros chicos, hoy, en buena medida, se mueven en un perpetuo presente: el presente de la novedad, de lo que se escribió aquí, ahora, hace cinco minutos, con los autores vivitos y coleando que visitan la escuela. Eso impide ver la literatura en perspectiva -y la sociedad y a cultura-, como continuidad; impide leer los libros en la Historia.

A veces hasta la misma gráfica se esfuerza por contrarrestar la edad de los libros, les hace un lifting, pone una tapa flúo y sicodélica en un libro de terror decimonónico. No es una modernización de la gráfica, que obviamente se tiene que modernizar, sino el modo de restarle tiempo a ese libro, a veces anulando así el clima del libro.

La otra conclusión que saqué a partir de aquellas actitudes es qué poco tenían en cuenta el placer del que escribe. Qué represoras han sido en este aspecto. Se supone que el chico disfruta cuando lee, pero el autor no necesariamente cuando escribe para chicos; basta que sepa lo que tiene que hacer. Y lo cierto es que no se puede pensar la satisfacción de uno sin la del otro. Son complementarias, son las dos puntas de un vínculo.

En la zona del libro para chicos es frecuente que se desestime el deseo del autor, ese bienestar interior, ese acuerdo consigo mismo, esa confianza, esa tranquilidad gozosa que necesita para ponerse a generar algo lindo. Parecería que la tarea de escribir para chicos estuviera cien por cien orientada al receptor y que únicamente cobrara sentido allí, en el lector, en satisfacerlo y, en lo posible, formarlo. El autor sería un organizador de recursos aplicados, que además debe tener en cuenta otras disciplinas, otros saberes, y así volvemos a la especialización. Si fuera así, si no existiera ese disfrute, para nosotros no habría diferencia entre escribir cuentos o manuales.

Con la literatura para adultos esto no ocurre: allí se comprende el placer, a veces magnificado por los propios escritores. Tal vez, como se presume que entre el que escribe una historia para chicos y el chico hay un escalón, un desnivel inevitable, tampoco se concibe este punto de coincidencia, esta entrega, esta connivencia en el goce. Si no fuera porque se ignora, no nos preguntarían tan a menudo sobre nuestras decisiones y tácticas.

Lo cierto es que al escribir aparece todo lo que uno ama y detesta como lector -que es la primera condición que pone en juego el autor al sentarse a trabajar- después hará lo que le salga, pobre, pero si hay algo que no puede eludir es ser el primer lector de su texto. Por eso la condición lectora se presenta de manera tan contundente a la hora de escribir. Es, creo, la que domina el paisaje todo el tiempo, es la que impulsa, es la que, de manera solapada, regula y equilibra lo que el autor está haciendo.

Y no se imaginan hasta qué punto pesan las lecturas de infancia -se escriba para chicos o para adultos, el antiguo amor por algunas cosas y el fastidio por otras. La cursilería, por ejemplo. Mi predilección por los relatos de aventuras, sospecho, se debe a que las posibilidades de encontrar almíbar eran más raras que en el relato intimista- porque el lector va en busca de ciertas cosas, pero al mismo tiempo es alguien que huye de otras. O la indiferencia por las historias con niños como protagonistas; casi prefería que el protagonista no fuera un niño o una niña; no pasaba por ahí la identificación; el héroe adulto decidía, a los niños, en cambio, más bien les ocurrían las cosas. El fastidio por las enseñanzas; el sermoncito en privado de «Hombrecitos». Son las cosas que siempre rechacé, entonces es difícil que las encuentren en mis textos. Tan simple como que no quiero para mis lectores lo que no quiero para mí como lectora.

En el mismo sentido hay una elección de los asuntos, clara y poderosamente egoísta: el que cuenta, cuenta acerca de algo que le gusta. Y con eso espera capturar algunos lectores, no a todos. Los lectores que gustan de la ciencia ficción difícilmente se enganche con algo mío, y para mí sería como escribir sobre un lavarropas; sí en cambio alguien capaz de subirse con placer a un barco, por caso. Hay zonas, creo, hay territorios que un autor no pisa.

Estas preferencias y rechazos, no tienen explicación para mí, pero son genuinos, de una verdad absoluta, no pasan por el cálculo, perduran como marcas de nacimiento (en este caso de mi nacimiento como lectora), y en el momento de escribir -aquí quería llegar- aparecen íntimamente ligados al placer, a la satisfacción, sin la cual, insisto, no podría ni intentar comunicar satisfacción al lector.

Así que mis conclusiones de todo aquello fueron:

  1. qué efímeras e inconsistentes son algunas pautas y
  2. qué inoportunas a los efectos de que el autor pueda dar algo auténtico, aunque eso que da sea imperfecto, tan imperfecto como él.

¿Qué decisiones se espera que tomemos los autores entonces? ¿Cuáles son?

Algunas, se me ocurre, derivan de un malentendido: suponer que nosotros escribimos para alumnos, no para chicos.

En las últimas décadas el libro de ficción entró en la escuela y se volvió funcional a ella, lo que representa un cambio muy grande en modo de abordar el libro; en la escuela la lectura cambia de signo, se modifica el modo de leer. Con los libros de ficción hoy se trabaja, esos libros se usan y los docentes ponen a trabajar a los chicos con ellos.

Con mi Sandokán no se trabajaba; mi Mujercitas no se usaba; pero hoy a mis lectores les toman prueba de «Historias a Fernández» (literalmente).

En la escuela el libro se desguaza, y cada docente toma lo que le sirve.

Y quizás por eso mismo, al cambiar la mirada sobre la lectura, también cambió la mirada sobre la escritura. Como les decía recién: pasa de ejercicio independiente a tarea aplicada. Y aparece este malentendido. Por eso también se nos pide que demos cuenta de decisiones, que fundamentemos. No creo que se lo pidieran a autores de ficción de otras décadas, esos con los que muchas generaciones se hicieron lectoras, de una manera silvestre y desprolija, pero sólida.

A mí me tocó ser una nena lectora cuando la literatura que leían los chicos no estaba tan armada, tan planificada y constituida como género, comercial y culturalmente. De manera que nos alimentamos, en buena parte, de libros que no habían sido escritos pensando en los chicos. Libros que no nos acorralaron en la infancia, no nos demoraron allí. La prueba está en que pasamos de las lecturas de la infancia a las lecturas de la edad adulta sin dificultad. No hubo fractura, la vida lectora era un deslizarse por una única ininterrumpida rampa. Eran libros que pedían siempre un poco más de nosotros, nunca estábamos cien por cien a la altura de sus demandas, nos empujaban, ellos mismos iban abriendo piquetes, pero no porque hubiera sido esa la intención de sus autores.

Éramos lectores que se autoconstituían, la escuela nos daba los medios pero nos hacíamos lectores afuera de ella -pocos eso sí, demasiado pocos; la escuela democratizó la lectura-, y a veces incluso desafiando a la escuela, como el caso de los lectores de historietas. (El Eternauta, por ejemplo, con respecto a la escuela era clandestino; ahora la lectura ya no va a ser la misma: estoy muy a favor de que se lo lea, lo que tenemos que pensar es por qué tuvieron que pasar más de 50 años).

Bueno, otra vez nos encontramos con las discutibles y efimeras pautas acerca de lo que es conveniente para los niños y nos obliga a un alerta permanente)

La escuela, además, es una institución que selecciona el contenido de las lecturas. Hace elecciones algo acotadas, convengamos. No entra todo. Es decir: por lo general elige el libro que no le generará conflictos con las autoridades, los padres, etc., cosa que hasta cierto punto es comprensible.

Son las dos cosas que me hacen dudar: la pérdida de la gratuidad de las lecturas -que las usen- y el achicamiento de la variedad: de contenidos, de géneros, de voces, que a menudo nos llevaba por zonas no autorizadas, indispensables para que un lector se constituya. No éramos ni mejores lectores, ni más lectores, éramos lectores desordenados, de cosas buenas tanto como de porquerías inenarrables, éramos buscas, cartoneros, pero sin duda la lectura nos proporcionaba una excitación que esta lectura escolarizada no alcanza a proporcionar, y hoy los chicos la encuentran más fácilmente en otros vehículos, soportes, que la tecnología les brinda.

Cuando el único proveedor de ficción es la escuela, el aspecto desafiante, non sancto de la búsqueda lectora, se disuelve.

El hecho de que un lector también puede convertirse en una persona que contesta, que no comulga con nuestro pensamiento, que se rebela, que nos puede cuestionar, que puede cuestionar a la sociedad, no es algo que se mencione a menudo. Las instituciones (la escuela, la familia, la comunidad religiosa) prefieren ver al lector como un sujeto integrado, cuando lo interesante es el riesgo.

Pero bueno, volviendo a las decisiones, iba a que, aunque el autor no escriba para alumnos, su texto se aprovecha en esa dirección y a menudo se adapta (por ejemplo proponiendo narraciones orales y dramatizaciones) incorporándole intenciones que el autor no tuvo, y que en algunos casos hacen virar en 180º el sentido del texto.

Por ejemplo, cuando toman lo irónico en sentido literal («Hay que enseñarle a tejer al gato» e «Islas», y ese gesto se constituye en un espejo deformante).

Porque esto pone en evidencia que el autor ha sido el proveedor de un material que puede ser manipulado y 2) que hubo un mediador, no el autor sino el mediador, otro adulto -no importa cuál sea su rol junto al chico- que tomó decisiones por el autor, decisiones a menudo asociadas con un exceso de didactismo -en pos de una claridad que el autor no quiso se anula lo ambiguo, hay reiteraciones, redundancias, tonos enfáticos, el narrador pierde su neutralidad, se agregan elementos que no estaban en el texto- y acaban por desnaturalizarlo.

El autor no quería hacer/decir tal cosa, pero se la hicieron hacer/decir. Y de estas decisiones ajenas el autor no zafa, no puede hacer nada, queda inerme.

Acá no hay censura, ni objeciones, nada de aquello a lo que me refería al principio, el texto no se cuestiona, pero el chico no puede entregarse a su propia lectura porque alguien le ofrece esa papilla masticada. Alguien que, a lo mejor ni siquiera es un lector muy entrenado, y que quizás, a su criterio, hasta cree haber mejorado el texto, o «haberle sacado todo lo que el texto podía dar», como quien dice: lo aprovechó.

Con esto no quiero decir que el autor sea el dueño del texto -tampoco con respecto al ilustrador-. Sabemos cuánto agrega de sí un lector.

Pero no es éste el caso: no es un lector chico que lee ingenuamente, como puede, acá se trata de un adulto que en esa situación tiene autoridad sobre el chico, quiere provocar algo y fuerza el texto intencionalmente.

No quería dejar de mencionar esta cuestión porque son muchos los textos víctimas de decisiones que pasaron por encima de los autores. Y creo que es otra más de las prácticas que hay que revisar.

Entre las decisiones que deberíamos tomar, tal vez una sea la que hace a la edad del lector, saber para qué edad escribimos.

Esto es porque las editoriales, para facilitar las ventas tanto en librerías como en la escuela, crearon esos compartimientos estancos que todos conocemos.

Ahora bien -y esto se dijo muchas veces-, ¿cómo voy a saber para qué edad escribo siendo tantos los lectores potenciales y con distinto grado de competencia? (Sí en lo grueso: bien pudo presumir que «El rey que no quería bañarse» lo van a poder leer los chicos).

Aun así, su percepción está atravesada por el medio en que se mueve. ¿Qué edad tendrán para poder acceder a ese libro, qué saberes, qué destrezas aportarán para la comprensión de ese libro?

Me refiero a que no hay certezas en este terreno. Desestimo esa preocupación -para qué edad escribo- porque es una preocupación externa al texto. Es una preocupación de la comercialización, de la circulación del libro, no de la producción del texto, que es la parte que me toca. Repito lo que se ha dicho muchas veces: un libro es para el que acceda a él y lo disfrute, y eso no lo decide a priori el autor, ese poder no lo tiene.

Los autores desconfiamos de estas asignaciones por edad, porque no nos parecen inofensivas, dadas ciertas derivaciones. Fácilmente pueden pasar de ser más o menos orientadoras a ser restrictivas. Fácilmente -lo vemos firmando en las Ferias- cuando un chico se interesa por un libro que podría estar al alcance de su hermanito menor, o de su hermano mayor, el adulto se ocupa de disuadirlo y reinstalarlo en el espacio «que le corresponde» (según la contratapa). Porque, en un caso, supongo que suponen que el chico incurre en una especie de retroceso, como si en ese gesto estuviera arriesgando lo que ya ha conquistado como lector; en el otro, que, como no va a entender, la dificultad lo va a desalentar en el camino de la lectura, cuando a lo mejor opera al revés: es un incentivo, un referente de cuánto hay por conquistar y cuán grande es el territorio que se le abre por delante. (Hay mucho de profecía autocumplida en estas cuestiones de los jóvenes y la lectura. La apreciación negativa genera un resultado negativo)

Y a veces incluso estas divisiones suman un innecesario factor de ansiedad: ¿por qué este chico no entiende lo que, según la contratapa, debería entender? O al revés: podemos pensar que estamos ante un lector superlativo. Además los autores, siempre desde el lado de la producción -en este caso ya no del texto sino del libro-, sabemos cuán vacilantes son estas adjudicaciones.

Estos compartimientos, que subestiman al lector, además revelan desconocimiento de los vínculos que el libro propone. Vínculos que deberían darse en la más absoluta libertad: no se le concede al chico, por ejemplo, el derecho de golpearse las narices contra la pared. Y la condición lectora se va haciendo de esa manera: probando, a partir de la elección que el propio lector hizo. El libro es pasatiempo y es desafío; al acercarnos a un libro también estamos repasando nuestra propia historia como lectores, sopesando, poniendo en juego lo adquirido y lo que estamos por adquirir; tal como a veces se vuelve a la canción de la infancia y otras veces nos atrae lo desconocido. En esos recorridos de ida y vuelta se va a afirmando el gusto de esa persona, que repasa, compara, evalúa, adopta, rechaza.

Si a ese chico sólo se le brindan los libros por goteo (escasísimos) y de forma selectiva, controlada, y sujeta a evaluación, como les comentaba, es probable que las preferencias tarden en aparecer o no aparezcan. Y si no llega a hacerse de un gusto personal, que va a apareciendo en la marcha, en la abundancia y a los porrazos, no hay lector a futuro. Es posible hacer leer y no con eso estamos haciendo lectores.

Por otra parte: si yo no escribo prescindiendo de la cuestión de cuánto entiende el lector -ése al que ni siquiera conozco- ¿cómo se modifica ese lector?

Porque escribir es modificar al lector, no sólo corroborarlo en lo que ya sabe. Qué sería de él si recibiera sólo lo que presumiblemente conoce. ¿Cómo llegaría a hacerse de la palabra «chambelán» si el autor renunciara a usarla previendo que no va a ser entendida? La misma profecía autocumplida: debo presumir que entiende para que entienda. ¿Cómo le agrego cosas, cómo le sumo competencia lectora?

Hay adultos que acompañan este proceso, y otros que no. Están los que proponen lecturas que están siempre un paso más atrás de lo que puede el lector, y están los que trasmiten que leer -como decía Silvia Castrillón- es un placer que se construye, que requiere esfuerzo. Si todos entienden todo, bueno, es lo ideal para un manual, no para una obra de ficción. Podemos caer en la vieja trampa de que, cuanto más facilito hoy la lectura, más la complico mañana.

Otra decisión a tomar, imagino, podría ser qué tácticas usar para capturar al «niño de hoy, diferente del de antes». Es otra de las cosas que deberíamos saber cuando nos ponemos a escribir.

Y debo decir que no sé cómo se hace.

Pero estoy segura de que no iría a buscar esas tácticas fuera de mí, desplazándome / dislocándome, tratando de instalar mi cabeza en otra cabeza. El libro va a funcionar en la zona de coincidencia que tengamos mi lector y yo, en la zona común; es la zona de nuestra contemporaneidad, es la zona del lenguaje común, de la historia, de la cultura común, las experiencias y los gustos que compartimos. Allí se va a producir el encuentro, si se produce. Y si sobre el chico influyeron ciertas cosas -por ejemplo, la celeridad que los medios audiovisuales le imprimieron al relato- lo cierto es que esos medios también influyeron sobre mí, no con la misma intensidad ni en la misma medida tal vez, pero yo también estoy inmersa en la tecnología, y los cambios que produjo. Yo ya no escribo como Julio Verne. Entones no tengo porqué correr tras el lector con una oferta que no me es propia. Lo capturo con lo que tengo, con lo que sé, a la edad que tengo en el momento en que escribo, desde mi experiencia, como han hecho todos los creadores de historias, siempre. Y allí donde yo puedo más, va a estar mi aporte. No puedo mimetizarme con un chico porque mi infancia ya es parte del capital que tengo incorporado, igual que mi presente y mi futuro, no me salgo de mí para ir a buscar al famoso niño que todos llevamos dentro -que siempre me pareció una imagen bastante monstruosa-, porque esa niña soy yo, completa, es mi historia.

Por eso nunca entendí esa pregunta, ni le encontré sentido.

Si fuera una creativa de la publicidad que tuviera que venderle un detergente al grupo AB1 estudiaría el comportamiento de ese grupo para acertar en el mensaje eficaz. Pero yo no tengo que «acertar». Las categorías de acierto y error no corren. En todo caso el autor siempre está más cerca de equivocarse que de acertar.

Por eso mismo no puedo evitar el riesgo de no capturar al lector. Es un riesgo que un autor no puede dejar de correr.

Y por eso nunca se me dio por testear con chicos un libro antes de llevarlo a una editorial. Se testea la eficacia de un mensaje que induce a hacer algo, no la literatura. Sé que es una práctica bastante extendida, pero nunca me convenció. Eliminar la posibilidad de hacer un libro que no guste, fallido, raro, que se venda poco, cualquiera sea el motivo. Tendría que renunciar a muchas cosas propias si renunciara a eso. Y también puede ocurrir que alguno de mis libros llegue a las manos de un mediador que no sepa qué hacer con él, o no quiera hacer nada con él porque no le interesa. Es parte de las reglas de juego.

Creo, entonces, que todo el tiempo traté de navegar, como entre fiordos, entre decisiones que se me presentaban, muchas de las cuales no tenían que ver ni con mi saber ni con mi deseo. Y se siguen presentando, por eso sigo tratando de discernir cuáles son atendibles y cuáles no. Cuáles son mías y cuáles de otros.

¿Cuáles tomo?: Son las que hacen al TRABAJO, las que se toman sobre la palabra, que es la materia prima y al mismo tiempo la herramienta.

Son decisiones inmediatas, inherentes al texto.

Y se toman en función de un principio de armonía, de coherencia vinculada con la idea. De modo tal que una idea sencilla -afín al universo de los chicos, pero no sólo al universo de los chicos- demanda también procedimientos sencillos. La misma idea lleva en sí los recursos con los que va a ser desplegada -del mismo modo que lleva en sí el conflicto, ya que la decisión de escribir se toma a partir de una idea donde late un conflicto / el imperativo de resolver un problema, que es el motor que permite avanzar- porque con una idea estática no hay cuento.

No sé quien va a ser el lector, cómo es, dónde está, cuánto puede, pero sé cuál es la idea y la desarrollo con los recursos que necesito. Mi obligación es para con ella, que me va a dictar si es cuento o novela o poema o crónica, entre otras cosas. Que también me proporciona la clave que voy a poner al principio del pentagrama: algo surrealista, o paródico... Sé que no voy a hacer tesis, y como no voy a hacer tesis no voy a tomar un tema como punto de partida, voy a tomar un asunto, un acaecer, algo que pasó y quiero contar; el tema, o los temas que aparezcan, a menos que me proponga dejar un mensaje, se van a desprender de lo escrito, pero no me voy a montar sobre ellos en el arranque.

Entonces construyo un texto que a su vez va a construir un lector para sí. Y no necesito ponerme por encima ni por debajo del lector, va a ser mi par, mi igual. El texto, el propio texto nos va a asociar de manera productiva.

A veces la idea te lleva a la Génova del siglo XIII, entonces el libro pide otro lector, un lector con más información del mundo, experiencia y competencia lingüística que la que normalmente tiene una persona de pocos años. Entonces decimos «este libro es para esta persona, pero no todavía.»

(Digresión: veo la literatura para los chicos no como un género, el género infantil, y sí asociada a la literatura popular, ésa emparentada por un lado con los relatos primitivos, que eran para todos -esto no es ninguna novedad: la leyenda, la fábula, los casos, el cuento que se contaba junto al fuego, los viejos mitos reciclados; y por otro la novela del siglo XIX. (A Andersen lo leían también lo adultos, y a Salgari, Verne, Dumas).

Había libros y revistas que los chicos estábamos en condiciones de leer y punto. Y no nos preguntaban si entendíamos, por eso, al final, entendíamos. Tampoco se desvelaban por controlar lo que leíamos. Suponían -supongo- que leer siempre era bueno, y que los propios libros -otros libros- se iban a encargar de emparejar -los contenidos, la calidad-; ellos mismos se iban a ocupar de mover la estantería del lector, unos desplazando a otros, adelantándose, en un camino de ida que en el resumen final era siempre positivo. Por eso me resulta tan difícil conectar ciertas preocupaciones que debería tener como autora, con mi experiencia como lectora.

Nunca se agotó esta discusión sobre el género, ni siquiera entre colegas, y no me parece desdeñable, no por afán de precisión sino para repasar los ingredientes del género desde un aspecto estético: ver si ese género infantil no conduce a una serie de convenciones que permitirían al autor ingresar en las preferencias de un lector standard, un individuo no diferenciado, como son los lectores, sino un mínimo común denominador de lector, (preferencias) que a menudo conspiran para conseguir un texto literariamente bueno.

Como les decía, entonces, mis decisiones se vuelcan de manera práctica sobre la pantalla en la que estoy trabajando, en ese mano a mano. ¿En qué consiste el trabajo? Ya se sabe:

Hay que definir un formato para esa historia, las secuencias, y los cortes, los respiros del texto; la extensión de los párrafos; buscar un final -la idea ya nos señala una dirección, pero hay que encontrar el final de la historia-; instalar el mecanismo del tiempo, el lugar, amueblar la acción; el perfil y el nombre de los personajes; la figura del narrador -hay que construir el narrador-; el punto de vista, el registro lingüístico. Ya que se trata de sencillas historias para chicos, el léxico podría presentarse como un problema. Pero no existe como problema: si no incorporo palabras de un nivel culto, formal, es porque el contexto me las desaconseja, no porque renuncie a ellas por la poca edad de mi lector. (El narrador de «El rey que no quería bañarse» no incorporaría la palabra «discrecional» porque caería como una piedra, ese cambio abrupto de registro sería un despropósito; pero no me privo de «chambelán», que es una palabra no frecuente porque me viene bien: instala en una época lejana -o medieval o china, pero lejana- aunque nadie -ni yo- sepa bien qué significa).

También busco información para el libro, de manera de poder ver mejor lo que cuento, aunque esa información no concurra directamente al texto. (Yo siento especial fruición en la investigación. Hay algo un poco mágico en esto. A veces no podés ir a buscar información sin antes ponerte a escribir, pero tampoco podés escribir sin antes ir a buscar información. No se sabe cómo es la cosa. La información corre como una hebra entre dos ejes, y allí se sostiene. Va y viene. Y la información es altamente estimulante también para resolver ciertas situaciones, por eso bien vale demorarse. (Si tenés que justificar que un personaje esté subido a un roble, lo mejor es que averigües lo que puedas sobre el roble, y la wikipedia te va a decir que da bellotas y que tales y tales animales comen bellotas. Entonces el personaje puede estar ahí arriba tratando de capturar un animal de los que comen bellotas. Descartada la ardilla por demasiado obvia, podés hacer que esté agazapada entre las ramas esperando capturar un chancho. Así es perfecto, porque enriquece sensiblemente al personaje.)

En realidad estas decisiones «se van tomando», el autor simplemente las pone a funcionar, no se le presentan de forma clara; las toma con la naturalidad con que un carpintero, si quiere hacer un agujero, toma un taladro.

Excepto cuando el texto hace ruido y tiene que descubrir de dónde viene el ruido, dónde se equivocó. A veces tarda en darse cuenta, y siempre tiene que repasar los procedimientos. A veces son problemas de verosimilitud, a veces de simple sonoridad, los que hay que reparar (A mí me resulta difícil volver atrás en la disyuntiva; cuál de las decisiones fue desacertada).

Todas estas cosas están presentes tanto si trabaja solo como si trabaja asociado. (Mis dos casos de escritura compartida fueron muy instructivos: qué poco queda para el «parecer», para lo que puede ser así o también de otra manera; cuán inapelables son esas pequeñas decisiones, cómo se imponen en el texto).

La corrección es otro de esos trabajos. Invertir el tiempo necesario en eso es una decisión. Yo soy muy torpe, y tengo que peinar y espulgar los textos para sacarlos aceptables. No me sucedía eso cuando empecé a escribir, en que me sentía fascinada por algo tan sorprendente como que se me hubiera ocurrido una idea y la posibilidad de llevarla a puerto. Con el tiempo empecé a cuidad más las cuestiones formales, porque más vale que no es menor: mostramos una historia, y obviamente también un modo de contarla.

Estas son las decisiones ineludibles del trabajo: decisiones de la PROFESIÓN que a menudo también inciden en los resultados.

Con qué frecuencia publicar. No hacer caso a las propuestas de integrar colecciones si sé que no tengo tantas ideas aceptables como para cubrir esa demanda

Qué cosas escribir por encargo y cuáles no. Antologías, libros informativos. No cuentos sobre paraguas. No porque me parezca éticamente cuestionable, sino porque miraría para atrás y encontraría un montón de cosas hechas por deseo de otros y no mío. Si yo lo incorporara como práctica habitual, presiento que resentiría mi relación con mi trabajo, y no quisiera perder eso. Algunas decisiones son propias de algunos autores y no de todos. Somos todos distintos, fuertes y vulnerables de distintas maneras. Hay gente que puede producir mucho en poco tiempo, no es mi caso, y que puede hacer convivir trabajos por encargo con otros que le interesan y está todo bien.

No permitir que se modifiquen los textos cuando se incluyen en un libro escolar, o que se modifiquen los localismos en las ediciones fuera del país.

Qué porción de tiempo asignarle a los medios y a la promoción de los libros. En los últimos años, si el autor está dispuesto, puede pasar más tiempo promocionando sus libros que escribiendo.

De cualquier modo, son decisiones particulares. No existe el autor. Hay personas que escriben. Y eso es todo.