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El definitivo escollo del proyecto neoclásico de reforma del teatro

(Panorama teatral de la Guerra de la Independencia)

Ana M.ª Freire

Cronología e historia literaria

Que el siglo XVIII no terminó en 1799 es un hecho, si al teatro nos referimos, aunque no sea más que por la cuenta pendiente que supuso la Real Orden del 21 de noviembre de ese año, que aprobaba la Idea de una reforma de los teatros de Madrid -paradigma hasta entonces de los del resto de España, y que había de ser puesta en práctica en la temporada cómica 1800-1801. Por cierto que su efectividad duró bien poco: en diciembre de 1806 el Ayuntamiento recuperaba el gobierno de los teatros y en enero del año siguiente hacía público un Reglamento general para la dirección y reforma de teatros, que enseguida habría de entrar en vigor. Refiriéndose a la junta creada por este Reglamento, confesaba Andioc que «por haber sobrevenido al poco tiempo la guerra de la Independencia, resulta imposible decir si gozó, por una parte, de mayor aceptación que su antecesora, y por otra, si llegó a ser benéfica para el arte dramático madrileño»1.

Efectivamente, un año después España se vio invadida por las tropas francesas, y la reacción en todo el país fue -antes o después- el cierre de los teatros. Lo que sí está claro es que a partir de la ocupación, Madrid deja de ser el prototipo del teatro del resto de España, por encontrarse bajo el gobierno francés durante la mayor parte de la contienda. Por tanto, al esbozar un panorama del teatro durante la guerra de la Independencia, no es posible considerar globalmente la problemática de ciudades ocupadas, ciudades libres, ciudades sitiadas, o el caso tan particular de Barcelona que, siquiera nominal y temporalmente formó, en este período, parte del imperio francés.

Al empezar el siglo tenían compañía fija muchas localidades españolas, que en algunos casos cubría un amplio radio de manera ocasional. Existían compañías estables en Madrid, los Reales Sitios (Aranjuez, San Lorenzo, La Granja), Valencia, Cádiz, Granada, Córdoba, Málaga, Zaragoza, Cartagena, Barcelona, Sevilla, Mallorca, La Coruña, Vizcaya, Valladolid, Trujillo y Badajoz. La compañía de La Coruña también representaba en Ferrol y Santiago, la de Vizcaya en Navarra, la de Valladolid en Castilla la Vieja, y las de Trujillo y Badajoz cubrían respectivamente los pueblos de la Extremadura Alta y de la Extremadura Baja2. Esto hace pensar que todas las ciudades con compañía titular tenían un local, mejor o peor, para las representaciones.

A estas hay que añadir las compañías volantes o itinerantes que actuaban en el Puerto de Santa María y Real Isla de León, Algeciras, Gerona y otros pueblos, Andalucía Baja, Andalucía Alta, Reino de Valencia, Baza, Guadix y otras localidades del Reino de Murcia, Tolosa, Castilla la Nueva, Villa de Reus y otros pueblos de Cataluña3.

Pues bien, las noticias que tenemos de algunas ciudades sin local fijo, que dependían de estas compañías ambulantes, tampoco son homogéneas, pues mientras en Santiago de Compostela está claro que no se dieron representaciones durante la guerra4, y en Almería no hay constancia de ellas5, sí que las hubo en Bilbao6, y en Burgos7.

Los teatros en la España ocupada

El cierre de los teatros fue general, aunque no en todas partes inmediato a la invasión8, pero una vez recobrada cierta normalidad en la vida de las ciudades -hacia 1810-, comenzó a pensarse en la reapertura. De hecho, en Madrid no se habían interrumpido totalmente las funciones después del 2 de mayo de 1808, aunque se daban irregular e intermitentemente. Pero para los nuevos ocupantes de la capital era importante aparentar una normalidad que diera a los madrileños impresión de una paz, que en realidad no existía, y entre los medios con que contaban se encontraba el teatro. Aunque en un primer momento no es muy evidente la utilización política de la escena, el propio hecho de que se dieran funciones era en sí un argumento y una medida de carácter político, a pesar de la escasa asistencia de público, patente en las recaudaciones. Este ambiente propicio dio lugar a que regresaran a Madrid -arrendaron el teatro de los Caños del Peral- compañías de ópera italiana, que tenían prohibido representar desde 1799.

Por el mismo deseo de aparentar normalidad, la llegada de los franceses fue determinante para que se abriera el teatro en Córdoba9, en donde la representación de comedias había sido prohibida por última vez en 180410, o sea, antes incluso de la invasión francesa. Más adelante se completaron las diversiones públicas en esta ciudad con los bailes de máscaras, que fueron autorizados en enero de 1813 (día 29) para «los domingos y días festivos antes de Carnaval, en vista de que en Madrid se permitían. En Sevilla los había todos los días festivos del año, y en Granada se habían dado mientras estuvo alojado en ella el cuarto ejército»11.

Si en Valladolid comenzaron bastante pronto las representaciones -la ciudad fue ocupada el 12 de junio de 1808- se debió no solo, como en los casos anteriores, al interés de las autoridades francesas, sino a los propios empresarios de la Compañía Cómica de la ciudad- Sandalio Arce y Alejo Jiménez que, viendo peligrar su subsistencia, el 16 de agosto solicitaban reanudarlas, aunque fuera dos días a la semana, ya que llevaban interrumpidas desde el 29 de mayo12. Las autoridades accedieron, porque además de favorecer la buscada apariencia de paz, en Valladolid, como en todas las ciudades ocupadas, el teatro suponía un entretenimiento para la guarnición francesa, que evitaba posibles desórdenes. De hecho, en Valladolid eran prácticamente los únicos asistentes al viejo teatro, y algo semejante ocurría en Sevilla, donde la concurrencia de los soldados llegó a condicionar el horario de las representaciones, hasta el punto de retrasarse la hora de comienzo, de las 6 y media a las siete de la tarde, «respecto a que los militares y demás individuos franceses no pueden concurrir a esta hora»13; además, cuando se planteó la subida del precio de las entradas, el Comisario Regio aceptó la solución que planteaba la empresaria Ana Sciomeri, «porque siendo las tropas imperiales el mayor número de quien se compone la entrada, carga sobre aquélla este peso y sobre las gentes menos pudientes»14.

En Sevilla, pues, también funcionó el teatro durante la estancia del rey José, y eso aunque la junta Suprema, ante la proximidad de los franceses en Andalucía, el 27 de enero de 1810 había transmitido al Ayuntamiento el acuerdo, no ya de cerrar, sino de destruir el Teatro Cómico de la ciudad15, lo que afortunadamente no llegó a hacerse antes de que fuera ocupada el 1 de febrero. Enseguida se procuró transmitir a la población una imagen apacible y bienhechora del rey intruso, en la que jugaba un importante papel presentarle como favorecedor del arte dramático. Así lo recogía un soneto que solo dos días después de la ocupación publicaba Gaceta del Gobierno de Sevilla, y que se había presentado al rey en la función dramática que le ofreció el Ayuntamiento:

   Cerró tu templo pálida Talía

al rumor de la trompa pavorosa

y el puñal de Melpómene llorosa

cedió a la lanza de Belona impía.

   Mas cuando ve que la clemencia guía

del nuevo Rey la espada victoriosa,

abre otra vez festiva y bulliciosa

al centro de la pública alegría.

   El senado hispalense conducido

de su fiel jefe este homenaje ofrece

del sacro Apolo sobre el ara amada.

   Sufre, señor, benigno y complacido

que al lauro que en tus sienes ya florece

esta yedra feliz brille enlazada.



Más difícil fue para los franceses reanudar las representaciones en Barcelona, donde el Teatro se había cerrado en agosto de 1808. La resistencia pasiva de los barceloneses dio lugar al anuncio que en la sección de Avisos publicaba el Diario de Barcelona el 3 de mayo de 1809:

El Director de la Sociedad Cómica anuncia a este respetable público, con bastante sentimiento suyo, que por no haberse hecho los abonos suficientes, los que eran indispensables para abrirse el teatro, no puede dar las representaciones ofrecidas; en vista de lo cual suplica a los señores que le han favorecido con su abono, se sirvan comparecer en todo el próximo jueves 4 del corriente, a la Casa Teatro desde las diez a las doce de la mañana, y por la tarde desde las cuatro a las seis, donde presentando el recibo y llaves de aposentos que están en su poder, les devolverá las cantidades que le han entregado.


Hasta 1810 no conseguirían reabrir el teatro, y en unas condiciones tan peculiares como las derivadas de contratar una compañía francesa, que solo representaba en su idioma, principalmente comedias y operetas. Debutaron el 15 de agosto, día emblemático en el que se celebraba el santo de Napoleón Bonaparte, ya que a esas alturas Barcelona había sido proclamada por Decreto imperial provincia francesa16. Después de actuar en solitario y con poco éxito durante casi un año, en julio de 1811 comenzó a alternarse con una compañía española formada por aficionados y algún actor profesional, que pronto fue la única en dar funciones. Parte de la compañía francesa pasó a Gerona, donde los datos que tenemos son algo confusos, pero hemos comprobado a través de la Gazette de Gironne que el 31 de mayo de 1812 comenzó las representaciones, quizá después de alguna interrupción17.

La reapertura de los teatros en la España libre

El ejemplo de lo que ocurría en la España ocupada, la tradición teatral de la ciudad, y la necesidad de diversión en el Cádiz superpoblado de 1810, motivaron el intento de reabrir el teatro. Pero las tentativas encendieron de nuevo la vieja polémica entre partidarios y detractores de las representaciones. Este asunto suscitó una serie no pequeña de folletos, opúsculos y artículos en la prensa, que Cotarelo no conoció, ya que, no solo no los incluye en su Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en España18, sino que afirma que «dentro ya del siglo XIX, y prescindiendo del mencionado Pantoja, poco se escribió acerca de la cuestión de la licitud de la escena»19. El asunto llegó a ocupar a las Cortes20, donde después de varias sesiones en que se discutió sobre ello, Juan Nicasio Gallego zanjó la disputa haciendo considerar que tal cuestión no era de la incumbencia del gobierno de la nación allí reunido, sino de los gobernantes locales. Así que, habiendo vencido los partidarios del espectáculo, el local abrió sus puertas el 20 de Noviembre de 1811, con la representación de El desdén con el desdén. Los argumentos a favor del teatro, que extraigo de un artículo en el Semanario Patriótico del 6 de diciembre de 1810, resumen parte de las características del que proliferó en el bando español:

¿Qué razón de conveniencia pública puede haber para que el teatro permanezca cerrado, y el vecindario de Cádiz se vea privado de este honesto desahogo?

En política no puede haber ninguna (...) Con efecto, si el espíritu público es el que dio principio a nuestra revolución heroica; si el espíritu público es el principal resorte que la sostiene, y si solo el espíritu público es quien puede terminarla felizmente; ¿por qué hemos de descuidar ninguno de los medios que sirven a mantenerle?


Y más adelante:

El patriotismo se inspira y no se enseña; es un instinto, un sentimiento, no un raciocinio: vive y se alimenta de espectáculos para la vista; de ficciones para la imaginación; de ejemplos para la memoria. ¿Dónde sino en el teatro se reúnen con más fuerza esos poderosos agentes morales? Allí es donde a manera del fluido eléctrico las pasiones populares se comunican un instante y se hacen más grandes por el contacto de los concurrentes; pues el amor a la patria es una pasión popular; y ¡ay de nosotros, si no conseguimos que sea la más grande, o por mejor decir, la sola del pueblo español!


La contrapartida puede leerse en el opúsculo firmado por Una Española el 14 de diciembre de 181021, que rebatía al Semanario Patriótico aludiendo al teatro «de sucesos del día», tan en boga en aquellos momentos: «Es cierto que en estos últimos tiempos se han representado piezas alusivas a las circunstancias actuales, ¿pero en el día hay quien las ignore?, ¿puede haber más fuerza en la ficción representada que en la realidad misma que tenemos delante de nuestros ojos?». El argumento más «patriótico» lo reserva para el final y lo esgrime en verso -en muy malos versos- y es que precisamente los invasores son partidarios del teatro, y lo han abierto en Sevilla:

   Apenas en Sevilla entra el tirano,

forma varios decretos por su mano:

por uno priva el uso de su oficio

al sabio Tribunal del Santo Oficio;

por otro el claustro dexa ya desierto,

y en otro nos presenta el Teatro abierto22.

Humo en el Teatro exhalan las pasiones:

allí víctimas son los corazones,

y extraño no será vaya prendiendo

la llama de tal suerte que haya incendio.



La prensa por su parte se hacía eco del patriotismo de ciudades como Valencia, donde acababa de hacerse una gran procesión «que forma contraste con lo que pasa en Cádiz, donde reina el filosofismo y solo se piensa en comedias»23.

Algo de verdad había en esta última frase, porque la afición a la escena había subsistido y había sido alimentada, aun en condiciones precarias, durante los períodos en que los teatros estuvieron cerrados. En Cádiz se daban funciones -no del todo privadas- en casas particulares, donde -para escándalo de Joaquín Lorenzo Villanueva que lo relata en Mi viaje a las Cortes- se cobraba la entrada. En Córdoba «durante el gobierno de las juntas, ya principiada la revolución de 1808, continuaron a veces las representaciones disfrazadas, como antes, con el nombre de títeres»24. En otras ciudades como Valencia, los títeres verdaderos funcionaron ya no como sustituto sino como complemento del teatro de compañías, por lo menos en los períodos de la ciudad en manos españolas, y con esas «máquinas de figuras corpóreas» -como entonces se llamaban-, que actuaban en el Salón de los Camilos, se representaron no pocas piezas patrióticas y políticas y comedias de santos25.

Consecuencias extrateatrales del arte dramático

Una vez abiertos los teatros en las zonas libres, se demostró además su utilidad para la causa de la patria en términos económicos. No es infrecuente encontrar noticias en la prensa de cualquier ciudad libre, como la siguiente, aparecida en el Diario de Granada del 11 de diciembre de 1808:

Los actores de la Compañía Cómica han entregado en Tesorería en clase de donativo, 3.301 reales de vellón, producto de la función que ejecutaron el día 9, en cuya cantidad incluyen 71 reales que cedieron de sus sueldos los músicos de la Orquesta. Además han pagado los mismos actores por partes iguales 440 reales y 17 maravedís que importaron los gastos de la función.


Quizá se tratase de una función extraordinaria, y aunque la cantidad es pequeña, se trata de Granada, no de un Madrid, en donde, en las temporadas que permaneció libre, los cómicos pudieron hacer donativos más cuantiosos. El 13 de agosto de 1808 decía el Diario de Madrid que

Las compañías de cómicos españoles de esta corte, sus músicos, cobradores, tramoyistas y demás dependientes han determinado, a impulso de su patriotismo, hacer ocho días de función, invirtiendo el producto íntegro de ellas, a saber: el de las seis primeras en vestuario y armas para las tropas que se levantan en defensa de la patria, y el de las dos restantes en una función de iglesia a la Virgen de la Novena, su patrona, en acción de gracias por las victorias conseguidas sobre el enemigo por los ejércitos de la patria (...)


En otras ocasiones -el martes 27 de septiembre del mismo año- la empresa encarece la asistencia del público

porque (...) debiendo invertirse el producto de esta entrada, deducidos gastos, en la provisión de camisas para la tropa de Aragón, cuya hechura queda también a cargo de las señoras actrices de dicha compañía, no cree necesario invocar el celo de Madrid para que auxilie tan piadoso objeto con su asistencia.


Desde luego para conseguir buenas recaudaciones había que programar funciones de éxito asegurado, por lo que, en la España libre, las razones económicas, unidas al motivo patriótico de encender los ánimos por la causa nacional, y al deseo de encauzar la opinión pública, determinaron la selección de piezas y la creación de otras nuevas, influyendo de manera decisiva sobre la orientación del arte dramático en este período. En las ciudades bajo gobierno francés, pesaba menos la búsqueda del éxito pecuniario, ya que por una parte el teatro solía estar subvencionado, y por otra no les faltó a los gobernantes el necesario realismo en cuanto a lo que podían esperar de un pueblo, a fin de cuentas invadido, que mostraba su hostilidad activa o pasivamente, como en el caso del teatro.

En los primeros momentos de la ocupación de Madrid no se advierte con claridad un proyecto para dirigir la opinión pública a través de la selección de obras. Es una vez instalado por segunda vez en la capital cuando el gobierno francés trata de influir en lo que entonces se llamaba el «espíritu público», haciendo ver que su llegada -nunca invasión ni ocupación- era benéfica para España: venían a regenerar el país, a elevar su nivel cultural, a fomentar las sanas diversiones, entre las que se contaba el teatro, frente a los entretenimientos bárbaros que había que desterrar. En las ciudades gobernadas por los franceses se concedió protección oficial al teatro, aunque en ningún sitio con los privilegios y cuidados que recibió en Madrid el coliseo del Príncipe26. En su cartelera es donde se observa un mayor número de obras francesas traducidas -algunas del teatro político de la Revolución27- y adaptadas, no solo a la escena española, sino a las circunstancias. Se trataba de transmitir que «esto es Francia, ésta su literatura dramática, éste el gusto francés, al que conviene que se vaya acomodando España para incorporarse al progreso». Incluso el hecho de no interrumpir las funciones durante la Cuaresma en las ciudades bajo su mando pone de manifiesto otro modo de enfocar el arte dramático, en su vertiente social. En el Madrid francés continuaban las funciones durante la Cuaresma, y solo se interrumpían en Semana Santa, y en Sevilla, durante la Cuaresma, había función los domingos, martes, jueves y sábados28, mientras que, en las ciudades libres, las comedias eran sustituidas por oratorios sacros y piezas de contenido religioso, y preferiblemente de carácter musical. Sin embargo, en la España gobernada por los franceses la nueva visión de las cosas no se transmitió a través de la creación de nuevas obras dramáticas. Hubo un momento de la investigación en que me llamaba la atención la escasez de piezas afrancesadas que iba encontrando, frente a las numerosísimas patrióticas, lo que me animó a comenzar un catálogo, que a estas alturas resulta bastante considerable. Llegué a pensar si habría ocurrido como con algunas publicaciones afrancesadas de la época, muy difíciles o imposibles de encontrar actualmente, porque al terminar la guerra, las destruyeron los patriotas por aversión a ellas, y los afrancesados por miedo, de modo que apenas quedan ejemplares. Pero comprendí que no ocurrió esto, porque tampoco existen noticias o anuncios, ni figuran en las carteleras de las diversas ciudades, que tengo reconstruidas en buena medida. Sucedió sencillamente que no se escribieron.

El pequeño contrapunto al teatro oficial del Príncipe, fue en Madrid el coliseo de la Cruz, para el que pronto se formó una compañía de actores, alrededor de Manuela Carmona29. Las diferencias entre ambos coliseos son dignas de tener en cuenta, pues en el de la Cruz, para sostener el espectáculo, se recurría con más frecuencia a obras de éxito popular, como las comedias de magia y, si se podía, de teatro. Los sainetes eran ingrediente fundamental de las funciones en cualquiera de los bandos y cumplían un papel patriótico por sí mismos, sin necesidad de politizarlos. La puesta en escena de los sainetes anteriores a la invasión era en sí una afirmación de lo nacional, de lo genuinamente español y castizo frente a lo extranjero, a pesar de que algunos fueran adaptaciones de piezas francesas. El arma política no era en los sainetes el argumento, ni una tesis más o menos velada. Eran los tipos castizos, el habla, la sal y el asunto español lo que afirmaba el propio ser nacional, cumpliendo de este modo una función patriótica y política. De hecho, en la Valencia invadida se representaban en valenciano sainetes que no eran traducción de otros castellanos, sino propios de la región y con asunto de la tierra y lo mismo en la Barcelona ocupada. Creo que los franceses no alcanzaron a ver, sin embargo, en los sainetes el mismo peligro que en las tonadillas, que por mor del «buen gusto» fueron retiradas del teatro del Príncipe, sustituyéndolas por breves óperas en un acto, pero el hecho es que el anuncio de las funciones en el coliseo del Príncipe, a partir de junio de 1810, deja de incluir la consabida coletilla del teatro de la Cruz, que finaliza sus funciones con «tonadilla, sainete y bolero» (o fandango). Fuera, pues, del reducto del coliseo del Príncipe, casi todo contradecía en los teatros españoles los antiguos proyectos de reforma de la escena, a pesar de que en la política teatral madrileña de José Bonaparte tuvo mucha parte Moratín, del que durante la ocupación se representaron no solo sus piezas originales, sino sus traducciones de Molière. Precisamente este fue el autor francés más representado durante la guerra de la Independencia: Molière traducido por Moratín -La escuela de los maridos, El médico a palos-, por Marchena -El hipócrita-, por Lista, que en la Sevilla ocupada dedicó su traducción de El enfermo imaginario al mariscal Soult30, incluso por Ramón de la Cruz... Al mismo tiempo, apenas encontramos en las carteleras de las diversas ciudades alguna pieza de Corneille o de Racine: Atalía, en versión de Llaguno, es una excepción.

En la España libre, además de las piezas antiguas de repertorio, muy cuidadosamente seleccionadas, se creó todo un teatro patriótico y político, al que he dedicado un trabajo actualmente en prensa. Esto me exime de entrar en detalles, pero diré que son obras que, escritas e impresas y estrenadas en cualquier punto de la España libre, se reimprimen y representan en las demás ciudades. Piezas estrenadas en Madrid pasan a Cádiz, o a La Coruña, a donde en junio de 1812, al cesar la subvención real al Teatro del Príncipe, se trasladan varios actores de su compañía (Caprara, Infantes y Juan Máiquez) y de la del coliseo de la Cruz (Antonio González, Martín, Mata y Francisca Belmonte), formando una nueva entre todos31. Piezas representadas en Palma de Mallorca -donde el teatro se abrió el 1 de mayo de 1811- coinciden con las de Cádiz; y las que compone en Cartagena Agustín Juan, y estrena la Compañía Cómica de la ciudad, se ven en los teatros de Madrid cuando la capital es desalojada. Pues bien, en pocas palabras diré que en ese trabajo estudio el repertorio y su clasificación, las características de estas piezas, los géneros, la puesta en escena, la recepción... Se trata de un teatro esencialmente popular, despreocupado por la preceptiva dramática -hay evocaciones de Lope en su Arte Nuevo acerca de encerrar bajo siete llaves a Aristóteles-, que prefiere la comedia a la tragedia, que opta por el verso frente a la prosa, que junto al deseo de verosimilitud histórica recurre a la espectacularidad en la puesta en escena... Todas sus características prueban que el teatro patriótico y político «de sucesos del día» supone la puntilla a los viejos -y a esas alturas olvidados- proyectos de reforma. La otra vertiente de este teatro, las «piezas alegóricas», heredaban por su parte muchos elementos de los últimos autos sacramentales prohibidos en 1765. En cualquier caso, las obras de teatro político son creaciones nuevas que utilizan viejos recursos del gusto de la mayoría, para conseguir unos éxitos que se presumían asegurados de antemano.

Legislación sobre teatros en la guerra de la independencia

Lógicamente a todo esto no fue ajena una legislación oportuna, por cierto, tampoco recogida por Cotarelo. En el caso de Madrid, la protección oficial al teatro quedó plasmada en tres reales decretos de José Bonaparte. El primero, del 3 de febrero de 1809, contiene un Reglamento de teatros, y los términos en que está redactado contradicen la imagen pacífica y bienhechora del nuevo gobierno de Madrid, puesto que se ponen los teatros de Madrid a las órdenes de un Comisario, que tendrá entre otros cometidos el de «obligar a los Empresarios y Actores a que cumplan con los contratos celebrados entre ellos, y con sus deberes hacia el público; y a este efecto podrá emplear basta los medios coactivos mandando ponerlos presos32», etc. Además existirá una censura, pues cada obra ha de ser aprobada por el susodicho Comisario y el Ministro de Policía general. El segundo Decreto, de 29 de mayo de 1810, afecta a los coliseos en el plano material, pues se trata de que se coloquen en los del Príncipe y de la Cruz los bustos de varios poetas españoles. Por el tercer decreto, de 31 de diciembre de 1810, se crea una Comisión de teatros, «encargada de examinar todas las obras dramáticas originales o traducidas de que haya de componerse el repertorio o caudal de los teatros de Madrid, de contribuir a su mejora, y trabajar en los adelantamientos del arte». A partir de este último Decreto empieza a notarse el progresivo afrancesamiento de la cartelera, del que antes he hablado.

En la España libre también la Regencia se vio obligada a tomar cartas en el asunto una vez que se hubieron normalizado las actividades teatrales en la mayor parte de las ciudades españolas. Por tanto, emanó en Cádiz una Real Orden el 11 de diciembre de 1812 -desconocida al parecer por los pocos que han prestado atención al teatro de este período- «sobre el arreglo del ramo de teatros en los pueblos», que se envió a todas las capitales de provincia, incluso a las que no tenían local ni eran visitadas por las compañías ambulantes, como Santa Cruz de Tenerife33, cuyo jefe político acusa recibo de la orden el 30 de diciembre del mismo año. En Madrid, el Ayuntamiento Constitucional no pudo trasladar la orden a los Comisarios hasta el 7 de julio de 181334, en que las tropas napoleónicas habían desalojado la capital. Las medidas de la Regencia se encaminaban a tratar de armonizar cuatro aspectos esenciales: «el honesto recreo de los pueblos», «el interés de los cómicos», «el respeto debido a la moral» y «la conservación del orden público», y en su formulación resultaba bastante tolerante. En pocas palabras, estipulaba que las compañías serían contratadas por los ayuntamientos; que las compañías pasarían la relación de piezas de su repertorio al jefe político de la provincia, «quien excluirá las que en su concepto se opongan claramente a las buenas costumbres, reduciéndose a esto todas sus atribuciones en la materia»; dependería del Ayuntamiento el buen orden -la policía- de los teatros; la administración de las recaudaciones correría a cargo del empresario, que pasaría al Ayuntamiento lo que hubieran acordado; y «en cuanto al gobierno y dirección interior de las compañías, los cómicos se entenderán con el autor o empresario, según sus pactos particulares»: el Ayuntamiento solo intervendría para resolver desavenencias, pero si no lo consiguiera, los interesados «acudirán al tribunal correspondiente como en cualquier otro contrato».

Conclusiones

Al final de la guerra la batalla del teatro la habían perdido para siempre los partidarios de la reforma. Y desde luego quienes habían ganado -y mucho- eran los cómicos, precisamente en la España no ocupada. Su condición personal recibió el reconocimiento de su dignidad en las Cortes de Cádiz, que les otorgaron la categoría de ciudadanos, por lo que el 25 de junio de 1812 costearon en Cádiz una placa conmemorativa de la Constitución35.

En definitiva, el teatro de la guerra de la independencia, y de modo muy particular el que se representó en las zonas libres, ignoró por completo todos los esfuerzos anteriores para reformar la escena española. Motivos económicos y de coyuntura política impidieron poner en marcha el plan de 1807, y tanto en la España libre como en la ocupada se hizo caso omiso de la disposición que enumeraba una larguísima lista de piezas prohibidas por diversas razones, entre las que figuraban numerosas comedias de magia, que entonces volvieron a hacer furor, y que, junto con las piezas políticas, eran las que más altas recaudaciones obtenían36. Con ocasión de la guerra se dio rienda suelta a un teatro dirigido al sentimiento antes que a la razón. Es el primer valor neoclásico que se subvierte. A partir de ahí, absoluta libertad en el modo de hacer: se prefiere el verso a la prosa, por que es más fácilmente memorizable y hay que aprender en poco tiempo las nuevas piezas de ocasión; se recurre a lo espectacular y maravilloso, porque hay que llegar a un público que lo aplaude para crear en él un estado de opinión y de ánimo, y también porque las recaudaciones revierten positivamente en la causa por la que se lucha; se escribe y se representa un teatro «de mayorías», en el que no se cuida el decoro, ni se tiene demasiado en cuenta el «buen gusto»... Del proyecto neoclásico solo queda una idea y, por cierto, muy bien aprendida: la utilidad del teatro como escuela, pero no ya donde se enseñan buenas costumbres sino donde se dan al ciudadano lecciones para afrontar la nueva coyuntura política.