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ArribaAbajoLa poesía de cada tiempo


I

Me gusta pensar en las sucesivas etapas de la Historia como en la incesante construcción de una sinfonía. Cada siglo, cada período, cada civilización, cada estilo, nos da un «movimiento», breve o extenso, pálido o brillante, jocundo o elegíaco, pero maravillosamente entramado en la arquitectura de la gran sinfonía total. Es la armonía de la Creación, la música no sólo de las esferas, sino de las colectividades humanas, de sus peripecias y afanes, de sus guerras y de sus fiestas, de sus llantos y de sus alegrías.

El hombre es sonoro, como es sonora la estrella. Esa música lejana que nos llega subterráneamente del pasado, esa remota melodía que denominamos «la Historia», sólo es apresable bajo especie de «forma». Y de forma audible, por supuesto, aunque los materiales empleados por el hombre para darle caza sean -a tenor de la vocación de cada cual- la palabra o la piedra, el color o el sonido.

Pero todo será fragmento de una melodía, parte de la armonía total, o no será nada. La palabra es una idea que suena. La estatua es un acorde petrificado. El discurso es una canción medida por los sentimientos. El cuadro es una reducción cromática y lineal de un movimiento sinfónico. Y cuando fallan estas inclusiones de lo musical en cualquiera de las expresiones elegidas, falla la obra de arte; es decir, falla el intento de perpetuar bajo especie de forma («llamo forma -decía Valery- a lo que los demás llaman fondo») una porción de la Historia, una parcela de la clamorosa corriente de hechos y de sentimientos, que viene del fondo de los siglos y va a precipitarse en el seno insondable del Tiempo.



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II

Es, pues, una labor de medida cirugía, de amputación regida por el ritmo, la que realiza el artista cuando extrae de la corriente total un muñón de verdad, de visión, de fantasía, que todo es uno y lo mismo, como encerrado en el augusto cuerpo mayor de la Realidad. Es el ritmo lo que da existencia, perseidad o personalidad a la expresión. Por eso si el artista no acierta a vestir con alto decoro musical su operación de cirujano, lo que queda entre sus dedos al dar por terminada la obra no es un fragmento vivo de realidad, sino el cadáver de una idea, la intención frustrada de un cazador. Lo que queda es: el libro malo, el cuadro condenado a perecer, el poema sin comunicación y sin destino. Es la mudez, la falta de ritmo, lo que aísla y conduce a la muerte. Todo lo viviente canta. La muerte es el silencio.

El fracaso en arte proviene de una infidelidad a la secreta música de la Historia, cuya clave ha sido dada a los artistas creadores (quiere decir, a los que oyen más y con mayor nitidez la interna melodía), para que éstos la descifren y comuniquen a los demás hombres. Y de entre las variadas fisonomías que esa clave adopta para traspasarse a los humanos, la más accesible, la más universal (por el hecho de que su instrumento o herramienta de trabajo, que es la palabra, «está» en el hombre) es la Poesía.

No se trata de una prelación, ni del viejo problema que inquietaba a Leonardo sobre cuál de las artes era superior a las demás. No hay un arte superior a otro, como en la orquesta el violín no es superior al oboe. Se trata de que la Poesía es la tarea más directa, individual, solitaria y espontánea que el hombre puede acometer. «Poetizar -dice Heidegger- es "fundar" por la palabra de la boca». Fundar, o sea, construir el universo, descubrir los fundamentos de lo circundante, explicarnos la fundación de nuestro propio ser. Y todo eso, hecho a pura melodía, rítmicamente, traduciendo en música cuanto sea noción, descubrimiento, relato, testimonio.

Es en la poesía donde la música del devenir se hace más inmediata, pues, en definitiva, el verso viene del oído y cae en el oído, de hombre a hombre y de generación a generación, y aun los poetas que podemos llamar «visuales» -Dante es el arquetipo- han de apoyar sus visiones en una música evidente, porque de lo contrario la visión, por atonía, se vuelve amorfa. Es la melodía la que permite fundar una arquitectura verbal, construir el pequeño palacio-cárcel   —50→   de la realidad que es el poema. David con su arpa es el emblema del poetizar. El laúd podrá tener una o seis cuerdas, pero siempre tiene que haber un laúd.




III

Esta certidumbre llegó a ser confundida con la medición, con la métrica, con las normas de «literatura preceptiva», que definían lo que era o no era poesía en la medida en que el poema obedeciese o no las reglas impuestas al sonido por quienes casi siempre eran sordos y amusios. Tomaban los preceptistas el rábano por las hojas, el medio por el fin, y no advertían que la música medida por ellos era, justamente, música enmudecida, música del pasado, lenguaje petrificado ya una vez salido de los labios de quienes lanzaron libremente su canción y partieron hacia la mudez de la muerte. Quisieron hacer de Horacio un contemporáneo de los siglos XVII y XVIII, lo cual habría matado de risa a Horacio. La poesía como creación fue sustituida por la poesía como construcción mecánica. De la música se pasó al monótono chinchín, al rataplán de los versos que hacían ruido, pero no sonaban musicalmente. En esa gran sordera que en la poesía produce una actitud tan negativa se llegó, era inexorable, a llamar poemas a «cosas» tan antipoéticas, tan nada creadoras e ineficaces, como las correctamente medidas alocuciones de los infinitos Núñez y Campoamores que en el mundo han sido.

Un San Juan de la Cruz, que «suena» poco, ¡qué música tan honda tiene! Un Jorge Manrique, severa sinfonía ¿por qué son lo que son? Porque ellos dieron con la «forma» ideal para expresar el más hondo sentir de su tiempo. El santo vuela al cielo, y el caballero se hace al ánimo de hierro ante la adversidad. Eso, dicho en tiempos que estimaban como dones supremos la santidad o el heroísmo, es autenticidad, es fidelidad a la música interna de la historia currente, actual de ellos, viva en su tiempo. (La paradoja de los artistas verdaderamente grandes consiste en que su intensa adhesión a la forma profunda de su tiempo les permite expresarse tan puramente, que conquistan la intemporalidad por su obra, sirviendo ardientemente lo temporal: «El entierro del conde de Orgaz», los «Conciertos Brandeburgueses», «Los fusilamientos», de Goya, etc.).




IV

Y esa es la forma de siempre: una gran libertad cantora, musical, para que el poeta dé forma, la más apropiada conformación entre la palabra y los sentimientos,   —51→   al recóndito lenguaje de la Historia que en él, el poeta, quiere asomarse a los demás hombres. Para un tiempo como el nuestro, tiempo abierto si alguna vez lo hubo en la Historia, proyectado hacia la transformación de todos los valores, lanzado a zancajear entre los astros, ¿cuál habrá de ser la «forma» apropiada, condigna, de la poesía? Si la poesía es el resplandor de la época, la biografía del tiempo, su forma ha de ceñirse a las características supremas de ese tiempo, como se ciñe la humedad al agua, y la llama a la luz. Una forma abierta, fluente, libérrima, con poderosa música metida en los entresijos del ser interior del poema mismo, pero no con una música externa, superficial, que da muerte a la poesía y aniquila el aviso que viene de lo hondo.

Goethe y Holderlin fueron los últimos poetas cuya canción tenía sin falsedad apoyatura de melodía antigua. En ellos se despedían las influencias griegas -quiere decir: las ilusiones de gobernar el mundo con las ideas de Grecia y se despedían los disciplinarios metros poéticos dominados por el romano. Ellos eran un bello acorde final, bello pero postrero, en la sinfonía de la Historia iniciada con la muerte de Sócrates. Occidente, a partir de 1832 (óbito de Goethe), iba a lanzarse en carrera más vertiginosa cada vez hacia nuevas aventuras. El orden entraba en situación de peligro.

Ahora le ha llegado el turno en la orquesta al tipo de poeta «abierto» como Laforgue, aquel que adivinaba la próxima visita de los humanos a la Luna. Ahora el poeta necesita rechazar toda amarra métrica verbal, todo lastre de su palabra, a fin de que el oído se sienta libre para recoger y traspasar las vibraciones crecientes de la nueva navegación en lo físico y en lo metafísico, en lo social, en lo político, en lo estético. Sólo el hombre plenamente libre puede cantar la libertad.

El hombre está alcanzando una dimensión desconocida sobre el planeta, que se le hace pequeño, familiar, insuficiente. La forma poética adecuada para reproducir la música de los cohetes, de las revoluciones, de las naves interestelares, de la confrontación entre los mundos, tiene que ser tan libre como los espacios, tan misteriosa como los hombres de otro planeta, tan llena de secreta majestad y de oscura música, como la visión del universo contemplado desde el propio balcón de las estrellas.





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ArribaAbajo Eternidad de Juan Ramón Jiménez3


Al lado de mi cuerpo muerto,
mi obra viva.
¡El día de mi vida completa
en la nada y el todo
-la flor cerrada con la abierta flor-;
el día del contento de alejarse,
por el contento de quedarse
-de quedarse por alejarse-; el día
del dormirse gustoso, sabiéndolo, por siempre,
inefable dormirse maternal
de la cáscara vana y del capullo seco,
al lado del eterno fruto
y la infinita mariposa!


J. R. J.                



I

Ya está Juan Ramón Jiménez resuelto, disuelto de una vez, en la perfección de su Obra. De muy tierno cirio encendido contra el vendaval de la vida, escribió un poema titulado «Anden», y no pudo parar ya. Fue, hasta el último de sus setenta y siete años, un mártir, una víctima, un sitio adolorido del vivir humano, por cuanto a él se le escogió desde lo alto como a un depósito de creación y de insomnio. Estos hombres que reciben el poder o la ilusión de crear son los más castigados por la vida.

Tuvo un extraño destino y a él se abrazó, y en más de una ocasión faltó muy poco para que zozobrara penosamente, hundiéndose en el océano de la locura o perdiéndose en la espuma de una vida sin frutos, es decir, de una obra de superficie y apariencia. Pero ahora al cabo de su insistente existir, le vemos   —53→   ya como dominador de la muerte y como domador de los vaivenes de la vida. Se le reconoce ahora, de cuerpo entero, en la integridad de una manera de existir que rebasa el heroísmo y va a dar en la propia santidad, en la santificación del existir, alcanzada siempre que un humano consigue transmutar la existencia en supervivencia.

Juan Ramón Jiménez nos ofrece un trágico e iluminador material, una ilustración suprema, para acercarnos al conocimiento vivo y probado de uno de los misterios fundacionales de la vida humana: el misterio de la Poesía.




II

De las formas de creación artística, es la poética la que más incertidumbre e incógnitas despierta, porque no da, como la música, un resultado «del lado de acá de la inspiración», ni, como la pintura, ofrece una elocuencia de lo entrevisto, ni, como la escultórica, fija sus límites en los propios contornos de la obra. La Poesía es la más misteriosa de todas las formas de creación, porque en ella se advierte, siempre que el poeta sea un artista cabal, que lo realizado es tan sólo, mínimamente, un recuerdo, una huella: la Poesía siempre permanece, victoriosa, del lado de allá de la creación, dejándose aprisionar sólo en destellos, en fragmentos muy sutiles y contados... Esta burla, esta fuga constante de la Poesía, ha desvelado a muchos seres intensos desde que el mundo es mundo.

Se deja ver la Poesía, se asoma riente y segura, pero en cuanto se la aproxima una mano o un pensamiento, ya no está; ya se ha ido hacia otro sitio lejano, desde donde sonríe y llama, para ser enseguida perseguida de nuevo. Contados cazadores, desde que el mundo es mundo, han traído a la tierra firme, desde las nubes y regiones altas donde la poesía se remueve y perfila, el trofeo de unos fragmentos, de unas ruinas. Los grandes poetas ciertos, los artistas, nos dan testimonio de ese cuerpo en fuga, y a la postre los poemas nos sirven como juramentos, como pruebas fehacientes, que hacen fe de que la Poesía existe y de que puede llegar a vivir dentro del hombre, a admitir una tal convivencia, una identificación con el hombre, que bien puede recibir el nombre sagrado de consustancialidad, de sustancia una con la sustancia original del hombre. Este proceso por el cual un ser efímero y mudable pasa a hacerse intemporal y eterno, pasa a esencializarse, es el ensueño supremo de las religiones, y es por esto mismo la   —54→   más frecuente ilusión de todos los humanos, sépanlo o no. Y se presenta a la conciencia, al ensueño y a la nostalgia de duración y de antimuerte que siempre hay en los hombres, bajo forma de fe religiosa o dogmatizada, definida ya, sin necesidad de cacería lacerante, o bajo forma de fe poética, de llamada hecha desde sus altos bosques y riberas por la imagen fugaz de la Poesía.




III

Pasan así a formar dos legiones esenciales los seres de utilidad suma para los humanos: a un lado los que hablan el lenguaje directo de Dios, los santos y los sacerdotes de todas las religiones, bajo el idioma de la religión dogmática, es decir, confirmada por la Revelación; y al otro lado, los que hablan el lenguaje metafórico de Dios, bajo el idioma de la Poesía. En cada lengua, como en cada pueblo despierto a las ansias del cielo -civilizado-, aparecen siempre los voceros de la divinidad, con mayúscula o con minúscula, clamando porque las gentes aprecien la compañía, la proximidad de Dios o, cuando menos, la proximidad de esas avanzadas o nuncios del Señor que son la belleza y el conocimiento de la sustancia.

No en vano es la época nuestra, acaso, la que con mayores aspavientos y empeños ha procurado analizar, investigar la esencia de la Poesía. Guarda este afán relación íntima con las angustias, con las desorientaciones, con las incertidumbres del tiempo. Instintivamente se ha comprendido que para el mal de alma, mental, filosófico, social, humano de nuestros tiempos, no hay más remedio que el remedio de Dios. Pero como una de las realidades más fuertes y verdaderas que salen al paso de los angustiados del tiempo es la de que Dios fue destruido en el corazón del hombre por los filosofismos hueros, pero fascinadores, por las sabidurías pobres, pero orgullosas, el instinto de salvación, el hambre sotérica, empujó a los pensadores y a los llenos de vitalidad a redescubrir a Dios, a reconstruirlo, bajo los vestuarios, disfraces, maneras y presencias que éste adopta ante la gente cegada de historia... Y como la metáfora más generosa, manuable e inmediata de Dios es la Poesía, nuestro tiempo ha presenciado, sin darse cuenta cabal de ello, un gigantesco esfuerzo por comprender lo que la Poesía es, por explicarse a fondo en qué consiste ese misterio, por perseguir a la Poesía hasta en sus últimos rincones y vericuetos, a fin de iluminarse con su iluminación y de salvarse con su salvamento.



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IV

Obsérvese cómo paralelamente a los análisis desoladores sobre la historia y la realidad contemporáneas, a las filosofías de catástrofes y de nihilismo, crecieron los estudios sobre el ser de la Poesía. No creo que nunca antes la humanidad se haya preocupado tanto por conocer la esencia de una cosa que parecía harto conocida. ¿Por qué? Porque en el fondo de esa preocupación por la esencia de la poesía lo que está latiendo es la preocupación por la ausencia de Dios. Desde Bremond hasta las páginas culminantes de Martin Heidegger, montañas de páginas y páginas quieren explicarnos en qué consiste el ser y el querer de la Poesía. Naturalmente, el llamado a decir las palabras decisivas sobre esta manera de reconstruir al dios perdido -que no otra cosa es poetizar-, había de ser el hombre que más a fondo había estudiado la soledad, el extrañamiento, la pérdida de raíces y el anonadamiento de la existencia. Había de ser Martin Heidegger quien explicara con mayor onda y profundidad el ser de la Poesía... Pues bien: las más difíciles páginas de Heidegger o de los grandes poetas, desde Coleridge y Novalis, sobre este difícil tema, sus conclusiones deslumbrantes, sus enseñanzas, pueden ser traducidas en esta proposición: la obra del poeta español Juan Ramón Jiménez es una biografía de la esencia de la Poesía.

A desarrollar esta idea, es decir, a indicar algunas de las características del estar de Juan Ramón Jiménez en la poesía y, por ende, del ser de la poesía como es visto, realizado a través de Juan Ramón, vamos a dedicar esta evocación del poeta en su muerte.




V

El poeta verdadero, decía Juan Ramón, revive en sí, abreviadamente, la historia completa de la poesía. Este pensamiento, digno de Goethe (e incluso una glosa de Goethe), es aplicable por entero a su propio autor. Ilustra muchas teorías, explica muchas hipótesis, demuestra muchas proposiciones, la obra de un hombre que se inició instintivamente en la tarea poética, en el trabajo de poetizar al mundo, y que recibió del cielo la virtud de descubrir tempranamente en ese trabajo una sustancia muy parecida, cuando no igual, a la de Dios durante   —56→   los primeros días de la Creación. Este descubrimiento impuso a Juan Ramón Jiménez la ética de su estética, es decir, la necesidad de una voluntad creadora, de una vigilia montada junto a su instinto, que manejara los intentos y los resultados del poetizar con una suprema delicadeza y con un infinito deseo de clavar la flecha en medio del blanco.

El desarrollo de la poesía de Juan Ramón es un viaje hacia la autenticidad de la poesía. Muchos poetas -vamos a llamarles así por convencionalismo- se quedan en mitad o a un tercio del escarpado camino, puesto que no hacen sino versos o, cuando más, poemas, de variable valor y calidad y de mayor o menor carga de poesía dentro de ellos; pero rarísimos son aquellos poetas que llegan a la poesía misma, a la creación de las cosas por la donación de nombres, o sea, a lo que Heidegger llama, como sinónimo de la poesía, fundación del ser por la palabra de la boca. Y la rareza no nace sólo de que Dios se complace en espaciar el nacimiento de los auténticos creadores, sino que proviene de que llegar a la poesía es tocar en un castillo de dificilísimo acceso, rodeado de caminos inextricables en apariencia y capaces de desalentar a quienquiera que se aproxime, mientras no llegue con ánimo de héroe, pasta de mártir y voluntad de fanático. Lo cómodo es quedarse en el verso, quizás si en el poema, o sea, en los alrededores, por las afueras de la ciudad, en las faldas del castillo de la poesía -mariposear en la exquisitez de lo que las buenas personas llaman poesía-; lo incómodo, lo mortificante, lo terrible, es ascender entre espinas, dificultades, sombras y luces, hacia un alcor envuelto entre nubes si se le mira desde abajo, pero al cual se adivina, se sabe radiante, si se le toma la proximidad...




VI

Juan Ramón Jiménez, como Ulises, partió en forma corriente. Un canto a Castelar, unas glosas a Bécquer, unas influencias de Vicente Medina y, luego, la acción de Rueda y de Villaespesa hasta el encuentro con Rubén y los franceses, son, si bien se mira, magnífico estreno para un poeta de su época y de su idioma, porque nada hay mejor para ascender de veras como comenzar por el primer peldaño de la escala. Y Juan Ramón, tan normal, tan clásico desde su nacimiento mismo, se inició en forma correcta: imitando, dejándose influenciar, siguiendo   —57→   modelos... Insertemos aquí la observación de que fue un poeta espiritualmente sano toda la vida; pocos han estado por dentro menos enfermos que él, con tanta fama de enfermizo como padeció. Aquellos libros primeros, los que llegan hasta los Sonetos Espirituales, o sea, Almas de violeta, Ninfeas, Arias Tristes, Jardines Lejanos, los tres de Elegías, La soledad sonora, Pastorales, Poemas mágicos y dolientes, son indispensables en la obra de Juan Ramón y revelan por dentro una fuerza, un carácter misterioso, un temperamento lleno de reciedumbre, no obstante que los temas en sí fueran, como de moda, llorones, lánguidos y recorridos por una música que provenía de Darío o de los franceses. Abundan los versos-lemas de Samain, de Baudelaire, de Verlaine, de Rimbaud, a quien se toma aquello de «por delicadeza ha perdido mi vida»; y no es de olvidar que ya ha hecho suyo Juan Ramón el «renovarse o morir» de D'Annunzio, cuyo «Martirio de San Sebastián» apreciaba tanto.

Esta ley de la renovación va a convertirse en uno de los torcedores del poeta; incluso de sus dos primeros libros, Ninfeas y Almas de violeta, quiso hacer uno, titulándolo «Penumbra» primero y «Anunciación» después, con el objeto de republicar, enmendándolos y mejorándolos, aquellos poemas que consideraba menos malos... Porque Juan Ramón, desde el 1900 mismo, ya era un inconforme, un llamado a rectificarse, a depurarse, a buscar algo más allá, detrás de lo que había hecho; significativamente, como introducción de Rimas, escogió estos versos de Augusto Ferrán:


Yo no sé lo que yo tengo,
ni sé lo que me hace falta,
que siempre espero una cosa
-que no sé cómo se llama...






VII

Esperar algo misterioso, inalcanzable, errante, pero presentido como cierto y posible, es el origen de la melancolía. Es la nostalgia, la honda tristeza de Juan Ramón. En apariencia, todo eso nace de debilidad, de condición enfermiza, de refinamiento y exquisitismo de esteta; pero, en el fondo, toda esa melancolía viene de un hambre interior, de una necesidad metafísica, de una   —58→   insatisfacción, de una manera de estar ante el mundo, en el mundo, que reclama alimentos, paisajes y realidades negados por la realidad. No hay delicuescencia en Juan Ramón; hay auténtica melancolía de origen árabe si se quiere, muy llena del desistimiento de los poetas cordobeses -en el estudio de la obra de Juan Ramón hay que dedicarle una amplia mirada a la presencia árabe, porque él es un árabe de cuerpo entero, cristianizado hasta el límite del panteísmo, pero no más allá, por desdicha-, pero no hay debilidad. Juan Ramón es un fuerte, un voluntarioso, un recio, hasta en los momentos de mayor enlunamiento y de más desbordadas cantilenas de fuentes y palomas, de desmayos y sueñaciones. Por otra parte, apenas si cuentan en él, de raíz, las modas de su tiempo. Se expresa desde la forma de ellas, pero no pertenece a ellas. Él sabe que lo español verdadero, la entraña española, no tiene nada que ver con el modernismo ni con el simbolismo a la francesa. Por eso pudo dejar dicho: «¿El romanticismo? Nuestra segunda edad media. ¿El simbolismo? Nuestro tercer clasicismo». En esa primera etapa crece hasta la altura de un gran autor de poemas y se adivina en él al poeta futuro. Hay una severidad en su tristeza, hay una forma de anunciar que va a quedarse en soledad de soledades, que lo destacan ya de todo el ambiente. Por entonces escribe cosas tan bellas que se leen con renovado gusto, pese a las grandes diferencias que él mismo produjo después. Pero ha chocado con el mundo, no entiende ni lo entienden. Por la fricción con el subreino exterior, se aconsejaba a sí mismo:


...Y tú, ruiseñor mío, endulza tu tristeza,
enciérrate en tu selva, florécete y olvida;
sé igual que un muerto, y dile, llorando, a la belleza,
que has sido un huérfano en medio de la vida...






VIII

Esta incompatibilidad con el mundo de la apariencia no es sino un puente para enterrarse en el mundo pleno. Como Rilke, Juan Ramón estableció una clara diferencia, una manera de alejamiento social que redundaría en una entrañada manera de aproximarse a las raíces del ser y de las cosas. Con un prodigioso salto de la voluntad y del trabajo, salió de la melancolía quietista, de la   —59→   penumbra, hacia su primera gran etapa, hacia la reconquista del clasicismo. Para Juan Ramón, la diferencia esencial entre clásico y romántico descansa en la atención, en el cuidado, en la voluntad que se ponga o se quite del poema; el clásico vela junto a su creación poética y no la permite sino aquello que conduzca hacia el encuentro o descubrimiento, hacia la encarnación sucesiva en poesía; el romántico da su poema sin pensar en la sustancia, sin voluntad creadora -canta con la inconsciencia del ave-, obediente a unos instintos, a unas ganas, a una espontaneidad, que no tienen programa ni finalidad. Clásico es equivalente, para nuestro hombre, a poesía española tradicional, pero de la tradición abierta, de la que él explica en forma bien precisa cuando dice en autoconfesión: «Canción, romance y verso libre (y prosa general) son las tres formas en que yo libertaría hoy gustosamente toda la poesía española o, al menos, la mía. ¿Qué necesidad tenía yo de calcar lo italiano, contando como contaba con el tesoro casi intacto para nosotros de la poesía de los árabes andaluces de Córdoba, Sevilla, Granada, tan unida en nuestros siglos medievales con los siguientes? De haber removido ese tesoro, yo hubiese realizado antes el simbolismo, ya que lo mejor del simbolismo es tan español por el lado de los árabes y los místicos que cualquiera puede comprobarlo. Más que alemán por la música o inglés por la lírica, como se dice, el simbolismo es por San Juan de la Cruz, español. ¡Qué no daría yo... porque todo el río, unos tres mil poemas huidores, manado en alejandrino franchute y en silva italianera, no lo hubiese escrito en corriente española; por no haber sido tan estúpido como lo fui en mi segunda juventud, por el parnasianismo y cierta parte del simbolismo... y por no tener que arrepentirme tanto de tanta versificación épica!».




IX

La paradoja que supondría iniciar una reconquista del clasicismo por el camino del sonetario espiritual es rota por Juan Ramón cuando hace el soneto salvado del itálico modo y lleno de una creciente libertad interior, aprendida en Lope, sacada de la sustancia española, que siempre es ética y tiende a lo trascendental. La libertad poética de este clasicismo está centrada en el alma y en sus problemas. Tiene sed de altura, desasosiego de mística, persecución de un ideal lejano. Ya antes, pronunciadamente, Juan Ramón venía diciendo que él   —60→   buscaba con los poemas otra cosa de más allá; y su tristeza, y su deshumanización aparente, y su disgusto del mundo y de la calle, no eran sino preámbulos de una conciencia en carne viva. Es él el primero que siente la proximidad de la poesía como una torturadora visión bien real y bien cierta aunque difícil de acorralar, pero incansable en darle castigo y hambre a sus elegidos. Sabe que es un intermediario, un mensajero, y dice:


Poder que me utilizas,
como medio sonámbulo,
para tus misteriosas comunicaciones:
¡he de vencerte, sí,
he de saber qué dices,
qué me haces decir, cuando me cojes:
he de saber qué digo, un día!






X

Esta lucha a brazo partido con el trance, con el espasmo de inspiración iluminada, con el arrebato, hace al clásico; no va a dejarse arrastrar a ciegas, sino que va a dedicar toda la vida a dialogar con la poesía, a preguntarse por qué, cómo, a qué objeto, para quién trabaja de veras en medio de tantas fatigas y tribulaciones. De los Sonetos Espirituales en adelante, con el gozne de oro del Diario de un poeta recién casado -ese libro radioso, inagotable, que puede situarse en la frontera del Juan Ramón romántico y el Juan Ramón clásico-, fijándose a la otra puerta de Estío, queda abierto en dos, en canal, el Juan Ramón llamado a eternidad. Ahora todo lo que escribe pasa por filtros y filtros, por revisiones y ajustes; se depura y concentra, debido a que tiene ante sí, a lo lejos durante el día, muy cercano durante el sueño, un modelo, una norma dictada por el destino. Se ve golpeado, traído y llevado, anegado desde el cielo por una constante lluvia de heladas flechas. Va descubriendo paso a paso lo que quiere, pero cada vez comprende mejor que lo que quiere es un heridor imposible. «Sin duda -dice- tengo una glándula que segrega "infinito"».

Con el Diario de un poeta recién casado, realiza una operación de salvamento total; ese mar que le dio tantos horizontes vivos, le dio también la plena   —61→   conciencia de lo que buscaba; a los ojos del mundo iba a entregarse a un afán de perfección por la perfección misma; se le clasificaría como esteta, falseándola la vida a uno de los hombres que menos estetismo gratuito han padecido. Porque Juan Ramón trabaja hacia el perfeccionamiento del poema no para embellecerlo en rigor, sino para ajustarlo a una imagen, a una corrupción previa del poema. Va eliminando lo superfluo primero, y luego lo que a primera vista parecía necesario, pero que a los ojos del seguidor de la poesía resultaba estorboso. Se convierte en el sorprendedor, en el que no duerme:


Cada hora mía me parece
el agujero que una estrella
atraída a mi nada, con mi afán,
quema en mi alma.
Y ¡ay, cendal de mi vida,
agujereado como un paño pobre,
con una estrella viva viéndose
por cada májico agujero oscuro!






XI

Es la vida total entregada a la tarea poética. ¿Cómo se salva de la locura que no evadió Holderlin? Es realmente inexplicable, porque de cuantos hombres han tenido una idea fija, acaso Juan Ramón haya sido el más terco, el más inquebrantable, el más puro.

Y el más consciente, subrayemos. Porque al valor de dedicarse, de obedecer una llamada trágica en extremo, enloquecedora e implacable, unió este andaluz ensimismado el valor de ser enérgico y rotundo en sus preguntas; se daba aquello que lo metía en las redes de un destino, pero no lo hacía sin forcejear; después de estos libros mencionados como fronteras de su nuevo reino, de su ser nuevo, ya es una fuente que canta a gusto la fatalidad de su cantar. Suda y exuda la poesía por todos sus poros, pero no lo hace inconscientemente, no le ocurre hallarse con los poemas entre las manos, sin saber de dónde viene: él sabe, él quiere saber dolorosamente por qué le ha tocado este destino, por qué él y no otro ha sido el escogido. No es el genio, en el sentido que esta palabra   —62→   tiene de generadores automáticos pasivos de la grandeza: es el hombre que se mira vivir, que se observa produciendo una forma de las cosas, una denominación sucesiva del mundo, y se siente feliz día a día con los frutos y claridades que recoge, pero que siempre vuelve sobre la cosecha, la revisa, la inspecciona, y se pregunta cómo ha sido, porqué ha sido, para qué ha sido... Halla, y lo dice, que su vida consiste en tener un alma abierta, con capacidad de expresión para redescubrir la realidad del mundo. Pone estos versos, que darían ellos solos a los pensadores alemanes materia para un libro denso y jugoso:


Las cosas están echadas;
mas, de pronto, se levantan,
y, en procesión alumbrada,
se entran cantando, en mi alma.






XII

Es Orfeo, es Dios, es el poeta. Esas cosas echadas son el mundo inerte, el mundo cotidiano, la creación repetida y olvidada a fuerza de hábito. Es la poesía quien las levanta a la vida de nuevo, quien las recrea. Y hay una voluntad lejana, tangente a la necesidad de crear, que es la sustancia, el motor del poeta y, por ende, la razón de ser de la poesía. ¿A quién ha de pertenecer esa voluntad de crear, o de recrear para los cansados ojos de los hombres los objetos del mundo? Obviamente ha de pertenecer, pertenece al reino de la creación pura, a la creación original, o sea, sin más, al Creador, a Dios. Por este breve encadenamiento se unifican los conceptos de poesía y de familiaridad con Dios; se entiende que, en definitiva, la poesía es una de las metáforas de Dios.

Juan Ramón Jiménez, a la hora de preguntarse a sí mismo por el sentido de su obra, hallaba que éste no era otro que el de «encontrar un dios posible por la poesía». Observaba que mucho antes de cristalizar en forma definida su concepto de Dios encerrado en la cáscara de la poesía, ya su ímpetu vital, su corriente creadora sentía y expresaba la nostalgia de un dios; en prueba de ello, Juan Ramón recordaba que al final de sus etapas iniciales, incluso de las más verdes y extranjerizantes, aparecía la idea de Dios en los poemas religiosos. Era el secreto enlace, el eslabón que mantiene, aún hoy, unidas estrechamente las   —63→   poesías todas de Juan Ramón en un inmenso poema único -¡santa monotonía diversa de su obra!-, en una flor que fue deshojándose cuanto quiso hasta quedar desnuda y pura bajo el sí y el no de Dios, que son el día y la noche, la luna y el sol.

Un desafío, un diálogo a muerte con la poesía, con la soñada norma de perfecta expresión, fue dándole sucesivos hallazgos, revelaciones. Puede seguirse punto a punto en su obra, desde los albores de ella, el cerco tendido, la emoción de la proximidad; hay algo en Juan ramón del cazador que sabe cuál es la pieza que quiere cobrar, se echa a lo oscuro y denso del bosque, y no ceja. Hasta que un día -¡después de cuántos años, sufrimientos, sudores de sangre!, da de boca con el cuerpo buscado y se arroja frenético sobre él-. El encuentro tiene la misma emoción del matrimonio místico, del ligamento del Alma con el Esposo. Canta a la poesía, como el ruiseñor de San Juan le canta a Dios:


¡Ven ya del fondo de tu cueva oscura,
desnuda, firme y blanca,
y abrázate ya a mí, fin de mi sueño!
¡Reténme en nuestro abrazo
como en una escultura material
que nada, nunca, altere mi desuna!
Dame, de pie, el reposo;
dame el sueño, de pie,
dame, de pie y en paz, la sola idea,
el solo sentimiento,
la eterna fe en lo solo,
que en lo tanto, y en vano, espero, espero!






XIII

Nada, pues, de débil junquillo echado sobre un sofá componiendo poemitas para matar el ocio. Este hombrazo, Juan Ramón, es de un vigor, de una fuerza, de una reciedumbre, insólitas. Lo que se propuso fue lo más difícil y lo más arriesgado. Responder a la llamada de un espeso misterio, darle el frente de por vida y aceptar el reto de guerra a muerte, no es una empresa que los humanos   —64→   admitan corrientemente. Se prefiere dar a entender que hay cosas más importantes, más «propias del hombre», como la política, la vida práctica en todas sus manifestaciones, la ocupación constante, los entretenimientos que no dejan poco a la meditación de lo ciertamente principal y decisivo. Y hundidos en esas infra-esferas, en esas cápsulas y tapaojos que tienen por objeto no dejar ver el mundo abierto, ni permitirle a la conciencia que se inquiete por el ser, pasan y repasan los hombres cotidianos, los que han llegado a injertarle a la magna maquinaria del universo un mundillo propio, local, hecho de costumbres rutinarias, de olvidos, de miedo a pensar. ¡Cuánta razón tenían los antiguos, y el Unamuno que los repitió, en aquello de que todo cuanto ocurre en la historia, en la política, en la vida de todos los días, sea revolución o quietismo, economía o progreso material, no tiene otro objeto ni finalidad que el servirles a los poetas como materia prima para sus cantos! Para sus cantos, es decir, para su poetizar, su recrear el mundo y su acercamiento a la presencia del Creador. Sólo que es enorme la energía requerida en un ser para consagrase a este trabajo. Juan Ramón, hombre fuerte, hombre de acero y granito en los fundamentos de su alma, explicaba:


¡Mis rodillas cojen, recias,
la desnudez magnífica -redonda, fresca, suave-
de la yegua parada de la vida!



Montar en pelo, bravíamente, ese animal terrible que es la vida, desnuda y pura, en sus raíces, en sus entrañas, es emprender una carrera de metas trágicas. Esto fue, esto quiso ser, la obra en marcha de Juan Ramón Jiménez. Un galopar hacia más adentro cada vez, hacia más abajo todos los días, más a lo hondo cada noche. Y el prodigio singular que nos ofrece es ese arco tendido en la órbita de una sola existencia: el hombre que se inicia en el encantamiento de las fuentes, de los rabeles, del agua quieta, de las violetas y nenúfares, y se va zafando, desnudando de ropajes, hasta llegar a escribir Espacio y Animal de Fondo, es uno que ha dado respuesta cumplida a su destino. Él lo veía claro cuando afirmaba:


Yo le he ganado ya al mundo
mi mundo. La inmensidad
—65→
ajena, de antes, es hoy
mi inmensidad.






XIV

En lo solitario de esa inmensidad Juan Ramón veía que el vivir, y esencialmente el vivir poetizador, consiste en un diálogo entre el dios deseado por el hombre y el hombre deseado por Dios. Porque su originalidad principal radica en haber hallado al «dios deseante», al dios con deseos al respecto de los humanos. Tal idea -sintetizamos un pensamiento que requeriría muy extensa exégesis- es total y absolutamente congrua con el dogma católico, el completo, el perfecto, y se evidencia su verdad en la práctica cristiana, derivada directamente de Cristo, que es la encarnación del dios deseante. «Hoy pienso -decía Juan Ramón al final de sus años- que yo no he trabajado en vano en dios, que he trabajado en Dios tanto cuanto he trabajado en poesía». Lógicamente, el poeta, dador de nombres, da nombre también a Dios; y le da posesivo, para personalizarlo, cosa muy española. Para el Dios deseante tiene la audaz respuesta de la vida tocada a fondo, unificada con la del animal y con la del vegetal; para el Dios deseante, para el Creador que nos echó aquí, sobre la tierra, y luego nos espera de regreso a su reino, trasunto en conciencia ofrecida en la esencia, Juan Ramón tiene la grave polémica, la disensión que llamaríamos herética si él fuera un dogmático: hace coincidir al Dios deseante con la realización de la belleza:


Dios del venir, te siento entre mis manos,
aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa
de amor, lo mismo
que un fuego con su aire.
No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo,
ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano;
eres igual y uno, eres distinto y todo;
eres dios de lo hermoso conseguido,
conciencia mía de lo hermoso.
[...]
—66→
Tú, esencia, eres conciencia; mi conciencia
y la de otros, la de todos,
con la forma suma de conciencia;
que la esencia es lo sumo,
es la forma suprema conseguible,
y tu esencia está en mí, como mi forma.
[...]
Eres la gracia libre,
la gloria del gustar, la eterna simpatía,
el gozo del temblor, la luminaria
del clariver, el fondo del amor,
el horizonte que no quita nada;
la trasparencia, dios, la trasparencia,
el uno al fin, dios ahora solito en lo uno mío,
en el mundo que yo por ti y para he creado.






XV

Este deslumbramiento de la perfección creadora humana es el gozo del artista que toca puerto después de sesenta años de viaje incesante. Teológicamente, no es sino la primera etapa de un nuevo conocimiento, de una nueva forma de existencia. Pensar que Juan Ramón iba a extasiarse por mucho tiempo como huésped de este nuevo reino, por vasto que él sea, es ignorar la esencia de la poesía y la absoluta identificación juanramoniana con esta esencia. Llegó a radiaciones como ésta:



«En el pedral un sol sobre un espino, uno.
Y mirándolo, ¿yo?
Oasis de sequera vegetal
del mineral, enmedio de los otros (naturales
y artificiales, todas las especies)
de una especie diversa, y de otra especie
que tú, mujer, y que hoy, hombre;
y que va a vivir menos,
mucho menos que tú, mujer, si no lo miro.
—67→

Déjame que lo mire yo, ese espino (y lo oiga)
de gritante oro fúljido, fuego sofocante
silencioso, que ha sacado del fondo de la tierra
ese ser natural (tronco, hoja, espina)
de condición aguda;
sin más anhelo ni cuidado
que su color, su olor, su forma; y su sustancia,
y su esencia (que es su vida y su conciencia).
Una espresión distinta, que en el sol
grita en silencio lo que yo oigo, oigo.

Déjame que lo mire y lo considere.
Porque yo he sacado, diverso
también, del fondo de la tierra,
mi forma, mi color, mi olor; y mi sustancia,
y mi esencia (que es mi vida y mi conciencia),
carne y hueso (con ojos indudables),
sin una palabra iluminada,
que una palabra fuljidente,
que una palabra fogueante,
una espresión distinta, que en el sol está gritando
silenciosa;
que quizá algo o alguien oiga, oiga.

Y, hombre frente a espino, aquí estoy, con el sol
(que no sé de qué especie puedo ser
si un sol desierto me traspasa)
un sol, un igual sol, sobre dos sueños.

Déjanos a los dos que nos miremos».






XVI

Llegó y siguió hacia adelante. A quienes imaginen que dejó cerrada su obra y que, por lo tanto, pueden extraer consecuencias filosóficas de su pensamiento   —68→   último, cabrá siempre regañarles por poco entendedores de la sucesividad de aquel pensamiento y de aquel sufrimiento con las propias advertencias suyas: «Me imagino que este mundo nuestro pasará, y nosotros con él, sin que ningún lírico encuentre esta décima musa de la belleza interior absoluta, sin que haya un poeta que pueda expresar ni definir esta absoluta poesía bella. El anhelo de expresarla es lo único que puede ser la poesía. Si alguien la pudiera expresar del todo, se acabarían para siempre el poeta y la poesía. Y éste es el drama poco pensado del poeta: que tiene que descifrar el secreto hermoso del mundo cantando, y cantando de un modo sacro, gracioso y alado al mismo tiempo, como quiso Platón, siendo como es un hombre...».

El anhelo de expresarla, repitamos, es lo único que puede ser la poesía. Ese anhelo fue vivido, ardido por Juan Ramón Jiménez en toda su existencia. Deseó a Dios y fue deseado por Dios. Quiso descorrer algunos de los velos que hoy nos separan de la cristalina contemplación del Creador y para ello prendió claridades más altas cada vez. Aprendió de nuevo que Dios es el hombre conseguido de los nombres, la suma de la poesía, el resumen de poetizar.

A la lengua nuestra, a la conciencia del integral mundo hispánico, tan inclinada a la rutina de Dios, a la burocracia y costumbre del nombre gastado y sin esencia, Juan Ramón dejó una ofrenda, un ejercicio sangrante, unas claves para penetrar de vivo y de lleno en el misterio. Su vida fue coronada por la visión premística del panteísmo que nace de una liberación, que hoy, por lo menos, es un mudarse a las vecindades de Dios, cuando no el deseable vivir pleno en Dios mismo. Lleno de sereno gozo, al final de su tarea, pudo decir:


Todas las nubes arden
porque yo te he encontrado,
dios deseante y deseado...






XVII

No había llegado al final, al Perfecto, pero había llegado al Sotero, a la salvación primera, pues la Poesía había sido su Paráclito. Y había vencido, dominado a la muerte, y a la reacia y fugitiva Poesía.

  —69→  

Ante el puente de su Obra total, puente hacia el cielo, hacia la libertad, hacia la creación, podemos reconocer el milagro, y tocar la encarnación de lo inefable, y confesar que por fin hemos visto, en nuestra lengua, cómo es cierto, cómo es verdad, cómo es sí, que allí ha estado la poesía. Pues la obra de Juan Ramón Jiménez pregona la realización de una experiencia esencial, y sentimos dentro de ella que la Extraña se hizo presente al fin, que el dios volcó su parusía, que la fugitiva dejó tomarse las huellas y el temblor. Esta obra nos lleva de la mano, de la mano de la muerte, a repetir la palabra, la oración que nos reclama desde su silencio un hermoso jardín: sí, Dios ha estado aquí de visita esta mañana.





  —70→  

ArribaAbajo Significación de T. S. Eliot


I

Ezra Poud y T. S. Eliot son los dos poetas mayores entregados por la prodigiosa lírica norteamericana contemporánea a la concepción plenamente universal de la cultura.

Whitman había dado muestras de su sentido y aun de su sed de universalidad, pero todavía predominaban en él, muy a pesar suyo de seguro, elementos primordialmente nacionales, americanos en grado sumo. El hecho de que estos elementos no le impidieran, sino que le facilitaran, ejercer influencia decisiva en un Laforgue, por ejemplo, no indica que ya hubiese cristalizado en Whitman esa capacidad de penetración y de orientación emocional sobre grandes zonas del alma europea que sería alcanzada por artistas americanos muchos años después. Pero el gran viejo abrió el surco y esparció la simiente.

Con Whitman, Emerson aparece como un Goethe de las praderas en ese trasfondo de decidida vocación hacia lo universal y centralmente hacia lo europeo, que habría de servir de base, hasta nuestros días, a la actividad creadora norteamericana. La veneración por la cultura europea y la precoz comprensión de que el mejor nacionalismo es siempre la aceptación y la asimilación de lo extranjero valioso, echarían raíces en los maestros de América -William James, Dewey Royce, Melville, Hawthome- y harían posible que en la vuelta de sólo unos pocos años, al liquidarse en Europa tantas y tantas cosas con el hallalí de 1914, despuntasen en el horizonte europeo unos voceros de lo temporal, de lo histórico más acendrado, que serían norteamericanos dotados de un profundo sentir europeo.

La formación intelectual de esos voceros, su reverencia a la cultura fundacional de Occidente, su dominio de los griegos y de los latinos, sumándose a   —71→   una libertad creadora típicamente americana, iban a producir un hecho que no ha sido suficientemente apreciado en su verdadero sentido: el de que al mismo tiempo que se deshacía la vieja estructura política y económica de Europa, y por ende surgía en los espíritus europeos una angustiadora sensación de caos, los norteamericanos ofrecían, por una parte, los elementos materiales para la reconstrucción, y por otra, los poetas culminantes para expresar los sentimientos de desolación por la pérdida, pero incluyendo en sus elegías un elemento que los grandes europeos (por ejemplo, Apollinaire, como poeta grandioso; Rilke, como elegíaco de toda una civilización) desdeñaban u olvidaban; el elemento de la esperanza cimentada en la superviviente potencia de la gran cultura clásica europea, atropellada por la guerra, pero no muerta. Paradójicamente, son los venidos de la tierra nueva quienes traen entre sus manos la devoción por las arcaicas esencias, y con ellos quienes invocan a Homero y a Dante cuando los Trakl y los Valery no hacen sino sumergirse en una sombría desesperación.




II

Al principio, Pound y Eliot encarnaban por igual esos voceros del alma contemporánea, pero poco a poco el mayor de ambos, Pound, habría de tomar un camino filosófico y estético distinto al de Eliot, para ir a refugiarse en un saber que a los europeos y a los americanos, por supuesto, suena a exotismo: el puro saber técnico de la poesía china, y la adopción de esta poesía como instrumento de universalización. Puede sospecharse, y es mi personal sospecha, que Pound va a ese hermetismo formal asiático, no tanto por curiosidad intelectual, cuanto porque él no es, en rigor, un gran poeta, sino un gran técnico de la poesía, un dueño fabuloso de su oficio, que en la cantera inagotable de la combinatoria verbal china encuentra un paraíso. Paraíso que además le permite tratar secretamente, en clave, las verdades que no pueden ser dichas recto modo en nuestro mundo.

Michel Butor estima (en su libro Ensayo sobre los modernos) que el problema planteado por Pound, y que los Cantos pretenden resolver, es el de preguntarse cómo ha sido posible la rotura de la armonía del mundo, transformándose éste en un infierno, y si hay posibilidad o no de salir de este infierno. Pero no es en Pound, sino en Eliot -el menos en relación con el mundo de la   —72→   primera posguerra-, en quien se siente más diáfanamente el impacto del caos. Recientemente, el nombre de Pound ha comenzado a reaparecer, y su influencia renace, es cierto, pero todo el período que va de 1914 a la etapa nuclear e interespacial lo llena el nombre de quien quedó prácticamente solo, en maestro y en obrero, para llevar adelante una tarea hermosísima sin inhibiciones, sin cortapisas, sin compromisos, todo el drama que siente pesar sobre su alma el poeta, el que ve antes que los otros lo que se aproxima. Si se hubiese tratado de un gran poeta, pero inculto o desdeñoso de la cultura europea, el daño que Eliot pudo haber hecho a los lectores y a la cultura occidental hubiera sido incalculable, pues enfrentarse con el caos desde una actitud caótica en sí misma, resentida, conduce a aumentar el caos y a labrar el abismo. Pero en Thomas Stearns Eliot se aunaban el poeta lírico portentoso, el artista de imaginación única, con el hombre profundo y devotamente culto -es decir, cultivado, dominado en sus instintos, con la fiera domada hasta hacerla arrodillarse y rezar-, fiel a la creencia en un Creador, en una justicia divina y en una manifestación palpable de esa justicia a través de la arquitectura cristiana de la sociedad y de la vida.




III

Quienes hacia 1920 leían poesía con el viejo espíritu de lo que llamaban «leer poseía» nuestras abuelas, debieron de sentirse muy sorprendidas al hojear las revistas nuevas y ver qué era lo que se venía publicando con el nombre de «poesía». ¿Qué había ocurrido para que una cosa tan extraña, tan incomprensible a la primera y aun a la segunda lectura, hubiese venido a ocupar el sitio de aquellos agradables cancioneros de antaño? ¿Era eso el arte nuevo?

Había ocurrido, aunque no quisieran o no pudieran verlo muchos que lo habían vivido, que la guerra de 1914 no barrió tan sólo con unas formas políticas, geográficas, tradicionales, sino con todo un estilo de vida -es decir, con toda una estética, con toda una ética y con toda una antigua manera de estar el hombre en el mundo: tranquilo, seguro, sosegado-. La guerra abrió las puertas a cien hechos inesperados, turbadores e inquietantes los más de ellos. De pronto, el hombre, el ser humano, comenzó a sentir, con los efectos de la terrible desdivinización de la enseñanza y de la filosofía (el gran pecado de siglo XIX), una rara sensación de abismo, de soledad, de angustia. Los más agudos   —73→   buscaban las causas profundas de todo eso a través de la ardua investigación filosófica. Una sed de conocimiento puro, no mixtificado, no enrarecido por ninguna adherencia extraña, dominó los principales cerebros. Los pensadores alemanes (pase la redundancia, pues al decir pensadores sobre alemanes) se venían esforzando desde principios de siglo en «poner entre paréntesis» los hechos, las ideas y los fenómenos. Era que a la intuición del caos próximo se adelantaba el prodigioso instinto de conservación, y edificaba bastiones contra el caos a través de la estructuración de una filosofía del conocimiento más sólida, menos subjetiva que la anterior. De esa filosofía habría de nacer, como ha ocurrido siempre, una poesía, una pintura, una música. La voluntad cultural de poner en claro lo que los tiempos históricos arrojaban a los pies del hombre envuelto en oscuridad, marcaría el quehacer de los mejores espíritus antes, en y después de la guerra.




IV

En 1914, para estudiar a Edmundo de Husserl, acudía a Alemania un inteligentísimo joven norteamericano llamado T. S. Eliot. Cuando, poco después, este joven publicase sus poemas, serían muy pocos quienes verían la relación entre el saber profundo difundido por Husserl, maestro de la aclaración de los fenómenos, y la poesía enormemente explicativa, exegética hasta el fondo de culminantes fenómenos humanos, del joven Eliot. Si el lector habitual de poesía hubiese tenido en mente la definición según la cual la fenomenología es «la ciencia eidética pura de los actos puros que tienen lugar en la conciencia pura», lejos de asustarse o incomodarse ante la lectura de un poema como la «Canción de amor de J. Alfred Prutfrock», hubiera comprendido que por fin aparecía la poesía propia del tiempo padecido por los humanos. Sólo en los grandes poemas de Apollinaire, y aquí por intuición del genio, respirábase la sensación de puro acto creador que emanaba de la «Canción de amor». Hasta entonces, eso del amor era, en poesía, una cosa convencional, «bonita», aun en los casos en que se hablase de amores trágicos. Los lectores no echaban de ver el contrasentido y el mentiroso teatro que había en poemas como «Idilio», de Núñez de Arce, donde la descripción del dolor es tan profusa, detallada, insistente, que sólo puede expresarla así quien no haya sentido el menor dolor. La reacción ante una muerte que verdaderamente abrume se acerca más a la expresión   —74→   fenomenológica descrita por Alberti en el poema «En el día de su muerte a mano armada», que al fárrago de ñoñerías descargado por don Gaspar en «El idilio». Quienes, atraídos por el título «Canción de amor», se acercasen al poema de Eliot, acaso no comprenderían que estaban en presencia de un doloroso amor, del que el hombre tímido, en los umbrales de la vejez, ridículo en el vestir, experimenta cuando se acerca a la muchacha de quien sospecha el desvío y hasta la burla. Es lo que Chaplin ha contado mil veces a la humanidad: el sufrimiento del hombre simple y bueno que se enamora perdidamente, pero no se atreve a declararse por miedo al ridículo... Pero en Eliot el enamorado no es sólo una víctima por eso; es también una víctima del universo, del tiempo que lo ha envejecido, y siente que persigue no sólo a una joven huidiza, sino al universo hostil, y titubea por su audacia, y quiere refugiarse en el silencio, ante ella y ante él.

Se pasa del drama privado, de la anécdota persona, al gran drama mayor de la existencia del hombre cualquiera. Es lo típico de Eliot, y es lo que dará a su teatro, más tarde, una fuerza hecha de magia extraída de la realidad más tosca: descarna dentro del hecho cotidiano la carga de misterio, de milagro, de extrañeza, que lleva cuanto existe; en la situación hogareña más vulgar, desnuda él la entraña metafísica, la extensión hacia lo trascendente que hay en todo lo viviente.




V

Sus primeros grandes poemas, como la «Canción», el «Retrato de una dama», «La rapsodia de una noche ventajosa», subrayaban la «puesta entre paréntesis» quizá en forma que desconcertaba al lector habitual, pero aun el más desorientado disfrutaba por lo menos de un sentido musical del verso, de una seguridad en la factura del poema, que proclamaban la mano de un auténtico cantor, no de un filósofo que se explicaba en poesía. La rica erudición y la técnica del autor pudieron constituir en ocasiones un obstáculo para la plena comprensión y aun para el deleite estético; pero encima de que esto siempre ha sido un obstáculo entre todo autor importante y todo lector no acucioso (nos creemos comprender muy bien a San Juan de la Cruz porque emplea palabras sencillas, pero su dificultad real es mucho mayor que la de Góngora), todas las manifestaciones artísticas de la posguerra iban a ser difícilmente comunicables, y esto   —75→   por razones muy alejadas del simple capricho del artista. Dentro de aquellos poemas iniciales, como luego en «La tierra baldía», encuéntrase material para la meditación más detenida y jugosa, pero es obvio que lo perseguido por el poeta no es escribir un tratado lírico de metafísica, sino crear en vivo, por la palabra y por la imagen, una situación-límite de la coincidencia, de la experiencia del hombre sobre la tierra. Tanto en el pequeño poema «Marina» como en el superlativo «Miércoles de Ceniza», Eliot nos entrega una visión exacta de un estado de ánimo que por la profundidad (u objetividad) con que él lo ha sentido, vale para casi todos los demás seres humanos. Por eso, cuando muchos años después de sus primeras experiencias aparecía por todas partes en la literatura, en el teatro, en la pintura, el «hombre angustiado», los ojos se volvieron hacia quien desde 1909 había ofrecido a los hombres, con la potencia lírica de un clásico, con la libertad creadora de un moderno, la imagen exacta de aquella angustiosidad.

Esa representación tácita de lo contemporáneo en Eliot tuvo su cima, su asiento de perfección, cuando, en 1922, Ezra Pound dio a conocer, como revisor y editor, un largo poema titulado «La tierra baldía». El autor lo denominaba «un poema agitado y caótico», y el editor redujo a la mitad el original. Quedó una inmensa rapsodia, una fascinante exposición de los sentimientos de posguerra, y sólo en la otra gran obra paralela a Waste Land, en el Ulises, de Joyce, se vio apresada en forma tan terrible y segura la «situación» de desamparo y de horror que aplasta al contemporáneo como a un insecto sobre la lámina de vidrio.




VI

Para quien esto escribe, que firmaba hace más de veinte años la primera traducción de Los hombres huecos al español, y que tradujo in illo tempore los fragmentos de La roca y Sweeney entre los ruiseñores, Eliot era el primer poeta de nuestra época, porque era un gran poeta y porque lo era «de la época». Rilke, más artista, pertenece en realidad al mundo que se suicidó en 1914; su obra no es todavía bastante antigua para renacer, ni bastante moderna para acompañar ahora mismo a quien no haya renunciado aún a vivir la vida como un «acto hacia adelante». Valery era demasiado gran artista francés para poder ser el intérprete de un mundo convulsivo, desordenado, caótico; el «Cementerio marino» o «La joven Parca» son pausadas meditaciones de la muerte, pero son   —76→   poemas para ser leídos con la inteligencia, en frío, sin el menor temblor metafísico -al menos, para el corazón-. Perse es una nostalgia del universo vivido de nuevo en sus poderosos elementos, pero no es una angustia; Perse, en el fondo, cree en la virtud curativa de los cinco elementos, lo cual supone el regreso al hombre natural: un imposible. Ungaretti y Montale quedan en «poetas menores», comparados con los universales mencionados hasta aquí. El único gran poeta español que se aproxima a la estatura de los «grandes», Juan Ramón, el inmenso, el inagotable Juan Ramón, gastó demasiado tiempo en su etapa de contemplación estética, y cuando llegó al empleo de la poesía como instrumento de posesión del mundo-todo, cuando produjo Animal de fondo (el libro culminante de la poesía española en el siglo XX, con Altazor, de Vicente Huidobro; con Poemas humanos, de Vallejo; con Residencia en la tierra, de Neruda), ya el tiempo lo había gastado, y no pudo continuar. Los esfuerzos del crítico J. M. Cohen en su libro Poetry of this age por emparentar a los personajes provincianos de Antonio Machado, con su hastío de casino, con el personaje de Eliot, sea Sweeney, sea el hombre hueco, me parecen baldíos. Don Antonio, más profesor de Ética en verso que gran poeta creador, no tiene nada que ver con la vasta problemática planteada por la poesía contemporánea.




VII

Lo que hace singular a Eliot -como en su tiempo a Holderlin y a Milosz- es la posesión de los dos atributos: alta técnica, poesía en sí misma, y alta temática, reflejo puntual del mundo en que vive. No creo que se haya escrito en nuestro tiempo, y sobre nuestro tiempo, un poema como «Tierra baldía». Si me viese obligado a responder a uno de esos cuestionarios ochocentistas que incluyen la preguntita: «¿Y cuál es su poeta favorito y el poema predilecto de ese poeta?», mi respuesta no se haría esperar: T. S. Eliot y «La tierra baldía». Aun cuando éste no fue hombre que se queda en un libro -caso de Neruda con Residencia-, y supo hacer seguir a ese universo de 1922 creaciones como «Miércoles de Ceniza», como los «Cuartetos» (con su melancólica evocación de los paisajes norteamericanos de la infancia del poeta), como «Asesinato en la catedral», hay en la «La tierra baldía» un compendio tal de la sabiduría religiosa, de la raíz auténticamente cristiana del hombre occidental y de sus atentas   —77→   preguntas por el misterio de Oriente, que el «retrato» no presenta solo al desolado, al angustiado, sino también al íntimamente esperanzado náufrago. El equilibrio entre leyenda tradicional y expectativa del tiempo futuro hace de «Tierra baldía» un modelo del sentido de continuidad (heredado de Emerson por Eliot), que es la línea divisoria entre su autor y los nadistas o nihilistas posteriores.

Eliot, que ha dado pie a tanto surrealismo poético y a tantas actitudes «existencialistas» (en esos que reducen el existencialismo a la desesperanza), empleaba la técnica natural en un artista moderno con sentido del decoro estético, pero la sustancia de su pensamiento, de su conciencia, es creadora, positiva, opuesta al caos. Él cree, para lo literario, en la continuidad de las generaciones, y su adhesión a los maestros es sincera; en lo histórico cree también fervorosamente en la continuidad de la cultura, en la supervivencia, por agregación y por conservación de lo valioso, de cuanto ha significado creación, raíz, nexo entre el hombre y la divinidad. Aquel sentido histórico que despertaba en Whitman bajo especie cósmica, tuvo en Eliot florecimiento bajo especie de universalismo cultural.




VIII

Por eso llegó el nacido en San Louis, Missouri, a incorporar un símbolo del gran occidental, que es mucho más que gran europeo. Nacido en Norteamérica, afincado en Inglaterra, nutrido por Francia y por Alemania, buceó además en el saber antiguo de Oriente, y de los griegos y latinos hizo su pan cotidiano. Me gustaba pensar en él, ya anciano, como en una estatua que se pasea bajo los altos robles apoyada en el brazo del viejo Homero. Todos los reconocimientos humanos le habían sido otorgados, pero su digna melancolía era la de quien se sabe entre sombras augustas y teme que ellas, no él, puedan desaparecer. Para que los grandes espíritus creadores de Occidente no dijesen adiós jamás, o no lo dijesen por lo menos en nuestros días, Eliot se propuso y cumplió tareas de personaje de la historia griega. Como ensayista, llegó a ser considerado el máximo crítico literario de su tiempo, pero también pudo considerársele el máximo exponente con mucho menor énfasis y no menor autenticidad que un Maritain o que un Jaspers, de la actitud positiva ante la cultura occidental. Ver   —78→   lo vivo de ella, lo que sobrevive y puede todavía, frente a quienes sólo acertaban a efectuar el balance mortuorio de la cultura, ha sido el aporte de Eliot a la inquietud del hombre actual por el destino de su civilización. Así como supo apreciar los hallazgos de Laforgue y llevarlos a revivir en los oídos hodiernos, supo llamar a su lado a la Sibila y pedirle a Homero o a Virgilio la aclaración de un misterio, o extraer del bosque sagrado americano de la continuidad de la cultura, de la universalización creciente de la experiencia humana, le convencía de que no hay una decadencia de Occidente, sino un cambio, un crecimiento, una transformación de la cultura regional en cultura ecuménica.




IX

Llevar al hombre a un diálogo desnudo con las esenciales cosas que hacen y deshacen al hombre -el tiempo, la compañía humana, la soledad, la técnica artística, la muerte, el peso de la historia-, ha sido el afán de los grandes maestros de la época. Afrontar la amenaza de caer en el abismo con una sólida y enérgica demanda de datos e intenciones del abismo es una empresa de titanes. Por el camino de la poesía, el más profundo y eficaz para un número mayor de hombres, realizó a la perfección esa tarea T. S. Eliot. Su nombre ha de acompañar ya para siempre junto al de los augustos soldados sin licencia, entre los Dantes y los Goethe, allí donde los custodios supremos de la cultura de Occidente velan porque ésta sea un miembro vivo de la cultura universal.

1965.