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ArribaAbajoDe «Escritores hispanoamericanos de hoy»


ArribaAbajo Gabriela Mistral

Chilena (1889-1956)


Su verdadero nombre era Lucila Godoy Alcayaga. Parece que el seudónimo lo formó a cuenta de su admiración por D'Annunzio y por Federico Mistral. En esta rara mezcla podemos hallar un punto de partida para comprender la obra extraordinaria de esta mujer, tan hecha de contradicciones, de antípodas, de sorpresas. De humilde maestra rural llegó a ser el único Premio Nobel ostentado por la América Española en el campo de las letras. De mujer famosa por su ternura y su amor a la infancia, llegó a ser uno de los caracteres más duros, ríspidos, intratables que ha conocido esa fronda de dulzura -más o menos aparente- que gusta de ser Hispanoamérica. Todo en ella es contradictorio, difícil, enigmático. Todo en ella da, pues, el signo del genio.

Su obra fundamental es la de poesía. Por encima de todo, Gabriela Mistral es una poetisa, y vimos que no resulta más correcto decir al hallarnos ante la grandeza que es un poeta. Dentro de esa definición, lo fundamental en ella no es, a nuestro juicio, el sentimiento, ni la ternura, ni la universalidad, sino la prodigiosa posesión del lenguaje. Su verso, como su prosa, es una constante lección de sintaxis. Su verso está hecho con una economía de palabras, con una desnudez estilística, que de no verlo firmado por nombre femenino se creería ester en presencia de un seco y austero ermitaño que escribiera poemas. Rompe con las palabras dulzonas, con la tendencia al rompope y al crocante, tan generales en las poetisas y en los poetisos, y se amarra a palabras enteras, dramáticas, chocantes en ocasiones, que son como arrecifes en medio de una costa de   —159→   arena. Naturalmente, lo más divulgado suyo es lo peor, lo de la etapa sensiblera y de llamamiento a las maestras y a los árboles. Pero hay una Gabriela Mistral grande, viril, guerrera por el lenguaje, que ha dejado una poética noble y desgarrada. Hay que leer sus primeros libros, pero, ante todo, hay que leer Tala. Están ahí, si se quiere, los mismos sentimientos de antes, la maternidad frustrada, el abrazo a todos los niños y pobres de la tierra, mucho Romain Rolland y mucho Tagore servido en copa de arena, pero está dicho con grandeza idiomática singular. Se adivina que ella, siempre, entre dos vocablos, escogía el más duro, el que tuviese menos miel por el interior. Dio de lado, y ella misma lo reconoció en más de una ocasión, a tanta percalina y a tanto papel crepé como decoraba la poesía femenina de América, y a una buena parte de sus primeros intentos. Habló de la tarlatana, esa tela horrible que se emplea en sustitución del cartón a la hora de fabricar alas de angelotes y colas de ninfas. Gabriela dijo adiós a lo cursi muy temprano, y en eso es también, con Delmira, la primera de las grandes poetisas americanas. Se negó a la tontería, a la flojedad, al almíbar. Pudo favorecerla mucho la falta de amores, la ausencia de lunitas tontas y de guitarristas pulsadas por un zángano. Ella fue directamente a la hondura de ser mujer, de «ser madre sin hijos, de sufrir, de sentir con los sufrientes». Hizo un catolicismo que se emparenta con el de León Bloy mucho más de lo que a primera vista pueda parecer. Como el francés rabioso, ella era un vocero hirviente y viviente de los rencores judíos, y se siente que sus preferencias reales están por un Cristo trasplantado al Viejo Testamento.

De las poetisas de América Hispana, Gabriela es la madre, el tronco, el gran barco donde todas pueden viajar. Desborda vigor, regala horizontes, suelta al voleo temas que libran a la poesía femenina de esas horrendas manías del achicamiento, la indefensión y «el refugio». Gabriela siente la presencia fuerte de Eva, de Judith, de Esther. Sólo puede ser comparada justicieramente con las grandes hebreas, las de imprecación en labio y puñal en mano. Tiene cólera y tiene reto. No conocerla es perderse una de las grandes demostraciones humanas de la naturaleza americana. El rebuscamiento, la arquitectura de su idioma, la escondida artificiosidad de su prosa, no tienen, en verdad, origen en Gracián ni en Santa Teresa, sino en el pudor. A ella le apenaba ser cursi, ser muy suramericana, en el sentido terrible que este vocablo tiene cuando se enjuicia lo que por mucho tiempo se presentó como literatura de aquellas regiones. Por pudor   —160→   de ser una mujercilla ñoña, abobada, que escribe con mantequilla y yema de huevo, ella tomó de pluma un hueso, y de tinta un poco de sangre de cóndor seca. Su economía verbal, su sintaxis, consiste, ante todo, en quitar cosas, en barrer la página una vez escrita, mandando al diablo tantas preposiciones, interjecciones y miembros debilitantes de la oración como son habituales en la prosa femenina. A veces escribe como un soldado, y de cuando en cuando se espera que brote alguna palabrota; pero hay una belleza de fuego bien encendido, de maderas puras de bosque virgen, hay un incienso de sangre, de entrañas, de huesos y médulas, que hacen de su estilo uno de los grandes instantes de la prosa americana. Ya no es Montalvo, escribiendo adrede un español clásico; ya no es Rodó, saliendo al encuentro del buen gusto por la vía francesa, renaniana, o por la edulcoración a lo Emerson (decía Fray Candil que Rodó era tan sólo un pasticheur de Emerson, cosa bien injusta por cierto); ahora es otra cosa, más espontánea, más auténtica: es el estilo estrujado, desangrado de linfas y de impurezas, a lo Martí, en quien también se ha querido ver la influencia de éste o de aquel clásico español, olvidando que se trata sólo de una coincidencia; un hombre profundo, como Martí, halla su estilo hispánico tan en lo hondo de sí, por donde están las raíces, que tropieza inevitablemente con las formas puras, esqueléticas, matricionales del idioma. Lo propio acontece en Gabriela Mistral. Y es que en cuanto en América se excava un poco la tierra, se tropieza con el hueso, con la fuente de España. Los clásicos americanos no son, no pueden ser otra cosa, que grandes escritores que poseen de veras la lengua española; por esto son, siempre, grandes figuras de la literatura hispánica. (Los americanismos que pueblan la prosa de Gabriela, son casi siempre arcaísmos españoles, supervivencias, de aquellos que Casares le comprobaba a Fombona hace muchos años como vocablos españoles obsoletos aquí pero vigentes allá).

La obra de esta mujer es más bien una expresión que un conjunto de libros. Es, además, una escritora parlante, escribiendo en alta voz, en viva voz. Leerla es asistir a una misa extraña y poderosa, ante el altar de un Dios que sabemos quiere ser Jesucristo, pero que a veces adopta la fisonomía de un fiero profeta del Antiguo Testamento, y a veces se reviste de una humildad en cuyo fondo adivinamos una sangrante ironía y un inapagado deseo de venganza.

1959.



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ArribaAbajo Vicente Huidobro

Chileno (1893-1948)


Si no se tratara de un gran poeta, cabría aquí, como en parte alguna, acudir a la vulgaridad de «el que nos trajo las gallinas». Se olvida, o se quiere olvidar mucho, a Vicente Huidobro cuando se habla de la actual poesía hispanoamericana, soslayando los hechos incontrovertibles de su bibliografía y del valor de ésta. Sea por el camino de Francia, y a hombros de Apollinaire, sea por el camino de su propia adaptación de lo que en Francia recién apuntaba, Huidobro fue el portador de las noticias más refrescantes y convulsionadoras en materia de poesía. Lo que se debe a su poema Altazor es casi imposible de medir, ya que son tantas las ramificaciones y proles nacidas de ese grandioso ejercicio de doma de las palabras y de evocación de poesía auténtica, que bastaría con afirmar que no es justo escribir una historia de la poesía hispanoamericana (y aquí la palabra incluye, desde luego, sus dos términos geográficos), sin recordar que hay un antes y un después de Huidobro.

El hecho de que muchas de las fórmulas puestas en movimiento por él para beneficio de nuestros territorios sirviesen para que muchos idiotas pretendiesen ser poetas por el solo motivo de escribir con minúsculas y de colocar las palabras descompuestas en letras verticalmente situadas, no quita grandeza, ni significación, ni valor a la obra precursora de Huidobro. Siempre hay imitadores de Picasso, de Miró, de Strawinsky, que hacen tantas tonterías y superficialidades que acaban por teñir de su insignificancia y de su insinceridad a todo el arte o a todo el maestro que imitan. Al fin de un proceso creador que está lleno de originalidad, hay que detenerse a desbrozar, a desmalezar los bosques formados en torno de los grandes por la muchedumbre de parásitos que pretenden   —162→   ser ellos los verdaderos intérpretes y hasta los creadores originales. Así ocurrió con Vicente Huidobro en España y en América. Aparecieron tantos tontos descoyuntando el lenguaje, pero sin la menor carga poética, sin sombra de lirismo, que las buenas gentes dieron en pensar que todo aquello era obra de saltimbanquis, de señores que, no sabiendo escribir «como Dios manda», escribían como mandaba Huidobro.

El tiempo es aquí el gran juez. Ahora se ha separado del trigo toda la paja, y queda en pie quien debió estarlo siempre. El autor de Horizon Carre (1917), de Altazor, de tantos indispensables en la geografía lírica de Hispanoamérica, sigue siendo el dueño del santo y seña, de la palabra de pase para la actitud contemporánea ante la poesía. No se trataba ya tan sólo de renovaciones como la significada por el modernismo. Se trataba de volver del revés el guante del poema -recordemos a Reverdy-, de mirar la entraña del menester poético y de acercarse, por fin, a una expresión que no se cimentaba en lo sentimental, ni en lo formal estético, sino en la búsqueda de la poesía en sí, de la poesía a secas. Huidobro enseñó los procedimientos, desde los elementales hasta los trascendentales. Avisó de que el misterio poético está siempre al volver de la esquina, o al volver del verso, y que frecuentemente basta con dar un pequeño giro a un verso o a una estrofa, para transformarla en una fuente de poesía. Así, aquellos versos de Espronceda: «La luna en la mar riela, -en la lona gime el viento...», él los trastocaba diciendo: «La lona en el mar riela,- en la luna gime el viento...», y ya bastaba para sentir que esa lona luminosa y esa luna gemidora, pertenecían a un mundo bien distinto del que les asignara Espronceda.

Ese procedimiento de la inversión de la realidad habitual, del lugar común, abría el camino de la poesía. Hasta entonces fueron muy pocos los que osaron dar un papirotazo a lo habitual para que echase a andar el poema encerrado y oprimido. Al que siempre decía: «el árbol, cubierto de frutos, -el cielo, cubierto de estrechas», se le enseñaba que lo más jugoso es siempre el revés: «el árbol, cubierto de estrellas,- el cielo, cubierto de frutos». Cuando después Huidobro llevó a cabo la hazaña de escribir Mío Cid Campeador, hace que el héroe diga: «Jimena no era una belleza griega, era una belleza española. No tenía cuerpo de palmera, ni cuello de cisne, ni manos de lirio, ni nariz perfilada, ni labios de coral, ni ojos de lagos nocturnos. ¡Qué sandios sois los poetas!¿Por qué   —163→   comparáis a la mujer con todas esas cosas? ¿Habéis visto algo más hermoso que una mujer hermosa? ¿Por qué no comparáis más bien esas cosas con una mujer? Ya sería algo mejor. Decid que una palmera tenía cuerpo de mujer, hablad de un cuello de cisne hermoso como un cuello de mujer, hablad de un trozo de coral como unos labios de mujer».

¡Qué sencillo parece cuando ya está explicado por el poeta! Sin embargo, en esa fórmula inicial está la abjuración de los lugares comunes, la limpieza de esas telarañas que obstruyen el cerebro de tantos inclinados a escribir poesía como una simple reiteración de los aburridos y resobados conceptos cotidianos. Lo sabido ya está sabido; lo que hay que aprender es lo otro. Y es el poeta quien enseña lo otro, lo inesperado, lo inaudito, lo invisible hasta entonces.

Huidobro abrió las ventanas, sacudió los muebles vetustos, echó fuera el polvo de las últimas melenas versalleras. Las duquesas que no acababan de coger el compás de Darío, huyeron ante la guillotina de las metáforas, ante la revolución de las palabras. Ya podían venir todos los otros, porque las rejas de la cárcel quedaban abiertas.

Esto hizo Vicente Huidobro. Y como si ello fuera poco, un día se sentó, llamó a lo profundo de su origen, tropezó con la roca de España, y escribió uno de los monumentos de la sensibilidad y de la belleza literaria en nuestro idioma y para cualquier tiempo: Mío Cid Campeador. Yo me resisto a pensar que haya un solo joven español que no haya bebido en este libro las auras del Cid. Lo publicó Huidobro aquí, en España, hace treinta años. Él, considerado por muchos como un siervo del espíritu francés, como un afrancesado en el peor sentido de la palabra, elevó el himno al de Vivar, y cantó a España como pocos la han cantado, españoles o extranjeros. Fue este poeta quien puso en boca del Cid moribundo estas palabras:

«Cuando se hable contra España, no hagáis caso, España, en medio de todas sus desgracias, será el país más grande de la tierra. Yo os lo digo ante la muerte... España hará redondo al mundo».



1959.



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ArribaAbajoAlfonso Reyes

Mexicano (1889-1959)


Alfonso Reyes o el escritor. Alfonso Reyes o la cultura. Ese sentido que da el francés a la palabra escritor, hombre de letras, que por las letras se expresa y para ellas vive, no es frecuente en América. Allí ocurre mucho que las letras sean camino para otra cosa: política, cátedra, diplomacia. Llega pronto el cansancio. Hay nombres famosos con una bibliografía minúscula, pero explotada con una publicidad que sirve de vidrio de aumento. Generalmente se trabaja poco y se pregona mucho. Por esto resulta doblemente aleccionador e importante el caso Reyes. Con una cultura universal, con una inquietud que lo mantenía despierto y ávido de cuanto aparecía en el mundo, con una viva y sincera simpatía por el esfuerzo de los nuevos y por el significado de los viejos, encarnó el escritor laborioso, el que no perdía un día, el que no se cansaba nunca. Y junto a la tarea, que a veces por cuantiosa pierde en otros gracia y vuelo, Reyes ofrece la sorprendente condición de que el trabajo incesante no le gastaba el gusto, ni le arrugaba la sonrisa, ni le secaba sus próvidas fuentes de frescura y de salto. Murió completa y totalmente joven, enseñando de nuevo -como Goethe- que son viejos tan sólo los que se cierran al mundo, los que renuncian a aprender y se encastillan en sus prejuicios, en las modas de «su» tiempo, en lo que fue para ellos sorpresa, novedad, grandeza. La juventud de Alfonso Reyes, inagotable, es la respuesta de la alta cultura a la vida. No se seca ni termina sino quien deja de entusiasmarse, quien cree que ya todo está dicho, quien vuelve desdeñosamente las espaldas cuando estalla junto a su puerta la sorpresa de un nuevo estilo, de una audacia renovadora, de un torrente juvenil que transmite el fuego de las generaciones. Quien más cerca le   —165→   andaba a Reyes en esto de vivir con el espíritu y no con el almanaque, era Baldomero Sanin Cano, un maestro digno de este nombre, quien venciendo la curva terrible y enquistadora de los setenta años, se inclinaba sobre la poesía de Eliot con la misma actitud con que el octogenario Woermann se interesaba por la pintura de Picasso.

Alfonso Reyes, el ensayista breve, el glosador más bien. Trae tantas noticias y se entera de tantas cosas, que frecuentemente va al comprimido, a la cápsula. De cuando en cuando remansaba su propio torrente, ponía puertas a su erudición y canalizaba el ardor en libros como El Deslinde, de teoría literaria, que con toda probabilidad no tiene igual en nuestra lengua. Su saber estaba tan salpicado de gracia, de ligereza, de eutrapelia, que a veces daba la impresión de saber poco, y con ese poco, por artificio literario, por maestría de buen cocinero, fabricar mucho. Pero esto es sólo una apariencia. El hecho evidentísimo es que el saber de Reyes era el genuino saber culto. Poseía la mente literaria más abierta del mundo hispanoamericano. Desde la erudición propia del investigador, del filólogo, del historiador de la literatura -recordemos su prosificación del poema del Mío Cid, para dejar citada una muestra capital-, llegaba Reyes a la graciosa y espontánea solicitación de la poesía, denunciándose siempre en él al conocedor profundo de los clásicos españoles. ¡Qué gran autor de letrillas del siglo XII era Alfonso Reyes! Un Lope que hubiera leído a Valery daría una romancería como la de Reyes. Él, en el fondo, no se consideró nunca un poeta en primera instancia. Su verdadero gusto era ser «hombre de letras», animador de cultura, ambientador. No cayó nunca en la tendencia del filosofismo, ni se las dio de pensador, sino de escritor a secas, que ya es cosa bastante impregnada de responsabilidades y de exigencias. Vio a Goethe en vivo, como forma de vida. Vio a los griegos al alcance de la mano, con una belleza muy de la poética actual. A España la conocía y la amaba entrañablemente, y el título que aquí le dieron una vez de ciudadano honorario de Madrid, lo había ganado con el corazón. Era el humanista en armonía con el mundo actual, o sea no un seco académico que suelta a cada paso una cita de Horacio o de Virgilio, y por eso quiere ser llamado humanista, sino el hombre que hace de la cultura clásica una maestra para el perfeccionamiento de la Humanidad presente.

Gran parte de la obra de Reyes se hizo en España o giró en derredor de temas españoles. La extensión de su saber le impedía ser provinciano, indigenista,   —166→   amigo de localismos empequeñecedores. Góngora era tan suyo como Fray Servando Teresa de Mier. Y Mallarmé o Goethe le pertenecían por las mismas razones que le pertenecían Homero y Virgilio. Esa autenticidad de su ser culto le libró de la gran plaga de la literatura hispanoamericana que es el odio y que es el improperio. Reyes no muerde, no injuria, no destruye. Marca, quizás, la frontera entre aquellos anteriores «paladines» literarios que cifraban su grandeza, no en la obra, sino en la facilidad con que descerrajaban cuatro tiros sobre un poeta de escuela distinta, o con que llenaban cuatro o cinco páginas de dicterios abrumadores para un rival. (El rival, generalmente, era el del propio gremio. Si novelista, era destrozado por los novelistas; si poeta, por los poetas. No era raro escuchar en cualquier ciudad de América una expresión como ésta: «¿Sabe usted que el canalla Fulano se ha atrevido a escribir una novela? ¡Con los años que llevo yo en esto, y ahora sale ese idiota queriendo hacerme sombra!») Alfonso Reyes no tenía capacidad de injuria. Sabía sonreír ante los contradictores y ante las inepcias. Daba lo suyo, hacía su obra, y seguía adelante. Ha dejado una obra excepcional. Sus devotos -y especialmente sus devotas- libraron grandes batallas por obtener que los laureles del Nobel fueran a refrescar la frente del hijo de Monterrey. Cuando América llevó la sorpresa de la concesión del Premio a Gabriela, pareció que se abría la hora de Hispanoamérica en esto del Nobel. Inmediatamente se alinearon comités, mensajes, activistas y propagandas. En casos, la propuesta provocaba accesos de risa. Pero al pronunciarse un nombre como el de Alfonso Reyes, todos pensábamos que, aun quitando los excesos que añade el regionalismo, quedaba realidad suficiente para persuadir a los académicos suecos. Porque Alfonso Reyes, si no entraba ortodoxamente en las bases del Nobel, había hecho tanto por el predominio de la inteligencia, había guerreado tan elegantemente contra la barbarie, la chocanería, la pluma convertida en garrote o en ganzúa, que mucho bien había hecho a las tierras que Keyserling veía tan sumergidas en la primera etapa de la creación, que necesitaba hacerse a órganos especiales para respirar cómodamente en ellas. En el proceso de culturación de América, Reyes era de los que iban delante, con la mejor sonrisa, con la amplitud de un Goethe embotellado entre las asfixiantes paredes de la realidad antigoetheana y antihelénica que es América todavía.

1960.



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ArribaAbajoPorfirio Barba Jacob

Colombiano (1880 ó 1883-1942)


La presencia e influencia de Porfirio Barba Jacob -o Ricarno Arenales, o Miguel Ángel Osorio, o Main Ximénez- en la actual poesía hispanoamericana es considerable. No se trata de una influencia volcada en seguidores ni en imitadores, como en los casos de Juan Ramón, Lorca y Neruda. La influencia y lo representativo de Barba Jacob están en lo poderosamente americano de su actitud, en la encarnación viva, personal de aquello que en un Chocano no pasó de gran retórica. Porfirio vivió lo americano informe, violento, inestable, dominado por la naturaleza. Es quizá el menos europeizado de los poetas importantes de América, no obstante la huella profunda de Rubén Darío en él; a pesar de que en algunas ediciones de su famosa Canción de la Vida Profunda aparece un epígrafe de Montaigne, el sentir de Porfirio -y es en el sentir donde hay que buscar las influencias significativas- tendía hacia una expresión lírica de lo americano, en forma que trascendía todos los moldes y todas las orientaciones previas. Él tenía conciencia de ser una fuerza desbocada, una llama. Su apego animal a la vida, su vitalismo casi zoológico, repelía la meditación de la muerte y, cuando más, por amor a la belleza, pensaba en aquellos griegos que también temían nombrar siquiera a la Destructora. Se grabó su retrato en forma irreprochable. Posiblemente nadie, ni antes ni después, en América, ha sintetizado una autobiografía con la precisión, veracidad y belleza con que lo hiciera el hijo de Santa Rosa de Osos, en Antioquía:



Decid cuando yo muera... (¡Y el día esté lejano!):
Soberbio y desdeñoso, pródigo y turbulento,
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en el vital deliquio por siempre insaciado,
era una llama al viento...

Vagó, sensual y triste, por islas de su América,
en un pinar de Honduras vigorizó el aliento:
la tierra mexicana le dio su rebeldía,
su libertad, sus ímpetus... Y era una llama al viento.

De simas no sondadas subía a las estrellas...
un gran dolor incógnito vibraba por su acento;
fue sabio en sus abismos -y humilde, humilde, humilde-,
porque no es nada una llamita al viento...

Y supo cosas lúgubres, tan hondas y letales,
que nunca humana lira jamás esclareció,
y nadie ha comprendido su trémulo lamento...
Era una llama al viento y el viento la apagó.



Así era por dentro el poeta de mayor aureola de maldito en las letras hispanoamericanas. Confesaba sus pecados, aun los más escandalosos, con la mayor energía. Adoptaba, sin proponérselo quizá, una moral a lo julio César, a lo César Borgia, que se autojustifica por el volcán interior, por la rabia vital acumulada. Porfirio iba dejando caer sus poemas como suelta escamas un cocodrilo añoso, pero se ve que no quería hacer de la literatura una forma de vida, sino todo lo contrario. Es la ráfaga, el huracán, la antorcha contra el viento -como él gustaba de denominar al libro que recogería su obra-, y si hubiera tenido un poco más de constancia en la traducción de sus emociones, habría dado el Whitman de la América Hispana. Se señala en él la influencia de Poe, pero esto nos parece rizar un poco el rizo, porque Poe, a pesar del alcoholismo, tuvo siempre pena de ser un pecador, y pensaba demasiado para ser una fuerza vital desbordada; Whitman sí, porque detrás de su prudencia puritana para hablar de sus impulsos naturales, tan briosos y cándidos como los de un bisonte, poseía la carga biológica interior que domina y subyuga a la inteligencia, y lo condiciona todo a la ciega fuerza vital.

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Esto que Keyserling llamaba lo telúrico, refiriéndose especialmente a América Hispana, se ha dado poco en poesía. La formación de los literatos allá ha sido siempre eminentemente literaria, de academia, de formalidad, cuidadosa de las modas francesas, y yendo en ocasiones al satanismo, a la exaltación de los pecados, al cinismo, pero casi siempre haciéndolo por programa literario, por compromiso con un autor o con una moda. Es en esto Porfirio Barba Jacob un hombre absolutamente actual. Tomó su vida brutalmente entre las manos, y la arrojó sobre las cuartillas. Llevaba todavía, fuerza del calendario, una gran dosis de retórica modernista, pero en lo formal. La esencia que introducía en aquellos frascos cuidadosamente burilados era una extraña y violenta esencia, que hasta entonces no había sido presentada al olfato de los mansuetos «lectores de poesía». Al agnosticismo de Darío, respondía con una rotunda afirmación de lo viviente; si algo es, es nietzscheano. Y decir nietzscheano en América Hispana es evocar una conjunción de ideas explosivas con temperamentos superexplosivos. Los resultados están a la vista en el interior de la obra de Porfirio Barba Jacob. Las consecuencias de mezclar el ímpetu biológico americano con ideas europeas nacidas en cabezas frías, hartas de cultura, no pueden ser peores. Ni pueden ser más actuales y conocidos los ejemplos de ese gran desequilibrio producido por el acto inevitable de echar en un odre nuevo un vino demasiado viejo. Porfirio Barba Jacob no extrajo su actitud de una filosofía, sino que coincidió con lo que los europeos llamarían ingenuamente vitalismo, confesando que necesitaban redescubrir la existencia de la vida. A él le bastaba con haber nacido en Antioquía, con sentirse incómodo e inconforme en todas partes, con no cabe dentro de su piel y, sobre todo, con no saber francés ni estar atiborrado de cultura. Puso en marcha el hombre viviente a la americana, con todas sus consecuencias. De su obra quedan hasta hoy, como perfectamente adecuados a las circunstancias y exigencia de la puesta actual, unos diez o doce poemas que hasta aquí parecen irremovibles. Y dejar dentro del torrente incoercible la poetización hispanoamericana diez o doce poemas un hombre que cuidó tan poco de editar y aun de escribir, es proclamar ya una estatura que puede oponerse a la fuerza arrasadora del viento y de la muerte.

1959.



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ArribaAbajo Pablo Neruda

Chileno (1904)


Hay una forma de surrealismo estéril, gratuito, sin otro sentido que el del automatismo y la navegación en la oscuridad. Es el surrealismo que arrancó del dadaísmo y fue a tientas por mucho tiempo, jugando a descubrir mediante el juego las profundas verdades. Cuando evolucionó o se maduró el surrealismo, halló fórmulas, procedimientos, territorios, que apenas si antes eran soñados por los más audaces. Este surrealismo creador, contrario a la destrucción, tuvo en América un temprano artífice, un maestro. Se llama literariamente Pablo Neruda, y es forzoso, al hablar de él, separar, deslindar, con la cronología en la mano, al poeta y al político. Las ideas extremistas de este gran poeta no han entrado en su poesía, como no ha entrado en la pintura de Picasso la ideología marxista. Precisa, pues, librarse de los pecados de la intolerancia y del prejuicio a la hora de señalar la presencia de Pablo Neruda en el escenario poético hispanoamericano. Es imposible disminuir sus méritos, ni reducir su significación, porque ahí están los libros, con el tribunal de las fechas por delante y con el peso enorme de su calidad.

Hay un primer Neruda, un segundo Neruda y un tercer Neruda, sin que ninguno de los tres tenga que ver nada sino con lo literario. El primer Neruda, el más popular en las zonas cursis y recitorreras de América, no llegó nunca a lo cursi, y estuvo en lo sentimental con la luz de un poeta y con el equilibrio de un artista. Aun sus poemas más manoseados, los de la primera época, tienen ese «no sé qué» sembrado por el poeta genuino hasta cuando escribe en la pared un número de teléfono. «Puedo escribir los versos más tristes esta noche», es el verso inicial del famoso Poema veinte; de un subpoeta, de un infrapoeta, se saldría   —171→   de ahí para la letra de un tango argentino. De Neruda, no; de Neruda se sale de ese verso y se produce un poema modelo en la literatura sentimental, en la que ponía al corazón sobre el atril, y encima escribía, mojando directamente la pluma en la fea tinta de esa víscera. Y un poeta capaz de eso, es incapaz de quedarse en eso. En 1925 ya había demostrado la calidad de una prosa poética excepcional, y preludiaba lo que en 1933 sería toda una apoteosis: la aparición de Residencia en la Tierra. Desde Darío, se dice por generalizar, no había ocurrido nada semejante en la lírica hispanoamericana; reconozcamos que, ni aun cuando Darío, la reacción y la influencia producida por una obra han alcanzado nivel semejante al de Residencia. La palabra revolución es la que nos permite aproximarnos más a la realidad. Ya aquí se palpaba en lengua española una realización del surrealismo constructivo, descubridor de mundo, enriquecedor de la experiencia humana, como no se había dado, sino muy aislada y esporádicamente, en otras lenguas. El surrealismo de Neruda, que ha merecido uno de los grandes libros de Amado Alonso, era un Descubrimiento de América al revés.

Luego el poeta se ha repetido tanto, ha hecho tantos poemas con la «receta Neruda» (lo enumerativo, el altibajo de lirismo y prosaísmo, la palabra bella junto al vocablo irritante, la sal, lo metálico, lo mineral, la nieve), que desde la altura prodigiosa de Residencia en la Tierra, todo lo otro suyo parece pálido y monótono. Hasta los fragmentos iniciales de la parte más cuidadosa del Canto general, riquísimos fragmentos, quedan oprimidos por el resplandor de Residencia, y parece que no traen nada nuevo. (Hay en ese libro de Neruda, en las tres cuartas partes dedicadas a una especie de «geografía política» de América, una concesión demagógica al plebeyismo politiquero, que no queda sino pensar que el artista se ha quedado seco y sin nada importante que decir). Otros libros posteriores, editados bellísimamente -dije en otra ocasión que Neruda, a medida que escribía peor, editaba mejor-, se refuerzan más pero no llegan a la línea tirada hacia lo alto por Residencia. Probablemente, el poeta ha sido dañado por la parcialidad política, que en su caso dicta incluso la estética a seguir y acusa de desviacionismo y de aburguesamiento toda incursión libre por la creación artística; posiblemente, el agotamiento sea debido a la profunda e intensa catarsis que, indudablemente, produce el dar una obra como Residencia. Es casi una ley, que muy pocos artistas han conseguido salvar, la de que en toda existencia creadora se llega a un cenit, a una culminación, y ya se   —172→   ha dicho todo lo que de esencial iba a decirse; a partir de ahí, si se insiste, sólo llega la monotonía, la reiteración, el cansancio. (En las letras españolas hay muchos casos bien a la vista, pero queremos citar uno tan sólo: el lamentable de Benavente. ¿Por qué no calló a tiempo, por qué no dejó de escribir, o de estrenar y publicar al menos, veinte o treinta años antes de morirse?). Todo artista tiene un repertorio más o menos extenso de novedades, de originalidades, de aportaciones que ofrecer. Cuando lo vuelca, si no acierta a callar hasta una nueva floración, cae en estas penosas insistencias de Neruda y de Benavente. ¡Maravilloso y único Juan Ramón Jiménez, que renacía de sí, y ascendía año tras año, superando mañana lo que hoy había hecho! Cierto es que Juan Ramón no se cansó nunca de la poesía, no se divorció de ella, ni compartió su amor con la política, con la popularidad, con la intervención en «asuntos públicos». Neruda es hoy más importante como figura política que como poeta. Pero Neruda escribió Residencia en la Tierra, obra sufrida, existenciaria, como diría un discípulo de Heidegger. Por ese libro se sentó en un sitial del que nada ni nadie puede echarle. Ni aun todos los poemas de fórmula, todos los recetarios y todos los errores cometidos por Neruda contra Neruda, podrán borrar del cielo poético del habla española el fulgor de su estrella.

1960.



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ArribaAbajoJorge Luis Borges

Argentino (1900)


Para los estudiosos de la literatura hispanoamericana, no hay posiblemente figura más interesante que la de Jorge Luis Borges. Y ese interés máximo le viene de la complejidad de su tarea, hija de la complejidad y diversidad de su mente. Si en algún sitio vemos concretada, hecha carne y letra, la lucha entre lo local y lo universal, entre la alta cultura y el provincianismo, entre la sed de saberlo todo y la convicción de que hay que mirar también hacia abajo, porque es lo propio, es en la obra de Jorge Luis Borges. Él ha dado el paso más allá que no dio Baldomero Sanín Cano. O sea, el paso de no decidirse a abandonar lo lugareño por lo superior extranjero, por lo universal. A veces la inteligencia de un hombre está en tal desproporción con su medio, que el hombre escapa, se va a otras regiones, aunque no salga del país. Pero en el caso de Borges aparece, quizá por primera vez dentro de la jerarquía de su talento, el caso de quien ni quiere escapar, ni quiere dejar de asistir al superior convite lejano. Así se explica la terca insistencia en Borges, el hombre que conoce los autores más olvidados por la propia Europa, el erudito que nos da la impresión de ser capaz de corregir los errores de la Enciclopedia Británica y quedarse tan tranquilo, en ser fiel al tango, al barrio, al bandoneón, a la poesía de Evaristo Carriego... La mezcla, la distorsión que supone conocer a fondo la literatura universal de todos los tiempos y elevar una loa al tango y a Carriego, tiene un origen sociológico, de patriotismo noblemente entendido. Hay, acaso, en Borges el omnisapiente, el temor a que sus raíces queden cortadas. Si se le dejara, probablemente se dedicaría a investigar las variantes y ediciones de la poesía china en los siglos V y VI, antes que a otras tareas; o bien reescribiría la   —174→   obra de Thomas Browne, de un Haman, de un Donne. Cualquier cosa, en el orden de las invenciones literarias, de las combinatorias fantásticas, sería dable esperar de Jorge Luis Borges, si no fuese por ese imperativo ético que se ha impuesto, y que lo lleva a presentarse como una especie de Carlos Gardel que pone a Abelardo en música de tango.

Este es el gran espectáculo de las letras hispanoamericanas. Una cultura sin límites, consagrándose a sí misma al deber de ensalzar una realidad que hasta ahora no ha parecido a nadie tan digna de meditaciones opulentas. En todos los países hay su tango, su veredita, su bandoneón, sus tradiciones nativistas, y todo ello merece estudio y atención por parte de los escritores y de los especialistas; pero existe una jerarquía de valores que no puede ser borrada por el patriotismo ni por ninguna elegante boutade del linaje de aquella de Taine cuando decía: «No niego que sea bello lo feo, pero es más bello lo bello». A menos que todo sea atribuible a esa expresión del patriotismo argentino que conduce a magnificar lo propio en forma impermeable a la ironía ( Perón: «Aquí tengo la bomba atómica»; Molinari, no el poeta, el político: «Hemos regalado al mundo, sin decirlo, dos veces más que el Plan Marshall»), y sea Borges una versión encuadernada en lujo de tan apasionado homenaje a la patria. Porque realmente asombra la universalidad de la obra más viva y fragante de Borges, aquella en la cual se le siente más en lo suyo, y la insistencia luego en el empleo de giros, de situaciones, de temas, que no merecerán desprecio, pero que no encuadran en el marco general de sus capacidades.

Una mente esencialmente europea, europea incluso cuando aborda los asuntos nacionales y típicos, parece tender a este propósito: conciliar los opuestos, sintetizar la gran cultura con el ambiente, aplicar los conocimientos mayores del saber humano a la interpretación acabada de lo local. ¿Pueden conciliarse el mundo de Kafka y el mundo de «Chorra»? (Para quienes no lo recuerden: Chorra es un tango, con letra graciosísima, que, sin embargo, se canta con acento trágico). ¿Hasta qué punto un hombre como Jorge Luis Borges, capaz de escribir Inquisiciones, Historia universal de la infamia, Discusión, El jardín de los senderos que se bifurcan, El Aleph, tendría por misión verdadera escribir una continuación del Martín Fierro? En el fondo, puede que esté dominando la tan peligrosa tendencia contemporánea a fijarle al escritor tareas nacionales, políticas más o menos confesas, temas considerados útiles, sanos, haciéndole avergonzarse   —175→   de una vocación, digamos, por las letras suecas o por la pintura japonesa. ¿Es que no vieron ni ven los autores de ese absurdo, que un escritor argentino será siempre un escritor argentino, aunque dedique toda su vida a investigar la historia de Persia, y no mencione jamás al ombu, al mate y al tango? Y, por otra parte, sirve más a la grandeza de la patria la universalidad de una cultura, el despliegue de una erudición y de una fantasía a lo Borges auténtico, que los esfuerzos por montar a caballo y recorrer la Pampa. Los alemanes saben que al escribir Mommsen la Historia de Roma, está haciendo por el prestigio de Alemania, por el puesto de ésta en la cultura, más que si se limita a cantar los temas germánicos. ¿Es que América no ha llegado aún a esa fase del patriotismo que rebasa el nacionalismo? Pudiera ser, porque están muy recientes los tiempos en que el patriotismo no alcanzaba siquiera a afirmar la nacionalidad en sus relaciones con los embajadores extranjeros, y tengan razón entonces los hombres a lo Jorge Luis Borges, en asistir al nacimiento de un patriotismo más alto, conservando zonas del amor a lo local que una sabiduría como la suya sabe están implícitas en la simple condición de hombre realmente culto.

Mas, lo apuntado, es sólo uno de los abundantes y ricos temas que sugiere la obra de Jorge Luis Borges. Queda, entre otros asuntos que le pertenecen, la exaltación de la fantasía, alimentada por la erudición. Se da en él el caso opuesto al común de los eruditos; en éstos, la acumulación de conocimientos y recuerdos mata la inspiración y seca por completo la fantasía. Para un erudito, tener fantasía es una falta de respeto a la pureza de los datos, de las fichas. En Jorge Luis Borges, la erudición es como un combustible de la imaginación; le da vuelta, pone de revés, a todo. ¿No sería posible que se estableciese sobre bases firmes que no existió Miguel de Cervantes, y que, en cambio, quien sí existió fue Don Quijote, el cual, un día, se sentó a escribir un libro a base de un personaje inventado por él, llamado Miguel de Cervantes, pero a quien dio como pseudónimo el nombre suyo, adoptando el imaginado para firmar el libro? ¿Y no es muy probable que en el siglo VIII antes de Cristo llegaran a Palos de Moguer unos raros marinos, procedentes de una tierra lejana llamada por ellos Amer Iké, y dieran nacimiento a generaciones y generaciones de marinos que en 1492 acompañarían a Cristóbal Colón a descubrir América? Preguntas de este tipo, divagaciones, complicaciones a cuenta del juego de permutas y posibles arreglos de veinte letras, todo lo que conduce a contemplar el mundo como laberinto,   —176→   forma parte del placer literario de Jorge Luis Borges. A veces da la sensación de que inventa sus citas y hasta personajes enteros. Es un fabulador un poco fatigoso, y en el fondo huye de lo tremendo, de las consecuencias de admitir a Kafka a tomar el té, que suelen ser terribles; Borges se queda en el laberinto, en el crucigrama, al cual le faltan claves. Pero lo que ha hecho por lo que llamaríamos la aclimatación en América de los grandes temas contemporáneos de la literatura europea, es impagable.

Queda sin aplazamiento posible la mención del poeta Jorge Luis Borges. Ahí es donde le sale más pura la vena localista, el argentinismo de buena ley. El scholar siente nostalgia de la pampa: «Una amistad hicieron mis abuelos -con esta lejanía- y conquistaron la intimidad de la pampa -y ligaron a su baquíala tierra, el fuego, el aire, el agua». A él le parece que ha perdido mucho con la ida de aquel contacto telúrico, de aquella vivencia pie a pie con la tierra: «Soy un pueblero y ya no sé de esas cosas, -soy hombre de ciudad, de barrio, de calle; -los tranvías lejanos me ayudan la tristeza- con esa queja larga que sueltan en la tarde». Pero dentro de la ciudad, dentro del barrio, el libresco Borges, el ultra erudito, el que lo sabe todo, se arroja en el denso baluarte final de lo folklórico, y envidia a los viejos camperos que toman la guitarra entre sus curtidas manos, y lanzan una cuarteta que a él, a pesar de todo, y quizá si por todo lo que le pesa su abrumadora sapiencia, le sabe a verdad y a Paraíso.

1960.



  —177→  

ArribaAbajoAlejo Carpentier

Cubano (1904)


Un día de éstos, en la América española, va a producirse la triste experiencia de que algunos de sus máximos artistas sean reconocidos porque la traducción de sus obras al francés y al inglés «ha constituido un éxito». Antes bastaba el espaldarazo de España -«triunfó en Madrid, es amigo de Unamuno, lo ha editado Renacimiento»-, para que en el suelo natal del autor se le extendiese la credencial que el cainismo se empeñaba en negar. Pero desde hace unos cuantos años, incomunicados como nunca entre sí los pueblos hispánicos, ya ni el reconocimiento de la Madre Patria es suficiente. El silencio impotente, la envidia que aspira a ocultar la luz ajena volviendo la cabeza, la conspiración de los que no se resignan a ser modestos admiradores de aquellos contadísimos que son llamados a crear, salen al paso de los artistas verdaderos con una tenacidad y con una crueldad que es preferible desdeñar. Uno de los casos más recientes y conocidos de obra triunfando de las tinieblas y de los silencios mezquinos, es el de Alejo Carpentier. El triunfo de sus novelas en lengua francesa y en lengua inglesa, ha llamado la atención sobre un hombre que desde hace mucho tiempo tenía los máximos derechos a la admiración y al aplauso de sus compatriotas y de los lectores de habla española. Ahora se descubre que El reino de este mundo, que Los pasos perdidos, son grandes novelas, universales ya, no localistas, no folklóricas, de esas que hay que perdonar porque están bien para ser de donde son.

El hecho aquí presentado en este muestrario de facetas y problemas de las letras en Hispanoamérica, revela la persistencia de un estado de inmadurez, semejante al vivido hasta hace unos veinte años por las letras norteamericanas.   —178→   Allá, entonces, la medida de un valor iba de Europa, especialmente de París. Los norteamericanos abrían el chorro de la admiración en armonía con el placet otorgado en París o en Londres a un escritor suyo. Esta etapa ya fue superada. Hoy los norteamericanos manejan sus propios valores con una creciente lucidez, y son ya los países europeos los que tienen que descubrir a grandes autores norteamericanos que no han recibido otro diploma que el de la opinión norteamericana, Alejo Carpentier, como muchos otros grandes de la América española, ha necesitado que famosas editoriales francesas premiaran sus libros para que los «enterados» de Bogotá, de La Habana, de México, de Quito, de Lima, volvieran los ojos hacia una de las sensibilidades más ricas y jugosas de la América española. De ahora en adelante, posiblemente, le extiendan todos los reconocimientos, si no es que, como ha ocurrido en España en ocasiones semejantes, se recrudezca en su propio escenario la cortina de negaciones y de silencio.

No se trata de un novelista desmesurado, ambicioso de dar los escenarios macroscópicos de América ni los dramas torrenciales de la lucha del hombre con la Naturaleza. Su objetivo es más modesto, pero más artístico, más racional, más luminoso. Es el narrador de estirpe, alcanzando, en ocasiones como aquella en que revive la peregrinación a Santiago, el carácter del fabulista medieval. Su modernidad es de las más depuradas y limpias de excentricidades. Es moderno por dentro, por el alma, no por artificios exteriores. Cultiva en realidad la narración corta, la novela breve o el cuento largo, pero la carga de alta tensión que introduce en sus páginas, y haciéndolo con la difícil naturalidad de quien se tiene bien sabidas y olvidadas las lecciones más complejas, proclama una calidad que no es frecuente. Su versión del rey negro Christófole supera la de Niles. Lo que escribe, no es fácil olvidarlo. Ya está consagrado en Francia. Y, sin embargo...

1959.



  —179→  

ArribaAbajoGabriel García Márquez

Colombiano (1912)


La novela americana ha evolucionado en forma prodigiosa. De los tiempos de Cumandá, del ecuatoriano Juan León Mera, y de los tiempos de María, del colombiano Jorge Issacs, pasando por las ya universalmente consagradas Doña Bárbara, Don Segundo y La Vorágine, ha llovido tanto, que convendría revisar cuidadosamente la nómina a presentar cuando se hable de la tal novela hispanoamericana. Esas que están, están. Su valor nadie lo niega, ni su carácter de pioneras en muchos aspectos. Pero América ha dado también a Ciro Alegría, a Arturo Uslar Pietri, a Jorge Icaza, a Manuel Gálvez, a Carlos Reyles, a Enrique Larreta (de quien no vamos a seguir diciendo que es el autor de La gloria de don Ramiro, como si no tuviera otras obras tan valiosas en su haber), a Enrique Labrador Ruiz (de él se espera la obra a la altura de su talento y de su oficio, porque quien ha escrito La sangre hambrienta tiene el compromiso de completar lo que allí nace), a... unos veinte nombres, por lo menos, que no circulan en el torrente de «los mejores novelistas de América», pero indudablemente figuran entre ellos. Y esto, sin mencionar a los cuentistas, como Manuel Rojas, como Eduardo Arias, como el propio Labrador Ruiz, como Edwards Bello, como Azuela, y puede la lista ser mucho mayor que la de los autores de novelas.

Y América tiene publicado, desde el año 1955, un libro que no nos explicamos cómo no ha producido ya esa noble revolución del fervor y del aplauso que provocan, en ocasiones, las obras singulares. Es la novela La hojarasca, y es su autor el colombiano Gabriel García Márquez. Aquí está el ejemplo vivo, el más patente quizá, de lo que entendemos al hablar de asimilación de una cultura, aplicándola a expresar lo cotidiano nuestro, lo inmediato. García Márquez   —180→   escribe una novela de asunto netamente colombiano, como que su asunto es un velorio, el más universal y el más local de los temas. Los sabichosos dirán que es una versión del Finnegan's Wake, de Joyce, pero hay que dejar a los sabichosos decir lo que deseen, y seguir de largo. Porque es cierto que en la obra de García Márquez están vivas y presentes las influencias de la época, las apicales, y no puede faltar en esto el nombre de Joyce, ni el de Faulkner, ni el de Mann, ni el de Proust. En toda obra representativa de estos tiempos, están esos señores a la puerta y no hay escapatoria; quizá alguna ventana custodiada por Melville o por Henry James permita la ilusión de que se ha sabido del marco influenciador, pero es inevitable que junto a la intensa originalidad de un autor, aparezcan, incluso cuando él mismo no lo sepa, la resonancia de los nombres tutelares, porque ésta es precisamente la cifra de su grandeza: ellos están en la base, en el punto de partida, y no hay nada que hacer, sino aprender y seguir adelante. Y esto lo hizo Gabriel García Márquez, incluso antes de la novela La hojarasca, que es uno de los grandes documentos literarios de América, obligante a la admiración no sólo por la dosis de exotismo que contenga, sino en razón de su sabiduría literaria. No íbamos a pasarnos toda la vida recibiendo admiraciones que en el fondo saben un poco al aplauso que se tributa en el circo al oso cuando baila, donde se aplaude, no al baile, que sería lo ideal para el oso, sino la extrañeza de ver un oso bailando. Y muchos de los elogios tributados hasta aquí a novelas hispanoamericanas, están cimentados en el deleite de ver un cuadro novedoso, de conocer costumbres raras, de leer palabras desconocidas; pero elogios como novela, como novela en sí, ha habido pocos. Por esto nos interesa también exaltar la significación de La hojarasca. Es una alta obra literaria, sin más. Aunque tiene, desde luego, mucho oro dentro de su maravillosa estructura.

1960.



  —181→  

ArribaAbajoEn un lugar de América, el 11 de octubre de 1492


I

Parece ser condición universal de los humanos una cierta capacidad de premonición de los grandes acontecimientos. Poco antes del nacimiento de Cristo, multiplicáronse las señales, las inquietudes, los «avisos» de que algo muy singular estaba al producirse... Hoy, gracias al esfuerzo de los investigadores y a la interpretación correcta de los primeros relatos sobre el Nuevo Mundo, sabemos que desde hacía cierto tiempo -acaso una o dos generaciones antes- las gentes que vivían al otro lado del mar europeo presentían el gran cambio que se produciría en sus vidas. Lo presentían y lo deseaban.

Dada la diversidad de culturas, de grupos humanos, de sensibilidades, es lógico que variase la intensidad de las intuiciones. En los grandes centros de las culturas superiores era donde se agitaba una conciencia, cada vez más angustiosa y más cierta, de la novedad que se aproximaba. Y dentro de esos grandes centros, a su vez, era en las élites intelectuales, entre los pensadores y los artistas, entre los poetas, músicos y pintores, donde más punzante se patentizaba la seguridad de un inminente cambio. Dijérase que sentían el lento girar sobre sus goznes de la gran puerta de la historia. Adivinaban que algo trascendental, ajeno a sus voluntades y deseos, avanzaba sobre ellos en forma inexorable.

Miramos hacia América, siempre al resplandor del 12 de octubre. Esto nos da del Nuevo Mundo una perspectiva ya europea, hispánica ya, juzgamos toda la historia posterior a la luz del Descubrimiento, y esto hace inevitable el juicio por comparación, no el juicio en sí, objetivo. ¿Qué tal si nos preguntáramos,   —182→   para observar aquel escenario bajo una luz distinta, qué era América el 11 de octubre de 1492? Creo que este cambio de perspectiva tiene alguna eficacia, no sólo porque nos permite ampliar un tanto nuestro criterio sobre el valor de la obra española en América al no subestimar al indígena tanto como es habitual hacerlo, sino también porque nosotros, habitantes de la Tierra, pobladores hoy de este planeta -minúsculo miembro de un sistema que a su vez es minúscula porción de una galaxia, que a su vez...-, vivimos ahora exactamente en la actitud metafísica, política, social, literaria, en que vivían los pobladores de América el día 11 de octubre de 1492.




II

Es realmente asombroso cómo, por la fascinación ejercida por un hecho tan notable como la conquista y civilización españolas de América, no nos hayamos todavía acostumbrado a detenernos un poco más en el conocimiento de los seres y de las colectividades a quienes los españoles transformaron.

Se tiene, por lo general, una visión tan errónea de lo que era América aquel 11 de octubre, que sólo podemos explicárnosla con un ejemplo: si ahora llegara desde otro planeta una expedición y desembocara en una pequeña aldea africana, o incluso en algún rinconcillo de ciertas áreas rurales europeas, ¿qué pensarían de nuestra civilización los visitantes? Habría que leer sus primeros mensajes y relaciones del Descubrimiento a su país de origen. Ellos no se habrían podido enterar de la existencia de las grandes capitales, de la ciencia, de la religión, de la filosofía, de la literatura terrestre. Tendrían por muy rudimentarios a los pintores y a los músicos. La incomunicación del idioma les impediría por mucho tiempo percatarse de que estaban en presencia de seres con un repertorio de ideas, de tradiciones, de símbolos. El significado de la vida de los indígenas, nosotros, se les escaparía por completo. Y si, como es muy probable, nuestros próximos visitantes extraterrestres llegan en son de búsqueda de nuevas provincias y reinos para sus imperios, no dedicarán su tiempo a estudiarnos, sino que se apresurarán a dominarnos y a enseñarnos lo que para ellos es el summum de la inteligencia, de la moral y de la ciencia.

La llegada de los españoles a América fue recibida con una mezcla de júbilo y de temor por las naciones y reinos. Hallábanse todos los reinos aterrorizados   —183→   por un «peligro mundial», el de la invasión progresiva y tenaz de los caribes, y los guardianes de las altas culturas veían con dolor cómo era muy posible que, de no intervenir la divinidad, una fuerza trascendente, las guerras internas, la insensatez de los hombres, la invasión enemiga, el «peligro mundial» en una palabra, iban a dar al traste de un momento a otro con siglos y siglos de esfuerzos y de superación.

Era cierto que aún quedaban en el Hemisferio zonas salvajes, vergüenza de todos; era cierto que, pese a las tenaces recomendaciones, aún subsistían aquí y allá restos de antropofagía; era cierto que el nivel de vida de los grandes núcleos humanos resultaba inferior al de las élites, y esto irritaba a sacerdotes y economistas, porque servía de cebo a los perturbadores y a los enemigos extranjeros para provocar conflictos y hasta guerras. Pero frente a eso, la civilización, en general, avanzaba. Los sacrificios humanos por motivos religiosos disminuían, tal como ocurría en Europa. (¿En qué año fue quemada Juana de Arco?). La esclavitud solo quedaba ya para los enemigos capturados tras la victoria: exactamente como en Europa. Las torturas, el desmembramiento del cuerpo en máquinas terribles, sólo eran aplicados ya en casos de grandes jefes tomados al enemigo. (¿En qué año se llevó a cabo el «Juicio de Nurenberg»?). El tormento al prisionero para hacerle confesar, ¿no era una práctica normal en los medios más civilizados de la Tierra? Y en cuanto a la moral, los reinos hallábanse dando una fuerte batida a las malas costumbres. Dependía del grado de civilización la dosis de energía aplicada en la restricción de los pecadores mayores. Es muy posible que el mismo día y a la misma hora estuviesen quemando vivo por sus malas costumbres sexuales a un señor en alguna plaza española, italiana o francesa, y a otro de idénticas inclinaciones en alguna plaza peruana o mexicana. Hacia finales del siglo XV Europa se encontraba agitada por grandes aires de renovación y de innovación. Lo propio ocurría en América. Y cuando decimos Europa, nos referimos a los grandes centros de cultura, a los medios representativos de la civilización. Esa misma óptica hay que tener para aquella América: en los medios superiores, que aparecían diseminados por el hemisferio, los sacerdotes y los guerreros hallábanse en gran actividad. Cada día eran más los que creían en un único Dios Creador, y en un Paraíso y en un Infierno para después de la muerte. Y cada día eran más los que creían en la Resurrección, y más los que practicaban el estar alerta, con las armas en la mano, frente al enemigo...   —184→   Quedaban núcleos de supersticiosos, de salvajes, de gente inculta y cerril, pero ¿cuántos siglos iba a necesitar todavía Europa para liberarse de la hechicería, de los hombres transformados en animales, del miedo a los fantasmas y a los filtros amorosos o de muerte?

No estoy exponiendo un paralelismo total, una identidad, entre la Europa de 1492 y la América de ese año. Señalo simplemente la existencia de una América en trance histórico mucho más delicado y significativo de lo que acostumbramos a reconocer. Había allí una crisis, una decadencia, un fin de época. América, en suma, hallábase madura para la nueva vida del cristianismo, pues la crisis de sus religiones era profunda. Como hallábase Europa madura para el Descubrimiento, pues resultábale asfixiante ya la capacidad territorial en que se movía, y asfixiante el cerco de sus enemigos. Europa estaba acorralada, geográfica, económica y militarmente. Había hecho crisis la religiosidad medieval, y en los grandes centros de cultura se volvían los ojos hacia otras épocas. El Descubrimiento de América fue el encuentro de dos grandes crisis: una de crecimiento, la europea, y otra de decadencia, la americana. Las dos ramas se necesitaban recíprocamente. Y los dos mundos, gracias a ese encuentro, superaron sus crisis, y hallaron nueva materia prima para seguir tejiendo el tapiz de la historia.




III

Aquellos remotos parientes nuestros -y nos referimos, naturalmente, a los grupos representativos, a los portadores de alta cultura, y, por tanto, «radares» capaces de adivinar un cambio profundo-, hallábanse viviendo bajo el desasosiego de una universal inseguridad. Todo lo que se sabía de algún país vecino era noticia perturbadora. Los viejos no acertaban a comprender que era lo que le ocurría a la juventud, para que se hubiese vuelto, en unos pocos años, tan contraria a las tradiciones, tan rebelde sin motivo justificado (justificado a los ojos de los viejos), tan inquieta y desagradable.

En tanto que los viejos vivían sus últimos días aferrados al ayer, y proclamaban a cada paso que todo tiempo pasado fue mejor, los jóvenes, la generación venida al mundo al final de la última gran guerra con el país vecino, sólo confiaban en los tiempos futuros. Los nacidos hacia 1472, lo mismo si vieron el Sol en tierras aztecas o en tierras araucanas, habían perdido casi por completo   —185→   la devoción al planeta Venus, y cada vez era más difícil llevarles a cumplir con los dioses. La Luna y Sol se quedaban sin prestigio mágico a paso de carga. Era evidente que la juventud del Tahuantisuyo, como la de los territorios nahuatl o tolteca, sentía, por una parte, como un complejo de culpabilidad por pertenecer a una civilización que había llegado a tales extremos de incapacidad organizativa, de autoritarismo y de retraso social, y, por otra, se sentía llamada a realizar ella los grandes avances y transformaciones que sus padres y abuelos no habían sabido ni intentar siquiera.

La falta de comunicación entre las generaciones era el máximo dolor de los sacerdotes. La incredulidad se había apoderado de los niños, y una precocidad realmente extraña, venida indudablemente del cielo, transformaba aun a los más pequeños en seres que sólo reaccionaban alegremente ante lo más nuevo. Los reinos eran recorridos por augures que no se cansaban de inventar fábulas sobre supuestas novedades que estaban al producirse. De esas novedades, la mayor era -¡cosa absurda y que mucho hacía reír a los viejos!- la inminente llegada de unos hombres provenientes de otro mundo, probablemente desprendidos del planeta Venus, viajeros en unas extrañas máquinas. A esos hombres -¿o serían monstruos?- y a sus máquinas representaban de continuo, en sus fantasías tan incomprensibles, los pintores de la última hornada.




IV

¡Los pintores y los poetas! ¡Cuánta locura y dificultad para entenderlos! La poesía particularmente, que fuera por tanto tiempo el himnario, el libro de amores, la canción de cuna, se había vuelto una cosa extraña, sibilina, indescifrable. «Es lo moderno», decían los jóvenes como única explicación. «Lo sentimos así, y así escribimos», añadían cuando se dignaban explicar un poco más. Y ante los ojos cansados de los ancianos, aun de los más cultos ancianos de cada reino, desfilaba una pintura recién creada, que no decía nada a su sensibilidad.

En el hecho, para mi indudable, de la intensa crisis espiritual vivida por los naturales del Nuevo Mundo en las vísperas del Descubrimiento, radica la explicación de la dificultad afrontada hoy por quienes intentan descifrar los códices y pinturas precolombinas. No se trata tan sólo de que no entendamos el idioma o el lenguaje simbólico, pues está perfectamente estudiado el lenguaje   —186→   de cada región. Se trata de que el arte había llegado a una abstracción y concentración tales, que presenta para nosotros la misma dificultad que tendrán en su día los hombres de Marte o de Venus para comprender la música de un Anton Webern, o la pintura informalista. La abstracción no quiere decir forzosamente una etapa superior, sino sencillamente una necesidad espiritual de buscar, con intensidad, con concentración exagerada, la explicación para un misterio.

Si los poetas y pintores de mediados del siglo XV en el Nuevo Mundo eran tan oscuros, débese a que tenían ante ellos, como horizonte, una gran oscuridad histórica, una incertidumbre que los llevaba a ensayar las más recónditas respuestas para sus interrogaciones. El arte de los viejos maestros, señaladamente en la escultura, ya no les decía nada. Había entrado en crisis su relación con las aves y con las nubes, con el dios del fuego y con el maligno que pactaba todavía con sus abuelos. Ellos se habían quedado sin dioses y sin elementos naturales vigorosamente recibidos; habían perdido la luz. Su sensibilidad estaba tendida, como un arco tenso, hacia el futuro inmediato; ellos, los jóvenes, presentían la llegada de algo excepcional. Todo iba a cambiar en derredor suyo, lo adivinaban, lo sabían ya, y el cambio lo anticipaban en la revolución estética, en la selección de nuevas formas para expresar un alma nueva. Los poetas favoritos, los de la nueva ola, decían al alma atormentada de la generación más joven cosas como éstas:



¿Acaso es verdad que se vive en la tierra, ¡ay!?,
¿acaso para siempre en la tierra?

Hasta las piedras preciosas se resquebrajan,
hasta el oro se destroza, hasta las plumas finas se desgarran.

¿Acaso para siempre en la tierra?
¡Sólo un breve instante aquí!



Este poema del rey Netzahualcoyot, el amado por Darío y por la Mistral, el traducido con amor por Fernando de Alva Ixtlilxochitl, ¿no nos recuerda a T. S. Eliot? En los poemas largos del rey poeta trasúntase el mismo sentimiento de desolación que hallamos en La Tierra Baldía. Es impresionante el «sabor» de modernidad, de actualidad, que tiene la poesía precolombina:

  —187→  

-Ya cayeron en lluvia las flores, comience el baile,
oh, amigos, aquí, en el Lugar de los Atabales.
¿En espera de quién estamos, a quién echa de menos nuestro corazón?
-Oíd, ya baja del interior del cielo, ya viene a cantar,
ya le responden los niños que vinieron a tañer la flauta:
-Yo soy Cuauhtencoz y sufro desamparo:
sólo con tristezas he aderezado mi florido atabal.
¿Son aún, acaso, fieles los hombres? ¿Son fieles nuestros cantos?
¿Qué es lo que perdura incólume?
¿Qué hay que llegue a feliz éxito?
Aquí vivimos, aquí estamos y aquí sufrimos, oh amigos.
Por eso he venido a cantar:
¿Qué decís, oh amigos, de qué tratáis aquí?
-Al concurso enflorado llega el forjador de cascabeles:
yo vengo a cantar entre llantos a la casa hecha de flores:
si no hay flores, si no hay cantares,
aquí en mi casa todo es hastío...



En este y en otros muchos poemas de la época se siente palpitar la crisis religiosa. Ellos, como tantos contemporáneos nuestros, habían perdido la ligazón, la unión espiritual. Todo se les volvía interrogaciones y dudas, búsqueda, dificultad, misterio. El arte oscuro es una explicación clara de la oscuridad exterior.




V

La religión había hecho crisis, incluso dentro del clero. Los sacerdotes jóvenes estaban ansiosos por modificar las viejas, las gastadas prácticas, que habían conducido a la rutina y al anquilosamiento de los dioses. Era cierto que después de las últimas guerras se había producido una revolución profunda, y habían sido abandonados los procedimientos tiránicos por parte de los gobernantes. También era cierto que se abrían paso las nuevas tendencias filosóficas y morales, apartándose ya los centros de alta civilización de aquellas horrendas prácticas que tanto avergonzaban a los jóvenes intelectuales: la antropología estaba prácticamente superada, el sacrificio de mancebos y doncellas comenzaba a caer en desuso, y, por fin, se admitía la ofrenda de animales a los dioses.

  —188→  

Rompiendo con la tradición de los conventos o templos cerrados, los sacerdotes de la última promoción lanzábanse a la calle, recorrían ciudades y reinos, predicaban ansiosos. Querían poner contención a la decadencia de las costumbres, a la inmoralidad, al pesimismo que conducía a los jóvenes a mostrarse como arrogantes e impertinentes desafiadores de la sociedad. Los sacerdotes sabían que la cínica conducta de los jóvenes era una manera de manifestar el oculto temor por la inseguridad del mañana, así como una protesta general ante la resistencia de los mayores a modificar la sociedad en que se vivía; pero ellos no podían alentar tantas demostraciones de incultura, de grosería, de arrogancia. Ni atenuaba el defecto el que se supiera que en todos los reinos de los jóvenes venían conduciéndose de igual manera: hasta entre los disciplinados iroqueses -¡y ya esto era el colmo!- se daban casos de grupos de adolescentes que luego de bailar frenéticamente las modernas danzas, se daban a la tarea bárbara de destruir las cosas bellas. De norte a sur, por todos los reinos, multiplicábanse los signos (cada cual dentro del matiz correspondiente a su grado de cultura y a su experiencia de la vida) de que los viejos moldes no eran ya admitidos como vaso o continente de la existencia. Sentíase crujir y deshelarse el armazón de las estructuras. Alzábanse los hijos contra los padres, ardían las guerras civiles, conocíanse inquietudes que jamás ocuparon la mente de los hombres. Los sabios escudriñaban los viejos textos, buscaban en los libros sagrados la explicación de cuanto ocurría, y ya en las páginas del Popol Vuj, ya en el libro de Chilam, y en las Leyendas de las Generaciones, descifraban los mensajes dejados allí por los profetas de antaño. Ahora se comprendía el valor de la reforma religiosa y política ensayada por el civilizador Quetzalcoatl, «Serpiente emplumada», hacía unos trescientos años. Pensemos en Campanella y en Moro. Ahora los eruditos sacaban a flor de tierra los viejos documentos, los códices olvidados, los testamentos. Una gran sed de saber, de explicarse la historia, de desentrañar el misterio de la existencia, recorría los reinos. Para los filósofos de la vieja escuela, se trataba de una decadencia general de las culturas, y preconizaban, con la muerte de los dioses, la pérdida del poderío de las naciones. Para los jóvenes pensadores, audaces, revolucionarios, confiados en el futuro, aquella fiebre, aquella inquietud, aquel resquebrajarse de estructuras no significaba sino que los reinos se aprestaban a vivir una nueva existencia. A medida que se aproximaba el fin del siglo, crecían las esperanzas, porque siempre los humanos   —189→   creen que al morir un siglo nace una nueva vida. Aquel año de 1492 había estado particularmente cargado de malas noticias, de inquietudes, de inseguridad. Hasta los más revoltosos veían con alegría la llegada del mes de octubre, que en las calendas de las regiones centrales llevaba el nombre de Teotleco, es decir, de la Llegada de los dioses. Porque desde los tiempos de la gran reforma, el día 4 de octubre daba comienzo en los reinos un mes lleno de fiestas especiales; eran los festejos para hacerse gratos a los dioses nuevos...




VI

En un lugar de América, el día 11 de octubre de 1492, jueves ya anochecido, un hombre mira largamente el cielo. Es un artista, un meditador, un amigo de concentrar sus pensamientos. Una vez más, piensa en el enigma del tiempo. En esta noche que sin él proponérselo le parece noche distinta a todas, y mientras el cielo se le figura lleno de signos, piensa en los graves tiempos que viven los humanos. Guerras, sufrimientos, miedo al porvenir, todo lo triste y todo lo estéril parece precipitarse en derredor. Hay revoluciones y amenazas, conmociones de los antiguos reinos, hundimientos de príncipes y de potestades. El Viejo Mundo, el mundo conocido y amado hasta hace poco; el que venía, sólido y orgulloso, desde la noche de los siglos, se estremece, pierde majestad y parece hundirse sin remedio y disgregarse, como se hunde el sol en el océano.

Pero en esta rara noche, el hombre que piensa embebido en las constelaciones no puede, aunque la amarga reflexión debería conducirle a la desesperación como en tantas ocasiones, no puede anegarse en la tristeza. Él no sabe de dónde ni por qué, en esta noche le canta en lo íntimo una serena alegría. Él no puede decir racionalmente en qué asienta su certidumbre de una nueva vida inmediata, de un horizonte maravilloso, de un cambio radical en la existencia de los reinos. Un impulso misterioso le lleva a decir definitivamente adiós, sin penas, a un pasado que no ama. Él es de los que han pedido una y otra vez al cielo un poco de compasión, una respuesta. No quiere vivir entre guerras, ni odiar, ni quiere a unos dioses que piden la sangre de los humanos. Siente que en algún sitio tiene que haber nacido un Dios tan grande y tan poderoso de veras, que sea capaz de dar Él su sangre para aplacar la cólera de los hombres, y suavizarles el corazón, y hacerles totalmente humanos. Mira hacia los cielos en esta   —190→   radiante noche de octubre, y se siente invadido por una viva y embriagadora esperanza. ¿De dónde viene esta ilusión? ¿Por qué los cielos dicen tanto? «¡Si fuera mañana!», piensa el hombre. «¡Si mañana llegara la respuesta del cielo!», sueña una y otra vez. Y arrullado por esta dulce esperanza se echa a dormir al raso, cara a las estrellas.

A lo lejos seguían resonando, como en todos los reinos, las músicas y danzas que los suyos hacían en honor de los dioses que llegan.

1962.





  —191→  

ArribaAbajo Evocación de Bolívar

(En el segundo centenario de su nacimiento)


¡Van y vienen los muertos por el aire, y no reposan hasta que su obra no está satisfecha!


MARTÍ, Discurso sobre Bolívar                



La soledad, el reino de los mejores

Ha crecido y crece en gentes y en riqueza la América de Bolívar. De doscientos millones dicen que pasamos los hijos de aquel mundo puesto en pie por él. Crece la América de sus afanes, la que recibió del cielo, teniéndole, al sólo capaz de realizar lo irrealizable.

En él, en el segundo creador del Nuevo Mundo pensamos ahora, a la luz del aniversario de su nacimiento, cuando se reúnen los plenipotenciarios de la América toda, no en el istmo del Nuevo Corinto, como él quería, sino en la América septentrional, en la no latina en la que conserva, pese a la agitación de los tiempos, el orden, el poder, la paz que las repúblicas latinas del Nuevo Mundo no han sabido conquistar todavía.

Esta es la soledad de Bolívar. Este es su fracaso. ¿Por qué, para decidir cuestiones tan pegadas al destino hispanoamericano como el cuerpo a la sombra, han de ir las naciones a agruparse bajo el alero del extraño? Porque ni aun Bolívar pudo conseguir que obedeciesen al llamado de su voz desinteresada los anárquicos, los yoístas, los caprichosos herederos del demoledor individualismo hispano. Porque ni aun con los años transcurridos desde los días trágicos de él, despierta una conciencia de fraternidad sincera, una conciencia que sin   —192→   procurar ni necesitar odios ni aislamientos hacia ninguna otra nación libre de América, sea capaz de producir la fusión de aquellas naciones afines, de aquellas patrias que nacieron al calor de la misma hoguera.

Esta es la soledad póstuma de Bolívar; ésta fue su gran tristeza anticipada cuando vivía. Ya en los años últimos de su corta existencia, hizo de la soledad su amada predilecta. Buscó y obtuvo en ella refugio para curarse de las grandes heridas del alma. Bastaría verle moviéndose en el reino de la soledad para comprender que pertenece a la parva raza de hombres que vienen a la tierra y dejan surco en ella, pero no cortan nunca su ligazón con el cielo. Bolívar estuvo casi siempre solo. Aún en medio de las muchedumbres y de los combates, cuantos más y más son en número quienes le rodean, mayor es la soledad en que se envuelve, mayor es el sentimiento de extrañeza, de diferencia total y radical con quienes están a su lado, pero no aciertan a darle compañía. Su idioma era otro, aunque los vocablos de su lenguaje hablaban la recia lengua española. Era otro el idioma de su espíritu, eran otras las visiones de sus esperanzas. Como a los máximos de veras, el mundo sólo le devolvía en moneda de soledad cuanto de pasión y hambre de entendimiento derramaba él en torno suyo.

Ahí sigue en su soledad. América ha dado la cara a la existencia del héroe, pero solo en la contemplación de las estatuas y en la gárrula compañía exterior. No ha faltado a Bolívar ni la idolatría ni la intolerancia que en el amor ponen las gentes cerriles. Muchos se dejarían matar o matarían por una leve ofensa a la memoria del héroe, pero muy pocos parecen estar dispuestos a morir porque el héroe reviva en sus obras. Lo deifican, pero piénsase que es acaso para situarle tan lejos y tan alto, tan entre rayos y nubes, que no se le pueda sentir viviente todos los días entre todos los hombres. En la tierra tuvo la soledad que le depara el cielo a sus elegidos, y ahora en el cielo son los de la tierra quienes le perpetúan la soledad. Para este año, la llamada del nacimiento viene acompañada de una especial oportunidad de poner en práctica, sin idolatrías ni divinizaciones, los ensueños de Bolívar. ¿Acabarán por comprender los hombres que llevan en sus manos la responsabilidad de bolivarizar a América que es a la luz de Bolívar donde ha de reunirse y actuar la asamblea americana? ¿Que es en Bolívar donde ha de hacerse el Pacto de la Libertad que él sigue esperando, allá en sus perdidas praderas del cielo?

  —193→  

En Bolívar está todo. Da hasta valor para sentarse a escribir sobre Bolívar. Para sentarse a decir, a quien quiera oírlo otra vez, porque nunca se habrá dicho bastante, que todavía no terminamos en América de verle toda la grandeza práctica, real, encarnada y útil, a Bolívar. En la aproximación que por el sendero de la mente nos llega con el aniversario del nacimiento, podemos, todos los hijos de América, por humildes que seamos, pensarle con lentitud, con larga contemplación, con la íntima familiaridad reservada para la meditación en los misterios del mundo y en los secretos del cielo. ¡Audacia y locura es intentar, sobre la montaña de testimonios insignes, de cantos augustos, de homenajes impares, escribir aún sobre Bolívar! Sé que es inútil. Sé que bastaría con retomarse el texto de Martí, el relámpago de Montalvo, la reflexión de Rodo, la erudición de Lecuna, la pasión de Fombona, la intensa batalla por la justicia de Unamuno ante «El Libertador», para que quedasen colmados los más ambiciosos empeños de homenaje. Pero esto de la relación de cada hijo de América con Bolívar es como la creación, personal testimonio, intransferible diálogo entre el creador y la criatura.

Una rosa silvestre es también una rosa. ¿Atreverse a escribir sobre Bolívar? ¡Hay que atreverse! Después de todo, no se requiere tanto arte para decir lo bella que es una montaña, lo majestuoso que es el mar, lo sonoro del silencio nocturno. Decir lo que se ve es fácil. Lo difícil es fantasear, inventar, poetizar para que pongamos, allí donde en realidad no hay nada, un pequeño mundo de ilusión y de mentira.




Bueno, ¿y la sangre cubana del «Libertador»?

(Tema en imprudencia)


Veo que se habla poco de la nodriza ad honorem de Bolívar. Hay una negrita que sale al escenario, hace su pequeña reverencia, y se va entre discretos aplausos. Es la Hipólita. ¿Pero y la otra señora? A Bolívar lo amamantó, en sus primeros tiempos, en los días lechales del hombre que diría Porfirio Barba, una cubana. María Mancebo dicen unos. Inés, dicen otros. Voy al vademecum criollo, quiero decir, al Calcagno, y en la página 425 leo: «MILLARES (Fernando).- Natural de Santiago de Cuba, siguió la carrera de las armas y era aún cadete,   —194→   cuando casó con doña María Mancebo de la misma ciudad. Con el gobernador de ésta pasó a Puerto Rico, y fue nombrado secretario del capitán general: de allí a Venezuela, donde tras varios servicios, ascendió a Mariscal de Campo, y fue nombrado, en 1871 (sic), gobernador de Venezuela, mando que no llegó a desempeñar o desempeñó in nomine, porque en la capitulación de Miranda se estipuló que don Domingo Monteverde continuara al frente del gobierno para cumplir las bases de la capitulación. Pasó entonces a la península, donde ascendió a general. Sus méritos y servicios están minuciosamente detallados en la historia de Colombia por M. Restrepo, tomo 2.º Venezuela».

Ya estamos metidos hasta el cuello en el disparate. Ese año 1871 -errata y no yerro será- lo echa a perder todo. Probablemente sea 1781, es decir, dos años antes del nacimiento de Simón, último hijo de una joven señora enfermiza, imposibilitada para criar a sus hijos. Una niña de quince años casada con un hombre de cuarenta y seis (Pereyra dice que doña Concepción tenía catorce años cuando la boda), debió poseer grandes cualidades para hacer de aquello un matrimonio feliz. Se casaron en 1773, y los hijos fueron naciendo en 1777, 1779, 1781, y, finalmente en 1783, pasaron a convertirse, con todo su linaje largamente rastreado en la historia, en «los padres de» Simón Joseph Antonio de la Santísima Trinidad. Una vez más había en tierra americana un Simón Bolívar. En 1555 hizo su aparición, por Santo Domingo, un Simón de Bolívar, que enraizó y proliferó en América. La familia se había ido encumbrando más y más. Esa gente tenía destino de cima. El niño nacido en 1783 llevaría cuatro apellidos muy cargados de nombradía, de genealogías, de sonoridades: Bolívar, Palacios-Sojo, Ponte y Blanco. Los historiadores -algunos, no todos, pues siempre hay gente con cabeza- dedican montones de páginas a aclarar el límpido linaje de hasta el último trastarabuelo de aquel niño. ¡Torpes que son! Se dan de cabezazos en las paredes al tocar con el apellido Ponte, pues por ahí dicen que el geniecillo democrático de América jugó una «mala pasada» a los adoradores de la sangre pura. Por esa mala pasada, ¡y hay quienes toman a gravísima ofensa el recuerdo!, este Simoncito aristócrata, este mantuanito gentil, era lo que técnicamente se denomina entre los etnicistas «requinterón de mulato». Como no quiero ser conducido a la hoguera, abro un texto de Pérez Barradas sobre los mestizos de América, y en la página 182 leo: «Simón Bolívar tuvo un 6,25 por 100 de sangre negra, es decir, era requinterón de mulato, pues   —195→   su bisabuela, María Josefa Marín de Narváez, era hija ilegítima de don Francisco Marín de Narváez y de una negra de servicio llamada Josefa». ¿No se comprende que esto, sea cierto o no, tiene que ser así? ¿Que no quita gloria ni grandeza al héroe, sino al revés? Bolívar o la perfección de lo americano, Bolívar o el arquetipo, ha de contener en sus venas todas las sangres de América, que es como decir todos los ríos desembocando en el océano. En lugar de entregarse a estúpida llantina por lo que aún muchos tienen por vergüenza, hay que felicitarse de que «El Libertador» de los negros y de los mulatos lleve su pinta de canela en la sangre. Y lo que queda por hacer es montar un gran laboratorio, una oficina entera de investigación, para ver si se da con el dato que falta, a juicio mío, y es el de alguna huella de sangre india en las venas de este niño. ¡A mí lo que me daría pena sería comprobar que no, que no hay rastro de indígena de América en el organismo del primer hombre de América! Bolívar tiene que ser: blanco, negro, indio, mestizo, zambo (como le decían en son de ofensa los oligarcas del Perú), sambayo, cambujo, jarocho, galfarro, cuatralbo, cholo, mulato, ¡toda la América, todos los colores, todas las gentes todos los pueblos! ¿Pero es que puede darse nada más bello que ver rodeando la cuna de este niño a un vasco, a un mulato, a un indio, a un negro, a un blanco criollo, abuelos todos, palmoteándole las gracias, riéndole las divinas tontadas de alevín de Alejandro en sus primeras representaciones ante el mundo? Bolívar es la América. Por esto, me parece un símbolo lo de que una mujer nacida en Cuba y en la región oriental de la isla, que es donde ésta se hace dos veces criolla, más india, más mulata, más unificada y guajira, diera de mamar al hijo de la pobre Concepción Palacios. Venezuela le dio a Cuba el regalo impagable de los Maceo. Cuba le había dado antes una nodriza para Bolívar. El santiaguero José Antonio de la Caridad Maceo, naciendo en la misma tierra que nutriera a la nodriza del caraqueño Simón José Antonio de la Trinidad Bolívar. Eso crea una reminiscencia, eso tiene semejanza y da vínculo. Ese intercambio de sangre, ese vaivén de padres y nodrizas, de cubanos avenezolanados y de venezolanos acubanados, sirve para elevar y sublimar la visión inmediata en estos tiempos. Sirve para entender un poco más y mejor qué es lo de la unidad de América, y que lo de un Bolívar, tan caraqueño, tan venezolano, sintiéndose hombre de América toda. Cuando necesitó de un pseudónimo, firmó «El Americano», porque no había otro para él. Y ante los tiquismiquis de los preocupados racistas, plantó en   —196→   forma rotunda, en su forma tajante y varonil: «América es mestiza, y lo mejor de América es el mestizo». En tanto figuren y sean en la América hispana esos que aún hoy preferirían hallarse descendiendo de un bastardo del monstruoso Fernando VII a ser claros parientes de un Maceo o de un Piar, de un Machado de Assis o de un Francisco Javier de Santa Cruz Espejo, Hispanoamérica no pasará de ser la mona de Europa. El hombre americano, el boliviano, el martiano, está más allá de la «pureza de sangre», porque su sangre es pura grandeza. Pertenece a una jerarquía de valores sociales, políticos, humanos, que crean una integración voluntaria, una creación hecha por hombres, un Adán inédito hasta entonces.




Un festín para el horóscopo

«El Libertador» es también una fiesta para quienes creen en el horóscopo. Bastaría y sobraría él como prueba de que hay algo en eso de las estrellas encima de la cuna del hombre. Explican los expertos que «El Libertador», nacido en el signo del León, apareció precisamente en un momento en que se formaba no se qué triángulo celestial con Marte. Y para acorde de perfecciones, había como una conjunción con la Luna y con Venus. O sea, que el Bolívar valiente como un León, enamorado siempre, con tendencia a la melancolía, hijo predilecto de Marte, llegó a esta tierra trayendo todos esos sellos impuestos sobre su frente por la propia mano del cielo.

Dícese que los hijos del León, y más en ese sector que alumbró el nacimiento de Bolívar, son, sobre belicosos, dados al gran teatro, a la escenificación brillante, al aparato y a la fantasía. En ese mismo signo y también en un día 24 de julio nació Alejandro Dumas padre, que no estuvo materialmente en un campo de batalla, a lo que yo sé -o a lo que no sé-, pero indudablemente tenía debilidad por Marte. La gente pendenciera, de espada en mano y de mucho guerrear, era la favorita del maravilloso mulato don Alejandro. Y para corroborar lo que afirman los de los horóscopos, ocurre que bajo el propio signo del Libertador nacieron: Napoleón Bonaparte, que en teatralizar y en guerrear dejó su marca como se sabe; Garibaldi, Luis XIV, hombre pesado, pero de mucha milicia, Bismarck, Danton. ¡Metralla, fusilería, teatro y gesticulación por todas partes! El cuadro de violentos, fuertes, peleadores, está bastante bien servido.   —197→   Pero como esto de los horóscopos es tan complicado, en cuanto los profanos comenzamos a interesarnos en el asunto al ver el desfile de certidumbres, ocurre que nos enteramos de que también, bajo el signo del León, nacieron personas como Shelley y como Liszt (éstos tienen algo en común, una cosa de tempestad y de cabellera al viento, cachorritos de león devorando mariposas), como Lorenzo el Magnífico, Petrarca, Benito Mussolini, Cavour (cuatro italianos, cuatro temperamentos de intensidad poco común), y de pronto ¡Herbert Hoover, el pintor Rubens, Henry Ford, el Nehru, Rockefeller el Viejo, Salazar, Bourguiba!, o sea, que la habitación se va llenando de un público formado por personas a las cuales uno no les descubre la proximidad, el remoto linaje espiritual que emparenta con el León y con Marte. ¿O será cuestión de comprender que hay algo de energía de león y de acometida guerrera en hombres como Rubens, y como Herbert Hoover, como Salazar y como Henry Ford? Tenaces y pertinaces sí son todos esos. Haya lo que haya en esto del horóscopo, lo indudable es que Bolívar llena de señales, de anticipaciones, de avisos, todo un cielo. Si no existiera eso de establecer una relación entre la posición de las estrellas y el destino, habría que inventarlo para explicarse lo que en «El Libertador» hay de ser astral, de persona comunicada verticalmente con las estrellas. (El planeta bautizado «Bolívar» por los astrónomos, a propuesta de Flammarión, está entre Marte y Júpiter, a 400 millones de kilómetros del Sol: un acierto).

Su vida, podemos verlo a la luz de esas descripciones astrológicas, pertenece enteramente al reino de allá arriba. (Alcemos los ojos un instante al cielo). Es un Sol condensado en figura humana. Desde que despunta de niño entre sus hermanos, de joven en la corte, de hombre quemándose en su terrible y celestial destino, lo que parece es una ceremonia, un ritual del Sol moviéndose a ras de tierra entre los hombres. Hay algo quemante en sus ojos, en su pelo, en su prisa al andar. El viejo Choquenagua, el de Pucará, vio en él la reencarnación incaica, el mito solar al alcance de la mano. Martí sintió en sus entrañas el fuego viviente de Bolívar: «Vivió como entre llamas, y lo era», define. Dicen que en un salón su persona era poderosa e imperiosa como en un campo de batalla. Por donde quiera que se le mire, quema. Y se le desnuda la gran condición solar que tiene, no tanto en los momentos decisivos, creadores de historia, paridores de frases, relampagueantes; lo que de verdadero sol encarnado, hecho hombre hay en él, irradia sobre todo en el estilo de su desaparecer, de su hundirse en la muerte.   —198→   Quienes presenciaron la pavorosa disolución de los dos últimos meses del cuerpo del Libertador sobre la tierra, sintieron, no que se iba muriendo, sino que se iba apagando. No era un hombre moribundo, era un astro en el poniente. Creo que por eso se fue junto a la mar para morir, como el sol se va allí a cada atardecer, buscando la inmensa mortaja de las aguas, el horizonte del mar, que es su tumba. La muerte de Bolívar es enteramente una puesta de sol. ¡Pobre del león herido, exangüe ya, que se encamina despaciosamente, pero majestuosamente todavía, hacia el postrer refugio, y va agitando la poderosa cabeza, y los cabellos al moverse son los rayos del sol, guerreando contra las tinieblas, oponiendo a la muerte la llamarada última, la más ardiente y hermosa! No quiero pensar en lo que de ascuas, en lo que de carbunclos al rojo vivo tenían los ojos del Libertador en aquellos días de la fiebre definitiva, de la exaltación suprema. La materia celeste, el gran mineral caído en masas desde el cielo, cuajado en fuego, en alma, se disolvía al fin. «Soy como el sol en medio de mis tenientes: si brillan es por la luz que yo les presto», decía, sin vanidad, con el natural reconocimiento de quien se mira en un espejo y cuenta lo que ve. Para recoger entre los dedos las cenizas del sol apagado, llegan las constelaciones de aquella hora de diciembre. ¡Qué lejos está el León, cuán remoto se ha ido Marte, y cómo Venus opaca sus fulgores! Las constelaciones sombrías, parteras del morir, acuden. Los seres que mueren por estos días son los que ardieron mucho, los cirios que se quemaron por ambos extremos. Diciembre es el ocaso del tiempo, y es el sendero de los humanos ocasos magnos, de los que significan de cuerpo entero el hundimiento de un sol. Mozart murió también bajo la sombría vigilancia de estas constelaciones. Mozart era un sol pintado por Rafael (pintor de cámara de los ángeles), en tanto que Bolívar era un sol pintado por Dios en persona. Bolívar es la aurora eterna de América.




Grande en el infortunio, grande de veras

El Bolívar de la apoteosis, el dueño de la gloria, el de la espada recubierta de diamantes, el vencedor, es tan sólo la mitad, y acaso menos, del Bolívar entero y perfecto. Ese hombre que crecía todos los días, que se empinaba sobre sí mismo y sobre los demás, como buscando una tierra más alta, unas cumbres más puras, un mundo más suyo, da la medida de su grandeza cuando lo vemos   —199→   navegar en la adversidad. ¿No se ha observado lo mal que resisten ciertos grandes hombres las horas negras, los idus del infortunio? César se cubre la monda cabeza cuando ve los puñales avanzar sobre él. Napoleón en Santa Elena es todo menos un héroe; es un burgués de la desdicha, un príncipe sin nobleza aspirando a un trono que ya no sabe conquistar. Bolívar no. Bolívar tiene una capacidad tal de renunciamiento previo, un estilo tan único de apurar hasta el fondo la amargura de la vida, que es él quien nos da el modelo del auténtico vencedor: el que domina a la gloria y el que vence a la adversidad.

Conocía, adivinaba, presentía desde sus primeros tiempos, la extraña naturaleza de los traidores, de los ingratos, de los incapaces de medir al héroe con una norma que no sea la de su pequeña condición de no héroes. Trataba a todos como a grandes hombres, aun sabiéndolos pequeñísimos en muchos casos, y justos a aquéllos en quienes primero viera las señales de Caín, era a quienes daba más pronto su corazón, su gesto de Abel. Estremece la clarividencia de este hombre en todo lo que concernía al corazón de los humanos. Como el legendario rey de los persas llorando en el cenit del poderío, y como Jesús en el Día de los Ramos, sabía Bolívar que detrás de los entusiasmos y de los vítores, detrás de las consagraciones y de las adulaciones, no hay espacio más que para el llanto. Lloró Jesús cuando le aclamaron las muchedumbres, y conservó su rostro exento de lágrimas cuando le suplicaban. Así Bolívar: abnegado, soberano de sí mismo y de los demás, remontado siempre sobre las miserias y las podredumbres, aceptó el dolor inmerecido, y sólo se mantuvo entre los suyos (¡entre los suyos que tan poco le amaban y tan mal le conocían!), mientras consideró que su presencia era indispensable o por lo menos útil. En el mismo año de la culminación, cuando caían a sus pies las espadas que custodiaron un imperio, cuando cualquier otro superhombre hubiese creído que comenzaba su vida de glorioso enseñoreamiento, su disfrute de poder y de mando, él, en silencio, preparaba su retirada. Hay un desdén semejante al de Sócrates. Hay una digna arrogancia, nada petulante ni vacua, sino resignada y clarividente, como la de Jesús cuando enmudece ante sus jueces, en el Bolívar que renuncia a todo, que no pelea por conservar para sí ni un trozo de tierra ni un puñado de monedas, cuando viene de haber peleado tres lustros para dar tierra y poder a los demás.

Ciego hay que ser para tenerle por ambicioso. Sólo en tanto consideró que su presencia garantizaba en éste o en aquel sitio una libertad, una paz, una   —200→   sombra de armonía y de orden, retuvo éste o aquel poder. Si hombrecillos que eran humo comparados con él supieron, movidos por la ambición, tiranizar años y años a un pueblo, ¿cuánto tiempo hubiera gobernado Bolívar de haber sentido en su pecho la más pequeña vocación de tiranía? Véase que le bastaba la ilusión de que ya estaba asegurada una meta para resignar un mando, delegar una gobernación, renunciar a una preeminencia. Sólo ambicionaba libertad, crear naciones, llenarlas de conciencia, hacer hombres nuevos donde había esclavos y seguir luego de largo a refugiarse entre las sombras y el olvido. En el instante en que los enemigos gratuitos, los suspicaces, los pigmeos, lo señalan como intrigante que maquina ceñirse coronas, ejercer dictaduras, avasallar él a quienes avasallaban antes los vencidos reyes; su verdadero propósito, su recóndito anhelo, es ver terminada la tarea para irse a Europa, a un rincón cualquiera del viejo mundo, a morir entre ruinas y silencio. Ve a la traición alzarse día tras día, hombre tras hombre. Ve a los sedicentes soldados de la libertad ensayarse como tiranos. Ve a los héroes en la guerra envilecerse en el saqueo de los tesoros públicos, en el abuso de las prerrogativas, en la degradación del poder. Sus manos permanecen limpias de oro, como está su alma limpia de sed de prepotencia. Da todo lo que tiene, y por fin se da a sí mismo, se deja vencer fácilmente -¡él, a quien nadie pudo vencer en los días de la contienda grande!-, y acaba por apagarse entre las sombras, en la miseria, acogido a la caridad de un amigo. No en el año 13, cuando desde enero hasta diciembre no hace sino pelear sin tregua y cosechar victorias; no en el año 13, cuando por agosto entró triunfador en Caracas, ni en el año 19, cuando en Angostura pone en manos del pueblo el poder, y ofrece la mayor lección de estadista, de libertador de esclavos, de hombre sin ambiciones; no en esos años, ni en el 21, cuando jura en Cúcuta, ni en el 23, cuando entra vencedor en Quito, y luego el Perú le otorga los máximos honores, ni en el mismo año 24, el año de Junin y finalmente el año de Ayacucho; no en esos años, sino en los del desastre interno, en los de la anarquía entre los libres, es donde hay que buscar el Bolívar supremo. Saber vencer tantas veces a ejércitos superiores, a ejércitos valerosos, es mucha gloria. Pero saber vencerse a sí mismo, rechazar las coronas y las dictaduras, perdonar a sus amigos de ayer, enemigos de hoy, dar, a un paso del sepulcro, su nobilísima proclama a los colombianos, eso es lo realmente grandioso, lo incomparable, lo que merece llevar el nombre de Bolívar. Creo que es a partir de 1825 cuando nace un Bolívar   —201→   desconocido, un hombre sorprendente. Brota ahí y deslumbra su genio de estadista, pero más deslumbra su genio de sufridor, de paciente víctima, de cordero que se ofrece en sacrificio, para que la obra no perezca, para que América no se desgarre en contiendas civiles, para que el mundo libre no se forje con sus propias manos, peores cadenas que las que Bolívar le arrancara.




¿Qué esperaba de América este hombre?

«América para los americanos» es frase de Bolívar, y frase anterior al pronunciamiento de Monroe. Cuando él decía «América», el vocablo se llenaba de una luz, de una significación, de una resonancia, que sólo en labios de José Martí volverían a reaparecer. No quiere fundir territorios en naciones compactas con el ánimo de quien busca tierras y más tierras para ensanchar un imperio, sino que teme como a la muerte al localismo, a lo fragmentario, a la atomización de América. Su patria es el mundo de los libres. Cada zona de América la mira como si fuese su propia cuna caraqueña. Hay muy hacia abajo, hacia el sur más sur, quienes le miran como a un extraño, y él no lo comprende. Esa gran condición universal-americana, de patria única para todo el nacido en el nuevo mundo; esa gran condición que se da en Bello, en Heredia, en Hostos, en Martí, en Darío, los que saben ser chilenos, mejicanos, uruguayos, no importa donde físicamente hayan nacido, tienen en Bolívar el arquetipo. «Yo no soy de Caracas sola», afirma. Cuando otros piden la mediación europea para dirimir los conflictos entre americanos, él pide la unión de los americanos para ser árbitros de sí mismos. No concibe que la fuerza de una corona lejana haya podido mantener unidos por siglos los territorios, y en cambio la libertad no sea mayor y más eficaz que aquella fuerza. Su angustia grande es la de ver cómo se rompe el collar y las perlas son esparcidas, como dislocadas. Bolívar bracea en el vacío para que no se dispersen los pueblos. No quiere saberlos arrastrados por el egoísmo, ni confundiendo el ejercicio de lo viril con la selvática embriaguez de las guerras civiles, ni asfixiados en politiquillas de aldea. No admite rivalidades ni enconos ridículos entre quienes acaban de saborear, juntos, el manjar de la grandeza. Para muchos no quiere decir nada, no hay símbolo ni lección, en lo de ver a un hombre nacido allá, en la parte de arriba del gran triángulo suramericano, entrando como por casa propia en los territorios más distantes. Lo   —202→   que después dijera Vicuña Mackenna de que el caballo de Bolívar había bebido las aguas del Orinoco, del Amazonas y del Plata, «las tres grandes fronteras que dio el creador a l nuevo mundo», Bolívar desde siempre lo vivía y lo interpretaba como un hecho natural, como una inevitable actividad de quien no podía ver en América más fronteras que las trazadas por los conceptos de tiranía y de libertad.

No ya el sur, todo el sur, sino hasta el propio norte sajón, mirábalo Bolívar con reverencia, siempre y cuando se colocase ese norte, a la luz de la común doctrina americana sobre el hombre y sobre las naciones. «América es de los nacidos en este hemisferio», dice, y traza así una política de los Américas, no de ésta o de aquélla, ni de ésta contra aquélla. Su visión hemisférica es hermana de la política de las dos esferas cristalizada en el farewell address de Washington. (Adoraba Bolívar en este seco caballero a un libertador y a un hombre sin ambiciones). Como estadista profundo, recelaba mucho el Libertador de los políticos preimperialistas de esa América sajona, que no comprendían cuál era el papel reservado por el destino al hemisferio unido para salvar al mundo; pero en cuanto tropezaba con un norteamericano que fuese capaz de insertarse en el escenario ideológico connatural de América, Bolívar hacía de él un hermano, un conmilitón de sus empresas. Llevaba con orgullo sobre el pecho un relicario con cabellos de Jorge Washington. El contemplaba con admiración y noble envidia aquella actitud de las pequeñas colonias inglesas en el norte, que supieron fundirse en una nación, y avanzar unidas hacia la grandeza. Quería que la América hispana, desde México hasta Buenos Aires, buscase los medios de unirse lo más estrechamente que le permitiese la conservación de la personalidad natural propia de cada territorio y de cada pueblo. Una unión basada en la libertad, en la libérrima voluntad de mantenerse unidos, era considerada por Bolívar como la más indestructible base para estructurar un orbe político que decidiese el equilibrio de todo el nuevo mundo, asegurarse la paz y la felicidad de sus miembros e incluso alcanzase a pesar, para el bien, en las orientaciones de la humanidad. Aquel soldado que gritaba ebrio de entusiasmo: «¡Este pabellón flameará en todo el universo si el Libertador lo manda!», adivinaba la universalidad del pensamiento real de   —203→   Bolívar. Al mundo le hacía falta, le hace falta todavía, que predominen en él los libertadores y no los dominadores. Y especialmente le hacía falta, en los tiempos de Bolívar, a la pobre tierra de América, por hallarse anarquizada, dividida, sectarizadas las sociedades en clases furiosamente antagónicas. Por eso concentraba allí, en ese territorio vastísimo del sur, su esperanzado bregar, su tenaz lucha contra los males y defectos del pasado, que sobrevivían en las repúblicas. Veía él con espanto que la gente recibía con júbilo las dictaduras, que pedía tiranos, que no sabía entendérselas con la libertad. Cuando tiene que aceptar por fuerza un título de dictador, se pone en pie y dice las asombrosas palabras que fueron y son la expresión suprema de la anti-tiranía: «¡Compadezcámonos mutuamente del pueblo que obedece y del hombre que manda solo!» Y del dictador dice «...a mi pesar he tenido que degradarme algunas veces a este execrable oficio».

En la unión de las naciones veía también un medio de asegurar la libertad de todos, no sólo por mantenerse militarmente prestos a repeler agresiones extranjeras, sino porque la convivencia en una Asamblea Perpetua de Pueblos, crearía el pudor de la tiranía, la noble rivalidad entre todos por presentarse siempre limpios de dictaduras y de esclavitud. Era todo un sistema político y moral lo que daba nacimiento a la unión, y lo que de ella se derivaría perpetuamente. La paz, el progreso, la ayuda mutua, la exaltación de las instituciones democráticas, sólo podían arraigar y hacerse conciencia diaria de los pueblos, uniéndose las naciones específicamente para esos fines, y vigilando todos la conducta de todos. Ese era el sueño de Bolívar. Por ese sueño, irrealizado aún, pero ya en camino, puede adivinársele desvelado entre las sombras, inquieto todavía en lo mudo del sepulcro. Bolívar no está en paz, no vive en paz su muerte. América no le dejó vivir con felicidad sus días sobre la tierra, ni le ha dado aún a sus huesos el reposo y la fiesta que él ansiaba: ver a la libre América unida por fuera y por dentro, dueña de sus destinos, celosa de materializar las ilusiones del héroe.




¿Qué hacer ante una crisis?

No penetremos en los recovecos de los regionalismos, ni en el de los personalismos. Pero conviene recordar que hubo un instante, un relámpago de   —204→   segundos, en que pareció que iba a producirse en la América recién libertada la gran fusión de todos, el abrazo tan ancho que fundiría a los nacidos en Venezuela con los nacidos en la Argentina. Es lo que podemos llamar «el instante Alvear». Es cuando vienen los de allá abajo y se acercan a Bolívar y le cuentan del peligro que a todos amenaza, y le piden la ayuda de su espada y la luz de su genio. No había allí resentimientos, ni suspicacias, había el sentido de la igualdad, de la unión, de la ayuda colectiva como una ley inexorable.

A propósito del norte y del sur, de rivalidades y de regionalismos, quiero recordar que, a pesar de Guayaquil -esa entrevista celebrada en día malo para América, un 26 de julio-, y a pesar de rozamientos y conflictos de carácter, nadie ha hecho de Bolívar un elogio mayor que el contenido en la frase siguiente de José de San Martín: «Yo creo que todo el poder del ser supremo no es suficiente para libertar ese desgraciado país (el Perú): sólo Bolívar, apoyado en la fuerza, puede realizarlo». ¡En hipérbole y en herejía dio San Martín para enjuiciar a Bolívar!

1964