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Hacia una estética del lenguaje interior en la novela del «gran realismo» del siglo XIX

Yvan Lissorgues



En 1921, escribía Miguel de Unamuno: «Las figuras de los realistas suelen ser maniquíes vestidos, que se mueven por cuerda y que llevan en el pecho un fonógrafo que repite las frases que su Maese Pedro recogía por calles y plazuelas y cafés y apuntó en su cartera» (Unamuno, 1921: 14).

A demostrar, sin particular originalidad, que tal desprecio es totalmente injusto y que se equivoca el gran don Miguel tienden las palabras que siguen...





Para todos los novelistas de la segunda mitad del siglo XIX, el objeto de la novela, según afirma Galdós en su discurso de recepción de 1897 en la Academia Española, es «el hombre y la sociedad contemporánea» (Bonet, 1999: 218-226). Todos, desde Pereda hasta Valera, es decir, dos límites ideológico-estéticos de un panel en el cual destacan Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas, Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés, Jacinto Octavio Picón, y otros; todos escenifican en sus obras al hombre en la colectividad de su tiempo, sin olvidar el telón de fondo de la naturaleza. Nótese que en la fórmula de Galdós, si la sociedad observada y representada es la contemporánea, el hombre se enuncia sin calificativo, lo cual significa que además de persona social, el hombre y la mujer son seres humanos de irreductible individualidad.

El personaje literario de la novela realista, para representar realmente al hombre, no puede limitarse a ser tipo, como en el folletín, u hombre abstracto, según la estética del clasicismo; tampoco debe definirse únicamente por su fisonomía, sus relaciones con el medio y su comportamiento. Para que el personaje contribuya a que el mundo literario produzca el efecto de realidad, es preciso que tenga todos los atributos de una persona de carne y hueso, que también se le vea o se le oiga, de una manera u otra, pensar y sentir. La verdadera estética realista es la que tiende a producir la mayor y la mejor ilusión de realidad y esta depende, en gran parte, del grado de densidad interior que alcanza el personaje. Cada uno tiene su lenguaje de por dentro que es el que le presta, no hay preterición que valga, su creador, el autor, por medio del narrador.

El problema literario del lenguaje interior puede estudiarse según dos métodos:

Pueden estudiarse las capacidades del creador como esteta de la vida interior, a partir de sus conocimientos afirmados de una «ciencia del alma» en pleno auge entonces en Europa y cada vez más presente en España, de su lucidez frente a la complejidad del problema, de sus intenciones al respecto, de la posición crítica que le parece más oportuno adoptar con relación a sus personajes. Sin embargo, si esta conceptualización más o menos teorizada, anterior, posterior o simultánea a la escritura, condiciona necesariamente la creación ficcional, la única realidad literaria es la del texto de la novela, si tomamos como objeto la novela y es el caso aquí, aunque por lo que se refiere a la revelación de la interioridad, la poesía, la lírica ante todo, ofrece un rico y denso campo de estudio; y el teatro también, como muestran los intentos de renovación de Galdós.

El otro método, pues, es el que consiste en analizar los textos, mejor dicho, una serie de textos seleccionados por focalizarse en la vida interior del personaje, para mostrar cuándo, por qué y sobre todo cómo se manifiesta la voz interna de la conciencia o de la inconsciencia o hasta, si se llega a tanto, de la subconsciencia.

No cabe duda de que los dos métodos se completan y, aun, que podrían fundirse; es decir, partir del texto, analizarlo y explicarlo, en parte acudiendo a los conocimientos de la «ciencia del alma» del autor, a su concepción del ser humano y a su proyecto literario, es decir su estética al respecto.

Para mayor claridad y sobre todo para dejarle al texto su autonomía literaria, seguiremos sucesivamente los dos métodos en el orden anunciado, es decir terminando por la lectura de la voz interior en los textos, porque estos encierran la última y la única verdad acerca de la realidad del personaje y porque la representación depende, en este campo como en todos los demás, de «la conciencia y habilidad» del autor.

Por lo que se refiere a la estética del personaje, casi todos los novelistas antes citados han dado su opinión, pero los que más han discurrido sobre la complejidad de la representación del ser humano son Emilia Pardo Bazán y Leopoldo Alas, sobre todo este último, que es el único en profundizar realmente la problemática en todas sus dimensiones; a él acudiremos más que a otros, que solo entran en el juego cuando se pone de moda la mal llamada «novela novelesca» o sea novela psicológica, iniciada al final de la década de los ochenta por Paul Bourget, Marcel Prévost y otros autores franceses en lucha contra el naturalismo. Pérez Galdós, gran observador del hombre de su tiempo, y gran lector, parece estar muy abierto a los descubrimientos de la psicología; sus novelas revelan que va siempre en busca de nuevos datos sobre la «ciencia del hombre» y es el primero en hacer soñar a sus personajes. Pero no se explaya mucho sobre sus concepciones y sus prólogos, artículos o discursos, muy importantes, si marcan pautas decisivas en las orientaciones del arte de novelar, no aclaran mucho su concepción del hombre, y menos aún del hombre interior. Gracias a los estudiosos de la obra de doña Emilia, José Manuel González Herrán (González Herrán, 1989), Marisa Sotelo (Sotelo, 1999) y particularmente gracias al sintético trabajo de Cristina Patiño «El tratamiento del personaje: la psicología en la novela» (Patiño, 1998: 208-220), resulta aclarada la concepción al respecto de la autora de Los pazos de Ulloa. Pero nadie regateará la posición paradigmática de Clarín sobre esta cuestión; él más que todos ha indagado en los valores de interioridad y no puede extrañar que se le tome, en este campo como en otros, como pauta referencial. Además es el único que mantiene, frente a Galdós y a doña Emilia, una posición que le permite gracias a un narrador superior, usar de todas sus cualidades introspectivas e intuitivas. El debate sobre este punto es de gran alcance estético.

Valga esta larga introducción como un estado de la cuestión.




La efervescencia cultural de los años ochenta y la «ciencia del hombre»

La literatura del gran realismo es tributaria de la renovación científica, filosófica y cultural que se opera en España en la segunda mitad del siglo XIX. La compleja conjunción de influencias exteriores y de orientaciones nacionales y sobre todo la emergencia de una élite intelectual culta y con disposiciones artísticas, entre la cual destacan los que van animados por un progresismo dinámico y altruista, vitalizado en gran parte por los valores interiorizados derivados del krausismo, todo hace que el fin de siglo vea surgir una edad de oro de las letras, en la que la novela es el género hegemónico. Es una verdadera revolución cultural la que se inicia por los años de 1876, después y como consecuencia de la gran sacudida moral del fracasado sexenio revolucionario.

Resumiendo a más no poder, diremos que empiezan a apasionar en España ramos de una ciencia en plena expansión en Europa, como la psicología, la psicofisiología, la medicina, las ciencias naturales, la ciencia histórica, las nuevas filosofías positivistas, materialistas e incluso espiritualistas, el darwinismo, el evolucionismo, el transformismo y hasta el esbozo de una mal llamada ciencia literaria, el naturalismo. En breve, un babélico remolino de ideas nuevas envuelve a España. Se hacen familiares, gracias a la prensa, a los debates del Ateneo, a polémicas abiertas, unos nombres ya famosos en el ámbito europeo, Claude Bernard, Wundt, Charcot, Renan, Lavisse, Comte, Proudon, Marx, Zola, Flaubert, Dickens, etc., y paro de citar, no sin antes evocar a Taine, admirado por Menéndez Pelayo y cuya influencia sobre los críticos y los novelistas, desde Pardo Bazán hasta Clarín, es evidente y confesada. Un sinnúmero de nombres de científicos, filósofos y literatos extranjeros esmaltan los artículos de doña Emilia, Clarín, Palacio Valdés, González Serrano, Altamira y otros muchos. Algunos estudiosos empiezan a especializarse en las nuevas ciencias: González Serrano en psicología, Simarro Lacabra y Ramón y Cajal en psicofisiología e histología. Lo dicho, por muy breve que sea, pretende dar idea de lo que puede llamarse revolución cultural de los años ochenta, y que puede explicarse, por la casi proclama de Clarín de 1879: «El verdadero españolismo consiste en importar los elementos dignos de aclimatarse en nuestro propio suelo y en estudiar cuidadosamente para asimilarlo cuanto fuera se produce que merece la pena de verlo y aprenderlo» (Alas, 1878b; O. C., 2002, V: 83).

En el campo literario, los años de 1880 a 1884 son el momento del gran debate en torno a la doctrina naturalista de Zola y, sobre todo, 1881 es la fecha de publicación de La desheredada, verdadero pórtico del arte nuevo de hacer novela que abre el periodo del gran realismo español del siglo XIX, con, entre otras renovaciones, una nueva concepción del personaje literario, debida en gran parte a las aportaciones de la psicología y de la psicofisiología y a la influencia de obras literarias de Flaubert, Zola, Dickens y otros muchos, y más tarde de Tolstoi. Emma Bovary, Anna Karenina, el abate Mouret, Coupeau y Gervasia (L'Assommoir), el abate Faujas (La conquête de Plassans), etc., son figuras de una galería de muestras que iluminan el «coloquio» que los novelistas españoles mantienen con sus homólogos europeos.

Volviendo a la psicología, podría ser interesante mostrar cómo se reciben en España las orientaciones y concepciones que en Europa entrecruzan el campo de la llamada aquí «ciencia del alma», levantando debates sin fin y hasta polémicas más o menos agudas (Lissorgues, 2010: 305-415; 2011: 195-221). El texto que con más fuerza señala la nueva ruta que deben tomar la ciencia en general y la psicología en particular es, en 1878, el prólogo de Salmerón a Filosofía y Arte de Hermenegildo Giner (Giner, 1978), del cual saco las siguientes citas significativas acerca de lo que ha de ser la psicología:

«No basta hoy la especulación [...] se necesita a lo menos conocer los capitales resultados de la observación y de la experimentación en las ciencias naturales; penetrar [...] en las regiones de lo inconsciente; indagar en la composición de la psico-física la unidad indivisa de la realidad [...]. La dualidad radical de cuerpo y espíritu, la división de lo inconsciente y la conciencia [...] son restos de la antigua escisión entre la realidad y el pensamiento. [...] Que la evolución de lo inconsciente debe explicar la producción de la conciencia [...] son los dos términos bajo los cuales se mueve toda la ciencia contemporánea».


Este prólogo de Salmerón puede considerarse como el texto fundador de la ciencia del alma en España a partir de los años setenta (Lissorgues, 2010: 404-405). Así lo entiende Clarín al saludar, encareciéndola, la «modernísima corriente de la ciencia» estudiada por su antiguo profesor de metafísica, pues «llega a entrever la posible solución de esta secular antinomia entre idealismo y sensualismo, entre el núcleo inmediato de la conciencia y lo esencial de lo inconsciente» (Alas, 1878; O. C., 2002, V: 904-908). Quien más que nadie contribuye a aclimatar la ciencia psicológica en España es Urbano González Serrano.

No es neurólogo, no ha colaborado nunca en ningún laboratorio, es tan solo un profesor de Filosofía, cuya actividad investigadora está centrada en la psicología, analizando y discutiendo los trabajos de todos los psicólogos, fisiólogos y psicofisiólogos europeos y difundiendo todo lo que le parece digno de ser conocido de sus compatriotas. Desempeña en España un papel parecido al de Théodule Ribot en Francia, que por su parte da a conocer las orientaciones psicológicas vigentes en otros países. «Nadie -escribe González Serrano- ha contribuido a vulgarizar ideas que parecían patrimonio exclusivo de algunos» (González Serrano, 1901). En cuanto a concepciones, González Serrano discrepa del empirismo positivista de su ilustre colega francés. Es importante subrayar que para don Urbano como para todos los novelistas que nos interesan, el espíritu, aunque condicionado por el cuerpo, por la materia, «está dotado de actividad propia, espontánea» (González Serrano, 1880: 30), que es «el alma energía consciente y libre que obra por sí misma (aunque con la colaboración del cuerpo), pensando, sintiendo y queriendo» (González Serrano, 1893). Nunca se le escapa la complejidad de los fenómenos psíquicos: «En los más profundos, tenues y delicados limbos de la vida humana aparece la complejidad de sus fenómenos tan invisibles que el análisis más perspicuo no se atreve a decidir de plano de su naturaleza espiritual o corporal» (González Serrano, 1880: 63). Es que don Urbano, como la gran mayoría de los intelectuales españoles y, entre ellos, nuestros novelistas, no ha hecho suyo el sueño del «infinito porvenir de la ciencia», según el cual todo, a corto o largo plazo, tendrá explicación científica, y discrepa de las rotundas extrapolaciones de los psicofisiólogos experimentalistas franceses (Charcot, Binet, Ribot), alemanes e ingleses (Wundt, Hartmann, Spencer) y de sus atrevidas inducciones. Para todos los pensadores españoles, el espíritu es superior a la materia y los fenómenos psíquicos se caracterizan por su delicada complejidad; fuera de cualquier explicación metafísica, la vida, para ellos, sigue siendo un misterio.

Sobre la «ciencia del alma», Leopoldo Alas es muy prolijo ya desde los años ochenta, mientras que doña Emilia, si bien siempre atenta en sus obras de creación a la psicología de sus personajes, como todos los novelistas del gran realismo, solo expone sus concepciones al respecto a partir de los últimos años de la centuria, probablemente en la estela de la nueva orientación de la «novela novelesca». Como escribe Cristina Patiño:

«Si bien es patente la inclinación de la autora de Insolación a tratar los componentes anímicos y espirituales de sus criaturas [...], el caudal de sus convicciones teóricas en este sentido no se había visto hasta ahora tan ensanchado. Abundan, en efecto, por estos años finiseculares, las referencias a obras y autores que, sobre todo en Francia, ya estaban siendo considerados maestros en la pintura de psicologías. [...] Descubre así de una manera consciente algo que su pluma de autora parecía haber encontrado bastante antes: la riqueza de matices de la psique humana, el hormigueo de sensaciones y labilidad del pensamiento».


(Patiño, 1998: 208-209)                


Veremos ulteriormente que doña Emilia tiene ideas bien precisas sobre el lenguaje interior y, conjuntamente con Galdós, sobre la posición del narrador con relación al personaje.

Galdós, por su parte, no es muy amigo de teorizar, como se ha dicho; prefiere asimilar en silencio cuanto puede robustecer su arte de novelar, pero no desdeña, cuando se presenta la ocasión, la alusión que le revela al lector, en un guiño, que sabe más de lo que se parece. Un solo ejemplo: le atribuye a Máximo Manso una obra titulada Memoria sobre la psicogénesis y la neurosis y hace de él el traductor de Wundt, nada menos (Pérez Galdós, 1882; 1997: 107). Es una manera irónica de decirle al lector que él también ha leído cosas de la nueva ciencia, como, por ejemplo, el Manual de psicología del verdadero traductor de Wundt; es decir, Francisco Giner de los Ríos.

Para conocer la penetración en España de las nuevas aportaciones europeas sobre la psicología y la psicofisiología y para medir la implicación de estas ciencias en la construcción del personaje literario, el mejor camino pasa por las obras de Leopoldo Alas.

En sus cuentos y novelas, en La Regenta particularmente, y sobre todo en sus ensayos críticos, Clarín cita a menudo a los psicólogos y psicofisiólogos europeos y es de suponer que sus conocimientos al respecto proceden en buena parte de los trabajos de su amigo Urbano González Serrano. Aunque en ningún momento se considere psicólogo, Leopoldo Alas, como creador de personajes literarios, como crítico y como hombre, se interesa siempre por la «ciencia del alma» y cada vez más conforme pasan los años, según él mismo confiesa en el prólogo a Cuentos morales, donde declara que, para él a estas alturas, lo principal es «el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad» (Alas, 1896; 1973: 8). Lo que nos ha llegado de su saqueada biblioteca personal, según el inventario, todavía inédito, de Carole Fillière, muestra que había leído muchas obras de los más eminentes psicólogos, psicofisiólogos y filósofos europeos de la época. En su obra narrativa, en sus conferencias de 1897 en la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo sobre «Teorías religiosas de la Filosofía novísima» y sobre todo en sus 2500 artículos periodísticos alude a un sinnúmero de especialistas en la ciencia del hombre. No viene al caso meternos en engorrosas enumeraciones; solo importa decir que las citas o las alusiones resultan siempre oportunas, lo que pone de manifiesto un buen conocimiento de los autores citados. Un solo ejemplo, muy significativo, nos lo ofrece La Regenta. Las únicas lecturas que el narrador irónico le atribuye al «sensualista» Mesía son obras de Ludwig Büchner y de Jacobo Moleschott, dos psicólogos, alemán el primero y holandés el otro, pero los dos materialistas empedernidos (Alas, 1884-1885; 1981, 1: 360). En cuanto a Ana Ozores, entre sus varios libros figuran obras del fisiólogo inglés Henry Mandsley, autor de Fisiología del espíritu y de Fisiología de la inteligencia, y del médico francés de la Salpétrière, Jules B. Luis, especialista en patología mental; el narrador cita, siempre en clave irónica, a los tres sabios en un momento en que Ana sale de graves trastornos psíquicos (Alas, 1884-1885; 1981, II: 399).

En 1881, La desheredada es ocasión para nuestro crítico de declarar con entusiasmo que un gran paso se ha dado hacia la verdad de la representación de la realidad social y humana. A partir de entonces podría abrirse un capítulo de estudio titulado «Psicología y literatura». Isidora Rufete, José María de Lo prohibido, Ana Ozores, Fermín de Paz, Fortunata, Jacinta, el abate Julián (Los pazos de Ulloa), Pedro Polo, la de Bringas, etc., son personajes de gran densidad interior, de quienes se puede decir, en términos de González Serrano que en ellos «no existe estado o determinación psíquica a que no corresponda cambio o alteración de lo fisiológico y viceversa» (González Serrano, 1880: 13). Es esta la idea más fácilmente aceptada por el naturalismo español y es la base científica de la construcción del personaje y de la «experimentación» novelesca. Isidora Rufete, por ejemplo, es un verdadero caso de esquizofrénico desdoblamiento de la personalidad, debido en gran parte a un patológico desarreglo de la imaginación favorecido por el medio. Isidora, escribe el narrador de La desheredada, se ha construido «una segunda vida encajada en la vida fisiológica y que se desarrolla potente, construida por la imaginación» (Pérez Galdós, 1881; 1992: 58).

Cuando sale a luz Lo prohibido, en 1884-1885, el crítico Clarín declara que «por primera vez, se presenta [...] el dato fisiológico bien estudiado, en la literatura española [...]. Nadie había en España tomado en serio esta relación del cuerpo y del espíritu [...]. El análisis psicológico penetra más y más cada vez». No es exacto que sea la primera vez, y debe de saberlo el autor de La Regenta, que antes de escribir su novela estudió a Wundt y meditó en los trabajos de González Serrano. Dice Clarín de Lo prohibido:

«Mérito grande de esta obra es el estudio serio, pero no aparatoso ni pedantesco, de las relaciones constantes e íntimas entre el elemento psíquico y el fisiológico. [...] En Lo prohibido [...] no se desdeñan los datos de la teratología y de la psiquiatría que tanto ayudan al arte».


(Alas, 1885b; O. C., 2004, VII: 524)                


Lo nuevo es que si la teratología y la psiquiatría ayudan al arte nuevo de hacer novelas, también la literatura puede ayudar a la ciencia. Sería posible en efecto, invirtiendo los términos, abrir otro capítulo titulado «Literatura y ciencia del alma». Sobre este punto merece que le demos la palabra a nuestro pensador:

«¿En qué libro de ciencia va usted a buscar esta especial enseñanza que sólo puede dar el arte? [...] Trátase, por ejemplo, de la psicología y de la fisiología [...] ¿A quién recurre? ¿A Taine, por ejemplo? ¿Quién mejor que este sabio para explicarnos las relaciones del medio natural y del hombre? Pues Taine, al llegar a ciertas complejas materias nos remitirá ¿a quién se dirá? a los grandes novelistas».


(Alas, 1885a; O. C., 2004, VII: 517)                


Solo el novelista, según él, puede:

«[...] penetrar sin miedo en las intenciones, observar lo recóndito y arrancar a la realidad el disfraz de la abstracción, del sistema y de las clasificaciones para que se vea cómo es ella misma, no como subjetivamente aparece en la obra parcial del que estudia interesadamente [...]. Entonces, psicólogos y fisiólogos como Taine, Spencer y otros muchos de tamaña importancia, colocan entre las fuentes de estudio las obras de este género».


(Alas, 1885a; O. C., 2004, VII: 518)                


Dicho sea de paso, el primer análisis psicoanalítico de una obra literaria lo hizo Freud, en 1907 en Le délire et les rêves dans la «Gradiva» de W. Jensen (Freud, 1907; 1991).

Si la ciencia es buena, escribe Clarín en 1890, es insuficiente (Alas, 1891: 40-41). Para más amplias explicaciones remito a «Los problemas del conocimiento» en El pensamiento filosófico religioso de Leopoldo Alas (1852-1901) (Lissorgues, 1996: 201-212). A pesar de sus valiosas aportaciones, la fisiología y la psicología, al tener que delimitar el objeto de su estudio, mutilan la indefinida complejidad de la naturaleza humana. Ya en 1882, leyendo Preocupaciones sociales de González Serrano, se le ocurre que la ciencia psicológica moderna no considera al hombre entero, viviendo en el mundo, rodeado de sus semejantes.

«Se necesita para conocer el espíritu viviendo, algo de lo que el naturalismo literario se propone hoy, siguiendo, en la observación y la experimentación [...], los procedimientos de las ciencias experimentales. Hay algo que la literatura, entendida así, puede únicamente suministrar a la ciencia es el estudio del hombre vivo, del hombre individualizado [...] La volckpsicología procede de la ciencia y sus abstracciones; el estudio literario procede de la poesía».


(Alas, 1882; O. C., 2004, VII: 195)                


No puede sorprender que el psicólogo y filósofo fragmentario que es Leopoldo Alas coincida con Bergson cuando este critica los métodos de los psicofisiólogos.

«Como observa atinadamente Monsieur Bergson en su excelente estudio acerca de los Datos inmediatos de la conciencia, hoy lo corriente es estudiar lo interior, lo anímico, con una preocupación inversa de la que nos dice Kant que empleemos para estudiar el mundo que de nosotros trasciende. Así como, según Kant, suponemos en la realidad la existencia de condiciones de ser que sólo son formas necesarias de nuestro pensamiento, así la ciencia moderna siguiendo en esto el pensar vulgar de todos los tiempos, considera la vida interior, y particularmente los datos de la introspección, con una plasticidad impuesta por la observación de lo exterior, que de ningún modo conviene a la conciencia de nuestra propia intimidad. De aquí muchas ilusiones, según Bergson, de la llamada psico-física, particularmente en lo relativo a las nociones de cantidad, intensidad, libertad, etc.».


(Alas, 1894; O. C., 2005, VIII: 639)                


Es una manera de decir que el mundo interior es tan complejo, tan distinto, que en él no rigen los conceptos racionales que se suelen aplicar al mundo de fuera. Se aboga pues por una nueva conciencia introspectiva que preserve la naturaleza del mundo interior. Si no, ¿cómo captar la presencia de lo indiscernible en el alma, cómo percibir la glosolalia de un lenguaje inefable?

Al lado de los especialistas en psicología, entre los cuales destaca González Serrano, el «Ribot español», Clarín es el crítico y el novelista que se ha expresado más sobre la «ciencia del alma», por ser, probablemente, el más atento a la problemática humana abierta por aquellos años y el más curioso de todo lo que fuera se produce en el campo de la ciencia y de la filosofía. Su obra puede considerarse como paradigmática de un ambiente cultural en el que se bañan todos los intelectuales del momento y particularmente los que se dedican a la creación de un mundo literario que, según la orientación realista, éticamente compartida, es representación artística del hombre en la sociedad contemporánea.




El personaje literario y la «ciencia del hombre». Narrador y autor

La cuestión, tal vez insoluble, que se plantea es cómo y hasta qué punto los conocimientos de las recientes aportaciones de la «ciencia del hombre» han influido en la creación de «personajes de papel» tan vivos como seres reales. Y es un hecho que algunos destacan con presencia de seres vivos. Isidora Rufete, Ana Ozores, Fortunata, Fermín de Pas, el abate Julián, el padre Gil (La fe), se codean con Emma Bovary, Anna Karenina, etc., todo un mundo de personajes con visos de personas, bien reales en la mentalidad colectiva y tal vez más reales que los reales por ser más espectacularmente legibles. Estos personajes viven todos por fuera y de su comportamiento se deduce algo de su interioridad, pero la ilusión de su realidad es mucho más fuerte si los sentimos vivir por dentro, si captamos su lenguaje interior y si entramos en estética coincidencia con ellos.

En la representación del personaje, el narrador desempeña un papel determinante. Sobre este punto remitiremos a la oportuna puntualización de John Kronik, «La voz virtual de Leopoldo Alas: Clarín y sus narradores» (Kronik, 2002: 866), situada en la estela del estructuralismo. Oportuna por clarificar el activo papel en el texto de quien cuenta la historia y organiza (en apariencia) la narración. Si es verdad hasta cierto punto que «dentro del texto de ficción no existe el autor» y que «sólo existe el narrador»; si es verdad también, como dice no Kronik sino Lissorgues (1989: 11), que hay que distinguir entre el autor biológico y el autor implícito, por ser este, posiblemente, un desdoblamiento imaginativo de aquel, no puede negarse que el narrador es creación del autor que le concede su lucidez y le da el potencial poder de su saber. Este problema que se presenta en nuestro tiempo como un descubrimiento de la moderna perspicacia crítica, se lo plantearon en su siglo nuestros novelistas. Viene pues muy al caso el vivo debate abierto, en 1889, entre Clarín y Galdós a propósito de la forma teatral de Realidad, debate que en cierto modo había anticipado doña Emilia, en 1884, aplicando a la letra el precepto naturalista de la impersonalidad del narrador.

A propósito de Pedro Sánchez, Pardo Bazán le reprocha a Pereda obrar «como psicólogo» y «proceder por raciocinios, más bien que por el estudio de las acciones de sus personajes». Pues bien, para ella «el arte nuevo enseña a revelar los interiores movimientos del ánimo por los actos que inspiran; así, y no de otro modo, se manifiesta realmente la vida psíquica, puesto que vemos obrar a todos, y no vemos pensar a nadie». El comentario de Cristina Patiño que acompaña la cita basta para alzar la problemática a la altura del gran debate estético y ético que va a prolongarse en un futuro indeterminado: «Palabras bien elocuentes que insisten en la noción de inmediatez que doña Emilia atribuye al género novelístico y que ya desde los años de máxima vigencia del naturalismo no dejó de acatar: lo externo refleja algo interno, la superficie revela el fondo espiritual» (Patiño, 1998: 211-212). En cierto modo la impersonalidad naturalista anticiparía la técnica behaviorista... Hay que añadir, como escribe Cristina Patiño, que pasando los años, en la obra de doña Emilia «las maquinaciones cerebrales pasan a ocupar un puesto cada vez más relevante» (Patiño, 1998: 212).

El debate, indirecto, entre Clarín y Galdós es de gran alcance estético, pues en él está en juego la verdad de la representación de la interioridad del personaje y, desde luego, según la ética del realismo, la del ser humano. El problema es el siguiente: ¿debe el novelista limitarse a hacer obrar y hablar a su criatura, como recomendaba la Pardo Bazán en 1884 o considera que es papel de su narrador mostrarse superior desvelando cosas que se le escapan a la criatura? La realidad literaria de la obra de Clarín da una primera respuesta; en La Regenta, durante el período de plenitud de la estética naturalista, obra un narrador que conoce al personaje mejor que el personaje mismo y lo confiesa, como en el ejemplo siguiente: «Seguía el Magistral ocultándose a sí mismo las ramificaciones carnales que podía tener aquella pasión ideal» (Alas, 1884-1885; 1981, 11: 196). Son frecuentes en esta primera novela como en Su único hijo y en varios cuentos «morales» semejantes aclaraciones anunciadas por: «No podía saber», «la verdad era que», «no se confesaba a sí mismo», etc. La publicación de Realidad, en 1888, le impone a Clarín teorizar esa concepción por él aplicada y naturalmente asumida hasta aquí. El artículo que le dedica a Realidad es sumamente elogioso porque esta novela se inscribe en el esbozo de la nueva corriente que en Europa va en contra de «los límites arbitrarios» del naturalismo al reivindicar los derechos del «arte del alma» (Alas, 1890; O. C., 2003, IV: 1676). Pero, según él, Galdós, al elegir la forma dialogada, ha acortado sus posibilidades; ante todo la de que el novelista puede hacer

«[...] hablar a sus criaturas de lo que ellas mismas no observan en sí, a lo menos distintamente, de lo que observa el escritor, que es en la novela como reflejo ideal de la realidad ideada [...]. A la novela moderna [...] se debe esa especie de sexto sentido abierto al arte literario, gracias a la introspección del novelista en el alma toda, no sólo en la conciencia de su personaje».


(Alas, 1890; O. C., 2003, IV: 1684)                


Esto, afirma el crítico, no es posible conseguirlo en obras dramáticas, porque, remata Clarín:

«Lo que el autor puede ir viendo en las entrañas de un personaje es más y de mucha mayor significación que lo que el personaje mismo puede ver dentro de sí y decirse a sí propio [...]. Pues bien en los soliloquios de Realidad, los personajes hablan de lo que se les antoja que son, cuando el mismo Galdós o el lector ve lo que piensan, sienten y quieren, tal como ello es, no tal como ellos se lo figuran. Añádase a esto la falsedad formal "de traducir en discursos bien compuestos lo más indeciso del alma, lo más inefable a veces"».


(Alas, 1890; O. C., 2003, IV: 1685)                


Galdós persevera en el cultivo de la novela dialogada, que, al parecer, conviene a su arte y tal vez a su manera de ser. No le atraen los rincones del alma, prefiere la luz a los «interiores ahumados». Se acerca al misterio, pero se detiene cerca de la frontera, lo observa desde fuera desde una posición segura. Isidora, Fortunata, Tristana, etc., sueñan, pero sus sueños se reducen a meros relatos de deseos que se cumplen, relato siempre vertebrados por cierta lógica racional, sin pizca de onirismo (véase el sueño de Isidora viéndose en el anhelado palacio de Aransis; Pérez Galdós, 1881; 1999: 175-177). Mientras que el narrador de Clarín hace vivir de modo sinestésico la viscosa pesadilla de Ana (Alas, 1884-1885; 1981: 125-126), hasta sentir como subraya Gonzalo Sobejano «el olor y el sabor del infierno» (Sobejano, 1984; 2007: 140).

Sea lo que fuere, Galdós, sigue defendiendo la estética del diálogo en el prólogo a El abuelo (1897) y de modo más completo en el que abre Casandra. Los caracteres, escribe, «se hacen, se componen, imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con sus propias palabras, y con ellas, como en la vida, nos dan el relieve más o menos hondo y forma de sus acciones». La incorrección del principio de la cita podría inducir a leer: los caracteres «se hacen, se componen más fácilmente»; lo que sería una confesión que corroboraría la observación o hipótesis aludida atrás acerca de su reticencia frente a los «interiores ahumados»... Prosigue don Benito:

«La palabra del autor, narrando y escribiendo, no tiene, en términos generales, tanta eficacia, ni da tan directamente la impresión de verdad espiritual [...]. Con la virtud misteriosa del diálogo parece que vemos y oímos, sin mediación externa, el suceso y sus actores, y nos olvidamos más fácilmente del artista oculto».


Pero añade que este no desaparece: «En la novela como en el teatro está presente siempre [...]. Su espíritu es el fundamento indispensable para que puedan entrar en el molde artístico los seres imaginados que remedan el palpitar de la vida» (Bonet, 1999: 242).

Dos puntos de vista distintos, el de Clarín y el de Galdós y dos estéticas distintas, aunque no antitéticas, a propósito de la captación de la interioridad el personaje. Este no quiere que se le achaque «al narrador el descubrimiento impúdico de su conciencia», si está permitido tomar las palabras de Cristina Patiño para precisar la posición de doña Emilia al respecto (Patiño, 1999: 211); aquel, Clarín, quiere ir lo más lejos que se pueda, valiéndose de la intuición empática para captar lo que le pasa, lo que piensa, siente, quiere y desea su personaje, siguiendo el flujo de su conciencia, buceando hasta lo innominado, hasta esos sentimientos sin nombre que Gonzalo Sobejano supo detectar en la obra del autor de La Regenta (Sobejano, 1984; 2007: 139-146).




Captar el fluir de la conciencia

Como el narrador de Clarín tiene el privilegio de seguir por dentro el pensar y el sentir de su personaje, puede captar el fluir de la conciencia en su duración psicológica y expresarlo con los medios lingüísticos de que dispone. Es en toda la novelística del gran realismo el único que puede hacerlo. Lo cual supone una total implicación empática del autor, con tal que por empatía entendamos total comprensión y no necesariamente coincidencia o complicidad. Muchos ejemplos podrían tomarse en La Regenta, Su único hijo, Doña Berta, etc., de captación del movimiento de la conciencia del personaje y, hay que insistir, en una duración psicológica que puede calificarse de bergsoniana.

Daré tres ejemplos de textos significativos al respecto, dos de los cuales, de Clarín, por haber sido ya analizados por eminentes estudiosos, pueden evocarse aquí brevemente. En el primero, comentado por Gemma Roberts (1978: 194-203), Ana Ozores está meditando sola cerca de la fuente de Mari Pepa; es para ella un momento de suave emoción, de exaltación y humildad en la proyección de la confesión general a la que se está preparando. Se deja llevar por las fluctuaciones de sus pensamientos entrecortados por impresiones accesoriamente provocadas por imágenes fortuitas surgidas del entorno (un pajarito, el Morcín coloreado por el ocaso,...), sus pensamientos, más sentidos que formulados, brotan de recuerdos más o menos lejanos y sobre todo de reminiscencias de actitudes y palabras de su confesor, cuya figura, grata para ella, se dibuja para el lector en segundo plano como la de un seductor de confesonario. Este flexible fluir de conciencia, que va y viene, fluctuando, sigue su curso sin noción de tiempo concreto desde el final de la tarde hasta el oscurecer (Alas, 1884-1885; 1981, I: 340-347; desde «Ana se sentó en las raíces...» hasta «Volvió a la realidad...»).

Es esta realidad del tiempo psicológico y desde luego esta captación del flujo de la conciencia que les falta a todas las representaciones de la interioridad en las otras novelas del gran realismo. El ejemplo tomado de Los pazos de Ulloa permite medir la diferencia. Se trata de la reacción interior de Julián frente a la enfermedad de Nucha (Pardo Bazán, 1887; 1987: 369-370; desde «Puede ser grave...» hasta «...perecedera despreciable?»). El narrador de la condesa está siempre en el espacio interior del personaje y obra según tres modalidades:

  • reproduce sin comillas lo que este se dice: «Puede ser grave»; y acto seguido interviene para relatar la consecuencia de estas palabras: «esto principalmente se estampó en el pensamiento de Julián»,
  • pasa dos veces al indirecto libre, no tan libre pues, si el contenido es de Julián, el lenguaje es el del narrador adaptado a la ingenuidad del joven clérigo,
  • le concede la palabra al personaje que se expresa en primera persona en un monólogo no entrecomillado.

Esta técnica nada original permite entrever el ámbito mental de un joven condicionado por las enseñanzas de la Iglesia que llegan a hacerle desbarrar cuando invoca la cruz y su significación o cuando evoca la muerte... Pero lo más importante es lo que no se dice, lo que el personaje no sabe y no puede confesarse, lo que el narrador tampoco podría expresar sin caer en aproximadas vulgaridades que romperían el encanto. Es que más allá de las palabras, se desdibuja un sentir que no tiene nombre, impulso inconcebible, deseo informulado, pura afectividad, algo parecido al amor y que, finalmente es el verdadero lenguaje interior de Julián, escondido detrás de lo que se dice a sí mismo y de lo que le hace decir por dentro el narrador, que por su parte no da ninguna clave de lectura. Del artículo que Clarín le dedica a Los pazos de Ulloa, merece citarse este juicio: «Puede decirse que todo lo que se refiere a Julián está bien pensado, mejor escrito, y sentido con gran delicadeza y fina pasión poética. Con gracia original ha sabido la autora mostrarnos el amor que inspira Nucha al buen clérigo» (Alas, 1887; O. C., 2005, VII: 614). Este juicio prueba la eficacia sugestiva del arte de la condesa, a pesar de cierta rigidez técnica de un texto que no puede sugerir la flexibilidad del fluir de la conciencia y el calor del tiempo psicológico.

Por cierto que no puede hablarse del lenguaje interior sin recordar el minucioso y profundo análisis de Gonzalo Sobejano del principio del capítulo XVI de La Regenta, varias veces publicado en revistas y libros con el título de «La inadaptada». A modo de homenaje, remito a este texto, en cierto modo fundador del estudio de la interioridad y de las modalidades narrativas que le dan su plena expresión. Solo citaré, como broche de muestra, una frase conclusiva sobre la posición del narrador: «El narrador no dirige del todo a la persona (estilo indirecto libre), ni tampoco la deja hablar (estilo directo): relata su interior, a medias identificado con ella, a medias observándola a distancia» (Sobejano, 1982: 210). Nótese que Gonzalo califica a Ana de persona... Lo que no dice la cita, pero está claramente subrayado en este estudio es la gran capacidad empática del creador Leopoldo Alas, cualidad que le predispone a dar expresión a la afectividad y, desde luego, a buscar un lenguaje de la interioridad.




El lenguaje de la afectividad

Todos los novelistas del gran realismo se plantean, en un momento u otro, el problema de la lengua como expresión de la vida interior. En 1892, doña Emilia hace exclamar a uno de sus personajes: «¡Cuán pobre es la lengua más copiosa y abundante en comparación de la infinita riqueza y complejidad de los estados psíquicos, fugaces, matizados de tan delicada y varia manera...» (Patiño, 1998: 213). El mismo Galdós, pone esta problemática en boca de dos personajes de Casandra: «Convengamos, amigo Insúa -dice Alfonso-, en que existen estados especiales de conciencia, estados anímicos, a los cuales todavía no se ha puesto nombre». E Insúa encarece: «La mitad de las cosas que sentimos y pensamos no pueden expresarse» (Bonet, 1999: 77). Clarín por su parte, va mucho más lejos. Sus lecturas de psicólogos franceses (y se ve por este ejemplo la importancia de los conocimientos de la ciencia psicológica), le hace intuir, observándose a sí mismo, que «pensamos muchas veces y en muchas cosas sin hablar interiormente, y otras veces hablándonos con tales elipsis y con tal hipérbaton, que traducido en palabras exteriores este lenguaje, sería ininteligible para los demás» (Alas, 1890; O. C., 2003, IV: 1685). En esta pertinente observación está en germen la estética de Joyce. Para los novelistas del XIX la preocupación dominante es hacer inteligible la representación de la vida interior (¿Quién, si es sincero confesará que ha leído con gusto el Ulises). De la novela española del XIX a la obra de Joyce hay un abismo. En cambio, en varios aspectos, y particularmente por lo que hace al lenguaje de la afectividad, algunas obras se acercan al arte de Proust. Para dar idea de ello, solo idea, acudiré de nuevo, pero brevemente, a Clarín, limitándome a unos cuentos (pero el campo está abierto para más amplia investigación).

Pepe Francisca, el protagonista de «Boroña», debe de saber confusamente que va a morir, pero el impulso vital se lo hace olvidar. Todo su ser tiende a coincidir afectivamente con el que fue, pues tiene la sensación de que ya que fue, puede ser de nuevo y así seguir siendo. El deseo inconsciente de la vuelta a la infancia es el deseo de volver a la plenitud de la inconsciencia. Por eso la boroña que le daba fuerzas cuando niño, debe restituirle esa salud en la que cree. Con todos sus sentidos anda buscando vestigios de permanencia, ilusorios pero necesarios como tablas de salvación: «los perfumes, para él exquisitos, del establo» estaban llenos de recuerdos de la niñez primera: «le olía el lecho de las vacas al regazo de Pepa Francisca, su madre» (Alas, 1893; O. C., 2003, III: 547-551).

Pepe Francisca, como muchos de sus compañeros de ficción, Ana, meditando cerca de la fuente de Mari Pepa o cuando, el día de difuntos, doblan las campanas(Alas, 1884-1885, capítulo XVI); Bonisen Raíces (Alas, 1891; 1990: 311-314), delante de las ruinas de su casa de la infancia (Alas, 1891; 1990, 79) o recordando a su padre (Alas 1891; 1990: 266-269); Juan de Dios; Francisco Arroyo de Cuesta abajo, etc., viven, sin pensar, lo que se llamaría unos años después memoria afectiva. He aquí algunos otros ejemplos de su expresión. Narciso Arroyo, frente a un paisaje tal vez visto cuando niño confiesa: «Sentí en el alma, y hasta vagamente en los sentidos, como el gusto de una reminiscencia de la niñez [...]. El resultado de aquella evocación era muy parecido a lo que puede llamarse el recuerdo de un perfume o de una música» (Alas, 1891; Rivkin, 1985: 116). ¡Y es la magdalena de Proust lo que se ha hecho tópico! Clarín descubre que la memoria afectiva es una forma de lenguaje del corazón, que no puede expresarse directamente, sino a partir del color y del calor de la sensación que trae el recuerdo de algo de lo vivido anteriormente, en otra ocasión. A Juan de Dios, de «El Señor», después de «recibir» la mirada de la niña «le asaltaba un recuerdo mezclado con la reminiscencia de una sensación lejana. Olió, con la imaginación, a agua de Colonia» (Alas, 1892; Sobejano, 1985: 54).

El lenguaje de la afectividad está más allá de las fronteras del lenguaje racional. «El dúo de la tos», muestra que no se comunica solo con palabras: «El 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice». En la misma página leemos esta fulgurante observación fortuita: «El país de los ensueños, en que todos los ruidos son palabras» (Alas, 1894; Lissorgues, 1989: 270-271). Más allá de las fronteras de la razón, hay que salvar la frontera de los ensueños para que las cosas se vuelvan claras, con la claridad del sueño...Vendría bien evocar la vida interior del perro Quin que es afectividad casi pura, orientada por embriones de ideas y agitada por amodorrados recuerdos. Este cuento es un sorprendente buceo en la vida elemental, en una conciencia sin luz de ideas... (Lissorgues, 2002: 21 y 24-30).



La novela del gran realismo muestra que, por lo que se refiere a la vida interior, «el estudio literario procede de la poesía», como afirmaba Clarín en 1882 en plena polémica del naturalismo. Y es él, Clarín, quien mejor expresa en discurso y obra de creación la esencial problemática de una estética de la interioridad, valiéndose de todos los recursos posibles. Resumir su pensar, que es más o menos el de todos los novelistas de la segunda mitad del siglo, es, en cierto, modo quintaesenciar el pensamiento de una época, en proyección hacia lo universal. La razón es luz, es una facultad singular del espíritu humano, una conquista de los siglos y es una obligación ensanchar su campo; la ciencia es buena. Pero el misterio es también una realidad: misterio de la vida y de la muerte, misterio de la vida interior, de la cosa en sí, del otro, misterio del lenguaje y de sus relaciones con las cosas, misterio del misterio,...

Sigue abierto, pero ya muy abierto, gracias a los novelistas del gran realismo del siglo XIX, el camino hacia una estética del lenguaje de la interioridad, parcialmente recorrido en estas páginas, pero en espera de otros senderistas.

Y sentimos que el gran don Miguel no se haya tomado el placer de entrar en la intimidad de Isidora, Fortunata, Ana, Fermín, Benina, Nazarín y de toda esa humanidad reflejo de nuestro pensar y sentir, que sale del texto para animar los «círculos de lectores», mientras haya «círculos de lectores».






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