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ArribaAbajoCarta vigésima

De los impuestos


Apreciable Juan: Lo crecido de los impuestos es otra de las causas que contribuyen a la miseria, ya porque exigen del pobre lo que necesita para cubrir sus atenciones, ya porque hacen subir el precio de las cosas. Con sólo decir esto, está dicho que todos sus contribuyentes; porque si tú no satisfaces contribución territorial ni de subsidio o comercio, pagas más caro el aceite y el azúcar que si el propietario y comerciante no estuvieran recargados con un impuesto exorbitante. Todo el que forma parte de una sociedad, contribuye de un modo o de otro a llevar sus cargas; esto es inevitable y es justo, si en la cantidad no hay exceso ni en la forma vejación. Tenlo muy presente para no formar nunca el cálculo egoísta y erróneo de que los abusos en materia de contribuciones nada te importan cuando no las pagas. Tu interés está unido al de los demás, como tu derecho a su derecho, y toda vejación o injusticia, por lejana que la imagines, en ti se refleja, sobre ti influye, a ti perjudica. Si nos persuadiéramos de esta verdad, si comprendiéramos que el interés de todos es el interés de cada uno, no se vería esa insensata indiferencia por las cosas del común, la fraternidad sería conveniencia propia, y el patriotismo cálculo, cuando ahora es abnegación.

En España, Juan, nadie se cuida de las cosas que son de todos, y así van ellas. Existe además una preocupación, común a otros países, de que el interés que tienen los hombres en el orden se mide por su riqueza. Ya te he dicho, y he de repetírtelo porque importa mucho no olvidarlo, que lo contrario es precisamente lo cierto, y que el orden, es decir, la justicia, importa más a los pobres que a los ricos; y es cosa clara: la justicia es la protectora de los débiles; los fuertes se la toman por su mano. La riqueza es fuerza; la pobreza debilidad; y cuando la justicia no se distribuya equitativamente, sino que se tome, quedará perjudicado el más débil, es decir, el pobre.

Tienes interés, Juan, un gran interés, en el buen orden de la cosa pública; en que haya escuelas para que aprendan tus hijos; en que el hospital esté bien montado, la Caja de Ahorros bien dirigida, los tribunales compuestos de jueces probos o ilustrados, los presidios y las cárceles organizados para corregir; tienes interés en que las leyes sean justas y los impuestos moderados y repartidos con equidad, porque tú no puedes retribuir maestros, ni, en muchos casos, ser asistido en tu casa cuando estás enfermo, ni pagar en la cárcel un cuarto aparte, ni en presidio merecer consideración, ni satisfacer el impuesto excesivo sin privarte de algún objeto necesario, ni hacer nunca, ni en cosa alguna, que se incline de tu lado la balanza de la justicia, que inclinan del suyo los poderosos cuando no hay orden. El pobre, mucho más que el rico, está interesado en que las cosas vayan como deben ir, porque las halla como están, sin poder modificarlas; él toma el abogado, el médico, el juez que le dan; es parte más pasiva que el rico, y Dios sabe hasta dónde es paciente, y cuánto padece si no halla en su camino justicia y equidad.

En la función social que te parezca menos susceptible de influir de diferente modo según las diferentes clases, aun en aquélla tiene el pobre mayor interés en que se desempeñe bien. Tú supondrás, por ejemplo, que no te importa más que al rico que un ingeniero sepa su obligación, y si tal piensas, te equivocas. Si por su falta de ciencia, al descimbrar un puente salta una cuña y mata a un hombre, es un pobre el que perece; si al pasar un tren se hunde, los muertos son iguales, pero de los que sobreviven y quedan inútiles, ¡qué diferencia entre el perjuicio que sufre el que tiene bienes y el que no posee más que sus brazos, con que no puede ya ganar el sustento!

Convéncete, pues, de que te importa mucho todo lo que en la sociedad pasa, la instrucción y las leyes de aduanas, el derecho penal y los impuestos; de éstos hemos de tratar hoy, aunque sea brevemente.

El impuesto, como todo fenómeno social, es a la vez causa y efecto. Las crecidas contribuciones son efecto de lo numeroso de los ejércitos y de su mala organización; de lo numeroso de los empleados y del desorden administrativo; del mal sistema o de la falta de sistema en Hacienda, etc., etc., y son causa de empobrecimiento, de vejaciones y miseria. La cuestión de Hacienda, dicen, es siempre la gran cuestión; si no fuera por ella, todos los Gobiernos creen (equivocadamente) que serían fuertes y duraderos. Y ¿por qué esta importancia vital de la cuestión de Hacienda? Porque la sociedad paga todos sus errores, todas sus injusticias, todos sus desórdenes, todos sus abusos, todos sus vicios, todos sus crímenes; a medida que son más, la contribución es mayor, y cuando se desbordan, la contribución la abruma. El Ministro de Hacienda es el banquero de todo error, de, toda maldad, que tiene letra abierta mientras haya fondos. Si la injusticia en forma de ataque al derecho no es visible, o se mira con indiferencia, en forma de tributo es evidente y vejatoria, nadie la desconoce, a todos duele, y la cuestión de Hacienda no es la gran cuestión sino porque pone de bulto y hace ver y sentir todas las otras cuestiones; es el efecto palpable, pero no la causa. El arreglo de la Hacienda quiere decir el arreglo de las cosas todas. Para arreglar la Hacienda es necesario:

No llevar las cuestiones al terreno de la fuerza, y hacer así innecesario un ejército numeroso.

Organizar el ejército del modo más económico y justo, sin más oficiales y jefes que los precisos para mandarlo.

Tener funcionarios y empleados inteligentes, inamovibles, que sepan lo que hacen y no puedan impunemente dejar de hacer lo que deben, lo cual permitirá reducir su número en más de la mitad.

No separar de su destino, sea militar o civil, más que a los que han faltado a su deber; no dando a éstos retribución alguna, con lo cual se suprime el ejército de cesantes.

No jubilar a nadie que no esté verdaderamente imposibilitado de trabajar.

No cometer fraude en la administración de las rentas públicas, con lo cual aumentarían extraordinariamente.

No malgastar los fondos públicos en obras que no son de necesidad o de utilidad verdadera.

Hacer las obras públicas con economía, y no enriqueciendo con ellas, a costa del Estado, a los que las hacen.

No malgastar por ignorancia, o despilfarrar por incuria, los fondos del Estado.

No tener cosa alguna de lujo mientras falte una sola de las que son de necesidad.

Saber imponerse privaciones y sacrificios en momentos supremos, para no contraer deudas que no pueden satisfacerse, y obligan a vivir al día o de prestado, y a ser víctima de los usureros que especulan con la miseria pública.

Trabajar mucho, trabajar bien, producir barato.

Todo esto se necesita para arreglar la cuestión de Hacienda: ya comprendes que el arreglo no depende del Ministro del ramo.

Figúrate una numerosa familia llena de vicios y de trampas. ¿Te parece posible restablecer su fortuna, sin que su conducta cambie? Apostrofa al que corre, con los gastos, recrimínale duramente; él te dirá: Mientras N. sea jugador, U. se embriague, R. gaste en perifollos lo que necesitamos para comer, J. se obstine en no trabajar, K. trabaje poco y mal, etc., es imposible que, por más que haga, salgamos de este estado. Lo propio que a una casa le sucede a una nación: su fortuna no se restablece, si su moral y su inteligencia no mejoran.

Puesto que todo error y toda maldad se paga, para descargar el presupuesto hay que disminuir el número de maldades y de errores. ¡Ya es obra! dirás tú. Ardua, te respondo yo; pero aunque el camino sea largo, entremos por él, porque no hay otro.

Un pueblo que se halla en la situación que tiene y tendrá por mucho tiempo España, ha de pagar impuestos crecidos y desproporcionados a su riqueza: que al menos este mal no se agrave con el modo de repartirlos y recaudarlos. Una contribución ha de ser:

  • Equitativa, es decir, proporcionada a la riqueza del contribuyente;
  • No vejatoria en el modo de exigirla;
  • De recaudación que no sea dispendiosa y no dé lugar a fraude;
  • De tal índole, que nunca su cobranza pueda convertirse en monopolio.

Observa bien qué impuestos no cumplen con estas condiciones, y declárate contra ellos, pero haciendo uso de la razón, y sin recurrir a la fuerza.

A ti te halaga no pagar contribución alguna, sin hacerte cargo de que esto es imposible, de que, si pesa sobre los propietarios de casas, te subirán el cuarto, y los garbanzos, el aceite, etc., si recae sobre los que comercian en comestibles. El absurdo y la injusticia de decir: no contribuyo con nada, no se verifica nunca, y la apariencia engañosa de que así sea se paga luego con tristísimas realidades. De resultas de haber estado tres años, a tu parecer, sin pagar nada:

Has sufrido terriblemente por la falta de recursos y la penuria de los Ayuntamientos y Diputaciones;

Sobre ti ha recaído principalmente el mal estado de los hospicios, de los hospitales, de las inclusas, de las cárceles, la falta de trabajo en las obras públicas, etc.;

Durante este tiempo en que no has pagado nada, se han deteriorado los caminos, y para repararlos se necesita hoy doble, triple o cuádruple cantidad que para irlos sosteniendo se necesitaba;

Los Municipios y las Diputaciones han contraído empréstitos muy onerosos, cuyos réditos pagarás.

Y podría hacer mucho más larga esta lista; pero con lo dicho me parece que basta para que comprendas lo caro que te cuesta no pagar nada. Digo que te cuesta, porque aun cuando cueste a todos, para ti es el perjuicio mayor, como lo ves palpablemente en alguno de los males que dejo indicados, y como lo verás en todos, a poco que reflexiones; porque cuando el rico o la persona bien acomodada, por el mal estado de la cosa pública, tiene que cercenar de lo superfluo, tú cercenas de lo necesario.

Procura, Juan, dar buena idea de ti: no recurras a la violencia, para que al ir a pedirte la contribución no inspires miedo como si fueses una fiera; economiza para fin de mes una parte de lo que habías de ir gastando día por día, para que no se crea necesario recurrir al artificio, y te traten como hombre y no como niño, e imita lo que se hizo en Inglaterra para abolir las leyes sobre cereales.

Estas leyes eran horribles: hasta que el trigo tenía un precio tal, que los pobres se morían literalmente de hambre, no se permitía entrar trigo extranjero. Los grandes señores, propietarios de la tierra, habían sido los legisladores; querían enriquecerse vendiendo su trigo caro, y lo vendían. Te advierto de paso, que este cálculo inhumano era errado. Ya ves si había, al parecer, motivo para recurrir a la violencia. ¡Pobre pueblo, si hubiera recurrido! Los que se pusieron de parte de él habrían sido sus primeros enemigos, y su derrota era segura. En vez de armar motines, se formó una Liga. Tesoros de elocuencia, de abnegación, de constancia, se gastaron por esos ingleses, que tal vez habrás oído decir que son muy egoístas, los cuales tampoco economizaron su dinero. Reuniones, libros, folletos, periódicos, trabajos perseverantes y sacrificios pecuniarios, para que el interés (mal entendido) no sofocase la voz de la opinión, e impidiera llevar a las Cámaras diputados amigos de la justicia: esto y mucho más se hizo; y a la vuelta de pocos años las leyes sobre cereales se abolieron sin derramar una gota de sangre. ¡Hermoso ejemplo, digno de ser imitado! ¡Consoladora lección, digna de ser aprendida!

Si alguno me respondiera de que España renunciaba al motín, a la rebelión, a las soluciones de fuerza, a la guerra, en fin, yo te respondería de que las contribuciones disminuirían y se distribuirían mejor, y no te abrumarían, ya las pagases directamente como tributo, ya indirectamente en forma de carestía. Pero por el camino que hemos ido, que vamos, y que tenemos apariencia de ir, los impuestos serán cada vez más intolerables y peor distribuidos, porque la guerra es cada vez más cara, y porque siempre fue buena aliada o inseparable compañera de la injusticia. Desde el momento en que se recurre a la fuerza, padecen todos los derechos, en el orden económico como en los demás, y si no se evita que haya luchas a mano armada, será inevitable que los impuestos sean crecidos y se distribuyan mal.

En materia de contribuciones es necesario partir de la verdad, como en todas las materias; y la verdad es que tienen que ser crecidas, porque, como te he dicho, el arreglo de la Hacienda supone verdaderas reformas en todos los demás ramos, y progreso en las inteligencias y en las costumbres. Pero ya que el impuesto fuese grande, que al menos, repito, se repartiera con equidad, y se cobrara sin vejaciones innecesarias. Podría empezarse por lo más fácil, como la prudencia aconseja, y formarse una asociación contra la contribución de consumos sobre los artículos cuyo gravamen fuese perjudicial. Discutiendo templada y mesuradamente, allegando datos, presentando pruebas, en medio del orden que permitiese a cada cual dar su razón y oír la de su adversario, la opinión se modificaría, sin lo cual las instituciones no se cambian; y en lugar de gritos sediciosos que se sofocan, habría convicciones profundas, que son invencibles. Sobre el impuesto hay mucho, muchísimo que hacer; mas al tratar de él, no has de agruparte para armar motín, sino asociarte para formar opinión. No pueden ventilarse tales cuestiones sin calma; y esto es tan cierto, que, por no tenerla tú en este momento, dejo de decirte muchas cosas que te diría en otra ocasión. A un hombre que está tranquilo se le da un arma para que se defienda; a un hombre que está furioso se le quitan las que tiene, para que no haga daño a los otros y se lo haga a sí mismo. Hasta la verdad, la santa verdad, se dice con temor o se oculta, como se aleja el manjar más sano del que tiene una irritación en el estómago. ¡Si yo pudiera convencerte de que el mal, bajo cualquiera forma que se presenta, no desaparece sino ahogado por la moralidad y la inteligencia cuyo nivel sube; que los abusos, si no se ha probado que son errores, retoñan aunque se corten a sablazos, y que, como ha dicho una mujer de genio, no se vence sino a aquellos a quienes se persuade!.....




ArribaAbajoCarta vigesimoprimera

De la Internacional


Apreciable Juan: Por lo que te he dicho hasta aquí, habrás podido comprender:

  • Que no debes recurrir a la violencia.
  • Que está más interesado en el orden el pobre que el rico.
  • Que el estado de pobreza es la condición de la humanidad, con raras excepciones.
  • Que la pobreza no es un mal.
  • Que el mal grave, terrible, el que debemos combatir con todas nuestras fuerzas, es la miseria.

Que la miseria es efecto de muchas y muy complejas causas: y habiendo enumerado las principales, hemos podido persuadirnos que tienen raíces profundas, grandes ramificaciones, y que ne se combaten sino elevando el nivel moral e intelectual de la sociedad, de modo que tú, yo y todos, seamos mejores y más ilustrados; porque querer reformar las cosas sin que se reformen las personas, es, de todos los sueños, el más absurdo.

Ha llegado el momento de que discutamos el sistema que te proponen como remedio de tus males, sistema reducido a trastornar completamente el orden actual, a derribar todo lo que existe, a crear una sociedad que en nada se parezca a la sociedad en que vivimos.

Sin entrar en profundas consideraciones, y como por instinto, si la pasión no extravía, ya se comprende que, no pudiendo hacer que los hombres instantáneamente sean del todo opuestos a lo que han sido hasta aquí, las cosas no pueden sufrir un cambio radical y repentino; se comprende que no hay efecto sin causa; que las cosas son porque tienen un motivo de ser y que no es posible que estos motivos cesen todos en el mismo día y a la misma hora, de manera que absolutamente nada de lo que es hoy tenga razón de ser mañana.

La sociedad necesita, lo primero, vivir; lo segundo, reformarse. Podríamos, Juan, compararla a un barco que tiene grandes defectos de construcción, pero que no se puede llevar al astillero, sino que hay que irle modificando dentro del agua; si quieres en un momento darle forma distinta, y empiezas a arrancar tablas de popa a proa y de babor a estribor, el mar se entra, y la embarcación se va a pique. Es necesario irla mejorando poco a poco, por partes, sin olvidar nunca que no puede salir del agua, y que es necesario que flote. Esto, que al buen sentido se lo alcanza, la historia lo confirma. La comparación me parece exacta; pero como las teorías, buenas o malas, no se combaten con imágenes, entremos en el fondo de la cuestión.

Al empezar a tratarla, tenemos que pronunciar un nombre alarmante, terrible, que horripila, LA INTERNACIONAL. Este nombre despierta temores y esperanzas, iras y odios; representa crímenes y desastres, tempestades y abismos. Al tratar de LA INTERNACIONAL, parece que sean cosas imposibles la imparcialidad y la templanza, y diríase que es preciso que la discusión tenga lo que se llama armonía imitativa, que haya de ser apasionada y violenta, y que los argumentos todos han de tener un tinte siniestro, como el reflejo de la tea incendiaria. Nosotros no hemos de discutir así, Juan, sino tranquilamente, sin prevención de ningún género, sin negar justicia a nadie, ni perdón al que lo necesite; sin rencor para ninguno, con amor para todos; teniendo por impulso el deseo del bien, por norte la verdad; no alumbrados por vislumbres rojizos, sino por la luz clara del sol, que alumbra a grandes y a pequeños, que sale para justos y pecadores.

Yo sé que perteneces a LA INTERNACIONAL, pero sé también que por eso no dejas de ser mi hermano, hijo, como yo, del Padre Celeste. Porque seas de esa sociedad, no creo que seas un malvado, un monstruo, una fiera, porque no creo que cientos de miles de malvados puedan asociarse y entenderse en las naciones de Europa, civilizadas y cristianas. Creo que eres un hombre honrado, que profesas errores que deseo combatir; no me inspiras, pues, ni horror ni desprecio.

En cuanto a tus aspiraciones, no vayas a figurarte que en el fondo son una invención del siglo. No sé quién ha dicho: «Todo lo bueno que tiene LA INTERNACIONAL es antiguo, y todo lo malo, nuevo»; a lo que otro ha replicado: que «lo contrario es precisamente la verdad». No tengo por cierta ninguna de las dos proposiciones; las cosas antiguas y las modernas, los sucesos pasados, presentes y futuros, han de andar mezclados de bien y de mal, como conjunto de mal y de bien son los hombres que en ellos toman parte. No hay, pues, que envalentonarse ni que aterrarse, suponiendo que lo que pasa es inaudito, desconocido y no visto jamás.

La historia nos dice que los pueblos están siempre en una de estas tres situaciones;

  • O se someten bajo un yugo.
  • O descansan en la armonía que existe entre sus ideas y sus instituciones todas.
  • O se rebelan por la contradicción que hay entre sus ideas y su organización.

El período histórico en que vivimos es de rebelión; negarlo, sería hacer lo que esos niños que cierran los ojos para que no los vean; y este estado durará hasta que se armonice la organización con las ideas; hasta que, después de choques, luchas y desengaños, convengan las mayorías, de una parte, en lo que es inevitable; de otra, en lo que es imposible; de entrambas, en lo que es justo. Este convenio no es definitivo; las ideas cambian, y los sentimientos también; lo que parecía justo ayer, no lo parecerá mañana; y de ahí las contiendas en el pasado, el presente y el porvenir. Las condiciones de la lucha pueden modificarse; puede ésta no ser tan violenta, progreso inmenso, ya porque no cueste lágrimas ni sangre, ya para dar mayor seguridad al fruto de la victoria: las reacciones, más que contra el triunfo alcanzado, son contra los medios empleados para triunfar. Si te privan de una cosa que creías tuya, y resulta que pertenece a otro, podrás resignarte con tal que no te la arrebaten por fuerza; pero si a ésta se recurre, habrá violencia en el combate, humillación y rabia después del vencimiento, y deseo de vengar las afrentas, aun más que de rescatar la cosa perdida. Esto lo verás todos los días en litigantes que se arruinan, diciendo: «No es por lo que vale.....» (el objeto de litigio), y en hombres que se matan por cualquier fruslería, a propósito de la cual se excitó su amor propio y se encendió su cólera.

Así, pues, lo que hay que procurar, no es suprimir la lucha, sino modificarla; no pretender que los hombres a una señal se pongan de acuerdo, sino que lleven sus disidencias al campo de la discusión, y con razones se ataquen y se defiendan. Las explosiones de la ira deben conjurarse como se conjura el rayo, evitando que se acumule la causa que las produce.

Te repito que ni la sociedad se halla en una situación que no tiene antecedentes, ni se ve al borde de un abismo cual nunca se vio. La cuestión en el fondo es antigua; es la cuestión de pobres y ricos: la novedad está en la forma. Cuando se ventilaba esta cuestión en la antigüedad y en la Edad Media, los mensajeros del descontento de los esclavos y los siervos eran el hierro y el fuego, su voluntad no se revelaba sino derramando sangre y sembrando desolación; no dejaban de ser máquinas sino para convertirse en fileras. Ahora, el número de los que protestan es mayor; pero la fuerza, ni hoy, ni mañana, ni nunca, está en el número, sino en la razón y en la inteligencia y la moralidad para hacerla valer: lo que era esencialmente absurdo en la antigüedad y en la Edad Media, absurdo será en la presente: la multitud de las personas no puede cambiar la esencia de las cosas. No te alucines porque el coro de que formas parte tenga muchas voces: como los ceros en una cuenta son los hombres en sociedad: de nada valen si no hay detrás una cifra, y la otra cifra social es la razón.

Otra diferencia es que no se ha empezado por la lucha, sino por la discusión: esto tiene de malo la pretensión de querer erigir el error en sistema, y el hecho de generalizarle; pero tiene de bueno la posibilidad de rectificarle y el dar idea de hasta dónde llega. El escándalo es a la vez aviso, y como el telégrafo, que se anticipa al huracán, dice: «Detrás viene la tempestad.»

Los herederos de los esclavos y de los siervos sois los proletarios: tú y los tuyos, Juan, habéis recibido la herencia de sus dolores y de sus iras; pero como el sufrimiento es menor, también lo es la cólera.

LA INTERNACIONAL lleva años de existencia, y, por bueno o mal camino, ha marchado en paz. ¿Y París? ¿Y la Commune?

París tiene su historia, tiene su plebe de carácter muy especial; se hallaba además en una situación excepcionalísima; no se han tenido bastante en cuenta estas circunstancias al hacer deducciones y profecías. Así como los horrores de la Revolución francesa no se repitieron en todos los pueblos que han proclamado la libertad, tampoco los de la Commune habrán de deshonrar a todas las naciones en que LA INTERNACIONAL se organice. Hacerte a ti moralmente responsable de lo que han hecho los comunistas franceses, es como pretender que deshonren al Emperador de Austria los crímenes y las infamias de Tiberio y de Nerón.

Se dirá: ¿Y las doctrinas de LA INTERNACIONAL? ¿No son las mismas en Londres y en Viena, en París y en Madrid? Esta causa idéntica, ¿no ha de producir en todas partes los mismos efectos?

Lejos estoy de pensar que es indiferente la propagación de las malas doctrinas; juzgo, por el contrario, que el mayor mal que puede hacerse a la humanidad, es propagarlas; pero creo igualmente que el hombre no saca ni puede sacar en la práctica las consecuencias de todo el mal ni de todo el bien que admite en teoría; que si la pasión le lanza un momento al crimen o al heroísmo, la lógica no puede llevarle a la suma perfección ni a la depravación suma, porque se opone su naturaleza imperfecta a lo primero, y su conciencia a lo segundo.

Esta verdad, que para mí es evidente, la aplico a todos los individuos de LA INTERNACIONAL, y muy particularmente a los de España. Tengo de nuestro pueblo una alta idea, hasta aquí nunca por él desmentida. Como los caballeros de la Edad Media, no sabe escribir, pero sabe ser valiente, honrado y generoso. El ejemplo de los incendios de la capital de Francia no te hará ser incendiario; no asesinarás al Arzobispo de Toledo porque hayan asesinado al de París; aunque te prediquen odio, tendrás gratitud para el que te haga bien; aunque te hablen de abolir la familia, amarás a tu hija y respetarás a tu madre; aunque te hayan asegurado que el derecho de propiedad es una criminal mentira, cuando, armado y dueño de la ciudad, veas a tu lado un hombre que quiere utilizar su fusil para robar, no le llamarás compañero; escribirás en tu barricada, como lo has hecho otras veces: Pena de muerte al ladrón; y cuando la autoridad te diga: «Juan, aquí hay caudales públicos; quieren apoderarse de ellos unos centenares de ladrones; necesito tu auxilio», le prestarás, y tú, pobre, serás fiel guardador de aquella riqueza. En el día de la prueba, esté próximo o esté lejano, creo que las malas doctrinas han de ser menos poderosas que tu buena conciencia y natural generosidad.

Esto he creído, esto he dicho siempre, y esto has probado hasta aquí. Dicen que has variado mucho; afirman que en adelante serás otra cosa: nadie puede tener de esto evidencia; lo más a que están autorizados es a tener duda; y en ella, trátese de un pueblo o de un hombre, entre la equivocación benévola y la calumnia, ¿quién vacila? ¡Ojalá que te conduzcas de modo que digan: Tenía razón aquella mujer que creímos visionaria!

Apartados, pues, del ánimo el desprecio, el odio y el terror, habremos adelantado mucho para discutir tranquilamente las materias siguientes:

  • Igualdad.
  • Cuarto estado.
  • Familia.
  • Propiedad.
  • Herencia.
  • Autoridad.
  • Patria.

De todo esto he de hablarte con la calma quedan la fe en la Providencia y la esperanza en la humanidad. Yo no creo que la sociedad va a disolverse, que las naciones van a hundirse, que el mundo será el caos en breve, y que de nuestras ciudades no quedará más de lo que ha quedado de Persópolis y de Babilonia. Veo en las cúpulas de nuestros templos una cruz, veo ciencia en el recinto de nuestras escuelas, y digo: Somos demasiado egoístas e ignorantes para ser dichosos, pero amamos y sabemos bastante para no ser aniquilados.

P. S. Han pasado dos años desde que escribimos lo que antecede. ¡Cuántas desdichas, cuántos errores, cuántos sueños y cuántos crímenes en estos veinticuatro meses! Y no obstante, nada hemos visto que nos haga cambiar la buena idea que de nuestro pueblo tenemos; por el contrario, le hemos visto, rotos todos los frenos de la autoridad, en la anarquía más completa, entregado a sí mismo, dueño absoluto de las ciudades, no cometer, sino por excepción, desmanes punibles. Los asesinos de Alcoy, los incendiarios de Sevilla, los expoliadores de Málaga y de algunos pueblos de Andalucía y Extremadura, indignos y execrables son, pero no caracterizan con su crueldad y su infamia al pueblo español, que en su grande, en su inmensa mayoría, que puede casi llamarse totalidad, se ha mostrado comedido y moral, respetando vidas y haciendas a que podía atentar impunemente. Lejos de nosotros la adulación, pero lejos también la calumnia, siempre infame, y mucho más cuando puede decirse con aplauso. El pueblo tiene sus defectos, como nosotros tenemos los nuestros; no es perfecto ni infalible, por desgracia suya y de todos; tiene errores, preocupaciones; da oídos a gente que le extravía; sueña y delira algunas veces; pero conserva cierto fondo de caballerosidad y de sentido moral, que le ha salvado y nos ha salvado a todos de grandes ignominias. ¿En cuántas naciones hubiera sido posible hacer lo que aquí se hizo, sin mayores desastres? En medio de una guerra, indisciplinar el ejército, romper todo freno de autoridad, alistar, pagar y armar la espuma de las poblaciones y reunir aquella gente para que, acumulada en la ociosidad, fermentasen sus malos instintos, esto se ha hecho: los francos han dado escándalos, sin duda; pero cuando no han sido mayores, cuando no han producido graves conflictos, grandes catástrofes, es que el sentido moral de nuestro pueblo es todavía recto, la aversión a cierta clase de maldades fuerte, y débiles los malvados.

¿Y Cartagena? Ciudad desventurada, digna de la compasión de todos, y que no puede ser un argumento para nadie. ¿Qué tiene que ver el pueblo, ni su honradez y buena fama, con que se apodere del primer arsenal y plaza fuerte de la nación una soldadesca desenfrenada, y, abriendo las puertas de un presidio, tengan durante muchos meses una orgía político-pirático-militar? Otros, no el pueblo, son los responsables del desastre de Cartagena, y de la vergüenza y del dolor que de él han salido. Analícense, júzguense con conocimiento de causa e imparcialidad los elementos de que se formó la rebelión, y se verá que sobre la frente del pueblo no debe recaer su ignominia, y que no puede caberle más parte de la que tienen todas las clases de una nación en las maldades que en ella se cometen.




ArribaAbajoCarta vigesimosegunda

De la igualdad


Apreciable Juan: En mi última carta te anuncié las graves cuestiones que teníamos que tratar en las sucesivas: tal vez habrás notado, y si no, quiero hacértelo notar yo, que en la lista de las cosas que teníamos que discutir no estaba la más importante, la que influye en cada una, la que las envuelve todas, la que rodea nuestra alma como la atmósfera rodea nuestro cuerpo: la religión.

El primer motivo que tengo para no hablarte largamente de religión, es mi insuficiencia; el temor de no tratar el asunto como debe ser tratado, con la profundidad y elevación que necesita, con la ciencia que requiere. No hallando yo todas las razones que hay para persuadirte, creerías que no había más de las que te daba, y tal vez confundirías la causa con la debilidad del campeón que la defendía, El segundo motivo es mi falta de autoridad, porque siendo mujer no la tengo en cosa alguna que sea grave, y en tratándose de creencias, para la mayor parte de los hombres seré sospechosa de error, de fanatismo, de superstición, que así llaman a la fe los que no la tienen: el no haberla perdido se considera como una de las debilidades del sexo. ¡Ay de ti, Juan, ay del mundo y del porvenir de la humanidad, si las madres, las hijas y las esposas no creyeran en Dios; si en medio del soplo glacial del escepticismo, no mantuviesen en su corazón el fuego sagrado; si en la tempestad no salvaran el arca santa; si no opusieran a las negaciones sofísticas, una afirmación sublime, incontrastable, y no proclamaran muy alto que el sol no deja de brillar en el cielo, porque un eclipse momentáneo prive a la tierra de su luz! ¡Ay del hombre el día en que la mujer no crea en Dios! Pero ese día no llegará; la mujer atea es una especie de monstruo, y los monstruos son excepciones raras; si una mitad del género humano no va más que la tierra, y la ensangrienta y la aflige, la otra mitad volverá siempre los ojos al cielo, y la blasfemia del hijo será perdonada por la oración de la madre.

He leído en alguna parte, que hay navegantes en buques muy sólidos, de una construcción particular, que en las borrascas cierran las escotillas, abandonan el barco a merced de las olas, se embriagan. Cuando el huracán cesa y el mar no brama ya, suben sobre cubierta, se orientan, ven dónde están, y se dirigen a donde deben ir. Algo se parecen a ellos los pueblos en esta hora; en la tempestad de sus iras, también se encierran dentro de sus errores y se embriagan. La tempestad pasará, los hombres, sintiéndose impulsados a dirigirse a donde, deben ir, preguntarán dónde se hallan; aquellos que han conservado la fe en Dios les responderán, y su respuesta será para estas almas desorientadas lo que es la brújula para el marino.

Debo hacerte notar, Juan, que aunque la mujer sea más piadosa, no es la única que cree pensar que sólo los ignorantes tienen fe, es una gran prueba de ignorancia. La impiedad, que hace un siglo aparecía arriba, hoy ha descendido a las capas inferiores, y lejos de indicar saber, denota falta de ciencia: es como una densa nube que de los altos montes ha descendido a los valles, robándoles la luz del sol, que brilla ya esplendente en la cima de las montañas. Ni la ciencia, ni el arte en ninguna de sus manifestaciones, son hoy ateas; si pudieras leer lo que se escribe, verías que los que piensan, creen en algo, que por lo menos dudan, y que esas afirmaciones impías no son de nuestro siglo, mucho más religioso de lo que se supone. La impiedad ha bajado de las academias a la plaza pública; hace más ruido y da más escándalo, pero no tiene tanto poder. Sábelo, Juan: no la fe, sino la impiedad, es hoy cosa de ignorantes; si imaginas darte importancia diciendo que no hay Dios, te rebajas por el contrario, porque los hombres que más valen, creen en Él. Deseo porque te deseo todo bien, deseo que cuando seas anciano, débil, o por cualquier motivo desdichado, crean igualmente los que estén cerca de ti, los que puedan consolarte.

Ahora vamos a tratar de la igualdad, que sólo incidentalmente tocamos en aquella carta en que procuré demostrarte que la miseria es lo que debemos combatir, no la pobreza, que es ley económica del hombre. Necesario fue allí decir algo sobre la igualdad; necesario es hoy discutirla más a fondo. Bien quisiera evitarte repeticiones, pero están en la índole del asunto, y espero que no las lleves a mal: en materia tan grave, la utilidad es lo primero, y lo último la hermosura del plan y las galas del estilo.

Cuatro son las principales causas de la desigualdad entre los hombres:

  • 1.º La conquista.
  • 2.º El error.
  • 3.º La injusticia.
  • 4.º La naturaleza.

La conquista ha sido hasta aquí fuente perenne, abundante y turbia, de inicuas desigualdades. Los conquistadores se establecían en el país conquistado, se apoderaban de todo o de la mayor parte del territorio, y gozaban en holganza de los bienes y del trabajo de los conquistados. Los señores, la mayor parte al menos, han sido por muchos siglos los descendientes de los vencedores; los pobres, los descendientes de los vencidos: los primeros eran la nobleza, los segundos la plebe. En pocos pueblos de Europa dejará de haber algún vestigio del origen de esta desigualdad.

Esta causa de desigualdad ha desaparecido. Ni las guerras son ya de conquista, ni el conquistador, aunque existiera, tendría la pretensión de formar una casta aparte al tomar posesión de la tierra conquistada. En las provincias que, por ejemplo, Alemania arranca a la Francia, los soldados prusianos no han despojado de sus bienes a los ciudadanos franceses; no se han sustituido a ellos condenándolos a la servidumbre y erigiéndose en clase superior y prepotente. La victoria no está del todo sorda a la voz de la justicia; la violencia se detiene ante el derecho, y la conciencia general sirve de dique al desbordamiento de las pasiones antisociales. Progreso notable: la guerra causa dolores, ¡oh, muy grandes! es fuente de crímenes e injusticias, pero al menos no establece castas que perpetúen la herencia de iniquidad.

El error da también origen a las desigualdades sociales. El hecho repetido, constante, aparece como una ley que hace callar la conciencia, y ofusca entendimientos claros, genios de primer orden, para los que la mayor de las desigualdades entre los hombres, la esclavitud, pareció estar en el orden de las cosas. El hecho, cuando es universal y constante, de tal modo usurpa la consideración debida al derecho, que parece injusticia negarle título legítimo, tiene tal fuerza, que parece temeridad atacarle, y si los heroicos temerarios, mártires tantas veces, que han negado a las seculares injusticias de los hombres el carácter sagrado de leyes de Dios, merecen bien de la humanidad, debemos ser tolerantes, y no negar buena fe a los que no pueden sacudir el peso de los siglos, ni tener por malo lo que ellos han tenido por bueno.

Donde hay castas, las que oprimen se creen de buena fe superiores a las oprimidas, y ven tan claro su derecho a servirse del hombre inferior, como nosotros vemos el de utilizar como más nos convenga las fuerzas del buey o del caballo. Sin llegar a este extremo, cuando es muy señalada y muy permanente la diferencia de clases, las elevadas creen en la inferioridad innata de la plebe, tienen por inevitable su abyección; llaman lazos necesarios a los pesados eslabones, orden de las cosas al de sus ideas, y quieren justificar a la Providencia haciéndola la mayor de las ofensas, que es mirar como obra suya males que son el resultado de la infracción de sus leyes. Los que tienen por inevitable y justa la situación de los caídos, ¿cómo han de trabajar eficazmente por levantarlos? En algunos casos, la generosidad de los sentimientos hará faltar a la lógica de las ideas; habrá una hermosa contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace; pero la regla general será, que la pereza y el egoísmo se acomodarán bien con una teoría que los releva de todo trabajo, de todo sacrificio, y nada harán para acercar a sí a los que creen separados por el abismo de la necesidad. El número de estas personas no es corto, aunque disminuye cada día; tenlo presente, Juan, por si hallas en tu camino alguna que te ofenda con su manera de ver las cosas: no le niegues buena fe; piensa que se equivoca nada más, como es probable que te equivocaras tú si te vieras colocado donde está.

La injusticia es otra causa de desigualdad. Hay personas que se elevan por malos medios; que una vez elevados, si no perseveran en su mal proceder, por lo menos no hacen nada para hacer olvidar, neutralizándola con buenas obras, aquella culpa a que deben su fortuna. No es raro que con soberbia o infatuación den a entenderla distancia que los separa de los que fueron sus iguales, y leguen a sus hijos, juntamente con un capital cuantioso, una suma no pequeña de desdén injusto.

De estas tres causas de desigualdad, la conquista, como te he dicho, no existe.

El error se disminuye cada día.

La injusticia se retira más despacio, y deber tuyo, y mío, y de todos, es no tener con ella ninguna especie de complicidad, quitarle todo apoyo, y dar a la moral fuerza de ley, de tal modo que el que contra ella quiera elevarse sobre los otros, caiga más abajo que ninguno.

El cuarto origen de las desigualdades sociales, es el que viene de la naturaleza. No será necesario esforzarme para probarte que los hombres no nacen iguales: ves hermanos que reciben la misma educación y se hallan en idénticas circunstancias, ser diferentes, si no ya del todo opuestos. Uno es tímido, osado el otro; éste es sensible y cariñoso, aquél despegado y duro. En los entendimientos no existe menor diferencia: desde el estúpido hasta el hombre de genio, hay una escala con gran número de gradaciones; y aun en personas cuya capacidad puede llamarse equivalente, las aptitudes son muy diversas. Uno tiene habilidad para obras mecánicas; otro disposición para las artes; el de más allá aptitud para las ciencias. En estas grandes divisiones hay subdivisiones y variedades numerosísimas. En las artes, el pintor no es músico; en las ciencias, el naturalista no es matemático y en los trabajos manuales, aunque es más fácil educarse y menos necesaria la disposición especial, habrás notado que hay muchas.

Antes de pasar adelante, y hablando de aptitudes y disposiciones naturales, debo explicarte cómo las entiendo yo. Suele decirse: Tal cosa es conforme o la naturaleza, tal otra, contraria a ella. Esto es natural; aquello, no, ¡Natural! ¿Dónde y cuándo? Porque lo que es natural en los salvajes, no lo es en los hombres civilizados; y entre éstos, su natural varía con sus diferentes estados sociales. Todos estos argumentos que se sacan del pretendido estado de naturalezas son absurdos, y las reglas de allí venidas, inaplicables. Cuando, pues, te hablo de las causas de la desigualdad que están en la naturaleza, es ésta que tienes y tenemos los que vivimos a esta hora en el mundo civilizado; de ésta hemos de sacar consecuencias; conforme a ella hemos de sentar principios y establecer reglas. De aquí a diez o veinte siglos, parecerán y serán naturales cosas que hoy no lo son ni lo parecen; fáciles las que hoy son imposibles; y lo que es más, injustas las que se tienen por equitativas hoy. Hemos de ser muy parcos, Juan, al usar de las palabras siempre y nunca, y muy atentos a no meternos a profetas sin estar inspirados. ¿Quién sabe lo que guarda el porvenir? Estudiemos el presente, sin quitarle la esperanza ni darla por realidad.

Hecha esta aclaración, reflexionemos, y habremos de convencernos que la mayor suma de igualdad posible se alcanza en el estado salvaje, y que la civilización lleva consigo indefectiblemente la desigualdad; y aun he llegado a sospechar yo, que esas tribus salvajes, que por incivilizables perecen, no pudiendo sostenerse enfrente de pueblos muy adelantados, son tal vez razas absolutamente refractarias a las desigualdades indispensables a toda civilización.

Cuando los hombres se ven obligados por la necesidad absoluta a tener un género de vida idéntico, a ejecutar todos los días las mismas cosas indispensables y fáciles, las diferencias de su natural no pueden ponerse en relieve, y sólo deberán notarse las que hay en el corto número de facultades que ejercitan. En una tribu salvaje, todos los hombres se ven precisados a lanzarse a los bosques todos los días en busca del sustento, a usar de los mismos artificios, y a dar iguales pruebas de arrojo y de constancia para apoderarse de su presa. Todos, al llegar la noche, se sienten rendidos de fatiga, y se entregan a un sueño profundo. Algo parecido se nota entre los labradores. El observador adivina afectos y facultades que permanecerán, eternamente en el letargo de la inacción. Un escritor en el cementerio de una aldea ha saludado a los héroes sin victoria; hubiera podido saludar igualmente a los ambiciosos sin poder, a los filósofos sin ideas, a los pintores sin pincel y a los poetas sin lira.

La necesidad de ocuparse en las mismas faenas es una especie de nivelador, y puede afirmarse que en tal situación, aunque los hombres nazcan diferentes, mueren iguales. Al decir iguales, no se entiende con igualdad absoluta, que es imposible en ninguna circunstancia, sino el distinguirse tan sólo por pequeñas diferencias.

Las desigualdades naturales, poco perceptibles entre los salvajes, se notan ya más en los pueblos que no lo son. Empiezan a variarse las ocupaciones, y a ser posible alguna manifestación de la diferencia de aptitudes; hay algunos individuos que no tienen la imprescindible necesidad del trabajo material e idéntico al de todos; pueden entregarse al reposo, a la meditación, a esos ocios en que el pensamiento despierta, se agita, lucha y crea.

Entonces el grande ingenio se distingue ya del hombre mediano: es astrónomo, poeta, inventa el arado y las ruedas. A medida que la sociedad avanza, el genio crea nuevas artes y nuevas ciencias, que son otros tantos caminos distintos, por donde los hombres emprenden su marcha más o menos dificultosa, más o menos productiva, y en los cuales se ven cada vez mejor marcadas las desigualdades naturales, que no podían manifestarse en el estado primitivo.

Este poder de la civilización para destruir la igualdad, no es sólo en el orden intelectual, sino también en el moral y económico. En un pueblo salvaje, los débiles sucumben, y toda la diferencia de fortunas está en la que tengan los fuertes entre sí, por su mayor destreza para la pesca y para la caza. Los crímenes son casi los mismos en todos: el robo, las consecuencias de la ira y la horrible pasión de la venganza. Las virtudes puede decirse que son desconocidas; difícilmente se comprende que haya idea de ellas, y más difícilmente aún que se pongan en práctica. Cuando se ve un hombre salvaje, puede asegurarse que es pobre, ignorante, ladrón y vengativo, es decir, inmoral; el hombre civilizado podrá ser todo esto, pero es también posible que sea rico, instruido y virtuoso; tiene ancho campo donde desarrollar sus facultades, posibilidad de perfeccionarse, de ser sabio y de ser santo.

No han faltado hombres, y aun de los que se dicen filósofos, que han mirado como bello ideal la igualdad completa, que no es posible sino en el estado salvaje, y que, lejos de ser el bienestar y la dignidad de todos, es la miseria y la abyección general.

De que la igualdad completa es absolutamente incompatible con la civilización, te convencerás con mirar alrededor de ti. No habría guerra, ni rebelión, ni desencadenamiento de pasiones antisociales, que causaran igual trastorno al que produciría la igualdad absoluta en un pueblo civilizado, aunque solamente durase un brevísimo período. Imagínate que todos fuesen panaderos, sastres, labradores, comerciantes, zapateros, albañiles, fundidores, médicos, arquitectos, soldados, químicos, naturalistas, astrónomos, etc.; imagínate si sería posible la sociedad ni un día, si todos quisieran hacer el mismo trabajo, y ninguno dedicarse a los restantes; ya comprendes que ni habría qué comer, ni qué vestir, ni qué calzar, ni medios de trasladarse de un punto a otro, ni posibilidad, en fin, de existencia para nadie. La vida de los pueblos civilizados tiene por condición imprescindible la división de trabajo, la formación de grupos diferentes para los diferentes trabajadores, y por consecuencia, la imposibilidad de una igualdad absoluta entre ellos.

¿Cuáles deben ser los límites de esta diferencia?

¿Cuáles sus consecuencias necesarias y justas?

¿Cuáles las abusivas que pueden evitarse?

Asunto será éste de otra carta, porque ésta se va haciendo ya demasiado larga.




ArribaAbajoCarta vigesimotercera

Continuación de la anterior


Apreciable Juan: Decíamos en la carta anterior que la vida de los pueblos civilizados tiene por condición imprescindible la división del trabajo, la formación de grupos diferentes para los diferentes trabajadores, y por consecuencia, la imposibilidad de una igualdad absoluta entre ellos. Te lo repito, porque importa mucho que te fijes en esta verdad.

Tenemos, pues, una desigualdad necesaria de grupo a grupo. El grupo de picapedreros necesita más habilidad, más educación, emplea trabajo más inteligente que el de los simples peones que llevan una carretilla o una espuerta. El grupo de ingenieros ha menester una larga y costosa educación que supone un capital no despreciable; corre el riesgo de no concluir esta educación; muchos, tal vez la mayor parte, no la terminan; su trabajo es más difícil, más fecundo, tiene mayor responsabilidad que el del bracero que maneja un azadón. Además, como ya te lo he dicho, las necesidades, las verdaderas necesidades de un hombre de ciencia, son diferentes de las que tiene el que vive del trabajo de sus manos. Necesita instrumentos, libros, planos; unas veces vivir en centros populosos, otras viajar, etc. Su físico, debilitado por los trabajos mentales, hace necesarias mayores precauciones contra la intemperie; su apetito, menos vivo; su sueño, menos profundo que el de quien ejercita solamente los brazos, han menester manjar menos grosero y lecho más blando. Hasta para el solaz y conveniente recreo ha de haber diferencia proporcionada a la educación intelectual que cada uno ha recibido; cuanto ésta sea más esmerada, necesita ser más acabado el cuadro que le extasía, más sublime la melodía que le arrebata.

De la comparación de los diferentes grupos resultarán, en más o menos, diferencias como las que acabamos de indicar, y necesidades mayores, conforme a los mayores méritos y aptitudes; todo esto es armónico, necesario, justo.

Si quiere pasarse un nivel sobre los grupos todos, el de pilotos se confundirá con el de marineros; el de arquitectos con el de peones de albañil; el de profesores con el de mozos de la Universidad; el de médicos con el de camilleros, etc., etc.; y ya no son posibles largas y fecundas meditaciones, ni esfuerzos perseverantes, ni trabajos inteligentes, ni otra cosa, en fin, que miseria y barbarie.

Hay, pues, que reconocer, al mismo tiempo que la necesidad de los diversos trabajos, la diferencia de los trabajadores, y la justicia de retribuirlos según las dificultades que hay que vencer para la obra, y la utilidad que de ella resulta. En confirmación de lo que te digo, te citaré una autoridad nada sospechosa para ti, la de un gran nivelador, la de Proudhon, que sobre este particular dice:

«El niño, la mujer, el anciano, el hombre valetudinario o de complexión débil, no pueden hacer la labor del hombre válido: su día de trabajo no será, pues, mas que una fracción del día oficial, normal, legal, tomado por unidad de valor. Digo lo mismo del día del trabajador ocupado en una de las muchas labores más sencillas en que la obra se divide, y cuyo servicio, puramente mecánico, exige menos inteligencia que rutina, y no puede compararse al de un verdadero industrial.

»En cambio, y recíprocamente, el obrero aventajado que concibe y ejecuta rápidamente, da más trabajo y de mejor calidad que otro; con más razón, el que a esta superioridad para ejecutar añadiese el genio de la dirección y el poder del mando: éstos, pasando de la medida común, recibirán mayor salario; podrían ganar uno y medio, dos, tres días de salario y AUN MÁS.

»De este modo, los derechos de la fuerza (productiva sin duda), del talento y hasta del carácter, del mismo modo que los del trabajo, se tendrían en cuenta, porque si la justicia no hace ninguna acepción de personas, no desconoce tampoco ninguna capacidad

Es ciertamente gran desdicha la necesidad de autorizarse con textos para hacer comprender verdades tan sencillas como la de que merece mayor retribución el que trabaja más y mejor. Pero aceptando esta necesidad y esta desdicha, como es necesario aceptar los hechos, resulta que, según un gran nivelador, el hombre de mayor capacidad del socialismo, tenemos:

Menor que el medio.
Medio.
Vez y media mayor.
Dos veces mayor.
Tres veces mayor.
Salario.......................Aun más.

Debe notarse lo indeterminado de la última categoría, y que falta una, la de los que no ganan nada, porque no pueden o porque no quieren.

Ya ves, Juan, lo que es la igualdad, aun conforme a su más inteligente apóstol.

Después de la diferencia de los grupos, tenemos la de las personas que los componen. En el arte y en el oficio, en la ciencia, hay mayor o menor aptitud, más o menos actividad, mejor o peor voluntad, empleo acertado o erróneo, moral o vicioso, del fruto del trabajo. Sobre esto no insisto: ya ves en tu oficio, y lo mismo acontece en los demás y en todas las profesiones, si unos tienen más habilidad que otros, y si unos economizan y otros derrochan lo que ganan. Sólo te llamaré fuertemente la atención sobre la diferencia que debe haber entre los primeros hombres de los primeros grupos y los postreros de los últimos; por ejemplo, entre el arquitecto más inteligente, más activo y más moral, y el peón de albañil más torpe, más holgazán y más vicioso: dime con tu buen sentido si esta diferencia no debe ser muy grande, si no está en el orden de las cosas que lo sea, y si la igualdad absoluta no es el más craso de los errores.

Digo absoluta, y no lo digo sin motivo. El hombre es un ser inteligente y moral; tiene un pensamiento y una conciencia; hace obras de industria y obras de virtud o de crimen. El hombre, como inteligencia, como industria, puede ser diferente, e igual como moralidad. En esto se funda la igualdad ante la ley civil y criminal de los que son desiguales ante la ley económica, y de aquí se infiere el error de concluir de la igualdad legal, el derecho a la nivelación de las fortunas. Se pregunta: Si todos somos iguales ante la ley ¿por qué no hemos de serlo en todo? Porque no lo somos, es la respuesta sencilla. Aquí detengámonos a reflexionar un poco, porque la cuestión es grave, y de no comprenderla bien, resaltaría tomar el sofisma por razón.

En aquella casa viven: en el cuarto principal, un ingeniero, persona de un gran talento que tiene una regular fortuna; en la buhardilla un peón de albañil, buen hombre, bastante torpe, que a duras penas gana lo necesario para vivir: DESIGUALDAD.

El ingeniero y el albañil mantienen a su mujer y a sus hijos con el fruto de su trabajo, hacen mil sacrificios por ellos: IGUALDAD.

El ingeniero y el albañil quieren que su esposa le sea fiel, y se irritan hasta enfurecerse si saben que no lo es: IGUALDAD.

El ingeniero y el albañil, al terminar su trabajo, tienen un gran placer al recibir las inocentes caricias de sus hijos pequeñuelos: IGUALDAD.

El ingeniero y el albañil sufren al ver sufrir a su hijo y lloran su muerte: IGUALDAD.

El ingeniero y el albañil son capaces de un noble impulso, de una acción generosa, de arriesgar su vida por su patria, por su idea, por su amigo: IGUALDAD.

El ingeniero y el albañil son capaces de una acción baja y criminal, de privar a otro de la hacienda, de la vida o de la honra: IGUALDAD.

El ingeniero y el albañil saben que hacen mal cuando lo hacen, y que hacen bien cuando lo practican; su conciencia les dice a los dos que la vida de otro hombre es tan sagrada como la suya: IGUALDAD.

De esta serie de comparaciones, y de otras que podrían hacerse, resulta que el hombre puede ser desigual a otro como inteligencia, e igual como moralidad; que aun es posible que moralmente valga más el que intelectualmente vale menos; que la ley moral, sencilla, intuitiva, perceptible a la conciencia, no necesita para hacerse comprender una gran fuerza intelectual; que las leyes que de la ley moral se derivan, son con justicia iguales para todos; y que de esta igualdad no debe concluirse la económica, porque, el nivel de la justicia es tan necesario, como imposible el de la fortuna.

Por humilde que sea tu posición social, tu derecho es idéntico al del que la tenga más elevada. Si matas a un marqués, te castigarán lo mismo que si hubieras matado a un barrendero; si un marqués te mata a ti, será castigado como si hubiese muerto a un magnate. Ante la justicia los hombres son iguales; no hay más diferencia que entre culpables e inocentes; pero si sería absurdo que en presencia del juez alegases como circunstancia atenuante de tu delito el que eras artesano más hábil que aquel a quien habías sacrificado, no sería más razonable pretender que os pagasen igual jornal siendo vuestra obra muy distinta, porque en caso de delinquir tenéis la misma responsabilidad.

Tratándose de la igualdad ante la ley política, puede hacerse un razonamiento análogo. Un sabio dice mal cuando dice: ¡Qué absurdo que el voto de mi zapatero valga tanto como el mío! Según de lo que se trate. Si se trata de hacer zapatos, valdrá más; si de matemáticas, legislación o metafísica, valdrá menos; si de votar un concejal o un diputado, podrá valer tanto. Digo podrá, porque no es cosa segura; pero si el artesano tiene buena moralidad y buen sentido, es posible que sepa el hombre que le conviene para que le represente en el Ayuntamiento o en las Cortes; no necesita saber más en esta cuestión, y si lleva la inteligencia necesaria, el sabio hace muy mal en protestar contra la igualdad ante aquella ley, como el zapatero estaría fuera de razón en pretender ser igualado en todo al que resuelve un problema de Termodinámica o de Filosofía del Derecho.

Las cosas no siempre han pasado así Juan: tiempos ha habido, y no muy remotos, en que la pena se imponía según la calidad del delincuente y del ofendido; aun quedan en las leyes restos de esta desigualdad injusta: en procurar extirparlos harías mejor que en perseguir quimeras y malgastando, en la lucha con lo imposible, las fuerzas que necesitas para realizar lo realizable, y adquiriendo fama de insensato, que tanto te perjudica para hacer valer tu razón cuando la tienes.

Fijémonos bien en lo que llevamos dicho, y condensemos para concluir.

Igualdad absoluta ante la ley civil y criminal, porque la conciencia y la moralidad de los hombres de todas las clases, alcanzan el grado suficiente para hacerlos igualmente dignos de protección, e igualmente responsables.

Igualdad posible ante la ley política, siempre que la inteligencia y la probidad de todos alcancen el nivel necesario para realizar el objeto de la ley.

Igualdad imposible ante la ley económica, porque la aptitud para el trabajo y la voluntad de trabajar son desiguales en los hombres.

Tal es la conclusión; y yo voy a dársela a esta carta, porque falta espacio para tratar, aunque sea muy brevemente, lo que sobre la igualdad nos queda por decir.




ArribaAbajoCarta vigesimocuarta

Dificultad: la retribución justa no puede existir con opinión extraviada.-La desigualdad debe estar limitada por la justicia, pero la justicia se define con dificultad y no se entiende por todos del mismo modo


Apreciable Juan: Una vez persuadidos de que la igualdad absoluta es imposible, veamos hasta dónde conviene que llegue la desigualdad. ¿Quien debe limitarla? ¿Quién debe decirla: Hasta aquí eres necesaria, hasta aquí útil, y más allá perjudicial?

¿Quién? LA JUSTICIA. Esto es evidente: nadie en razón puede protestar contra el mandato de semejante autoridad. Pero ¿qué es la justicia? ¿Es alguna verdad demostrada en todas las esferas y admitida por todos los hombres? Esta palabra, ¿significa para todos la misma cosa? Tan lejos de ser así, partiendo de lo que cada uno llama justicia, se ven los procederes más desacordes, y para llegar a ella se toman los caminos más diferentes, y a veceslos más opuestos.

En nombre de la justicia tienen los hombres disputas y controversias; en nombre de la justicia sostienen las más contradictorias proposiciones; en nombre de la justicia se vejan, se persiguen, se combaten, se inmolan. Si no se hiciera en el mundo más mal que se hace con mala voluntad, todos los problemas sociales se simplificarían; pero lo que los complica y hace muchas veces insolubles, es el mal que sa hace con sana intención y tranquilidad de conciencia.

Ya comprendes desde luego la gran dificultad: en que los límites de la igualdad deben estar marcados por la justicia, todos estarán conformes, pero en lo que es justicia, lo están pocos.

Voy a citarte otra vez a Proudhon; para ti, debe ser la mayor autoridad, y para mí, aunque es el adversario más poderoso, es el que prefiero, y con el que me entiendo mejor, porque quien se eleva tanto y tanto profundiza, es imposible que no penetre en la esencia de las cosas, y queriendo o sin quererlo, no la ponga de manifiesto. Escúchale a propósito de la retribución equitativa del trabajo.

«Pues bien: digo que nada es más fácil que arreglar estas cuentas, equilibrar todos estos valores, hacer justicia a todas estas desigualdades.

...........................................................................................

...........................................................................................

»Mas para que esta liquidación se verifique, se necesita, lo repito, el concurso de la buena fe y de la apreciación de los trabajos, servicios y productos; se necesita que la sociedad trabajadora llegue a este grado de moralidad industrial y económica, que todos se sometan a la justicia que se les haga, sin pretensiones de vanidad personal, sin consideración a títulos, rango, preeminencias, distinciones honoríficas, celebridad, en una palabra, VALOR DE OPINIÓN. LA UTILIDAD SOLA DEL PRODUCTO, LA CALIDAD, EL TRABAJO Y LOS GASTOS QUE CUESTA, DEBEN ENTRAR AQUÍ EN CUENTA.»

Ya lo ves, para llegar, no a la igualdad económica o de fortunas, pero a limitar la desigualdad debidamente, se necesita:

  • Concurso de buena fe.
  • Apreciación de trabajos y servicios.
  • Moralidad.
  • Sumisión a la justicia.
  • Ausencia de vanidad.
  • Utilidad del producto, trabajo y capital que cuesta, como únicos datos para tasarle.
  • Suprimir todo valor que dependa de la opinión.

Es decir: se necesita una revolución radical, un cambio completo, imposible en gran parte, en el hombre interior, en el ciudadano, en la sociedad entera.

Y siendo así, ¿no parece delirio o burla decir, como lo hace Proudhon, que nada es más fácil que arreglar estas cuentas?

Aunque todos se sometan a la justicia que se les haga, ¿quién hace esta justicia? ¿Quién dice lo que es justo que ganes tú haciendo zapatos y yo haciendo versos? No puede ser más que la opinión; esa opinión que se quiere suprimir, y que es, sin embargo, la que da y quita valor a las cosas, y las califica de injustas o de equitativas, de útiles o de perjudiciales, de superfluas o de necesarias. El déspota, el tirano, la disposición arbitraria, la ley injusta, la organización política y económica, ¿no son el resultado de la opinión? A ella se dirigen el charlatán y el filósofo; y si el primero halla más eco que el segundo; si los apóstoles de la verdad están en la miseria, y los que halagan los errores, los vicios y las pasiones, viven holgadamente o nadan en la opulencia, ¿de qué es efecto, sino de la moral depravada y de la opinión errónea?

Como poderoso componente de la opinión que tasa la obra del trabajador, entra el gusto, esta cosa tan vaga, tan fuerte, tan caprichosa, tan avasalladora, tan flexible cuando es insinuación que pretende apoderarse del ánimo, y tan inflexible cuando es ley.

Un hambriento prefiere un cigarro a un pedazo de pan; una mujer, una cinta al necesario abrigo.

Un escrito entretenido, obsceno, apasionado, se vende; un escrito grave, útil, filosófico, no halla compradores.

El local en que se ofrece diversión, se llena pagando cara la entrada; aquel en que se ofrece instrucción sólida y gratis, está casi vacío.

Se dan cantidades fabulosas por un diamante; parece caro un instrumento o un medio de perfección moral e intelectual.

Hay mucho cuidado en saber cuál es la última moda frívola; no importa ignorar cuál es el último descubrimiento útil.

Se paga bien al torero y a la bailarina; el pensador padece en la pobreza, y más, cuanto es más profundo.

La conciencia pública no protesta de que se gasten millones en adornar una oficina, un palacio, un paseo, y se arriesgue la vida de muchos hombres, que más de una vez perecen en la lancha de un práctico, por no gastar algunos miles de reales en un bote salvavidas.

Saca pingües utilidades el que tiene una casa de juego; quien abre la suya para una obra altamente beneficiosa, no debe esperar retribución alguna.

Se echan grandes sumas a la lotería; una empresa humanitaria no halla medios de realizarse.

Con paralelos análogos podría llenarse un tomo, donde verías más por extenso qué de cosas perjudiciales se pagan bien porque gustan, y qué de cosas útiles, porque no gustan, no se quieren pagar ni bien ni mal, y cómo el gusto caprichoso, extravagante, pervertido, depravado, contribuye a formar esa opinión errónea, que en la esfera económica, lo mismo que en la política, dicta fallos contra la ley y leyes contra la justicia.

Al comprar, todos tenemos más o menos espíritu de egoísmo y de sinrazón. Queremos comprar lo más barato posible, sin considerar que no pagamos el trabajo de la cosa comprada, nos aprovechamos de una baratura fabulosa, sin reflexionar que significa la explotación de míseras criaturas, mujeres, niños, hombres, que dan su trabajo por un salario que no les basta para vivir: este es nuestro egoísmo. Queremos comprar, no las cosas que son más útiles, sino aquellas que nos agradan más, porque satisfacen caprichos, gustos o pasiones: de un día a otro, un objeto ha perdido la mitad de su valor, o lo ha perdido todo, porque ya no es de moda: esta es nuestra sinrazón.

Todos estos egoísmos y todas estas sinrazones salen al mercado con los productos de la agricultura, de la industria, del comercio, de las artes, de las ciencias, y hacen subir el precio de los diamantes y de las cintas, y bajar el del trigo y de los libros. Tú clamarás contra lo reducido de tu jornal, mientras se enriquece el que vende revalenta arábiga, yo porque no hallo compradores para mis libros, cuando tiene tantos el aceite de bellotas. Podremos; no tener razón, pero en caso que la tengamos, y que la tengan tantos otros como están en nuestro caso, ¿te parece que podrá remediarse el mal por medio de una ley y de una organización R o H, como dicen los socialistas? Es lo mismo que si dijeras que puede decretarse la cordura, el buen sentido y la virtud. Antes y después del decreto, se venderán más fácilmente los billetes de la lotería que los tratados científicos, y se mejor a los toreros y a las modistas francesas que a los albañiles y a los filósofos. ¿Cómo quieres tener tasaciones equitativas del valor de las cosas, con tasadores tan insensatos como el capricho, el vicio, la ignorancia, la codicia, la vanidad y la pasión?

Ya lo ves: para que tu trabajo, el mío, el de todos los que trabajan, se pague según merece, es preciso SABER LA JUSTICIA Y QUERER HACERLA, cosas entrambas harto difíciles, y de que estamos muy lejos. Sin traer la opinión a lo que es razonable, no pueden tener las cosas el valor que es justo.

La justicia, Juan, es una cosa que se siente, pero que no se ha definido bien, que yo sepa. Dar a cada uno lo suyo, se ha dicho, pero ¿cuál es lo suyo, lo de cada uno? Esta es la cuestión no resuelta. Proudhon escribe sobre la justicia una voluminosa obra, y da por su fórmula práctica esta máxima del Evangelio:

Haz a otro lo que quieras que él te hiciera a ti.

No hagas a otro lo que no quieras que él te hiciera.



Esto es caridad, pero está tan lejos de ser justicia, que puede volverse contra ella.

Un malvado acaba de cometer un asesinato: yo puedo y debo entregarle a la acción de los tribunales, esto es lo que manda la justicia; pero si hago con él como yo querría que en igual caso hiciera él conmigo, puesto que lo que yo desearía era no ser perseguido, le suelto, cosa injusta con evidencia.

Tú haces una mesa: si yo te la pago como en tu lugar quisiera que me la pagases, te daré por ella más de lo que vale, porque en tu lugar desearía sacar lo más posible de mi trabajo, ya porque así me conviene, ya porque es natural que cada uno dé al suyo más importancia y valor del que tiene realmente.

Resulta, pues, que tenemos sentimiento de justicia, nociones de justicia, principios de justicia, reglas de justicia; pero una fórmula superior de justicia, que comprenda todas las acciones y sea admitida por todos los hombres, creo que no la tenemos: y cuando te dicen que pidas justicia como pudieran decirte que pidieses una taza de café o un vaso de vino, de buena fe tal vez, te dan por sencillo y resuelto un problema complicadísimo, y acaso por resolver en el punto que se trata.

Los hombres, cuando están de acuerdo sobre lo que es justo, hacen una ley que lo declara obligatorio; pero además de que la ley se cumple mal cuando es contraria a la opinión de una minoría numerosa, la justicia práctica sólo depende de la ley en una mínima parte: la opinión, la conciencia, la instrucción y la moralidad, el saber y el querer practicar el bien, tienen mayor esfera de acción fuera de la ley que dentro de ella. Un hombre puede ser perverso sin que la ley pueda castigarle; y de estas perversidades extralegales se forma la inmoralidad pública, y por consiguiente, la pública corrupción y la pública desgracia. Lo difícil, lo importante, lo esencial, es arreglar las relaciones de los hombres, de modo que sean conformes a la justicia, allí donde la ley no llega ni pueda llegar a imponerla. Pero volvemos a preguntar: ¿Qué es la justicia?

Tal vez podríamos decir que, justicia en el orden jurídico, es la realización del derecho; en el orden moral, el cumplimiento de los mandatos de la conciencia, y que se reconoce en todas las esferas en que es esencialmente buena, y en ningún caso puede hacer al hombre duro para con sus semejantes.

La definición podrá ser más o menos exacta: no tengo la pretensión de no equivocarme en cosa que se han equivocado otros que sabían y valían más que yo; pero lo que sí te aseguro con íntimo convencimiento, es que en todo lo que hay daño para la humanidad, perjuicio verdadero, hay injusticia.

Siendo esto así, la igualdad será justa en tanto que contribuya al bien de los hombres, que los haga más probos, más humanos, más virtuosos, más ilustrados, más perfectos, en fin; y será injusta, cuando los pervierta y rebaje.

Será injusta cuando sea absoluta, porque reducirá la sociedad al estado salvaje.

La desigualdad exagerada está en el mismo caso, porque si no se puede prescindir de las diferencias de los hombres, hay también que tener en cuenta sus semejanzas y aquellos derechos idénticos que deben respetarse en todos. Los pueblos que los desconocen o los atropellan con la esclavitud, las castas o las aristocracias avasalladoras, se corrompen, decaen, perecen. Los que en estas condiciones viven largo tiempo y prosperan, es porque encierran en su seno una masa numerosa de individuos, cuya justa igualdad se respeta, y que tienen bastante poder de vida para contrarrestar el germen de muerte que la desigualdad injusta lleva consigo.

Yo concibo las desigualdades sociales como los accidentes del terreno; bueno y necesario es que haya montes, colinas y valles, pero no quisiera abismos de donde no puede salirse, ni montañas donde el aire no es respirable.

Que haya sabios, bien está; pero que no haya ignorantes de lo que todo hombre debe saber, de lo que es esencial que sepa: su deber y su derecho.

Que el artista o el hombre de ciencia, el industrial, el comerciante, el bracero, se distingan diferencien según su mérito; pero que sean iguales en su dignidad de hombres, y que esos derechos iguales que tienen ya ante la ley, los tengan ante la opinión y el respeto público. Se ha andado bastante, pero falta aún mucho que andar en esta cuestión del respeto a la dignidad humana, cuestión gravísima, porque no hay cosa más injusta y cruel que el desprecio.

Ya te he dicho que la esfera de la justicia es mucho más extensa que la de la ley. Ante la ley, el pobre ignorante es igual al rico ilustrado; está bien: esto es algo, es mucho, pero no es bastante, ya porque la ley se torcerá en favor de quien es más considerado por la opinión, ya porque la ley no tiene que intervenir, sino excepcionalmente, en las relaciones de los hombres, y cuando aparecen entre ellos tales diferencias esenciales que se miran como seres de distinta naturaleza, entonces se aman menos, se compadecen menos, son más injustos entre sí, y el desprecio por una parte, el despecho por otra, el odio y la injusticia por entrambas, dan por resultado la perversión y la desdicha de todos.

El traje puede ser modesto o lujoso: que esté aseado es lo esencial para que no se convierta en obstáculo razonable a la aproximación de las personas de diferente clase: la blusa del obrero, si está limpia, y el uniforme del capitán general, pueden estar en el mismo banco; lo que razonablemente retrae de dar la mano al obrero, no es que está callosa, sino que está sucia. No hace falta que el obrero sea un sabio para que alternen con él los hombres de ciencia, bajo pie de igualdad, en las cosas esenciales que conciernen a su dignidad de hombre y en la inmensa esfera que abarca el mundo moral. Idea del derecho, práctica de la justicia, decencia del lenguaje, compostura de ademanes, aseo en la persona, cierta cultura general, es lo que pueden tener todos los hombres, lo que creo que tendrán algún día, y lo que basta para que alternen sobre una base de perfecta igualdad, en cuanto son igualmente dignos, aunque su posición social sea diferente.

Personas de toga o de uniforme habrá que protesten contra esto, y no reconozcan la dignidad de la blusa limpia y del hombre digno que la lleva; pero esas personas, cuyo número será cada vez menor, dejarán de existir cuando su desdén no tenga otro fundamento que su pueril vanidad. Lo que no se apoya en razón ninguna, al fin viene al suelo.

Una vez reconocida la dignidad del hombre, y pasada de las leyes a las costumbres y a las opiniones, la igualdad irá aproximándose a sus justos límites; el trabajo, hasta el más material, se elevará al elevarse el trabajador; será mejor retribuido, porque la idea de lo que un hombre merece no puede separarse de aquella de lo que vale, y porque se comprenderá bien que, si toda la labor no es igualmente meritoria, toda es necesaria, y ninguna debe reputarse vil.

La desigualdad va limitándose mucho; es de desear que se limite más; pero esto no se conseguirá con vociferarla en los motines, ni aun con escribirla en las leyes, sino disminuyendo la diferencia real y positiva que existe entre los hombres. Trabajemos todos para aproximarlos: trabaja tú el primero; levanta, Juan, cuanto puedas tu nivel moral o intelectual; procura, que tu hijo sepa y quiera ser justo y digno, y en la medida posible y necesaria, ilustrado, porque no puede realizarse el derecho a la igualdad entre hombres esencialmente desiguales.




ArribaAbajoCarta vigesimoquinta

Del Cuarto Estado.-No existe realmente.-Error de equiparar las revoluciones políticas con las transformaciones económicas.-Males del retraimiento político, y error de que las reformas políticas son indiferentes para las sociales


Apreciable Juan: Hemos de tratar hoy de lo que se ha llamado el Cuarto Estado. Digamos dos palabras de los que le han precedido.

Había tres estados: el clero, la nobleza y el pueblo; los dos primeros gozando de grandes privilegios; el último, sufriendo grandes vejaciones. Uno de los primeros pensadores de la Revolución francesa escribió un folleto con este título: ¿Qué es el Tercer Estado? Nada. ¿Qué debe ser? Todo. Aparte de la exageración que indica el título, inevitable en la hora en que se escribió, la verdad era que había una desigualdad injusta entre los hombres hijos de la misma patria; que conforme a la clase a que perteneciesen, tenían distintos deberes y derechos; imposibilidad o facilidad de elevarse a ciertos puestos y disfrutar ciertas ventajas; y abrumados o libres de contribuciones, según eran plebeyos o nobles, la misma distinción los perseguía hasta en el banco de los acusados, donde hallaban distintos jueces y diferentes penas.

Esto tuvo motivo de ser, como todo lo que ha sido; pero llegó una hora en que faltó este motivo, en que las clases privilegiadas no podían alegar ninguna especie de superioridad, ni más ciencia ni más virtud que la clase oprimida, y entonces ésta dijo: Soy igual a vosotros ante la justicia, quiero serlo ante la ley, y lo fue. Cuando este cambio se hace en un día, se llama revolución; cuando se verifica paulatinamente, reforma; pero violenta o graduada, la igualdad ante la ley es ya un hecho necesario para todo pueblo cristiano y civilizado, y la cuestión no puede ser más que de fecha.

Se dice por algunos, se quiere hacer creer a la multitud que la clase media oprime al pueblo, como el clero y la nobleza oprimían al Tercer Estado, y que como éste triunfó de los privilegiados, el pueblo triunfará de él.

El día en que triunfó el Tercer Estado, abolió muchas leyes, y escribió nuevos códigos políticos, civiles y criminales. El día del imaginario triunfo del supuesto Cuarto Estado, ¿qué antigua ley podrá abolir, ni qué nueva ley podrá dictar?

Imaginemos una Asamblea Constituyente, y después una Legislativa, compuesta en su totalidad de hombres del pueblo, radicales intransigentes, entusiastas niveladores.

Abren la Constitución: ni clase ni privilegio; todos los españoles son iguales; nada hay que añadir, nada que quitar.

Abren el Código criminal: ni clase ni privilegio; todos los españoles son iguales; nada hay que añadir, nada que quitar.

Abren las leyes civiles: ni clase ni privilegio diferencias de unas provincias a otras, que no tienen carácter privilegiado; y si hay que añadir o quitar, es bajo el punto de vista de la justicia, no de la igualdad.

He aquí nuestros legisladores desorientados. ¿Dónde está esa Clase, ese Estado cuyo vestigio no se encuentra en las leyes? ¿Cómo van a destruir lo que no existe? Nunca caso tan grave se sometió a ningún cuerpo deliberante.

Para ser arquitecto, o médico, o juez, se necesita una prueba de haber estudiado arquitectura, medicina o leyes: que esta prueba la dé el hijo de un duque o el hijo de un barrendero, es igual. El último monaguillo puede ser obispo o cardenal (esto no es de ahora, la Iglesia ha sido siempre democrática).

Un obrero puede ser diputado, ministro, y hasta marqués y duque.

Hay diferentes profesiones, más o menos lucrativas, más o menos consideradas; hay categorías más o menos elevadas; hay vanidades más o menos ridículas; pero si ningún hombre por su nacimiento está excluido de ninguna profesión, de ninguna categoría, de ningún título, ¿dónde están las clases y los privilegios, y los Estados primero ni cuarto?

No hay, pues, nobles ni plebeyos; lo que hay es ignorantes e instruidos, groseros y cultos, pobres y ricos. El pueblo, eso que se quiere llamar Cuarto Estado, no puede reclamar ningún derecho, porque se le han dado todos; no puede hacer más que pedir la instrucción que no tiene y la riqueza que no posee. Desgraciadamente, da más importancia a la fortuna que al saber: lo primero quiere ser rico; instruido lo será luego, después o nunca, y no obstante, es de ley, de ineludible ley, que no mejorará de condición económica hasta que mejore su condición moral e intelectual.

En un año, en un mes, en un día, se han podido suprimir todos los privilegios y declarar a los hombres iguales ante la ley, porque pueden serlo; pero ni en un día, ni en un año, ni en un siglo, puede hacerse lo mismo cuando se trata de igualarlos ante la riqueza, porque son diferentes su voluntad de trabajar y su aptitud para el trabajo. De una plumada desaparecen las desigualdades imaginarias; pero ni el plomo, ni el hierro ni el motín, ni la batalla, borrarán las diferencias naturales, necesarias en cierta medida y en la misma justas.

Te repito, pues, que no hay ninguna semejanza entre lo que era el Tercer Estado y eso que se quiere llamar Cuarto; y pretender que sucederá con el pueblo, falto de instrucción, lo que ha sucedido con la clase media, donde la instrucción estaba, es hacer una aplicación de las leyes de la historia, como la haría de las de la mecánica el que pidiese el mismo trabajo a máquinas diferentes, porque les había puesto nombres iguales. El derecho de las clases obreras es idéntico: el hecho es distinto, porque lo es su aptitud científica e industrial.

Hay que fijarse también mucho, y no confundir bajo ningún aspecto la diversa índole de las leyes políticas, civiles, criminales y económicas. Además de la desigualdad que ante las últimas llevan consigo los ingenios, las aptitudes y las voluntades diferentes, hay limitaciones en el mundo material que no existen en el de las ideas. En una legua cuadrada puede haber 30 millones de ciudadanos con todos los derechos que les correspondan: la esfera de la justicia es infinita; declarada en principio, se aplica a un hombre, a un millón, al género humano. Pero en una legua cuadrada no pueden hallar sustento y albergue sino un determinado número de hombres: este número crecerá con la civilización, pero no podrá pasar de cierto límite. Ya ves, Juan, la diferencia que hay cuando se trata de dar a los hombres derechos, y cuando es cuestión de darles sustento. En el primer caso, el legislador dice: «Venid por cientos, por miles, por millones: todos hallaréis justicia.» En el segundo, la naturaleza dice: «No vengáis más de los que puedo sustentar, porque no todos hallaréis pan.»

Tu derecho electoral no es obstáculo al ejercicio de otro derecho; el hecho de comerte una ración hace imposible el hecho de que se la coma otro. El Tercer Estado luchó y triunfó en una cuestión donde su triunfo podía ser completo e instantáneo; ningún obstáculo esencial había. Lo que se pretende llamar Cuarto Estado parece que quiere luchar, y que se propone vencer, en una cuestión de hecho, donde halla obstáculos tan esenciales como la imposibilidad de que dos hombres vivan con la cantidad de alimento indispensable para uno, y reciban igual retribución por un trabajo que no se parece. ¿Dónde está la semejanza, ni la analogía, ni la lógica de querer equiparar cosas tan diferentes, ni la buena fe o el buen sentido de poner a la historia en el potro de la pasión para que declare contra verdad?

Como los hombres, aparte de sus vanidades pueriles, no se distinguen ya más que entre ricos y pobres, instruidos o ignorantes, honrados o delincuentes; como no hay Clases ni Estados, es quimérico su triunfo o su derrota, porque lo que no existe no puede vencer ni ser vencido; y es quimérico también que la constitución económica de un país pueda cambiar tan pronto y radicalmente como la política.

Los obreros que tienen hoy completa igualdad legal, no mejorarán su condición material sino a medida que se ilustren y se moralicen; ni la constitución económica podrá cambiar, como la política, con un Gobierno o una dinastía. Fíjate bien en esto, Juan: cuando se trata de derechos políticos puede haber revoluciones, es decir, cambios radicales e instantáneos; cuando se trata de hechos económicos, de mejorar la situación material de un pueblo y de distribuir mejor su riqueza, no puede haber más que reformas, es decir, cambios ventajosos, pero lentos, como lenta es la educación industrial y científica de los hombres, y difícil el progreso en una esfera en que a él se oponen tantos egoísmos, tantos intereses mal entendidos tantas pasiones ciegas. Sin duda hay armonías económicas; sin ellas no podría existir la sociedad; pero ¡qué de pugnas económicas también, y qué diferencia entre la facilidad con que pueden armonizarse nuestros derechos ante la ley, y la dificultad de que se pongan en armonía nuestros intereses en el mercado, y se evite el abuso de esas fuerzas invisibles, y el choque de elementos que debieran favorecerse, y por culpa de todos se combaten!

La revolución del Tercer Estado cambió las leyes políticas, civiles, criminales y muchas económicas; la que pretendo hacer el Cuarto Estado no trata más que de las últimas, y se llama revolución social, con lo cual quiere significar cambio radical o inmediato en las relaciones de los trabajadores entre sí, de éstos con los capitalistas, de los capitalistas unos con otros, y, en fin, de las leyes todas que rigen el mundo económico, sin distinción entre las que pueden abolirse, porque son efecto de las circunstancias y obra del hombre, y las que son necesarias y por consiguiente eternas.

El Cuarto Estado desdeña la política la revolución social, que es la suya, ha de hacerse por otros medios. Dice que le es indiferente que haya monarquía o república, despotismo o gobierno representativo. No obstante, el oráculo del socialismo ha escrito un libro, el último, que es como su testamento intelectual, con el título de: La capacidad política de las clases obreras. Acerca de esta capacidad, ¿qué opina, qué concluye el autor? Concluye cosas diferentes, o lo que es lo mismo, no concluye nada. El hombre de las negaciones concretas, insolentes, temerarias, y de las afirmaciones vagas y vergonzantes, viene a decir que el pueblo es muy cuerdo y muy insensato, y dice claramente que conviene darle el sufragio universal, mas no que acuda a las urnas; que debe tener voto, pero que no debe votar. La razón de esto ya comprenderás que no se da; tales cosas se afirman, pero no se razonan.

El desdén del socialismo por la política, ¿es hipócrita o es sincero? De una y otra cosa podrá tener. Entre los que piensan algo, sospecho es de hipocresía; entre los que siguen ciegamente el impulso que reciben, podrá haber sinceridad. Hazte cargo cómo pasan las cosas en la práctica, y comprenderás la razón de la teoría.

La ley política establece el sufragio universal. Los obreros acuden a votar; no votan a un obrero por regla general; buscan personas de mayor instrucción, que puedan defender su causa en el Parlamento sin desventaja y con iguales armas que tienen sus adversarios. Aquel hombre no corresponde a lo que de él se esperaba; no puede corresponder; su misión es imposible; su conciencia ilustrada se resiste a la profesión de fe de sus comitentes; vacila, contemporiza, transige por algún tiempo; pero llega una hora y una cuestión capital en que es precisa una afirmación decisiva, y vota contra el parecer de los que le han votado, porque no puede estar por más tiempo en pugna con la evidencia, ni entregar su nombre a las flagelaciones del buen sentido. Este hecho se repite una y muchas veces, llevando otros tantos desengaños al pueblo, que se cree siempre engañado, si no vendido, por sus hombres políticos, y dice que no quiere nada de la política, porque nada espera de ella.

La política aquí no es otra que la práctica que declara impracticable lo que lo es por el momento o por siempre; y el que engaña al pueblo no es el que no hace lo que es imposible hacer, sino el que le dijo era hacedero. Unos pocos sabiéndolo, la multitud sin saberlo, cuando dice: Nada queremos con la política, quiere decir: Nada queremos con la práctica de nuestras teorías. No hay cosa más dolorosa ni más cierta que esas gigantescas afirmaciones para destruir, con que encienden tus iras, y esas afirmaciones microscópicas o erróneas para edificar, y con las cuales te entregan a las pruebas de la realidad y a las burlas del escarnio.

Si el socialismo no ha de triunfar por el ejercicio del sufragio universal, ni por la rebelión armada, según afirma su gran apóstol, según dicen otros más pequeños, ¿cómo triunfaría, pues? Por la fuerza de las cosas; pero la fuerza de las cosas no es al cabo más que el convencimiento íntimo de las personas; y para llegar a ser hecho, realidad, necesita el triunfo en las urnas o en los campos de batalla; una de esas dos cosas que se dicen innecesarias: la política o la rebelión. Suponiendo la rebelión triunfante, tendría su política también, porque tendría su realización de las teorías victoriosas; su necesidad de adoptarlas con esta o aquella modificación para que sean practicables, y de vencer las resistencias que hallara para plantearlas. La política, pues, en este caso es una cosa tan indispensable como la práctica de lo que se define, se opina y se resuelve; y si los hombres pueden retraerse, las escuelas no pueden prescindir de ella.

No te conviene pasar días, ni horas, ni minutos siquiera, en esas reuniones donde hay política de pasión, de intriga, de interés; donde se miran los abusos como argumentos, y los hombres como escalones; pero cuando tengas opinión, debes tener voto, y cuando le tengas, debes darle reflexivamente, en conciencia, y ocuparte en la política, como en todos tus deberes, en la medida necesaria. El desdén que por ella tienen muchos, que muchos afectan tener, es una cosa insensata; lo primero, porque en todo retraimiento se incuba una rebelión; lo segundo, porque no es más fácil sustraerse a la política que a la atmósfera que nos rodea. El obrero en su taller, y el sabio en su gabinete, la apartan de sí, la cierran el paso; pero ella fuerza la consigna, penetra hasta ellos, les arrebata el fruto de su trabajo, el preciado sosiego, el hijo querido, que tal vez inmola, invocando hipócritamente el nombre de la patria que deshonra y sacrifica. No te quisiera fanatizado por la política, pero sí ocupado en ella como debe estarlo un hombre honrado en su deber, y un hombre sensato en lo que importa mucho. Todo el que tiene una idea sana y un recto juicio, debe llevarlos a la balanza del bien público, para que no se incline del lado de los aventureros cínicos o de los forzados de la ambición.

Para saber la capacidad política de las clases obreras, mejor que estudiar el libro que lleva ese título, es estudiarlas a ellas, ver lo que hacen y lo que dicen, sus hechos y sus aspiraciones. El resultado de este estudio es poco consolador para los que de veras las amamos, porque las vemos que, en lugar de atacar los abusos que deben desaparecer; en lugar de pedirlas reformas que pueden plantearse; en lugar de clamar justicia cuando tienen razón; en vez de todo esto, se entregan a los extravíos de la cólera, a los sueños de la utopía, queriendo realizar lo imposible y hundir lo que tiene firme asiento en lo más profundo de la naturaleza humana. Esto no lo hacen todos ni en todas partes, pero con verdad te digo que me duelo ver a muchos malgastar, contra los males que están en la naturaleza de las cosas, las fuerzas que debían emplear en combatir aquellos que tienen su origen en los errores o maldades de los hombres.

El supuesto Cuarto Estado, entendiendo por este nombre aquella parte del pueblo que vive del trabajo manual, no puede hacer una revolución en el orden político, porque está hecha, ni en el orden económico, porque en él sólo caben reformas, es decir, modificaciones lentas y ventajosas. Esta obra grande, difícil, necesaria, no es la obra de una clase: es la obra y el deber de todas. ¿Hay alguna que le llene bien? No, seguramente, y cada grupo social, en vez de reflexionar sobre sus faltas, se ocupa en enumerar las ajenas, exagerando su gravedad.

Ahora es moda entre ciertas personas acusar a lo que se llama clase media. Lejos estoy de pensar que hace todo lo que debe y puede hacer, pero lejos están también de la verdad los que afirman que puede todo lo que de ella se exige, y que no hace nada de lo que debe. ¿De dónde han salido en su gran mayoría, casi en su totalidad, los que han procurado ilustrar, consolar, socorrer al pueblo; los que han pedido para él derechos; los que han luchado por él en la tribuna, en la prensa, en la academia, en los campos de batalla; los que han sido mártires de su causa? De esa clase media eran, y su memoria merecía otro homenaje que las execraciones de la edad presente, que no repetirán, de seguro, las edades futuras.

Todos faltan, todos faltáis, todos faltamos, pobres y ricos, ilustrados e ignorantes. Reflexiona bien, Juan, en esto: puede haber un hombre virtuoso entre una multitud depravada, pero la virtud y el vicio de las clases no se aíslan así; se influyen, se compenetran, reflejan unas sobre otras la luz bienhechora y los fulgores siniestros, y cada una ve en las otras, como en un espejo, la imagen de sus errores y de sus culpas. Sin las faltas de la clase media, el pueblo no sería lo que es; sin las faltas del pueblo, la clase media valdría mucho más de lo que vale. La natural propensión es poner los merecimientos propios enfrente de las faltas ajenas. combatámosla; no olvidemos ni el mal que hemos hecho ni el bien que hemos recibido, y entonces, con la mano en el corazón, los de todas las condiciones tendremos más propósitos de enmienda que de venganza.

Buscar lo verdadero y pedir lo justo: tal es la misión de los hombres, cualquiera que sea su fortuna; porque ni Clases ni Estados existen en España, sino en la historia de lo pasado o en la mala inteligencia de lo presente.




ArribaAbajoCarta vigesimosexta

De la familia.-El género humano no puede existir sin ella


Apreciable Juan: Nos toca tratar hoy de la familia. Si fueras inclusero, no tendría necesidad de realzarla a tus ojos, como no necesita un enfermo que le encarezcan las ventajas de la salud; y esto no te figures que lo digo por figuración, sino por experiencia. He visto a los pobres expósitos, que deben tener idea tan triste, por no decir algo más, de sus padres, buscarlos con un ansia que recuerda la que tiene el viajero sediento, de hallar una fuente pura. La apariencia más engañosa, la suposición más descabellada, el más errado cálculo, sirven de base para indagaciones perseverantes, y dan motivo a importunidades repetidas. Bien poco dignos de amor parecen los que han dado la vida al expósito; él, con todo, quiere conocerlos, quiere amarlos, y no omite medio de buscar a los que le huyen, y de estrechar contra su corazón a los que han dado tal prueba de la dureza y frialdad del suyo. Entra en un hospicio; busca a un inclusero de la edad y del carácter que tú quieras, niño, joven o adulto, desabrido o afectuoso, pacífico o pendenciero: dile: Vengo de parte de tu madre, que quiere recogerte, y le verás transfigurado. Primero se queda como aturdido; luego llora de alegría; después te abruma a preguntas; todo lo olvida, todo lo perdona; y sin perder una hora, sin perder un instante, quiere abrazar a aquella mujer que, aunque tarde, consiente en llamarle hijo. El solo sabe lo que es no haberse oído llamar hijo nunca, y vivir sin que nadie le ame, y morir sin que nadie le llore. El ciego afán con que busca a los autores de sus días, el sublime perdón que tiene para su grave falta, la gratitud con que recibe su tardío arrepentimiento, es el grito de la naturaleza, lleva el sello de una necesidad, de una ley eterna, y es la condenación de los que, por ignorancia ciega o por criminal cálculo, declaman contra la familia; ciertamente, se halla bien enferma la sociedad en que semejante declamación inspira más que una sonrisa desdeñosa.

Como el mejor medio de apreciar una cosa es sentir su falta, si fueras inclusero, conforme dejo dicho, no comprenderías siquiera cómo una desdicha excepcional, y de las mayores que puede tener el hombre, quiere hacerse extensiva a todos, y se presenta como un gran proyecto para la humanidad. Tú, que has tenido padres, es posible que no comprendas el desconsuelo y la desgracia que es no tenerlos, y te parezca ventajoso eximirte de cuidar a tus hijos. Digo posible, porque hay momentos en que es posible todo, aunque no es probable que los delirios de los hombres te hagan desconocer la fuerza de las cosas.

No voy a hablarte hoy de la familia haciendo consideraciones de un orden elevado, que tal vez recibirías con prevención desfavorable; nuestro punto de vista será el de la alimentación, albergue y defensa en este mundo de hambre, intemperie y lucha, y mis argumentos de los que están en uso y son del gusto de los que se dicen tus amigos, y no deben serlo, puesto que no lo son de la verdad.

Aunque se conceda que el hombre es una especie de mono que hace versos, túneles, templos, constituciones y observatorios astronómicos, cosa que, según algunos, está perfectamente averiguada; aunque se prescinda de toda elevada consideración y de todo alto fin, no viendo en la familia cuestión alguna que no sea fisiológica, con nociones muy ligeras de historia natural, comprenderemos que el hombre es un animal cuya especie se extingue si no forma familia, como, por ejemplo, acontece a las aves. Pero mucho más que en ellas se prolonga en el hombre la infancia; y su hembra, más débil, relativamente a él, que la de los pájaros, necesita su apoyo, su auxilio y su defensa para salvar la prole y perpetuar la raza. Parémonos un momento a considerar lo que puede ser la especie humana sin familia, en el estado salvaje.

El hombre se une a la mujer momentáneamente en virtud de un instinto, y después la abandona.

La mujer es madre, y, o abandona el fruto de su unión pasajera, en cuyo caso muere al momento, porque ya comprenderás que en las selvas primitivas no hay Inclusas, o quiere con servar a su hijo.

En el segundo caso se encuentra en la situación siguiente: tiene que mantener al hijo o hijos con su trabajo; el trabajo de aquel estado social es lucha. Lucha para perseguir y matar a los animales que le sirven de alimento; lucha para defender la cueva que le sirve de guarida, codiciado albergue, sin el cual la prole, desnuda y débil, sucumbe al rigor de la intemperie; lucha para defenderse de las fileras; lucha para defenderse de los hombres, faltos, por regla general, de alimento, que es siempre presa.

¿Te parece posible que la débil hembra del hombre pueda combatir tantos enemigos, triunfar de tantos obstáculos y salvar a sus pequeñuelos, cuya larga infancia necesita por tanto tiempo auxilio eficaz y poderosa defensa? Es evidente que no. El hombre primitivo es un animal de combate, luchador por necesidad, y cuya vida supone necesariamente una serie de triunfos. Aunque la mujer pudiera alcanzarlos, aunque no fuera más débil, el hecho de ser una, de ser sola, la imposibilitaría para atenderá la alimentación y defensa de los hijos, que necesitan de todo el auxilio del padre y de la madre; el de entrambos es insuficiente muchas veces, como lo prueba la dificultad con que se propaga la especie en los pueblos salvajes.

Se había creído hallar alguno en que la familia no existía; así lo afirmaban viajeros mal informados; pero de más detenida y exacta observación resulta que no hay hombres sino donde hay familia, más o menos perfecta, con estas o aquellas condiciones, pero familia al fin. Y cuenta que donde se supuso que no existía, era en una región favorecida por la naturaleza, de tal modo, que en un clima suavísimo crecen espontáneamente frutos con que puede vivir el hombre, que no tiene que luchar con animales feroces, allí desconocidos: aun con tan excepcionales ventajas, y en esas especies de paraísos terrenales, la familia es una condición de existencia para el hombre. Si esto sucede donde el aire es templado, la alimentación fácil, el albergue seguro, la lucha con animales feroces innecesaria, ¿qué acontecerá en el rigor del clima y la aspereza de la tierra en que han vivido nuestros ascendientes, en lucha con las fieras, de cuyo gran número tenemos pruebas irrecusables?

Aquí debemos notar, Juan, una circunstancia que no puede pasar inadvertida. Hablamos del hombre considerándole como un animal, prescindiendo de todo lo que puede hacerle bueno ni grande, atentos sólo a que no sucumba. Y ¿qué hallamos? Que necesita vivir en familia, imponerse grandes penalidades por largo tiempo para que su prole no perezca, o lo que es lo mismo, amar y sacrificarse; es decir, que la abnegación y el amor son necesarios en toda circunstancia, en cualquier estado, y que la elevación que supone es la indispensable compañera del hombre, aun reducido a la mayor indignidad, y considerado únicamente como un animal que perpetúa su raza. Si la especie humana existe, es porque ha habido en ella familia, amor, espíritu de sacrificio.

Cuando vas por un campo y ves señales de cultivo, dices: «Aquí hay hombres.» Cuando halles hombres, puedes decir: «Aquí hubo seres que no fueron egoístas, que amaron, que aceptaron deberes penosos.» El hombre necesita cierta cantidad de moralidad, como de aire, para no sucumbir.

Es de imposibilidad fisiológica, material, que el hombre primitivo se perpetúe sin familia; por ella vivimos, porque por ella han vivido los antepasados a quienes debemos la existencia. Y nuestros descendientes, ¿podrán eximirse de la ley de sus progenitores? Los pueblos civilizados, ¿ofrecen tales condiciones, que la infancia no necesite del amor, del cuidado y de la protección de los padres? Investiguémoslo brevemente.

Pueden hacerse dos suposiciones:

1.ª Se conserva la familia incompleta; la madre cuida de los hijos.

2.ª Se rompen enteramente los lazos de familia; la madre, lo mismo que el padre, abandonan la prole, de que se hace cargo el Estado; la crianza de los hijos es un servicio público como el de correos o el de faros.

En la primera suposición, de que la madre se quede con los hijos, recuerda, Juan, algo de que por desgracia habrás visto muchos ejemplos, recuerda lo que sucede cuando una mujer queda viuda con hijos pequeños: el de pecho la incapacita para trabajos seguidos, y los otros, con los precisos cuidados que su debilidad e imprevisión reclaman, concluyen por absorber su tiempo, no quedándole el que necesitaría para ganar el sustento, ni aun para ella sola: si la caridad pública o la privada no auxilian eficazmente a esta familia, sucumbe sin remedio. Podrá haber algún caso, cuando la viuda sea una mujer de alguna habilidad rara o disposición especial, de ésas que con justicia o sin ella se pagan mucho, en que pueda sola sostener a sus hijos; pero la regla es que, muerto el padre, necesitan auxilio ajeno, porque los esfuerzos de la madre son impotentes para salvarlos; en un pueblo civilizado, como en una horda de salvajes, la madre sola no puede alimentar la prole y salvarla de la destrucción.

Examinemos el segundo caso, aquel en que el Estado tiene que encargarse de todo recién nacido, y la nación convertirse en una inmensa casa de expósitos. Aquí salen, brotan en tropel cuestiones graves de orden muy diverso: prescindamos de todas para no atender más que a la fisiológica; el niño necesita alimentarse. ¿Quién le dará de mamar? Procuraremos formarnos una idea de lo que será la sociedad sin familia, bajo el punto de vista de la lactancia de los niños. Millones de ellos esperan una mujer que los lacte para no morir. ¿Dónde se hallarán tantas? Las mujeres no tienen padre, madre ni hermano; las jóvenes que no ha mucho han sido madres y pueden ser nodrizas, se hallarán en una de estas cuatro situaciones:

Unidas a un hombre por más o menos tiempo, y en su compañía.

Separadas del padre de su hijo, y con deseo y esperanza de unirse a otro hombre.

Solas y con bienes de fortuna o medios y voluntad de ganarse el sustento.

Solas y en la miseria, por cualquier motivo que fuere.

De estas cuatro categorías de mujeres jóvenes y en situación de lactar, ¿cuáles querrán hacerlo por un salario, que ser a necesariamente reducido? Hay que eliminar las tres primeras, porque ni la mujer que vive con un hombre quela mantiene, ni la que espera hallarle, ni la que cuenta con medios para vivir, han de ir a encerrarse en una Inclusa, o llevarse a casa un recién nacido, cuya presencia es un obstáculo, cuyos cuidados son una traba, y cuya lactancia, además de quitar libertad, quita atractivos a la mujer que depende de ellos, porque suprimida la familia, la ley del amor será el gusto, y la belleza física recibirá únicamente homenajes, culto y ofrendas. Para nodrizas de los millones de niños que las necesitan, no quedan más que las mujeres a quienes la última miseria obliga a ir a encerrarse entre las paredes de una Inclusa. Estas mujeres, en corto número proporcionalmente para las que se necesitan, serán de mucha edad, de poca salud o de una fealdad repugnante, porque sin alguna de estas circunstancias, y bajo el imperio del amor libre, en él hallarán más atractivos y vida menos penosa que en una casa de expósitos. Esto no es una suposición, sino una consecuencia lógica, indefectible, y para convencerse de la cual basta observar qué clase de mujeres van a lactar a los tornos de las inclusas.

Se dirá tal vez: la mayor parte de los expósitos se lactan fuera de la casa. Eso sucede ahora, porque los recogen mujeres casadas y con familia, donde el inclusero deja alguna utilidad sin producir perturbación; la nodriza está unida a su marido, tiene padres, hermanos e hijos que la auxilien en el cuidado del niño; éste no es una traba enojosa para la que está sujeta y enlazada al hogar doméstico por sus deberes y por sus afectos, ni sirve de obstáculo para buscar las aventuras del amor libre: el inclusero va ahora a ser uno más en la familia pobre y honrada. Cuando no hubiera familia, ¿a dónde, cómo, ni a qué iría al incierto albergue de la aventurera aislada? Por regla general, con muy pocas excepciones, los niños, millones de niños, no se olvide, quedarían en los tornos de las Inclusas.¿En qué proporción estarían las amas que acudiesen a lactarlos? Imposible es hacer cálculo ni aun aproximado; pero teniendo en cuenta l lo que pasa actualmente, en que es tan reducido el número de los expósitos que no van al campo, y que hay épocas y países que con mucha dificultad tienen una nodriza para cada tres niños, no sería exagerado suponer que hubiera una para cada diez. Estoy en la persuasión de que ni aun esto se conseguiría; pero concedamos una cosa imposible, dadas las circunstancias que vamos presuponiendo: imaginemos que habría una nodriza para cada cinco niños; su muerte por inanición no sería menos cierta.

Los expósitos mueren ahora en una proporción tal, que si a ellos solos estuviese confiada la conservación de la especie, se extinguiría. Si tal acontece al presente, ¿qué se podría esperar cuando la lactancia se hiciese en peores condiciones, y fuera, no ya una cosa difícil, sino un problema imposible de resolver, como sucedería siendo expósitos todos los niños que nacen? Pero no había de ser muy difícil procurar alimentación a los recién nacidos. ¿Por qué? Porque no nacerían. Sin familia, con la general y extrema licencia de costumbres, el número de nacimientos sería muy escaso, y la tierra se despoblaría, porque el vicio ya se sabe que no es fecundo. La depravación es estéril, física y moralmente, y si engendra alguna cosa, son seres enfermizos y monstruosos, que no se reproducen.

Rotos los lazos de la familia y el freno de la religión y de la moral, la corrupción alcanzaría proporciones nunca vistas, y la despoblación en igual medida. El hombre salvaje, aunque no sea casto, es continente: el ejercicio continuo y violento, la alimentación escasa e incierta, la lucha incesante contra la intemperie, y las mil clases de enemigos que le asaltan; la falta de atractivos de la mujer, cuya belleza física necesita condiciones imposibles en aquel estado, cuya belleza no puede existir en la abyección y embrutecimiento en que vive, todas estas circunstancias hacen que en los pueblos primitivos la falta de moralidad no produzca el desenfreno de costumbres que en los pueblos civilizados. La historia de éstos prueba la verdad de lo que voy diciendo; y a poco que la hojearas, verías cómo el progreso de la industria y de las artes, si hay retroceso en la moral, es un cáncer en la vida de las naciones, que las arruina, las despuebla, las mata.

Bien podíamos aquí dar el punto por suficientemente discutido. ¿A qué insistir en los males que de la supresión de la familia vendrían a la humanidad, si no era posible que hubiera humanidad, si era seguro que se extinguiría la especie humana? No obstante, en la próxima carta examinaremos brevemente lo que serían los hombres sin familia, suponiendo una cosa imposible, que hubiera hombres. Pero desde ahora, a los que nos pregunten lo que sería sin familia la sociedad, podemos responder resueltamente: Primero un lupanar, después un cementerio, y por fin un desierto.




ArribaAbajoCarta vigesimoséptima

Influencia de la familia en la religión, en la moral, en la ciencia, en el arte, en la economía


Apreciable Juan: Hemos visto en la carta anterior, que familia y especie humana son cosas que no pueden separarse; que fuera de la familia, ni en el estado salvaje ni en el civilizado tiene el hombre condiciones de vida, y que para no morirse de hambre y de frío, necesita padres durante el largo espacio de su prolongada y débil infancia. Realmente, no era necesario decir más sobre la materia. ¿Para qué insistir sobre los males que la supresión de la familia acarrearía a la sociedad, cuando es evidente que no habría sociedad porque no habría hombres? No obstante, cuando el error se presenta con tal abundancia de delirios, tal vez convenga a la verdad tener lujo de razones, y por esto diremos algo sobre la necesidad de la familia en todas las esferas de la existencia humana, tomando, para no extendernos demasiado, las principales, que son:

  • Religión.
  • Moral.
  • Ciencia y arte.
  • Economía.

RELIGIÓN.-El hogar doméstico es el primer santuario, los padres los primeros iniciadores, la familia la primera congregación que siente a Dios y que le implora. La madre da idea de su bondad y enseña a amarle; el padre, de su sabiduría, de su poder, o inspira aquel respeto necesario a todo amor para que sea digno y duradero. Las verdades religiosas, como todas aquellas en que el sentimiento entra por mucho, necesitan, para hacerse comprender bien y para asentarse en sólida base, de la educación individual. Hay que adaptarse al carácter, facultades, inteligencia y temperamento del niño, lo cual hacen los padres más o menos bien, muchos por instinto, y como sin apercibirse de ello, sirviendo el ejemplo de lección cuando los maestros no pueden dar otra: hay que practicar aquellas cosas que se creen, y al armonizar las acciones con la fe, graduarlas en la medida que la individualidad de cada uno exige. Además, como la base de la religión debe ser el amor, el niño que no tiene familia, que no inspira ni siente cariño, privado del amor de su madre en la tierra, es más difícil que ame al Padre Celestial.

La necesidad de la familia para educar los sentimientos religiosos se ve en esas agrupaciones numerosas de niños que no la conocen. Si la casa en que se acogen está bien ordenada, saben la doctrina, rezan el rosario, oyen misa y se confiesan. Pero si se penetra un poco más adentro; si de las prácticas religiosas se pasa a la religión íntima, a la que conmueve el corazón, a la que purifica el pensamiento, a la que eleva el espíritu y le levanta hasta Dios, entonces, por regla general, se nota que en aquella alma privada de afectos no penetra bastante el sentimiento de la divinidad, y que el niño tosco de la aldea a quien enseñó a persignarse su madre, sabe menos doctrina, pero tiene más religión que el privado de afectos y mejor aleccionado de la ciudad. Cuando en algún campo de batalla, al desabrochar, para curarle, a un soldado herido, se ve que tiene un escapulario, al comprender que está mortal, bien se le puede preguntar si tiene algún encargo que dejar a sus padres, porque probablemente no será inclusero.

De lo que sería la religión sin familia, da alguna idea lo que es con la familia incompleta, que así pueden considerarse bajo este punto de vista aquellas, por desgracia muchas en número, en que el padre prescinde enteramente de la religión, cuya enseñanza está a cargo de la madre. Suelen aprovecharla las hijas; pero los varones, en cuanto dejan de ser niños y empiezan a respirar en una atmósfera de impiedad y escepticismo, se contaminan con él, y lejos de preservarlos de la terrible epidemia la autoridad y consejo del padre, éste, con su ejemplo, contribuye a que miren desdeñosamente todo sentimiento religioso, considerado, como cuidado doméstico, propio sólo de la mujer. La mujer se aflige de la impiedad del marido y de los hijos; los hijos y el marido se ríen de las creencias de la esposa y de la madre, y este desdén pasa en mayor o menor cantidad, pero pasa siempre a la persona. No habiendo armonía en las ideas, no la hay en las acciones; las conciencias se separan, los espíritus se alejan, y la razón sin piedad y la piedad sin razón, acrecientan sus mutuos agravios y conducen a faltas graves y a dolores profundos. El hogar doméstico, lo repito, es el primer santuario; el corazón que allí no ha sentido a Dios, no suele tener ecos para las voces que se elevan en el templo.

MORAL.-Moral es el hombre que comprende lo justo y quiere realizarlo; pero resulta que sin cierta cantidad de amor, ni se comprende la justicia, ni se tiene voluntad de hacerla. Si se observan los pueblos y los hombres, se notará que los que no aman son duros, crueles, y por consiguiente, injustos. Cuando no se mira al hombre como un hermano, muy cerca se está de mirarle como un enemigo, para con el cual la justicia humana no es obligatoria. ¿Desde cuándo los enemigos declarados, los que están en guerra, empiezan a tener derechos mutuos? Desde que empiezan a amarse durante la paz. El bien que los hombres se hacen, el respeto que se inspiran, la justicia a que se creen obligados, su moralidad, puede medirse por el amor que se tienen. La familia, fuente de amor y de sacrificio, lo es, por lo tanto, de moralidad. El niño tributará un día a sus hijos el amor que ha recibido de sus padres, y se impondrá privaciones y sacrificios como aquellos que por él se han impuesto los autores de sus días. La ley de amor se escribe en vano si no se pone en acción. Siendo amado y amando, se aprende a amar; sintiendo, se educa la sensibilidad; viendo la abnegación y recogiendo sus frutos, se aprende a vencer el egoísmo, y el deber entra en los hábitos de la vida, se infiltra en ella y se cumple, sin notarlo, como se respira. Las familias donde los deberes se olvidan, donde no hay moralidad, son aquellas cuyos individuos no se aman: no se cometen faltas para con el que inspira cariño, o, una vez cometidas, se reparan pronto.

Si el crimen tuviera genealogía como la nobleza (e importaba más buscársela), se vería que esos hombres duros y perversos, inmorales en alto grado, vienen de generaciones que se suceden sin tener en la familia sentimiento de amor y espíritu de sacrificio.

Y cuando falta ese foco de amor y de abnegación que se llama familia, ¿cuál será la escuela y el apoyo de la moralidad? Los millones de niños educados por el Estado, sin padres a quienes respeten, ni amen, ni de quien sean amados, ¿cómo educarán su corazón, que no puede educarse sino por el sentimiento?

El que crea que el deber y la virtud se aprenden como la física y las matemáticas, leyendo un libro y oyendo a un profesor que los enseña, equivocada idea tiene del espíritu humano y de las condiciones que necesita para levantarse hasta la virtud y el deber. La educación científica puede ser colectiva; la educación moral tiene que descender al individuo, o no es educación; el niño sin familia que forma parte de la enorme masa de alumnos que el Estado educa, ¿de quién recibirá esas lecciones que se dan en forma de cariño, ni cómo penetrará en su alma el sentimiento que a ninguno inspira, ni el espíritu de abnegación que nadie por él tiene? Suprimida la familia, los hombres se amarían menos, serían más egoístas y duros, y con su egoísmo y su dureza crecería su inmoralidad; esto es evidente para todo el que entienda algo de moral, por poco que sea.

Tratando de la familia, no es posible dejar de hacer mención de lo que se ha llamado el amor libre, con que se pretende sustituirla. ¿Qué es el amor libre? Según unos, el desenfreno absoluto de las costumbres, la prostitución generalizada, el comunismo aplicado a las relaciones de los sexos. Según otros, esto es una calumnia o una mala inteligencia; el amor libre como ellos le entienden, como debe entenderse, es una especie de matrimonio que dura todo el tiempo que los contrayentes tienen voluntad de permanecer unidos; mutuo consentimiento, esta es la ley, la única ley que debe regir sobre la materia.

Yo no creo, Juan, en la omnipotencia de las leyes; pienso, por el contrario, que pueden muy poco las buenas en pugna con los hábitos de un pueblo corrompido, y que las malas se estrellarían contra la severidad de costumbres; pero dada la relajación de las nuestras, la falta de energía de los sentimientos religiosos y de rectitud y fijeza en los principios y en las ideas; cuando todo se bambolea a merced de las teorías y de las pasiones, la ley que las favorece, cuando son groseras, puede hacer mal, mucho mal, y no hacen poco los que contribuyen a menoscabar el prestigio de las grandes instituciones que necesitan y merecen respeto. Bien sé que la fuerza de las cosas tiene más poder que ningún mandato dictado por los hombres; bien sé que, abolida la familia por la ley, existiría de hecho, y declarado disoluble el matrimonio a voluntad de los cónyuges, el número de los divorcios no sería tan grande como era de temer; pero sé también cuánto daño haría una con causa poderosa añadida a otras muchas de corrupción y licencia.

En vez de pedir facilidades para disolver el matrimonio, sería mejor predicar razón, prudencia y moralidad para contraerle.

La indisolubilidad del matrimonio, con excepciones raras, debe ser la regla, ya esté escrita en las leyes, ya en las costumbres. En algunos casos podrán venir de aquí inconvenientes y aun desgracias terribles; pero además de que estos casos serán rarísimos, si al matrimonio presiden la moralidad y la razón, no es posible dictar ninguna ley, la más justa, y por consiguiente la más útil, que en alguna circunstancia no imponga condiciones duras al individuo.

En caso de agresión injusta, ¿no es necesario inmolar a la patria miles de sus hijos? ¿No es necesario defender la sociedad contra los ataques de los malhechores, con riesgo y a veces sacrificando la vida de los que la defienden? Un hombre a quien las apariencias señalan como asesino, ¿no se reduce a prisión, aunque tal vez esté inocente hasta que lo pruebe? La justicia impone a la sociedad como al individuo deberes, que por costosos no dejan de ser justos. Para tener patria, alguna vez puede ser necesario inmolarse por ella; para verse libre de bandidos, alguna vez puede ser necesario morir persiguiéndolos; para recoger las ventajas de que un asesinato no quede impune, alguna vez puede ser necesario verse reducido a prisión.

¿Cómo no ha de ser necesario correr el remoto riesgo (muy remoto si hay prudencia y moralidad) de verse unido en matrimonio a una persona que nos hace desgraciados, cuando de este posible mal recoge la sociedad y hemos recogido nosotros mismos tantos bienes? Si esta ley, que en algún caso puede parecernos dura, es justa y necesaria, ¿por qué hemos de declamar contra ella en nombre del frío egoísmo, de la licencia desenfrenada o del aturdimiento imprudente? Se piden facilidades para romper los vínculos del matrimonio, cuando lo que se había de pedir era moralidad y prudencia para contraerlos. La pasajera fascinación de los sentidos, el interés, la vanidad, llevan al matrimonio, y luego se le pide algo que no sea efímero, vano ni vil, acusando a la institución de las faltas de los que no comprenden o no cumplen las condiciones sin las cuales no es posible que sea benéfica. No tengo noticia de un solo matrimonio contraído moral y razonablemente que necesite ley que facilite el divorcio, ni que la utilizara aun que existiera.

CIENCIA Y ARTE.-Agrupo estas dos cosas que tienen manifestaciones muy diversas, pero que pueden considerarse como una bajo el punto de vista que las considero aquí, es decir, cual facultades del espíritu que se cultivan, se desarrollan, se perfeccionan, en una palabra, se educan. Hay muchos que creen que nada tiene que ver la moral con la ciencia y con el arte; error tan grave como figurarse que son independientes el pulmón y el estómago. Lo mismo que las entrañas de nuestro cuerpo, las facultades de nuestro espíritu forman parte de un todo armónico, dan y reciben impulsos unas de otras, y ejercen mutua y poderosa influencia.

La desmoralización no sólo enerva, disipa y destruye la salud corporal, sino que extravía, empequeñece y rebaja las facultades del alma. Todos saben que un hombre vicioso no es buen trabajador, y que, por consiguiente, hace poca y mala obra a cualquier arte, oficio o ciencia a que se dedique. Otra cosa hay menos visible para el que mira con poca atención, pero no menos cierta, y es lo que podría llamarse perversión del arte y de la ciencia, por reflejo de la perversión moral. ¿Qué le sucede al músico, al poeta, al pintor, al escultor que no tienen ningún noble sentimiento, ninguna idea elevada? Todos los días lo estamos viendo. Ni la melodía, ni el cuadro, ni la estatua, ni el poema, son lo que podían y debían ser: impulsos ruines, cálculos mezquinos, ideas erróneas se incorporan a las facultades del artista como un fermento corruptor; el ideal sublime se convierte en ídolo vil; los dilatados horizontes en reducidos límites, y el genio en instrumento inútil, puesto en tan indignas manos.

Además, la elevación del arte no depende sólo del artista; su poder no es sólo personal; su inspiración es una voz y un eco; su brillo es en gran parte reflejo, y en un pueblo corrompido, el sentimiento de lo grande y de lo bello, o no nace en el artista, o muere, como se apaga una luz en un pozo de aguas inmundas. El público corrompido es corruptor; pide obras que halaguen sus gustos viles, y el arte, en vez de proclamar las leyes escritas por el genio inspirado en lo alto del Sinaí, recibe las que le dicta el vulgo desde las profundidades cavernosas de sus depravados instintos. El que moralmente no es grande, difícil es que lo sea en ninguna esfera; que para resistir en todas al vicio, es necesaria la virtud. ¡Cuántas veces viendo un cuadro, una estatua o un poema, puede decirse de su autor: A este hombre no le faltó para ser poeta o artista, más que ser honrado!

La ciencia se resiente también de la desmoralización de los que la cultivan, porque no se engrandece, ni es fecunda para el bien, sin nobles impulsos que la levanten a las altas esferas donde la verdad brilla, sin la incontrastable perseverancia que nace de generoso entusiasmo, y sin la abnegación que llega hasta el sacrificio. La ciencia puesta al servicio del interés o de la pasión, ni se engrandece ni se extiende; vicia en vez de purificar la atmósfera en que vive el espíritu, es una especie de monstruo repugnante o infecundo.

El hombre es, como hemos visto, lo mismo física que moralmente, un todo compuesto de partes armónicas; no puede rebajarse ni levantarse una sin que se rebajen o se levanten todas, y la supresión de la familia, que disminuye su moralidad, debilita su poder para la ciencia y el arte.

ECONOMÍA.-El hombre tiene necesidades, y para cubrirlas es menester un trabajo productivo: si no produce todo lo que necesita, sucumbe. Cuanto más produce y menos gasta, podrá economizar más, será más rico. Estas economías podrá tenerlas en reserva para hacer frente a sucesos desgraciados, como enfermedades, dificultad o imposibilidad de producir por cualquier motivo, o aplicarlas a perfeccionar los instrumentos de trabajo, o a ensanchar su esfera de acción; de todos modos, aquella economía es un elemento de bienestar. De estos elementos de bienestar individuales se compone el bienestar general; una nación es próspera cuando prosperan los que de ella forman parte. ¿Qué hará el hombre para que sus gastos disminuyan, sin que sus necesidades queden desatendidas, y al mismo tiempo se aumenten sus productos? ¿Cómo combinará sus fuerzas? ¿A qué artificio recurrirá para utilizarlas mejor? ¡Admirable armonía de lo justo y de lo útil! El hombre, siguiendo los nobles impulsos de su alma, obedeciendo a los mandatos de su conciencia ilustrada, halla la mejor organización económica; ese grupo que se llama familia, donde se ama más, es donde más se trabaja y se gasta menos, es donde hay un poderoso instrumento de prosperidad, de tal modo, que si la familia no se estableciese en nombre de la conservación de la especie, de la moral, de la ciencia y del arte, sería preciso crearla para la economía social. Busquemos el pueblo más próspero y floreciente; suprimamos en él la familia, y no tardará en ser un pueblo miserable. Si la proposición te parece dudosa, será evidente a poco que la reflexiones.

La riqueza de un pueblo, claro está que se compone de la de los individuos que de él forman parte: observemos, pues, lo que son éstos en la esfera económica, es decir, como productores y consumidores. Supongamos una familia compuesta de seis personas; un matrimonio con tres hijos y el padre o la madre ancianos: es decir, entre seis individuos, un buen trabajador, dos trabajadores imperfectos, y tres consumidores que no producen. El hombre vigoroso se esfuerza a trabajar, tiene que mantener una numerosa familia, su mujer, su madre, sus hijos, criaturas amadas y amantes; débiles que confían en su fuerza y le pagan en cariño y en felicidad los sacrificios que por ellos hace. Estos sacrificios no tienen para él carácter de tales, no los ve siquiera, identificado como está con su familia. YO y NOSOTROS, tienen una significación idéntica; todo es allí común, la riqueza y la miseria, el dolor y la alegría, la felicidad y la desgracia, la honra y la infamia. La casa de aquel hombre es una parte de su persona, es él mismo, y para ella trabaja con afán, y a ella lleva el producto de su trabajo: este producto no sé pone en manos ociosas ni egoístas. Su mujer, en cuanto el cuidado de los hijos lo consiente, le ayuda más o menos, pero siempre mucho. Por ella tiene aseadas la ropa y la habitación; por ella está su alimento bien condimentado y a la hora conveniente. Puede dedicarse con más asiduidad al trabajo y ser un poderoso auxiliar de su marido, ayudada para el cuidado de sus hijos por su padre o su madre anciana. Ésta cuida de los niños y hace en la casa todo lo que no necesita grande habilidad ni mucha fuerza. Aunque corta de vista, débil y achacosa, todavía es un precioso auxiliar por sus servicios y por sus consejos. El abuelo da lecciones de su oficio, da sobre todo lecciones de la vida, comunicando a los jóvenes el fruto de su experiencia. Esta experiencia, prescindiendo de su valor moral, tiene un gran valor económico, porque contribuye a la perfección del productor, y le evita pruebas arriesgadas y tanteos inútiles. Así combinados estos tres trabajadores, se auxilian, se suplen, se completan con el estímulo de los pequeñuelos, centro hacia el cual converge el amor de todos. En la enfermedad se cuidan, en la desgracia se sostienen, en todas las pruebas de la vida oponen a la miseria un grande esfuerzo combinado, por el poderoso impulso que impele a la producción, por la parsimonia del gasto y por la economía que resulta de la vida en común.

Suprimida la familia, estas seis personas se dispersan, disminuyendo sus productos y aumentando sus gastos. El obrero robusto trabaja menos, no tiene el poderoso impulso del amor de sus hijos, ni necesita esforzarse tanto para proveer a sus necesidades y a las de la mujer con quien no tiene más vínculo que una unión pasajera. Esta mujer no se identifica con él; su presente, su porvenir, su prosperidad, su ruina, su vida, en fin, no son una cosa misma. Gasta alegremente cuanto tiene, o si economiza, es para sí, procurando explotar al que la abandonará en breve. La abnegación de la madre de familia; aquel amor puro que en la esfera económica produce un trabajo incansable; la atención continua y minuciosa para que se aproveche todo esfuerzo, y para procurar mayor suma de bienestar con el menor gasto posible: nada de esto puede hallarse en el hogar ambulante de las uniones efímeras; la esposa gasta poco y trabaja mucho; la querida gasta mucho y trabaja poco; todo el que haya observado los hábitos y tendencias de las mujeres deshonestas, habrá podido ver que se distinguen por su amor a los gastos superfluos y su odio al trabajo; propagar la deshonestidad en la mujer es aumentar los despilfarros de la vanidad y del desorden y disminuir los productos. Hablaban un día dos personas caritativas de una mujer extraviada que se proponían traer al buen camino. Desconfiaba bastante del éxito una de ellas, y la otra, más experimentada, la preguntó.

-¿Trabaja?

-Sí, y con mucha asiduidad.

-Entonces está salvada.

Y se salvó, en efecto, según el pronóstico, fundado en una larga experiencia.

Del grupo disperso de la familia tenemos a los dos obreros principales, trabajando menos y gastando más. Su auxiliar, el anciano o anciana, tan útil para el cuidado de la casa, para el cuidado de los niños, para guiar con su consejo a la inexperta juventud, y para contenerla muchas veces en alguna pendiente peligrosa; el anciano sin familia es una carga para la sociedad, y vive una vida que le pesa mucho. En la soledad material y moral de un miserable albergue desde donde sale a implorar la pública compasión, o en el aislamiento moral de un establecimiento público, donde es inútil su experiencia, y difíciles, si no imposibles de utilizar, sus débiles fuerzas; donde falta amor que disculpe las impertinencias de la edad, y mime los achaques; donde el mal humor y la tristeza tienen su asiento; donde, hay aquella acritud de los que llevan al fondo común males sin esperanza, y dolores sin consuelo que se multiplican y propagan, el anciano se siente rebajado por que se ve inútil; se desespera o se aflige, porque sólo inspira desdén o desvío, y deprimido el ánimo, se encorva y se debilita más el cuerpo, que consume, produciendo poco o nada. El anciano sin familia es la criatura más triste y más inútil.

Nos resta considerar a los tres niños sin padres ni abuelos, lactados, mantenidos, vestidos y educados por extraños mercenarios que hacen por dinero algo, muy poco, de lo que por amor harían sus abuelos y sus padres. Aquí resalta bien la inferioridad económica de una organización que priva al niño de familia. La nodriza del expósito no es más que nodriza, y pasa la vida en ociosidad difícil de evitar; la madre que lacta a su hijo, cuida al mismo tiempo de los otros, de su marido, de su madre, de lo que se llama la casa, y si tiene quien la auxilie, puede dedicarse a un trabajo bien retribuido.

La familia agrupada en derredor de los niños, los mantiene del modo más económico posible; trabajando, los atiende y vigila, aprovechando para ellos esfuerzos y horas que se perderían fuera del hogar doméstico.

Además, el mercenario que cuida un niño, quiere ganar con él algo; los padres pierden por él su sosiego, su bienestar, su salud y en algunos casos hasta su vida. Es incalculable el aumento de gasto que produciría el móvil egoísta de la ganancia, ni la economía que resulta del esfuerzo generoso de la abnegación. Puede asegurarse, te repito, que, aunque la familia no fuese necesaria para la conservación de la especie humana y para la educación del hombre en todas las esferas, lo sería como un elemento económico, como la fuente de producción sin la cual los pueblos sólo hallarían miseria y ruina.

Aunque muy brevemente, nos hemos hecho cargo, Juan, de las principales consecuencias de la supresión de la familia; pero aunque el hombre pudiera multiplicarse y crecer, prosperar, hacerse rico y sabio fuera de ella, ¿qué sería de él, qué de la sociedad, cuando se viese privada de la fuerza que más la sostiene, de la abnegación que más la levanta, del sentimiento que más la purifica? ¿Puedes imaginar tú, puede imaginar nadie, lo que sería un mundo donde ningún hombre tuviera el recuerdo de su madre, el ejemplo de su madre, el respeto de su madre, el sostén de su madre, la religión y el amor de su madre? Yo no sé lo que semejante mundo sería, pero me figuro una especie de caos moral, o alguna cosa como una caverna lóbrega donde se oyen extraños ruidos y se ven repugnantes y aterradoras visiones.

¿A qué esforzar los argumentos contra los que atacan la familia? Luchan contra la naturaleza y no pueden triunfar; bastaría para vencerlos el grito unánime de todas las mujeres y de todos los siglos, que les dice: ¡Insensatos! ¿Quiénes sois, de dónde habéis salido los que pretendéis que la mujer, en su pena o en su alegría, no diga: ¡HIJO! y que el hombre, en su dolor, no exclame: ¡MADRE!




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De la propiedad


Apreciable Juan: Nos toca hoy hablar de la propiedad, cuestión cuya importancia no hay que encarecer, porque en la actualidad esta importancia más bien se exagera que se desconoce.

- I -

En la hora en que vivimos, los hombres hacen comparecer las instituciones ante el tribunal de su criterio; todo se investiga, se analiza y se discute; pero como los jueces, ni siempre tienen la suficiente ilustración, ni siempre son desinteresados, ni están exentos de pasión, ni tienen aquella calma sin la cual difícilmente se comprende lo verdadero, y se quiere lo recto, resulta que los fallos no son justos todas las veces, y hay que apelar de la humanidad a la humanidad misma, para que, teniendo en cuenta documentos que no le presentaron o no quiso examinar, y mejor informada, resuelva conforme a justicia.

La propiedad se halla hoy en el banco de los acusados; no es la primera vez, ni será la última; no está exenta de culpa, porque la propiedad es el hombre, y como toda institución, refleja su imperfección y se contamina con sus vicios. El error de sus acusadores consiste en hacerla responsable de los males que coinciden con ella, y en pensar que es causa de todas aquellas desdichas que no remedia. La propiedad, como la actividad, como la inteligencia, como la fuerza, como todo lo que es necesario, no tiene mal en su principio, en su esencia; el mal le viene del abuso, de la dirección torcida, del cálculo errado o culpable, que convierte todo poder puesto en manos indignas, en un peligro o en una desventura. Si el propietario es perverso, perversa aparece la propiedad; si santo, santa; y según tenga abnegación o egoísmo el que la maneja, puede calificarse de instrumento benéfico o de máquina infernal.

Si la propiedad se adquiriera siempre por buenos medios, y se destinase a buenos fines; si el propietario fuera un hombre laborioso que por no tener necesidad material y apremiante de trabajar, no se creyese fuera de la santa ley del trabajo; si ilustrado, convirtiera su riqueza en instrumento de prosperidad, dedicándola a empresas útiles; si benéfico, difundiera la luz de la verdad, procurando ilustrar y moralizar a los que estaban en condiciones menos favorables; si compasivo, sintiera en su alma la repercusión de los dolores ajenos, y contara como el mayor bien de su fortuna el poder de consolar la desgracia; si todo esto lo hiciera sin ostentación, sin aparato, sencilla y naturalmente, como los buenos cumplen su deber; si todos los propietarios de todos los países, de todos los siglos, hubieran hecho lo mismo, ¿crees tú que nadie, nunca, ni en ninguna región, hubiera maldecido la propiedad? Es evidente que no.

El mal, pues, no está en la cosa, sino en el hombre; no viene de la propiedad, sino del propietario, ni puede ser de otro modo, porque siendo la propiedad imprescindiblemente necesaria, no podía ser esencialmente mala. Este modo de considerarla nos lleva a plantear el problema de una manera razonable y que hace posible su resolución: en vez de decir: ¿Cómo destruiremos la propiedad? digamos. ¿Cómo se hará para que la propiedad cause el menor mal y produzca la mayor suma de bien posible?

He dicho que la propiedad era necesaria, y como esto es precisamente lo que se niega, es lo que hay que probar, para lo cual basta un poco de buen sentido y un poco de buena fe, siempre que el alma está exenta de apetitos y pasiones que obscurezcan en ella la luz de la verdad.

- II -

Todo lo que vive tiene necesidad de apropiarse alguna cosa. Las plantas extienden sus raíces, y se asimilan, se apropian aquellos principios que hay en la tierra, necesarios a su nutrición; extienden sus ramas, y se asimilan, se apropian aquellos principios que hay en la atmósfera y sin los cuales es imposible su vida. Aquí hallamos la apropiación en su grado mínimo, en bosquejo, puede decirse; pero ya resalta en ella un hecho esencial, a saber: que donde está una raíz o una rama, no puede haber otra, y que tienen que desviarse por el aire o por la tierra, para buscar los principios de que depende su vida en un espacio que no esté ocupado.

Lo que la planta hace en virtud de la ley de su crecimiento, el animal lo hace ya en virtud de su voluntad; el animal puede y quiere moverse, puede y quiero buscar los objetos que han de sustentarle, y los busca en una esfera más extensa, y se los apropia. La acción de la planta se extendía solamente a algunas pulgadas o algunas varas; la del animal puede llegar a muchas leguas, y no sólo el teatro es más vasto, sino que la intención y el trabajo de buscar el sustento, establecen diferentes condiciones al apropiárselo.

Donde no hay conciencia clara, no puede haber derecho; bien determinado El hecho de la fuerza, será la ley de la apropiación cuando el apetito o la necesidad aguijonean, pero no hay duda que tienen cierta especie de respeto instintivo a la propiedad algunos animales; el que primero se apodera de una presa o de una guarida, parece que la mira como cosa suya; por lo menos, se ve que la defiende con más tesón del que emplea para atacarle el que se la quiere quitar, y siendo las fuerzas iguales, es seguro que el primer poseedor triunfará, y probable que no será acometido.

Cuando para procurarse los medios de subsistencia, el animal no hace más trabajo que buscar, no debe haber otro derecho que el del que llega primero, o del primer ocupante, como dicen los juristas. Repito que en los animales no habrá idea de derecho, pero alguna especie de conformidad instintiva deben tener con el orden necesario, porque de otro modo no podrían existir. Observa los que pacen en la pradera, roen en el ramaje de los arbustos, buscan granos sobre la tierra o tubérculos debajo de ella; verás que cuando encuentran ocupada una extensión de pradera, una rama de árbol, la grana que se desprendió de él, o la raíz que otro sacó hozando, pasan adelante en vez de disputar el alimento al que antes le halló; esta es la regla, sin la cual es imposible la vida, porque si los animales establecieran una lucha por cada porción de alimento; si quisieran despojar de él al que primero le ocupó, en vez de buscar otro, la guerra de todos contra todos haría imposible que pudiera alimentarse ninguno, y las especies sucumbirían de hambre, por no haberse podido apropiar el necesario sustento. Aunque los animales, como los astros, no tengan conciencia de la ley que los rige, la ley existe, a ella se sujetan, y por ella viven al menos muchas especies.

Cuando el trabajo del animal no se limita a buscar; cuando es más perseverante, más inteligente, más intenso, y transforma la materia y crea por medio de esta transformación objetos que no existían, se tiene, y en general es tenido, por dueño de ellos; las abejas respetan mutuamente su colmena; los castores su habitación, y las aves sus nidos; por suyo tienen aquello que han trabajado, por suyo es tenido entre los de su especie, sin lo cual se extinguiría. Si los pájaros quisieren despojar a los otros de los nidos en construcción, en vez de hacerlos; si las abejas lucharan encarnizadamente por apoderarse de la colmena en que otro enjambre hace su trabajo maravilloso, aves e insectos sucumbirán por querer alcanzar por la violencia lo que sólo se obtiene por el trabajo.

Cuando el trabajo sólo consiste en buscar, la cosa hallada pertenece al primero que llega. La bellota es de cualquier cerdo, la hierba de cualquiera vaca, el arbusto de cualquiera cabra, la presa, en fin, de cualquiera que de ella se apodera; pero a medida que el trabajo es más intenso, se especifica, se determina más; el nido no es de un pájaro cualquiera, como la grana o el insecto de que se alimenta, sino de tal pájaro precisamente, de él solo, del que lo ha hecho; la araña teje su tela para sí, etc.

La sustancia mineral que se asimila, se apropia la planta; la hierba o la grana que se apropia el rumiante o granívoro, son pasivas, nada ponen de suyo para ir a formar parte de aquel viviente a cuya vida son indispensables. La raíz es la que se extiende por la tierra; el pez marcha por el agua y el pájaro por el aire en busca de las sustancias sin las cuales perecería. Se ve, pues, que es cualidad esencial de todo el que vive ser activo, tener en sí un principio de acción que obra sobre aquello que se apropia: cuando esta acción es intencionada, constante, inteligente, y da un resultado beneficioso para el que la ejerce, se llama trabajo.

- III -

Resumiendo, tenemos:

1.º Que la vida lleva consigo necesariamente la apropiación.

2.º Que la apropiación es individual, exclusiva, no pudiendo un ser apropiarse cosa que otro se haya apropiado.

3.º Que la apropiación es tanto más determinada y exclusiva, cuanto mayor actividad perseverante e inteligente, o lo que es lo mismo, mayor trabajo ha costado al apropiante.

4.º Que los animales que trabajan por instinto se sujetan a la ley de la apropiación, que siendo necesaria, tiene que ser obedecida bajo pena de destrucción de los infractores.

Ya ves, Juan, con toda evidencia, que el hecho de apropiarse los vivientes las cosas necesarias a la vida no es una invención de los hombres, sino una necesidad de su organismo, una ley de Dios o de la naturaleza, como quiera decirse. ¿Qué diferencia hay entre apropiación y propiedad? La que va del hecho al derecho, del animal al hombre, del que tiene conciencia y moralidad al que de una y otra carece. El hecho fatal, bruto, por decirlo así, de la apropiación de los animales, al llegar al hombre se convierte en derecho de propiedad. Cuéntase de una golondrina, que despojada de su nido hizo un llamamiento a sus compañeras, que le ayudaron a castigar cruelmente al ladrón; algunos otros casos análogos se refieren, pero dado que sean ciertos, siempre serán excepciones; la regla es que los animales no se reúnen y ponen de acuerdo para emplear la fuerza de todos en defender la cosa apropiada por cada uno, y que cuando el fuerte tiene voluntad de despojar al débil, éste queda despojado.

Ahora pasemos a tratar del hombre como apropiador y como propietario. El hombre en el primer concepto, como todo viviente, necesita apropiarse las cosas necesarias a su vida, el animal que caza, el fruto que coge, la cueva en que se guarece de la intemperie. A medida que progresa, se va apropiando mayor número de cosas: la rama mondada y reducida a dimensiones oportunas, que es la primera arma; el tronco de árbol horadado, que es la primera embarcación; la cabaña levantada en sitio conveniente, que es el primer edificio.

Esta serie sucesiva de apropiaciones no las ha menester el hombre sólo para sí, y para atender a las necesidades de su vida, porque no es solo; ya sabemos que no puede vivir sino en familia; tiene, pues, necesidad de una apropiación más extensa para que su mujer y sus hijos no sucumban: se apropia, pues, todo lo que para ellos necesita, albergue mayor, más cantidad de alimento, de vestidos, etc.

Hasta aquí el hombre obra como un animal industrioso y nada más. Llena las condiciones de su vida, es activo, y se apropia lo que puede sustentarla; trabaja para que este sustento no falte a él ni a los suyos.

Pero el hombre no vive solo; ni aun le basta la familia para existir; necesita la sociedad de sus semejantes, la horda, la tribu, la nación, un conjunto de criaturas semejantes a él, con quienes comunique ciertos afectos, ciertas ideas, con quienes goce lo que solo no puede gozar, y con los cuales se defienda de enemigos que le aniquilarían si estuviera aislado. El hombre, eminentemente sociable, tanto por sus necesidades materiales, como por las de su espíritu, necesita de la compañía y del auxilio de los otros hombres; de su unión con ellos, tanto como de su inteligencia le viene la superioridad que respecto de los animales tiene.

El hombre, en sociedad con otros, se apropia lo que necesita y su actividad lo proporciona; pero he aquí que otro hombre se quiere apoderar de una cosa que él se había apropiado ya con esfuerzo y trabajo y llamaba suya. El apropiador la defiende enérgicamente, siente que el despojador es injusto y comete una acción mala. A pesar de la energía de la defensa, si el agresor es más fuerte, triunfa, y el acometido se queda sin la cosa que con su trabajo se había apropiado. Pero esta idea que él tenía de que la cosa le pertenecía, era suya, no la tiene él solo, la tienen todos los que viven en sociedad con él, y sienten la injusticia de aquella violencia, y le defienden, y llaman delito a la acción de privar a uno por fuerza de lo que es suyo, y delincuente al que la comete, y prohíben la una y castigan al otro.

Como los que así piensan y sienten son los más, establecen que no se pueda privar a nadie de aquello que es suyo, porque lo ha menester para vivir, y con su trabajo se lo apropió; esto pasa a ser regla general, obligatoria, tenida por justa, o sea ley, que escrita o no, rige aquella sociedad donde se prohíbe el robo. Esta prohibición en los hombres primitivos, no es probablemente un acto de reflexión, sino una espontánea manifestación de la conciencia. Aquellas cosas que son indispensables para la vida de las sociedades, como para la de los individuos, instintivamente se hacen, y se siente su necesidad, que más tarde se razona. Después de los hombres rudos que hacen valer con la fuerza de su brazo el fallo de su conciencia, vienen los hombres cultos, que razonan la legitimidad y la necesidad de aquel fallo.

En efecto, si el hombre no puede vivir sin apropiarse aquellas cosas necesarias a su existencia, impedirle esta apropiación es impedirle que viva, es matarlo.

Si para apropiarse aquellas cosas necesita desplegar su actividad y su inteligencia, partes integrantes de su ser, las cosas creadas por él son suyas, porque suyas son su actividad y su inteligencia; atacándolas, se ataca su personalidad, su individualidad, su Yo, del cual una parte ha pasado a su obra. Lo que se respeta en el producto del trabajo, es la persona del trabajador; es aquel esfuerzo, aquel pensamiento que lo crea, sin el cual no existiría, y, o no se respeta al hombre, o es preciso respetar su obra. Así, los déspotas que arrastran por el lodo la justicia y la dignidad humana, no sólo son señores de vidas, sino también de haciendas. Ataque a la cosa bien adquirida, ataque a la persona; así lo han comprendido todos los hombres de todos los países: la pérdida material en un fuego o en una inundación, aflige, pero no irrita; lo que indigna en el robo es que el hombre siente la injusticia, y se ve atacado en su propiedad.

La vida de los hombres, que es una serie de esfuerzos inteligentes para proveer a sus necesidades, es incompatible con una serie de violencias. Si la lucha constante fuera una condición de vida, las otras condiciones serían imposibles; el hombre, batallador siempre y trabajador nunca, no podría existir. Para tener ánimo, tiempo y fuerza para trabajar, es preciso tener seguro el fruto de su trabajo, y que el hecho de la apropiación se convierta en derecho de propiedad.

El hombre que tiene mayor esfera de acción; que tiene más necesidades y más medios de satisfacerlas; que tiene una actividad mayor y más inteligente, propia para multiplicar sus relaciones con la naturaleza y modificarla en mayor escala, y crear más abundantes y variados productos; el hombre, ser moral del que forma parte la idea del deber y de la justicia, no puede existir en ningún orden o esfera con sólo el hecho; ha menester en todas el derecho, que, aplicado a las cosas que con su trabajo se procura, se llama propiedad.

Ya ves, Juan, que la propiedad es una cosa necesaria y justa: sagrada la han llamado muchos, y no sin razón, porque en todo lo que es justo hay algo de santo. Ese grito de reprobación que se oye por doquiera cuando se trata de atacar la propiedad, ¿crees, por ventura, que es la obra de unos cuantos propietarios egoístas? No. Es la sociedad que se siente amenazada en sus fundamentos, herida en sus entrañas: por eso se aterra; por eso protesta con desesperada energía. Siempre que la propiedad se ataca a mano armada, hay quien con vigor la defiende, y corre sangre y hay víctimas. ¿Crees que esto sucede uno y otro año, uno y otro siglo, y en todas las regiones, por alguna general obcecación? No. El instinto, la conciencia y la razón de los hombres están de acuerdo en que sin propiedad, ni sociedad ni vida son posibles. ¿Por qué se ataca? Porque los hombres convierten con frecuencia sus necesidades en pasiones, y abusan de la propiedad como de la fuerza, como de la inteligencia, como de todo; pero de que padezca indigestión el que come con exceso, no debe concluirse que el comer no es necesario.

Continuaremos otro día tratando de esta cuestión, que no puede encerrarse en una sola carta, y ésta va siendo demasiado larga.




ArribaAbajoCarta vigesimonona

Continuación de la anterior


Apreciable Juan: Después de lo que hemos visto en la carta anterior, ya podemos formar nos idea de lo que es la propiedad.

Su ORIGEN está en la personalidad humana; en la necesidad absoluta que el hombre tiene de apropiarse aquellas cosas que hay en la naturaleza, y sin las cuales sucumbiría, y en su actividad, que las modifica y hace adecuadas al fin de su existencia. Para que haya propiedad se necesitan dos términos:

1.º La persona que ha de apropiarse la cosa.

2.º La cosa que ha de ser apropiada.

Una persona, por el hecho de serlo, no puede ser propietaria de una cosa que no existe, o que con justicia se ha apropiado otro; porque lo que en física se llama impenetrabilidad de los cuerpos, es decir, imposibilidad que uno ocupe el espacio ocupado por otro, es ley también de la propiedad: una misma cosa no puede ser de más de una persona. Se dice a veces que muchas personas tienen parte en una cosa, pero es de aquellas que se pueden partir, o ellas o el valor que las representa; una cosa absolutamente indivisible no puede ser más que de una persona, y el acto de apropiación definitivo es siempre exclusivo del que apropia. Un prado, por ejemplo, se dice que es de cuarenta personas; pero es una manera inexacta de hablar, porque la verdad es que cuarenta pedazos de prado, uno al lado del otro, y que parecen un todo, son de otros tantos propietarios. Si se vende y vale cuarenta duros, cada cual se llevará veinte reales; si se siega y produce cuarenta carros de hierba, un carro será para cada uno. Lo mismo sucede con una tierra, una mina o una fábrica, la propiedad de toda la cosa no es de todos los propietarios, sino que una parte es de cada uno; de modo que si se explota, se reparte el producto, y el valor, si se vende: es realmente propiedad individual aquella que por la asociación de los propietarios tiene a veces apariencia de colectiva.

La propiedad colectiva, aunque al parecer sea excepción de esta regla, no lo es en realidad, porque aun cuando materialmente pertenece a muchos individuos, es una sola persona jurídica la propietaria, y el ayuntamiento o la comunidad, cualquiera que ella sea, son los únicos dueños y propietarios de la cosa que se disfruta en común, y que cuando llega a utilizarse, es por partes indivisibles. La leña o la bellota del monte común, cuando llega el caso de consumirla, es ya propiedad del que la consume.

Aunque en la práctica se verifique pocas veces, se da el caso en que la propiedad de una cosa no se divide por partes entre diferentes propietarios, sino por cualidades, es decir, por aquellas circunstancias que la pueden hacer aplicable a diferentes usos. De un monte, por ejemplo, puede haber tres propietarios, no que le dividan en tres porciones, sino de los cuales uno aproveche el pasto, otro la leña, y otro la grana o fruta de los árboles. De una vaca, uno puede aprovechar la leche, otro el abono, y otro la fuerza.

Resulta que un hombre, en virtud de su personalidad, tiene derecho a ser propietario en general, pero no a serlo de una cosa particular, si esta cosa es ya propiedad de otro que se la apropió con justicia. Como un cuerpo no puede estar donde está otro, un propietario no puede serlo de un objeto que está bien apropiado, hasta que el propietario lo ceda voluntariamente. La cualidad de hombre no da, pues, derecho a apropiarse un objeto determinado que otro hombre posee con buen título.

Si después de haber comprendido el origen de la propiedad, y héchonos cargo de una de sus cualidades esenciales, que es la individualidad, queremos tener de ella una noción exacta y formularla, podremos decir que PROPIEDAD es el poder conforme a justicia de una persona sobre una cosa material, para todos los objetos posibles inherentes a su índole y racionales. Analicemos la definición.

Poder conforme a justicia. El que por fraude o por violencia se apodera de una cosa, tendrá poder sobre ella, pero no tendrá propiedad. Si vivo en una sociedad en que lo justo se comprende y se realiza, será despojado; si no, será un usurpador fuerte, cuyo delito queda impune, pero no un propietario.

De una persona sobre una cosa. La propiedad es tan esencialmente personal, que no puede existir sin persona; y tan determinada, que no puede ser sin una cosa. En vez de una persona, pueden ser muchas personas, y en vez de una cosa, un conjunto de cosas; pero descomponiendo el propietario colectivo, se encuentra siempre que sus elementos constitutivos son personas, y analizando la cosa apropiada, se ve que es susceptible de fraccionarse, ella o el valor que la representa, y formar tantos como propietarios han de poseerla.

Material. Como es de esencia de la propiedad que el propietario pueda disponer de la cosa apropiada, ésta ha de ser de aquellas de que el hombre pueda usar a su albedrío, sin más restricciones que las indispensables exigidas por la justicia. Se dice de un sujeto que tiene una plaza de relator o una cátedra en propiedad pero realmente es una manera inexacta de hablar, porque no pudiendo vender, ni cambiar, ni regalar aquellas plazas, no puede decir que son suyas.

No es lo mismo tener ciertos derechos sobre una cosa, que ser propietario de ella. Todo funcionario público tiene derecho a que se le ampare en el desempeño de los deberes que le impone su empleo, y aun a que no se le separe mientras cumpla bien; pero todos estos derechos reunidos, y otros análogos que pudieran añadirse, no constituyen el de propiedad, que únicamente versa sobre el sueldo asignado a sus funciones.

Para todos los objetos posibles inherentes a su índole. El propietario ha de tener gran libertad para disponer de la cosa que posee; ha de poder cambiarla, venderla, modificarla, usarla, arriesgarla, darla o guardarla como le parezca; si no, no sería suya. La libertad que tiene el propietario pasa a la cosa que es su propiedad, que es pasiva y sin conciencia, y por lo tanto, debe seguir el impulso que le da el ser activo, moral e inteligente, que la posee. Si el hombre no tuviera un gran poder sobre el objeto apropiado, éste ejercería sobre él una especie de tiranía, viniendo a quedar la persona subordinada a la cosa. Si posees un valor, y aunque te halles en gran necesidad, no puedes enajenarlo, padecerás hambre y miseria, porque una ley, dando más importancia a que poseas el objeto que a que remedies la necesidad, prescinde de tu desdicha. Si tienes una tierra cuya renta no es bastante para que vivas sin cultivarla o sin administrarla de cerca; si el clima no es provechoso a tu salud, o por cualquiera otra circunstancia te conviene venderla, y la ley te lo prohíbe, tienes que permanecer en ella de por vida, esclavo de tu propiedad, en vez de ser su señor. Si la propiedad se inmoviliza y las jerarquías sociales se arreglan a ella, como sucedía hace algunos siglos en la época llamada feudal, el rango y el poder de una persona se miden por la extensión de su hacienda; su categoría no depende de su virtud, ni de su trabajo, ni de su ciencia, sino del valor de sus fincas; él marca el lugar que ha de tener en la escala social la persona, que parece un mero representante de la tierra y esclavizada por ella. Siempre que esto se hace, se ataca el derecho del hombre y la dignidad humana, que no consiente que el ser inteligente y libre, en vez de servirse de las cosas como de un instrumento, se sienta amarrado por ellas como por una cadena.

Dirás que la riqueza de una persona influye mucho en el aprecio que de ella se hace: así es ciertamente, pero este hecho es error de la opinión y no injusticia de la ley, que no debe arreglar ninguna jerarquía social por la cantidad de bienes que se poseen. Cuando éstos se exijan para alguna función, ha de ser porque puedan servir de garantía a alguna responsabilidad, o de racional indicio de alguna cualidad moral o intelectual apropiada al objeto que se busca.

Y racionales. El hombre, ser racional, ha de manifestar esta esencial cualidad en todo: como padre, como esposo, como hijo, como trabajador, como ciudadano, como propietario; siempre. Todos sus derechos, todas sus garantías se le conceden como a racional; desde el momento que deja de serlo, se le retiran o disminuyen en la medida de su sinrazón. Si al propietario de una cantidad de trigo le ocurre arrojarla al mar, como no tiene para esto razón, no tiene derecho, y la sociedad puede y debe impedirlo semejante locura. Si al propietario de un monte le ocurre ponerlo fuego, como no sólo, insensato, destruye el valor que representa, sino que, culpable, pone en peligro de ser consumidas por las llamas las propiedades colindantes y tal vez las personas que en ellas habitan, hay derecho para tratarle como criminal.

De lo dicho resulta que la propiedad no es un hecho arbitrario, caprichoso, violento, y como si dijéramos, bruto, sino una necesidad, a la cual se provee por medios equitativos y con objetos racionales. Necesaria y justa en su principio, libre en sus movimientos, razonable en sus fines, la propiedad es el hombre, que no puede existir sin ella.

Comprendiendo el origen de la propiedad y su esencia, fácil es comprender su derecho, que no es más que la sanción legal del poder justo del hombre sobre las cosas. Sin ley que la determine y la ampare, es la propiedad un derecho fundado en razón y en justicia; lo mío y lo tuyo existen desde que existe el hombre que distingue su persona de la de otro, y dice: Yo y Tú; mas para que esta distinción sea respetada, es preciso que se convierta en ley, es decir, en una regla general obligatoria, tenida por justa, que se impone con la voluntad y la fuerza de todos para amparar la justicia de cada uno.

Ahora, Juan, aunque estamos lejos, me parece oírte decir: «Pues ¿cómo siendo la propiedad una cosa tan buena y tan santa, hay tantos males y tanta perversión en las sociedades que la toman como base de su constitución económica?» El argumento es natural, y la queja parece una razón; pero nota, amigo mío, que las ideas, al encarnar, al pasar de la región del pensamiento a la de los hechos, pierden a veces su diáfana pureza, y se obscurecen y se manchan, y se desfiguran como fuente cristalina que corre por tierra fangosa. ¿Comprendes la sublimidad de la ciencia, viendo al hombre vulgar que la cultiva? ¿Comprendes la santidad de la justicia, viendo al juez que no sabe o no quiere aplicarla? ¿Comprendes la divinidad de la religión, viendo al creyente que, invocándola, infringe sus preceptos? No, seguramente, como no comprendes la alta misión de la propiedad viendo al propietario indigno. En presencia de tantos dolores e iniquidades, dirás: He aquí la obra de la religión, de la propiedad, de la ciencia y de la justicia; y yo te responderé: HE AQUÍ LA OBRA DEL HOMBRE.

Pero las ideas, replicarás, no pueden realizarse sino por los hombres, ni la propiedad existir sin el propietario: ciertamente, y por eso, sólo modificándole y moralizándole a él, puede aparecer ella con la pureza de su justicia. El propietario no puede ser perfecto porque es hombre, pero puede acercarse mucho a la perfección, y cuanto más se acerque, más aumentarán las ventajas y disminuirán los inconvenientes de la propiedad. Estos inconvenientes no le vienen, como te he dicho, de que haya nada malo en su esencia; es en principio absolutamente buena, como la belleza, la fuerza, la inteligencia, la libertad; pero como de ellas, se abusa. No vayas a repetir eso que se dice con frecuencia de cosas que son buenas en teoría y malas en la práctica; lo que es bueno teóricamente es esencialmente bueno, y llegará a serlo practicado, cuando el error o la maldad que sirven de obstáculo a su realización desaparezcan. Mejoremos a los hombres, ilustrémoslos, y veremos indefectiblemente las buenas prácticas de las buenas teorías.

Que por lo tocante a la materia que nos ocupa puede haber progreso, y que el hombre puede acercarse y se acerca a la perfección, cosa es que se demuestra por la experiencia de los individuos y por la historia de las naciones. Hoy, más respetada la propiedad en lo que tiene de justa, se halla más limitada que en la antigüedad y en la Edad Media, en lo que pueda tener de abusiva. El propietario de la tierra no es ya señor de los que la cultivan, no es su legislador, ni su juez, ni tiene derechos cuyo recuerdo ruboriza. El hombre no puede ser ya propiedad de otro hombre; y aunque para vergüenza y dolor de España todavía haya esclavos en sus dominios, es un hecho cuyo derecho no se defiende; una concesión a las circunstancias; un aplazamiento de la justicia, que no se niega. La propiedad es respetada siempre en su esencia, pero se la obliga a variar de forma cuando en la que tiene sirve de obstáculo al bien general: una obra de utilidad pública no se detiene porque un propietario no quiera ceder el terreno indispensable para realizarla; la ley no le despoja, pero le expropia.

Estos tres ejemplos y otros que podría citarte, ponen de manifiesto que, moralizándose los hombres, la idea de la propiedad se eleva, acercándose más y más a su pureza esencial.

Si observas a los propietarios, notas que unos convierten su propiedad en daño, y otros en beneficio de sus semejantes, que aquí es el fruto del fraude o de la violencia, y allá de la inteligencia y del trabajo; que ya sirve de alto ejemplo, ya de irritante escándalo; pero no hay duda que existen muchos propietarios intachables por el modo de adquirir sus bienes, y que los usan con moralidad; y no hay duda tampoco que este número puede acrecentarse disminuyendo cada vez más la voluntad y el poder de juntar riquezas por malos medios y dirigirlas a malos fines.

La voluntad y el poder, hemos dicho, de modo que la propiedad ha de purificarse con las buenas costumbres y las buenas leyes; pero cuenta que éstas poco o nada pueden en el modo de emplear los bienes, cosa importantísima, y que aun para la manera de adquirirlos son impotentes cuando las costumbres sancionan o toleran la inmoralidad y el fraude. Yo no soy de los que creen que las cosas van bien, al menos todo lo bien posible, y que nada puede ni debe hacerse para que vayan mejor; pero veo claro, muy claro, que todas las leyes, y todos los motines y todas las revoluciones, no podrán hacer que la propiedad sea honrada cuando no es honrado el hombre. Fétido es el lodazal de tantos malos medios de adquirir y de tantos modos escandalosos de gastar; pero cuando se toleran y se aplauden, señal es que estamos lejos de una equitativa distribución de la riqueza. Hacer que varíe de manos, no de vicios, es todo lo que pueden alcanzar los actos violentos; para moralizarla se necesitan, como te he dicho, buenas leyes, y sobre todo buenas costumbres.

Se acusa principalmente a la propiedad:

  • 1.º En el modo de adquirirse.
  • 2.º En el modo de distribuirse.
  • 3.º En el modo de gastarse.

No podemos tratar ni aun brevemente estos tres puntos en esta carta, y los dejaremos para otra.




ArribaAbajoCarta trigésima

Continuación de la anterior.-Donación.-Herencia. Modo de adquirir la propiedad y de gastarla


Apreciable Juan: Continuando el asunto de las dos cartas anteriores, trataremos del modo de adquirir y distribuir la propiedad.

El bello ideal sería que la propiedad fuera siempre producto del trabajo honrado; mas para no correr tras lo imposible, malgastando fuerzas que hacen falta para alcanzar lo hacedero, fijé monos bien en tres cosas:

  • l.ª Que el progreso en todo es lento.
  • 2.ª Que cuando el nivel moral es bajo, la adquisición de la riqueza no puede ser equitativa.
  • 3.ª Qué cosa es trabajo.

PROGRESO LENTO.-No es posible que se pase de repente de tener el trabajo, sobre todo el manual, por una especie de ignominia, como lo era en tiempos no muy remotos, o que sea ignominiosa la ociosidad, como debería serlo, y como lo será algún día; necesitan muchos años los hombres para variar de modo de pensar, sin lo cual no es posible que cambien de modo de vivir. Aunque en todo sea preciso dar tiempo al tiempo, en poco se ha andado mucho por este camino. No existen ya las falanges de ociosos que hace cincuenta años se ocupaban solamente en consumir sus rentas. Es hoy cosa muy rara que el hombre más acaudalado permita que sus hijos estén completamente ociosos, y no los haga trabajar algo estudiando alguna cosa. Ya empieza a ser mal visto y poco apreciado el rico que no sigue ninguna carrera o de otro modo se ilustra, es decir, que no trabaja nada. Este cambio en la opinión y en las costumbres lo hemos visto verificarse en pocos años, y también desaparecer o disminuir el desprecio con que se miraban ciertas ocupaciones. El número de los ociosos decrece rápidamente: es una verdad consoladora; pero no puede intentarse que desaparezcan en un momento, ya porque las sociedades no cambian sus costumbres como las decoraciones los teatros, ya porque es difícil que la santa ley del trabajo no tenga ningún infractor.

Vago, ante la ley moral, es todo el que, pudiendo, no trabaja. Yo pregunto a los ricos: ¿No hay más vagos que los ociosos sin modo de vivir conocido? Yo pregunto a los pobres: ¿No hay más vagos que los señores que no trabajan? ¿No infringen la ley moral, lo mismo el ocioso acaudalado, que el mendigo que, pudiendo trabajar, le pide limosna? La inmoralidad de la holganza no es exclusiva de ninguna clase; todas tienen en su seno individuos que las honran poco, consumiendo sin producir, y el holgazán que va en coche es más visible, pero no siempre es más culpable, que el que implora la caridad pública.

La opinión debe retirar su aprecio a todo el que, grande o pequeño, rico o pobre, no trabaje, y las leyes deben perseguir la ociosidad indirectamente, que es como pueden perseguirla por regla general, al menos por ahora.

MORALIDAD.-Desterrada la ociosidad, o reducida al mínimum posible, se habrá hecho mucho para que la propiedad sea siempre de honrado origen; pero falta aún mucho que hacer. Hombres trabajadores hay que unen su actividad a su malicia para enriquecerse por malos medios. Las leyes deben castigarlos, y los castigan alguna vez; pero ¡cuántas son impotentes, y cómo se convierten en cómplices los que debían servir de obstáculo al delito! Esta complicidad moral o material que necesita el que quiere enriquecerse sin reparar en el cómo, la halla en todas las clases: arriba, en medio y abajo. Si vamos siguiendo una a una las especulaciones poco honradas del rico sin conciencia, veremos que ninguna hubiera sido posible a no hallar muy a la mano cómplices de su maldad. A veces, para detener en su camino un gran negocio fraudulento, bastaría que hallase en él un solo hombre de moralidad; y el mal es tan grave, que este hombre no se halla. Las riquezas mal adquiridas, que insultan la pública miseria, hijas son de la pública corrupción; y es absurdo concluir que la propiedad es mala porque el robo es fácil. El modo criminal de adquirir la propiedad, que es un ataque a la propiedad, ¿cómo puede convertirse en argumento contra ella? Las maldades de los hombres no cambian la esencia de las cosas, y porque por culpa de todos, absolutamente de todos, sea posible o sea fácil adquirir por malos medios la propiedad, no dejará de ser justa en principio y necesaria en la práctica. Si los muchos fueran lo que debían ser, no serían lo que son los pocos que contra justicia se enriquecen.

QUÉ COSA ES TRABAJO.-Para no calificar sin razón a nadie de ocioso, es preciso que recuerdes la definición que te he dado del trabajo, y no pienses que merece este nombre sólo el material. El hombre de ciencia, el artista y el poeta, trabajan tanto, trabajan más que el que se dedica a una faena puramente mecánica. La ciencia y el arte tienen una alta misión que llenar, y la sociedad que quisiera vivir sólo de pan se rebajaría tanto, que en breve ni aun tendría pan con qué vivir. El sabio, el artista y el poeta tal vez viven en aparente ociosidad, cuando su trabajo fecundo ilustra y eleva a los hombres. A la inteligencia, al arte, a la poesía, no se puede señalar tarea; trabaja como puede, cuando puede, lo que puede, y no hay que confundir esta libertad necesaria con la holganza. Visitaba un sujeto una fábrica montada muy en grande, y tomaba nota de los sueldos de los operarios. Uno, que lo tenía muy crecido, llegó a chocarlo porque le veía constantemente en la inacción, y, señalándole, preguntó al director del establecimiento: «¿Qué hace aquel hombre?» «Le tenemos para discurrir», le contestó. La respuesta pareció extraña al visitante; pero cesó su extrañeza cuando supo que el aparente ocioso se ocupaba constantemente en buscar medios de perfeccionar aquella industria, que sin él hubiera permanecido estacionaria. Si aun para los casos materiales es indispensable el trabajo del espíritu, ¡cuánto más intenso no será en aquellas obras que ilustran la inteligencia o elevan el alma! No mires, Juan, con prevención, ni tengas por ociosos estos operarios del arte y de la ciencia: de ellos han salido tus mejores amigos, tus redentores, los mártires de tu razón y de tu justicia. ¡Desdichado el pueblo que tenga por inútiles la belleza y la verdad!

Hay otra especie de trabajadores más elevados todavía, y son los que se dedican a consolar a los afligidos y a amparar a los necesitados. Aquel hombre parece que no tiene oficio ni profesión. ¿Será un holgazán? Entremos en su despacho. Sobre su mesa hay una larga lista, muy larga, de familias pobres a quienes socorre; la examina, hace apuntes, abre su gaveta, saca algunas monedas y algunos cartoncitos, toma su sombrero, y va y viene por las calles más extraviadas, y sube a buhardillas y baja a sótanos, llevando a los desdichados auxilio y consuelo. Otro emplea una gran parte de su tiempo en un estable cimiento benéfico, etc., etc. Estos hombres y otros cuya ocupación es análoga, y que la pasión o la ligereza pueden calificar de ociosos, son buenos, benditos trabajadores.

Es trabajador todo el que se ocupa en alguna cosa útil. Es útil todo lo que directa o indirectamente puede contribuir al bien del hombre, entendiendo por BIEN lo que mejora su situación material, ilustra su entendimiento, eleva su espíritu, purifica su sentimiento y consuela su dolor.

Debo advertirte que todo trabajo, para ser digno y moralizador, debe ser libre: el hombre no ha de acabar su tarea como mulo que da vuelta a una noria, ni como esclavo que se mueve bajo el látigo; y esta necesidad de libertad en el trabajo es tanto mayor, cuanto la obra es menos mecánica. Hay, pues, que dejar al obrero intelectual ociosidad aparente, a veces ociosidad real, que no es más que descanso necesario y movimientos excéntricos y extravagantes para el que no está identificado con su idea. Hechas estas distinciones, que son de justicia, disminuye mucho el número de los que tienes propensión a calificar de ociosos.

Habiéndonos fijado en qué cosa es trabajo; en que no es posible que instantáneamente pase de ser ignominioso a ser una condición de honra y a que nadie se sustraiga a su ley; habiendo visto cómo la desmoralización influye para juntar riquezas por modos reprobados, ya podemos comprender que los medios de adquirir la propiedad han de ser buenos cuando lo sean las costumbres, y malos a medida que éstas se depraven. Pasemos ahora de la manera de adquirir la propiedad a su distribución.

Ya hemos visto, tratando de la igualdad, que no es posible ni justa la de bienes, y hasta la saciedad se ha repetido, que si el lunes se distribuyera la riqueza social por iguales partes, al domingo siguiente habría ya un gran desnivel de fortunas, porque habría sufrido una disminución la del que pasó la semana en la taberna, y un aumento la del que trabajó con ahínco.

Pero si hay una desigualdad de fortunas necesaria y justa, hay otra injusta y perjudicial, y que la opinión y las leyes deben procurar disminuir. De esta desigualdad poco equitativa se acusa principalmente:

  • A la donación.
  • A la herencia.
  • A la escasa retribución del trabajo.

El derecho de dar, es en justicia inseparable del derecho de tener: si no puedes disponer libremente de una cosa, no puedes decir que es tuya. La cosa, ya lo hemos visto, ha de estar subordinada a la persona, y seguir el impulso de su voluntad. Lo que se necesita es que esta voluntad sea recta, para que la razón y la justicia presidan al modo de dar, como al modo de adquirir y de gastar.

Cuando un padre de familia la desatiende para enriquecer a una manceba, si el hecho puede probarse, la ley debe intervenir para que la donación sea nula: no hay destrucción de valor como en el caso que suponíamos de arrojar el trigo al agua, mas hay lo que es todavía peor, escarnio de los buenos sentimientos o infracción de las leyes más santas. Estas infracciones no son muy raras por desgracia, pero son difíciles, si no imposibles de probar; la ley es impotente para evitarlas, y la facultad de dar, inseparable en justicia de la de poseer, tendrá todos los inconvenientes que tiene en todas las esferas la libertad, que por falta de moralidad se convierte en licencia. Así, pues, para que la riqueza no vaya por donación a donde no debe ir, no hay más medio que el de que el donante sea lo que debe ser.

Las leyes sobre herencia creo que deberían y podrían modificarse, de modo que, sin suprimirla, sufriera una limitación encaminada a procurar que no se acumulen riquezas que no son producto del trabajo del que las posee, ni de la voluntad del que anteriormente las poseía.

La facultad de testar no es más que una forma de la facultad de dar, de manera que el propietario de una cosa puede legarla a quien le parezca, como podría regalársela a quien quisiera. Pero esta libertad, como todas, ha de estar dentro de la ley moral, porque si un hombre deja hijos de menor edad o imposibilitados de ganarse el sustento, e hijas solteras que no pueden proveer a su subsistencia, o mujer pobre, no tiene derecho a sumirlos en la miseria, aunque sea relativa, para enriquecer a un extraño.

La herencia de padres a hijos no es una institución caprichosa de los hombres, sino una cosa natural y justa: si las leyes la prohibieran, contra ellas subsistiría. Si lo que tienes no pudieras dejarlo a tus hijos, harías de modo que no apareciera a tu muerte, y fraudulentamente les sería dado. Si eran tierras, o casas, o establecimientos industriales, los venderías para reducir su valor a forma en que pudiera sustraerse a la acción de la ley, o harías cesión de tus fincas a una persona de tu confianza, para que a tu muerte las cediera o simulara una venta que las pusiese en manos de los queridos de tu corazón. Algo de esto ha sucedido ya: cuando una ley prohibió heredar a las hijas, aunque no hubiera varón, el padre no podía consentir que sus bienes fueran a una persona extraña, quedando en la pobreza la que le era más querida, y la ley se burlaba.

Si no pueden cumplirse las leyes contra la opinión, ¿cómo se cumplirán las que son contra la naturaleza? El mal más ostensible e inmediato de la ley que negase la facultad de testar, sería el afán general de reducir los bienes a valores de esos que pueden ocultarse, a dinero y papel al portador, etc.; nadie querría tener tierra, ni fábrica, ni buque, que a su muerte pasara a manos extrañas, y la decadencia de la agricultura, de la industria y del comercio sería general e instantánea.

Que los hijos son los herederos naturales de los padres, cosa es, no sólo que se siente, sino que se razona. No hay posibilidad material, ya lo hemos visto, pero además no hay justicia en impedir que un hombre deje a su hijo lo que puede dar a un extraño; es no sólo su derecho, sino también su deber en muchos casos.

Cada cual cría y educa a sus hijos con las necesidades y las ideas de la posición social que ocupa; la habitación, el vestido, el alimento y las ideas del hijo del que gana 20.000 reales al año, son muy diferentes de las que tiene aquel cuyo padre gana 2.000. Sería, pues, cruel e injusto que los padres no diesen a sus hijos una educación en armonía con las ideas y necesidades, y hasta con los sentimientos de su posición, porque claro está que el hijo ha disfrutado durante su infancia y su juventud de la misma comodidad del padre. Puede decirse que le hereda en vida por valor de toda la cantidad que su educación exige, y esta herencia es de rigurosa, de rigurosísima justicia. Si el hijo, por falta de salud, por falta de inteligencia, o por dedicarse a esos trabajos que, aunque muy útiles, están mal remunerados, no puede ganar para cubrir sus necesidades, no sólo las naturales, sino las que le creó la posición de su padre, deber es de éste dejarle sus bienes y evitar el peligro y la desgracia de los grandes cambios de fortuna. Digo peligro, porque es muy grande el que corre la moralidad en los cambios bruscos de posición, y cuando la educación no está en armonía con los medios pecuniarios, lo mismo el que tiene ideas y necesidades de una situación desahogada y se ve reducido a la pobreza, que el que como pobre vivió y se educó y de repente se encuentra rico, corren peligro de degradarse. Estos cambios se deben evitar cuanto sea posible, y la sociedad en que son frecuentes, tiene un gran elemento de inmoralidad y perturbación.

Que hereden a los hijos los padres es en muchos casos de evidente justicia, y en todos natural consecuencia de los afectos más puros y respetables. ¿No sería una monstruosidad que pasaran a un extraño los bienes del que muere sin hijos y deja a sus ancianos padres en la pobreza, en la miseria, enfermos tal vez, y de seguro achacosos, que son harto achaque los muchos años? Y aunque no se hallen necesitados, ¿qué cosa más natural que el que sea para los padres una parte al menos de los bienes del que muere sin hijos, y todos si el propietario no dispone otra cosa? La ley que debe fortificar los vínculos de familia y estrechar los santos lazos de los afectos elevados y puros, ¿ha de intervenir para aflojarlos, negando el derecho de heredar a los que tenían tanto a ser queridos del que deja la herencia? ¿Es, por ventura, la ley algún avaro sin moralidad y sin conciencia, que no ve más que valores y necesidades materiales? Al dictar sus mandatos a los hombres, ¿ha de prescindir de sus sentimientos? En ese grupo de padres, hijos, abuelos, hermanos, que han puesto en común sus dolores, sus alegrías y sus sacrificios; en que todo ha sido común; en que difícilmente sabe cada uno lo que ha dado ni recibido de otro; a la muerte de cualquiera de ellos, ¿había de venir la ley a ejercer un despojo, más aun, un atentado? No; semejante mandato, injusto e irritante, sería desobedecido; la naturaleza no se deja burlar por leyes insensatas que huellan sus sagrados fueros. Como te he dicho, creo que puede y debe modificarse la ley sobre herencias, pero respetando siempre los afectos, los deberes y los derechos de padres, hijos, abuelos y hermanos: de otro modo sería desobedecida en su perjudicial tendencia a rebajar los lazos de familia, harto flojos, por culpa y para desgracia de todos.

En resumen: la donación es un derecho, consecuencia del de propiedad; y la herencia de padres, hijos, abuelos y hermanos podría modificarse con ventaja; pero es cosa tan natural y justa, hay en su favor tan altas consideraciones de índole tan diversa, que la ley que la anulase sería impracticable, y anulada ella misma por los más puros y arraigados afectos del corazón humano.

Vengamos a la retribución del trabajo, que tanto influye en la distribución de la riqueza: poco tengo que añadirte a lo que te dije hablando de los salarios. Cuando se trata de retribuir el trabajo, se piden disposiciones que emanen del Estado, y se organizan huelgas, y se agolpan motines, siendo así que en esto, más que en nada, influyen la opinión, la inmoralidad y la ignorancia. ¿Quién da grandes sueldos a los toreros? Tú y tus amigos, ¿no sois los que principalmente contribuís a su prosperidad? ¿Quién da grandes ganancias a las modistas y a los sastres en boga? ¿Quién paga pródigamente a las bailarinas? ¿Quién sostiene tantas tabernas y tantas casas de juego y de prostitución? ¿Quién deja en la pobreza, tal vez en la miseria, al trabajador honrado y asiduo que, con la obra de sus manos o de su inteligencia, no puede dar pan a su familia? La inmoralidad y la ignorancia. Estas son las grandes culpables, pródigas cuando se trata de pagar al que satisface sus caprichos, avaras cuando hay que remunerar al que provee a sus necesidades materiales y a las que debe tener todo espíritu, si no ha de depravarse en la abyección.

¿Por qué los banqueros y los hombres llamados de negocios realizan a veces ganancias tan superiores a su trabajo y a su mérito? Porque hallan corrupción e ignorancia en torno suyo; sin estos poderosos auxiliares, seguro es que no medrarían tanto. Y no es sólo arriba donde se prospera a favor de la inmoralidad y el descuido, sino también en medio y abajo.

Los que han explotado las Sociedades de crédito, lo han hecho a favor de la ignorancia y de la incuria de los asociados.

El dueño de un café gana cada día en la cerveza que vende el 100 por 100, advirtiendo que no suele poner capital, porque cobrando al contado, paga en la fábrica por plazos vencidos.

Un revendedor de billetes de teatro o de los toros, gana más que un honrado jornalero. ¿Quién tiene la culpa de estas y otras muchas ganancias exorbitantes, y todavía de peor género? El público que paga.

Y cuando en todas las esferas la opinión extraviada o pervertida y el descuido van retribuyendo el trabajo sin equidad ni razón, ¿cómo pretender que la riqueza esté bien distribuida? Fíjate bien, Juan, en el resultado que ha de dar esta infracción general y continua de las leyes de la equidad, y comprenderás que el mal, al menos lo más grave del mal, está aquí, y que no hay acuerdo de las Cortes, ni decreto del Gobierno, ni medida revolucionaria, que puedan hacer que el trabajo se retribuya conforme a razón cuando no la tienen los que le pagan.

Lejos estoy de pensar que la sociedad remunera a cada uno según sus merecimientos; pero no comprendo que este mal pueda disminuir sino a medida que aumenten la ilustración y la moralidad. Desde el momento en que tú, yo y todos paguemos las cosas, no por el valor que deben tener, según el trabajo y el mérito que representan, sino por el gusto que nos dan, establecemos una categoría de obreros privilegiados, y contribuimos eficazmente a que la propiedad se reparta mal. Desde el momento en que no nos negamos a alternar con el que se enriquece por malos medios; que no oponemos directa o indirectamente, según podamos, obstáculos a su injusta prosperidad; que no somos activos para impedirla; que pensamos, obrando en consecuencia, que nada, va con nosotros cuando inmediatamente no recibimos daño; que no queremos comprometernos, ni arriesgar nada, ni tomar el más mínimo trabajo por hacer valer los fueros de la justicia, la iniquidad saldrá muchas veces triunfante en la distribución de la riqueza, como en todo.

Se habla mucho de la tiranía del capital; no te negaré que en muchos casos no sea una verdad; pero, como todos los tiranos, el capital necesita, para existir, esclavos, es decir, seres sin inteligencia ni fuerza moral. Si el capital saca más ganancia de la que debe, es porque el trabajo no es bastante inteligente y bastante digno para hacer que se dé la parte que le corresponde. Puedes verlo palpablemente observando cómo el capital tiene menos poder de abusar de los trabajadores, a medida que éstos saben más, y cómo es más equitativo cuando trata con el maestro de obras, con el ingeniero y el arquitecto, que en sus relaciones con el peón de albañil. Te dirán que esto consiste en que hay muchos peones de albañil, y que si uno se niega a trabajar en malas condiciones, otro las aceptará; pero la verdad es que esas malas condiciones no serán aceptadas por ninguno, cuando todos tengan cierto grado de ilustración y de dignidad, y sean capaces de asociarse entre sí o con el capital, de modo que éste no les imponga la ley.

El capital, lo mismo que el trabajo, quieren sacar la mayor utilidad posible; ninguno es mejor ni peor que otro; y en el antagonismo que entre los dos se establece, como en toda lucha, lleva lo peor el más débil, que aquí lo es el menos inteligente.

Se acusa la tiranía del capital, y parece pasar inadvertida la que el trabajo ejerce cuando puede. A cualquiera parte que se vuelva la vista, se ven trabajadores inteligentes explotando a los que son rudos y distribuyéndose las ganancias en proporción nada equitativa. Y no hay medio de evitarlo; retribución mayor de trabajo supone más inteligencia y más moralidad en el trabajador; sin esto podrá haber huelga, motín o rebelión, pero no habrá aumento permanente de salario.

No hay más excepción de esto que los obreros intelectuales, que suelen ser explotados por los que saben y valen menos que ellos; esto es efecto de una situación suya especial, de muchas causas que pueden resumirse diciendo, que es un operario que se siente irremisiblemente impulsado a crear un producto que no se aprecia, que no se aprecia lo bastante, o que no se aprecia en el momento; y apremiándole la necesidad, y no siéndole posible dedicarse a otro trabajo, vende a menos precio las obras del suyo, y se deja; explotar a sabiendas por quien vale menos que él. La ley parece dura, pero no lo es tanto como lo parece; porque el obrero intelectual, cuando vale algo y a medida que vale, halla en su obra, pueda venderla o no, su mayor recompensa, y aunque pobre, no se cambia por el que a su costa se enriquece; diríase que su retribución es como el producto de un orden más elevado. Cuando esto se exagera, vive tal vez en la miseria, y de ella es víctima el operario intelectual, en cuya naturaleza hay algo de la del mártir. Sus verdugos no lo son impunemente; la sociedad que le tortura recibe en dolores el pago de su injusticia. En este trabajador hay la circunstancia excepcional de que no puede redimirse de la miseria por su inteligencia, sino que tiene que ser rescatado por el aprecio que de ella haga la multitud.

Habiéndonos hecho cargo, aunque brevemente, de las principales circunstancias que influyen en el modo de adquirirse y distribuirse la propiedad, réstanos decir algo sobre la manera de emplearla, problema enteramente moral, que se resolverá para bien o para desdicha de un pueblo, según que sus costumbres sean puras o depravadas. Dime cómo una familia o un país (es igual) gasta lo que tiene, y yo te diré lo que es.

Si impía, nada habrá para las obras piadosas.

Si vana, subirán mucho los gastos de ostentación.

Si glotona, los de alimentos regalados.

Si sucia, será corta la partida dedicada al aseo.

Si viciosa, cada vicio figurará en el presupuesto por una cantidad proporcionada a su preponderancia.

Si descuidada, subirá mucho la reposición frecuente de aquellos objetos que necesitan más cuidado para conservarse.

Si ignorante y despreciadora del saber, nada empleará en medios de instruirse.

Si dura y egoísta, se verá que la desgracia no tiene ninguna participación en su fortuna.

Aficiones, vicios, virtudes, locuras, extravagancias, egoísmo, abnegación, todo se revela en los gastos; el presupuesto que los detalla retrata moralmente a la persona o a la familia a que se refiere.

Recíprocamente, si conoces bien a una persona, sabrás cómo gasta su fortuna.

La cuenta de los gastos, dada con exactitud, pocas veces deja de ser un acusador ante el tribunal de una buena conciencia; pero hay tan pocas buenas, que los tenidos por mejores se contentan con adquirir honradamente, como si no fuera necesario también gastar honradamente para merecer la calificación de hombre honrado. Cuando la ley civil no sanciona como absoluto el derecho de propiedad; cuando le sujeta a disposiciones que le coartan, la ley moral, mucho más severa, mucho más exigente, ¿no lo pondría limitación alguna? Y si la autoridad o el juez no lo impiden, ¿cada cual ha de poder hacer de lo suyo lo que quiera? Bien atrasado está el mundo, y bien bajo el nivel moral, puesto que no se tienen por acciones indignas y altamente culpables ciertos gastos que prueban el desenfreno del vicio, del egoísmo o de la vanidad.

Todas las clases, en la medida de su fortuna, aprontan su contingente al vicio, a la vanidad y al egoísmo; ninguna está exenta de culpa; y como yo quiero demasiado a los pobres para adularlos, te diré que si gastan menos mal, es más bien por impotencia que por virtud. Las necesidades apremiantes, imprescindibles, de la vida, suelen servirles de freno, pero esto no sucede siempre; y si con severidad se juzga, es tan raro hallar un pobre como un rico que se ajuste en sus gastos a lo que la moral exige. El despilfarro del pobre no es tan ruidoso como el del rico, pero no es menos culpable; que no es más digno de vituperio el rico que fuma en pocos días muchos puros, que el pobre que gasta un real en una cajetilla y priva de una libreta a sus hijos hambrientos. Lo superfluo, lo excesivo, lo inmoral de un gasto, puede ser algunas veces cosa absoluta; pero otras, muchas más, es cosa relativa, y tal desembolso, que sin inmoralidad puede hacerse en una posición, es una grave falta en otra.

Por hoy, y hablando contigo, no insistirá más sobre esto; pero sí te dirá antes de concluir, que el empleo que de los bienes se hace es de tal importancia, que podría suscribirse a que se distribuyeran de cualquier modo, con tal que se gastaran bien; y esta manera de gastarse está fuera del alcance de las leyes, dependiendo completamente de las costumbres. ¡La moral, siempre la moral, lo mismo para adquirir la riqueza, que para distribuirla y gastarla!

Propiedad bien adquirida, bien distribuida, bien gastada, significa honradez e instrucción generalizada. Ni las leyes escritas, ni rebeliones armadas, harán que se nivelen en lo que es posible y justo las fortunas, donde esté desnivelada la instrucción y depravadas las costumbres.




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Del comunismo


Apreciable Juan: Hay dos métodos para cerciorarse de la certidumbre y de la razón de una cosa: uno consiste en probar su verdad, y otro en poner de manifiesto la mentira de la contraria. Aplicando esto a la propiedad, después de haber procurado convencerte de que es necesaria, trataré de persuadirte de que el comunismo es imposible.

En la confusión de palabras, inevitable cuando es tanta la confusión de ideas, habrás oído llamar, y llamado tal vez, comunismo a la repartición. Se ha dicho que tal o cual hombre, o grupo de hombres, es comunista porque quiere repartirse los bienes de tal o cual otro, en lo cual habrá despojo, violencia, robo, apropiación que pasa de unas manos a otras, pero no comunismo, que consiste precisamente en no repartir las cosas, y que todas sean de todos. Dejemos, pues, sentado que los partidarios de la repartición no son comunistas, sino apropiadores.

Espero, Juan, convencerte sin grande esfuerzo de que el comunismo es tanto más fácil cuanto un pueblo está más civilizado; que, a medida que se moraliza y se ilustra, la propiedad se arraiga, y que, por consiguiente, los comunistas, que pretenden pasar por gente avanzada, son verdaderos retrógrados. Afianzar la propiedad, extenderla, ese es el progreso; negarlo es retrogradar, desenterrando sistemas muertos, que se pretende galvanizar con el dolor y la cólera.

Para proceder con orden, grande amigo de la claridad, fíjate bien en el doble carácter del hombre, en que es productor y consumidor, en que trabaja y provee a sus necesidades y a sus goces con el fruto de su trabajo. El comunismo tiene que darle sus leyes en ambos conceptos, o no puede dictárselas en ninguno, como lo veremos claramente. Sigamos el orden natural, según el que la producción precede al consumo.

El hombre como productor, es decir, como trabajador. ¿El trabajo ha de ser libre, o no? Si lo primero, no hay comunismo. Si lo segundo, no hay hombre; hay cosa, hay esclavo. Fácil es poner en evidencia esta verdad.

Quiere establecerse el comunismo respetando la libertad de trabajo, que es la que tiene cada cual de dedicarse a aquella labor para la que tenga mayor disposición y gusto; esta labor necesita un instrumento que precisamente ha de ser propio, si el trabajo es libre. Supón un grupo de trabajadores, de los cuales uno quiere ser carpintero, otro marinero, otro carretero, otro músico, otro fundidor, otro astrónomo, etc. ¿Les ha de dar el Estado, respectivamente, barco, carro, piano, fábrica de fundición y telescopio? ¿Ha de dar todos los instrumentos porque los pide el trabajador, y para que haga de ellos lo que lo parezca, sin cuya condición no será libre el trabajo? Y cuando se gasten, se pierdan o se rompan en los ensayos desgraciados que tantas veces ha menester el trabajador para llegar a un resultado feliz, ¿el Estado repondrá estos instrumentos? Ya comprendes, Juan, que es absolutamente imposible; que el Estado no puede tener instrumentos que cuesten cientos, miles o millones de reales, a disposición de cada trabajador que venga a pedirlos, sin que tenga nada con qué responder, y que, en virtud de la libertad de trabajo, del derecho de dedicarse al que mejor le parece, exige del fondo común una fábrica, un capital para dedicarse al comercio o seguir una larga carrera, o un violín. Si estos instrumentos de trabajo se daban a cualquiera que los pidiese, todos pedirían de los más costosos. ¿Quién había de contentarse con un azadón y una espuerta, sabiendo que podía obtener cosa de mucho más valor? Si se negaban, el trabajo no era libre, porque el operario, ni podía tener instrumento suyo, ni se le daba el que indispensablemente había menester.

Para que el trabajo sea libre, es condición esencial tenga instrumento propio, o lo reciba de alguno que le tiene en propiedad; sin esto no será dueño de dedicarse al oficio o profesión que mejor lo parezca, y es materialmente imposible que del fondo común puedan salir todos los instrumentos que pidan el capricho, la vanidad, la locura, el error, todas las pasiones y todos los desvaríos humanos irresponsables; porque para tener algo con qué responder, es preciso tener propiedad de alguna cosa, y entonces no hay comunismo.

La responsabilidad en este caso no podía ser, en justicia, más que pecuniaria, la cual es imposible en el comunismo. No se podría llevar a un hombre a la cárcel, ni imponerle ninguna pena corporal, porque hubiera destruido, inutilizado un instrumento de trabajo, por costoso que fuese y por inhábil que fuera él para manejarle, porque no podría probarse que había culpa, de su parte, puesto que el error basta para emprender una especulación desastrosa, y el amor propio es suficiente para persuadir a los hombres que son capaces de hacer lo que es superior a sus facultades, como se ve todos los días en la ruina de personas que pierden su capital y su tiempo por haber calculado mal o no conocídose bien.

El trabajador libre es el que se dedica a la obra que le parece mejor, y ha de tener instrumento apropiado para ella; este instrumento que, con evidencia, el Estado no puede darle, ha de ser suyo, y, pequeña o grande, ha de haber propiedad, y no puede haber comunismo. El instrumento podrá valer sólo algunos reales o muchos miles de duros; es igual para la demostración del principio que exige que sea propio del trabajador libre.

No pudiendo ser libre bajo la ley del comunismo, el trabajo estará sujeto a las reglas que el Estado le imponga, valiéndose de uno de estos tres medios:

  • Reclutar operarios en el número que fuera necesario, haciendo pasar a un grupo los que no quepan en otro.
  • Elegirlos.
  • Echarlos a la suerte.

Alistará zapateros, pintores, panaderos y astrónomos, como alista soldados, y señalará a cada uno su tarea y su sueldo, y el trabajador se convertirá en un siervo del Estado, sin iniciativa, sin responsabilidad, sin facultad de seguir su vocación ni dejar libre vuelo a la inspiración de su ingenio. Cuando el cupo de mecánicos o de pintores esté lleno, Watt y Murillo ingresarán en el grupo de albañiles o mozos de cuerda. No habrá quien voluntariamente desempeñe los trabajos más penosos, y se agolparán operarios para las tareas que se reputan más descansadas.

Miles, millones de operarios llegarían a pedir al Estado trabajo que no fuese manual; habría médicos, abogados, farmacéuticos, comerciantes, etc., por cientos de miles, y se hallaría con dificultad quien labrase la tierra, forjara el hierro, ni barriera la calle. Se dirá que, por una parte, el interés bien entendido, por otra, las naturales tendencias armónicas, serían bastantes para evitar estos inconvenientes.

Respondo que, sin anatematizar el interés, y concediéndole su legítima participación en las resoluciones humanas, estoy lejos de mirarle como el regulador de ellas; lo primero, porque debe subordinarse a la justicia, y lo segundo, porque le veo casi siempre fuera de la razón. Los que no miran más que su interés para obrar, obran contra él por regla general; el interés es bueno como subordinado, pero malo como jefe, y de ninguna manera puede encomendársele la alta misión de contener en sus justos límites ningún ímpetu violento, ninguna pasión subversiva.

En cuanto a las naturales tendencias armónicas, más confianza merecen que el interés para regularizar los movimientos de la máquina, social; pero no debe exagerarse su poder hasta declararle omnipotente, ni olvidar dos circunstancias. La primera, que el armónico concurso de los miembros del cuerpo social, como del cuerpo humano, exige condiciones apropiadas a su manera de existencia; inútil es la armónica organización de un pez para que viva fuera del agua, y de un ave para que viva sumergida en ella; del mismo modo, una organización económica, tiránica y absurda como la comunista, lejos de poder corregirse por las armónicas tendencias naturales, las esterilizaría completamente. La segunda circunstancia que debe tenerse en cuenta, es el momento histórico en que vivimos, la propensión a dejar los campos por las ciudades, y en éstas a abandonar el trabajo manual por estudios fáciles y carreras que con desdichada facilidad se concluyen. Las causas permanentes y las transitorias, todo en el momento actual contribuiría a romper el equilibrio, una vez falseada la ley económica.

El segundo medio, el de elegir operarios, es también impracticable. ¿Cómo ha de saber el Estado quién tiene disposición para las diferentes artes, oficios y profesiones? Si un padre no suele acertar la carrera que debe dar a sus hijos; si se equivoca con frecuencia, ¿no es evidentemente imposible que el Estado elija, entre millones de ciudadanos, aquellos que son más propios para cada arte, oficio o profesión? ¿Cómo había de haber asomo de equidad ni acierto en semejante elección, ni cómo pueblo alguno había de resignarse a las injustas arbitrariedades que de ella resultarían?

Dejar a la suerte la resolución del problema es el tercer medio, y no hay que encarecer si es absurdo o practicable. El arte, la ciencia o el oficio que exigen más inteligencia, serían el lote de hombres nulos, estúpidos tal vez, mientras a los de más disposición les tocaría la tarea más tosca; sobre tal base es imposible organizar el trabajo.

La organización del trabajo es lo que se pide muy alto por los reformadores modernos, y con lo que se hace más ruido, siendo así que el comunismo es absolutamente impotente para organizar, no digo el trabajo de una nación, pero ni aun del taller más reducido. Suprímase la libertad y la responsabilidad, y sin ellas no puede haber organización de nada, sino hacinamiento de hombres que trabajan poco y mal, bajo el látigo o el aguijón del hambre.

Suponiendo lo imposible, que el comunismo organizase el trabajo con obreros sin responsabilidad, sin libertad, y elegidos al capricho o al acaso, ¿cómo los retribuiría? A todos igualmente, y ateniéndose al mínimum necesario, porque si daba a cada trabajador según su obra, ganando los que trabajan mucho y bien más que los que hacían poco y mal, podrían economizarse propietarios. Para que no haya propiedad, es preciso que no pueda haber economías, que el obrero gane lo estrictamente necesario para su subsistencia.

Arreglándose la retribución a un mínimum indispensable, el trabajo se nivelará al del operario peor; porque ¿cómo un obrero ha de esforzarse en trabajar mucho para que le paguen lo mismo que al que hace poco? El trabajo rebajado al del más holgazán o más torpe, se vería en una decadencia tan grande, que llegaría en breve a ser infecundo, y la miseria y la vuelta a la barbarie serían una cosa tan inevitable como pronta.

Toda buena organización social ha de procurar que se eleve cuanto sea posible, en calidad y cantidad, el nivel del trabajo, ya sea manual, ya intelectual, de modo que, procurando todos hacer como los que mejor hacen, ninguna aptitud se esterilice por falta de actividad del que la tiene. El comunismo, que, sin suicidarse, no puede retribuir a cada operario según su obra; que para evitar la acumulación, la propiedad, necesita igualarlos a todos, para que ninguno pueda formar capital con sus economías; el comunismo, por esta sola circunstancia, es esencialmente incompatible con todo trabajo fecundo y toda civilización adelantada.

En cuanto a talleres, establecimientos agrícolas, industriales y mercantiles del Estado, tratando del socialismo, que no es mas que un comunismo vergonzante, te indiqué ya la imposibilidad absoluta de que el Estado sea fabricante, comerciante y labrador. No hay para qué insistir mucho sobre esto; tu buen sentido y la observación más superficial de los hombres y de las cosas te harán comprender que el Estado no puede dedicarse a cultivar patatas y traer canela de Ceilán, a vender fósforos y construir telescopios. El interés y la actividad individual, ayudados por cuantos estímulos impulsan al hombre y por todas sus facultades, bastan apenas a sostener una industria o un comercio, y no evitan la ruina de un gran número de comerciantes e industriales. ¿Qué sucedería cuando todos estos trabajadores fueran empleados, sin inteligencia, sin interés inmediato, sin responsabilidad por el éxito del negocio, manejando un capital que no era suyo, para conseguir un resultado beneficioso que no había de ser para ellos? Digo sin responsabilidad, y te recuerdo que no puede tenerla ningún trabajador comunista: la pecuniaria, como dijimos, no puede imponerse al que nada posee, y la personal, ¿cómo había de exigirse a un hombre por una especulación que había salido mal, cuando salen mal tantas sin que el especulador tenga culpa? A ninguno podría castigarse, y si se castigaba, nadie emprendería nada, exponiéndose a un castigo y sin esperar ganancia.

Es tarea bien enojosa y bien desdichada tener que decir estas cosas que todo el mundo sabe, que están repetidas hasta la saciedad, que alcanza el buen sentido de la persona más vulgar, y cuya verdad evidente niega, no obstante, toda una escuela que, convirtiendo en argumentos el dolor y la pasión, saca las conclusiones más absurdas y las entrega como axiomas a una multitud fanatizada y ciega. ¿Cómo nadie que con calma haga uso de su razón, ha de suponer que el Gobierno puede convertirse con buen éxito en jefe de taller y director de fábrica, en labrador y en comerciante? ¿Quién de los que lo dicen y de los que lo repiten daría su fortuna, pequeña o grande, para establecer una industria dirigida por el Estado? Seguro es que nadie, porque el interés haría comprender al menos apto la inevitable ruina de semejante especulación. Y esto que no se haría con los fondos de cada uno, quiere hacerse con los fondos de todos, como si el egoísmo más ciego y brutal que pretende eximir a los asociados de la responsabilidad que ha de caber a la sociedad, pudiera variar la esencia de las cosas, dar al Estado aptitudes que no tiene, y hacer que cuando fuera el único propietario, su ruina no fuese la de la nación entera.

El pequeño ensayo hecho en París de taller nacional, según te indiqué, salió mal, como debía. Acumulación de operarios, producción mala y cara, estancamiento de productos, pérdida, ruina, imposibilidad de continuar, despedida de los trabajadores, conflicto horrible: tal fue la marcha de los talleres nacionales establecidos en París, y tal será la de los de igual clase donde quiera que se establezcan. Digo que el ensayo fue en pequeño, y así es la verdad, porque aunque se emplearon muchos miles de obreros, ¿qué es esto para la organización de todos los trabajos de todo un país? Si desgraciadamente los hombres volvieran a extraviarse por semejante camino, nunca podría el Estado organizar por su cuenta el trabajo en grande: la cosa es de tal manera absurda e imposible, que a los primeros pasos se desplomaría el edificio por una ley menos visible, pero no menos cierta, que la que atrae los cuerpos graves hacia el centro de la tierra.

Vemos, pues, que el comunismo es incompatible con la libertad de trabajo, porque el trabajador libre ha de tener instrumento propio o concertarse con alguno que lo tenga.

Que el comunismo no puede organizar sin libertad de trabajo, porque no puede recibir a los trabajadores en tropel para que se dedique cada cual a la labor que mejor le parezca, aunque para ello no tenga aptitud, ni puede elegirlos ni dejar a la suerte la designación del puesto que cada uno ha de ocupar.

Que no dando a cada operario más que un mínimo indispensable, porque desde el momento en que puede haber economías puede haber propiedad, la falta de estímulo del trabajador producirá inevitablemente la ruina del trabajo.

Que no es posible que el Estado se haga jefe de taller, agricultor y comerciante, sin que se arruinen la agricultura, la industria y el comercio.

Y si toda esta serie de problemas insolubles resolviera, y si venciese todos estos invencibles obstáculos, puesto que el trabajo libre lleva consigo necesariamente la propiedad, ¿qué haría el comunismo del hombre cuando el trabajador no fuera libre? Le convertiría en esclavo. Sin iniciativa, sin actividad fecunda, sin responsabilidad, sin estímulo, sin libertad, en fin, para dar a su actividad la dirección que mejor le parezca, a sus facultades el vuelo que puedan tomar, a su moralidad una condición esencial, el hombre como ser racional desaparece con el trabajador libre; no hay persona, queda solamente una cosa uncida al yugo de la regla inflexible. Desde el momento en que tu inteligencia y tu responsabilidad se suplen por la del Estado, y que tu libre albedrío se estrella contra un poder omnipotente, podrán llamarte con este o con el otro nombre, pero en realidad eres un esclavo. Probablemente no imaginas que cuando al compás de himnos a la libertad, los que tú supones sus apóstoles quieren plantear el comunismo, de lo que tratan realmente es de organizar la esclavitud.

La producción en común sólo se concibe en un pueblo sumamente atrasado; de modo que lo que te dan como un adelanto, sería un retroceso.

El salvaje tiene sus pieles, su albergue y sus armas, etc.; pero prescindamos de esta propiedad y considerémosle explotando el terreno común; con los de su tribu o de su horda, le defiende contra los vecinos extraños o enemigos, que todo viene a ser lo mismo. En aquel terreno todos cazan o pescan, cogen fruta, cortan leña y se construyen un albergue, o se apropian una guarida. El trabajo no se hace en común, pero lo es el terreno, en el cual todos pueden desplegar su actividad.

Avanzando un poco más, la sociedad vive un poco menos al acaso, y en vez de fiarlo todo al azar de la caza y de la pesca, domestica ciertos animales y los cuida y los multiplica; son los pueblos pastores. En ellos están apropiados los ganados, pero es común el terreno en que pastan o cuya hierba se recoge.

Adelantando más las sociedades, los hombres empiezan a cultivar la tierra y apropiársela; mientras el cultivo es muy imperfecto, hay pueblos en que se hace en común; pero a medida que se perfecciona, y como condición indispensable para perfeccionarse, el cultivador se va haciendo propietario exclusivo, cuando menos de los productos de la tierra, y esta exclusión ha de ser tanto mayor, cuanto el trabajo sea más extenso y más inteligente, y la personalidad del trabajador esté más determinada. Si, por ejemplo, se trata de segar una pradera común, no hay gran dificultad en que sea común el trabajo y en distribuir los productos por iguales partes a cada uno de los individuos de la colectividad propietaria.

Lo mismo puede decirse si hay que coger el fruto de los árboles. En estos casos la naturaleza lo hace casi todo, el hombre no hace casi nada; los productos de la naturaleza son gratuitos, y por esta razón y por lo sencillo y poco importante del trabajo, hay posibilidad de que éste sea común y de distribuir sus productos por iguales partes. Pero si en vez de coger la fruta de un árbol se trata de hacer un instrumento quirúrgico delicado o una locomotora, la primera materia, es decir, lo que la naturaleza ha puesto, no vale nada o casi nada, y todo el valor de estos productos depende del trabajo del hombre. En estas obras despliega el operario actividad, perseverancia, inteligencia; emplea un capital y necesita educación. No es un hombre cualquiera que, como cualquier otro, hace un breve esfuerzo muscular; es un operario previsor, inteligente, perseverante, responsable, que ha menester aprendizaje y anticipos y sacrificios de sus padres durante todo el tiempo que necesita para instruirse y ejercitarse en su oficio o profesión. Aquí es ya absolutamente imposible que el trabajo se haga en común, ni que los productos se distribuyan por iguales partes. Con estas condiciones no hay posibilidad de hallar obreros hábiles, aplicados y perseverantes, ni, por consiguiente, que haya cultivo perfecto ni obra acabada.

Si de la industria pasamos a las artes y a las ciencias, se pondrá aún más de manifiesto que el trabajo en común sólo es posible en pueblos salvajes. Un médico, un escultor, un arquitecto, un poeta, ¿es posible que mancomunadamente con todos los de su profesión curen al enfermo, levanten un edificio, hagan la estatua o el poema? ¿No es evidente que han menester desplegar cualidades y hacer esfuerzos y sacrificios suyos propios, que necesitan y revelan una muy determinada personalidad, y que no pueden hacerse, cuando las cualidades todas del individuo se aplastan bajo el rodillo que pasa el Estado, y van a sepultarse en la sima del trabajo en común, de la retribución idéntica y de la falta de responsabilidad?

A medida que la sociedad avanza, el operario tiene mayor habilidad y cultura; su yo se determina, su personalidad se marca, aumenta en dignidad, en exigencias, en derechos y en deberes; domina mejor sus pasiones y las cosas materiales; es más dueño de sí; merece más respeto y tiene más poder. Para expresar las altas cualidades de una persona se dice que es distinguida, porque, en efecto, lo que realza la dignidad del hombre es que su personalidad no se confunda con ninguna otra, que sea libre y responsable, con voluntad firme, conocimiento claro y actividad perseverante.

El hombre trabajador no es todo el hombre pero es la mayor parte; sabiendo qué cosa hace, hay mucho adelantado para saber quién es, y no es posible que el hombre gane en dignidad, valga más, moral e intelectualmente, se distinga, cuando el trabajador se confunda en la masa común y no sea inteligente ni responsable. Hay que elegir entre la civilización y el estado salvaje; éste puede existir con alguna especie de comunismo aplicado a la explotación; aquélla necesita trabajadores libres y responsables, recibiendo una retribución proporcionada a su mérito; de modo, Juan, que al predicarte comunismo, te predican pura y simplemente salvajismo.

Si ha de ser común el trabajo, sin libertad, responsabilidad ni retribución proporcionada a su mérito, hay que renunciar a su división, a su inteligencia, a su actividad; suprímanse, pues, las cátedras, los museos, los talleres, los caminos de hierro, el telégrafo y hasta el arado: vuélvanse los hombres a vagar por los bosques en busca de alimentos y a guarecerse en las cuevas, y perezca la especie humana casi en su totalidad, pues en la tierra que hoy alimenta millones de seres racionales apenas podrán vivir algunos miles de salvajes. Aquí no hay suposición gratuita ni afirmación exagerada; la ciencia económica demuestra que el trabajo comunista es incompatible con la civilización, y lo demuestra con tanta claridad como las ciencias exactas patentizan sus más incontrovertibles verdades.

Como hablando del socialismo te advertía que no le confundieses con la asociación, te digo ahora que no equivoques el trabajo comunista con el trabajo asociado. Que los obreros trabajen juntos y se esfuercen para conseguir por los mismos medios un mismo objeto igualmente útil para todos, no es comunismo, porque el obrero es libre, es responsable, tiene la propiedad del instrumento o de una parte de y se le retribuye según el capital que ha anticipado y el trabajo que hace. Si eres carpintero y con otros compañeros establecéis un taller por vuestra cuenta, cada cual participará de las ganancias, según lo que haya puesto para plantear la industria y según la parte de trabajo con que contribuya a su prosperidad; seréis asociados, pero no comunistas, porque nadie suscribiría a la condición de que su capital y su trabajo fuera de todos, y que el despilfarrado holgazán que no lleva más que su inútil persona, utilizase lo mismo las ganancias que el económico y activo, que llevó a la empresa sus ahorros y en trabajo perseverante.

Me parece haberte demostrado con evidencia:

  • Que el comunismo no puede organizar el trabajo libre.
  • Que el trabajo, sin libertad, no puede organizarse tampoco.
  • Que cuando el obrero no es libre, el hombre es esclavo.

Que la división de trabajo, el trabajo inteligente y responsable, la civilización, en fin, son incompatibles con el comunismo, que es barbarie y esclavitud.

Esto considerando al hombre como productor.

En la carta siguiente lo consideraremos como consumidor.




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Continuación de la anterior


Apreciable Juan: Nos sucede hoy con el comunismo una cosa análoga a la que nos pasaba tratando de la familia, que como sin ella no puede haber hombres, no hay para qué enumerar los males que de suprimirla resultarían para la sociedad. Si con el comunismo no puede haber producción, no es necesario demostrar las dificultades que ofrece para el consumo. Nos haremos cargo de ellas con todo, aunque sea brevemente, atendido a que nada sobra en materia de razones, cuando tan faltos de ella andan nuestros adversarios.

La sociedad no puede existir sin la familia; la familia es imposible con el comunismo, no sólo por ser éste incompatible con las leyes de la producción, como hemos visto, sino porque se opone también a las del consumo, como vamos a ver.

El hombre que tiene mujer, hijos, padres, familia en fin, necesita casa suya, al menos el tiempo que la paga, y algún valor en propiedad para amueblarla. No hay familia sin hogar, sin un albergue donde se acojan y se reúnan los que hacen sacrificios o se aprovechan de ellos; los que tienen los mismos intereses, las mismas alegrías, los mismos dolores, los mismos secretos; los que sienten la necesidad imprescindible, al par que de comunicar con sus semejantes, de aislarse con sus íntimos. El hombre que dice mi hijo, mi padre, necesita decir mi casa, mis muebles, mi trabajo, mi jornal.

Hemos comprendido que todo el que vive, se apropia algo. Cualquiera que sea el modo de producir y de destruir los valores, el acto de utilizarlos es siempre un acto de apropiación. Supongamos realizados todos los imposibles de la teoría comunista; demos por hecho que produce y distribuye, y veamos si al consumir puede realizarse.

Cada cual recibe para su uso, ración, vestido, calzado: aquello no es ya común; ha llegado el caso de usar de ello, de aprovecharlo, de apropiárselo, y por consiguiente, aquellos objetos son de su propiedad. La persona que recibe una ración, puede cambiarla por otra que le guste más o le siente mejor, puede regalarla, venderla y hasta tirarla. Puede ayunar por devoción, o estar a dieta por higiene, o por el gusto o la necesidad de economizar. Lo mismo que se hace con la ración puede hacerse con el vestido y de más objetos que componen su lote. ¡Qué de privaciones no se impondrá el hombre estudioso para comprar un libro, el artista para poseer un pincel más delicado o un instrumento más perfecto! ¡Qué no hará el que ama por mejorar la situación del objeto amado! El avaro no perdonará medio de formar un pequeño tesoro; el que tiene horror al hospital, hará grandes sacrificios para ser asistido en su casa el día que caiga enfermo; y habrá, en fin, infinita variedad de móviles para hacer y acumular economías.

Tiénese por cosa cierta que el que llevó a América el café, iba en un buque donde llegó a escasear el agua tanto, que se daba de ella escasa ración. Aquel hombre tenía su idea, la de aclimatar en el Nuevo Mundo una planta, y porque no se secara la regaba con el agua que para sí recibía, sufriendo por espacio de muchos días los horrores de la sed. Todo el que tiene una idea o un sentimiento, los pone por encima de los objetos materiales. ¿La tiranía del Estado le ha reducido a no poseer más que una ración? De ella economizará, y tanto más cuanto él sea mejor, para proveer a las necesidades de su cariño o de su inteligencia. Si una fuerza brutal no le ha dejado libertad para producir, al consumir la tendrá al menos; podrá imponerse sacrificios y privaciones en aquella esfera suya, propia, íntima, a donde no llegará nunca el Estado. Por tiránico, por minucioso que sea no hay poder que le tenga para evitar que tú te impongas y realices economías y las acumules o hagas de ellas donación. Si la esfera del productor pudiera estar sujeta a la arbitrariedad del capricho o al yugo de la fuerza, la del consumidor tendría siempre que ser más libre.

En las verdaderas leyes económicas hay armonía, como en todas las leyes naturales. Así como hemos visto que el comunismo para producir era tanto más imposible cuanto el hombre estaba civilizado y su personalidad y dignidad se señalaban más, sucede lo propio bajo el punto de vista del consumo. En una horda salvaje, en que varían poco las aptitudes y facultades, no difieren mucho los gastos e inclinaciones: donde no hay elementos de diferencia, se siente la necesidad de diferenciarse. Pero a medida que un pueblo se civiliza, se marcan las, divergencias individuales: a la infinita variedad de aptitudes para producir, corresponde otra igual para consumir; y no es menor atentado a la personalidad y dignidad humana obligar al hombre a que emplee de una manera que se le marque lo que para su consumo se le asigne, que, obligarle a que dirija su actividad inteligente contra su inclinación, o en privarle del producto de su trabajo. Cuanto más varían los medios de producir, se diferencian también más los modos de consumir, y esta diferencia lleva consigo la de las fortunas y la creación de la propiedad, porque da lugar, de una parte, al despilfarro; de otra, a la economía. Estas economías se harán por una ley natural y contra todas las leyes humanas. En habiendo libertad, por poca que sea, habrá económicos y pródigos, astutos y cándidos, ingeniosos y necios, activos e indolentes; habrá impulsos nobles y pasiones viles, apetitos groseros y abnegaciones sublimes. Todo esto, que en un pueblo atrasado apenas se bosqueja, aparece en relieve y de más bulto a medida que un pueblo se civiliza; el consumidor tiene más tentaciones para despilfarrar si es vicioso, y más estímulos para ahorrar si es económico: de este ahorro inevitable resultará necesariamente, como te he dicho, la propiedad. La ley podrá prohibirla, pero existirá como contrabando, con todas las consecuencias de éste, encareciendo el producto con el riesgo, y desmoralizando al productor. No habrá propietarios de tierras ni de fábricas, pero los habrá de dinero, de alhajas y de toda clase de bienes muebles. De esto puede dar alguna idea lo que sucedía con los judíos hace algunos siglos, raza fuera de la ley común, tolerada unas veces, perseguida otras, que vivía preparada siempre al despojo de que con tanta frecuencia era víctima, allegando riquezas de las que fácilmente pueden ocultarse, y corrompiéndose en la usura, la mentira, la astucia y la traición, como todo el que es víctima de la iniquidad constante y de la fuerza bruta. El judío de la Edad Media, aun no puede dar idea de lo que serían los propietarios del porvenir bajo la ley del comunismo, en la suposición (imposible de realizar, no lo olvides) de que en un pueblo adelantado pudiera organizarse la producción comunista.

Esta es la naturaleza humana, y sólo desconociéndola, se pretende que, mientras el hombre sea persona, mientras conserve alguna cosa que se parezca a dignidad y libertad, renuncie a poseer, aunque para ello no tenga otro medio que la economía al consumir. Esta tendencia es tan fuerte, que a pesar de la exaltación del sentimiento religioso, que mira con desdén los bienes de este mundo, las órdenes monásticas empezaron a poseer; eran como familias cuyos bienes estaban vinculados. En los mendicantes la regla mandaba vivir de limosna, ideal que supongo no lo será para los reformadores, ni debe serlo para ti, porque lo que en algún caso, y para un número corto de personas, puede ser una virtud, es un imposible para la generalidad. Como productor, el comunismo monacal existió mientras la fe religiosa se mantuvo muy viva; mientras una gran tensión de espíritu, enteramente excepcional, pudo contrarrestar las leyes de la naturaleza humana; apenas esta tensión disminuyó, las órdenes monásticas produjeron menos, concluyendo por no producir nada. Y cuenta con que ese comunismo pudo vivir porque estaba en una sociedad que no era comunista y le enviaba de continuo los elementos de vida que en sí no podía tener. ¿Cómo pudo existir el tiempo que duró? Porque el fraile no tenía familia ni personalidad. La celda es posible para el célibe; el hombre casado necesita casa. El que es solo, puede hacer voto de pobreza; el que tiene familia, debe hacer voto de riqueza, es decir, de ganar honradamente y de economizar cuanto le sea posible, a fin de que sus hijos pequeñuelos, sus padres ancianos, su mujer, su hermano, imposibilitado tal vez, su familia, en fin, no carezcan de lo necesario. En el monje, que quiere decir solitario, puede ser una virtud la pobreza; en el hombre que tiene familia, sería una falta, y en ciertos casos hasta un delito, porque a los que nos han dado la vida y a los que la han recibido de nosotros, les debemos aquellos auxilios materiales y morales, sin los que la vida es un imposible o una desgracia; auxilios que no podemos prestar si nada poseemos.

He dicho que el comunismo monacal pudo existir, no sólo porque el religioso no tenía familia, sino porque no tenía personalidad, y debemos fijarnos mucho en esta última circunstancia. ¿Por qué el monje, como consumidor y de lo que para su uso recibía, no economizaba ni acumulaba sus economías, de modo que llegase a constituir propiedad? Esto consistía, no sólo en que no era esposo, ni padre, ni hijo, sino en que no era hombre. Muerto para el mundo, no tenía voluntad ni libertad; la obediencia era su ley, y borrar toda individualidad, el colmo de la perfección. Insisto sobre esto para que veas si la práctica comunista estará fuera de la naturaleza humana, cuando a un comunismo enclavado en una sociedad que se fundaba en la apropiación, de la cual recibía vida, y sostenido por la exaltación del sentimiento religioso, no le bastó suprimir la familia, tuvo que suprimir también la persona, el hombre, cuya tendencia irresistible le lleva a poseer. Todo el que es dueño de sí, aspira a ser dueño de alguna cosa; la propiedad de las cosas materiales, es la consecuencia a la vez y la condición de la libertad en el orden moral y en la esfera de la inteligencia.

Debo hacer aquí una protesta, no sea que por acaso interpretes mal mis palabras. Lejos de mí la impía vulgaridad de dirigir calumnioso insulto a tantos sabios, a tantos grandes hombres, a tantos mártires y a tantos santos como ha producido las órdenes monásticas; esto, siempre injusto, sería hoy vil: si los he citado, es para probar que no se puede suprimir el propietario sin mutilar al hombre.

Me parece que de lo brevemente expuesto se infiere con bastante claridad, que aunque pudiera existir la producción comunista, el consumo haría propietarios.

También voy a llamarte la atención sobre un hecho que no deja de ser notable. Para la constitución de un Estado, o su administración, o sus leyes penales, se necesita que la opinión sancione el cambio, si no lo hace un déspota; pero cuando se trata de poner en común el producto del trabajo, los ahorros del consumo, la vida económica, en fin, no hay ley que lo prohíba, ni la opinión sería un obstáculo. ¿Cómo, pues, los comunistas, bastantes en número para formar colonias, no ponen en práctica sus teorías? Si a su parecer el no estar la sociedad, toda bajo la ley comunista, tendría algunos inconvenientes para el ensayo, les ofrecería en cambio la inmensa ventaja de poder dejar en ella los elementos inútiles y los perturbadores, los imposibilitados y los criminales; ventaja que, bien considerada, superaría todos los inconvenientes. ¿Cómo, pues, los comunistas válidos y honrados no se reúnen para poner en práctica la teoría? Ensayo de comunismo verdadero, puro, no ha llegado a mi noticia ninguno; los que se han hecho de comunismo mixto y vergonzante, han salido mal. No tengo yo por argumentos concluyentes los hechos; pero éste que te cito no deja de ser significativo.

Así como ya vimos que no debe confundirse la ASOCIACIÓN con el SOCIALISMO, debemos notar que el que existan cosas comunes no quiere decir que haya comunismo. Comunes deben ser aquellas cosas que puedan serlo con ventaja de la comunidad. Paseos, caminos, bibliotecas, museos, establecimientos de enseñanza y de beneficencia, etc., deben pertenecer a todos. Es de desear que estos bienes comunes sean más cuantiosos cada vez, aumentando y mejorando las escuelas, estableciendo gimnasios, baños públicos y hasta diversiones honestas, que sean para la higiene del alma lo que los paseos son para la del cuerpo. Estos y otros objetos de propiedad común, lejos de ser hostiles a la propiedad privada, la favorecen, porque generalizando la instrucción, combatiendo la inmoralidad y las enfermedades, se aumenta la facilidad de llegar a ser propietario honradamente, y se disminuye la de hacer fortuna por medios reprobados. Los inútiles esfuerzos que se hagan para establecer el comunismo, sería bien dirigirlos a que fueran comunes todas aquellas cosas que pueden serlo y que han de contribuir a que el hombre se perfeccione y haga más apto para adquirir propiedad. Es doloroso, Juan, para los que bien te queremos, ver la vida que te hacen malgastar en perseguir quimeras, a riesgo de que te suceda lo que al desdichado que, por empeñarse en coger la luna, se cayó en un pozo.

Hace años se ha tomado una medida deplorable, la de vender los bienes de Propios, entre los cuales se han incluido muchos de aprovechamiento común, cuyo producto era de todos los vecinos del pueblo a que pertenecían. Y ¿sabes la razón que para esto se dio, y, seamos sinceros, la razón que había? Que la comunidad era mala administradora, que destruía su hacienda, y había que ponerla en tutela como a un menor o un pródigo. Siempre lo mismo, Juan: se menoscaban los intereses del pobre porque no los entiende bien; el infeliz que hoy se duele de no poder cortar una rama para calentarse, porque el árbol tiene dueño, se olvida de que cuando el monte era de propiedad común, lo talaba. Y no creas que en decir esto hay exageración; ahora mismo, los que tienen ganados queman los montes para aumentar el pasto.

No apruebo, por regla general, la venta de los bienes de Propios; tengo más simpatía con el pobre desvalido que con el rico propietario, pero no dejo de ver en esta medida, como en otras, el resultado de la ignorancia egoísta de las masas, y de comprender que mientras no suba el nivel de su inteligencia y de su moralidad para comprender bien sus intereses, éstos saldrán perjudicados, ni más ni menos que sucede a los individuos que las componen.

Si la razón condena el comunismo, no puede absolverle la historia, porque sólo interpretando mal una de las dos, puede decirse que la ciencia y la experiencia se contradicen. Los comunistas, como esas personas que, no muy seguras del propio mérito, cifran en el de los ascendientes su orgullo, quieren escudarse con una larga genealogía, que inventan al tiempo de citarla; sólo la falsa interpretación de los hechos puede llevarles a autorizar su doctrina con ejemplos del pueblo hebreo, de Esparta, de Roma, de los primeros cristianos, y de los protestantes y de más sectas religiosas que se han separado de la Iglesia.

En el pueblo hebreo, lejos de que nada hubiera parecido a comunismo, la propiedad tenía un carácter religioso y una inmutabilidad que la ponía a cubierto de todo ataque, no bastando a destruirla, ni la voluntad del propietario, que no podía vender sino cuando más por cincuenta años, al cabo de los cuales llegaba el del jubileo, y toda propiedad volvía a su señor. Cada propietario hebreo, era una especie de mayorazgo que sólo podía enajenar por un tiempo dado sus haciendas. Los que, si no comunidad de bienes, han visto allí al menos igualdad, se han olvidado que los judíos, como todos los pueblos de la antigüedad, tenían clases sociales diferentes, que jamás podían llegar a confundirse. ¿En qué se parece esto a igualdad ni a comunismo?

En la Judea hubo una especie de comunidad religiosa, la de los esenianos, en la cual algunos han creído ver un feliz ensayo de comunismo: nada es menos exacto. Aquéllos eran unos solitarios de costumbres puras, de vida austera, célibes la mayor parte, sujetos a una disciplina inflexible, sin esclavitud, pero con una jerarquía graduada y clases que no se confundían; despreciadores de las riquezas, eran comunes el trabajo y los bienes; arrojaban de su seno a todo el que cometía faltas graves; tenían tres años de noviciado, y cierta analogía con los Primeros cristianos, aparte del orgullo de que se les acusa, y que les daba cierta semejanza con los estoicos.

No es cierto, aunque te lo afirmen los que quieren convertir la historia en una especie de testigo falso, que estos y otros grupos de hombres que han vivido en común, hayan sido los precursores del comunismo. Los pitagóricos, los cenobitas, los anacoretas, eran hombres dominados por una idea, que sentían en sí un fuerte impulso de reacción contra el vicio, la impiedad o la ignorancia general; que se agrupaban para consagrarse a la virtud, a la religión o la ciencia; poniendo en común sus esfuerzos y sus medios, medios que habían recibido de sociedades fundadas en el derecho de propiedad, a las cuales no cedían la suya colectiva, y que arrojaban a los infractores de su severa disciplina. Toda comunidad, para no perecer, necesita renovarse con los neófitos que le da la familia, recibir la savia de la propiedad, y poder arrojar de su seno al criminal o al vicioso que la perturbaría; por donde comprenderás el error de los que buscan en las comunidades, con este o el otro nombre, precedentes y autoridades para el comunismo.

También suelen presentarte como ejemplo práctico de él, un famoso pueblo de la antigüedad, Esparta. Componíase esta nación de guerreros que abrumaban a una multitud de míseros esclavos; era la ciudad como un gran cuartel, frecuentado por mujeres deshonestas, que, juntamente con los soldados, mantenía un pueblo oprimido por la esclavitud más horrible y sangrienta. Éste debía ser muy trabajador y morigerado, porque a pesar del yugo que le oprimía, de las vejaciones que soportaba, de verse obligado a mantener en la ociosidad a un ejército relativamente numeroso, y de no tener más industria que la agrícola, ni artes, que estaban proscritas, ni comercio exterior ni casa interior; a pesar de todas estas circunstancias, se multiplicaba. Los esclavos que le componían se llamaban ilotas: cuando su número parecía excesivo e infundía temor de que, envalentonados por él, tratasen de rebelarse, los cazaban, y la juventud de Lacedemonía preludiaba con esta hazaña una vida de combates, de rapiñas, de sangre. Estos soldados, señores de la tierra, se la distribuían con cierta igualdad, comían el rancho en común, y contribuían a él con una cantidad de alimentos, lo cual ha dado, sin duda, lugar a que se diga que en Esparta se estableció el comunismo. Aunque realmente no existía allí, el aparente e imperfecto que hubo en aquel ejército, llevó este acompañamiento inevitable:

  • Trabajo forzado y explotación tiránica.
  • Proscripción de las ciencias, las artes, la industria y el comercio.
  • Perversión de costumbres.

Y ¿cómo se explica que un pueblo en que había todo esto ha vivido fuerte y temible y temido algunos siglos, y lo que es más, la historia ha escrito su nombre con respeto, poniendo sobre sus hijos la corona inmortal del héroe? Yo creo, Juan, que el prestigio de Esparta, donde había tantas cosas repugnantes, inicuas, abominables, consiste en que sus hijos, durante mucho tiempo, despreciaron la muerte y amaron la patria. El instinto de la vida es una cosa tan general y tan poderosa, que el hombre que la desprecia, sea el que sea, aun el mayor criminal, impone; y el amor a la patria una cosa tan santa, que purifica y eleva al que le siente, e inspira respeto y admiración al que le contempla. Esta virtud y aquella cualidad motivan el juicio que se ha formado de Esparta, así como el error de que allí existió el comunismo, se explica por el olvido del verdadero pueblo, y algunos actos de la vida hechos en común por el ejército opresor, que se tenía y era tenido sola y exclusivamente como nación.

En cuanto a Roma, sus luchas entre plebeyos y patricios, entre esclavos y señores, sus proscripciones, sus matanzas, jamás tuvieron tendencias comunistas, enteramente contrarias al modo de ser de aquel pueblo, sino que se proponían cambiar la distribución de la propiedad, evitar su acumulación monstruosa, efecto de la conquista y de la rapiña, impedir que el hombre formase parte de ella, o arrancarla por fuerza a los que por fuerza la habían adquirido.

Ha llegado a decirse ¡que no se dice! que el Divino Maestro ha enseñado el comunismo. Jesús no enseñó ni el comunismo ni el socialismo, ni la propiedad, ni sistema alguno social ni político, sino el amor, la abnegación, la justicia, la perfección, en fin. «Buscad el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura.» Jesús no formó escuelas ni gobiernos, sino individuos virtuosos dirigiéndose a lo íntimo, a lo interno, a lo profundo del corazón, del sentimiento, del juicio, que es de donde arrancan las verdaderas reformas, en vez de pretender hacerlas sin modificar a los hombres.

Pero si el Salvador no condenó ni aplaudió sistema económico, su moral y su vida y los preceptos del Decálogo, que no destruyó, sino completó, ponen bien de manifiesto su doctrina respecto de la propiedad y la familia. No hurtar, honrar padre y madre, son condenaciones contra el comunismo. Lo que ha inducido a error son las duras palabras que ha dirigido a los ricos. Nota lo primero, que las empleó contra los ricos, no contra los propietarios, y después que las riquezas fueron señaladas como obstáculo a la salvación, obstáculos que debían superarse con la pureza y la pobreza de espíritu. Lo que Jesús predicó fue la moral que veda adquirir por malos medios; el amor que no permite gozar con el fruto de los dolores; la abnegación y el sacrificio que impulsan a privarse de un bien porque otro le disfrute, y a inmolarse por salvar a nuestros hermanos; y en fin, la pureza y la perfección más sublime. ¿Hay en esto algo que se parezca a constituir la propiedad de este o del otro modo?

También han creído algunos visionarios ver comunistas en los primeros siglos de la Iglesia, equivocando el comunismo con la comunidad y la comunión, es decir, suponiendo una constitución de la propiedad distinta, o su negación, en lo que era desprenderse de ella por la limosna, o llevarla al fondo común de una congregación de fieles que era como una extensa familia. Y así y todo, esto debió ser raro aun en las primeras iglesias, porque los apóstoles en sus epístolas se quejan de lo reducido de las ofrendas, y se ven en la necesidad de estimular a los fieles para que sean mayores, hablando siempre de deber moral y religioso, y nunca de sistema económico ni constitución distinta de la propiedad.

Viniendo a siglos posteriores, ni Pelagio, ni Wicleff, ni Juan Huss, ni Lutero, ni Calvino, ni otros muchos herejes y protestantes de quienes se ha dicho que habían atacado el derecho de propiedad, se pronunciaron contra él; por el contrario, muchos de ellos hicieron alianzas con grandes propietarios, príncipes y reyes que seguramente no los hubieran auxiliado a ser comunistas. Los únicos que con algún viso de razón pueden ser llamados así, son los anabaptistas. Aunque no creamos todo el mal que se ha dicho de esta secta, porque debe leerse con desconfianza la historia escrita por enemigos triunfantes, aparece bastante claro:

1.º Que su negación de la propiedad fue apasionada, iracunda, salvaje, puesto que se redujo, en teoría, a declamaciones niveladoras; en la práctica, a la expoliación, sin sistema económico que sustituyese al que pretendían destruir, ni organización del trabajo, de la producción, de la distribución y consumo, que diese idea de que ellos tenían alguna de la radical reforma que predicaban.

2.º Incapacidad esencial para formar una sociedad civilizada, por la negación de aquellos principios sin los cuales toda racional y progresiva agrupación es imposible.

3.º Arbitrariedad y tiranía sin límites en los inspirados, legisladores de las conciencias y jefes administrativos y militares, que hacían las distribuciones, imponían penas y mandaban ejércitos.

4.º Disminución del trabajo, y por consiguiente, de la producción.

5.º Relajación de las costumbres.

Por más benevolencia que se lleve al juicio de los comunistas que fueron arrojados de Suiza, que invadieron los Países Bajos y Alemania, y dominaron muy poco tiempo en Mulhausen y en Munster, no se les puede defender de los cargos que te dejo enumerados, y que los convierten, no en un precedente honroso, sino en un deplorable ejemplo.

La dominación de la Compañía de Jesús en el Paraguay ha sido confundida por algunos con el comunismo, del cual, ciertamente, no podía estar más distante. Lejos de que los bienes fuesen comunes, el único propietario era la Compañía, que distribuía a cada colono su tarea y su ración, y era como el tutor de un pueblo de menores. Si ejerció bien o mal la tutela, cuestión es muy controvertida y no para tratada en este lugar: sólo sí, te apuntaré que la gestión económica del Gobierno, que lo era todo, no pudo plantearse sino con estas condiciones:

1.ª Preponderancia del sentimiento religioso, que permitió formar un gobierno teocrático.

2.ª Inferioridad de los gobernados por su ignorancia, y probablemente por su raza, respecto de los gobernantes.

3.ª Una autoridad sin límites en el jefe del Estado, y una obediencia ciega en los súbditos, que moralmente se constituían en voluntaria servidumbre.

Dime con tu buen sentido si de aquí pueden sacarse consecuencias favorables al comunismo, ni hacerse aplicaciones a pueblos descreídos, celosos de su libertad y de su autonomía, de la misma raza y no inferiores a sus gobernantes. La única lección provechosa que puedes sacar de estos ejemplos por lo tocante al asunto que tratamos, es que la gestión económica del Estado exige siempre en todas partes, y cuales quiera que sean las circunstancias que la acompañen, una autoridad arbitraria y sin límites.

Por esta rápida reseña podrás comprender el valor de los hechos que te citan a veces en favor del comunismo los que acuden a la historia, no como a experimentada consejera, sino para utilizarla como arma de combate. Las cosas imposibles en teoría no pueden ser hacederas en la práctica.




ArribaAbajoCarta trigesimotercera

De la autoridad


Apreciable Juan: Hoy debemos ocuparnos en la autoridad, que sueles personificar en uno o muchos hombres que mandan.

Sí la humanidad anduviera, aunque despacio, sin volver atrás, estaría ya muy adelante; pero es el caso que por avanzar sin prudencia, retrocede sin tino, como viajero que no tiene guía o navegante que carece de brújula. Acciones y reacciones; saltos en direcciones opuestas; en prueba de que dos y dos no son seis, sostener que son cinco, es lo que se ha observado en todos tiempos y puede observarse en el nuestro. Combatir un extravío con otro y un error con el opuesto, no es el camino que enseña la lógica, pero suele ser el de la pasión, y por eso se tarda tanto en comprender la verdad y en realizar la justicia.

Hay épocas en la historia (y la nuestra es una de ellas) en que todo raciocinio parece engendrado por una reacción, y en que todo mal quiere cortarse de raíz. En esto de desarraigar modos de ser de la sociedad, es necesario, Juan, reflexionar un poco para no extraviarse mucho. En primer lugar, ten muy en cuenta que una cosa absolutamente mala, es decir, sin mezcla ninguna de bien, es difícil que sea institución social, y más que se perpetúe; tan difícil, que ¡solamente como excepción rara puede citarse en la historia.

Alguna vez se apodera de los hombres una especie de vértigo, o se sienten acometidos de epidemia moral, pero esto, como te digo, es raro; lo que comúnmente sucede es que todas las cosas que han sido, tuvieron, no sólo su motivo, sino su razón de ser, y que han producido una suma mayor o menor de bienes.

La primera consecuencia de esta sencilla verdad comprobada por la historia, es hacernos justos con las cosas y con las personas, no despreciarlas, aunque procuremos suprimir instituciones que tuvieron su utilidad y su justicia, ni mirar como malvados o como locos a los que pretenden sostenerlas. Con esto nos colocaríamos en una región serena para juzgar y ser juzgados con imparcialidad; purificaríamos la atmósfera de las emanaciones de la ira, que como el humo de la pólvora no permite ver claro a los combatientes, y seríamos razonables, precisamente porque no creíamos tener toda la razón. Cuando negarnos a otro la suya, él nos niega la nuestra, y de este encadenamiento de negaciones resultan las luchas tenebrosas, en que se apaga la antorcha de la verdad.

La segunda consecuencia de no creer que los hombres han carecido de inteligencia y de sentido moral hasta ahora, es tener esta duda. Tal institución que fue buena en su tiempo, ¿conservará todavía algo bueno aplicable al nuestro? Puesto que el bien en la esencia es siempre uno mismo y sólo varía en la forma y condiciones, variando éstas, ¿no podemos continuarle, como se hallan después de un incendio los metales preciosos que el fuego ha podido hacer cambiar de forma, pero no destruir? Esta razonable duda daría lugar a la reflexión y serviría de freno a los impacientes que creen, o se conducen al menos como si creyeran, que el modo de llegar primero a un punto es arrojarse por un precipicio que está en la línea más corta.

Y aunque se trate de cosas absolutamente perjudiciales, al extirparlas, es locura prescindir de los que las tienen por útiles. El árbol del mal da peligrosa sombra, y ¡ay del que pretenda desarraigarle sin podarle primero!

Antes de querer variar una institución en la realidad, es necesario cerciorarse bien de que está desacreditada en la opinión. No basta que sea errónea para que la tentativa se justifique: el error se encastilla; los que sube, al asalto sin estar practicable la brecha, quedan en el foso; y los que lo mandan, responsables son ante Dios y la historia de aquellas vidas.

Pero supongamos que una institución es ya absolutamente mala; que está suficientemente desacreditada; que ha llegado el momento de suprimirla. ¿Crees que porque debe destruirse sin demora, puede derribarse sin precaución? Ya sabes lo que se hace con una casa vieja Aunque esté denunciada, no deja de estar en pie; sus materiales no desaparecen desde el momento en que se declara que allí son inútiles; cohesión mayor o menor tienen unos con otros, y fuerza tendrán al caer, que aplastará al que sin las debidas precauciones quiera echarla por tierra. Yo he visto ruinas de antiguos castillos que eran un verdadero peligro para la población sobre la cual amenazaban desplomarse, pero que no se podían derribar sin gastar bastante dinero y encomendar la obra a persona muy entendida. Lo mismo que con las ruinas de las obras materiales del hombre, sucede con las del orden social: si son grandes y antiguas, para que no se desplomen con daño, hay que apearlas con inteligencia. Detrás de la almena no está el hombre de armas, cierto, pero la piedra, al caer, es una fuerza y mata. En lo mental y en lo físico, tenlo presente, Juan, aunque de derribar se trate, es preciso hacerlo con regla, orden y medida; si no ¡pobres operarios!

Derribada una institución, hay que sustituirla con otra: la sociedad, como el hombre, necesita albergue, y el albergue suyo, su condición de existencia es la justicia, que ha de reinar en todas las esferas de la vida y formularse en las leyes que un poder, llámese como se quiera, debe hacer cumplir. ¡Contradicción singular! Al mismo tiempo que se quiere investir al Estado de una monstruosa dictadura económica, haciéndole gerente único de la producción, se le niega la autoridad indispensable, no ya para que sea fuerte y poderoso, sino para que exista ni aun débil y miserable. Parece como una burla, Juan, que te digan al mismo tiempo que el Estado va a darte derecho al trabajo y ser el único capitalista y el único juez del mérito y distribuidor de los productos, con todas aquellas cosas más que quiere el socialismo que haga el Estado, para lo cual no le bastaría la omnipotencia, y que a la vez te inciten a rebelarte contra toda autoridad y a combatir todo gobierno. Esto no se explica por las leyes del raciocinio, sino por los cálculos culpables de intereses egoístas, por los impulsos de la ira o por los retrocesos de la reacción.

¿El capital no ha hecho todo lo que debía? Suprimir el capital.

¿La organización de la familia es defectuosa? Suprimir la familia.

¿Se han cometido abusos invocando la religión? Suprimir la religión.

¿Los gobiernos no cumplen bien? Suprimir el gobierno.

A un cúmulo de males, una serie de negaciones: a esto se quiere dar el nombre de reforma y de progreso, como si el organismo social no fuera una grande, a veces una terrible afirmación, a la que no es posible sustraerse suprimiendo los elementos de la realidad. Estos elementos, fatales para el que nada cree, providenciales para el que tiene alguna creencia, pesan sobre todos como el sol brilla igualmente sobre los ciegos que sobre los que ven la luz.

El gobierno es una necesidad absoluta de la sociedad; la forma puede variar, la esencia es de ley natural, y, por consiguiente, indestructible. Pero ¿qué es el gobierno? Obligado a responder, tal vez darías una definición en el fondo como la siguiente: GOBIERNO, unos cuantos hombres de fama equivoca, desacreditados tal vez, que sacan contribuciones alistan soldados, prohíben algunas cosas malas que se hacen, y mandan algunas buenas que se dejan de hacer. Sin que yo niegue que en alguna circunstancia la definición pueda tener mucho de verdad, ni sostenga que nunca sea en todo mentira, te advertiré que las cosas han de juzgarse por su esencia y no por la forma que en determinadas circunstancias puedan tener. Ahora reflexionemos un momento en el por qué el gobierno es una necesidad.

Todo lo que tiene vida tiene organización, y tanto más complicada, cuanto el ser es más perfecto. Un montón de tierra, si el viento no la lleva, si el agua no la arrastra, si la mano del hombre no la traslada o transforma, inmóvil o idéntica permanece. Que pongas la que está dentro afuera, o la de arriba abajo, es igual; el montón queda el mismo, sus partes son iguales, y para formar un todo sin vida no tienen necesidad de ser diferentes ni de agruparse de este o del otro modo; todas pueden ocupar el lugar de cada una, sin que el todo varíe: como el montón no tiene vida, no necesita ninguna especie de organización.

Si en vez de una porción de tierra coges un árbol y haces una operación análoga a la anterior, y lo vuelves lo de arriba abajo y lo de fuera adentro, y le trituras y confundes sus partes, el árbol muere: como tenía vida, tenía organización; las hojas, las raíces, el tronco, tenían cada cual su forma y su destino, no eran iguales; contribuían igualmente a la vida de la planta, pero desempeñando funciones diferentes.

Si de la planta pasas a un animal, cuanto más perfecto, menos homogéneo; es decir, más desiguales son las partes que le componen, menos puedes sustituir unas con otras y alterará tu arbitrio su modo de ser sin que perezca.

Nota la graduación. El montón de tierra sin organización ni vida tiene sus elementos agregados, superpuestos: pueden cambiar de posición a tu voluntad; la posición de las partes, absolutamente iguales, no altera la esencia del todo. El árbol puedes todavía podarlo, serrarlo; aun retoñará; con precauciones puedes introducir en tierra las ramas, que echarán raíces, y poner al sol las raíces, que echarán hojas; puedes variar mucho de su forma sin destruirle. El animal, cuanto más perfecto, es menos modificable a tu voluntad; y al hombre, por ejemplo, no puedes reformarle a tu capricho, ni mutilarle, sin que perezca.

Vemos, pues, que a medida que la vida se eleva, la organización se complica, necesita más condiciones invariables y se presta menos a ser modificada por la voluntad del hombre. El conjunto de las condiciones sin las cuales muere el animal o la planta, es la ley necesaria de la vida; la sociedad la tiene también, y es locura querer prescindir de ella.

El niño, el adulto, el anciano, la mujer, el temerario, el prudente, el débil, el fuerte, el cruel, el compasivo, el pródigo, el económico, el veleidoso, el perseverante, el holgazán, el trabajador, el inteligente, el estúpido, elementos son bien distintos que no pueden sustituirse unos por otros; la variedad infinita de inclinaciones y aptitudes de los miembros que componen el cuerpo social, que llenan funciones diversas, prueban con evidencia que la sociedad es un ser organizado como el animal, y no un agregado de moléculas como el montón de tierra. Prueba en el cuerpo social a sustituir la acción de agentes diversos; a que el hombre llene las funciones de la mujer, el ignorante las del sabio, el criminal las del ciudadano probo, y la sociedad perece, ni más ni menos que un hombre a quien se quisiera hacer respirar con el estómago y digerir con el pulmón. Esto quiero decir que la sociedad, como todo organismo, tiene condiciones y leyes orgánicas. Las condiciones de vida de la sociedad son las mismas que las de los individuos que la componen, y pueden dividirse en tres grupos:

  • Condiciones materiales.
  • Condiciones morales.
  • Condiciones intelectuales.

Albergue, vestido y alimento, afectos, rectitud, conocimiento, saber en mayor o menor escala, son necesidades del hombre. Pero que vayas al trabajo o al templo; que estreches amorosamente a tu hijo contra tu corazón, o sostengas el vacilante paso de tu anciana madre; que medites sobre alguna verdad o sientas la inspiración de alguna cosa grande y bella; donde quiera que vas y lo que quiera que hagas, va contigo tu derecho, y toda acción y obra tuya ha de ser respetada mientras sea justa. Sin este respeto, tu vida es imposible en todo orden de ideas y de acciones; si te turban, si te acometen, necesitas para defenderte emplear en la lucha la fuerza que habías de aplicar al trabajo. Así como el hombre material, que coma o que beba, que trabaje o que descanse, que vele o que duerma, necesita respirar siempre, por ser el aire una condición de su vida, del mismo modo el hombre social necesita justicia, porque sin ella no puede existir. Se vive mejor o peor con más o menos justicia, pero hay un mínimo sin el cual las sociedades perecen, como los hombres que se asfixian en los pozos inmundos. En Oriente hubo imperios de que no queda más que el nombre; ciudades de portentosa magnificencia, que no se revelan al viajero sino por columnas rotas o sepulcros subterráneos. Poco significan los nombres de los pueblos y de los reyes que los destruyeron, ni qué armas usaban: lo que importa investigar y ver claro, y se comprueba y se ve mirando con un poco de atención, es que esas sociedades han perecido porque llegó a faltarles aquella cantidad de justicia sin la cual los pueblos mueren.

La sociedad hemos visto que no es un agregado, sino un organismo, que no es un montón, sino una vida; pero esta vida no obedece en todo, como la de las plantas y los animales, a leyes fatales. El grupo de árboles extiende sus raíces y sus ramas de igual modo, siempre que sean iguales la clase de terreno y la humedad y el calor. Una sociedad de insectos no se aparta de la regla que su instinto le revela; las abejas y las hormigas de hoy viven absolutamente lo mismo que hace veinte siglos; y como vivirán cuarenta después. Obedecen a una ley fatal como los astros, y se pueden calcular sus movimientos en el agujero o la colmena, como los de la luna en el espacio: la ley de su existencia se cumple fatalmente; no hay necesidad de que nadie se encargue de hacerla ejecutar, porque no hay ninguno que pretenda infringirla.

En la sociedad humana entran nuevos elementos: los seres que la componen, no sólo tienen vida, sino que tienen además voluntad justa o injusta; y esta circunstancia, que de viviente eleva al hombre a la categoría de persona, hace necesario un poder que sujete las voluntades injustas a la ley de la vida social. La hormiga nada hará que no esté conforme al bien del hormiguero; pero el hombre puede hacer y ejecuta muchos actos perjudiciales a la sociedad, y a veces destructores de ella. El que con voluntad perseverante se apodera de lo que te pertenece, calumnia tu buen proceder o atenta contra tu vida, necesita una fuerza que le contenga, y una ley que determine hasta dónde y cómo esta fuerza ha de obrar, para que ella misma no cometa injusticia al querer evitarla. Siendo el hombre dueño de sus acciones, teniendo libertad moral, con sólo que hubiese uno dispuesto a abusar de ella, haría necesarios el poder y la ley que debe aplicarla. La voluntad injusta de un ladrón, de un incendiario, de un lascivo, de un asesino, si no encontraba freno, bastaría para turbar la existencia de un pueblo entero y hacerla imposible. Cuando este freno no le pone la sociedad, le pone el ofendido; donde quiera que no hay justicia, hay venganza; es preciso que la haya, porque es indispensable que halle obstáculo la intención criminal y perturbadora.

Épocas ha habido en que la justicia se tomaba por la mano; pero esto, en vez de ser un ideal del porvenir, es una desdicha de lo pasado. La tiranía del más fuerte y la guerra continua, son la inevitable consecuencia de un poder social impotente para realizar la justicia. Cuando los pueblos han salido del laberinto ensangrentado que se llama satisfacción de la ofensa tomada por el ofendido, vestigios quedaron de su aciago reinado en la arbitrariedad con que se clasificaban los delitos, en la crueldad con que eran castigados, y hasta en la satisfacción que se concedía a la conciencia general, dando a la justicia el horrible nombre de venganza pública. Limitar la autoridad y el poder en todo aquello que puede ser beneficioso, es volver a los tiempos bárbaros; el progreso consiste en disminuir la fuerza del crimen y del vicio, y no la del gobierno.

Apenas hay necesidad de indicar la desventaja de que sea el inmediatamente perjudicado, y no la sociedad, quien ponga coto a los desmanes del perverso. Figúrate un ladrón, que mientras trabajas te roba tu única chaqueta. Natural es que te indignes contra el pícaro que, mientras ganas penosa y honradamente el pan de tu familia, te priva de tu abrigo para venderle por un vaso de aguardiente. Huye: echas tras él; a la indignación que su mal hecho te ha causado, se añade la de la resistencia que opone a que le castigues; le das alcance al fin, y como suele decirse, te ciegas, le maltratas duramente; si no hay quien se interponga entre ambos, tal vez le das un golpe mortal. ¿Te parece que el robo de una chaqueta es razón para matar a un hombre? Seguramente que no, ni tú lo harías a sangre fría; pero acalorado, es inevitable aquel abuso de la fuerza con el que no respetó el derecho. Si te contienes y no tocas al ladrón, entonces éste se irá riendo de ti, y muy animado a repetir una acción lucrativa sin trabajo ni peligro. El ofendido no puede ser justo:

1.º Porque la cólera no le deja apreciar la criminalidad del hecho.

2.º Porque no tiene medios de investigar las causas que pueden disminuir o agravar esta criminalidad; ya comprendes la diferencia que va de robarte la chaqueta para embriagarse, o para ponérsela al enfermo que carece de abrigo.

3.º Porque no tiene medio de sujetar al malhechor, de lo cual resulta que la alternativa es un castigo brutal y excesivo, o la impunidad; además, este castigo pervertirá, en vez de corregir al criminal, como debe intentarlo toda persona.

4.º Porque puede no ser una cosa clara, o ignorarse absolutamente la persona que ha cometido el delito; tú no tienes medios de averiguarlo, y hay probabilidad de que quede impune o de que castigues a un inocente.

De todo lo expuesto, aunque brevemente, resulta:

1.º Que la sociedad no es una agregación inerte, sino un cuerpo con vida.

2.º Que la vida de la sociedad, como la de todo ser viviente, tiene condiciones que forman la ley de su existencia.

3.º Que esta ley de existencia social es la justicia en mayor o menor dosis, pero siempre con un mínimum indispensable.

4.º Que la realización de esta justicia no puede hacerse por el ofendido ni aun por el que no lo sea y esté atenido a sus medios individuales.

5.º Que se necesita una ley que evite a la vez la arbitrariedad y la impunidad, la crueldad y la mayor perversión del culpable, y un poder que tenga fuerza para ejecutar la ley.

6.º Que este poder es el Estado, cuyo órgano es el gobierno.

7.º Que el gobierno, con una u otra forma, no es un error ni un abuso, sino una necesidad.

Pero el Estado, el gobierno, que es su órgano, considerado solamente de la manera que acabamos de hacerlo, parece tener por único objeto la represión, y quedar reducido a mandar la Guardia civil, nombrar jueces y construir cárceles y presidios. No ha faltado quien así lo considere; pero este error viene de no formarse idea clara de la justicia, que no consiste sólo en enfrenar la mala voluntad, sino en auxiliar la voluntad buena, de tal modo, que el perverso encuentre obstáculos a su criminal intento, y el hombre honrado facilidades para ser mejor y más dichoso: la perfección del hombre y su bienestar son el objeto final de todas las instituciones humanas. Aunque sea de paso, te hará notar que dicha y perfección, son, o dos fases de una misma cosa, o dos cosas tan íntimamente enlazadas, que pueden comprobarse una con otra. La felicidad que no perfecciona, es mentira; la perfección que hace desgraciados, no es verdad.

La razón del poder del Estado, y por consiguiente del gobierno, si la analizamos, da idea de su índole. Esta razón es la libertad moral del hombre, su voluntad, que puede ser justa o injusta. Cuando el hombre hace mal uso de su libertad y es culpable, en el concepto de tal, es inferior a los animales y hace necesaria la fuerza que le obligue al cumplimiento de la ley de existencia de su especie; de aquí la necesidad de la represión.

Pero cuando el hombre hace buen uso de su voluntad, se eleva muy por encima de los otros vivientes. Esta voluntad recta, además de justa, puede ser y es a veces elevada, sublime, de tal modo, que no sólo produce ciudadanos honrados, sino genios de altas aspiraciones, propagadores de grandes ideas y mártires de causas santas; de aquí la justicia del auxilio, de la protección, en algunos casos, de la iniciativa del Estado para realizar nobles y fecundos pensamientos en todo aquello que no pueden llevar a buen término los medios de que dispone el individuo. Así como el poder debe reprimir toda tendencia al mal, está obligado a favorecer todo impulso hacia el bien; debe aspirar toda emanación benéfica, recoger todo rayo luminoso de verdad, para formar un foco poderoso que lleve adonde quiera los resplandores de su luz; debe escuchar toda voz que formule un pensamiento fecundo, y responder a toda razonable interrogación, de tal manera que contenga, aísle y debilite las actividades perjudiciales, y acumule, condense y fortifique las útiles. Podemos definir el Estado, la fuerza de todos para contener lo que hay de malo y fortificar lo que tiene de bueno cada uno.

Tan errónea es la opinión que quiere que el Estado lo haga todo, como la que pretende que no haga nada; error que viene de no formarse idea exacta de lo que es el Estado y de lo que es el gobierno.

No escuches a los predicadores de anarquía, ni acudas a los llamamientos que te hacen para combatir todo poder y negar toda autoridad. Purificar el poder, perfeccionarle, es alta misión de hombres racionales; destruirle, es imposible empresa de insensatos. Persuádete, Juan, de esta verdad, y tenla siempre muy presente: EL MEDIO MÁS SEGURO DE TENER EL PEOR GOBIERNO POSIBLE, ES EL EMPEÑO DE NO TENER NINGUNO.




ArribaAbajoCarta trigesimocuarta

La patria


¡La patria! ¿Qué es la patria? Al procurar responder a esta pregunta, se me viene a la memoria una sentida composición del Sr. D. Ventura Ruiz Aguilera, y pareciéndome que saldrías perdiendo mucho si yo te dijera en vulgar prosa lo que él tan bellamente ha dicho en buenos versos, te los copio:




La patria



- I -

    Queriendo yo un día
Saber qué es la patria,
Me dijo un anciano
Que mucho la amaba:
    «La patria se siente;
No tienen palabras
Que claro la expliquen,
Las lenguas humanas.
Allí, donde todas
Las cosas nos hablan
Con voz que hasta el fondo
Penetra del alma;
Allí, donde empieza
La breve jornada
Que al hombre en el mundo
Los cielos señalan;
Allí, donde el canto
Materno arrullaba
La cuna que el Ángel
Veló de la Guarda;
Allí, donde en tierra
Bendita y sagrada,
De abuelos y padres
Los restos descansan;
Allí, donde eleva
Su techo la casa
De nuestros mayores.....
Allí está la patria.


- II -

    »El valle profundo
Y enhiesta montaña,
Que vieron alegres
Correr nuestra infancia;
Las viejas ruinas
De tumbas y de aras,
Que mantos hoy visten
De hiedra y de zarzas;
El árbol que frutos
Y sombra nos daba
Al son armonioso
Del ave y del aura;
Recuerdos, amores,
Tristeza, esperanzas,
Que fuentes han sido
De gozo y de lágrimas;
La imagen del templo,
La roca y la playa,
Que ni años ni ausencias
Del ánimo arrancan;
La voz conocida,
La joven que pasa,
La flor que has regado
y el campo que labras,
Ya en dulce concierto,
Ya en notas aisladas,
Oirás que te dicen:
Aquí está la patria.


- III -

    »El suelo que pisas
y ostenta las galas
Del arte y la industria
De toda tu raza,
No es obra de un día
Que el viento quebranta;
Labor es de siglos
Que el cielo consagra.
En él tuvo origen
La fe que te inflama;
En él tus afectos
más nobles se arraigan;
En él han escrito
Buriles y hazañas,
Pinceles y plumas,
Arados y espadas,
Anales sombríos,
Historias que encantan,
Y en rasgo indeleble
Tu Pueblo retratan.
Y tanto a su vida
La tuya se enlaza,
Cual se une en árbol
Al tronco la rama.
Por eso, presente
o en zonas lejanas,
Doquiera contigo
Va siempre la patria.


- IV -

    »No importa que al hombre
Su tierra sea ingrata;
Que peste y miseria
Jamás de ella salgan;
Que viles verdugos
La postren esclava,
Rompiendo las leyes
Más justas y santas;
Que noches eternas
Las brumas le traigan,
Y nunca los astros
La luz deseada.
Pregunta al proscrito,
Pregunta al que vaga
Sin pan y sin techo
Por tierras extrañas,
Pregunta si pueden
Jamás olvidarla,
Si en sueño o vigilia
Por ella no claman.
No existe, a sus ojos,
Más bella Morada;
Ni en campo, ni en cielo,
Ninguna lo iguala.
Quizá, unidos todos,
Se digan mañana:
¡Mi Dios es el tuyo;
Mi patria, tu patria!



Esto es la patria para el corazón; al que no le tiene, es inútil hablarlo de ella; es un ser moralmente imperfecto y mutilado. Pero si la patria se siente; si el patriotismo, más bien que un raciocinio, es un sentimiento, no quiero decir esto que sea un absurdo; muy por el contrario, la razón le sanciona. Sucede con el amor de la patria lo que con el amor de los hijos: se siente primero, se motiva después. Siempre que hay una necesidad imperiosa para la sociedad o para el individuo, la Providencia ha colocado un sentimiento o un instinto, es decir, un impulso fuerte o instantáneo que obra sin discutir, y tanto más independiente del raciocinio, cuanto es más indispensable.

El hombre respira aun contra su voluntad, digiere sin saberlo, y cierra los ojos antes de hacerse cargo de que podría dañarles el objeto que a ellos se acerca. Los cuidados que se dan a los hijos pequeñuelos, y sin los cuales la especie no podría perpetuarse, no son calculados tampoco: los padres, y las madres sobre todo, hacen por amor lo que por cálculo no hacían nunca. La razón del hombre, su noble compañera, su divino atributo, está sujeta a los desvaríos del error y a las flaquezas de la voluntad, y por eso no se le encomienda exclusivamente ninguna función esencial a la vida de los individuos ni de las naciones. El patriotismo, ¿es una de estas cosas esenciales de los pueblos? Nos será fácil probarlo.

No estaría poblada la tierra sin el amor instintivo que tiene el hombre al lugar donde nace. Sólo aquellos favorecidos por la naturaleza tendrían pobladores; y en vez de que hoy un sentimiento, el amor de la patria, establece la armonía, y el lapón vive dichoso entre sus eternos hielos, y el árabe en el abrasado desierto, habría sangrienta lucha para apoderarse de las comarcas fértiles y templadas, quedándose el resto para mansión de animales feroces. Esta despoblación de las tierras estériles y destemplados climas, llevaría consigo probablemente la extinción de la especie, y de seguro su falta de cultura y de progreso. Las razas diversas, con sus diferencias de nacionalidad, son para el género humano lo que los diferentes individuos para un pueblo. Si todos quisieran ser albañiles, sastres, abogados o arquitectos, la obra social sería imposible, porque exige división de trabajo, y tanto mayor, cuanto la civilización está más adelantada. De igual modo, si no hubiera más que un pueblo en la zona más favorecida, le faltaría la división del trabajo humano, no menos necesaria que la del trabajo social; una nacionalidad única produciría una especie de estancamiento intelectual y moral; todo progreso sería imposible, e inevitable, por consiguiente, la decadencia, porque la razón y la historia prueban de un modo evidente, que todo el que no avanza hacia el bien, retrocede al mal, que permanecer estacionario es imposible, y que los pueblos necesitan comunicarse e influirse mutuamente, llevar al fondo común los elementos de vida que cada cual posee, de modo que se aumente su capital y se levante el nivel de la moralidad y de la inteligencia.

Y esto sucede, no sólo porque los pueblos son diferentes, sino porque no están en el mismo período de su vida. La marcha es armónica, pero no simétrica, y el esfuerzo intermitente, cuando la labor debe ser continua. Figúrate una de esas obras que empezadas no pueden interrumpirse sin perder lo hecho, y en las que se emplean diferentes cuadrillas para que descansen unas mientras trabajan las otras: tal es la humanidad. Las cuadrillas son los pueblos; si a la hora en que se necesita no acude el relevo, la obra no se hace; si no hay diferentes nacionalidades, el relevo no puede acudir; y si no hay patriotismo, no puede haber nacionalidades diferentes. Ya ves la razón de ese sentimiento que se llama amor de la patria, que, como todos, se eleva y se purifica a medida que se ilustra y se moraliza el hombre. El amor a la patria en los pueblos de la antigüedad llevaba consigo el odio a los que no pertenecían a ella: extranjero, tanto quería decir como enemigo, y aun había idiomas en que con una sola palabra se nombraba a entrambos. El amor de la patria era también más o menos hostil de la familia: el ciudadano de Roma o de Esparta absorbía al hombre; antes que padre de sus hijos era hijo de la república.

Esta especie de incompatibilidad entre los deberes, prueba una gran inmoralidad y una grande ignorancia; el amor de la familia, de la patria y del género humano, son armónicos, y en vez de hostilizarse, se prestarán mutuo apoyo cuando los hombres sean un poco menos imperfectos. Si se han podido poner en pugna las virtudes cívicas y las virtudes privadas, es porque no se han analizado, es porque no se ha comprendido que el hombre público necesita amor, y el hombre privado energía. ¿Basta, por ventura, para ser hombre de Estado, no venderse y tener cierta instrucción? Menguado político sería con estas dos solas condiciones, y desdichado pueblo el gobernado por él. El que es mal hombre en la familia, no puede ser buen ciudadano; el padre, el esposo, el hermano, el hijo perverso, no pueden tener criterio moral, ni conciencia clara, ni noble impulso, ni perseverante esfuerzo, ni aquel resorte poderoso del espíritu que vence los grandes obstáculos e inspira los grandes hechos.

¿En qué consiste que muchos hombres de quienes se espera mucho hacen tan poco? En que no son honrados. No hay más que una moral; las virtudes y los deberes son armónicos, son rayos de luz que salen del mismo foco. No creas que será buen diputado o buen ministro el que es mal hijo o mal padre; no imagines que el empleado concusionario o el juez venal sean rectos y probos en la sociedad y en la familia; ni te figures tampoco que el hombre que es malo en su familia y malo en su patria, pueda ser bueno para la humanidad.

El amor de la patria, armónico con el de la familia y de la humanidad, es una necesidad humana, como hemos visto, porque sin él quedaría despoblada la tierra; es una necesidad social, porque sin él toda obra de progreso y de perfección sería imposible. ¡Ay de la humanidad si no hubiera patria! ¡Ay de la patria si no hubiera familia! Patria, familia, humanidad, cosas son que no pueden destruir las teorías de ninguna escuela, pero que pueden ensangrentar y hacer desdichadas la obcecación y las iras de los partidos. Te predican que fraternices con los obreros de todas las naciones. bien está; hermanos tuyos son y debes amarlos. Pero como si tu corazón fuera tan pequeño que no pudiera ensanchar la esfera de su amor, y como si en él hubiera un foco de odio inextinguible que fuese necesario lanzar sobre alguno, la fraternidad para una clase de extranjeros lleva consigo la hostilidad con otra clase de compatriotas, y para que tengas humanidad, te dicen que no tengas patria. Todo esto es absurdo, Juan; no creas en el amor que no es más que una sustitución de odio, ni imagines que ha de ser compasivo con los extraños el que es cruel con los propios: el hombre es uno, idéntico a sí mismo, bueno o malo para todos.

Debe aceptarse la verdad donde quiera que esté, y rechazarse el error en cualquier parte que se halle. Aplica a La Internacional esta verdad sencilla; toma de ella el amor a los extranjeros y no el odio a los compatriotas; recibe la humanidad, pero no lo des en cambio la patria.

Hace pocos años acudías, como de costumbre, el día 2 de Mayo, a honrar la memoria de los que en igual día habían muerto a manos de los soldados de Murat. Algunos individuos de La Internacional quisieron hacer una manifestación contra tu patriotismo; tú lo impediste violentamente, en lo cual hiciste mal. Los manifestantes estaban en un error, pero también en su derecho, que debieras haber respetado, sin ceder por eso nada de tu razón. Esta razón era entonces, y hoy, y siempre, que porque ames a los franceses de hoy, porque perdones a los de 1803, no por eso has de menospreciar ni olvidar siquiera la memoria de los mártires del patriotismo y del deber. Cuanto más se eleve tu alma, cuanto más se dilate la esfera de tus simpatías, cuanto más cierres tu pecho al odio, cuanto mejor seas, en fin, de más valor será el homenaje que rindas a los que murieron por el santo amor de la patria. Si ellos te ven desde un mundo donde no se aborrece, sólo recibirán gratos la corona que les ofrece tu mano cuando al tributo de tu amor no vaya unido ningún impulso de ira.

No hay más segura señal de decadencia en un pueblo que el menosprecio o el olvido de los valerosos que le han honrado. Y ten, Juan, muy en cuenta que su memoria ha de respetarse, aunque la razón por que murieron no lo parezca hoy en día. Los hombres han de juzgarse en la época en que han vivido. Si en ella fueron probos y desinteresados; si antepusieron el bien público al suyo; si tuvieron en poco la vida y en mucho la honra, grandes fueron, y como grandes deben ser tenidos y ensalzados. Negar el título de bueno al que no entendió el bien como le entendemos, es tener un criterio tan mezquino como injusto. No pidamos a los hombres cualidades que no pudieron tener en su época; no tengamos la fatuidad de tener por caudal propio el fondo común de nuestro siglo, que han contribuido a formar los mismos que desdeñamos. ¡Si supieras cuánto debes a los que te han precedido! ¡Si supieras cuántos mártires se han necesitado para proporcionarte la menor de las ventajas que disfrutas! Si supieras cuántas víctimas ha hecho la fuerza para que puedas hacer valor tu derecho, no olvidarías, ingrato, a los que se inmolaron por ti; no calumniarías a los que, muriendo, esperaron en la justicia de la posteridad; no romperías los lazos que deben unir a los hombres buenos de todos los siglos; y en vez de rechazar con escarnio una herencia de gloria, te acercarías, descubierta la cabeza, a las sagradas tumbas, y ellas te dirán: ¡HAY PATRIA!




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Conclusión


Apreciable Juan: Por modestas que sean las aspiraciones del que para la prensa escribe, siempre imagina que siquiera ha de tener un lector. Yo me lo he figurado también, y he hablado contigo como con un ser real que sufre y que goza, que teme y que espera, como con una racional criatura expuesta a caer en el error y susceptible de penetrarse de la verdad. Al llegar al término de esta conversación que contigo he tenido por espacio de dos largos años, parece como que te había cobrado cierta especie de afecto, pues aunque no seas más que una idea, con las ideas se encariña uno también; por eso al decirte adiós, hubiera querido que fuese como el de dos amigos que, después de una discusión razonada, se retiran sosegadamente al tranquilo hogar, con la seguridad que humanamente puede haber de que no les sucederá mal ninguno.

¡Cuán distinta es la realidad de este mi deseo! Donde quiera que te retires y a cualquier lugar que yo vaya, hallaremos la inquietud, el desasosiego, la destrucción, la violencia, lágrimas y sangre y muerte; la guerra, en fin, la más impía de las guerras que se hacen entre sí los que son dos veces hermanos.

Ni nombres propios hemos de pronunciar, ni traer al debate persona ni cosa que pudiera darle apariencia de parcialidad o de pasión; pero si no hemos de acusar, ni dirigir cargos, ni lanzar anatemas, deber nuestro es consignar las lecciones que con lágrimas y sangre está escribiendo la historia.

Las circunstancias han venido a favorecer la realización de aquellas teorías, que como panacea de tus males te daban y como errores he combatido. Los hombres de esas teorías han podido ponerlas en práctica; gobernantes y legisladores han sido, y se desploman y van cayendo y caerán bajo el peso de la imposibilidad de realizar lo imposible. ¿Dónde están esas reformas radicales, esos males cortados de raíz, esas transfiguraciones sociales, para las que no se necesitaba, al decir de sus apóstoles, sino que fuesen poder los que amaban al pueblo y poseían la verdadera ciencia social? ¿Cómo no estamos ya constituidos según las teorías socialistas? Comprendo que en la práctica pudieran surgir graves dificultades, como acontece siempre en las trascendentales reformas: esto, ni era cosa de extrañar, ni argumento que de buena fe y con conocimiento de causa pudiera hacerse; no se trata, pues, de este o del otro obstáculo, de aquella infamia o del crimen de más allá, no: aunque el llanto enturbie los ojos y cubra el rostro el color de la vergüenza, es necesario enjugar las lágrimas y alzar la frente e imponer silencio a las voces del dolor y de la ira, y levantar con espíritu imparcial y mano firme el acta de este terrible debate.

Lo grave para el crédito de los socialistas, fantásticos creadores del Cuarto Estado, no es que se haya hecho poco en el sentido de sus ideas; es que no se ha intentado nada. Fíjate bien en esto, Juan, porque la gran lección está aquí; no te hablo de crímenes, ni de horrores, ni de infamias; te hablo de impotencia absoluta, de no haber adoptado una medida, tomado una resolución, formulado un acuerdo, que realice, que intente realizar siquiera aquellas teorías de organización del trabajo, conversión de la propiedad individual en colectiva, etc. Ni un vuelo atrevido, ni un surco profundo, ni una prueba da esa sinceridad en el error, que se llama fanatismo y que extravía, pero al menos no degrada. Los hombres del Cuarto Estado parece que han perdido la fe en sus sistemas en el momento mismo en que han estado en situación de realizarlo, como ciegos que de repente reciben la luz, o niños que echaran de ver que las pompas de jabón no tienen dentro más que aire. Jamás poder anunciado como revolucionario conservó tan completo statu quo; jamás hombres de sistema, puestos en el caso de realizarlo, dieron tan claras muestras de no tener fe en él; jamás se dio tan solemne escarmiento a la credulidad fascinada. Suprime la orgía política, eso que escandaliza, que indigna y que da horror, y el socialismo en el poder y en el santuario de las leyes, es un cadáver al que no se concederán los honores de la sepultura.

Aparte de la falta de arranque y de energía que en tal grado no podía preverse, todo lo demás era de esperar. Por abatir una bandera y levantar otra y hacer unas cuantas afirmaciones osadas y negaciones impías, no se convierte en hacedero lo que es esencialmente irrealizable. Hace meses lo vimos hablando del supuesto Cuarto Estado. La revolución política estaba hecha; la económica no podía hacerse, porque en esa esfera, los cambios, ni pueden ser repentinos, ni se hacen por medio de hombres que se amotinan en las calles, que tiran tiros en los campos o votan en los comicios o en las Cortes. Los creadores de estados sociales imposibles han dicho: «que el Cuarto Estado sea», y el Cuarto Estado NO FUE; y en la hora más propicia para mostrarle al mundo, cuando desde las cumbres del poder se podía ostentar victorioso y preponderante, ha desaparecido como esas sombras que crecen para desvanecerse. La prueba se podía intentar; ningún obstáculo material lo impedía; pero la cosa es tan absurda, que ni aun le es dado aspirar a los honores del ensayo; es un campeón, no derrotado, sino corrido, a la sola amenaza del contacto con la realidad.

En vez de hacerte un resumen de cuanto te llevo dicho, voy a presentarte una abreviada enumeración de las pruebas que la práctica de los últimos tiempos ha traído a mis afirmaciones. Observemos los sucesos enfrente de las grandes cuestiones, de aquellas cuestiones capitales y palpitantes, con que se han fascinado las inteligencias y exasperado los ánimos, convirtiéndolas en fulminantes de esos a que se pone fuego, no para abrir una vía, sino para volar un edificio.

PROPIEDAD.-La propiedad no cambia de constitución, sino tal cual vez de mano.

El maestro había dicho (o repetido): «La propiedad es el robo»; algunos discípulos dicen: «El robo es la propiedad», lo cual es sumamente lógico. No se da un paso, ni el más mínimo, para variar la índole de la propiedad; hay sustitución de propietario, despojo, hechos violentos que en nada invalidan el derecho, prácticas que no corresponden a ninguna teoría. Nótalo bien, Juan, porque es de notar. Mandan los adversarios más o menos francos de la propiedad individual, se arman las masas que poco o nada poseen; el principio de autoridad es nulo; no hay más que dar la señal del despojo, y el despojo se hará impunemente. Los propietarios tienen miedo, carecen de hábitos militantes, y son los menos; los pobres son los más; parece que se han contado; no les repugna la apelación a la fuerza; la ley de los hombres calla; la de Dios no se escucha; la tentación atruena con voz que repiten los mil ecos del escándalo. ¿Cómo hay en España una sola casa donde pueda hallarse algún valor, que no haya sido saqueada? ¿Quién contiene a la multitud? ¿Quién pone diques a ese torrente? El mismo que señala un límite que no traspasa el mar tempestuoso. Del propio modo que el mundo físico, tiene sus leyes el mundo moral, y por ellas, aun en medio de las borrascas políticas y de los cataclismos sociales, una mano invisible pone coto a su acción perturbadora; y los adversarios, los detractores, los que niegan la propiedad en principio y no tienen, a su parecer, ninguna razón para respetarla, de hecho la respetan, y, lo que es todavía más, la defienden. Tú y tus compañeros más de una vez habéis amparado al propietario y perseguido al ladrón.

Acá y allá hay robos y despojos, cierto; pero son violencias hechas al propietario más bien que ataques a la propiedad; el número de éstos es relativamente muy corto, y si se han castigado flojamente, no consiste en que está en la opinión la impunidad para esta clase de delito, sino que hoy está en la práctica para todos. Se roba y se despoja, pero sin atacar al principio de propiedad, sino dando al atentado un alto fin, diciendo que es necesario para defender la religión o la república. Es grande el número de los ladrones; muy corto el de los que se atreven a serlo sin esta o la otra máscara. Tales hechos, repetidos en tales circunstancias, prueban hasta la evidencia que la propiedad no es una institución de las que pasan, ni un error de los que se desvanecen, sino una condición esencial de vida en las sociedades humanas. La lección que los sucesos están dando, es solemne; insensatos serán los hombres si no la toman.

LA FAMILIA.-Tan reciamente combatida por algunos reformadores radicales, ¿qué ataques ha sufrido desde que han podido convertir en hechos las amenazas que contra ella fulminaban? ¿Dónde están las resoluciones propias para que la familia se constituya sobre diferentes bases o para suprimirla? Todo el daño que ha recibido viene de las malas costumbres, de la corrupción, de los vicios, en cuya práctica tienen una desdichada conformidad los hombres de las teorías más opuestas.

EL TRABAJO.-¿Dónde está la organización del trabajo, ese famoso sofisma, ese talismán poderoso, ese admirable instrumento de prosperidad y de justicia, esa bandera de guerra bajo la cual se alistan tantos obcecados campeones? ¿Por ventura se ha hecho, se ha intentado nada para esa organización, piedra angular del edificio socialista? Por más que cuidadosamente observo, no veo que se trate de la realización del derecho al trabajo, sino del derecho a holgar; únicamente de la práctica de este último veo ejemplos y varias disposiciones que tienden a asegurarlo.

IGUALDAD.-Busco en vano los decretos, las leyes y aun las violencias niveladoras. Las jerarquías sociales ninguna alteración han sufrido, y hasta las vanidades continúan ostentando el oropel de sus distintivos.

PATRIA.-Los que la desgarran ponen en relieve el absurdo de los que quieren suprimirla. Éstos no levantan bandera; es una anarquía vergonzante y práctica, que no se afirma ni quiere generalizarse por medio de ninguna teoría. No es una escuela, es un motín; no es un principio, es un atentado. Se ve la mezcla de cinismo o hipocresía que tiene siempre el que obra contra el buen sentido y la conciencia. El hombre es capaz de hacer más daño del que se atreve a confesar; es tan poderosa su propensión a justificar sus hechos, que lo intentan hasta los criminales más endurecidos, hasta los locos mientras conservan una ráfaga de razón. La falta de consecuencia y de lógica del grupo que niega la patria, pone en relieve lo absurdo de semejante negación. Los que se apartan de la patria común, hacen y dicen en la pequeña patria lo mismo que condenaban en la grande.

Ninguna supresión ni creación esencial; todo se reduce a limitar el lugar de la escena, que ocupa dos leguas en lugar de doscientas o de dos mil. Contradicción, hipocresía, impotencia, nada más se ve en los que niegan la patria; y cuando digo nada más, es porque hago abstracción y caso omiso de toda culpa y de todo crimen, limitándome a señalar la falta de razón y de lógica, las imposibilidades esenciales, invencibles, los errores en la esfera de la inteligencia, a los que han de corresponder y corresponden, por desgracia, maldades y dolores en la esfera moral.

Aunque la tierra que fue España deje de obedecer a unas mismas leyes; aunque sus hijos dejen de amarse, y en vez de intereses armónicos, tengan intereses encontrados; aunque en lugar de vivir en dichosa paz, se hagan encarnizada guerra, ¿probarán algo contra la idea de la patria? El ensayo hecho por los que esa idea combaten, la acredita, haciendo una cosa parecida a esa prueba que se llama por el absurdo y que aquí podría llamarse por el desastre. ¿Qué mejor razonamiento en favor de la bondad de una cosa que los males que resultan de suprimirla? Todo lo que has visto prácticamente y en el terreno de los hechos de algunos meses a esta parte, debe ser para ti, Juan, la más concluyente prueba de que se puede constituir de este o del otro modo, pero de que no se puede suprimir la patria. Mira lo que son y lo que hacen los que la combaten, y verás que parece que los han elegido para desacreditar lo que sostienen, como los espartanos embriagaban a los esclavos para hacer odiosa e infame la embriaguez.

AUTORIDAD.-La negación del principio de autoridad es otro artículo de la fe ortodoxa de los transformadores sociales. La voluntad del individuo, sus derechos absolutos e ilegislables, son su ley, que él es el encargado de hacer y ejecutar. Y ¿qué ha sucedido al poner en práctica semejante teoría? Que la negación de todo principio de autoridad es la negación de toda práctica de derecho y de toda realización de la justicia. Ese individualismo exagerado, se hace inevitablemente egoísta, caprichoso, insensato, loco, y las voluntades sin regla son indómitas y destructoras como fieras, y como tales es preciso perseguirlas. Mira esos pueblos: fíjate en aquel que mis tiempo lleva rebelado contra el principio de autoridad, y verás sucederse las tiranías, convirtiendo toda fuerza en violencia y todo mandato en atentado. No puede haber reunión de hombres sin autoridad; cuando no se admite en principio, hay que aceptarla de hecho, y en la persona de un hombre, por regla general, el más indigno de ejercerla. Esto es tan cierto, que los que van a combatir violentamente la autoridad, empiezan por admitir una, llevan un jefe, sin el cual ni aun se podría intentar la empresa. Ahora has podido y puedes observar con qué violencia mandan los que se niegan a obedecer, y cómo se multiplican las autoridades para combatir el principio de autoridad. Creo que nunca los partidarios de una teoría habrán hecho más para desacreditarla en la práctica y para probar la necesidad y la justicia de aquello que como innecesario e injusto rechazan.

RELIGIÓN.-Los ataques a la religión no han tenido ese carácter que revela un convencimiento, aunque errado, firme, ni un odio implacable, ni un impulso fuerte; y así debía suceder: de una acción débil, no podía resultar una reacción poderosa. ¿Cuáles han sido las manifestaciones del ateísmo sofístico de los semifilósofos, y del ateísmo brutal de los ignorantes? Algunas tropelías, la profanación y el despojo de algunos templos, con apariencia de tener más codicia del oro en que están engastadas reliquias, que deseo de ultrajarlas; hechos aislados; en medio de la violencia, cierta timidez, revelación de la debilidad, es todo lo que contra la religión e hace durante la dominación de los que no la tienen, a lo cual pueden añadirse algunos escritos sin lógica, sin ciencia, sin elevación, o no pocas veces sin aquella dignidad, no ya la que corresponde al asunto, sino la que debe tener el escritor, cualquiera que sea el que trate. Estos no son medios para desacreditar la religión, sino para encender el fanatismo, y así sucede. A las impiedades del Mediodía responden las descargas del Norte. Cada blasfemia, una rebeldía; cada profanación, una batalla ganada por los que invocan al Dios de los ejércitos. Le ofenden ellos también apelando a la violencia, ¿quién lo duda? pero no lo niegan, y esto basta para hacerlos menos odiosos que los ateos, en torno de los cuales la humanidad, como espantada, hará siempre el vacío. La preponderancia material de los que en nada creen ni otra vida esperan, ha dado tal espectáculo de escándalo impotente y violenta debilidad, que si no abona el fanatismo, lo robustece y lo explica. Ahora puedes notar la culpable ligereza y crasa ignorancia de los que tratan la religión como cosa fútil y baladí. Pasan las generaciones que cierran los templos, y los templos se abren de nuevo, porque la eternidad no pasa, porque las tempestades no marcan el nivel de las aguas, ni son los hombres de la humanidad los que dicen: Después de la muerte, la nada.

Puedes notarlo, Juan: el triunfo material de los que sostienen cierto género de errores, es su derrota en el orden de las ideas, porque pone en relieve su radical impotencia. Soberbios al negar, tímidos en la afirmación, nulos en la práctica, tales han sido, son y serán, los que de cualquier modo, y enarbolando esta o la otra bandera, dicen al hombre que puede vivir sin propiedad, sin familia, sin trabajo rudo, sin dolor, sin resignación, sin virtud, sin ley, sin Dios.

Al despedirme de ti, me asalta la triste duda de si no habré conseguido convencerte de ninguna verdad, ni desvanecido en tu ánimo ningún error. Si así fuere, que Aquel que ve las voluntades reciba la mía, que era buena para ti. No me han cabido en suerte, ni los medios materiales con que podía darte auxilio, ni la elevada posición, que dicta los mandatos o da autoridad a los ejemplos. Un buen consejo es todo lo que podía darte, y, recíbasle o no, te lo he dado para descargo de mi conciencia.

Adiós, amigo mío. ¿Quién sabe a dónde nos arrojarán las olas de la tempestad que ruge? ¿Quién sabe si en un día de horror te darán a beber una de esas copas de maldad que enloquece, y, falto de razón, levantarás la mano, me herirás en las tinieblas de tu error, y caeré, como han caído tantos otros que, como yo, te amaban y más que yo valían? Si así fuese, de ahora para entonces te perdono, dejándote, como testamento de mi amor, el deseo de que tu corazón no aborrezca, de que tu espíritu se eleve, de que en tus ojos penetre la luz de la verdad, y que antes de cerrarse para siempre se vuelvan una vez al cielo.




 
 
FIN DEL VOLUMEN PRIMERO