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ArribaAbajoCarta decimoquinta

La cuestión política


Muy señor mío: Aunque no sea la política el asunto de estas Cartas, como influye en la sociedad, y por consiguiente en la Cuestión social, no parece fuera de propósito dedicar algunas páginas a los políticos, imposibles de clasificar en todas sus variedades, pero que podremos reducir a tres especies, siendo esta clasificación la que basta para nuestro objeto.

Estas especies son:

1.ª Políticos de fe, de conciencia y de acción;

2.ª Políticos de oficio, cínicos;

3.ª Políticos de oficio, hipócritas.

Hay, además, dos clases muy numerosas, que son:

4.ª Los que no se ocupan en política sino para explotarla;

5.ª Los que no se ocupan en política ni la explotan.

La primera clase lo es en el orden moral, aunque por su número quedaría la última si se contaran los que con principios fijos y rectitud de intención se ocupan en la cosa pública para mejorarla, creen en la excelencia de lo que proclaman y defienden, no adulteran con miras de lucro su opinión, ni pretenden cohonestar con ella las demasías de sus pasiones. Este número es, desgraciadamente, corto, y en él aun hay quien parece irreprensible y no lo es, porque si bien se propone buenos fines, no está igualmente firme en que han de lograrse por buenos medios, hace indebidas distinciones de moralidad, según que se trata de política y de otros asuntos, y no escrupuliza en recurrir a la fuerza contra la ley cuando hay otros medios de realizar el derecho, o cuando no hay ninguno, y se ensangrienta en vano el suelo de la patria.

El político de oficio que se ocupa de política sólo para medrar, y no repara en medios ni oculta los que emplea, por malos que fueron, especie es tan conocida que con sólo indicarla vienen a la memoria del lector docenas y cientos de ejemplares, cada uno con una historia escandalosa que ya no produce escándalo; su satisfacción da asco, su seguridad, unida a su cobardía, da idea de la falta de fuerza de los que debían aplastarlos con el pie, y su frente manchada y alta, es como el resumen y la quinta esencia de la corrupción general. Viven de podredumbre y la revelan; son los gusanos del cadáver; si el cuerpo social tuviera vida robusta, no se apoderarían de él, y los arrojaría con los excrementos.

Los hipócritas en política, como en todo, son los que no se atreven a romper absolutamente con la virtud, o los que, fingiéndola, se proporcionan nuevos medios de atacarla, como esos espías que se introducen en las plazas con el uniforme de sus defensores: la última clase es la más numerosa. Con apariencias menos altaneras, tienen estos hombres pretensiones verdaderamente exorbitantes, puesto que intentan reunir en su mezquina persona la palabra honrada y la obra infame; los honores de la vergüenza y los lucros de no tenerla; el humo del incienso y los vapores de la orgía; especie de rameras disfrazadas de Hermanas de la Caridad, que cuentan por el rosario la suma de sus ganancias infames. Para aumentarlas, son pocos los que no están dispuestos a tirar el disfraz.

Ya sabe V., caballero, cuan frecuente es que, elevada a ciertos puestos, resulte indigna una persona que se creía honrada, y es que los hipócritas tienen sus categorías: los hay que se descubren por poco dinero, los hay que no se quitan la careta sino por millones, y no consienten en apartarse ostensiblemente del camino del honor, si no los llevan en coche: una vez subidos a él, se arrellanan y saludan a la gente de a pie con la altanería, la satisfacción y el desparpajo de quien da por bien rotas las trabas que impone la pretensión de parecer honrado.

Aquí se me viene a la memoria un hecho que voy a referir a V., porque me llamó grandemente la atención, y lo he recordado muchas veces, y eso que hace muy poco tiempo que llegó a mi noticia. Próximo a Gijón vivía un labrador arrendatario de tierras de que no pagaba renta por malgastarla en vicios. Para satisfacerlos apuró todos sus recursos y la paciencia del propietario, que, según dicen, fue mucha, y arrojado de la casería, se vio reducido a pedir limosna. En tan mísera situación le encontró un día cierto vecino suyo, que con deseo de que se corrigiera, le amonestó diciendo:

-¡Fulano! ¿Cómo te atreves a presentarte así delante de nadie? Tú, que tenías buena casería y buen amo, y ganado tuyo, nada más que por tus vicios, verte pidiendo limosna. ¿No te da vergüenza? ¿La has perdido?

-Estimo la pérdida en más de cien ducados -respondió el mendigo.

¿En cuánto la estimarán tantos hipócritas que, dejando de serlo, la perdieron? Según las categorías, varía la cantidad en que la tasan, pero todos tienen de común el encontrarse bien sin ella, el considerar la pérdida como una gran renta.

Después de los cínicos y de los hipócritas, que según las circunstancias continúan o no siéndolo, vienen los que no se ocupan en política sino para explotarla. Según las categorías, se los puede comparar a perro sin amo que rebusca donde se acumulan las barreduras sociales; a buitre que acude a la carne muerta; a merodeadores que siguen de lejos a los ejércitos con el saco que llenan en el campo de batalla cuando ya no hay peligro, o a ribereño de río crecido o mar tempestuoso, que con largos ganchos, y desde lugar seguro, atrae a la orilla y se apropia los objetos arrastrados por las aguas. El gancho es todo género de malas artes con que favorecen y explotan las de los políticos cínicos o hipócritas; la pesca es el destino, el ascenso, la contrata sin subasta o hecha de modo que sea mentira, la ley que se aplica, se suspende o se infringe según al pescador conviene, el premio sin mérito, la impunidad del delito y todo género de especulaciones y negocios tan bien avenidos con el fraude, como incompatibles con la decencia y la moral. Estos tales, son escépticos en política, pero tienen fe en el hombre político que está en disposición de favorecerlos; niegan a los demás la abnegación que les falta; buscan un móvil mezquino a las acciones nobles; se dicen demasiado dignos para formar parte de los partidos desmoralizados, de cuya inmoralidad se aprovechan por medio de sus más viles afiliados.

Tratando de personas que se dedican a la política o la explotan, parece que no deberíamos ocuparnos en los que ni directa ni indirectamente toman parte en ella, ni la utilizan; pero como su neutralidad es ilusoria, como el vacío que dejan favorece la presión de gente loca o malintencionada, como alteran el equilibrio y contribuyen a dificultar la armonía, no es posible desconocer su influencia.

Los abstenidos pertenecen a dos clases: son honrados, o no tienen honradez; hay que congratularse de que éstos no tomen parte en la gestión de la cosa pública, para aumentar el número de los que la dañan, pero es deplorable la abstención de los primeros, que debe atribuirse a un error, porque las personas honradas no faltan, conociéndole, a ningún deber, y ellos dejan de cumplir muchos. El hombre tiene deberes con la humanidad, con la familia y con la patria, y de estos últimos forman parte los deberes políticos, no aislados, sino entrelazados con los otros, influyentes e influidos, de modo que su desconocimiento o infracción dificulta o impide la justicia en otras esferas.

Es un principio absoluto, que todo el que tiene un poder, está obligado a emplearlo bien: poder es deber, no hay excepción de esta regla, y no puede serlo, por tanto, la política. El que tiene voto está obligado a votar, como el que tiene ciencia a enseñar, y el que tiene autoridad a dirigir bien a los que la respetan.

El que no cumple con todos sus deberes, no es verdaderamente honrado; el que no los conoce, no es verdaderamente racional.

No basta que el farmacéutico vigile el despacho y manipulación de sus drogas, que el médico cuide bien de sus enfermos, que el abogado no defienda injusticias, que el empleado no huelgue ni prevarique, que el catedrático sepa su asignatura y la enseñe. No basta que todos ellos, como hijos, como esposos, como padres, como hermanos, cumplan con sus obligaciones; no basta que sean hombres de profesión y de familia, encastillándose en ella con un egoísmo que no dejará de serlo porque pueda disfrazarse de prudencia, de modestia o de otro modo; la humanidad y la patria, esa patria y esa humanidad a que tanto deben y sin las cuales nada serían, tienen derechos y les imponen deberes. Ya los cumplimos, dicen; pagamos la contribución. ¿Sí? Pues no veo en ello gran mérito, porque lo mismo hacen los que son insolventes o no quieren sufrir el perjuicio del apremio, aunque por otra parte sean muy indignos y despreciables: el ser contribuyente puede ser una desgracia (en España al menos), no un mérito, y aunque le hubiera en hacer aquellas cosas a que la fuerza obliga, no se paga con dinero la deuda de la patria, que tiene necesidad y derecho a los veredictos de la conciencia y a las luces del saber de sus hijos. ¿Para qué los enseña? ¿Para que ganen dinero haciendo casas, puentes, jarabes, pedimentos, recetas, escrituras o versos? Sí, para todo esto y para algo más que esto, porque la sociedad, como el individuo, no vive sólo de pan, y a más del tributo pecuniario, necesita el de la inteligencia y de la honradez. Negándole los retraídos en política, contribuyen a que los ignorantes y los pillos extravíen la opinión pública, o a que no se forme y carezcan de ese freno los que tanto le necesitan.

Los abstenidos sienten grande repugnancia a entrar en la esfera política, muy turbia (y ¿por qué no decirlo, si por desgracia es verdad?), muy sucia y ensangrentada; pero cuanto peor huele la sala de un hospital, más necesidad tienen los pobres enfermos de que alguno se resuelva a limpiarla, y aquella fetidez que rechaza al egoísmo, atrae la abnegación.

Pero en el caso de que tratamos, los que se quejan de la suciedad y la tienen por causa legítima de alejamiento, han contribuido a ella, si no arrojando inmundicias, no evitando, como podían y debían, que se acumulasen. Esta podredumbre política, que nos corroe y nos infama, es efecto de muchas causas, y una de ellas es la especie de estancamiento de la gente honrada y retraída, que produce vapores malsanos, como las aguas que no corren. Las actividades para el mal hallan como un poderoso refuerzo en las apatías para el bien, y el mal se hace, y lo que es todavía peor, como sólo los males se agitan, parece que ellos nada más existen, y los buenos no saben unos de otros, no se cuentan, cada uno se cree solo, y que es inútil y hasta insensato hacer un esfuerzo que no ha de dar resultado: así se encadenan los errores y las faltas.

Hoy se sabe bien en física que la acción de ninguna fuerza, por pequeña que sea, se pierde. ¿Cuándo se sabrá, y sobre todo se generalizará, la misma verdad en lo moral? Entonces no habrá votos dados en razón y en conciencia que se tengan por perdidos, ni se juzgará que lo son la palabra dirigida a un auditorio o el escrito que se imprime para un público que no comprende o aplaude inmediatamente. La idea es a veces un fulminante que determina una explosión; otras, una levadura que tarda en fermentar años; en ocasiones, un germen que necesita para germinar siglos: con el ejemplo acontece lo mismo, pero ni el uno ni la otra se pierden, y la verdad y la virtud llegan a la posteridad más remota, y no pasarán como esta tierra en que se les niega eficacia infalible y vida imperecedera.

Los retraídos no acuden a votar porque sus votos se pierden, no hablan o no escriben porque no hay quien atienda ni entienda, no protestan porque es inútil, y con decir esto, que no es decir nada en razón y en verdad, como si hubieran dicho mucho, faltan a su deber con la mayor tranquilidad de conciencia. Son cristianos olvidados de que es una virtud la esperanza, un combate la vida; razonadores que prescinden de la lógica; pensadores que prescinden de la marcha inevitablemente lenta del progreso. Todos los principios benéficos que han triunfado y hoy se aceptan por las multitudes, o al menos no hallan obstáculo en ellas, fueron primeramente un escándalo o una extravagancia, y se sostuvieron y propagaron años o siglos, por individuos en corto número, que más de una vez los han sellado con su sangre. El hombre no debe determinar su conducta por el número de personas que le acompañan, sino por la razón que tiene y la justicia que le asiste, y el voto que legalmente no tiene valor moral, e intelectualmente puede tener mucho, no hace triunfar un candidato, pero contribuye al triunfo de la justicia, queda como lección o como ejemplo. El número decide de la victoria; del proceder sólo debe decidir la conciencia, y la obligación está siempre formulada en aquella sublime respuesta de Palafox al general francés que sitiaba a Zaragoza: Usted hará lo que quiera, y yo lo que debo.

Además de que el deber no depende de circunstancias y de que los obstáculos pueden hacerle más meritorio, pero no eximir de cumplirle; además de que tiene siempre valor como lección y ejemplo, el que falta a él autoriza y motiva la falta de otros; el retraimiento de éstos es causa del de aquéllos, y ninguno sabe ni aproximadamente la fuerza que tienen los que no quieren emplearla, ni hasta qué punto aumentan con retirarse la de los que debían combatir. Al abandonar el campo, se dicen neutrales, y no lo son, están muy lejos de serlo, porque su silencio se traduce por aprobación, y su retirada puede determinar, y determina muchas veces, la victoria de los políticos de oficio, cínicos o hipócritas. Y luego, ¿quién sabe el daño inmenso que hace a la política el que se aparten de ella los que podrían conducirla en las vías del bien, y la dejan convertirse en pozo inmundo, en que toda luz se apaga, o en casa de mal vivir, donde no se puede entrar sin mengua del honor? ¿Quién sabe el grado de insolencia a que pueden llegar los cobardes cuando tienen poder y no tienen miedo? ¿Quién sabe a lo que se atreverán los que no están contenidos por su conciencia ni hallan freno en la conciencia pública? ¿Quién sabe el oprobio que puede resultar de que no se necesite virtud, ni aun hipocresía, para tener autoridad? ¿Quién sabe hasta qué punto puede extraviar la opinión el que apenas se oiga más voz que la de aquellos que debían tener mordaza? ¡Quién lo sabe! ¡Ah! Usted y yo y todos saben y sabemos lo que ha llegado a ser la política, que unos pocos hombres de buena voluntad quieren moralizar en vano, y de que se retraen tantas personas honradas, por no formarse idea clara de su deber. Ellos contribuyen a que los bandoleros de pluma procuren la impunidad de los de trabuco; a que en la orgía administrativa se consuma la fortuna del país, y se brinde con la sangre de sus hijos a la salud del que los inmola; ellos, miran, sin protestar, la política que arruina y deshonra al único pueblo civilizado y cristiano que tiene esclavos, a España, que añade hoy a sus armas el cepo y el grillete, que forma parte de la máquina gubernamental, y cuya bandera no puede decirse que ondea, sino que, cosida en forma de saco y llena por manos rapaces, la arrastran ignominiosamente por Europa, América y Asia. ¡Y pensar que tantos hombres honrados mueren para sostenerla alta e inmaculada!

Estas cosas no suceden sino porque además de la masa de abajo hay masa de arriba, multitud de gente pudiente que nada puede porque nada intenta, que con la pretensión de vivir tranquila y honradamente, compromete la tranquilidad y la honra de la patria, que en último resultado es la suya, y que dejándose acobardar por el desaliento y seducir por el egoísmo, obra contra su propio interés y se deja oprimir por los que podría aniquilar. Yo creo firmemente que la política mejoraría mucho si los hombres honrados no se retrajeran de ella e influyeran por todos los medios de que según su posición disponen.




ArribaAbajoCarta decimosexta

Cuestión económica


Muy señor mío: Voy a tratar de lo que suele llamarse Cuestión social. Usted sabe que es común dar este nombre solamente a lo que se refiere a adquisición y distribución de las cosas materiales, como si aun para procurarse el bien estar físico fueran indiferentes la moralidad y la inteligencia. Planteado tan mal el problema, no es posible resolverlo bien.

Que los pobres embrutecidos aspiren sólo a mayor participación en la riqueza; que desnudos, quieran abrigarse; hambrientos, comer, y aguijoneados por las necesidades físicas no pueden elevarse al origen de su miseria y a los medios de aliviarla, cosa es muy natural; pero que los señores que la compadecen den el primer lugar, muchos el único, en la cuestión social, a lo económico, no lo comprendo. ¿Por ventura adelantará una línea independiente de la religión, de la moral y de la ciencia? Los daños materiales, aquellos sufrimientos y privaciones que pueden evitarse, ¿no son consecuencia de errores y maldades? ¿Cabe hacer dichoso al hombre prescindiendo de una parte, la más noble de su ser?

Deplorando el olvido o poco aprecio de los elementos morales e intelectuales, no caigamos en el extremo opuesto, desdeñando los materiales; no hay racionalidad sin espíritu, pero no hay humanidad sin cuerpo, y para la armonía y perfección de entrambos son necesarias condiciones físicas: démosles, pues, la importancia que tienen, que es mucha, y su lugar a la cuestión económica.

No lo ha menester su ilustración de V., ni la mía, escasa, podría dar un curso completo de Economía política, analizando las leyes de la formación, distribución y cambio de la riqueza.

Usted no habrá menester, como ya indiqué, de un curso de economía política, y en todo caso, ni este es el lugar, ni yo soy capaz de darle; pero algunos puntos de la ciencia económica necesitamos tratar, y me fijaré principalmente en aquellos cuyo desconocimiento perjudica más a la prosperidad general, y a los pobres en particular. No tengo la pretensión de decir nada nuevo, sino de condensar algo de lo que se ha dicho, y cuando más, de dar un poco de realce y mejor luz a ciertas verdades que a mi parecer tienen poco relieve y claridad.

Es la segunda vez que hago ante V. profesión de modestia, que le aseguro no ser afectada, y arrostro la monotonía de la repetición para asegurarme que, de acuerdo o en disidencia conmigo, al menos no me acusará de jactancia, ni de decir como cosas nuevas y extraordinarias, las triviales y muy sabidas: no pretendo, pues, dar a V. lecciones de economía política, sino tener conferencias sobre economía social, procurando observar aquellas esenciales relaciones que tiene con la moralidad y la inteligencia, en vez de seguir el impulso, bastante acentuado, a no ver en la producción de la riqueza más que materia y fuerza, y en su distribución sólo números.

Muchísimas son las causas que influyen, para bien o para mal, en la producción y distribución de la riqueza: fijémonos principalmente en las siguientes:

  • La inteligencia del trabajador.
  • La opinión.
  • La moralidad.
  • Las leyes.

Sobre los tres primeros puntos haré sólo breves indicaciones, habiéndome extendido bastante en estas Cartas sobre los males que resultan de la ignorancia, y puede V. haber visto en las del obrero, cuánto a mi parecer influyen en que se distribuya mal la riqueza, la inmoralidad y los extravíos de la opinión.

El atraso de la agricultura y de todas las demás industrias es efecto de varias causas, pero la ignorancia es indudablemente la primera de todas. La terca rutina que malgasta las fuerzas del hombre que no sabe utilizar las de la naturaleza, no persistiría en sus errores, si viera clara la verdad. Desde la miserable aldea, hasta la ciudad populosa, en los campos y en las calles, en la construcción de una pobre casa y de un suntuoso palacio, donde quiera que se trabaja, se ven procedimientos imperfectos, pérdida de fuerza, desconocimiento de medios que no se utilizan, y una obstinación en hacer las cosas mal, que no puede ser efecto más que de ignorar la ventaja de hacerlas bien. En la distribución de la riqueza puede entrar la mala voluntad, en su producción no; a nadie conviene que se disminuya, y no hay alguno que tenga por dudoso el provecho de producir doble con el mismo esfuerzo. No me parece exagerado suponer que se duplicaría inmediatamente la riqueza sin aumentar el trabajo, si éste se utilizara bien, tanto en la producción de las primeras materias, como en la elaboración de los productos. El que tenga este cálculo por exagerado, puede ver lo que pasa con los vinos, cuando hay quien con algún esmero los elabora, y que adquieren más que doble precio, a pesar de no haberse mejorado el cultivo, ni escoger, de las infinitas variedades de la vid, aquellas más apropiadas al terreno, y que producen mejor fruto.

Es difícil formarse idea de lo que se entorpece y encarece la producción por la falta de conocimientos del productor. Desde que en terreno mal y caramente preparado, se siembra o planta una primera materia, hasta que manufacturada llega al consumidor, pasa, según su clase, por más o menos manos, pero siempre por muchas, y cuando no son hábiles constituyen una serie de imperfecciones en la manipulación, a que corresponden otros tantos recargos en el precio, y restos en la cantidad producida, porque la fuerza del hombre tiene un límite, y cuando la malgasta, produce poco. Es, pues, evidente, que la ignorancia es una causa principal y general de empobrecimiento, al menos en España.

La opinión lo penetra todo para bien o para mal, según es recta o va torcida; la que se tiene de la utilidad del trabajo, y de la dignidad del trabajador, influye poderosamente en la retribución de la obra, como la que se tiene de las ventajas e inconvenientes de la acumulación de la riqueza, la determina o la impide. La opinión declara tal trabajo preferente por su utilidad, tal, especialmente meritorio, éste honroso, aquél degradante, y como consecuencia inevitable de estas determinaciones, los operarios son mezquina o largamente retribuidos.

La moralidad influye mucho en la producción y distribución de la riqueza. En un pueblo idólatra, se fabrican ídolos; en un pueblo que se embriaga, aumenta la producción de bebidas alcohólicas; en un pueblo vano y frívolo, el trabajo se apresura a satisfacer los caprichos extravagantes de la moda; en un pueblo corrompido, los capitales se dirigen a las artes que alimenta el lujo y la molicie; en un pueblo grosero, la industria es servidora complaciente de la sensualidad. La idea o el sentimiento determinan la dirección de la actividad humana, llevándola por buenos o malos caminos, según que la conciencia pública es recta, y la pública opinión ilustrada. El poder de la industria es grande, pero la dirección de su fuerza no la lleva en sí, sino que la recibe del exterior; puede decirse que no tiene voluntad propia, ella se guía por el mercado, y el mercado se rige en gran parte por el estado moral de la sociedad que a él acude.

Un pueblo ignorante produce poco; un pueblo corrompido distribuye mal sus productos. Cuando se concluyen los billetes de la lotería, siendo su reventa negocio lucrativo, y se arruina el que imprime libros útiles y graves que nadie compra; cuando un torero y una bailarina ganan en un año mi capital, y un hombre que se consagra a la ciencia no gana con qué sustentar la vida; cuando el trabajo honrado apenas da para cubrir las primeras necesidades del trabajador, y las especulaciones inmorales enriquecen prodigiosa y casi instantáneamente, sin más trabajo que el fácil, al parecer, de sacrificar la conciencia; cuando hay fiebre de goces materiales, fiebre de vanidades, fiebre de codicias, y está helado el corazón para los nobles sentimientos, y la frente para las grandes ideas, es imposible que la producción no vaya por caminos extraviados, y que la riqueza no se distribuya mal.




ArribaAbajoCarta decimoséptima

La contribución directa


Muy señor mío: Vamos a discutir, no todas, sino algunas leyes que influyen más directamente en la producción y distribución de la riqueza. Trataremos en esta carta del modo de imponer la contribución directa, porque si el producir poco es gran mal, no es pequeño que los tributos pesen con desigualdad injusta.

La lentitud del progreso es ley de Dios, y no me rebelaré contra ella yo, que, por regla general, muy general, condeno las rebeldías contra las leyes de los hombres. No acuso, no acrimino, no pretendo que de un salto se pase del abuso a la equidad, pero desearía que no se llame equidad al abuso, y que éste se reconociera, sin lo cual no podrá corregirse. Usted sabe que nuestros antepasados se clasificaban en nobles y pecheros; es decir, entro gente principal que no pagaba contribución, y gente menuda que la pagaba; además del perjuicio para una clase, de ser única a contribuir, el solo nombre de contribuyente era una ignominia.

Se dio un gran paso hacia la justicia, muy grande; todos fueron pecheros, es decir, contribuyentes, y admitido el principio, se ha ido perfeccionando su aplicación, habiendo llegado a establecerse, en las contribuciones directas, que sean proporcionales a la renta o utilidad. Esta proporción es aritmética: el que tiene diez paga uno; el que veinte, dos; el que ciento, diez; el que mil, ciento, etc., etc. A muchos, a los más, esto parece el máximo de perfección; a unos pocos no les parece más que el camino para llegar a ella: yo estoy con la minoría, y creo que así como hoy tenemos por injusto que fueran de una clase sola los pecheros, tampoco se juzgará un día por equitativa la proporción en que ahora se contribuye. La miro como un progreso, como un camino para llegar a la justicia, que a mi parecer está en el impuesto progresivo, que, como usted sabe, no grava la renta en proporción idéntica y constante, sino que esta proporción aumenta con el valor de la riqueza imponible.

Cada uno contribuye según tiene. ¿Cómo, razonablemente, puede desearse ni pedirse más? Esto dicen.

¡En proporción! Y ¿qué significa esta palabra?¿Qué reglas de proporcionalidad se han tenido presentes para establecer esta proporción? De diez, uno; de ciento, diez; de mil, ciento; y ¿por qué no de diez, medio, de ciento, catorce; de mil, noventa? Si de números solamente se tratara, no hay duda que estaría bien aplicar directamente las reglas de adición y sustracción y proporcionalidad; pero cuando hay de por medio personas, entran en el problema más que cantidades, y no se puede resolver aplicando la aritmética pura y simplemente. Vistos los argumentos que se hacen contra el impuesto progresivo, me parecen consecuencia de cuatro capitales errores:

1.º Falso concepto de la sociedad.

2.º Cálculo erróneo de la relación en que están las ventajas que proporciona la sociedad, y las cantidades con que se contribuye a sus gastos.

3.º Equivocado punto de vista para apreciar la situación económica del contribuyente.

4.º Apreciación inexacta del modo de formarse los capitales, de su empleo y de su objeto.

FALSO CONCEPTO DE LA SOCIEDAD.-Los que combaten el impuesto progresivo, consideran la sociedad como una compañía mercantil, a los ciudadanos como accionistas, y vienen a decir en sustancia, o dicen terminantemente: Cuando se trata de hacer desembolsos para una empresa cualquiera, cada uno paga según las acciones que tiene. El dueño de una, apronta como uno; el que dos, como dos; el que ciento, como ciento; la ganancia estará en la misma proporción, y la justicia se respeta. Lo propio acontece a los contribuyentes: sus bienes son como acciones de la sociedad, y en proporción a los que tiene cada cual, contribuye a las cargas públicas y se aprovecha de las ventajas sociales. ¿Hay algo en esto que no sea equitativo?

Al discutir así, se parte de un capital error, cuyas consecuencias son una grande injusticia. Los accionistas de una compañía cualquiera, se asocian para especular; no hay entre ellos, como tales especuladores, más relaciones que de interés material, ni tienen más deberes que aprontar la parte proporcional al número de acciones, para los gastos, ni más derechos que cobrar en igual proporción cuando se realizan beneficios. Allí no hay más que dinero u objetos que lo valen, cálculos de interés, apreciación de cosas materiales; no se trata más que de aumento o disminución de capital, y según la importancia de éste, se paga o se cobra más o menos. Son relaciones de individuo a individuo, o de varios entre sí, pero limitadas a un solo fin de la vida, al de aumentar los bienes materiales, y es equitativo que en ellas haya proporcionalidad física, puesto que de cosas tangibles se trata, y numérica en cantidades que se pueden apreciar bien con números, y tantos por ciento en que se atienda sólo a las centenas que han ingresado en caja. Mil duros del socio H, tienen igual valor que 20.000 reales del socio R. ¿Qué razón habría para que no pagasen y cobrasen por igual?

En vez de la asociación parcial de los especuladores, la de los ciudadanos puede llamarse total, porque comprende todos los fines de la vida, y protege y regula todas las demás asociaciones. El asociado de la sociedad lo es para la protección de sus bienes materiales; para la de su persona; para cultivar su entendimiento; para elevar su moralidad; para perfeccionarse, y a fin de conseguir estas cosas, para mantener la justicia en las varias relaciones, y hacer obligatorio el cumplimiento del deber. Para alcanzar objeto tan elevado, no basta el capital, se necesita el hombre; es insuficiente el dinero, hay que emplear trabajo, inteligencia, abnegación, y a veces ¡ay! sacrificar la vida. La de la sociedad está llena de relaciones morales o intelectuales, sin las que no podría existir. El sacerdote o el médico que a la cabecera de un enfermo arrostra el contagio; el marinero que naufraga; el obrero que perece en una explosión o en un incendio; el hombre de ciencia que consagra al estudio sus días, que abrevia con el exceso del trabajo o arriesga en un experimento; el ingeniero que baja a una mina o al fondo del mar con peligro de su vida; el soldado que la pierde a manos de un malhechor o en los campos de batalla; la mujer piadosa cuya existencia es vivir entre dolores y consolarlos; tantas criaturas, en fin, como obscura y valerosamente cumplen deberes difíciles, consuman sacrificios ignorados, y son para el cuerpo social, como para el humano, esos agentes que no se ven ni se palpan, y sin los cuales es imposible la vida: todo este conjunto, ¿no es más que una compañía, los que lo forman nada, más que accionistas, y cuando contribuyen a las cargas sociales se ha de hablar nada más que de tanto por ciento? La sociedad, ¿lo es tan sólo para ganar dinero? ¿No tiene otros fines inmateriales, de que no puede prescindir cuando organiza y ordena aun aquellas cosas que lo son? Si no fuera error, escarnio parecería que a la sociedad, que vive de sacrificios, se la considerase como interesado especulador, sin más regla que la de tres, ni otra mira que una crecida ganancia.

No siendo la sociedad una compañía que se propone un solo fin de la vida, sino una asociación que los comprende todos, debe atender a ellos cuando impone la contribución, lo mismo que cuando provee una cátedra, edifica un hospital o abre un camino, y no aplicar ciegamente la aritmética, como si los hombres fueran sacos de cacao, que se tasaran al precio corriente, y a quienes se hiciera contribuir conforme a tasación.

Formando una idea exacta de lo que es la sociedad y sus altos fines, ni pueden aceptarse los malos medios, ni suponer que hay partes aisladas con leyes hostiles a un todo que es armónico y está completo en la unidad de una ley superior. El impuesto ha de establecerse, no con la cuenta y razón de los mostradores, sino con la de la justicia; el problema se ha de plantear sin prescindir de ninguno de sus elementos esenciales, y en estos o parecidos términos: La contribución, que tiene por objeto satisfacer los gastos de la sociedad, se distribuirá del modo más propio para conseguir TODOS SUS FINES SOCIALES, EN EL ORDEN DE SU IMPORTANCIA. Planteado así, no ha de resolverse con el único auxilio de la aritmética, auxiliar precioso para establecer la contribución, para combinar los datos que han de tenerse presentes, pero que no puede suplirlos y que se convierte en una especie de fuerza bruta cuando ciegamente se aplica.

He hablado de la Sociedad sin nombrar el Estado, que siendo el mandatario de ésta, su poder activo y organizado, ni puede tener otros fines, ni emplear medios reprobados por la justicia social. El Estado, pues, al repartir los tributos, debe hacerlo de la manera justa que conviene a la sociedad.

CÁLCULO ERRÓNEO DE LA RELACIÓN EN QUE ESTÁN LAS VENTAJAS QUE PROPORCIONA LA SOCIEDAD, Y LAS CANTIDADES CON QUE SE CONTRIBUYE A SUS GASTOS.-No formándose idea exacta de los fines de la sociedad, no puede tenerse tampoco de los medios que para conseguirlos deben emplearse: se considera como una aglomeración lo que es un organismo, y partiendo de este falso supuesto, las consecuencias no pueden ser verdaderas. Así se ve que aquella proporción aritmética, mecánica, por decirlo así, que se mira como base para establecer la contribución, no existe, ni por consiguiente, la pretendida justicia en que ella se apoya. Poco ha observado los fenómenos sociales el que no ha visto que las ventajas de la sociedad crecen con la riqueza, en proporción mucho mayor que la aritmética. El que tiene una utilidad de 1.000 reales y paga 100, es un pobre; el que tiene una utilidad de 40.000 y paga 4.000, es un señor, una persona bien acomodada. Para el primero, una gran parte de las ventajas que ofrece la sociedad son inútiles, otras las aprovecha sólo muy indirectamente.

Hay alimentos abundantes; se alimenta mal.

Hay medios rápidos de comunicación; no usa el telégrafo, rara vez el correo, ni puede viajar.

Hay institutos, universidades, academias, bibliotecas; no puede adquirir ciencia.

Hay teatros y otras diversiones; no puede concurrir a ellas.

Hay varios caminos por donde dirigir la actividad; él no puede salir del suyo, trazado fatalmente por la pobreza.

Hay crédito; él no le tiene, ni le puede tener.

Hay medios de preservarse de ciertas enfermedades; no están a su alcance, y las contrae.

Hay consideración, poder, gloria; él vivirá obscurecido y desdeñado.

Todas estas ventajas sociales, y otras que no lo son para el que contribuye con 100 reales, están al alcance del que paga 4.000. Reflexiónese un poco sobre esto; nótese bien cómo a medida que se sube en la escala de la riqueza, se van, no sumando, sino multiplicando las ventajas que ofrece la sociedad; cómo se van hallando, aunque sin notarlo, por todas partes, y se recogen en disminución de dolores y penalidades, en aumento de goces y de medios de prolongar la existencia del cuerpo y dilatar la del espíritu. Cuanto menos se tiene, es menor la proporción entre lo que se paga pecuniariamente a la sociedad y lo que por todos conceptos se recibe de ella. Y no he hablado de la contribución de sangre para los que pueden pagarla en dinero, porque me propongo formar de ella capítulo aparte.

El hábito de verlos siempre hace pasar desapercibidos gran número de hechos que prueban la rápida progresión en que crecen con la riqueza las ventajas sociales. Esta desigualdad, en parte podría remediarse, pero en parte es inherente al organismo social, y ha de considerarse como inevitable. Que con la riqueza se consiguen cosas que no pueden pagarse con dinero, está fuera de duda; tampoco la tiene que la contribución no puede nivelar las fortunas, ni ser un regulador perfecto, ni un medio único de establecer armonía y equidad; pero tampoco se ha de prescindir de ella, apoyándose, entre otros errores, en el de que hay una proporción aritmética de ventajas, igual para el que paga poco y el que paga mucho.

Siempre será mayor la progresión de utilidades sociales que produce la mayor riqueza, que, la del impuesto que la recargue; pero el progresivo se acerca más a la justicia que el proporcional, y en materia de tributos, como en todas, el Estado debe acercarse cuanto pueda a la perfección.

EQUIVOCADO PUNTO DE VISTA PARA APRECIAR LA SITUACIÓN ECONÓMICA DEL CONTRIBUYENTE.-Los que sostienen la equidad del impuesto proporcional, se hacen cargo de la diferencia que hay entre el contribuyente que, obteniendo un producto líquido de 1.000 reales, paga 100, al que obtiene 40.000 y contribuye con 4.000 reales: al comparar estas dos cantidades, ciento, cuatro mil, su gran diferencia corrobora la idea de cuán justo es el impuesto proporcional, y aun muchos se sienten inclinados a compadecer, como más perjudicado y por el gran sacrificio que hace, al que paga 1.000 pesetas. Acaso variarían de opinión si, en vez de fijarse en lo que pagan estos contribuyentes, considerasen lo que les queda.

En efecto, al que aprontó por su cuota 4.000 reales, le quedan 36.000, es decir, que la contribución no le priva de ninguna cosa necesaria, ni aun de todas aquellas comodidades que razonablemente puede apetecer, ni de dar educación a su familia, ni de los medios de ilustrarse. Al que pagó 100 reales de contribución, le quedan 900, y aquellos cinco duros significan la privación de una o muchas cosas necesarias. Aun prescindiendo de los casos, frecuentes por desgracia en España, en que se vende parte del pobre ajuar para pagar la contribución, ésta, para los pequeños contribuyentes, significa la privación de alguna cosa indispensable: el calzado o el vestido que necesitaban reponerse, no se reponen; el alimento más nutritivo que convenía, que acaso era condición de salud, no se compra o se vende; un gasto reproductivo se aplaza indefinidamente; tal vez un remedio que curaría, no se hace, y todas estas privaciones y perjuicios vienen de que hay que pagar la contribución. Y estos no son hechos rebuscados para traerlos como argumentos en apoyo de un sistema, sino generales hasta el punto de formar la regla. Todo el que ha tratado pequeños contribuyentes sabe que la contribución es privación, y, como suelen decir, ruina del pobre. Lejos de su miserable vivienda, en la ignorancia de las escaseces que sufre, no habiendo visto nunca su desolado aspecto al desatar de un sucio pañuelo las únicas monedas que tiene para entregárselas al recaudador, es como puede sostenerse la equidad del impuesto proporcional. Sé, caballero, que no es V. de los que llaman sentimentalismo a la justicia, y no puede haberla en un sistema que pesa por igual sobre fuerzas desiguales, de modo que constantemente la contribución prive de lo necesario a los pequeños contribuyentes, y a los grandes de lo superfluo, o no los prive de nada. Las leyes equitativas no pueden formarse consultando tablas de logaritmos, sino principios de justicia; no aplicando la aritmética, como si los hombres fueran números, sino considerando que son personas, con derechos que hay que reconocer, con inteligencia que necesita cultura, con dolores que no se deben aumentar. El legislador, al establecer el sistema tributario, haría bien en variar de punto de vista, y no fijarse sólo en lo que paga cada contribuyente, sino en lo que le queda.

APRECIACIÓN INEXACTA DEL MODO DE FORMARSE LOS CAPITALES, DE SU EMPLEO Y DE SU OBJETO.-¡Que haya mucho capital! ¡Que se acumule el capital! ¡Que se cree capital! ¡Que se disponga de capital! ¡Que el país sea transformado, vivificado por el capital! En todas partes el capital, siempre el capital, que hasta por la etimología de la palabra que le nombra se denota que es tenido como la parte más importante del cuerpo social, y comparado a la cabeza.

Por mi parte, no niego al capital su excelencia y utilidad, aunque, dicho sea de paso, me parece efecto más bien que causa. Una asociación de hombres honrados, activos e inteligentes, crea capital más pronto y más indefectiblemente, que éste forma personas dignas, laboriosas e instruidas. Pero dejando esta cuestión, no indispensable de ventilar aquí y un tanto complicada, porque en los fenómenos sociales los efectos pasan a ser causas, y se combinan con las que los han producido, y entre sí de tal modo, que no es cosa fácil señalar la fuerza primitiva e importancia de cada uno, convengamos en el papel importante que representa el capital en todo pueblo civilizado.

Pero si a un hombre, para hacerse capitalista, no le es permitido infringir la ley moral, la reunión armónica de todos los hombres, la sociedad, no puede tener tampoco derecho a usar medios injustos, con el fin de favorecer la formación de capitales. Principio tan elemental de justicia no debía recordarse, si al parecer no le hubieran olvidado los que usan como argumento para combatir el impuesto progresivo, la circunstancia de que, gravando en demasía la riqueza a medida que se acumula, hace imposible la formación del capital. Aunque el hecho fuera cierto, el argumento no sería admisible; las personas son antes que las cosas, y aunque sea obra excelente perforar los Alpes y el Istmo de Suez, con razón la calificaríamos de pésima, si no pudiera realizarse sin injusticias o iniquidades. No sucede así; esas condiciones monstruosas son obra de la ignorancia humana, que proclama como ley la infracción de las establecidas por Dios.

Si la desigualdad en el modo de imponer los tributos favorece la formación del capital, debieron ser muy ricas y prósperas aquellas sociedades en que no pagaba más que una clase, los pecheros: la historia desmiente semejante suposición.

Al apreciar la parte importante que en la prosperidad de un pueblo representa el capital, suele incurrirse en un error bien grosero no concibiendo el capital sino en poder de unas cuantas personas, que con él llevan a cabo grandes empresas. Nótese que, siendo el mismo, puede existir acumulado o distribuido; por estar en muchas manos no se extingue, y la obra beneficiosa se realiza por la asociación de 10.000 hombres, de los cuales cada uno pone cien reales, en vez de llevarse a cabo por 10, de los que cada uno apronta 5.000 duros. El impuesto progresivo, que puede dificultar alguna vez, no siempre ni las más veces, acumulación en pocas manos de grandes capitales, facilita la formación de muchos capitales pequeños, lo cual, con ventajas inestimables de orden muy superior, no tiene inconveniente alguno en el económico. Por el contrario, como es la justicia, y lo justo es siempre útil, aliviando a los pequeños contribuyentes, coadyuvaría a elevar su nivel moral e intelectual; los pondría en situación de realizar mejoras imposibles en la penuria que hoy tienen; se perfeccionarían los métodos para trabajar, y aumentando la producción, aumentaría el capital social. El miserable es mal productor, y aunque se prescindiera de todo sentimiento de compasión, de humanidad y de justicia, y de las ventajas del obrero inteligente sobre el rudo; aun considerando al hombre como una fuerza bruta, se pierde en gran parte, ¡quién puede decirlo sin horror y pena! porque carece del alimento necesario para desplegar toda su energía: la mayor parte de los obreros no pueden trabajar mucho porque comen poco. Si se abriera una información sobre este punto; si una comisión de médicos e ingenieros estudiase la labor que hace el obrero y la que podría hacer si se alimentara mejor, aparecería con toda evidencia que ni aun la fuerza bruta del hombre se utiliza debidamente en su mísera condición actual, que todo lo que tendiera a mejorarla le haría más útil como productor, y que el impuesto progresivo que aliviase a los pequeños contribuyentes, si disminuía el número de los grandes capitalistas, era para aumentar el capital de la sociedad.

Otro error es suponer que esa riqueza, cuya acumulación favorece el impuesto proporcional, se emplea en empresas beneficiosas para la comunidad, error que apenas se concibe a la vista de tan repetidos hechos como prueban que por regla general sucede todo lo contrario. Tómese nota de los ricos que, después de cubiertas sus necesidades y de proveer a sus razonables comodidades, hacen economías y las aplican a empresas útiles; anótense también los que gastan sus cuantiosas rentas en lujo y despilfarros, y se verá la proporción en que están unos y otros. El rico, máxime si la riqueza es heredada, es muy raro que la emplee en otra cosa que en satisfacer sus gustos y vanidades; muy común que sirva para fomentar sus vicios; y la ventaja que le proporciona el impuesto proporcional, más veces la emplea en insultar la miseria, que en contribuir a la pública prosperidad. Aun los nuevamente enriquecidos, que es de donde suelen salir los especuladores cuyos capitales se aplican a empresas más o menos beneficiosas, suelen tener un lujo tan desenfrenado, que no estaría mal la organización económica que les cercenara un poco los medios de satisfacer tantos gastos caprichosos, tantas inclinaciones que debían contenerse, y de deslumbrar con tan espléndida ostentación.

Me parece evidente que no se puede rechazar el impuesto progresivo como obstáculo para la formación de capitales, sin tener una idea equivocada del objeto del capital, de su índole, de qué manera se forma y de cómo se emplea.

El formarse un falso concepto de la sociedad, y desconocer en parte sus altos fines; el no ver todas las armonías que existen, ni el enlace y mutuas influencias de los elementos sociales, da por resultado que fuerzas que debían auxiliarse, obran en sentido diferente u opuesto, otras se aíslan o tienden a hacerse mecánicas, sin recibir ni ejercer aquellas elevadas influencias de que son susceptibles. Por eso la contribución pesa con tanta desigualdad sobre el contribuyente, y no se ve en ella más que un medio de llenar las arcas del Tesoro, siendo así que podía coadyuvar a otros fines. No basta el hacer el impuesto progresivo para que sea justo, ni menos para que produzca las ventajas de que es susceptible, y que no todas son pecuniarias. La progresión no ha de ser como una cosa ciega e inflexible, sino adaptarse a las condiciones del contribuyente para no gravarle con exceso o aliviarle en demasía. Así, por ejemplo, con igual riqueza imponible no debe pagar lo mismo el soltero que mantiene a sus padres, que el que nada les da, o el casado o viudo que tiene hijos de corta edad. Por diferentes razones, pero no menos poderosas, debe recargarse mucho menos al que administra sus bienes por sí mismo, que al que tiene administrador, y, dada igual ganancia, gravar más al tabernero que al que vende zapatos. Si se dice que estos distingos son imposibles en la práctica, no se estará en lo cierto. Con un poco de inteligencia y de buena voluntad, se vería que es bastante hacedero, y aun sencillo, repartir la contribución equitativamente (siempre dentro de la imperfección humana), pero de una manera que podría considerarse perfecta, comparada a la que está en práctica hoy. Se necesitaría que los encargados de esta labor trabajasen un poco y supiesen aritmética y leer y escribir, lo cual no me parece una exigencia exorbitante. Hay una desdichada propensión a calificar de imposible cuanto ofrece la menor dificultad, sobre todo en las regiones oficiales, donde el trabajo asiduo es la excepción, y la holganza la regla: lo más fácil de todo es hacer mal; tan fácil, que se hace solo.

Si V. me preguntara si querría que inmediatamente se planteo el impuesto progresivo, en todo su rigor según unos, en toda su justicia según otros, le respondería que no. Los saltos son muy ocasionados a caídas, y en reformas sociales, y sobre todo económicas, hay que ir despacio para ir lejos. Desearía que se reconociese en principio la equidad del impuesto progresivo, y empezara a aplicarse haciendo la progresión poco gravosa para los de arriba: el alivio de los de abajo sería muy pequeño para ellos, que han recogido las ventajas de reformas que no hicieron; razón es que hagan otras, cuyos frutos sólo utilicen en parte. Esta parsimonia en la aplicación de un principio justo, es de justicia. La adquisición de la propiedad, los contratos hechos por los propietarios, sus hábitos, sus necesidades, su manera de ser en todo lo que se relaciona con la cuestión económica, parte del impuesto proporcional, es el derecho de hoy, y aunque no le hay contra la justicia, ésta manda guardar las reformas para evitar transiciones bruscas y convulsiones violentas, causa de grandes males. Hacer bien por buenos medios, reformas sin revoluciones, tal debe ser el propósito de los reformadores de buena voluntad, que comprendiendo la armonía de los elementos sociales, no pretenden sacrificarlos unos a otros, ni establecer una especie de compensación de injusticias, para formar con ella la base de, un sistema equitativo. Es axioma entre los compradores inteligentes, que la prisa se paga. Aun cuesta mucho más cara cuando se trata de reformas, y más en las del orden económico. Por desgracia, se vive sin muchas cosas que debían parecer tan indispensables como aquellas que proporciona el dinero, y no hay vacío que sienta la comunidad como el de las arcas públicas. ¡Qué de injusticias no puede cometer impunemente, y aun con aplauso, el gobierno que paga! ¡Qué impotencia para el bien cuando no puede pagar! Esta necesidad perentoria de recursos, impone la de mucha parsimonia y mesura al reformar los impuestos. Es preciso, no sólo que sean justos en principio, sino fáciles en la ejecución; cualquiera dificultad grave da, por resultado disminución de ingresos, y ante la necesidad que apremia, la reforma se desecha, que no basta la esperanza de los bienes futuros, para hacer arrostrarla realidad de los males presentes. La historia de las reformas económicas enseña cómo es preciso graduarlas, y cuánto tiempo se pierde por no tomarse el necesario.




ArribaAbajoCarta decimoctava

La contribución indirecta


Muy señor mío: Después de lo que se ha dicho y escrito con razón contra las contribuciones indirectas, admira, no sólo que continúen en la práctica, sino que haya quien las defienda en teoría, como la forma del impuesto propia de naciones adelantadas.

Las contribuciones indirectas, gravando, como suelen, los artículos de primera necesidad, son una prueba de la ignorancia del pueblo que las tolera: y bien siente su injusticia, aunque no la razone, cuando en las revoluciones grita: «¡Abajo los consumos!» quema las casillas de los recaudadores, etc., etc.

Aquí me asalta la misma especie de embarazo que tenía al hablar del lujo. Decir cosas tan sencillas y obvias, parece ofensa tratándose de una persona ilustrada; pero V. sabe que muchas que lo son, y con fama y mérito innegable, sostienen la excelencia de las contribuciones indirectas, que, como nadie ignora, pesan, no sobre la riqueza que se tiene, sino sobre la que se gasta, y generalmente, la que se gasta en artículos de primera necesidad. Con sólo enunciar la base sobre que descansa este impuesto se pone su injusticia en evidencia; pero como aunque no debía ser necesaria demostración más detallada, lo es, haré algunas breves consideraciones. Si se compara lo que debe ser un impuesto y lo que es el de consumos, se ve que precisamente le faltan todas las condiciones que la justicia exige.

La contribución conforme a justicia ha de ser:

Equitativa, es decir, en armonía con la riqueza del contribuyente.

No vejatoria en el modo de exigirse.

De recaudación poco costosa.

Que nunca se convierta en monopolio.

La contribución indirecta es:

Proporcionada a los gastos del contribuyente, que, lejos de ser riqueza, son una causa de empobrecimiento.

Vejatoria en la cobranza, e inmoral hasta el punto de que esta sola razón debería bastar para suprimirla.

De recaudación muy costosa.

Causa de monopolio.

PROPORCIONADA A LOS GASTOS DEL CONTRIBUYENTE.-Aunque la proporcionalidad adoptada para las contribuciones directas no sea una base justa, parte de un principio que lo es: la riqueza del contribuyente. Las indirectas, por el contrario, pesando sobre el consumo, abruman al que gasta más, y que, por consiguiente, es más pobre. Y no se arguya con el sofisma de que el gasto es voluntario y puede cercenarse, porque pesando el impuesto principalmente sobre los artículos de primera necesidad, no es facultativo el proveerse o no de ellos. Resulta, que un contribuyente sin familia paga muy poco, y otro, con menos riqueza, que tiene que mantener mujer e hijos, aunque sea más pobre, paga mas, porque gasta más; de modo que el Estado, que debía aliviarle porque sostiene una numerosa familia, le abruma, convirtiendo una causa de empobrecimiento en base del tributo, y pidiéndole más cuanto es más pobre. ¿Para qué insistir sobre esta injusticia? Las que son de tanto bulto, pueden entregarse sin comentarios al sentido común.

VEJATORIA EN LA COBRANZA, E INMORAL.-El vendedor se halla como perseguido por la contribución indirecta, que le espía, y le sale al paso, y le detiene, y le perjudica de mil modos. Ya le obliga a ir por tal camino, ya a entrar por aquella puerta, ya a no pasar sino a cierta hora, ya a descargar su mercancía, que se deteriora o se pierde, expuesta a la lluvia, etc., etc. Sería interminable la enumeración de los vejámenes que causa. Esto, con ser mucho, no es lo más, ni lo peor. La contribución indirecta exige un ejército de recaudadores; le llamo ejército, por el número, y porque en algunas localidades están armados, no por la disciplina, ni por otras cualidades que se pica de tener la gente de guerra. Hombres sin educación, por regla general, sin espíritu de cuerpo, sin disciplina, ociosos, y expuestos todo el día, y todos los días, a cometer fraudes con la seguridad de que quedarán impunes. ¿Qué han de ser? Lo que son. No hay medio, absolutamente ninguno, de saber si el que cobra derechos en una puerta o en un camino, se embolsa una parte, ni si deja pasar sin cobrarlos por interés suyo o por descuido, ni si aplica exactamente las tarifas, ni de nada que se parezca a orden y exactitud. Y este mal puede atenuarse, pero no suprimirse, porque es esencial del sistema, y con la inmoralidad que nos corroe, ya puede V. imaginar si dará sus frutos. ¿Qué parte de la cantidad que se cobra por contribuciones indirectas llega a las arcas del Estado? Imposible calcularlo; sólo se sabe que cuando se tiene un personal más escogido, cuando se le vigila y hay mucho celo, los ingresos aumentan, hasta duplicarse: las consecuencias de este hecho no son difíciles de sacar.

La contribución indirecta tiende a desmoralizar al numeroso personal empleado en recaudarla, por la ociosidad en que le deja y por la continua tentación de cometer fraudes fáciles e impunes. Al ejército de recaudadores que se desmoralizan, hay que añadir los contrabandistas, que se depravan también, y aunque no haya tantos para eximirse del derecho de puertas como del de aduanas, no dejan de ser en bastante número para llamar la atención del que la fije en la pública moralidad. Y ¿qué pensar del registro, de que le obliguen a V. a desembozarse al entrar en una población, de que se suscite la duda de si una mujer está embarazada o lo figura con un bulto de contrabando, y otras cosas que decentemente no pueden escribirse, y que cuando pasan en presencia de hombres que son personas, dan lugar a tumultos, y hasta a colisiones sangrientas con los recaudadores? ¡Qué pensar! Que el pueblo que semejante cosa tolera, no tiene idea de su dignidad, está degradado.

DE RECAUDACIÓN COSTOSA.-Aunque todos los recaudadores de contribuciones indirectas tuvieran una probidad imposible, dadas sus condiciones, todavía sería ruinoso este modo de recaudación, por el numeroso personal que exige. En las poblaciones grandes no es tan desproporcionado a los ingresos, pero en los pueblos de quinto y sexto orden, es de ver un bigardo al sol o a la sombra, según las estaciones, sentado o paseándose delante de una puerta o en un camino, con un garrote como insignia de autoridad, diciendo obscenidades a las mujeres que pasan cargadas, registrando o no, según le parece, sin nadie que le vigile ni le inspeccione, y a veces sin sacar en todo el día, o al menos sin entregar, el equivalente del sueldo que cobra. Si se publicara el tanto por ciento que cuesta la recaudación de contribuciones indirectas, este solo dato bastaría para condenarlas.

CAUSA DE MONOPOLIO.-En las poblaciones de corto vecindario y municipios rurales, en vez de derechos de puertas, se priva del de vender a todos los vendedores, menos uno, que pagando una cantidad, adquiere el exclusivo privilegio de expender ciertos artículos. Varían, pero siempre son de general consumo, como carne, aceite, vino, jabón, etc., etc., y a los cuales se fija un precio, mayor del natural, como es consiguiente. No hay para qué decir si los que se quedan con el abasto de tal o cual artículo, se aprovecharán de la imposibilidad de que nadie les haga la competencia; si darán efectos de mala calidad y mal pesados, y si a las quejas de los perjudicados responderán, en son de burla: Vete a otra parte. También esta forma de la contribución indirecta da lugar al contrabando, y a la inmoralidad consiguiente.

El fundado temor de molestará V. repitiendo cosas tantas veces dichas, y que cualquiera puede saber sin que se las digan, hace que sea breve, apuntando razones sin explanarlas, más bien como quien hace un índice, que como el que escribe un tratado. Además, cosas tan fuera de razón, ¿no basta indicarlas al buen sentido, para que de absurdas las califique?

Y ¿cuáles son las ventajas que se alegan para compensar los innegables perjuicios y clara injusticia de las contribuciones indirectas? Que se cobran con facilidad, porque se pagan insensiblemente. ¡Llamar fácil a una cobranza cara, acompañada de fraude, vejatoria, atentatoria a la dignidad y a la decencia! ¿A esto se llama fácil, y se lo llama el Estado, que debe vigilar por la pureza en el manejo de los caudales públicos y por las buenas costumbres? Es verdaderamente incomprensible.

En cuanto al pago insensible hecho por los menores contribuyentes, que son los más lastimados, debiera llamarse insensato, y la ignorancia de los que toleran tan injusta carga, explica, pero no legitima, el hecho de abrumarlos con ella. No pesa sobre el pueblo solo; la clase media sale también muy perjudicada, con un impuesto cuya mayor parte se queda en manos de los recaudadores; pero, en fin, el daño más grave es para los pobres, a quienes priva de lo absolutamente necesario. ¡Ellos lo sufren! Es cierto; también sufren los esclavos la esclavitud, y por eso no es legítima. La misión del Estado, ¿es hacer lo más fácil, o lo más justo? Si sólo facilidad busca, el mal tiene muchas, y a no pocos pena por haber allegado dinero por medios que les parecieron fáciles, prescindiendo de todas las demás consideraciones.

La llamada facilidad con que se cobran las contribuciones indirectas, es un motivo, un mal motivo, no una razón, para quien no prescinda del derecho, que obliga para con todos, compréndanle bien o no le comprendan absolutamente. Si se puede cobrar a un contribuyente mayor cantidad de la que le corresponde porque la paga sin sentir, ¿qué se responderá al que roba un reloj o un pañuelo, y dice que el despojado no lo ha sentido? ¡Adónde se puede ir a parar cuando se sale de la justicia!

Aun habría mucho que decir sobre lo insensiblemente que los menores contribuyentes pagan los impuestos indirectos, vista la resistencia que muchas veces oponen a su establecimiento, y como gritan: « ¡Abajo los consumos!» en tiempos de libertad, que así llaman ellos cuando pueden gritar. En todo caso, si parece dudoso el que sientan la contribución, es seguro que sienten el hambre.




ArribaAbajoCarta decimonona

Los gastos públicos


Muy señor mío: Si la proporción en que pesa el impuesto sobre los menores y los mayores contribuyentes, es injusta, el modo de aplicar sus productos no lo es menos, y aun parece que pone en relieve y patentiza más la poca equidad que preside a la formación de las leyes, y cómo el Estado es el primero que infringe las de la moral.

¡Qué contraste tan terrible, caballero, entre la miserable vivienda de la mayoría de los contribuyentes, su vestido haraposo, su escaso alimento, y el lujo de los dependientes del Estado, y la regalada holganza de tanto funcionario que hace poco, no hace nada, o hace mal! La buhardilla de la ciudad, el pobre caserío del campo, donde no se puede entrar sin sentir la necesidad de dar un socorro, se invade para exigir con qué sostener el desorden, el despilfarro, cuando no la malversación y el fraude. No se da un paso sin ver un abuso que cueste dinero, que se tira por todas partes, además del que se guarda indebidamente. Apenas hay servicio público que, para hacerse mal, no cueste dos, tres, cuatro, diez veces lo que debería invertirse en hacerlo bien, sin contar con las dependencias que no prestan servicio alguno, y las que sólo sirven de entorpecimiento. Para esto se veja a los contribuyentes todos, pero con la diferencia de que a los grandes se los priva de lo superfluo, y a los pequeños de lo necesario.

En Madrid, por ejemplo, o por escándalo, nadie se ocupa de las diversiones del pobre, que tanto influyen en su moralidad, pero se subvenciona las de la aristocracia: es preciso que haya un teatro con muchos dorados y muchas luces, para que brille la elegante desnudez de las damas distinguidas. El Estado, que tiene treinta y tantos mil duros para esta atención preferente, deja a los pobres soldados a 7, a 16 grados bajo cero, mal vestidos y casi descalzos, con sólo la alpargata, haciendo centinela sobre el suelo y marchando por encima de la nieve. Nadie clama ni patentiza el horrible contraste; al contrario, se elogia la prontitud con que el Ministro ha proporcionado fondos para las obras del privilegiado coliseo, y se publican los nombres de los que las han ejecutado; una lista muy larga, en la que deben estar incluidos hasta los sobrestantes, para que la patria, agradecida, conserve el recuerdo de los que tomaron parte en empresa tan beneficiosa: el que por falta de abrigo o de otras precauciones sufre o enferma en la guerra, que se resigne, y los que mueren, que Dios los premie y que su madre los llore.

Los millones malgastados en ensanchar y embellecer el Ministerio de la Guerra, cuando no se han pagado sus haberes a los soldados que hicieron la guerra con tantas privaciones y riesgo de la vida; el lujo de todos los Ministerios, las obras innecesarias y absurdas que en ellos se hacen, deshaciendo hoy lo que ayer se ejecutó; el comedor del Ministerio de Hacienda, donde se han gastado muchos miles de duros: se habla de 50.000 y de 60.000; el oriental lujo de la Presidencia; los coches y trenes de ministros, subsecretarios, directores y presidentes; los gastos exorbitantes en todos los ramos; la contribución, cuyos productos malversados no alcanzan a proveer a las necesidades de la justicia, de la humanidad, de la instrucción, del fomento de la riqueza, de las más indispensables reformas, que no se llevan a cabo por falta de fondos; los derechos impuestos a los cereales que se importan cuando hay grande escasez de granos, tributo que asciende a muchos millones, y se ha llamado, con propiedad, contribución sobre el hambre, y cuyos productos se invierten en lujo insultante; el ser tan difícil lograr recursos para una obra beneficiosa, y tenerlos abundantes aquellas que dejan beneficios indebidos a los que en ellas intervienen; los pobres ayuntamientos pagando cosas que no han de utilizar en beneficio de la capital de provincia; las provincias todas contribuyendo a los gastos locales de Madrid, que debía satisfacer su Ayuntamiento: todas estas cosas, ¿revelan idea de justicia en la aplicación del producto de los impuestos?

En cualquier capítulo que se lea del presupuesto de gastos, se ve siempre la tendencia a favorecer a los de arriba con perjuicio de los de abajo. No se concibe el jefe del Estado sin muchos millones, ni los embajadores, ministros y presidentes sin muchos miles, y en cambio, los que ocupan los últimos puestos en la escala oficial, tienen sueldos tan mezquinos, que no pueden vivir. No pretendo ni remotamente que se iguale a todos; pero tanta desproporción no es equitativa, sino consecuencia del poco aprecio que se hace de los pequenos. Bien sé que la cuestión de los sueldos cortos es la misma que la de los jornales bajos; bien sé que mientras no se eleve el nivel moral e intelectual del hombre del pueblo, su trabajo estará mal pagado, sirva al público o a los particulares; pero debe hacerse constar que las retribuciones no se hacen de una manera equitativa por parte del Estado, que debía ser más justo y dar buen ejemplo.

Las jubilaciones, cesantías, viudedades y orfandades, son otra carga pesadísima que pesa injustamente sobre el pobre y en beneficio del señor. El excluir de estas ventajas a los empleados que trabajan por un mezquino sueldo y no pueden hacer economías, es, como ya indicamos, una prueba de que las reglas de la justicia social varían con la clase de aquellos a quienes se aplican; pero suponiendo que fueran las mismas para el portero y el ministro, no se habrían aplicado a todos los miembros de la comunidad ni a la gran mayoría, que continuaría perjudicada.

Hay empleados en España, probos, inteligentes y trabajadores, pero hablando con verdad, usted y yo, y todos, sabemos que esta es la excepción, y que por regla general en las oficinas del Estado se trabaja muy poco, que en ellas se fomenta, si no la vagancia absoluta, la semivagancia, y que cuando hay un jefe que quiere que se trabaje, parece una exigencia exorbitante, y es un deseo vano que no consigue. Tres o cuatro horas diarias, no de trabajo, sino de presencia, suelen parecer bastantes para ganar el sueldo, sin contar con los que no asisten ni ésas. Lejos de suponer méritos los años que se llevan desempeñando un destino, suponen ventajas desproporcionadas al trabajo que en él se ha hecho, y en lugar de ser acreedores del Estado, los empleados le debían una indemnización proporcionada al tiempo que han servido, como dicen ellos, y al que han cobrado, como debe decirse. Repito que hay excepciones, pero la regla es la que dejo indicada. De las cesantías de los que han sido ministros dos meses o dos días (se ha dado el caso), no quiero hablar por temor de excederme.

Pero suponiendo que los empleados fueran todos probos, inteligentes y laboriosos, no por eso tendrían derecho a jubilación, ni a viudedad su viuda, ni a orfandad sus hijos, a menos de conceder igual ventaja al arquitecto, al médico, al albañil y al carpintero. Si esto parece absurdo, debe consistir en que se tiene un falso concepto de la organización social, del valor respectivo de los elementos que la componen, y también de aquella desdichada propensión por la que la costumbre hace veces de derecho cuando éste falta.

Algunas escuelas llaman a los servidores del Estado parásitos, consumidores que nada producen; es un error, pero no incurramos en otro calificándolos de servidores únicos, y concediéndoles privilegios exorbitantes. Parece que el Estado es alguna cosa independiente de la sociedad, superior a ella, y cuyos dependientes tienen algún mérito exclusivo, acreedor a especial remuneración. Procuremos formar ideas más exactas.

El Estado tiene vida propia, pero no independiente de la Sociedad, de cuyo organismo forma parte, y de la cual recibe su fuerza, su inspiración, su vida. Se concibe mal sociedad sin Estado, pero no se concibe absolutamente Estado sin sociedad. La sociedad es el hombre que cultiva la tierra, o extrae los metales de su seno; el que surca los mares; el que estudia los astros; el que hace una máquina y pinta un cuadro: la sociedad es el legista y el artesano; el sacerdote y el poeta; el filósofo, el soldado y el matemático; todas las clases y todos los hombres, que se armonizan para todos los fines de la vida, y organizan el Estado para mejor cumplirlos, variando aquella organización y perfeccionándola, a medida que ellos se perfeccionan. Se comprende, y la historia demuestra que puede existir una Sociedad en que el Estado sea casi nada; por ejemplo, una tribu salvaje y los pueblos que vivieron bajo el régimen feudal. Aun se concibe más: una sociedad entregada a la anarquía, que no reconozca autoridad alguna, y viva poco tiempo y mal, pero viva sin Estado. Lo que es inconcebible, porque es de imposibilidad metafísica y evidente, es que haya Estado sin sociedad, es decir, sin hombres.

Si suprimimos con el pensamiento los funcionarios Públicos y las diferentes clases sociales, nos convencemos de que son más necesarios para la vida de un pueblo los labradores, maestros, comerciantes, zapateros, albañiles y hombres de ciencia, etc., que los empleados y la tropa. Esto no quiere decir que el Estado no tenga su misión, y que ésta no sea elevada, sino afirmar que no es superior ni independiente de la sociedad.

Suponiendo la organización del Estado cual debe ser, y que no emplee más funcionarios que los precisos, y que éstos sean trabajadores inteligentes y probos, resulta que el juez trabaja para administrar justicia; el militar para reducir a la obediencia de la ley al que se opone a ella apelando a la fuerza; el empleado en una penitenciaría, para que la pena se cumpla; el de Obras públicas, para que éstas se hagan bien y baratas; el de Hacienda, para que los tributos se recauden y administren con inteligencia y probidad, etc., etc. Por su parte, el zapatero trabaja para que las gentes no anden descalzas; el albañil y el arquitecto, para que se alberguen; el labrador y el comerciante, para que coman; el industrial para que se vistan; el maestro,2 para que aprendan, etc., etc. Son todos trabajadores, y no comprendo cómo se puede imaginar ninguna especie de inferioridad en estos últimos, ni que los primeros son superiores en alguna cosa, ni que deban tener privilegio de ninguna clase. El juez, el militar es un trabajador social, lo mismo que el médico y el arquitecto, solamente que, como sería imposible, por su género de ocupación, que fuera retribuido por los particulares individualmente, lo es por el Estado, que para la cuestión de que se trata puede considerarse como el cajero de la sociedad. Esta diferencia de modo en el pago no puede establecer ninguna esencial en la retribución, ni dar reglas distintas para los que sirven a la sociedad igualmente, aunque no desempeñan igual labor. Si al labrador y al médico, y al arquitecto y al zapatero, no se les paga sino mientras trabajan; si después de su muerte nada se da a su mujer ni a sus hijos huérfanos, ¿con qué asomo de justicia tienen sueldos los funcionarios públicos que ya no trabajan, y viudedades sus viudas, y orfandades sus hijos? ¿Qué razón hay para que estos trabajadores sean privilegiados? ¡Sirven al Estado! Sirven a la sociedad, que los paga y organiza por medio del Estado, pero que no los prefiere, no debe al menos preferirlos, a sus demás servidores, por lo menos tan útiles como ellos. Justicia tan clara, es bien extraño que no se haga espontáneamente, o que no se exija con imperio.

Excelente cosa sería que la sociedad pudiera señalar una buena jubilación a cada trabajador que no puede trabajar, y cuando muere, pensiones a su mujer y a sus hijos. ¿Puede hacerlo? Que lo haga con todos. ¿No lo puede hacer con todos? Entonces, sin faltar a la justicia, no puede hacerlo con alguno.

Hay un caso en que el inválido debe tener pensión y el muerto dejar a sus hijos y a su viuda derechos pasivos, y es cuando el trabajador sucumbe o se inutiliza sirviendo a la sociedad. El magistrado que muere antes que faltar a la justicia o por no haber faltado; el militar que sucumbe en defensa de la ley; el ingeniero o el maquinista que en la prueba de una vía, o de una máquina, perecen; el albañil que por apagar un fuego, se arriesga y es víctima de su noble arrojo; el marinero que naufraga; el minero que en una explosión queda bajo los escombros; el médico que por asistir a enfermos de dolencia contagiosa la contrae y no sobrevive; el profesor que se deja matar antes que dar un título científico al que no tiene ciencia, etc., todos a su muerte deben dejar derechos pasivos, o tener pensión si quedan lisiados. Lo que ahora sucede en este punto, es injusto; en muchos casos, verdaderamente horrible. Al que sucumbe o se inutiliza en servicio de la sociedad, ningún derecho se le concede como no la sirva por medio del Estado, y ni aun así, si no tiene cierta categoría; y se ven con frecuencia dramas iguales o parecidos al siguiente: Un agente de orden público, persiguiendo a un criminal, recibe un balazo, y muere. Deja padres pobres y ancianos y una viuda sin ningún recurso y enferma, a quien repugna implorar la caridad pública; le aconsejan que recurra a los compañeros de su marido, tal vez se compadezcan de ella; lo hace así, y el día que cobran se coloca a la puerta de la pagaduría, y tiende la mano: unos más, otros menos, todos dejan algo; saca para vivir un mes o dos; después muere en el hospital. Es de advertir que entonces estaban en el poder los amigos más amigos del pueblo, y que se hicieron gestiones en favor de la pobre viuda, procurando interesar a personas que podían mucho: todo fue inútil. Una prueba más de lo que he dicho a V., que la fraternidad y la igualdad no pasan de los papeles donde se escriben, o de los labios con que se pronuncian, al corazón, y que todas las escuelas y todos los partidos, si no en la teoría, en la práctica, tienen dos justicias, una para los señores, y para los pobres otra. Note V., caballero, porque es de notar, que la viuda de aquel obscuro mártir del deber, de la limosna que recibe paga contribución, por medio de la de consumos, y contribuye a que se abonen pensiones, no ya en virtud de una ley, aunque injusta, sino infringiéndola a favor de señoras casadas y ricas, que cobran orfandad. Al lado de tales prodigalidades, hay muchos casos como éste.

En un día de tempestad, sale la lancha del práctico a dar auxilio a un buque, es decir, a prestar un servicio social, humanitario, de los más importantes y arriesgados. De ocho tripulantes, perecen siete, a cuyas viudas e hijos nada debe el Estado, o por lo menos nada paga, y no tienen para aliviar su miseria más que la caridad pública.

La sociedad debe indemnizar, hasta donde sea posible, a todo el que sucumbe o se inutiliza sirviéndola, ya la sirva por medio del Estado, ya directamente, y cualquiera que sea su clase, siendo la más humilde la más atendible, ya porque los que a ella pertenecen no pueden hacer economías, ya porque, teniendo menos ilustración e idea menos clara de la dignidad y del deber, inmolándose a él, contraen mérito mayor.

Los inválidos del ejército, ¡pobrecitos! ¿Quién no los compadece y pide para ellos medios de subsistencia, indemnización bien escasa del daño que han recibido? Pero las víctimas y los inválidos del trabajo, ¿no merecen nada? Un hombre se cae de un andamio y se mata, y el dueño de la casa no incurre ni aun en la responsabilidad que debería tener por no tornar las precauciones razonables para que tal desgracia no sucediera: que los andamios se hagan con tablas podridas, que no tengan barandillas, no falta quien suba a ellos; el hambre obliga: si hay un herido, al hospital; si un muerto al cementerio, y la familia a mendigar, con todas las víctimas y los inválidos del trabajo sucede lo mismo: la sociedad, que vive por ellos, los abandona si sucumben, y a sus familias si se inutilizan. ¿Por ventura no se puede servir a la patria sino tirando tiros, ni ser héroe a menos de llevar uniforme? De hecho, así se considera, obrando en consecuencia, no llamando mártires sino a los que tienen cierta posición, y dejando a los demás como víctimas.

En cuanto a la práctica de algunos de estos principios, repito a V. lo que le decía hablando del impuesto progresivo: no deseo saltos, sino paso lento y seguro; no revoluciones, sino reformas, y conseguir los buenos fines por buenos medios. Suprimir las pensiones, orfandades y viudedades que hoy se cobran, sería un verdadero despojo. Creo que no sólo deben respetarse las que hoy se pagan, sino todas las que actualmente constituyen un derecho. Unas proceden de Montes píos, es decir, de fondos que los causantes fueron dejando para que un día los percibieran sus viudas e hijos, y todas constituyen el modo de ser de una clase, que no puede variarle repentinamente, por un cambio que no pudo prever. El magistrado, el catedrático, el militar, han trabajado en la idea de que sus hijos tendrían orfandad; es una condición se puede faltar a ella, tanto más, que en la seguridad de que se cumpliría, no han educado a sus hijas de modo que puedan ganarse el sustento, ni hecho aquellas economías que hubieran realizado no dejándoles pensión alguna a su muerte. Mas si por éstas y otras razones el hecho pasa aquí a ser derecho, y ha de respetarse, para lo sucesivo se debe establecer otro conforme a justicia, y que el militar y el juez y el catedrático sepan, que no muriendo o inutilizándose en el servicio, en dejando de trabajar, dejan de cobrar, ni más ni menos que las demás clases, tan útiles por lo menos como la suya, y que no tienen derechos pasivos ni ellos ni su familia. La educarán de otro modo, con menos necesidades y más hábitos de trabajo, y formarán asociaciones de las que hay tantas en otros países, donde se depositan y acrecientan pequeños ahorros, que son un gran recurso el día de la necesidad.

Lo que urgiría hacer inmediatamente, si la justicia fuera una necesidad, era atender a la que tienen los inválidos y las familias de los muertos en servicio de la sociedad, que no formaban parte del Estado, o que, formándola, ocupaban una posición humilde. Da pena y causa rubor que su derecho no sea patente, sagrado, que se discuta o ¡mucho peor! que no se discuta y se tenga por nulo, y se deje en olvido culpable, y tal vez se hagan calificaciones poco honrosas de los que lo recuerdan. Malo es extraviar al pueblo con predicaciones; pero no es mejor darle el pernicioso ejemplo de hechos que para que no le irriten es necesario que carezca de toda idea de derecho; si de esta idea carece en su perjuicio, no ha de tenerla en provecho de otros, y no es posible que sea alternativamente criatura racional, y ser desprovisto de razón. En los días de motín se le quiere razonable; el resto del año se explota su falta de raciocinio.

Hay otra injusticia en el modo de aplicar por el Estado los fondos que recauda, que no es consecuencia de lo poco en que se tiene a los pobres, sino de la ignorancia de los señores; hablo de lo mal que se retribuye a los que enseñan, desde el maestro de primeras letras hasta el catedrático de término. Compárense los sueldos de la clase docente con los que disfruta otra cualquiera de las que retribuye la sociedad por medio del Estado, y se verá cuán perjudicados están los que se dedican a la enseñanza. La mayor parte de los maestros de primeras letras, en la suposición, que suelo ser gratuita, de que les paguen religiosamente, apenas les alcanza para comer su sueldo, ni con el suyo pueden vivirla mayor parte de los catedráticos, según corresponde a su clase, si han de sostener una familia, comprar libros, etc., etc. Resulta que, si son médicos, visitan mucho; si abogados, abren bufete, etc.; que no pueden dedicarse completamente a la enseñanza, y que cuando la ciencia es larga y la vida breve, la tienen aún que acortar, y mucho, para el estudio, a fin de sostenerla materialmente, a menos que no tengan patrimonio o vocación de mártires. Un ministro, un presidente del Consejo de Estado, del Tribunal Supremo, del de Cuentas, un capitán general, tienen 6.000 duros de sueldo. ¿Qué se diría al que pidiera retribución igual para el profesor que se consagra exclusivamente a la ciencia y encanece en la enseñanza? ¡Igualar un catedrático a un ministro, a un capitán general! ¿Dónde se ha visto? En España no, ni cosa parecida, y es uno de los motivos por qué se ven otras que da pena y vergüenza ver.

Cuando la ignorancia es tan grande y tan general, no hay que extrañar que el saber sea tenido en tan poco, y se retribuya mal a los que saben y enseñan. El hecho se explica perfectamente, pero no es menos deplorable, porque este efecto de la ignorancia se convierte a su vez en causa, y sólo por excepción puede haber personas que se consagren a la ciencia y a la enseñanza, en un país donde el saber y el enseñar no dan honra ni provecho. De este círculo de efectos desdichados y desdichadas causas, es difícil salir, y tanto más cuanto que por muchos motivos no tienen la gestión de la cosa pública los que más saben, ni parte del Estado aquella iniciativa que en ocasiones da impulso a la ilustración en países atrasados. Cuando la mayor cantidad del presupuesto debía emplearse en medios de enseñar, se aplica a la enseñanza una parte mínima, y aun ésta se paga mal; en provincias se adeudan meses a los profesores, los de primera enseñanza están en la miseria; nadie se preocupa de eso, y son de actualidad los antiguos dichos de: Tiene más hambre que un maestro de escuela. Le ha puesto como chupa de dómine, con que la opinión se hace cargo que enseñando no se gana para comer y vestir: lo que no ha comprendido aún son las consecuencias de que así suceda, y de cuán caras paga las economías del presupuesto de instrucción pública.

Pero si el Estado es avaro tratándose de retribuir a los que enseñan, es, en cambio, generoso en demasía para con los que especulan, y concede a las Compañías de caminos de hierro crecidas subvenciones, de tal modo, que después de venir a pagarlos, no son propiedad suya, y que haciéndose en general a costa del país, estén en manos de extranjeros. Para establecer escuelas de artes y oficios no hay fondos, pero se hallan para subvencionar las vías férreas. ¿Por qué? Porque se ven las ventajas del camino, no las de la instrucción, y, no obstante, el camino facilita el desarrollo de la riqueza, pero no la crea, como una experiencia de bastantes años ha puesto de manifiesto entre nosotros. Si lo que se ha gastado en subvenciones que no debían darse, se hubiera aplicado a establecimientos de sólida instrucción, no serían las vías férreas una especie de planta exótica, en que todo es extranjero, y fecundarían verdaderamente el país, donde hoy ofrecen con frecuencia el desdichado contraste de la civilización y la barbarie.

Este sistema mixto de no construir las vías férreas el Estado y pagarlas en gran parte, es otra mala aplicación de los fondos públicos, en perjuicio de todas las comarcas y clases, pero muy particularmente de las más pobres. El dinero de los contribuyentes va, por la mano del Estado, a donde el especulador le lleva, y el país más estéril y el habitante más miserable, pagan su parte para la costosa vía, muy lejana, que no les reportará ventaja alguna, y que tal vez les cause perjuicio. Combinadas, y se combinan, la falta de equidad en el modo de exigir y de distribuir el impuesto, los males que causa la injusticia se multiplican y varían, podría decirse, al infinito, viniendo a ser tantos, que no sólo son largos de enumerar, sino muy difíciles de analizar con exactitud. Sirvan los indicados de muestra, y puedan servir de estímulo para análisis más detenidos y más largas consideraciones.




ArribaAbajoCarta vigésima.

El libre cambio y el Proteccionismo


Muy señor mío: Uno de los motivos de empobrecimiento para un país, son las trabas que dificultan el cambio, no pudiendo haber prosperidad cuando la riqueza no circula libremente por el cuerpo social. Estas trabas, unas veces tienen por objeto llevar fondos a las arcas públicas, otras proteger los esfuerzos particulares que, reunidos, toman el nombre de industria nacional, pero siempre dan por resultado perjuicios gravísimos y son poderosa concausa de empobrecimiento y aun de miseria.

Después de tanto y tan concluyente como se ha dicho contra el sistema protector y las aduanas, la primera idea que ocurre al ver que aun existen, es de desconsuelo, considerando la impotencia de la razón, o cuando menos la desesperante lentitud con que penetra su luz por la densa nube de errores groseros o intereses mal entendidos. Parece que la sociedad, como la tierra, necesita siglos, siglos y siglos para sus transformaciones; siendo lo triste que esta lentitud aplaza muchos consuelos y prolonga muchos dolores.

No hay para qué yo repita a V., caballero, lo que tantos eminentes publicistas han dicho contra el sistema protector y las aduanas, condenadas sin apelación por la ciencia económica; sólo me permitiré hacer a V. algunas observaciones, considerándolas bajo el punto de vista de la moral, que contribuyen a pervertir, por no tener noticia que en este concepto hayan recibido la severa censura que merecen.

El cambiar las cosas que legítimamente nos pertenecen, por otras que juzgamos más necesarias o útiles, cuando no hay ningún género de fraude ni violencia en el cambio, cosa es equitativa, no reprobable ni reprobada por nadie que tenga idea de justicia. Pero he aquí que se hace una ley que prohíbe al propietario de un objeto cambiarle según le convenga, ni con quien, ni cuando, ni donde quiera; que le ¡impone condiciones onerosas, muchas veces irritantes, para cambiar sus productos, y que si no las cumple, le compele por la fuerza, hace como que le juzga, y positivamente le condena. La ley crea un delito: para perseguirle arma muchos miles de hombres, para juzgarle tiene jueces, para penarle presidios, y enseña al pueblo prácticamente que el bien y el mal no son lo que la conciencia sanciona o condena, sino lo que el Estado manda o prohíbe. Y ¿en qué se fundará el Estado para convertir en delito una acción que no lo es? ¡Quién lo sabe! El móvil que tiene, al parecer, es reunir fondos con cierta facilidad, y que la tengan para vender caros y malos ciertos productos, los que no saben o no quieren fabricarlos buenos. El Estado, pues, sacrificando la justicia a un interés pecuniario (mal entendido, por supuesto), emplea contra ella la fuerza que para asegurarla recibe, y da una inmensa práctica lección, de que cuando se trata de allegar dinero o de proteger materiales intereses, no hay que reparar en los medios; si la lección se toma, no hay para qué decirlo.

Partiendo de un equivocado cálculo, y convirtiendo en delito el derecho de cambiar, la ley aparece falta absolutamente de sanción moral, no tiene más valor que el poder de quien la impone, se burla o se soporta según que se puede o no eludir, es un hecho bruto, y la fuerza que le impone se tiene, y con razón, por violencia.

Son incalculables los males, los estragos que, moralmente considerados, hacen las leyes injustas, reflejando su desprestigio y reprobación sobre las promulgadas conforme a justicia. Si fuera general la idea clara del deber y del derecho; si el pueblo estuviera firme en los principios equitativos, y tuviera muy elevado su nivel intelectual, el daño de la ley injusta se localizaría, por decirlo así, al asunto que es objeto de ella, como un cuerpo bien constituido y robusto resiste una causa morbosa que ataca uno de sus miembros. Pero la sociedad, moralmente considerada, puede mirarse como esas organizaciones endebles y enfermizas, donde se inocula fácilmente y se propaga con rapidez cualquier germen morboso, y lejos de caer el desprestigio de una ley injusta sobre ella sola, se hace extensivo a todas. Este deplorable resultado es tan evidente, que se ha hecho cargo de él la opinión pública, formulándole con energía y exactitud cuando dice:


Dámele contrabandista
Y te le daré ladrón.

En estos dos versos está condenada la ley que ataca la libertad de los cambios, y eso que no se considera en ellos más que una parte de los males que causa.

Asombra verdaderamente que un ministro de Hacienda o un director de Aduanas se dirijan a la Nación, a las Cortes o a la Corona con cuentas y cálculos de si la renta de Aduanas bajó, de si queda estacionaria, y de si hay que tomar esta o la otra medida para que suba, sin que nadie les imponga silencio, sin que en nombre de la moral escarnecida se pregunte con qué lógica persigue a los que allegan dinero por cualquier medio, el Estado, que tiene una renta que cobra por fuerza contra derecho, y que no puede establecerse sin pervertir la conciencia pública y llevar la corrupción al cuerpo social. ¿Le parece a V. que hay exageración en este modo de expresarme? Los hechos prueban su exactitud. Hagámonos cargo de algunos.

Escribo sin libros, y no sé a punto fijo el número de individuos del resguardo marítimo y terrestre; creo que excederán, pero supongamos que son 16.000. Aquí tiene V. un ejército de hombres, no sólo desmoralizados por la ociosidad en que generalmente viven, sino expuestos a la continua tentación del interés contra el deber, y lo que es todavía peor, viéndose muchas veces en la alternativa de faltar a su consigna o a su conciencia. La ociosidad en que estos hombres viven por lo común, bastaría por sí sola para condenar un sistema económico que ataca a la moral de un modo tan directo. Para juzgarle bien, no hay que ver a los carabineros, y al resguardo marítimo, en buques de alguna importancia y en las grandes poblaciones, donde en algo se ocupan, y tienen disciplina y jefes de graduación, sino diseminados por el territorio y por las costas, al mando de un sargento o de un cabo, completamente ociosos, o porque no tienen que hacer, o porque no quieren hacerlo, siendo tan desdichada su ocupación cuando la tienen, que no hay valor para hacerles cargos por su ociosidad.

En cuanto a la tentación de faltar a su consigna, es grande, y si caen en ella muchas veces como la opinión afirma, es deplorable, pero no extraño. Llega, por ejemplo, un buque cuyo cargamento, que vale millones, adeuda muchos miles de derechos de aduanas; y para que no se defrauden, se deja a bordo un carabinero, un hombre que gana apenas para dar pan a su familia, sin educación, sin espíritu de cuerpo, sin temor a una pena que tantos ejemplos de impunidad hace ilusoria, y que puede realizar una gran ganancia haciendo como que no ve sacar del barco algunos bultos en la obscuridad de la noche a lo largo de las costas o de las fronteras, ¡qué de dificultades y peligros para evitar el paso o el alijo a los numerosos contrabandistas, gente de armas tomar, bien organizada y protegida por los naturales! ¡Qué cómodo y lucrativo no moverse, o ir por donde se sabe que no se han de encontrar los contraventores de la ley!

Otras veces, no es el interés, es la compasión, es la conciencia, y hasta son sentimientos muy elevados, los que hacen imposible el cumplimiento de la consigna. ¿Quién no ha presenciado o no sabe de esas escenas en que una mujer desolada, o los circunstantes, movidos a piedad, imploran la del carabinero, diciéndole: ¡Vas a perder a un hombre, vas a arruinar a una familia por un paquete de sedería, por un fardo de tabaco! El individuo del resguardo se mueve a compasión y suelta al contrabandista.

Muchas veces he deplorado el no ser pintor, gran pintor por supuesto, para crear un género nuevo en que el arte viniera como auxiliar de la justicia y de los que combaten toda clase de errores. En mi colección habría un magnífico cuadro histórico; la gente menuda tiene también historia, aunque no haya hallado aún quien la escriba. El cuadro representaría un caso en que un elevado sentimiento se opone a la consigna. En un pueblo de esos en que la mayor parte de los hombres se hacen contrabandistas, había uno lanzado a esta vida de azares, por su espíritu aventurero y dispuesto a la rebeldía, no por necesidad de ganar así el sustento, que no la tenía, ni por educación. Con bastante más cultura que sus compañeros, ánimo esforzado y generosos impulsos, debía ser jefe, y lo era, haciendo excelentes negocios, dando buenos golpes, y teniendo cierta fama, y muy en respeto al resguardo, que se internaba poco en la tierra donde él tenía sus guaridas. Sea que el escándalo llegase a ser muy grande, o que algún jefe más activo tomara el mando de los carabineros, no sólo éstos se pusieron en movimiento, sino que fueron auxiliados por la Guardia civil. Un cabo con una pareja logró avistar al renombrado contrabandista, que, aunque perseguido muy de cerca, estaba seguro de escapar en su fuerte e incansable caballo. La lluvia caía a torrentes, y costeaba un río caudaloso que había salido de madre. Viendo que ganaba terreno a sus perseguidores, corría sin alarmarse, cuando oyó gritos lastimeros: eran de una mujer que la crecida había aislado en medio del río, y le pedía socorro. Se olvida, de que si se detiene, será preso, de que si la salva, está perdido; arroja la carga, lánzase a la corriente, lucha con ella, coge a la mujer y la pone salva en la orilla, donde está ya la Guardia civil. Le preguntan si es suyo el tabaco, responde que sí; le preguntan su nombre, no le niega quien con una hermosa acción acaba de honrarle; y aquí está, caballero, el cuadro. La mujer bendiciendo a su salvador, éste dándose preso, el cabo de la Guardia civil tirando el fardo de tabaco al agua, señalando un camino al contrabandista, yéndose por el opuesto, e infringiendo por un sentimiento de justicia una ley injusta.

Este ejército de mar y tierra, que se pervierte ocioso, que se pervierte cuando es activo, que está de continuo expuesto a la mala tentación, también lo está a endurecerse y cometer actos de crueldad. El resguardo va armado, los contrabandistas se arman; perseguidores y perseguidos que tienen armas, ¿cómo impedir que hagan uso de ellas? Le hacen, y por una mercancía de insignificante valor se hiere a un hombre o se le mata. Hacer fuego sobre los fugitivos es costumbre admitida; si no se acierta, se escapan; si se apunta bien, con entregar un cadáver queda a cubierto toda responsabilidad legal. Y esto es inevitable, esencial de la institución, porque los carabineros obran diseminados, sin jefes que dirijan sus operaciones, entre breñas o playas solitarias, y no es posible que tengan un tino especial, una prudencia exquisita, una humanidad rara, máxime cuando es tan difícil en la práctica no convertir en ataque la defensa, y limitar ésta a lo puramente preciso: además, los contrabandistas no son personas muy recomendables, y el que los deja escapar se desacredita más con sus jefes que el que los mata.

Creo que en la mayor parte de los casos no van armados los que hacen el contrabando, sin que esta circunstancia los ponga siempre, ni muchas veces, a cubierto de los proyectiles de sus perseguidores. Yo he visto a un pasiego salir de entre unas matas con un fardo de tabaco a la espalda, sin más armas que un largo palo con que se auxiliaba para dar saltos prodigiosos; he visto al administrador de Rentas estancadas sacar una pistola, apuntarle, y le hubiera disparado y acaso muerto, si una persona no le hubiese llamado ¡asesino! de un modo que le contuvo. Y no era un hombre malo, sino ligero; hacía fuego sobre un fugitivo inerme que llevaba algunas libras de tabaco, para dar prueba de celo, de energía, y para que no se rieran de él los contrabandistas, paseando en sus barbas el contrabando por los caminos: era una crueldad sin saña, efecto de una institución que parece que va buscando todas las malas disposiciones de los hombres para ponerlas en actividad.

Después del ejército de carabineros, viene la brigada de los empleados en Aduanas, expuestos de continuo a la tentación, y a la que, según pública fama, resisten muy pocas veces. Yo no dudo que en Aduanas habrá empleados probos, creo firmemente que los hay; pero también estoy persuadida que hombres interesados siempre en no cumplir su deber, han de faltar a él muchas veces, persuasión que corroboran las causas que se siguen por fraudes en las aduanas, y sobre todo, las que debían seguirse, a juzgar por la desproporción que hay entre los sueldos de muchos empleados, y la riqueza que acumulan y que gastan. En todo caso, aunque no hubiera ninguno que prevaricase, siempre sería un gran mal una institución que desconceptúa tan gran numero de los hombres que a ella pertenecen; o la mayoría de ellos no es honrada, o la opinión es injusta, y en cualquiera de los dos casos hay grave daño moral.

Pero una cosa más triste que los vistas que no ven, que los carabineros que a voluntad dejan pasar o prenden a los contrabandistas, son los jueces que los condenan. Y ¿a qué? A ser encerrados en prisiones como están las de España, confundidos con los grandes malhechores, y recibiendo de ellos lección. Por un poco de sal, he visto a una pobre mujer en la galera, en comunidad con otras, oprobio de su sexo y horror de la humanidad: el caso no es excepcional, sino frecuente. Y el juez, ¿qué idea se ha formado del delito que condena? El que aplica la ley, ¿puede ser una especie de máquina, un mazo que cae o no, según aprieta o se afloja un muelle que se llama artículo del Código, y que aplasta al que coge debajo? ¿Se debe en conciencia aplicar leyes injustas? ¿No se puede investigar la justicia de las que se aplican? ¿No sabe el juez que el contrabando es un delito artificial; que está organizado en grande escala; que viven de él muchas personas principales y consideradas; que tiene cómplices en todas las clases, cuando menos como consumidores; que las señoras, sus conocidas, sus amigas, tal vez de su propia familia, cuando vienen de Francia, no tienen escrúpulo en introducir sin pagar derechos de aduana algún objeto que paga muchos? ¿No sabe que los que envía a presidio por delito de contrabando, hombres o mujeres, son gente a quien el hambre impulsa, son los últimos instrumentos, que arriesgan mucho y ganan poco para enriquecer a los directores y principales del gran negocio? ¿No sabe más todavía, no sabe que él, juez, firma la sentencia condenatoria de un contrabandista, fumando tabaco de contrabando? Yo se lo recordé a uno, por cierto recto como pocos, y capaz de dejarse matar por la justicia, y me contestó: «No se puede fumar el de los estancos». Véase, pues, cómo la ley que prohíbe la libertad del cambio hace daño por donde quiera que pasa; mancha todo lo que toca, desde la casilla del carabinero hasta el santuario de la justicia. No hay que admirarse de que produzca tal cúmulo de males la monstruosidad de emplear contra el derecho la fuerza que recibe el Estado para ampararle.

Si de los que arma el Estado, o autoriza de cualquier modo para perseguir y penar el contrabando, pasamos a los que le hacen, veremos que es infinitamente mayor el número de los que deprava, más o menos, según la parte que toman en la infracción de la ley.

Yo soy de las personas que piensan que las leyes obligan en conciencia, siempre que no se falte a ella, obedeciéndolas, y por si esto no parece bastante claro, me explicaré, tomando por ejemplo ésta que crea delitos, cuando la misión de todas es evitarlos.

Yo juez, no puedo condenar a un contrabandista; testigo, no puedo deponer contra él; si le veo perseguido, debo ampararle de sus perseguidores; la ley no puede sobreponerse a mi conciencia, que me dice que aquel hombre no es acreedor a la pena en que incurre, y que la fuerza que lo oprime, es violencia, porque no va regida por el derecho. Pero si no debo condenar ni entregar al contrabandista, tampoco puedo comprar el objeto de contrabando. Como en adquirirle legalmente, más caro o peor, puede haber perjuicio, pero no hay cargo de conciencia, estoy obligada a obedecer la ley, y la obedezco, y creo que faltan los que la infringen, adquiriendo un artículo de contrabando sabiendo que lo es. Las leyes pueden no ser justas, porque los hombres que las hacen pueden equivocarse; pero siempre invocan y aun se apoyan en el sentimiento de la justicia, cuya santidad es tanta, que se le debe respeto aun cuando por error se aparte de lo justo: sólo en último extremo, y cuando la conciencia absolutamente condena la acción mandada por la ley, debe infringirse. La ley puede considerarse como un mensajero que viene en nombre de la justicia; puede ser indigno de representarla, puede por sí no ser merecedor de respeto, puede ser inevitable el no obedecerle, pero jamás se le ha de escarnecer, por debida consideración a aquella en cuyo nombre vive.

Los contrabandistas no hacen mal en comprar o vender, según les parece, pero sí en infringir la ley, que les obliga en conciencia, porque no es contra ella pagar un artículo más caro, o dedicarse a otra ocupación menos lucrativa: la conciencia puede y debe sobreponerse a la ley, el interés jamás, y el que por interesadas miras la infringe, inmoral e indigna acción comete. Pocos medios habrá de medir con más exactitud la moralidad de un pueblo, que saber los grados de respeto que la ley le inspira, la obediencia voluntaria que le presta y la cooperación espontánea que para que se ejecute ofrece. Esto se ve claramente observando cómo se desmoralizan los que habitualmente se dedican a infringir la ley, aunque sea injusta, convirtiendo en lucro esta infracción. La ley se ha de desobedecer, como a los padres, con mucho sentimiento, y sólo en último extremo, no congratulándose con el interés material que resulta de haber desobedecido.

Las leyes llamadas protectoras de la industria nacional parecen serlo de la pública depravación, según lo que contribuyen a ella: son cientos de miles de hombres los que directa y activamente toman parte en el inmoral tráfico prohibido por la ley, y que al infringirla se corrompen: he conocido algunos contrabandistas de diferentes clases y categorías, todos gente indigna y mala; he preguntado a muchas personas que conocían a otros, y todas han hecho la misma observación que yo.

Tal vez parezca absurdo hablar de cientos de miles de contrabandistas y de clases y categorías, pero es por desgracia cierto el gran número y la diferente clase de estos infractores de la ley.

El contrabando es como una red que envuelve todo el territorio; está perfectamente organizado, tiene sus jefes y sus soldados, sus señores y sus pobres: para los primeros, el ningún riesgo y las pingües ganancias; para los segundos, las penalidades, los peligros y la escasa retribución: lo mismo de siempre y como de todo. El señor contrabandista, ocupado en buscar clandestinamente compradores, en procurarse la mercancía sobornando a los que deben decomisarla, en seducir al que la pasa con una ganancia tentadora para su miseria; el señor, por ganar dinero, corrompiendo a unos, poniendo a otros en peligro de ir a presidio o ser muertos de un balazo, es un miserable perverso y más repugnante todavía, porque está seguro de la impunidad.

El pobre que se lanza a esta vida de azares y de holganza, que vive, no de trabajo, sino de astucia y de violencia, que, aunque en menor escala y en casos apurados emplea también el fraude, y hace uso de las armas contra los representantes de la ley, por salvar un fardo, el pobre contrabandista es también un miserable perverso, del cual sin dificultad saldrá el ladrón en cuadrilla y el secuestrador.

Con los caminos de hierro y la regularidad y frecuencia de las comunicaciones marítimas por medio de los vapores, ha variado mucho la organización del contrabando, simplificándose; por ésta y otras causas se recurre menos veces a la violencia; pero si la efusión de sangre ha disminuido, la corrupción ha aumentado: es como toda máquina, a medida que se perfecciona necesita menos fuerza; pero en la del contrabando, sólo por medio del fraude y de la perversión pueden disminuirse los rozamientos. Y que se han disminuido, no tiene duda; con colisiones, relativamente poco numerosas, se introduce cuanto exige el consumo por un seguro que no suele ser muy elevado. A este seguro podría llamarse el derecho del contrabandista enfrente al de aduanas, y como éste es siempre mucho mayor, se prefiere aquél. Un comerciante necesita un género que paga un 40 por 100; el contrabando le proporciona el mismo por un 20, y acepta. El nombre de seguro que recibe esta retribución, indica la seguridad que tienen los contrabandistas de burlar la ley, y cómo se infringen las de la moral, sin lograr siquiera el material provecho que tan ciegamente se busca. Hay una porción de artículos, especialmente de los que tienen mucho valor en poco volumen, que, por ejemplo, se compran mucho más baratos en Madrid que pidiéndolos directamente al extranjero, donde se producen, si se pagan los derechos de aduana. El hecho es público, no tiene más que una explicación, el fraude, y no se persigue, no puede perseguirse. ¿Por ventura el vendedor no puede expender su mercancía tan barata como le acomode? Esto recuerda el caso de que, sacando a pública subasta la sal para un establecimiento público, el rematante se comprometió a darla más barata que la expendía el Gobierno en tiempo en que era el único vendedor, de quien legalmente podía comprarse.

Resulta, entre otras cosas, que el comerciante honrado que paga los derechos de aduana, no puede competir con el que se surte de contrabando, y si no se arruina, realiza mezquinas ganancias, mientras el otro se enriquece; resulta que la tentación es continua y en general, que caen en ella multitud de personas de todas clases, y que aun con la voluntad más recta, se contribuye al fraude sin saberlo; algunas veces sabe, pero muchas ignora el comprador de buena fe, si los artículos que se le ofrecen se han adquirido o no legalmente.

Las cosas de mucho bulto, precisamente las que suelen ser más útiles y convendría adquirirlas muy baratas, como máquinas fijas, locomotoras o locomóviles, material de explotación para las vías férreas, cereales, etc., etc., es difícil introducirlas de contrabando; y aquí hay otro gran manantial de inmoralidad e injusticias, con exenciones en favor de unos que no alcanzan otros, e interpretaciones y laberintos fiscales y burocráticos, de donde sale o no el que entra, según tiene o no un hilo, por donde suele perderse la justicia.

Si se considera la profundidad y extensión del daño que producen las leyes llamadas protectoras de la industria, que jamás adelantará por medio de ellas, destructoras de la moral, que siempre depravarán, aunque las ventajas pecuniarias que son mentira fuesen verdad, a los que las preconizan podría respondérseles con las palabras del Apóstol: Tu dinero sea contigo en perdición.

Como la Cuestión social, según indiqué a V., es donde quiera en gran parte cuestión moral, y mucho más en España, los derechos de introducción, ya tengan el carácter proteccionista, ya fiscal, siempre que por subidos dan lugar al contrabando, no sólo dificultan la solución del problema económico, por lo que encarecen los objetos, por lo que perturban la producción, por lo que alientan a los especuladores rapaces, por lo que recargan los gastos públicos, convirtiendo en ejército costoso y perjudicial el que podía serlo de trabajadores, sino que impulsando y extendiendo la inmoralidad, son, en este concepto, concausa poderosa de la miseria.




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La herencia


Muy señor mío: Hemos visto cómo las leyes que determinan el modo de percibir los impuestos, y las que rigen sobre la manera de emplearlos, influyen en la distribución de la riqueza, favoreciendo a los que tienen más y perjudicando a los que tienen menos. Antes de hacer algunas observaciones sobre la transmisión gratuita de la riqueza, convendrá tener presente que su excesiva acumulación es un gran mal, y que si no se debe impedir por medios violentos, tampoco debe favorecerse a ciegas, cómo cosa conveniente y equitativa. La tendencia de la riqueza es a acumularse; la de la ley debe ser a impedir que se acumule en demasía, siempre que para evitarlo respete el derecho.

Ni la riqueza ni la propiedad son una especie de ídolos en cuyo altar deba inmolarse la justicia; no pueden ser un objeto, sino un medio, porque las cosas no han de sobreponerse a las personas, sino estar subordinadas a ellas. No teniendo esto presente, muy presente, y en toda ocasión, es fácil, digo poco, es seguro caer en la idolatría de las cosas materiales, sacrificando otras de orden más elevado, con perjuicio, en definitiva, de aquello mismo que se quería proteger.

Seguramente, caballero, ni V. ni yo somos comunistas, pero tampoco podemos ver en la propiedad más que un medio de perfección moral y de bienestar físico para la humanidad. Partiendo de esta base, examinemos las leyes de la transmisión gratuita de la riqueza, y veamos si debe sujetarse a reglas equitativas, ni más ni menos que todo lo que pertenece al hombre.

El derecho de poseer lleva consigo el de dar; si no puedo dar una cosa, no puedo realmente decir que es mía. La donación es, pues, un derecho natural, aunque no incondicionado, porque el que tiene hijos pequeños que mantener y educar, o padres ancianos y pobres, si deja desatendidas estas sagradas obligaciones y da lo que a ellas debía aplicar, contra justicia obra; la ley debe coartarle el derecho de dar, y si es impotente para hacerlo, la moral y la opinión condenarle severamente. Fuera de los casos en que el donante desatienda sus obligaciones por dar, la donación es un derecho que se confunde con el de propiedad. Seguramente, puede abusarse de él, acaso más que de otro alguno; la ley debe procurar evitarlo; pero en la mayor parte de los casos, la moralidad del que ha de ejercerle es la más eficaz garantía de que se ejercerá bien, y por eso es necesario esforzarse en robustecerla.

La donación es un derecho. ¿Y la herencia? Creo que no. ¿Ni de padres a hijos, ni de hijos a padres, ni entre hermanos? Antes de explicarme sobre este punto, convendrá que fijemos bien el sentido que doy a estas palabras: donación, herencia.

Entiendo por donación la cesión voluntaria, gratuita, expresa o racionalmente supuesta, de una cosa, hecha por el que la posee, en forma legal.

Entiendo por herencia la transmisión, hecha por la ley, de una cosa, con razón o contra ella, con voluntad o no de su dueño, y que pasa al favorecido después de la muerte del poseedor.

La donación es conforme al derecho de propiedad; la herencia le ataca, disponiendo de las cosas sin consultar la voluntad de su dueño o contra ella. Con la supresión de los mayorazgos se ha dado un gran paso hacia la justicia, pero no se llegará a ella hasta suprimir los herederos forzosos, modo de decir significativo, que expresa perfectamente un hecho contra derecho. Se ha limitado el número de estos herederos; pero si el mal tiene menores proporciones, no deja de existir por eso. La herencia, como he indicado, me parece una cosa injusta; no creo razonable más que la donación, sea entre vivos, sea póstuma. Tal vez se diga que no es esencialmente diferente esta donación de la herencia, lo cual se comprende que no es exacto a poco que se reflexione, toda vez que para la donación, cualquiera que ella sea, se necesita la voluntad del donante, y para la herencia no.

Condenando en absoluto la herencia, no puede admitirse ni aun de padres a hijos, porque no puede ser un derecho para éstos lo que no es un deber para aquéllos. Me parece altamente filosófico y equitativo el modo que tiene la Iglesia Católica de comprender los deberes de los padres, y que expresa en el catecismo diciendo que deben a sus hijos alimentarlos, enseñarlos, darles buen ejemplo y estado competente a su tiempo; no dice dejarles herencias, ni procurar enriquecerlos. El precepto es claro como la justicia, sencillo como la verdad: alimentar a los hijos, sostener su cuerpo; darles enseñanza y buen ejemplo, sostener su espíritu; darles estado, educar su inteligencia, y por todos estos medios, ponerlos en condiciones de que puedan y quieran trabajar con fruto, y sean hombres honrados, dichosos cuanto es posible, y útiles a la sociedad. Ningún hijo, en razón, puede exigir más de su padre, que después que le ha dado esto, podrá darle más porque quiera, no porque le deba ya cosa alguna.

A la muerte de un hombre que tiene bienes de fortuna, e hijos, pueden presentarse varios casos:

1.º Que deje hijos mayores y en situación de trabajar:

2.º Que deje hijos que por su corta edad, por falta de salud o de inteligencia, no puedan proveer a sus necesidades, o hijas que se hallen en igual caso, por la imposibilidad que tiene actualmente la mujer para vivir de su trabajo:

3.º Que deje hijos mayores y aptos para trabajar, pero que se obstinan en permanecer ociosos, o depravados o perversos, que emplean los bienes de fortuna en fomentar vicios y maldades.

En el primer caso, el padre es dueño de disponer de sus bienes como le parezca.

En el segundo, tiene la obligación de dejar a sus hijos con qué sustentarse, conforme a su clase: no son herederos forzosos, sino acreedores con derecho, siendo sagrado el que les asiste a que el autor de sus días no los haga desdichados pudiendo darles consuelo, y a no recibir limosna de la sociedad, cuando su padre tiene medio de ampararlos.

En el tercer caso, no sólo el padre tiene el derecho de disponer de sus bienes como le parezca, sino que podrá tener el deber de no dejarlos a quien los ha de emplear como un medio de hacer mal, con daño propio y ajeno. Los herederos corrompidos y forzosos convierten la herencia en elemento de perturbación moral y física; en mal hora la ley los favorece.

Los hijos, muerto el padre, pueden sucederle en la posesión de sus bienes, siempre que él no haya dispuesto otra cosa; la ley debe interpretar su silencio como deseo de que sus hijos disfruten de los bienes que él poseía, deseo natural y consecuencia del amor que les tiene; y en virtud de esta interpretación racional de su voluntad, que se respeta, entran a poseer la donación hecha por su padre. Así, pues, libertad del padre para disponer de su propiedad como lo parezca, después de cumplidos los deberes de tal; ningún derecho de parte de los hijos a recibir de los autores de sus días más que sustento, buenos ejemplos y aquella educación, según su clase, que los ponga en estado de trabajar y proveer a sus necesidades: todo lo demás que se les dé es a título de don voluntario, y no de derecho.

Lo que se dice de padres a hijos, debe entenderse con mucha más razón de abuelos a nietos, cuyos lazos, aunque estrechos, no lo son tanto, y por consiguiente es todavía más injusto que tengan herederos forzosos en los hijos de los hijos.

Entre hermanos, creo que la ley debe interpretar el silencio del que fallece como voluntad de dejar a los otros cuanto poseía, si no tiene hijos ni padres. Esta interpretación se funda en el amor que se tienen, y en el deseo de aumentarle, debiendo el legislador contribuir a estrechar los lazos de familia. Cuando ésta es la que debe ser, cuando está unida, no hay entre hermanos mío ni tuyo; no se lleva cuenta del que gana menos ni del que gasta más. ¡Qué de sacrificios a veces para dar carrera a uno, para procurar la salud de otro que está enfermo, para ocultar el mal proceder de alguno! Demasiadas veces el interés y las malas pasiones vienen a turbar la santidad de estos afectos; pero la ley ha de suponerlos, respetarlos, favorecerlos siempre, y si el que muere no dispone otra cosa, ni tiene padres ni hijos, suponer que hace donación de sus bienes a sus hermanos.

Cuando el heredero forzoso, en vez de ser descendiente, es ascendiente, resultan todavía más injusticias y mayor daño. ¿Qué fin moral se cumple, qué principio de derecho se atiende en que con ciertas circunstancias de que la ley prescinde, un padre herede a un hijo, un abuelo a un nieto? Aquí se pueden presentar varios casos:

1.º Los ascendientes son pobres, y por vejez o enfermedad no pueden proveer a su subsistencia.

2.º Los ascendientes trabajan, o pueden trabajar, y no necesitan de la herencia para vivir.

3.º Los descendientes fallecidos son mayores de edad, y han adquirido los bienes que dejan.

4.º Los descendientes fallecidos son menores de edad, y los bienes que dejan son heredados.

Aplicar a tan diferentes casos igual regla, como se hace, me parece que es separarse mucho de las de justicia.

El que muere mayor de edad y deja a su padre o a su abuelo necesitados, tiene el deber, si posee bienes, de dejarles con qué provean a su subsistencia; si no lo hace, la ley debe rectificar su torcida voluntad, o interpretar su silencio como deseo de hacer a su padre o a su abuelo donación de cuanto poseía, si no deja hijos, por el amor que a sus descendientes inspiraba, y por el que los tenía.

El que muere menor de edad y deja bienes que no ha adquirido por sí, y padre o abuelo necesitados, la ley debe sustituirse a él, cumpliendo el deber de auxiliar a sus ascendientes, y hacerlo en nombre suyo: no pudo legalmente manifestar su voluntad, pero debió tenerla de que los que le amaban y él amaba no quedaran privados del auxilio que necesitaban y él podía darles.

Cuando los ascendientes del que fallece no necesitan de los bienes de éste, si es mayor de edad, puede disponer libremente de ellos; si de menor, la ley debe tener en cuenta muchas circunstancias, y no declarar ciegamente herederos al padre o al abuelo del menor, con detrimento de la justicia y hasta de esos mismos lazos de familia que se quieren estrechar. Muere un niño que había heredado a su madre; el padre le hereda a él, y el abuelo materno, que vive, que tal vez en su ancianidad se halla necesitado, ve pasar los bienes que fueron suyos, a un hombre extraño, peor que extraño tal vez. Una mujer va heredando a sus hijos, y a su muerte, aquellos bienes pasan a su familia, no a la de su marido, de donde procedían, y que tal vez se halla en necesidad. Un viudo hereda a su hijo, vuelve a casarse, y los bienes de su primera mujer pasan a los hijos de la que ha venido a ofender su memoria, a la madrasta, que tal vez maltrata a los pobres huérfanos de la madre, cuya fortuna disfruta.

Hechos como éstos o parecidos, están viéndose todos los días, y es bien extraño y deplorable que la ley no haga distinción, aplique a casos esencialmente distintos la misma regla, prescindiendo de las de equidad, y según hemos indicado, con perjuicio de los vínculos de familia que se quieren robustecer.

Desde luego debería perder el derecho a la herencia del hijo el padre o la madre que, viudos, vuelven a contraer matrimonio: esto es tan claro, tan sencillo, que no necesita explicación. Tampoco debería equipararse para el derecho a heredarle, el que pierde un hijo que vive solamente meses, días, y aun horas, con el que le ve desaparecer después de algunos o de muchos años. La paternidad que basta para heredar, puede decirse que es la fisiológica. Porque la verdadera, la moral, no empieza sino con el amor, el trabajo, los cuidados, la abnegación, el sacrificio, y verdaderamente no se comprende por qué no hay derecho para heredar a un hijo que nace muerto, y sí al que vive algunas horas.

Puede hacerse una objeción contra el derecho de disponer libremente de sus bienes los que tienen hijos no necesitados de la donación paternal póstuma, y es el caso en que el padre o la madre leguen su fortuna a una persona con la que estuviera en relaciones ilícitas. Esto se evitaría estableciendo un jurado que, a petición de los hijos, pudiera anular el testamento de los padres, porque si puede ser nulo el que se hace bajo el conocido influjo de una pasión, como la ira, tampoco ha de ser valedero el inspirado por otra aun más repugnante, y ya que, por desgracia, no es dado evitar los malos ejemplos durante la vida, debería ponerse remedio a los escándalos póstumos.

Fuera de padres, hijos, hermanos, abuelos y nietos, los demás parientes no deberían tener derecho alguno a heredar. El que posee bienes, es dueño de dejárselos a sus sobrinos o a sus tíos, como a otra cualquiera persona; el favorecido los recibirá como una donación, pero de ningún modo como un derecho. Los esposos, ¿deben heredarse mutuamente? Si los matrimonios fueran lo que debían ser, lo que algunos son, no sería dudosa la respuesta afirmativa; pero con nuestras depravadas costumbres, creo que se debe responder negativamente, salvo en los casos en que la viuda quede pobre, o el viudo imposibilitado de trabajar, y en que podrían tener derecho a una viudedad proporcionada a la fortuna del cónyuge fallecido, derecho que perderían pasando a nuevas nupcias. Los esposos que se aman, en libertad están de dejarse mutuamente sus bienes, sino tienen que acudir con ellos a más sagradas obligaciones.

Debo llamar a V. la atención, caballero, sobre la herencia, que cuando no es más que una cosa material, cuando se aísla de los lazos del amor y de los sacrificios que los individuos de una familia han hecho o están dispuestos a hacer unos por otros, cuando no es más que el derecho a una fortuna que viene sin trabajo ni mérito, ni expresa voluntad del que la poseía, la herencia en estas condiciones es una cosa sumamente inmoral.

La familia la constituyen los padres y los hijos, los esposos, los hermanos y los abuelos. Éstos son los que están unidos por lazos de amor, los que tienen dolores y alegrías, bienes de fortuna, deshonra o buen nombre, todo común. Aquí están los deberes de asistencia, los derechos de ser asistidos, y la razonable suposición de la ley, de que el silencio del que muere respecto a sus bienes, es la voluntad de que pasen a los que amaba y de quien era amado. Consideraciones del orden moral, intereses más elevados que los materiales, subordinan éstos, y rigen su distribución entre la familia. Puede decirse que el amor purifica la herencia, que seguramente no consuela de la pérdida del que la dejó; se llora sobre ella porque aparece bajo la forma de una tumba que encierra a un ser querido. De esto podrá haber algunas excepciones, y quién sabe si con horror podrían descubrirse muchas; pero en fin, por regla general, los hijos, los padres, y los hermanos, y los esposos, y los abuelos, no se desean mutuamente la muerte para heredarse, ni se dejan de llorar porque se hereden. Esta es la verdadera familia: los parientes, aunque toman este nombre, no la constituyen verdaderamente. Tíos, primos y sobrinos pueden tener el mismo apellido, pero no suelen tener otra cosa común, y la ley que los llama a heredarse mutuamente ningún vínculo sagrado estrecha, ninguna consideración respetable aprecia, ningún bien realiza, antes por el contrario, fomenta intereses bastardos, da pábulo a sentimientos malévolos, extravía las ideas respecto al derecho, y hace, en fin, mucho mal.

Usted, caballero, yo, todo el mundo ha visto o sabe de esos cuadros de tíos que dejan herencias, y de sobrinos que heredan, cuadro, moralmente hablando, de lo más repugnante que puede ofrecerse a la conciencia indignada. Yo sé de un hombre millonario que murió en América sin haber podido formalizar su testamento, cuya minuta de su letra se halló, y por el cual dejaba muchos miles de duros a un establecimiento de beneficencia. Su voluntad era evidente, pero no era legal. Los amigos de los pobres nada consiguieron para ellos; cuatro sobrinos se repartieron los millones del tío, sin dar un céntimo a los infelices que él tenía voluntad de socorrer. En el primer momento de alegría, prometieron, faltando luego a la promesa. El que se ve rico de repente, si no es muy malo, tiene un momento bueno, y hace propósitos de dar, que no cumple. ¿Por qué ha de proteger la ley semejante indignidad?

Con mucha frecuencia, los heredados conocen apenas a los herederos; otros no los conocen absolutamente, y hay no pocos casos en que unos no saben siquiera de la existencia de los otros, y por los periódicos tienen noticia de que un pariente murió acá o allá, y en virtud del parentesco reciben una fortuna. Si la persona que tiene bienes quiere disponer de ellos a favor de sus parientes, libre es de hacerlo; pero si no lo hace, ¿por qué la ley ha de suponer que, aunque no la manifestó, tuvo voluntad de dejar su fortuna a gente desconocida o no amada, que tal vez cuenta con impaciencia los años que faltan para cerrar una tumba y abrir un arca? Lo mismo a los que están necesitados que a los ricos, por igual a las personas dignas que a los viciosos, o mejorando la parte de éstos si el parentesco era más próximo. ¿No es absurdo que la ley cumpla semejante torcida voluntad cuando no se ha manifestado, en vez de procurar rectificarla, caso de que hubiera sido expresa?

La herencia, como digo a V., separada de las circunstancias con que va acompañada en la familia, no entre los parientes, la herencia en sí, es una cosa inmoral y perjudicialísima por muchas razones; indicaré las, principales:

1.ª Toda riqueza que se recibe sin trabajo, sin merecimiento de ningún género, sin condición alguna, y hasta sin necesitarla, es un elemento de inmoralidad.

2.ª Todo cambio repentino de fortuna, por regla general, deprava más o menos, pero deprava al que le experimenta. Para nada se necesita más superioridad que para ponerse a nivel de una riqueza improvisada, no envaneciéndose con ella, ni empleándola mal. Todos saben cuánto comprometen la salud del cuerpo los cambios bruscos de temperatura; los de posición comprometen no menos la salud del alma; y ¡cosa que reflexionando poco parece extraña! hay menos peligro para la virtud en empobrecer, que en enriquecerse repentinamente. Es prueba de la miserable condición humana, pero es cierto que la prosperidad instantánea pone en relieve más vicios que virtudes, que tal persona que en su esfera se conducía bien, se porta mal saliéndose de ella, y que más preparación que para una mala noticia, se necesita para recibir una buena fortuna. La comprobación de esta verdad puede hacerla cualquiera sin más que observar un poco.

3.ª Teniendo idea equivocada de los derechos, no se tiene exacta de los deberes, lo cual evidentemente es una causa poderosa de inmoralidad. La herencia da a los parientes una idea equivocada de su derecho; creen tenerle a los bienes de su tío o de su primo, a quien no aman, de quien no son amados, y que no les debe respeto ni servicio, como no sea tal vez alguno bajamente interesado. Se creen llenos de razón contra él si deja su fortuna a un establecimiento benéfico o a un extraño, como si ellos tuvieran de propios más que el deseo de hacerse dueños de su propiedad; si hay una vislumbre de esperanza de adquirirla, mueven pleitos, y en todo caso, si no infaman, murmuran, faltando a muchos deberes.

4.ª Es inmoral todo estímulo a la ociosidad, y hay pocos tan poderosos como la perspectiva de una herencia. ¡Qué de vagancia y de vicios no estimula la riqueza de un pariente que se piensa heredar, y que tal vez no se hereda! Sin contar los matrimonios que se hacen con semejante esperanza, que acaso no se realiza y cuyo resultado es el que se puede prever.

5.ª La ley debe evitar cuanto pueda, y muy cuidadosamente, que el mal de un individuo sea un bien para otro, y que haya intereses que, como gusanos roedores de los buenos sentimientos, los atacan constantemente y los minan por la base con esa insistencia del egoísmo. Un pariente rico a quien se espera heredar es un elemento de perversión para sus herederos, que, teniendo en su muerte un gran interés pecuniario, la desean, a menos que no le amen de veras, o sean de una naturaleza excepcionalmente noble y desinteresada; verdad que no se puede decir sin horror, pero verdad.

6.ª La herencia, que va ciegamente a donde la llama un apellido, acumula la riqueza sin motivo ninguno razonable, y como esta acumulación es un mal, debe añadirse a los otros producidos por el derecho de heredar dado a los parientes; este derecho no tiene las ventajas que en la familia propiamente dicha, es injusto y de los más perturbadores, bajo el aspecto moral, porque:

Da riqueza sin trabajo;

Produce cambios repentinos de fortuna;

Hace formar falsas ideas del derecho y del deber;

Estimula la ociosidad;

Deprava, aguijoneando con el interés los malos sentimientos;

Favorece ciegamente la acumulación de la riqueza: y por todas estas razones, debe desaparecer de la ley que esté conforme con la justicia.

Algo de esto debe haberse comprendido al establecer una fuerte contribución sobre la herencia que no es por línea directa; indudablemente, el legislador ha visto que no es lo mismo que herede un hijo que un sobrino; le falta dar un paso más, y privar a éste del derecho de heredar: no dudo que ese paso se dará.

En la contribución impuesta a las herencias y a todo género de legados, además de la monstruosidad de hacer contribuir a los que se dejan con un fin de beneficencia pública o de caridad en auxilio de la miseria, hay la injusticia de exigir un tanto proporcional, lo mismo si se heredan algunos cientos, o muchos miles o millones; igualmente si el heredero es una pobre viuda con hijos menores, que un acaudalado solterón. La ley, siempre con la aritmética en la mano, y con sus tendencias de gerente de una sociedad mercantil. El impuesto sobre la herencia debía ser progresivo, y tener en cuenta las circunstancias del heredero.

Ha llegado la ocasión de coger un cabo que dejamos suelto, hablando de la necesidad de instruir sólidamente a los pobres, de los gastos que el dársela requiere, y de la dificultad de hallar fondos para cubrirlos.

Se habla mucho de la enseñanza obligatoria seguramente que convendría que lo fuese, pero hay que tener en cuenta que no puede ser obligatorio lo que es imposible. La imposibilidad de hacer efectiva la obligación de la enseñanza (hablo en España) es de dos clases, moral y material: moral, porque es imposible que un hombre ignorante y embrutecido tenga idea de las ventajas de la instrucción, y quiera hacer grandes sacrificios para que su hijo la adquiera; material, porque es imposible que un hombre miserable, que no tiene pan que dar a sus hijos, se prive del auxilio que para ganar la vida pueden prestarle éstos, por pequeño que sea. Estas dos imposibilidades pueden dejar de serlo destinando a la instrucción popular cuantiosos fondos, de modo que se haga con los pobres en todas las esencias lo que en algunas sostenidas por la caridad se hace ahora, en que, además de instrucción, se da a los niños de comer. Es de imposibilidad material y absoluta que el pobre, con el jornal que gana y el precio de los artículos de primera necesidad, mantenga bien, y eduque ni bien ni mal, a sus hijos; mientras son pequeños, necesita el auxilio del Estado, que, aun bajo el punto de vista pecuniario, ganaría gastando en las escuelas lo que había de ahorrar en los hospitales, cárceles y presidios, o alimentando la vagancia y arruinándose con la guerra.

Hay, pues, que hacer materialmente posible la asistencia de los pobres a la escuela, dando en ella de comer a los niños necesitados, y de este modo vencer la imposibilidad moral de la falta de voluntad de los padres, a quienes se puede obligar a obedecer la ley cuando con razón manda, y que, por otra parte, verían una ventaja positiva a su alcance que los estimulase a la obediencia.

Como en España nunca hay dinero más que para armas, despilfarros y disparates; como sería vano pedir un poco de orden y justicia en los ramos de la administración, y las economías y cuantiosos fondos que de ellas resultasen aplicarlos a la enseñanza popular, se podrían destinar a este objeto los bienes de los que, sin dejar padres, hijos, abuelos, nietos ni hermanos, falleciesen sin testar. Yo no sé, ni es probable que nadie sepa, ni aproximadamente, a cuánto ascenderían estos abintestatos, pero parece seguro que subirían a una cantidad respetable; podría añadirse a ella el aumento progresivo del tanto por ciento proporcional que ahora cobra el Estado de ciertas herencias y legados, bien entendido que los que se dejan para objetos benéficos deberían quedar libres de la contribución que con tanta injusticia se les impone. Aunque por este medio no se pudiera atender a todas las necesidades de la enseñanza de los pobres tal como la he propuesto, no hay duda que podría empezarse a plantear en menor o mayor escala; es mucho empezar en todas las cosas, y más en aquellas que, siendo buenas en sí, una vez iniciadas, reciben poderoso impulso de la gravitación moral.

Si tiene V. presente lo que dije al tratar la cuestión intelectual, no extrañará V. que desee aplicar los bienes procedentes de abintestatos a educar a los pobres: instruirlos sólidamente es redimirlos; es dar solución a problemas fundamentales que no pueden tener otra; es cumplir un alto deber y asegurar muchos derechos; porque, en fin, habiendo pasado la época de resignación y de quietismo, lo más peligroso de todo son los movimientos en la obscuridad.

La cuestión económica está enlazada con todas las otras; es más influida aún que influyente con serlo mucho, y no puede resolverse mientras tenga como elemento esencial masas inconscientes que se arrojan con todo su peso bruto de un lado cualquiera y hacen imposible todo racional equilibrio. Esos derechos que se les dan, como la luz a un ciego, más que una satisfacción de la justicia, parecen burla y escarnio. ¿De qué les sirve, por ejemplo, el sufragio universal? Para que acudan a las urnas como rebaños, conducidos por el jefe de taller, por el mayordomo del amo, por el sargento de la compañía, o por el cura de la parroquia, a nombrar representantes que no los representarán. Por una buena escuela podían dar todos sus derechos políticos, que su estado económico ha de mejorar a medida que sepan y valgan, y no al compás de ese ruido vano, que no es otra cosa el voto del que no tiene opinión.

¿Cuál es el mayor servicio que puede prestarse a los pobres? Darles enseñanza. Por eso sería un bien inmenso convertir en medio de ilustrar al pueblo esa masa de bienes que hoy son un elemento de inmoralidad.




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Expropiación forzosa


Muy señor mío: La ley de expropiación forzosa por causa de utilidad pública se resiente, como otras, de haberse hecho atendiendo más a los elementos materiales de la sociedad que a los morales e intelectuales, y aun la apreciación material está hecha de un modo muy poco equitativo.

Se abre una calle o un camino, se utiliza un edificio o un terreno, y se paga su valor al propietario, que tal vez debería indemnizar por el mayor valor que adquiere su finca con la obra que a expensas del común se hace. El Estado, que no tiene para atender a obligaciones sagradas, está haciendo todos los días grandes regalos con obras públicas, que directa e inmediatamente benefician a unos cuantos propietarios, sin exigir de ellos indemnización alguna; es decir, que el Estado, cuando perjudica, paga, y cuando beneficia, no cobra. Como los fondos de que dispone los saca de los contribuyentes, en su mayor parte pobres, resulta que éstos pagan los regalos que de continuo se hacen a la gente bien acomodada. Sirva de ejemplo el viaducto hecho en Madrid, que facilitando el movimiento y poniendo en comunicación con calles principales y puntos céntricos, barrios apartados, ha aumentado considerable o inmediatamente el valor de los edificios y terrenos de éstos, sin que por tal aumento se exija indemnización alguna. Y esta obra la paga el Ayuntamiento de Madrid, que tiene muchas deudas, y cuyos recursos principales consisten en la contribución indirecta que pesa sobre los artículos de primera necesidad, es decir, principalmente sobre los pobres o gente que vive con estrechez.

Si hay injusticia en que no exija el Estado compensación por la riqueza que regala en muchas de las indemnizaciones que da, no la hay menor en las que niega por perjuicios que no reconoce como deudas.

La ley tiene un criterio que parece material; aun más, y permítaseme la expresión, bruto; no ve más que las cosas tangibles, y necesita tenerlas delante; al menos así resulta del modo con que se aplica, desviándose, a mi parecer, de su espíritu. ¿Cuál es el de la expropiación forzosa por causa de utilidad pública?

El propietario que opone su casa o su tierra como un obstáculo al bien común, no usa, abusa de su propiedad; comete una acción moralmente mala, perjudicial en alto grado al bien común, y la sociedad tiene, no sólo el derecho, sino el deber de corregir el abuso y rectificar aquel proceder torcido. Pero como el abuso que se intenta hacer da una cosa, una vez evitado, no debe privar de su uso; como la suprema ley no es la salud del pueblo, sino la justicia; como ésta obliga hasta para con los injustos, se abona al propietario el valor de la cosa que se ocupa; es decir, se da a su propiedad otra forma para que no se convierta en obstáculo al bien común y al del propietario mismo, porque si el interés mezquino y ciego de los individuos no estuviera contenido y dirigido por un interés más razonable y elevado, del egoísmo de cada uno resultaría la ruina de todos.

El espíritu de la leyes, pues, que la voluntad torcida de un propietario no sea un obstáculo al bien público; que por razón de bien público no se perjudique a un particular, porque la sociedad, como el individuo, no se autoriza para los malos medios con los buenos fines. La práctica de la ley de expropiación, ¿está conforme con esta teoría? Algunos ejemplos pondrán en evidencia que no.

En una carretera hay un parador muy concurrido, que de resultas de la apertura de una vía férrea queda completamente desierto, y su dueño arruinado; ninguna indemnización se le da. El edificio representa un capital considerable, está en un despoblado, no puede tener otra aplicación ni aprovechamiento alguno; el perjuicio es directo, instantáneo, evidente, pero no se resarce de modo alguno; al aplicar la ley no se tiene en cuenta que, si materialmente no, esencialmente, para los efectos de la justicia, lo mismo es derribar un edificio que inutilizarle completamente, y que sea para su dueño como si no existiese.

Un camino de hierro arruina a los que se dedicaban a la carretería en la misma dirección, por la carretera: no saben qué hacer de su pequeño capital, que consiste en un carro y un par de bueyes o de mulas, ni de sus brazos; y en su ruina y su miseria nadie los atiende ni ampara.

A la entrada dificultosa de un puerto hay un pueblo cuyos habitantes viven exclusivamente de remolcar los barcos que no tienen viento para entrar. El Estado pone allí un vapor remolcador; es una gran mejora; pero los pobres que de remolcar se sustentaban, ya no saben qué hacer de sus barquitos, ni de sus brazos, ni de su miserable vida, que nadie compadece ni socorre.

Usted, caballero, como yo, como todo el que se fija un poco, sabe de estos hechos y de otros análogos, con cuya enumeración podrían emplearse muchas páginas, y espero que no pondrá usted en duda la injusticia que hay en indemnizar unas veces a los que perjudica por utilidad pública, y otras no, negando precisamente la indemnización a los que más suelen necesitarla.

Paréceme escuchar de boca de algunos el gran argumento, la palabra sacramental, imposible; y aun creo oír en son de burla preguntar si cuando se hace un camino de hierro ha de señalarse una renta a los que traficaban por la carretera que iba en la misma dirección. Ya habrá usted comprendido que no propendo mucho a señalar rentas a costa del Estado y en favor de los que no le sirven, pero tampoco a que la carroza del progreso traslade a unos cómodamente, y aplaste a otros bajo sus ruedas. En cuanto a la imposibilidad de atender a los particulares perjudicados por las obras de interés común, tampoco creo que existe, y digo atender y no indemnizar, porque si no soy imposibilista, tampoco facilista; sé que la sociedad, como el individuo, no debe lo que no puede; ya comprendo que hay perjuicios que sólo en parte pueden resarcirse, pero esa parte posible es obligatoria, o injustamente se obra prescindiendo de ella. Exigiendo indemnización de los favorecidos, así como se da a los perjudicados, habría un fondo considerable para indemnizar perjuicios inmediatos y directos que hoy no se indemnizan. Además, como el Estado tiene empleados de muchas clases y categorías, como la misma obra que deja sin pan a cierto número de individuos emplea otro tal vez mayor, debería reconocerse el derecho a ser preferidos, por ejemplo, en las vías férreas, para guardas, a las personas de condición análoga cuya industria había arruinado el nuevo camino, y así de otras: penetrándose del espíritu de la ley, sacando todas sus equitativas consecuencias, y queriendo ponerlas en práctica, medios habría, si no para evitar absolutamente y siempre todo perjuicio individual, para atenuar mucho los que pueden ocasionarse con una obra beneficiosa para el común, a gran número de particulares.

Aun podría irse más allá si el verdadero concepto de la sociedad penetrase en la opinión; aun se daría un auxilio especial a los que quedan arruinados a consecuencia de una nueva invención, y como hay un fondo para calamidades públicas, habría otro para calamidades colectivas, consecuencia de un nuevo procedimiento que se halla en la industria, de una máquina que se inventa o se perfecciona, etc., etc. ¡Qué cuadro tan desgarrador ofrece a veces toda una clase de trabajadores que un invento deja sin trabajo y en la miseria! Y ¿ha de detenerse, el progreso? se dirá. No, pero que no marche sobre víctimas, o siquiera que haga el menor número posible; muchas podrían arrancársele sin grandes desembolsos, acudiendo de una manera especial a los perjudicados por él, no equiparándolos a los mendigos, auxiliándolos para salir de una mala situación que podría no ser más que pasajera y se hace definitiva por el lastimoso abandono en que se los deja.

Alguno piense tal vez que todas estas cosas que propongo por buenas, de hecho serían impracticables por lo complicadas. Seguramente no hay nada tan fácil como hacer mal y dejar que se haga; la manera de gobernarse los hotentotes y los patagones es sumamente sencilla; pero si la máquina social no se perfecciona, de poco aprovecha, y aun puede perjudicar la perfección de las otras, y todas las complicaciones que produzca el espíritu de equidad, son muy preferibles a los laberintos de la injusticia.




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Libertad económica


Muy señor mío: Para terminar lo que me ha propuesto decir sobre la cuestión económica, debo manifestar a V. mi opinión respecto a la libertad, tanto más cuanto que habiendo censurado ciertas trabas impuestas al cambio, podría creerse que el ideal para mí es que no exista ninguna. Y si por trabas se entiende entorpecimientos contra razón, deseo que desaparezcan todas, pero no si se da este nombre a justos límites impuestos a la acción perturbadora de cualquier impulso desordenado.

En economía política, no es para mí el ideal, dejar hacer y dejar pasar, porque pasan cosas que debían ser detenidas, y se hacen otras que no debieran hacerse.

La libertad no es un monstruo odioso, pero tampoco debe convertirse en un ídolo; no es un fin, sino un medio; es una parte, no toda la justicia; no es la armonía, sino un elemento para establecerla; no es una cosa completa e independiente, sino necesitada de complemento, y condicionada debe estar por superiores determinaciones; no se concibe sin inconvenientes la libertad sin límites, a menos que sea ejercida por seres perfectos. La libertad y la perfección se influyen recíprocamente; puede aumentar la una con la otra; pero por mucho que crezcan, siempre tendrán límites, como todo lo que pertenece al hombre sobre la tierra.

Suelen concederse a la libertad atributos que no le pertenecen, y excelencias que no tiene, o hacerla responsable de males que no son obra suya. Es medio seguro de desacreditar una cosa suponer en ella un poder que le falta y exigirle conforme a este supuesto; una reacción inevitable, niega después juntamente la fuerza imaginaria y la efectiva, pidiéndole cuenta como de males causados, de los bienes que no pudo hacer. Las escuelas que conceden a la libertad una eficacia para el bien que no tiene, ven sin duda en ella, si no el elemento único de perfección, el esencial, y que puede sustituir a todos los otros. Cierto es que la libertad contribuye a la perfección, pero también que la supone en cierta medida, y que cuando no hay armonía, como el hombre no puede ser libre sino en la proporción que es perfecto, la libertad que de esta proporción excede, se convierte en despotismo o en licencia. Esto pasa en política, en moral, en economía, en todo.

Se grita: ¡Libertad de trabajo! ¡Libertad profesional! ¡Libertad de comercio! Perfectamente; pero justicia al trabajar y al ejercer la profesión y al realizar el cambio. Bien sé que esta justicia no todas las veces puede establecerse; pero se debe intentar siempre que sea posible, y sobre todo, no imaginar que se llega a ella con la libertad sola, concediendo a ésta una eficacia absoluta para el bien, que puede convertirla en una causa de mal. Así, el monopolio, imposible según la teoría cuando hay libertad, se establece muchas veces a favor de ella, lo mismo que se logran ganancias excesivas que no reduce a justos límites la concurrencia. Citaré algunos ejemplos.

Un gran capitalista beneficia el mineral que se extrae en una comarca, y otros capitalistas más pequeños hacen lo mismo. El primero empieza a pagar el mineral a un precio exagerado; los demás hacen lo propio por no cerrar sus establecimientos; él sube más aún, ellos suben a su vez; él pierde, ellos pierden también, pero como no pueden continuar mucho tiempo perdiendo, porque no disponen de fondos cuantiosos, se arruinan, cierran sus establecimientos, y el gran capitalista queda solo. Entonces, baja el precio del mineral y como no hay más comprador que él, impone la ley a los mineros y los explota, realizando ganancias exorbitantes.

Los que no son muy jóvenes recordarán que algunas compañías de diligencias llegaron a llevar a los viajeros casi de balde. Bajaba la más poderosa el precio de los billetes, las otras bajaban también; lo reducía más aún, las otras hacían lo mismo; pero como perdían, y mucho, los que no contaban con un gran capital, se arruinaban, quedando la más poderosa, que desde que estaba sola, subía el precio de los billetes extraordinariamente, resarciéndose de sus pérdidas, y después de haber arruinado a sus competidoras, realizaba a costa del público un beneficio excesivo.

Todo el mundo oye o toma parte en los clamores contra los tahoneros, en especial contra los de Madrid, que venden el pan a un precio que no guarda proporción con el que tiene el trigo.

Y ¿qué hace la ley en presencia de estos hechos? ¿Qué ha de hacer? Nada. Hay que dejar libres las industrias, en todas las circunstancias, en cualquier caso, aun en aquellos en que la libertad es manifiestamente iniquidad, y a la sombra de ella se arruina a unos, se explota a otros, y por fin se establece el monopolio. Esto dice la escuela del dejar pasar, esto dejan hacer los que pertenecen a ella y los que no pertenecen, y esto podía y debía evitarse, en nombre de la moral escarnecida, del derecho pisado y de la conculcación de los mismos principios que se invocan hipócrita e interesadamente, aplicando la letra de una ley de modo que mata su espíritu.

¿Pretendo establecer la tasa, y que el Estado diga cuánto ha de valer una libra de pan, un billete de diligencia o una tonelada de mineral? Ciertamente que estoy muy lejos de eso; pero no me parece que sería imposible tomar algunas medidas encaminadas a encauzar un poco ese desbordamiento de codicias egoístas, y a rectificar la opinión pública, que las tiene por buenas y se va acostumbrando a mirar la especulación y el medro como una carrera, en que se salta por encima de todo lo que se encuentra al paso, de todo, inclusa la vida de los hombres y los preceptos de la moral. Me parece que cuando hay competencia tal, como en los ejemplos que he citado, el vendedor que ya no la tiene, en un plazo que se fijara no podría subir ni bajar el precio de las cosas que vendiera o comprara. En cuanto al precio del pan, casi siempre, y casi en todas partes, es desproporcionado al del trigo; lo mejor sería establecer sociedades cooperativas, o siquiera asociaciones que se contentaran con una moderada y justa ganancia; pero también la ley podía hacer algo por medio de la contribución, que fuera un tornillo, en vez de ser un mazo como ahora es. ¿Sobre qué se impone la contribución? Sobre la ganancia. Pues ¿qué dificultad había en ir aumentando la contribución a medida que aumentase el exceso de precio del pan, respecto del trigo? Me he fijado en el pan, porque en los artículos de primera necesidad es más perjudicial, más fácil y más frecuente el abuso de los especuladores, y el hacer ilusorias las ventajas de la competencia. Podría llenarse un libro con hechos análogos a los que he citado, y si se analizaban bien, creo que sería muy útil: yo sólo me he propuesto hacer una indicación de cuán errónea es la creencia de que la libertad por sí sola basta para establecer la armonía, y de que, como la lanza de Aquiles, cura siempre las heridas que hace, y de que, tratándose de especular, basta dejar que cada uno haga lo que quiera, pero que todos se conduzcan como deben.

En cuanto a la libertad del trabajo, ¿quién en razón puede oponerse a ella, ni en justicia puede ponerle trabas? Tampoco deseo ninguna para la libertad profesional, derecho llamado así al de cada uno a dedicarse a la profesión que mejor le parezca, y aprenderla donde y como lo tenga por conveniente: el derecho de ejercerla sin saberla, eso es lo que no me parece libertad, y cuando de su ejercicio pueden resultar daños graves e irreparables, difíciles o imposibles de evitar por el que los sufre, creo que la ley debe acudir a remediarlos, siempre que pueda hacerlo conforme a justicia.

El que quiere ejercer una profesión, o no la sabe, o la sabe. Si lo primero, ¿por qué ha de ejercerla? Si lo segundo, ¿qué inconveniente tiene, ni qué perjuicio se le causa, ni qué injusticia se le hace, exigiéndole la prueba de que posee aquellos conocimientos que dice tener? Que los adquiera en dos años o en dos meses; en Madrid, en París o en Filadelfia; que los manifieste cuando sea su voluntad; pero que se le crea por su palabra, que puede ser honrada y puede no serlo, cuando si no lo es, han de resultar graves males, es lo que me parece muy fuera de razón.

El que dijo que las sociedades eran como un hombre ebrio, que cuando se endereza de un lado se cae hacia el otro, no hizo más que exagerar una verdad, porque es lo cierto que el mundo suele marchar de reacción en reacción, y a través de ellas progresa dificultosamente. De los abusos de la autoridad quiere pasarse a los de la libertad; la justicia está en medio de unos y otros.

En las artes, oficios y profesiones, si se trata de hacerlas libres, hay que distinguir casos muy diferentes, según que la libertad cause:

  • Daños de poca importancia;
  • Daños graves;
  • Daños que puede precaver el que los sufre;
  • Daños que el que los sufre no puede precaver;
  • Daños que pueden repararse;
  • Daños irreparables.

El que entra a cortarse el cabello, si el peluquero no sabe su oficio, no recibe un daño de consideración, ni irreparable; se reduce a llevar el pelo un poco peor arreglado un mes, y no volver al establecimiento. Ya recibe mayor perjuicio el que paga cara la supuesta compostura de un buen reloj que le echa a perder un relojero torpe; pero, en fin, el mal puede tener remedio, y si no le tiene, no es muy grave. El litigante que, sin ser letrado, defiende su propia causa, tal vez no haga muy buena defensa; si busca a una persona cualquiera para sostener su justicia, acaso dé con una que no cumpla como fuera de desear; pero las cuestiones de derecho son casi siempre claras, y no teniendo interés en obscurecerlas, no se necesita una gran ciencia para tratarlas bien. Además, el que tiene un pleito, puede informarse de la persona a quien podrá encargarle, no le faltan medios y tiempo para buscar una idónea: en todo caso, perdido el negocio por mala dirección, tiene derecho a apelar, y por último, los perjuicios, como que consisten en cosas materiales, acaso no sean absolutamente irreparables, ni de mucha entidad.

Así, pues, se comprende no exigir título al peluquero, al relojero y al que dice que es letrado. No obstante, para el que no tiene tiempo o medios de comprobar la aptitud de la persona a quien confía sus intereses, bueno sería que la hallase comprobada. La ley debe decir, previo examen, tal sujeto me consta que es letrado; el litigante quedaba en libertad de elegir aquel u otro, pero tenía un dato que podía serle muy útil. Si el litigante era menor o demente, la ley, al darle defensor, de ningún modo debía hacerlo sin estar segura de la aptitud de la persona elegida. Si esta aptitud probada es conveniente que la sepan los que pueden elegir, hay que exigirla para los que no pueden buscar por sí defensor, y con mucha más razón ha de tenerla el juez, que acepta necesariamente el que ha de ser juzgado, y que no sólo dispone de la hacienda, sino de la libertad, de la vida y de la honra. Lejos de dar facultad de poder hacer juez a cualquiera que tenga favor y diga: yo sé leyes, debería exigirse a los que han de aplicar, sobre todo las penales, mayor suma de conocimientos que hoy tienen, probándolos, mejor que en examen, por medio de oposición.

En cuanto a las artes y oficios que mal practicados no pueden originar perjuicios graves, yo dejaría libre de ejercerlos a todo el que dice que los sabe; pero también tendría tribunales para dar títulos al que quisiera examinarse. Habría, por ejemplo, relojeros con y sin título, y cada cual quedaba en libertad de llevar su reloj al que quisiera. Lo que no debería haber sin título, sería maquinistas, ni ingenieros, ni arquitectos, ni médicos, etc., etc. Porque los viajeros no pueden juzgar si el que dirige la máquina sabe su obligación, ni sustituirle en caso de que no la sepa, ni si el camino está hecho con la solidez necesaria, porque el que habita una casa, ni puede darle las condiciones higiénicas que le faltan, ni saber si ofrece seguridad o está ruinosa. Porque el enfermo no tiene generalmente conocimiento para juzgar de los del médico, y aunque los tuviera, hay muchas ocasiones en que no tiene tiempo de informarse o facultad de elegir, como en el pueblo en que hay un solo facultativo, en la cárcel, en la prisión, en el hospital, en la casa de beneficencia o de socorro, en la inclusa, en el buque, en el campo de batalla, etc., etc. En todos estos casos, el médico puede decirse que se impone, y es necesario averiguar antes bien si lo es.

La profesión de maestro podía ser libre, porque hay mucho tiempo y muchos medios para saber si una persona sabe o no lo que enseña, y aunque la libertad pudiera tener aquí algunos inconvenientes, los tiene mayores el restringirla. No obstante, daría títulos a los que, dedicándose a la enseñanza, quisieran tenerlos, y cada cual quedaba en libertad de elegir profesor entre los que le tenían o no. Le exigiría siempre que los discípulos no pudieran elegir, como en las prisiones, los establecimientos de beneficencia, etc., etc., y vigilaría mucho la moralidad de los que enseñaban con título o sin él.

En resumen:

Libertad de oficios y profesiones, siempre que, de ella no puedan resultar perjuicios graves y una verdadera tiranía, cual es la imposición de un hombre ignorante, dándole facultades que sólo debe tener la ciencia;

Restricción de la libertad, siempre que pueda abusarse de ella con daño grave;

Títulos obligatorios (previo examen verdad) en algunos casos, y siempre dados al que los pida, no sólo para las profesiones, sino para los oficios.

Temo, caballero, que no esté V. conforme conmigo en este punto, y aun que lo estén muy pocos, siendo la libertad que pido demasiada para unos y sobrado restringida para otros; pero por más que medito con sincero deseo de hallar la verdad, no veo qué inconveniente puede haber en que cada uno aprenda como quiera, cuando quiera y donde quiera; en que el que sabe diga o haga lo que sepa, y en que al que dice que sabe una cosa se le exija la prueba, cuando de no darla podrían resultar males irreparables o muy graves.

Se dice que en Prusia da muy buenos resultados la libertad completa de ejercer la medicina, y que en los Estados Unidos hace prodigios. Lo que la razón condena en principio, no pueden absolverlo los hechos. En los Estados Unidos tienen gravísimos inconvenientes las exageraciones de la libertad en todo, y no por ellas, sino a pesar de ellas, es aquel pueblo próspero y floreciente. En Prusia, al decir de algunos, la profesión libre de la medicina no ofrece inconvenientes: no lo creo. Podrá tener menos que en otra parte, habiendo en general mucha ilustración y moralidad, pero no puedo persuadirme que no hay ningún prusiano ni prusiana, ningún extranjero o extranjera, que vaya a Prusia a ejercer la medicina sin tener los conocimientos necesarios; esto es increíble; si sucediera, sería un caso excepcional, y como no hay injusticia ni perjuicio alguno en que el que sabe una cosa dé pruebas de saberla, pienso que la medicina no debe ejercerse en ninguna parte sin título.

Los títulos están desacreditados en España, pero nótese que es porque se dan a los que no tienen ciencia: el mal no está, pues, en que se exijan, sino en que se den a los que no deben tenerlos. La ignorancia de un médico o de un abogado, a quien se examinó mal, nada prueba contra los que argumentan bajo la base de que se examine bien. Exámenes severos, oposición siempre que sea posible, y no la facultad de que cada uno se diga poseedor de ciencia que no tiene, y que el favor y el compadrazgo den puestos a los que no deben ocuparlos, haciendo patrimonio de la ignorancia intrigante lo que debla serlo del verdadero mérito. Que para la oposición no debería necesitarse título alguno, es claro; en ella se probaría la ciencia, que es lo que se va buscando.

En España dan malos resultados todos los sistemas de enseñanza, como todos los de gobierno; pero no hay que acusar a las buenas teorías de las malas prácticas, ni concluir que los títulos son en sí un mal, porque se dan a personas que no deberían tenerlos.

Con la inmoralidad, la ignorancia y la ligereza que hay ente nosotros, la libertad profesional, como suele entenderse, es decir, la facultad de que cada uno ejerza la profesión que le acomode, sin haber dado prueba alguna de poseer los conocimientos necesarios, sería un mal gravísimo, y no menor la reacción que indefectiblemente seguiría a semejante libertad.

Así, pues, para la industria, para el comercio, para el trabajo, sea mecánico o intelectual, quiero la libertad, pero no separada, sino en armonía con la justicia.




ArribaAbajoCarta vigesimocuarta

La fuerza armada


Muy señor mío: Antes de terminar estas cartas, voy a llamar la atención de V. sobre una materia en que los señores suelen tener teorías y prácticas, a mi parecer, poco razonables, hablo de aquel privilegio que para sí quieren muchos hombres, la mayor parte de ellos, de no exponer nunca su vida, por nadie, por nada, ni en ninguna ocasión. Yo creo, por el contrario, que el hombre es un ser esencialmente militante; que el exagerado apego a la vida le degrada; que apenas hay oficio o profesión en cuya práctica no sea a veces necesario arrostrar la muerte, y que el exponerse o el librarse de ella, no puede ser privilegio de ninguna clase, ni comprarse con dinero. Y que el desmedido apego a la vida es cosa degradante, verdad es de sentido común, porque no hay hombre, por cobarde que sea, que quiera parecerlo, y pocas cosas se ocultan tan cuidadosamente como el miedo. Así, pues, en principio parece aceptarse por todos, que la criatura racional y digna no ha de anteponer el instinto de conservación a toda idea elevada, a todo noble sentimiento, a todo sagrado deber.

El amor a la vida es natural; el sacrificarlo todo a este amor, es vil. Este fallo de la opinión se acepta hipócritamente, porque no dedicándose a la carrera militar, es raro que nadie arriesgue su vida en cumplimiento de ningún deber social. En esto, los señores de los pasados tiempos tenían una gran superioridad respecto de los de ahora, que no sobreponen la idea del deber al instinto de conservación, omnipotente en ellos, a menos del caso de amor propio o de cólera, en que se desafían por alguna cuestión pueril o vergonzosa. Los señores antiguos eran brutales, pero entre sus odiosos privilegios no contaban el degradante de guardar sus personas para ser defendidos por la plebe, como si fueran mujeres, y algún noble, de apellido, habrá hecho estremecerse de vergüenza a las sombras de sus antepasados, al figurar como ASISTENTE de un militar de graduación, cuando una ley justa le llamaba al servicio de las armas. Que se trate de separar dos hombres que, ciegos de ira, luchan, de detener a un asesino que huye, de tomar parte activa y arriesgada con motivo de un fuego o de una inundación, de dar fuerza a la ley o de sostener una institución que se ataca a mano armada: por regla general, los señores, o se apartan, o si la curiosidad es muy poderosa, son meros espectadores, dejando a la gente del pueblo o a la tropa, según los casos, que arriesgue, la vida en defensa de sus semejantes, de la sociedad, de los intereses que en mucho aprecian, de las ideas que dicen profesar, mientras ellos ponen a cubierto de todo peligro una vida que suele valer muy poco, pero que ellos tienen en mucho, en más que la dignidad y el deber. Todo esto prueba degradación en el carácter, perversión en los sentimientos, extravío en las ideas, debilidad en el espíritu, tiranizado por la materia, y conduce más deprisa o más despacio, al olvido de que la vida es lucha, y a una pasividad letal y vergonzosa.

El hombre, no entendiendo por hombre un animal que habla, fuma y se atusa, sino una criatura que tiene conciencia y razón y se sirva de ellas para cumplir la ley moral, el hombre es un ser esencialmente militante, que se halla en continua lucha contra los obstáculos exteriores y los que halla dentro de sí mismo para realizar el bien. El cuerpo se sustrae a la descomposición por una fuerza armónica, que es la vida; el espíritu por otra, que es la virtud; todo mal viene de una impotencia, de una debilidad, y no puede ser bueno el que no sabe luchar y resistir. La existencia ordenada según razón y justicia, será dulce y dolorosa, parecerá una recompensa o un castigo, pero nunca es una labor fácil que se realiza sin esfuerzo: podrá considerarse como el ara del altar o como la pira del sacrificio, jamás como la mesa del festín.

El cumplimiento del deber, unas veces es fácil, otras dificultoso, pero en ambos casos obliga igualmente, y el juez ha de dictar fallo justo, sea que le aplaudan o que le asesinen por haberle firmado. El ingeniero, el arquitecto, el marino, el que enseña, todo el que ejerce una profesión, y hasta un oficio, puede hallarse en circunstancias en que el cumplimiento de la obligación exija el riesgo de la vida. ¡Miserable vida la que se antepone al cumplimiento del deber, y se ama más que la virtud y que la honra!

La profesión u oficio que cada cual ejerce, da lugar a deberes especiales; la sociedad impone a todos el general de contribuir a sus gastos y a su defensa, para lo cual hay que hacer sacrificios pecuniarios y personales. Los primeros, aunque no en la proporción debida, se hacen por todas las clases; pero los señores, en su mayor parte, se niegan absolutamente a los segundos: la sencilla enunciación del hecho prueba su injusticia, porque los deberes de la persona, sólo personalmente pueden pagarse; cuando se necesita un hombre, no puede sustituirse con un billete de banco, y la vida de todos tiene igual valor, salvo el merecimiento que tenga cada uno, que si en su caso es digno de especial consideración, nunca puede alegarse para que le exima del cumplimiento de un deber. La clase del hombre asesinado no aumenta ni disminuye la culpabilidad del asesino,3 por donde se ve que, ante ley, toda vida de todo hombre, de cualquiera categoría que sea, tiene igual valor, y es igual también el sacrificio que de ella hace. Cuando la sociedad necesita para existir que se arriesguen algunas o muchas vidas, este riesgo deben correrle todos, a cualquiera clase a que pertenezcan, porque no se concibe una asociación en que unos pusieran algunas monedas, y otros su sangre, sus miembros o la vida, con la circunstancia de que los que ponían menos, fuesen los que sacaban mayores ventajas. Esta asociación, que no se concibe, es la sociedad actual española, época de transición en que se ha perdido el honor de los caballeros, sin haber hallado aún la dignidad de los hombres; tanto es contra ella, como contraria a la justicia, la ley que exime a los señores del servicio de las armas, y la opinión que no mira esta exención como una ignominia.

Usted sabe, caballero, que sobre tan grave asunto hay diferentes pareceres, que pueden reducirse a tres:

1.º Los que no quieren que haya fuerza armada.

2.º Los que aprueban la organización que hoy tiene en España, es decir, que el servicio militar sea obligatorio para los que no pueden redimirlo con dinero.

3.º Los que, reconociendo la necesidad de la fuerza armada, niegan que haya derecho para obligar a tomar las armas a los que voluntariamente no se presten a ello.

Los primeros desean una cosa excelente: no se comprende el gusto por la fuerza armada, como no se concibe que nadie tenga el del reumatismo, el cáncer, los terremotos y las inundaciones. Si los hombres fueran como debían, si todos obedecieran a la ley sin la coacción de la fuerza, y ninguno recurriera a ella para imponer su voluntad injusta, ¡oh ventura! podía suprimirse la fuerza armada. Yo soy de los que esperan que en tiempos futuros, remotos, muy remotos, no habrá guerras; también creo que disminuirá mucho el número de criminales, pero no me atrevo a lisonjearme de que no habrá absolutamente ninguno, ni nadie que, poniéndose enfrente de la ley, haga necesario el uso de la fuerza.

En todo caso, si llegara ese día, la legislación, bien simplificada en tan dichosas circunstancias, seguramente suprimiría la fuerza pública, que no tenía razón de ser no habiendo ninguna violencia privada.

Pero las instituciones no han de hacerse para sociedad que se sueña o que se espera, sino para aquella que existe: la nuestra, y muy especialmente la española, con tan poco respeto a la ley, con tan desdichada facilidad para oponerle la fuerza, lejos está de poder desarmarse: el proponerlo, más parece pasatiempo y burla, que cosa grave y pensada. Donde hay poca moralidad y poca razón, ha de haber mucha fuerza; es la ley, a la cual, no por dura, se sustraen los pueblos insensatos e inmorales, que sustituyen el egoísmo al deber, y al raciocinio la ira. No creo necesario insistir más sobre la necesidad actual de la fuerza pública.

Dada la necesidad de la fuerza armada, ¿cómo se reclutará? La ley dice ahora, no sé si cínica o hipócritamente, que todos son iguales ante ella y dueño cada cual de eximirse del servicio militar por dinero: ya se comprende la imposibilidad absoluta de que todos los españoles que lo desean, se eximan del servicio militar pagando 8.000 reales, y que, pudiendo hacerlo sólo algunos, la igualdad no es cierta, ni la justicia tampoco. Lo único cierto es que los pobres son soldados contra su voluntad, y los señores no, que hay una contribución que tiene el horrible nombre de contribución de sangre, que se cubre por una clase sola; que uno paga a la sociedad con algunos miles de reales, que tal vez son para él una cosa insignificante, y otro tiene que darle su independencia, su salud, su sangre, hasta su vida, y en fin, que la justicia se vende, como Judas al Salvador, por unos cuantos dineros. Esto, sin embargo, parece equitativo, y fue impracticable la ley que quiso establecer la equidad: ¡hasta tal punto se ha obscurecido la idea de la justicia, se han rebajado los caracteres, y se miente al decir que no se mira a los pobres como seres de otra casta y de otra especie!

Se pretende razonar cosa tan fuera de razón, con algunos sofismas como el de que quien se redime por dinero no perjudica a nadie, puesto que por eso no se aumenta el cupo, como si al señalarle no se aumentara contando con las redenciones; como si el servicio personal no tocara a más repartido entre menos, y como si la plaza que se cubre sobre el papel dando algunas monedas, se cubriera en el campo de batalla para los que caen por no haberlas tenido. La vida de un pobre vale ocho mil reales. ¿Y la de un señor? Si la antepone a su deber, vale todavía menos.

Supongamos que no es ilusoria la igualdad ante la ley, y que todos los que llama al servicio militar y no quieren prestarle, tienen 2.000 pesetas para redimirse, o bien que, si supone equivalencia posible entre la vida de un hombre y una suma de dinero, ésta es proporcional a la fortuna de cada uno. Porque, aunque sea de paso, no quiero dejar de llamar la atención de V. sobre la tendencia que tienen a encadenarse las injusticias, y cómo a la de sustituir la moneda a la persona se sigue la de no tener en cuenta la posición social de ésta. Resulta, que a un pobre que no tiene hacienda ni industria ni comercio, y que por estas causas necesita de la sociedad un mínimum de protección, para eximirse del servicio militar paga lo mismo que un magnate, que necesita fuerza armada en veinte o cien partes, para que se respete su propiedad, y en otras tantas para la seguridad de su persona, que se traslada, por interés o por gusto, con frecuencia de una parte a otra, que además, puede tentar la codicia de los malhechores, y que por estas y otras causas necesita el máximum de protección social, y supone muchos hombres destinados a protegerle, cuando al primero le basta con una mínima parte del trabajo y del riesgo de uno. No digo yo que valga más el señor que el pobre, pero es evidente que cuesta más, y cuando se trata de equivalencias en dinero, siquiera la cantidad debía ser proporcional a lo que por su medio se protege y asegura.

Decía, que si todos los que no quieren prestar el servicio militar pudieran eximirse de él, sea porque se hallaran con medios de dar la cantidad que hoy se pide, o que, acercándose más a la justicia, se pidiera a cada uno según su riqueza, ¿qué vendría a resultar? Que siendo la igualdad ante la ley una verdad, el reemplazo del ejército como hoy se hace, sería imposible, y no habría más soldados que los voluntarios. ¿En conciencia, pueden admitirse soldados voluntarios? ¿Hay inmoralidad esencial en la profesión militar? La cuestión es grave: examinémosla brevemente.

La libertad no puede darse a cambio de nada, porque la esclavitud degrada hasta el punto de dejar destruido el ser moral, y este suicidio del espíritu no se legitima con ningún género de contrato. Pero el que se compromete a prestar el servicio de las armas, sobre todo si es racional el Código militar, no enajena ningún derecho, de cuya privación se siga el aniquilamiento de su personalidad; honrado y digno puede ser, y si acepta un riesgo, lo hace en condiciones que antes deben enaltecerle, que rebajarle. Y aun este riesgo, no siendo en tiempo de guerra, lo corren tan grande o mayor otros trabajadores, que son desdichados, pero no viles, al ganar el sustento en las profundidades de una mina, o luchando con el mar tempestuoso. Lo que rebaja la carrera militar, no es comprometerse a dar fuerza a la ley, cosa en sí muy noble y honrada, sino convertir la profesión en oficio, prescindir de los altos deberes que impone, para pensar sólo en los provechos que puede producir; es promover la guerra para ascender; hacerla con la mira de medrar; asociar las ideas de sangre y de lucro, hasta el punto de que los tenidos por buenos llevan condecoraciones que han dejado de dar honor desde que dan dinero, y cuyas cintas debían llevar su precio, como los objetos que se venden en las tiendas. Cuando todo es miseria y cálculo y podredumbre, se rebaja la profesión de las armas como se rebajan todas, pero en principio, es noble dar fuerza al derecho, con peligro de la vida. Verdad de sentido común, como lo prueba la general consideración que se tiene a la fuerza armada cuando cumple con su deber.

La profesión militar, aunque como todas puede degradarse, es en sí honrada, y al admitir voluntarios para ella, ni se infringe ninguna regla de justicia, ni se rebaja ninguna dignidad. Voluntarios eran Alcalá Galiano, Churruca, Gravina, Daoiz, Velarde, Álvarez y Méndez Núñez.

La vocación de los hombres es una cosa que ha de respetarse mucho, porque suele ser indicio cierto de disposición natural para la ocupación a que se inclinan, y no se les debe desviar cuando en ella no hay inmoralidad. Un hombre puede ser buen militar, y mal carpintero o mal abogado; muchas veces es causa de perturbación lo que pudiera haber sido elemento de armonía, y el dar facilidades a las inclinaciones naturales cuando no son malas, es tan provechoso para el individuo como para la sociedad. Así, pues, si la fuerza armada puede componerse de voluntarios, no hay que obligar a nadie al servicio de las armas; pero si no, si hay que obligará alguno, todos están igualmente obligados, porque no puede haber equivalencia entre las cosas y las personas, ni que haya un deber social que para unos signifique unas cuantas monedas, y para otros la vida. Y no hago mérito de otras injusticias y males gravísimos que resultan de que haya masas armadas, sin levadura intelectual que haga fermentar en ellas la idea del derecho y del deber; masas que juran la bandera porque se lo mandan, y la deshonran porque se lo mandan también.

Los que niegan el derecho a obligar a nadie al servicio de las armas, olvidan sin duda el hecho de que hay, aun en tiempo de paz, muchos miles de hombres que se sobreponen a la ley, y habría muchos más si no hubiera fuerza pública que los contuviese. Siendo la justicia y el orden cosas necesarias, ¿qué sucederá cuando los injustos y los rebeldes quieran imponer su voluntad a mano armada, si no hay para contenerlos más que la fuerza moral de la ley que pisan y escarnecen? Sucederá una de estas tres cosas:

La sociedad quedará a merced de algunos miles de bandidos, o lo que es lo mismo, será imposible;

Habrá personas que voluntariamente se presten a dar fuerza a la ley, tomando las armas contra los que a mano armada la atacan;

No habiendo quien voluntariamente dé fuerza a ley, ésta exigirá el apoyo de todos, en virtud de los principios de aquella justicia para todos respetable y necesaria.

Que la fuerza moral de la ley no basta para realizar la justicia, cosa es tan demostrada, que no necesita demostración. Si hay quien voluntariamente quiere tomar las armas en defensa de la ley, honrado servicio es, y debe admitirse siempre que el que le ofrece sea digno de aprecio. Pero si no hubiere voluntarios para esta indispensable función social, o si los que se presentan para desempeñarla no merecen confianza, y, antes por el contrario, es de temer que en vez de defender la ley se vuelven contra ella, la sociedad debe disolverse o debe exigir de todos sus hijos que den apoyo a la justicia, sin la cual no puede existir. Se dice: No hay derecho para obligar a nadie a tomar las armas CONTRA SU VOLUNTAD. ¡La voluntad! ¿Es ella, por ventura la reguladora equitativa de nuestras acciones? ¿Querer, es sinónimo de deber? Voluntad tiene el ladrón de robar, de matar el asesino, y la que manifiesta de dejarle que siga matando quien se niega a perseguirle, si no es tan torcida como la suya, no es muy recta, y bien necesitada se halla de que alguno la enderece. La falta de vocación para el servicio de las armas es motivo para no prestarle voluntariamente, pero no constituye el derecho de sustraerse al cumplimiento de un deber, y deber y muy sagrado, no negarse al llamamiento de la ley que pide auxilio, traspasando a otro esta obligación penosa, con cargo de la conciencia y detrimento de la dignidad; porque no es moral ni es digno rodearse de egoísmo temeroso, de molicie degradante o de un error del entendimiento, y dejar que sucumba la justicia, si espíritus más generosos y ánimos más esforzados no se prestan a ampararla.

En principio, pues, el servicio de las armas, apoyo material dado a la ley, es obligatorio para todos igualmente, pobres y ricos, sabios e ignorantes: muchos no tienen vocación de soldados; nadie la tiene de contribuyente, y todos pagan. Los señores se sustraían antes a contribuir con su hacienda a las cargas públicas; ahora se niegan a contribuir con su persona, en España al menos; día vendrá en que paguen también contribución de sangre, y es seguro que entonces no se derramará tanta.

Lo que hay más grave en el servicio de las armas no es que sea molesto y peligroso, es que puede dar lugar a casos de conciencia, a dudas penosas, a verdaderos conflictos para el ánimo: desdicha grande, que a tantas otras añaden los malos que recurren a la fuerza para imponer su voluntad. Pero, en fin, por penosa que sea la situación moral del que quiere cumplir con lo que debe, la perplejidad y la duda son pasajeras, la conciencia tendrá afirmaciones, el deber será penoso, pero claro. Debe notarse que estas situaciones angustiosas del alma serían rarísimas, y aun llegarían a desaparecer, si desaparecieran las injusticias y los absurdos que consigo lleva la actual organización militar, en que el ejército, máquina de guerra, no tiene los elementos morales e intelectuales necesarios para ser instrumento de justicia.




ArribaAbajoCarta vigesimoquinta

El derecho de insurrección


Muy señor mío: Antes de poner término a estas cartas, voy a dedicar la última al llamado derecho de insurrección, porque siendo yo radicalmente reformista, soy resueltamente antirrevolucionaria, o lo que es lo mismo, condeno en absoluto la apelación a la fuerza para derribar el Poder constituido hoy en la España de Europa. Consigno muy de propósito tiempo y lugar.

Ya comprendo, caballero, la reprobación o el desdén con que tal vez acoja V. esta mi declaración, porque a cualquier partido político que V. pertenezca, acaso tenga en recuerdo, en esperanza o en las dos cosas, la apelación a la fuerza bruta; ya sé que, según sus opiniones, puede que haya empujado aldeanos al campo, ciudadanos a la calle, soldados fuera del cuartel, para defender el orden, la religión o la libertad, que así están ellas de lucidas, como es propio el medio para aventajarlas. Y note usted cómo lo reprueban en los demás los mismos que le han empleado; note V. cómo los unos afirman que es en daño de la religión defenderla a mano armada; cómo otros dicen que la libertad se desacredita, no se afianza, en las barricadas; cómo aquéllos aseguran que no es provechoso, y sí contrario al orden moral, el que se establece a bayoneta calada; note V. cómo los mismos que recurren a la fuerza, condenan este medio cuando se valen de él sus adversarios. Semejantes hechos, de todos bien conocidos, me parece a mí que debieran dar en qué pensar a todos, porque ¿cómo en razón puede sostenerse que un instrumento, en sí malo, manejado por ajenas manos, se hace bueno en las propias? En razón, eso no se defiende, pero, o se prescinde cínicamente de ella, o hipócritamente se recurre al sofisma para suplirla, o se toman con error las ilusiones por razonamientos, o, en fin, se alega para suplir el derecho la necesidad.

¡La necesidad! He ahí el gran argumento. Es necesario que el partido llegue al poder, dicen, y no hay más remedio que apelar a la fuerza para entronizarle, salvas las diferencias de intención y otras, pues sé que hay muchas. ¿No le parece a V., caballero, que hay alguna semejanza entre ese razonamiento hecho por los que asaltan el poder, y el que deben hacer los que asaltan los trenes? No se ría V. ni se irrite; reflexione a dónde puede conducir, en cualquiera esfera de la actividad humana, no reparar en medios para conseguir un fin, que califica de necesario el que ve en él su gusto o su provecho.

Se dirá, tal vez, que al par de necesario es justo; pero la atmósfera que obscurecen las pasiones políticas, no es la más propia para hallar en ella la justicia; ni es fácil verla ni quererla al través del interés, vanidades, odios y concupiscencias; y tanto es así, que la dificultad de rendirle culto en el hecho, la aleja hasta del lenguaje. Cuando es espontáneo, cuando no se estudia mucho, ¿se habla de la justicia del partido, o de la conveniencia o de los intereses del partido? No se necesita gran esfuerzo de memoria para recordar si es el espíritu de equidad o el de utilidad, el que inspira a las agrupaciones políticas; y sí el egoísmo de la persona colectiva, tan funesto como en el individuo, no es a veces más perjudicial, porque puede disfrazarse de abnegación.

Prescindamos de los que miran la política como oficio lucrativo y las revoluciones como un medio de llegar a ejercerlo. ¿Para qué hablar en razón y en conciencia al que no escucha de buena fe? Suponiéndola en V., caballero, hemos de analizar, siquiera sea brevemente, cuándo es moral la apelación a la fuerza, o dicho de otro modo, cuándo hay derecho de insurrección: los que le defienden en conciencia y por convencimiento declaran que no debe ponerse en práctica por fútiles motivos, a toda hora y sin reflexión muy detenida. ¿En qué casos existe, pues, semejante derecho? La pregunta es más fácil de hacer que de contestar, pero es preciso contestarla. Para que haya moralidad en la apelación a la fuerza, sus partidarios creemos que no rechazarán las condiciones siguientes:

1.ª Que el poder que se pretende derribar por medio de la fuerza, abuse de ella contra la justicia.

2.ª Que ese abuso de la fuerza, esa injusticia, desaparezca con el poder que la insurrección derribe.

3.ª Que no haya otro medio de establecer o restablecer la justicia, que la insurrección.

Antes de examinar uno por uno estos tres puntos, fijémonos en lo que es la apelación a la fuerza, para no hablar de ella sino con el horror que siente el enfermo al recordar el hierro candente aplicado a las llagas que no ha podido curar.

A la insurrección precede la conspiración. ¿Qué es la conspiración? ¿Quién es el conspirador? ¿Quién es? Para responder veamos lo que éste hace.

Clérigo, militar, médico, farmacéutico, etc., cualquier fin que se proponga, ya sea la defensa de la religión, de la libertad o del orden, utiliza para su obra elementos que podrían llamarse factores comunes; tales son:

1.º Emplear la superioridad de su posición social o de su mayor inteligencia, o de ambas ventajas reunidas, en reclutar entre los pobres o ignorantes la gente que necesita.

2.º Exponer esa gente a un peligro que él no corre; hay excepciones, pero pocas; la regla es que el conspirador se queda en su casa esperando el resultado de una lucha en que no toma parte. Además, cuando entra la tropa en la conspiración, según suele acontecer, si ésta se descubre oportunamente, o la batalla se pierde, el conspirador paisano sufre de ordinario una pena pequeña relativamente al militar, a quien se juzga por la feroz ordenanza: los soldados, los sargentos, alguna vez los oficiales, son fusilados; los paisanos son desterrados y se escapan con más facilidad que el que se encontraba entre filas en la batalla perdida: de suerte que el peligro personal antes de la lucha y durante y después de ella, está en razón inversa del provecho que se obtiene con la victoria.

3.º El que conspira oculta y disimula al decir suyo; pero, llamando las cosas por su nombre, en muchas ocasiones, en las más, puede decirse que engaña. ¿Por ventura habla con la debida sinceridad al campesino rudo, al ciudadano ignorante, al militar a quien la obediencia ciega prescrita por la ordenanza, predispone para emprender ciegamente cualquier camino? ¿Expone a todos éstos la verdadera situación de las cosas, los peligros que van a correr, su desdicha si son vencidos, y las escasas ventajas que obtendrán vencedores? Para animarlos, ¿no procura fascinar o engañar, que viene a ser lo mismo?

4.º El conspirador entra por precisión en trato íntimo con muchas personas que desprecia, porque tiene que hacer cosas que a los honrados repugnan. Aunque el objeto sea el más elevado y puro, no puede evitar las necesarias consecuencias de los malos medios que emplea, personificados por gente poco recomendable, que influye, lleva o arrastra a las masas inconscientes.

5.º Para conspirar, entra como indispensable elemento el dinero.¿De dónde procede éste, adónde va a parar? El hombre honrado no puede las más veces responder a estas preguntas sin ruborizarse, y el conspirador tiene que transigir con las respuestas.

***

¿No le parece a V. que el papel de conspirador es propio para rebajar a un caballero y comprometer el decoro de un hombre digno? Pregunte V. a los que lo son o hayan sido, y de seguro que le dirán que hacen o que han hecho muchas cosas que les repugnan o repugnaban. Defina V. como le parezca al conspirador, yo diré que, cuando es honrado, se violenta mucho, y cuando no, nada; al sentido moral y al buen sentido toca sacar las consecuencias que del hecho se desprenden.

Si los trabajos del conspirador han sido fecundos, se enciende la guerra. ¡La guerra! Y ¿cómo hay quien pronuncie esta palabra sin estremecerse? ¿Cómo hay quien contemple las luchas a mano armada sin horrorizarse? ¿Cómo hay quien no tiene por execrables a los que las promueven? ¿Cómo hay quien busca un bien dudoso por lo menos, y aunque no lo fuese, a través de tantos males? Las torturas de un herido, de un solo herido; las lágrimas de una esposa, de un huérfano, de una madre, ¿a cuántas ventajas pueden hacer equilibrio en la balanza de la justicia y de la humanidad?

Y cuando no es uno, sino cientos, miles, los que sufren torturas y mutilaciones en los hospitales y los que duermen en el cementerio el sueño de la muerte, ¿cómo tantos ayes desgarradores y tanto lúgubre silencio no han de hablar a la conciencia de los que arman a las opiniones? ¿Cómo? ¡Ah! Porque la conciencia anda extraviada, o porque no la hay. Al conspirador que la tuviera le llevaría yo al campo de batalla, le tendría en un hospital donde sufren y mueren las víctimas de los combates que ha producido, y si la vista de aquellos terribles cuadros no le hacía desistir para siempre de las apelaciones a la fuerza, no le hacía vacilar siquiera, no le quitaba esa impía indiferencia, esa ligereza y cruel seguridad con que prepara las insurrecciones, entonces le diría que era para mí una criatura incomprensible y que él debe comprender cómo se presentan pretendientes cuando vaca una plaza de verdugo.

Todo esto que voy diciendo se calificará por algunos, por muchos quizá, de jeremiada y de sensiblería de frases de mujer dominada por su corazón y su imaginación, resultando de ello la extravagancia de que, a propósito de política, se hable de hospitales y cementerios. Sea en buena o en mala hora: tenga V. por no escrita la jeremiada; suprimámosla, y la sensibilidad y la conciencia si es menester; oigamos aquellos ayes como un ruido cualquiera, y veamos correr sangre como vemos correr el agua. Perfectamente: ya somos personas prácticas, serias, que no tienen la impertinencia de mezclar la humanidad y la justicia con la ciencia de gobernar y el arte de apoderarse del gobierno; ya no nos importan los dolores que causan los hechos a mano armada; pero ¿podremos prescindir del dinero que cuestan? Eso no.

Las apelaciones a la fuerza de los unos y de los otros y de todos, son la causa principal de esas millaradas de generales, brigadieres, coroneles, comandantes, capitanes, subalternos y soldados que en tiempos de paz hacen que el presupuesto de guerra ascienda a muchas centenas de millones. Añada V. lo que aumenta siempre que se rompen las hostilidades, y la riqueza que destruyen los beligerantes; lo que dejan de producir tantos miles de hombres que, en la mejor edad para el trabajo, viven del trabajo ajeno, para ocuparse sólo en aprender y ensayar los medios de destruir; cuánto debe influir en la degeneración de la raza el sacar la juventud más robusta de los campos para que se debilite o enferme en las ciudades, dejando a los mozos endebles, raquíticos o lisiados, que perpetúen su imperfección física.

La guerra ha sido siempre cosa cara; pero hoy lo es como nunca por la mayor perfección de los medios destructores y por las innovaciones que de continuo se introducen en ellos. Se desecha el arma de fuego de poco alcance o precisión cuando se presenta otra que alcanza más o dirige el proyectil con mayor exactitud. El blindaje poco resistente y los progresos en la balística, deja en desuso instrumentos de guerra en que se invirtieron cientos de millones, y los almacenes, parques y arsenales dan cada día testimonio más elocuente de que los progresos de las ciencias y de las artes, aplicados a la guerra, la hacen cada día más cara.

En el Ministerio de la Guerra, aun en tiempos de paz (en España al menos), se invierten los fondos indispensables para las atenciones más sagradas; se destina una mezquindad a obras públicas; en las cárceles y presidios no pueden hacerse las reformas indispensables, y esto hace imposible la penitenciaría; no se mejora la administración de justicia por falta de fondos; la instrucción carece de recursos para generalizarse y elevarse; la ignorancia se perpetúa, y con ella la primera materia que manipulan los que de tantas maneras la explotan en provecho propio, con daño y vergüenza de la patria.

Sin duda que males tan graves proceden de muchas causas; pero, sin exagerar ninguno, bien puede afirmarse que, a no ser por las continuas apelaciones a la fuerza, el presupuesto de la guerra se reduciría a justos límites, dejando medios para promover el verdadero orden, acudir a las necesidades morales e intelectuales más imprescindibles, y combatir el despotismo y la anarquía, que no pueden existir sino donde hay masas desmoralizadas e ignorantes; evidente es que tiene que haberlas en un país donde la civilización tienta y fascina, pero no ilustra, como acontece en el que gasta tanto en armar los brazos robustos que habrían de fecundizarlo, y tan poco en cultivar las inteligencias y proteger las instituciones moralizadoras.

Esos miles de hombres, fuertes y bien vestidos, con vistosos colores y oro y plata y plumas, que circulan por entre la multitud haraposa que los mantiene, forman con ella un contraste que debe hacer pensar. Pues bien: ese mal es consecuencia necesaria, en gran parte, de las insurrecciones y guerras continuas, de la hostilidad latente cuando no es manifiesta, del estado de los ánimos que esperan o temen siempre las soluciones de la fuerza.

***

Acudiendo a las armas, los partidos contribuyen poderosa y directamente ¿cómo dudarlo? a la ruina económica del país; lo cual no puede, no debe ser indiferente, ni aun para aquellos que miran impasibles otras ruinas. Pero de esa paz armada tan onerosa, de esa hostilidad contenida sólo materialmente, de ese continuo temor o esperanza de lucha, de triunfo o de derrota, resultan robustecidos muchas veces, exagerados siempre, los despotismos que se intenta derribar. Sabido es que la insurrección triunfante ha sido precedida en general de conspiraciones descubiertas o insurrecciones abortadas, que por algunos anos provocan medidas violentas contra la libertad y el orden; por más que esas medidas sean injustas, son inevitables y constituyen para el verdadero progreso grandes obstáculos suscitados por sus amigos. ¡Qué de fuerzas empleadas en crearlos y en vencerlos! ¡Cuántas energías en acción para reunir armas y buscar brazos que las manejen, en vez de difundir y derramar ideas y despertar conciencias!

La insurrección, y hasta su amenaza o temor; el estado de guerra, y aun la paz armada, prescindiendo de todos los otros males que produce, contribuye poderosamente, como se deja indicado, a la penuria del Tesoro y a la falta de medios para combatir la miseria material, moral o intelectual. Ya no somos visionarios; no se trata de lágrimas, sino de pesetas, y tenemos derecho a que nos escuche sin desdén la gente seria y práctica.

Apuntadas brevemente algunas de las funestas consecuencias de ventilar las cuestiones en el terreno de la fuerza armada, veamos los casos en que pueda haber razón para recurrir a ella.

Conviene repetir lo indicado más arriba respecto del lugar y del tiempo: no hay para qué discutamos si los ingleses y los franceses estuvieron en su derecho al hacer las revoluciones en que arrojaron del territorio a sus Reyes, o los llevaron al patíbulo; el asunto de estas cartas es la España de Europa de hoy, y la investigación de lo que es justo o injusto, útil o perjudicial ahora entre nosotros.

Hecha la advertencia anterior, volvamos al punto capital, a las condiciones que pueden dar derecho a la apelación a la fuerza armada contra los poderes constituidos.

1.ª Que el poder que se trata de derribar por la fuerza, abuse de ella contra la justicia (constantemente y en materia grave). Añado la circunstancia del paréntesis, porque ya comprenderá usted que abusos pasajeros o de poca importancia no pueden motivar razonablemente la apelación a la fuerza. El poder es injusto constantemente y en cosas esenciales. Presentada esa afirmación, se procede a conspirar contra él; pero semejante afirmación puede ser gratuita; debe ser razonada e ir precedida de un juicio imparcial que ha ya pronunciado una especie de Jurado. ¿Quién ha de componer ese Jurado? ¿Un solo partido político? No habría imparcialidad en el fallo. ¿Todos los partidos? No habría acuerdo.

Interrogue V. hoy a todos los españoles que tengan algo parecido a opinión, y verá que se dividen en cinco grandes agrupaciones:

1.ª Escépticos que no creen posible Gobierno bueno, ni mediano siquiera, y conviniendo en que el actual es muy malo, como no ha de venir otro mejor, según ellos, no hallan razón para rebelarse contra él.

2.ª Partidarios del Gobierno por varios motivos, más, menos o nada honrados; pero que, aunque por móviles diferentes, convienen en que es el mejor posible y en que hay que sostenerle.

3.ª Adversarios del Gobierno, que le creen detestable, y debiera ser sustituido por otro que permitiera menos libertad.

4 ª Adversarios del Gobierno, que le juzgan abominable, y debiera ser sustituido por otro absoluto.

5.ª Adversarios del Gobierno, que le califican de pésimo, y que debería ser reemplazado por otro que comprendiera, respetara y practicase mejor la libertad.

Le hago a V. gracia de infinitas especies políticas y aun variedades, para no mencionar más que los géneros indicados. Ahora bien: estas cinco agrupaciones, ¿están, pueden estar acordes en el juicio que forman del Gobierno y en el que haya de sustituirle si se derriba? Es evidente que no. Y el grupo que se apoderase de él, ¿representaría a la nación? ¿Qué persona imparcial puede sostenerlo?

Cuando se discute y razona, no hay para qué hacer contar el número de los que razonan y discuten; la minoría puede tener razón contra la mayoría, y un solo hombre contra mil y hasta contra todo el género humano. Por eso debe respetarse la opinión de cada uno, y no impedir a ninguno que defienda la suya. Esto, en cuanto a las opiniones razonadas; pero, respecto a las armadas, la cosa varía esencialmente. No se trata en éstas de convencer, ni de persuadir, sino de imponerse por la fuerza. ¿Con qué derecho el conspirador y el rebelde proclaman legítimo el uso de la fuerza atropellando a los que no participan de ella, a los que tienen la opuesta? ¿Con qué derecho se proclaman infalibles? Y desde que saben que pueden equivocarse, ¿deben en conciencia armarse?

Pero no se equivocan; están seguros de su razón. ¿Si? Pues los otros partidos, que han armado las opiniones opuestas, abrigaban el convencimiento de que la razón estaba toda de su parte.

Ya ve V., caballero, que para declarar al poder constituido fuera de la ley, se ofrece esta primera dificultad. ¿Quién le declara?

***

Y surge en seguida otra duda: ¿Por qué se le declara?

Le parece a V. que la violación de los derechos naturales debe dejar al que los viola fuera de la ley: a mí también. Pues ahora recuerde usted conmigo lo que han escrito los rebeldes peninsulares en sus diferentes banderas; recuerde usted que se han rebelado para derribar uno y otro ministerio, una dinastía, o para entronizarla de nuevo; para escribir o borrar algunos artículos de una Constitución en que se ampliaban o restringían los derechos políticos; pero contra la esclavitud, para defender el derecho natural que tiene todo hombre de ser persona; contra ciertas tarifas para defender el mismo derecho que tenemos todos para comprar por su natural precio los artículos de primera necesidad, indispensables para no morirse o enfermar de hambre, o para que ésta no nos empuje hacia donde no es honroso ir; contra la ordenanza militar, que pone a cientos de miles de hombres fuera de la ley, porque la suya es tal que ya no puede aplicarse, que les priva de muchos derechos civiles, y en gran parte de la personalidad, sujetándolos en lo criminal a una penalidad feroz y arbitraria; contra estas cosas y otras semejantes, nadie se ha rebelado en la España de Europa. ¿No le parece a V. este hecho una prueba de que los rebeldes suprimen de la lista de sus agravios algunos que debían figurar en ella, y ponen otros que muy bien podrían borrarse? ¿No le parece a V. que si no se sabe quién tiene derecho a poner fuera de la ley al poder constituido, tampoco es fácil saber por qué motivos? Los que a V. le parecen suficientes, a mí no, y viceversa.

Como antes decía, mientras no se trata sino de discutir, la divergencia de opiniones no produce conflictos; pero si para imponerme la suya se arma V. de un revólver; si lo dispara sobre mí, que disiento de ella, o sobre hombres que, sin tener ninguna, contra su voluntad y por obedecer a la ley se convierten en blanco de sus tiros, no se me alcanza cómo en conciencia se pueda V. creer autorizado para matarnos, a menos de que no sostenga el principio de que las opiniones puedan imponerse a tiros, y dan derecho de vida y muerte sobre los que piensan de otro modo.

El Gobierno actual, dicen los conspiradores, es injusto: no sostendré lo contrario; pero si analizamos la injusticia, veremos que es en parte legal y en parte realizada con infracción de ley, infracción en que intervienen gobernantes y gobernados, y contra la cual no reclaman los que tienen el deber y los medios de hacerlo.

La injusticia, de parte del poder constituido, es menos abuso de la fuerza que uso de los medios que la corrupción, la ignorancia y la pereza han puesto en sus manos.

Legales son esos impuestos que, por lo excesivos y por la desigualdad con que pesan sobre los contribuyentes, los abruman, arruinan y agotan las fuentes de la riqueza; legales son los derechos protectores del hambre, que ponen los cereales a un precio inaccesible a los pobres;

Legal es la organización del ejército, y el número de soldados, oficiales y jefes, tan desproporcionado a la riqueza del país y a sus necesidades verdaderas;

Legal es la organización de la marina, tan absurda como ruinosa;

Legal es la organización del Cuerpo diplomático, dispendioso anacronismo que, tal como está, no tiene razón de ser, ni sirve para nada;

Legal es que haya tres veces más empleados (y creo quedarme corta) de los que son menester; que no se exijan conocimientos para serlo, ni se ofrezcan garantías a los que cumplen bien sus deberes, ni tengan más ley que la voluntad del ministro;

Legal es que haya empleados con privilegios que les permiten burlarse de las leyes, puesto que, para aplicarlas, se necesita el permiso del Gobierno, que no es probable que lo dé, cuando la ley se ha infringido con su anuencia o con su provecho;

Legal es que, si bien nominalmente suprimidos, haya provincias con fueros, y que los tengan también las clases que, cuando cometen delitos comunes, no son juzgados sus individuos por el derecho común, ni por los tribunales ordinarios;

Legales son las loterías que el Gobierno, los Municipios y las corporaciones multiplican, en términos que no parece sino que la nación se ha convertido en un inmenso garito, cuyas barajas venden por las calles mujeres que confirman la fraternidad de los vicios;

Legal es el Tribunal contencioso-administrativo, velo trasparente de la arbitrariedad;

Legales son los estados excepcionales, en los que calla la ley y hablan los consejos de guerra;

Legales son las atribuciones de los tribunales militares y las leyes penales que aplican;

Legal es el presupuesto de gastos que patentiza el olvido o la ignorancia de todo lo que es razonable y justo, mezquino para las cosas más necesarias y útiles, pródigo para las menos precisas, absurdas o perjudiciales;

Legales son obras como la cárcel de Madrid, que en gran parte pagan provincias determinadas, en gran parte el Estado, a la que sus promovedores llamaron modelo, y que cuando se publiquen las cuentas de lo que ha costado, si se publican, se la llamará escándalo, y es de temer que se convierta en cárcel-Escarmiento, que se retraiga de hacer prisiones celulares, en vista de su enorme costo;

Legales o legalizadas son las adjudicaciones de servicios y adquisición de objetos sin las formalidades de subasta.

¿Qué más? ¿No tiene la aprobación de los Cuerpos Colegisladores la adjudicación del ferrocarril del Noroeste?

***

Después de las cosas legales, o que se legalizan, vienen las infracciones de la ley; las irregularidades administrativas; las cuentas que no se dan, o se dan de modo que no debieran aprobarse, y se aprueban; el lujo del Ministerio de la Guerra, sus obras innecesarias y dispendiosas; el no pagar a los soldados que pelearon por la patria lo que se les debe; los maestros muriéndose de hambre, y el comedor del Ministerio de Hacienda que ha costado muchos miles de duros; el lujo de todos los demás Ministerios, los excesivos gastos de su material; las obras que se hacen, deshacen y vuelven a hacerse; las leyes penales que se burlan; las casas de juego que se persiguen y las que no; las cartas que se abren en el correo, y los baúles en los ferrocarriles; el bandolerismo de retaco y de pluma, que secuestra las personas y tiene como secuestrada la justicia, que anda como V. y todos saben y no hay para qué yo lo diga.

Tanta legalidad injusta, tanta ilegalidad impune, supone una gran masa de individuos apáticos, ignorantes o desmoralizados, que comparten con el Gobierno y los legisladores la responsabilidad de semejante estado de cosas.

¿Nos hallamos en el caso de la condición primera, que legitima la rebelión, en cuanto a que el Poder constituido vive en la injusticia grave y permanente? Pero aunque así sea, no la impone por la fuerza, porque en general no halla resistencias que la hagan necesaria; vive en la injusticia, pero tiene órganos inermes que visten frac y se burlan de los generales; vive en la injusticia, pero se apoya menos en las bayonetas que en la inmoralidad, que no desaparecerá de las dependencias del Estado porque se maten en las calles algunos cientos de soldados y se den algunos ascensos a los jefes y a los oficiales.

Hagámonos cargo de la segunda condición, esto es, que el abuso de la fuerza contra la justicia, es decir, la injusticia, desaparezca con el poder que la rebelión derribe. ¿No basta estudiar un poco la enfermedad que España padece, para adquirir el conocimiento de que no es de aquellas que puedan curarse con operaciones cruentas? Si el bisturí y el cauterio y todos los instrumentos quirúrgicos pudieran curarla, no habría país que disfrutara de mejor salud, porque no hay ninguno tan empapado en la sangre de sus hijos, ni donde la guerra civil haya dejado más cenizas humeantes, más desolación y ruina La larga serie de tumultos, motines, levantamientos, rebeliones y guerras, la apelación a la fuerza en todos sus grados y formas y el estado en que nos encontramos, ¿no prueban con evidencia que esa medicina no es remedio, puesto que, usada con tan deplorable constancia, no alivia en lo más mínimo el mal? Y si, saliendo de nuestra España, buscamos lecciones en las que fueron sus colonias, ¿no vemos en aquellas repúblicas, donde se acude de continuo a las armas para matar la injusticia, cómo ésta vive y prospera y retoña con más vigor, como si la sangre y las lágrimas fueran apropiado abono y ciego beneficio? Si Hipócrates ha dicho: El remedio que usado alivia, continuado sana, ¿no podríamos afirmar también que la medicina que aplicada empeora, continuada mata? No lo diremos tratándose de pueblos, que no mueren (por lo menos los civilizados) como los individuos: pero la situación de los países que acuden a la fuerza con frecuencia, prueba su ineficacia para regenerarlos, y esto se comprende, así a posteriori como a priori. No se necesita de la historia, basta el razonamiento para probar que males de la índole de los que padece España, no se curan con rebeliones. La corrupción, la ignorancia y la apatía, ¿desaparecerán con un Ministerio o un jefe del Estado? ¿Son cosas esas que se borran con un artículo de Constitución, con una Real orden o porque lo disponga un presidente de una República? ¿No es una candidez creer que las revoluciones o las restauraciones pueden curar una enfermedad de la cual no son remedio, sino síntoma?

***

Si al raciocinio prefiere V. la historia, en ella puede ver que las revoluciones y las restauraciones no han pasado de la superficie social, dejando a la misma profundidad la apatía, la ignorancia y la corrupción. Al que me acuse de negar el progreso, le responderé que el progreso se realiza no por las apelaciones a la fuerza, sino a pesar de ellas, como un niño crece aunque le peguen, pero medraría más si no le pegasen. Después de una revolución y de una restauración, se notará progreso, y más rápido cada vez; pero su continuidad y movimiento acelerado en situaciones políticas muy diversas, prueba que obedece a una ley y que no depende del éxito de una batalla o del resultado de un motín. Los elementos del progreso están más profundos y más elevados que los que constituyen las rebeldías sangrientas, que pasan sin herirlos ni fecundarlos.

Habrá V. oído, como yo, que la revolución de 1868 fue legítima, y que habría sido muy beneficiosa, si no la hubieran torcido; pero es el caso, que los mismos que la hicieron la torcieron, como torcerán otra que hagan, si desgraciadamente la hacen por los mismos medios. Es de ley intelectual y moral, que hoy en España, se tuerza toda revolución, porque los males que se atacan como de forma, son de esencia, y los de esta índole necesitan remedios lentos y perseverantes, como ellos son hondos; necesitan modificadores de la sustancia donde está la causa morbosa. No hay que equivocar el triunfo de un partido con el de los principios que proclama; lo primero puede conseguirse por un golpe de mano, debido a la apatía o cansancio de los unos y a la cólera o ilusiones de los otros; lo segundo no se logra si las ideas no han encarnado lo suficiente en la sociedad, para que puedan morar en ella realmente. Ejemplos de esta verdad no faltan; más bien sobran; recordamos uno.

¿Puede darse cosa más justa que el que paguen la contribución de sangre todos los que tengan aptitud física para el servicio de las armas y que el eximirse de él no constituyen un privilegio que se compre por dinero? Y si semejante privilegio es en sí odioso en todo tiempo, ¿no lo será mucho más cuando haya guerra? Pues bien, guerra había; en el poder estaban los que proclamaban el principio de la no redención del servicio militar, en ley le convirtieron, que fue escarnecida a la par que la justicia, y el producto de las redenciones, en vez de pasar a las arcas públicas, entró donde todo el mundo sabe, y no ingresaron en caja los que pudieron comprar el certificado de inútiles. Madama Stael ha dicho, que no se vende sino a los que se persuade: entre nosotros, y en no pocas cuestiones importantes, están por persuadir, no ya sólo los vencidos, sino hasta los vencedores, cuya mayor parte no saben lo mismo que proclaman, ni su alcance, ni tienen idea exacta de su derecho, ni de su deber, ni de las cosas que son esenciales para que la justicia deje de ser una palabra vana.

Así, pues, la revolución de Septiembre, como la que tienen in péctore los revolucionarios, no es que se haya torcido o que se tuerza, es que nacen torcidas, por el vicio congénito de su impotencia para curar los males de que se dicen remedio. Pasemos a la tercera condición.

Que no haya otro medio de establecer o restablecer la justicia que la insurrección. Aun los más dispuestos para recurrir a la fuerza para establecer o restablecer el derecho, dicen, y muchos lo piensan, que es necesario apelar a ella porque no hay otro remedio. ¿Es este el caso en que nos encontramos hoy en España? ¿Faltan medios legales y racionales para que la opinión se manifieste, para que se convierta en ley, para exigir que se cumpla? No me parece que pueda afirmarlo nadie que imparcialmente observe los hechos con buen criterio y alguna detención.

***

La prensa política no tiene la libertad que debiera tener,4 y la ley que la rige, y las arbitrariedades de que es objeto, y el procedimiento del poder constituido respecto a ella, es uno de los más graves cargos que se dirigen a éste: la ley es injusta, el modo de cumplirla o de suspenderla es peor que la misma ley, y los que la han hecho y los que la aplican, merecen la más severa censura; pero si todo eso es verdad, lo es también que la fuerza de las cosas es más poderosa que los hombres; que no hay ninguno capaz de amordazar la prensa, aunque se proponga y pueda perseguirla y la persiga, y que si usara bien de la libertad que le queda, de la que nadie pueda quitarle, sería un ariete a que no resistiría ninguna autoridad arbitraria, ningún poder injusto. Sabiendo lo que se dice, queriendo decirlo, y diciéndolo bien, puede decirse casi todo lo que importa que se sepa, y si la afirmación le parece a V. aventurada, observe los hechos y creo que se convencerá de su exactitud.

Forme V. una colección de los artículos denunciados, y verá que casi siempre lo son por falta de forma o por asuntos que no tienen capital importancia.

Forme V. una lista de las cuestiones capitales que pueden tratarse y no se tratan, y otra de las que se tratan mal y a la ligera, cuando no hay quien impida que se traten bien y a fondo, como se debían tratar.

Forme V. otra (que sería interminable) de las cosas censurables que se elogian, o que pudiendo no se censuran, y con todos esos datos se convencerá de que la prensa, en general, no dice todo lo que puede decir; que dice muchas cosas que no debiera decir; que el mayor daño no viene de sus tribulaciones sino de sus complacencias, y que si el fiscal puede ser y es en ocasiones obstáculo que la detiene en el buen camino, no tiene medios de lanzarla al malo, por donde se extravía tantas veces.

Prescindiendo de cuando la publicación de un periódico es puramente una empresa mercantil, un negocio de contrabando, o la venta de géneros averiados, a que puede compararse la propalación de errores por dinero; prescindiendo de estos casos, la prensa política ha de resentirse de la situación de los partidos, estar divididos, ser débil como ellos y carecer de condiciones económicas e intelectuales para resistir con éxito a las arbitrariedades del poder. Los periódicos políticos que más circulan, no pertenecen a ningún partido, les falta el apoyo moral, intelectual y pecuniario de grandes colectividades, lo cual les da una independencia ficticia y una dependencia real en un período de lucha, y con leyes y disposiciones y arbitrariedades que se encaminan a producir perjuicios pecuniarios.

El oponerse a la libre manifestación del pensamiento constituye un atentado que no deja de serlo porque se parapete detrás de un decreto o de una ley; la libertad que tiene la prensa es un derecho mermado, no una concesión; no se debe a la voluntad de los poderes constituidos, sino a la fuerza de las cosas; pero en fin, el hecho existe, y para mí es evidente que, salvo arbitrariedades y aun brutalidades excepcionales y honrosas excepciones, si la prensa política no cumple como debe su misión, es menos por culpa del fiscal que por culpa suya, y por la situación de los Partidos.

En el libro, en el folleto y hasta en las revistas que tienen parte política, se pueden discutir las cuestiones sociales, políticas y religiosas, con la necesaria libertad. No le diré a V. que, con revistas, folletos y libros, no se haga acá o allá alguna alcaldada o gobernadorada; pero estas son excepciones, y raras; la regla es que el mal está, no en que no se deja escribir, sino en que no se quiere o no se sabe escribir ni leer.

El derecho de reunión mermado, y a veces prohibido arbitrariamente, cuando le place al Gobierno, es más fuerte que él. Ahí están, en prueba de ello, Ateneos, Casinos, Círculos, Tertulias, reuniones de todas clases, donde se discuten temas políticos, sociales y religiosos, anunciándolo o sin anunciarlo, porque ya comprende V. que, a sabiendas o sin querer y a propósito de cualquiera cosa, se habla de todas las otras, tantas son hoy las relaciones conocidas que tienen entre sí.

¿Y la cátedra? La cátedra es como la prensa, por regla general; no dice lo que no quiere o no sabe decir. ¿Y los catedráticos llevados como bandidos, arrancados enfermos de su cama, no para conducirlos a la del hospital, sino a un coche de tercera? Esto fue un atentado inhumano y vergonzoso, una ignominia para los que le llevaron a cabo, y para los que, debiendo, no protestaron contra él; pero no constituye la tiranía en el aula, ni la censura de la palabra docente. ¿Por qué? Porque es imposible. Habrá en uno u otro caso arbitrariedad o atropello: pero en su mayor parte, el profesor, al cabo de un año, dirá a sus discípulos todo lo que quiera decirles; no hay poder humano que hoy pueda impedirlo. Se despoja y persigue a unos cuantos profesores, se insulta y humilla al profesorado. ¿Y después? Después, los profesores perseguidos abren cátedra pública, autorizada por el Gobierno perseguidor, y dicen en ella lo que en ciencia y conciencia les parece, y lo mismo que dirían en el aula de donde se les arrojó. Ya supondrá V., caballero, que no busco para sus perseguidores excusa, ni aun comprendo que ninguna persona ilustrada y honrada pueda hallarla; ya comprenderá V. que no veré sin indignación que un necio ignorante se erija en árbitro de los inteligentes que saben, y los rechace o los postergue; ya supondrá V. que me ha de parecer absurdo y ridículo arrojar a los examinadores severos y pedir rigor en los exámenes; proteger la ignorancia y hacer como que se desea la ciencia. El no respetarla es ignominioso para los que ocupan ciertos puestos, pero no es lo más deplorable para los que procuran sondar la profundidad de la llaga y conocer hasta dónde llega el pus. Lo más deplorable, lo gravísimo, es que, con pocas excepciones, no se sabe enseñar y no se quiere aprender; si se supiera y se quisiera, la coacción del poder no sólo sería impotente contra la enseñanza de la verdad en todas las esferas, sino que tendría que darle todos los auxilios necesarios de que hoy carece. Mens agitat molem.

***

Con independencia más reconocida, con influencia más inmediata, con poder más ostensible, la tribuna no está cohibida por ningún poder. Todos los abusos pueden denunciarse enérgicamente desde ella, todas las medidas beneficiosas proponerse, todas las inmoralidades combatirse, todos los desafueros anatematizarse.

El senador y el diputado vota como le parece, dice lo que quiere, y a las pocas horas sabe la nación todo lo que ha dicho. Y ¿qué uso hacen los senadores y los diputados de la libertad que tienen? Salvas honrosas excepciones, dejan desiertos los escaños cuando se tratan cuestiones de interés para la nación. Sabido es y proverbial ya, que los presupuestos no se discuten, y que la seña de que haya asuntos de verdadera importancia, es ver los bancos de los Cuerpos Colegisladores desiertos. Leyes que cuestan a la nación millones, muchos millones, se votan sin saber lo que se vota, y los más graves abusos se perpetúan sin que haya allí quien los denuncie. Usted mismo habrá dicho, como yo, muchas veces: ¿No hay un diputado que clame contra esto? No le hay.

¿Dónde están las oposiciones? se pregunta con frecuencia. ¿Dónde? ¡Ah!

Y no es eso decir que no se halle un diputado ni un senador que sepa y quiera cumplir su deber, no; personas de honradez hay en ambas Cámaras que guardan silencio y autorizan con su voto cosas que merecen censura. Efecto es esto de muchas causas; indicaré a V. las que a mi parecer influyen más.

Hay individuos de las mayorías que padecen una equivocación semejante a la que padece el abogado que defiendo a un malhechor, y hace punto de empeño y honra, no en que se cumpla la justicia, sino en que su defendido, aun violentándola, sufra la menor pena posible, y si queda enteramente impune, su triunfo es completo. No comparo yo a los gobiernos con los malhechores, pero ya sabemos que hacen mal muchas veces y que las mayorías los apoyan siempre incondicionalmente.

La pereza y la ignorancia, tan generalizadas en el país, ¿no han de tener representantes en los Cuerpos Colegisladores? Los tienen. Más de un voto se da por falta de opinión razonada del asunto que se vota, y más de un abuso deja de denunciarse porque no hay quien se tome el trabajo necesario para saber su extensión y presentar sus pruebas.

Y el escepticismo y el desaliento tan general en el país, ¿cómo no han de penetrar en las Cámaras? Penetran, sí; y se vota con el Gobierno, sin creer que es bueno y aun pensando que es malo, por temor de que le suceda otro peor, y por miedo al considerar la triste situación de los partidos. Los partidos, por sus divisiones intestinas y por otras circunstancias bien conocidas, ofrecen un espectáculo lamentable. Mírelos V. cómo no se entienden, sino en los Consejos de administración de los caminos de hierro y sociedades anónimas. ¿No los ve V. guardar silencio sobre el ferrocarril del Noroeste, y aristócratas, y demócratas, y retrógrados, y avanzados, comulgan con ambas especies en el altar de Donon, por cáliz una copa de Champagne, y por hostia un billete de Banco?

Tal vez se dirá que el sistema de elección es malo, que el Gobierno ejerce presión sobre el Cuerpo electoral, y bastaría el sistema representativo: lo primero no me parece muy exacto, y probado lo segundo, ¿qué se concluye?

La ley electoral, que se aplicó en las últimas elecciones, creo que en absoluto es aceptable, y relativamente la mejor de las promulgadas hasta ahora. Y ¿Por qué con un regular método de elección, no dan mejores resultados los elegidos? A esta pregunta puede contestarse con otra: ¿Por qué cuando un estómago está enfermo, los alimentos más sanos se indigestan?

Si el Gobierno influye en el Cuerpo electoral, es porque el Cuerpo electoral se deja influir; y la falta del primero sería imposible sin la complicidad del segundo. Cierto que las autoridades y los empleados y la Administración forman una red en que caen muchos electores, que, para romperla, necesitan bastante fuerza; pero otros, la gran mayoría, entran en ella por ignorancia, por servilismo o por cálculo. Los electores pueden dividirse en cuatro clases: 1.ª, independientes, ilustrados y de conciencia, que dan su voto al que les parece más digno; 2.ª, independientes, pero descreídos en política, que no votan, o dan su voto, no por servir a la patria, sino a un amigo o recomendado; 3.ª, dependientes por su posición o por su ignorancia; 4.ª, calculadores que votan y buscan votos, ya por medios lícitos, ya por reprobados, sin otro fin que medrar.

Según que estén en mayoría los de la 1.ª clase o los de las otras tres, el Cuerpo electoral será influido por agentes del Gobierno o los rechazará; pero, en todo caso, cuando hay diputados sin patriotismo, sin merecimientos, sin buenos propósitos, elegidos a fuerza de intrigas y a veces de indignidades, que no representan la ley ni la conveniencia pública, ni la justicia, estos diputados, por vergonzoso y triste que sea decirlo, representan a sus distritos, y cuando están en mayoría, a la nación, que los envía, los tolera y los reelige. ¿Por qué el Gobierno hace las elecciones? ¿Por qué hay esta frase, que por sí sola es un oprobio? Porque la nación deja de hacer, porque el Cuerpo electoral, si no piensa como el Gobierno, es llevado por cualquier gobierno: asentimiento, cálculo, escepticismo, ignorancia. El Gobierno aprovecha todas estas cosas, las explota y las aumenta; contribuye directa y eficazmente a desvirtuar el sistema representativo; hace mal, muy mal; pero cuenta con la complicidad de la nación, que, declarada por la ley de mayor edad, se resigna de hecho a vivir bajo tutela. ¡Y de qué tutores!

***

Las Cortes hacen las leyes y toleran sus infracciones; la nación hace o deja hacer a los legisladores. ¿Faltan medios legales para reformar las malas leyes y hacer que se cumplan las buenas? No; lo que faltan son medios morales o intelectuales; conocer el bien y querer y saber realizarlo. Y si V. me prueba que se ilustran a tiros las inteligencias y se rectifican las voluntades, yo convendré en que la insurrección es un remedio.

Después de todo lo dicho, ya comprenderá usted, caballero, cuánto hay de sofístico en comparar la rebelión a la defensa en caso de ataque injusto. Éste exige un agresor y un agredido, dos personas diferentes y opuestas. ¿Estamos en este caso? ¿La nación rechaza a otra extranjera que le acomete, o a un tirano que la domina por la fuerza de las armas? No; aquí no hay dos personas colectivas bien determinadas para realizar el ataque al derecho y para defenderlo; todos los partidos tienen sujetos honrados, inteligentes e indignos e ignorantes; la nación forma un todo, en que hay partes que protestan contra la injusticia, y otras que la explotan, y otras que la toleran, y otras que no la ven. No hay, pues, otra dualidad. España podrá estar en el caso del que con un miembro se amputase otro, y se hiciera a sí propio una operación cruenta, necesaria o no perjudicial, eficaz o inútil; pero de ningún modo el partido que se rebela puede compararse al hombre que contra otro se defiende de ataque injusto.

***

En resumen:

Como el mal viene de la ignorancia y de la pereza, sólo puede curarse moralizando, ilustrando y despertando apatías explotadas por actividades perversas.

La injusticia no tiene su principal apoyo en la fuerza, ni puede esperarse que con la fuerza desaparezca.

Hay medios legales para que la opinión se convierta en ley y para exigir que la ley se cumpla.

Si la opinión tiene fuerza, es irresistible; si no la tiene, las armas no se la darán, y los verdaderos tiranos son los que con ellas quieren imponer sus ideas, que no pueden hacer triunfar por medio de la discusión que nadie les impide.

No puede ser un derecho la insurrección, porque es un hecho que hay bastante libertad para conquistar la que falta.




ArribaCarta vigesimosexta

Conclusión


Muy señor mío: Llegamos al fin de tan penosa tarea como ha sido para V. leer, y para mí escribir, esta larga lista de opiniones que me parecen erróneas, de hechos que no se ajustan a la ley, de leyes que no están conformes con la justicia.

En religión, en moral, en ciencia, pobres y ricos todos faltan, todos faltamos; pero los pobres menos, porque su círculo de acción es mucho más limitado; culpas hay que no pueden cometer, y aun para aquellas que cometen, tienen a veces circunstancias atenuantes que los señores, con más medios morales, intelectuales y materiales, no podemos alegar.

En cuanto a las condiciones económicas en que viven los pobres, son verdaderamente horribles. Bajos los salarios, caros los mantenimientos, exorbitantes los alquileres de las insalubres viviendas, abrumadores los impuestos, cobrados y gastados con poca equidad; con huelgas forzosas, sin tener para alivio de tantos males esas asociaciones protectoras que hacen posible el ahorro, y le acumulan y le benefician, esos institutos tutelares que moral y materialmente dan la mano al jornalero para que no caiga en la última miseria, o le arrancan de ella si por su mal ha caído.

No puede entrar en el plan de estas Cartas tratar de tantas sociedades bienhechoras como hay en otros países y faltan en España, donde los pobres no tienen quien los arranque a las fatalidades multiformes que los rodean, arrastrándolos al motín, al hospital o a la sima en que la usura los arroja y chupa hasta la sustancia de sus huesos. Usted, caballero, que conoce la situación de los necesitados, que la deplora, que hace esfuerzos por remediarla, sabe cuán pocos auxiliares y cuántos obstáculos halla; qué poco se hace para sacar al proletario de la miseria moral, intelectual y material en que vive, y que si hay entra nosotros algunas instituciones con este objeto, por ser tan pocas, más que consuelo, parecen acusación a un país que conociéndolas no las imita.

Todas estas, costumbres babilónicas, toda esta indiferencia por el saber y por la virtud, todas esas buenas leyes que no se cumplen, y esas otras que deben modificarse, hacen necesaria una radical reforma, una verdadera regeneración, a que todos deben concurrir, pero cuya iniciativa no puede partir más que de los señores, en cuyas manos están la ciencia (poca o mucha), el poder y la riqueza.

Tengo motivos para sospechar que, además de aquellos argumentos que pueden oponerme los que no están conformes conmigo, se me dirija el cargo de haber tomado en estas Cartas tono muy distinto del que empleé en las del obrero. Si tal sucediera, responderé, no negando el hecho, que reconozco ser verdad, sino dando las razones de él, que son principalmente tres:

1.ª Me dirijo a los señores con aquella libertad y aquel calor con que se habla a sí propio el que comprende que ha faltado y noblemente lo declara. Formo parte de esa clase, a la que he dirigido inculpaciones duras; parte tengo en sus faltas, responsabilidad me cabe em sus malos hechos; mentiría a Dios y a mi conciencia si me dijera exenta de culpa, y cuando la confieso y la deploro, la de los otros y la mía, lejos de buscar frases suaves, me parecen bien las más enérgicas, que tiene obligación de ser severo el que se acusa a sí mismo. Dichosos los que con justicia se crean ofendidos por mí; dichosos los que llenan todos sus deberes sociales; los que no mienten cuando llaman al pobre hermano; los que cumplen el precepto de: Amaos los unos a los otros. No es para ellos ninguna de mis palabras duras; yo les envío todas aquellas que puedan expresar el amor y el respeto, dejando las acusadoras para los que no tienen derecho a rechazarlas, y para mí.

2.ª Ninguna persona de corazón emplea el mismo tono para reprender a dos personas: una, que se encuentra bien, y otra que padece mucho. ¿Quién tiene valor para ser severo con el infeliz? ¿Quién acusa agriamente al doliente, aunque por imprudencia suya haya perdido la salud? Al dirigirme al obrero, le veía, niño, casi abandonado; hombre, ganando penosamente la vida; sintiendo su peso abrumador, si era anciano; le veía con frío y con hambre; olvidado en la cárcel, abandonado en el hospital; y todas mis severidades quedaban desarmadas por sus dolores. Si he tenido alguna parcialidad en favor de los infelices, ¡pueda serles consuelo, y servir de contrapeso a tantos como se inclinan del lado de los dichosos!

3.ª Necesariamente han de dirigirse cargos más graves al que tiene mayor responsabilidad en la injusticia, y recibe de ella menos daño, o material provecho. Ya hemos visto la serie de fatalidades que pesan sobre el pobre; la impotencia en que se halla de salir por sí solo de su miseria moral e intelectual; que si hay deberes absolutos, los hay relativos a los medios de cada uno, y que siendo los señores los únicos que pueden tomar la iniciativa de la reforma de costumbres y leyes, y de la educación popular, ellos deben hacerlo, y suya es la principal responsabilidad de que no se haga. Digo la principal, porque no entiendo que los pobres sean intachables, ni aun me atrevo a asegurar que sean mejores que los señores; tengo sobre esto muchas dudas para hacer ninguna afirmación. Los extremos de la riqueza y de la miseria son peligrosos para la virtud; pero todo esto no exime de la obligación para las clases, como para los individuos, de medir el deber de hacer bien por los medios que tienen de realizarlo, y su culpa por los deberes que dejan de cumplir. En cuanto al mayor perjuicio que los pobres sufren de la injusticia, es bien claro que esos que se dice que no tienen, qué perder, son los que más pierden en que haya malas leyes o en que las buenas se infrinjan; nunca son ellos los pescadores de río revuelto, y siempre las primeras víctimas de todo movimiento desordenado y de toda indigna postración. Los errores, los abusos, las injusticias, hemos visto que a los pobres perjudican principalmente. En el orden religioso, en el moral, en el intelectual, en el económico, cuando falta la equidad, el pobre es el que paga mayor tributo a la ignorancia y a la miseria, y al que con más frecuencia se pide el último óbolo y el último aliento.

Vea V., caballero, por qué he hablado en distinto tono al obrero y al señor: me parece que la diferencia la da de sí el asunto, y que no se me puede hacer por ella ningún razonable cargo.

La menor responsabilidad que cabe al pobre de las injusticias sociales, y el mayor perjuicio que de ellas le resulta, es un hecho grave, muy grave, y que debe hacernos pensar. Cuando las masas se agitan o se desploman, suele tomarse acta de sus desmanes y de sus absurdas exigencias, haciendo caso omiso de la parte de justicia que suele ir envuelta en el error que vociferan. Es raro que en el fondo falte alguna razón a las colectividades numerosas que con insistencia se quejan, y es injusto y arriesgado no atender a ella, porque no está claramente formulada, porque sea desagradable o porque aparezca envuelta en las nubes de la pasión.

Otro hecho muy grave es que en una época en que se encarece el poder de la idea, las situaciones son y van siendo cada vez más de fuerza. A una persona buena e inteligente, pero contaminada con las preocupaciones de su clase, se le hablaba un día de fundar una Revista con el objeto de combatir peligrosos errores. «Tratándose de revistas, contestó, estoy por una de treinta mil guardias civiles.» La respuesta pareció chusca, y el argumento concluyente. Comprendo que la fuerza de ahora es muy propia para fascinar a los que la emplean, y que deben parecerles irresistibles esas máquinas de guerra que destruyen tanto en tan poco tiempo y de tan lejos. Pero es grave error imaginar que puede haber poder robusto sin elementos morales e intelectuales, y los que tienen principalmente tres grandes principios, que son la infantería, la caballería y la artillería, al descansar sobre ellos, se duermen al borde del abismo, o bajo el árbol cuya sombra mata. Los diques de la fuerza bruta es preciso levantarlos más y más, e inevitable que alguna vez se rompan; entonces el estrago está en proporción de la altura que tenían.

Las masas van dejando de ser pasivas; va desapareciendo en ellas el abatimiento de la debilidad y la dócil resignación que las hacía maleables. El hecho es general, evidente, por todos reconocido; pero se le mira sin analizarle bastante, ni tomar las lecciones que en sí encierra. La intimidación no puede ser base estable de sociedad alguna, y menos de las sociedades modernas: los lazos no pueden sustituirse con frenos, ni las afinidades armónicas con rodillos compresores, que trituran, pero no combinan. Horas hay malhadadas, por culpa y desdicha de todos en que la violencia provoca horribles represalias; pero el cuchillo de la amputación no debe mirarse como un emblema de salud, y el terror rojo o blanco, con el color de la sangre o de la muerte, no puede ser para ninguna sociedad elemento de vida. Hay que prestar fuerza a la razón, pero también es preciso dar razón a la fuerza, y si se aplicaran a realizar la justicia los medios que se emplean en suplirla, con muchas iniquidades habrían desaparecido muchos peligros y muchos dolores.

Otra ilusión del poder es dar sobrado valor al número cuando se sabe la imposibilidad de contar los votos, y la imprudencia de no pesarlos. En vez de llamar a discutir, se grita a votar, se carga con las mayorías como con regimientos de dragones; la verdad queda acuchillada, y quedaría muerta si no fuera inmortal.

Los pobres españoles, en su inmensa mayoría, aun se resignan con su triste condición; aun obedecen a ideas sanas cuando se rebelan y triunfan de la autoridad; todavía ha respetado las propiedades y las personas esas turbas en armas que impunemente podían atropellarlo todo, teniendo su voluntad por única ley. Usted, caballero, yo, todos hemos visto las masas hambrientas, haraposas, armadas, omnipotentes, hacer centinela en las casas de los ricos, sin robarlos, sin amenazarlos, sin insultarnos siquiera. Todos hemos visto espumar la plebe, armar las heces que en la ebullición habían subido a la superficie, y no durar más que un momento aquella ignominia y aquel peligro, y desvanecerse la emanación pestilencial al soplo y noble aliento de un pueblo honrado. Debo hacer notar a V., aunque sea de pasada, que si en ciertas situaciones se han soltado fieras, fue porque en otras se habrían criado: la responsabilidad de los estragos es común al que propaga el animal dañino y al que abre la jaula toda jaula, por fuerte que sea, se rompe alguna vez, o se deja abierta de propósito o por descuido.

No comprendo cómo los señores no se han admirado, y no se admiran aún, de ver cómo fueron tratados por los pobres cuando han estado a merced de ellos. Los pobres, ciertamente, no hicieron más de lo que debían, pero haciéndolo probaron que hay en la gran mayoría de ellos recta conciencia, y que su corazón no se halla depravado por el aborrecimiento a las clases acomodadas. Estas deben congratularse de tan dichosa circunstancia, que hace posible y relativamente fácil la aproximación, y el evitar, con la armonía de la fraternidad, los choques de la envidia rencorosa.

Pero no es prudente la confianza en sentimientos que pueden variar, que es probable que varíen, ni debe esperarse que dejen de cundir males de naturaleza contagiosa, si no se les procura remedio. Los pobres españoles, en general, no aborrecen todavía a los señores, pero los aborrecerán si éstos no se hacen amar de ellos; y después del día del odio, vendrá el día de la ira.

No quiero hacer a V., caballero, un cuadro horripilante del porvenir; creo más en la providencia de Dios que en la eficacia del miedo para perfeccionar a los de arriba y a los de abajo. Si la tempestad que amenaza se conjura, no será por los que calculan y temen, sino por los que cumplen con su deber y por los que aman.






 
 
FIN