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Cirilo Villaverde

Luis Sáinz de Medrano Arce





Dentro de la narrativa cubana del siglo XIX es seguramente Cecilia Valdés o la Loma del Ángel de Cirilo Villaverde la pieza más sólida. Cuba conoció en esa centuria un extraordinario desarrollo del relato en prosa, que parecía querer compensar la anterior penuria literaria. Coincide este auge con movimientos sociales y políticos de notable intensidad, determinados en gran parte por la crisis abierta en torno a las relaciones de dependencia con España, sólo compartidas con Puerto Rico en el ámbito hispanoamericano, y la sedimentación de una conciencia nacional. Un factor de marcada incidencia en este contexto será el problema de la esclavitud, que dará lugar a todo un ciclo de novelas.

La figura de Villaverde (1812-1894) representa muy bien al intelectual cubano de este siglo. Periodista, narrador y pedagogo, luchador por la causa de la independencia de su país, exiliado durante dos largos períodos en Estados Unidos, donde llegó a defender la idea de la anexión de Cuba a éstos como única solución posible para cambiar de status, su actividad y su novela son un reflejo fehaciente de las tensiones de su patria1.

Cecilia Valdés es, en efecto, un gran espejo paseado a lo largo de una expresiva parte del camino recorrido por la sociedad de la mayor de las Antillas en el siglo XIX. Es ante todo una novela de costumbres con fuerte acento crítico, en la que el tema de la esclavitud llega a cobrar una dimensión monográfica llena de hondo dramatismo y en la que, por otra parte, se dan inequívocos matices de carácter romántico. Con acertada precisión pudo situar Fernando Alegría a Villaverde «entre los románticos que superaron el sentimentalismo y el historicismo para acercarse a un estilo realista que constituye el primer signo de una novela regionalista americana»2.

Decir que la novela tiene como asunto los amores infortunados de Cecilia Valdés, bella mulata de aspecto blanco, y Leonardo, hijo de un rico hacendado español, con el que le unen insospechados lazos de sangre que convierten en incestuosa su relación, es definir únicamente el eje utilizado como fundamento, no muy vigoroso en ocasiones, y apoyatura de todo un entramado temático que da al relato una gran complejidad. Cecilia Valdés, comparada con otras dos máximas creaciones de la narrativa hispanoamericana del XIX, Amalia, de José Mármol, y María, de Jorge Isaacs, se nos revela como menos, ajustada que la primera en cuanto a montaje de elementos narrativos conducentes a articular una historia y mucho menos sutil y analítica que la segunda en lo que respecta al diseño del fenómeno amoroso. Con todo, la novela cubana ofrece unos indiscutibles valores que no sólo reposan en lo paradigmático y testimonial, aunque esto sea lo primero que se aprecia en ella.

Juan H. Remos la ha definido como «la epopeya social cubana de nuestros años de formación nacional»3. Acaso convenga mejor a Cecilia Valdés la balzaquiana designación de comedia humana, aunque el humanismo que se desprende del texto esté rebajado por la pre-valencia de lo externamente descriptivo sobre la indagación psicológica.

La acción de la novela se desarrolla en el primer tercio del siglo XIX. Nada más comenzar se nos va introduciendo en las enigmáticas circunstancias del nacimiento de Cecilia, hija natural, según sabremos después, del hacendado don Cándido Gamboa y de una mulata. Asistiremos luego al desarrollo de la muchacha en el popular barrio habanero de la Loma del Ángel, amada en silencio por un hombre de color, José Dolores Pimienta, sastre y tocador de clarinete, y, sin platonismo alguno, por el joven Leonardo, hijo legítimo del mismo don Cándido, a quien corresponde, ignorantes ambos de su consanguinidad. Muy pronto entraremos en el ámbito de la familia Gamboa, representante conspicua de la alta burguesía cubana, y de sus allegados. En la segunda parte de la novela aparecen los primeros contactos con el tema de la esclavitud, a través de las disquisiciones sobre los problemas referentes a la trata de negros, uno de los saneados negocios del hacendado, mientras los hilos de la trama van amplificando las situaciones básicas. En la tercera parte la acción se traslada a un nuevo escenario: el ingenio azucarero de «La Tinaja» adonde los Gamboa se desplazan con otros personajes para pasar las Pascuas. Aquí tendremos ocasión de enfrentarnos abiertamente con el mundo de los esclavos, retratado en crudas escenas, a la vez que van perfilándose los datos concernientes al origen de Cecilia. En la cuarta parte volvemos a La Habana. Los acontecimientos marchan con rapidez. Encerrada Cecilia en la Casa de Recogidas por instigación de Gamboa, que desea romper la inaceptable relación entre ella y su hijo, obtiene la libertad por mediación de Leonardo. Sin embargo, tras el nacimiento de una niña hija de ambos, el joven se alejará de ella y prepara su boda con una muchacha de su clase, Isabel. La boda no llegará a celebrarse al ser apuñalado y muerto por Pimienta, el respetuoso adorador de Cecilia, instigado por ésta. Cecilia es encerrada durante un año en un hospital, donde conoce a su madre y puede suponerse que queda enterada por ella de su identidad.

Por lo que a este asunto central se refiere, la intriga tiene, como vemos, una configuración cerrada. La narración no comienza in medias res sino que arranca de un nacimiento y termina en una muerte, límites ambos hechos de un ciclo completo. Es evidente que el condicionamiento original que pesa sobre Cecilia no podrá nunca ser superado, de tal forma que el factor de cambio, que es indispensable en cualquier narración para que se produzcan las modificaciones que han de conducir a una situación nueva y favorable se ofrece aquí como inexistente, como un irrealizable desiderátum. El interés de la novela en este aspecto se mantiene no ante la expectativa de que la pareja Cecilia-Leonardo pueda encontrar un feliz cauce para su mutua atracción, lo cual está descartado, sino que depende del dilema entre una solución que evite el amenazador incesto y ofrezca una salida a los dos personajes, y el cumplimiento de las oscuras previsiones. Es evidente por otro lado que la brecha entre ellos está suficientemente abierta por su pertenencia a grupos sociales absolutamente dispares por lo que el hecho de que Cecilia y Leonardo sean hermanos, siendo tan grave, difícilmente puede contribuir a ahondarla más. El efectismo romántico queda, sin embargo, adensado por tal componente, si bien es curioso que una vez producido el incesto no se aproveche la carga dramática que tal desenlace conlleva. El autor a partir de aquí se apresura a concluir la novela en forma excesivamente apresurada, al diluirse las consecuencias del asesinato del joven: nada se sabe de la suerte del matador, Cecilia es castigada con una pena leve, y los informes sobre otros personajes, uno de ellos ajeno al hecho, aunque escuetos, parecen más importantes que cualquier otra consideración sobre éste.


El realismo costumbrista

Cecilia Valdés puede estar concebida en principio como una trágica historia pasional, pero los elementos superpuestos la convierten ante todo, como se ha dicho, en un relato donde tiene prioridad lo costumbrista, apoyado en datos específicamente reales. Si es verdad que una parte de ese costumbrismo tiene valor gratuito, se da también, como dice Raimundo Lazo, «el tratamiento de las costumbres como medio de sugerir la transformación de una sociedad injusta y cruel»4. Son muy abundantes las alusiones a lugares, hechos y personajes auténticos de la época descrita, época bien delimitada y punteada ciertamente mediante la indicación de fechas concretas, según veremos al hablar del aspecto temporal, desde el mes de noviembre de 1812 en que nace Cecilia hasta el mismo mes de 1831, momento del crimen.

Ya al comienzo de la novela se nos sitúa en un punto bien delimitado de La Habana. El final del itinerario que recorre el aún no identificado Gamboa cuando va a visitar a la madre de Cecilia comprende la calle de Covadonga y el callejón de San Juan de Dios, donde se encuentra el hospital del mismo nombre y un número determinado de casas, en una de las cuales, entre las calificadas como «las de mejor apariencia»5 y marcada por otros pormenores entra el referido personaje. A partir de aquí son incontables las precisiones del mismo tipo: calles de la Loma del Ángel, barrio de San Francisco, calle de San Ignacio, del Sol, plazuela de la catedral, campo de Punta, cárcel pública, Seminario, Capitanía General... Sería enormemente prolijo reproducir la toponimia habanera de Cecilia Valdés y los nombres de establecimientos públicos, como la relojería de Dubois, las afamadas sastrerías, etc., etc., datos con los que se puede reconstruir admirablemente la fisonomía de la capital cubana en la época indicada. Otro tanto se puede decir de los lugares campesinos detallados en la obra. Piénsese por ejemplo en las minuciosas precisiones geográficas con que se inicia el capítulo I de la tercera parte, la pintura de la vega de Vuelta Abajo en el III, entre no pocas más. En cuanto a hechos y personajes históricos anotemos muy por encima al obispo Espada y Landa, el coronel Molina, el ajusticiamiento de una mujer, la intervención del abogado Bermúdez, José Antonio Saco, los militares españoles radicados en Cuba tras la fracasada expedición a Méjico, la galería de damas y caballeros de alcurnia asistentes al baile de la Sociedad Filarmónica a fines de 1830, acontecimiento documentado, según aclara el autor en una oportuna nota, con un semanario de la época, los participantes en el baile de la gente de color, el capitán general Vives. A este respecto son muy significativas las notas que, como la que acabamos de mencionar, atestiguan la veracidad de determinado pasaje. En algún caso consisten en una explicación concreta; en otros se limitan a la expresiva indicación de «histórico».

Sobre los aspectos netamente costumbristas a los que estas precisiones sirven de coordenadas, puede decirse que proliferan a lo largo de todo el relato, al punto de producir reiteradas suspensiones de la acción principal, sobre todo cuando se trata de datos no significativos. El autor diríase que se detiene aquí y allá gustosamente para recrearse en la descripción de los hábitos y comportamientos de una sociedad observada en sus más diferentes estratos. En este sentido, junto a las múltiples anécdotas pintorescas, destacaremos las escenas de la Feria de la Merced en la Loma del ángel, las clases de Derecho Civil de José Agustín Govantes en el Colegio de San Carlos, la comida familiar en casa de los Gamboa, el ambiente de la sastrería del maestro Uribe, los paseos por el Prado habanero, los ya mencionados bailes de la Sociedad Filarmónica y de las gentes de color, las escenas de la molienda de caña en los trapiches, la vida en el ingenio «La Tinaja», etc.




Los aspectos críticos

Villaverde no es ni mucho menos un escritor revolucionario sino un filántropo reformista. De la novela no se deduce ningún ataque a fondo a las estructuras sociales, descontando su actitud abolicionista en lo referente a la esclavitud y, por supuesto, su deseo de romper lazos con España. Lo que denuncia es sobre todo comportamientos viles: los reprobables medios de enriquecimiento de la burguesía representada por don Cándido en la trata y uso de negros, su inmoderado afán de auparse hasta la nobleza por la fuerza del dinero, la corrupción de funcionarios. En cuanto a la crítica política, los sentimientos del autor se traducen en consideraciones acerca del sistema colonial personificado en el capitán general Vives, cuya actividad «se basaba en el principio maquiavélico de corromper para dominar»6. Recuérdense las apreciaciones acerca de la situación posterior a los dos períodos constitucionales (1808-1813 y 1821-1823) tras los que «había pasado sobre Cuba la ola del despotismo metropolitano»7 y otros juicios análogos sobre la administración española, aunque no se produzca un planteamiento crítico coordenado en ese sentido.


El problema de la esclavitud

Este es un subtema, más bien incidental en principio, que cobra en la totalidad del texto novelesco una dimensión particularmente profunda. Como ya hemos dicho Cuba produjo un grupo muy caracterizado de relatos en torno al tema, entre los que destacan, además de Cecilia Valdés, Francisco, de Anselmo Suárez Romero, Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y Romualdo: uno de tantos, de Francisco Calcagno, por referirnos sólo a las creaciones del período romántico. El tema negro en realidad arranca de los mismos orígenes de la literatura cubana, es decir, del poema «Espejo de paciencia», de Silvestre de Balboa. Para considerar su importancia ya en nuestra época, baste recordar la excepcional obra de Nicolás Guillén.

Ello no es de extrañar si tenemos en cuenta el peso de la población negra en Cuba y el arraigo de la institución esclavista. Desde que Diego Velázquez inició en 1511 la auténtica colonización de la isla, la afluencia de esclavos africanos fue incesante hasta el último tercio de la pasada centuria. Ya en 1544 aproximadamente una cuarta parte de los 2000 individuos que componían la población de la isla estaba compuesta por esclavos. A comienzos del XIX se iniciaron los esfuerzos serios de acabar con la institución, sobre todo a partir de 1808, cuando las presiones de Inglaterra, que promulgó la abolición de este tráfico en tal año, se hicieron muy intensas. Pero era muy difícil, a pesar de los intentos que se realizaron en las Cortes de Cádiz y de las recomendaciones del Congreso de Viena, acabar con un sistema en el que convergían tantos intereses y sobre el que reposaba la economía de las Antillas españolas. En 1872 llegó a Cuba el último barco con esclavos, tras haberse decretado en 1870 la libertad de los hijos de éstos en el momento de su nacimiento. El tratado de Zanjón, que puso fin en 1878 a diez años de guerra interna, significó sólo la libertad, curiosamente, de los negros que habían luchado en el bando revolucionario. Finalmente la esclavitud será derogada en forma absoluta en 1886.

En la época en que se desarrolla, pues, la acción de nuestra novela, la trata de esclavos tenía verdadero auge, a pesar de las limitaciones derivadas del control ejercido por los ingleses sobre los barcos españoles, de acuerdo con el tratado de 1817, según el cual los británicos debían comprobar en cada caso si el cargamento de esclavos procedía de África, lo cual no era tolerado, o, por el contrario, de otras colonias españolas, en cuyo caso podían seguir a su destino. Las posibilidades de crear equívocos fraudulentos eran sin duda muy amplias, de modo que en 1827 se calculaba en 286942 el número de esclavos existentes en Cuba.

En Cecilia Valdés el tema aparece por primera vez planteado en toda su crudeza -prescindiendo de algunas ilustrativas escenas anteriores- en el capítulo XII de la primera parte, cuando la esposa y el hijo del hacendado Gamboa conversan acerca de las actividades del mismo como receptor de mano de obra negra, y sigue en el V de la segunda parte, en el que los mismos personajes continúan abordando los problemas concretos relacionados con la llegada de una nutrida expedición de esclavos, problemas nacidos precisamente de la intervención inglesa. Viene después el primer apaleamiento de la obra, dado por Leonardo a un esclavo supuestamente desobediente, y en seguida asistiremos a los preparativos de don Cándido para atender la llegada de un cargamento de «bultos» (VI, 2.ª parte) y la subsiguiente explicación a su esposa, donde sale a relucir el tratado con Inglaterra y las terribles circunstancias que rodean la venida de estos negros, algunos de ellos arrojados al mar ante la persecución de un navío inglés.

El tema sigue aflorando con dramatismo en las siguientes páginas, de tal modo que todo queda preparado para que encuentre su «climax» en la tercera parte de la novela, en la que, trasladada la acción al ingenio azucarero «La Tinaja», presenciaremos una serie de escenas donde se ponen como nunca de relieve los horrores de la esclavitud -después de haber mostrado como hábil contrapunto el trato humano dado a los negros en la finca cafetalera de Tomás Ilincheta, gracias a la intervención de Isabel, su hija, con la que tratará al final de llegar al altar Leonardo. Este contraste, aunque pretenda subrayar las cualidades morales del mencionado personaje femenino y sirva asimismo para producir un determinado efecto expresivo, es una prueba más del realismo fundamental de la novela, ya que es bien sabido que los esclavos que trabajaban en los cafetales llevaban una existencia algo menos dura que la de los empleados en las refinerías de azúcar.

En «La Tinaja» se plantea inmediatamente un punto de tensión motivado por la carencia de noticias sobre ciertos esclavos huidos algunos días antes. Encontraremos también a María de Regla, ama de cría de la hermana de Isabel y de la propia Cecilia, desterrada allí arbitrariamente, cuya historia quedará por el momento relegada a un segundo plano ante la noticia de haber sido detenido el cabecilla de los fugados, Pedro Briche. Todavía se adensará la atmósfera de crueldad antes de que aparezca, en un contexto ya bien perfilado, la figura martirizada de Pedro en la sórdida enfermería de la plantación, yacente y preso en el cepo, «Jesucristo de ébano en la cruz»8. Seguirán acumulándose las escenas que reflejan un espantoso estado de cosas, entre las que sobresale el relato del suicidio de Pedro, personaje que Villaverde creó sobre el modelo real del capitán cimarrón Pedro José. Pedro Briche ha podido ser calificado como «la más soberbia y edificadora [figura] de toda la novelística cubana del siglo XIX. La más entera y admirable. La más valiente y pura»9. La estampa imprevista de otro negro que ha acudido también al suicidio como liberación y los datos retrospectivos ofrecidos por el relato de María de Regla terminan de definir el sombrío panorama.




La novela romántica

Son innegables, como hemos dicho, los elementos románticos en Cecilia Valdés. Está ante todo la historia del amor imposible entre Cecilia y Leonardo, aunque cada uno de ellos la viva con una aspiración diferente. El secreto que sobre ellos pesa, cuyo desvelamiento está a punto de producirse a veces ante quienes están directamente afectados por él, es una circunstancia de la que depende el «fatum» que domina el relato, determinante del inevitable final desgraciado, final que de todos modos, como se ha dicho, está prefigurado por los obstáculos sociales que separan a la pareja. Cecilia, en definitiva, si se atiende a sus antecedentes familiares, no es sino el último escalón de un negativo ciclo de relaciones entre la raza negra o mulata y la blanca, cuya fusión normalizada se sentía como imposible. Bien lo manifiestan estas palabras de María de Regla a Cecilia: «Su merced es pobre, no tiene ni gota de sangre azul y es hija... de la Casa Cuna. No es posible que lo dejen [a Leonardo] casarse con su merced»10.

Románticos son, pues, tanto el «fatum» como el trágico desenlace, típico de otras novelas hispanoamericanas de esta corriente, como Sab -sólo que en ésta se produce el matrimonio «burgués» y es al defraudado negro enamorado a quien le corresponde morir- Amalia, María o Cumandá, de Juan León Mera, en la cual acecha también por cierto el problema del incesto, evitado por la muerte.

Anotaríamos además algún rasgo aislado significativo de lo que pudo haber sido un notable ingrediente romántico en la novela. Pensamos por ejemplo en el relato de la buena de Cecilia, en el capítulo III de la primera parte, referente al rapto de una muchacha por el diablo, donde encontramos una veta de fantasía y misterio abandonada voluntariamente por el autor, por quien sabemos que la anciana le hizo a Cecilia «muchos otros cuentos por el estilo»11. Sin duda también las tradiciones autóctonas de los esclavos habrían dado un buen pie para ello, pero esta es una materia que apenas queda apuntada cuando en el capítulo V de la tercera parte se alude a la creencia de aquéllos en el regreso a la tierra natal después de la muerte.

A cuenta asimismo de la sensibilidad romántica hay que cargar la presencia de lo patético -sufrimientos de los esclavos, congojas de Charo, la perturbada madre de Cecilia, desolaciones de Chepilla, su abuela, angustias de Isabel- y, en fin, la marcada inclinación historicista del relato.

Por lo demás, la voluntad de realismo asfixia otras afloraciones del espíritu romántico, además de limitar las ya señaladas. Lo más contundente en este sentido es la falta de idealización de los personajes o de la naturaleza. No en vano pudo afirmar Villaverde: «Me precio de ser, antes que otra cosa, escritor realista, tomando esta palabra en el sentido artístico que se le da modernamente»12.




Personajes

La novela es prolífica en personajes, una buena parte de los cuales fueron tomados del natural13. Está claro que en el fondo también las figuras inventadas por el autor tienen en alguna forma fundamentos reales.

Como es previsible, los tipos humanos son introducidos por el omnisciente autor, quien va dándoles paso progresivamente y dirigiéndolos con cuidado. Ninguno en verdad se desprende de estos hilos conductores (tal vez el único que lo haga dentro de su dramático hermetismo sea el negro José Briche). Casi todos son dibujados explícitamente por la mano del autor, quien para empezar suele aludir a sus características visibles y después a su historial y a su modo de ser. Véase por ejemplo la presentación de seña Josefa (cap. I, 1.ª parte) o la de Cecilia Valdés (cap. II, 1.ª parte). Claro que el autor tiene la suficiente flexibilidad para permitir que en alguna ocasión un personaje quede definido en cuanto a su temperamento por su propio comportamiento, puesto en seguida de relieve, o por otros. Así, por ejemplo, en el caso de don Cándido Gamboa conoceremos en primer lugar su aspecto («un caballero de hasta cincuenta años de edad, alto, robusto, nariz grande aguileña, boca pequeña...», etc.14) y a continuación deduciremos fácilmente su carácter violento al observar sus intemperancias. Respecto a doña Rosa, su esposa, recibiremos antes de nada los pormenorizados informes sobre su físico y vestimenta, y sabremos pronto de su escasa sensibilidad para lo que no sean sus propios intereses afectivos o materiales por el displicente comentario que hace de una noticia de prensa. Quizá sea Leonardo, el hijo de ambos, uno de los personajes menos convencionalmente presentados, toda vez que tras una situación de expectativa aparece fugazmente en circunstancias muy fuera de lo común y vuelve a desaparecer para permitir que sean sus padres quienes definan su carácter y comportamiento mediante una acalorada conversación. En los capítulos siguientes habrá ocasión de observar algunos de sus rasgos psíquicos, y sólo en el capítulo III de la segunda parte sabremos que «pasaba por mozo de buen parecer y varoniles formas»15. Con Isabel Ilincheta volveremos, sin embargo, al procedimiento inicial. Conoceremos primero «las gracias naturales de que la había dotado el cielo»16 y a continuación sus dotes morales.

No estamos con todo ante un relato donde se dé un ahondamiento psicológico verdadero. Acaso la multitud de personajes exige tanta atención por parte del autor que no hay posibilidad de estudiar a cada uno suficientemente. El continuo movimiento de la acción -a pesar de los factores retardantes a que aludiremos- va también en detrimento de este deseable análisis interno. Eso quita indudablemente consistencia en general a los personajes.

La propia Cecilia es una criatura que no acaba de soportar bien su papel de heroína. Prolijamente definidos sus rasgos externos («Era su tipo el de las vírgenes de los más célebres pintores...», etc.17), la tantas veces llamada «virgencita de bronce» no acaba de alcanzar la dimensión dramáticamente humana que las circunstancias propiciarían. Recorre el camino hacia su inexorable destino sin rebelarse contra su condición y lo oscuro de sus orígenes -algo evidente aunque no conozca la realidad última de los mismos. Lejos de poseer una conciencia de clase o raza, rechaza la idea de casarse con quien no sea blanco, y sus afanes están más cerca de la obstinación que de la perseverancia. La brusquedad con que se plantea su actuación final y su situación posterior no deja de contribuir a esa carencia de sutileza emocional que en ella se advierte.

Don Cándido Gamboa es un arquetipo del hacendado ambicioso y duro, sensible no obstante a las tensiones familiares y poseedor incluso de algunas virtudes domésticas. Carga con un tremendo y secreto problema que lucha por resolver toscamente y sin que repercuta en su humanización. Doña Rosa es aún más difusa. Incluso sus actuaciones caritativas en favor de ciertos esclavos disuenan con su comportamiento general. Asume bien, sin embargo, la función de «destinador» o fuerza activa con relación a otros personajes, y es quizá la única figura que tiene carácter de personaje agente y no paciente. José Dolores Pimienta, el leal enamorado de Cecilia, es poco más que una sombra con mínima capacidad de reacción ante los obstáculos (sólo al final tendrá una reacción tan violenta como ciega), en la que se malogra lo que podía haber sido una compleja e interesante personalidad. Leonardo Gamboa, a pesar de momentáneas rebeldías que no consiguen darle ductilidad, se queda en otro arquetipo cargado de egoísmo y superficialidad. Es mucho menos protagonista que «destinatario». Otros personajes menores, como la triste Chepilla o Isabel, cuya lucha interior entre su vaga inclinación por Leonardo y la fidelidad a sus propias ideas es patente, encierran una más perceptible vibración humana. No es ese el caso de María de Regla, ante quien se crea una expectativa que no acaba luego de tener correspondencia con la escasa adhesión que su figura suscita. Hay otros personajes secundarios que no tienen demasiado sentido novelístico, aunque sí testimonial, al no participar en la «dinámica de grupo» del relato. No juegan en suma ningún papel en la red de relaciones que lo componen.




Composición

Cecilia Valdés tiene una hábil estructuración, aunque algunas de sus piezas no acaben de estar bien trabadas. La novela está dividida en cuatro partes, tres de las cuales corresponden a los acontecimientos que transcurren en la ciudad de La Habana, como hemos visto, y una, la tercera, a los sucedidos en el campo. El ritmo de los hechos cobra una mayor celeridad cuando éstos transcurren en la ciudad. En el campo, por el contrario, la acción se remansa, tendremos más oportunidad de acercarnos a algunos de los personajes, los caracteres parecen definirse mejor en presencia de las dolorosas estampas de la esclavitud. El mundo de los dominadores y el de los dominados se enfrentan radicalmente y los contenidos de la novela alcanzan ahí su mayor densidad, al disminuir además un poco la habitual acumulación de episodios.

Los cambios espaciales son en conjunto muy frecuentes dentro de estos dos grandes ámbitos, y sobre todo en el de la ciudad: salones de la burguesía, viviendas populares, paseos de las gentes distinguidas, barrios modestos, suburbios, aulas universitarias, centros administrativos y de gobierno, haciendas de Vuelta Abajo. Cierto que esta movilidad se ve contrapesada por dos factores muy destacables, las continuas interferencias de lo descriptivo en lo narrativo y los episodios parásitos -de los que también la parte tercera queda más libre.

Las dos primeras cumplen el cometido de permitir el despliegue de una amplia galería de personajes y situaciones. La tercera, sin dejar de ampliarlas, constituye un punto climático y de reflexión. En la cuarta hay un apresurado enlazar de acontecimientos hasta llegar al apresurado final.

Desde un punto de vista temporal recordaremos ante todo lo ya dicho sobre el deseo de precisión en lo cronológico que el texto refleja. Los primeros hechos se desarrollan «un día de noviembre de 1812»; el asesinato de Leonardo, otro día del mismo mes de 1831. Los hechos posteriores relatados en muy breves líneas, excepto uno, no dejan también de tener una precisión temporal: Cecilia permanece un año encerrada en un hospital, Isabel se retira al convento donde profesa al cabo de un año de noviciado, Dionisio -personaje más bien circunstancial- es condenado a diez años de prisión una vez transcurridos cinco de los sucesos aquí narrados. Se diría que el deseo de no perder las coordenadas de lo temporal domina hasta el final.

Esto es evidente a lo largo de toda la novela. El capítulo II de la primera parte se abre con esta indicación que hace referencia al nacimiento de Cecilia: «algunos años más adelante», indeterminación que queda rápidamente deshecha cuando se añade: «mejor dicho, uno o dos después de la caída del segundo breve período constitucional en que quedó establecido el estado de sitio de la isla de Cuba y de Capitán General don Francisco Dionisio Vives»18. Después se sitúa la edad de Cecilia alrededor de los once o doce años, con lo que el anclaje en la concreción temporal es evidente. En el capítulo IV leemos: «cinco o seis años después de la época a que nos hemos contraído en los dos capítulos anteriores»19. Hemos avanzado, pues, de dieciséis a dieciocho años en un gran salto desde el comienzo de la novela. En el capítulo IX sabremos que «dieciocho años exactamente por una alusión al año anterior de 1829»20, con lo que queda claro que a partir de aquí la acción de la novela tiene lugar en el período 1830-31, dos años, el primero de los cuales es minuciosamente examinado y más sintetizado el segundo, repartidos en los treinta y seis capítulos restantes; dos años punteados por numerosas fechas concretas. Se diría que para el autor son frustrantes los saltos en el tiempo que naturalmente tiene que realizar.

Ante la imposibilidad de seguir minuciosamente el discurrir del tiempo, se ofrece un significativo número de anticipaciones cronológicas (prolepsis) y de evocaciones del pasado (analepsis). Así en cierta ocasión se nos informa de que determinadas fiestas religiosas celebradas en la novela, se extendieron hasta 183221, o se nos habla, desde 1830, de las actividades del padre Félix Varela en la Universidad de La Habana hasta 182122, por mencionar un mínimo de ejemplos.

Estos datos, incidentales la mayor parte de las veces, si no enriquecen la trama propiamente dicha, contribuyen a ambientar los antecedentes y consiguientes del período de tiempo seleccionado, con lo que insensiblemente se va ofreciendo una panorámica mucho más extensa que la que aquélla exigiría. Bien es verdad que a cambio de esto se acentúa la dispersión de lo esencial. En estos casos es más patente que nunca la intervención del autor omnipresente, que parece perder su condición de heterodiegético.

Villaverde no parece haberse planteado ningún problema técnico a priori y su actitud como narrador en cuanto a la composición de la obra no se vio modificada por los muchos años transcurridos desde que apareció la primera parte en 1839 hasta la publicación de la totalidad en 1882. Todo lo supeditó a su propósito de informar tan completa y fehacientemente como fuera posible, pero sin duda fue consciente cuando hablaba, como hemos visto, de realismo «en el sentido artístico» de que su obra sería algo más que una mera duplicación de la realidad. En efecto, la inevitable selección de hechos, el montaje de secuencias y personajes, el juego de tensiones y distensiones y los efectos derivados del léxico empleado, produjeron un fecundo rebasamiento de la función meramente representativa o referencial del lenguaje, dando como resultado mucho más que un informe sociológico, una novela.

Ahora bien, en esa obsesiva persecución de la realidad es necesario insistir -porque es algo bien deducible de cuanto llevamos dicho- en el más importante de los rasgos de estilo a que ello da lugar, el descriptivismo. Sin volver atrás sobre lo expuesto sobre el retrato de seres humanos, subrayaremos que el autor enfoca su poderosa lente sobre lo abstracto y lo concreto, muy en particular sobre lo concreto, con sistemática insistencia: recuérdese por ejemplo la relación de manjares que componen el almuerzo de los Gamboa (cap. XI, 1.ª parte), el paseo de la buena sociedad por el Prado (cap. II, 2.ª parte), el aspecto del baile en la Sociedad Filarmónica, incluidas relación de asistentes y composición de la cena (cap. III, 2.ª parte), la visión de la geografía cubana en el camino a «La Tinaja» (caps. I y III, 3.ª parte) o la exhaustiva y técnica verbalización de las labores efectuadas en dicho ingenio azucarero (cap. VIII, 3.ª parte).




El lenguaje

Salvando ciertas impropiedades que debieron llamar la atención de sus contemporáneos (aunque Villaverde quiso eliminar en 1882 las aparecidas en la primera tarde, así como más tarde, sin efectos editoriales, sometió todo el texto a una seria revisión), y hoy no significan mucho, de un modo general en la novela se utiliza un lenguaje que podríamos definir como correctamente convencional. Los personajes de la clase alta, incluido don Cándido, cuyas bases culturales son mínimas, manejan una sintaxis lógica y su léxico es preciso y nada imaginativo. Más interés tiene el vocabulario puesto en boca de las gentes de extracción popular, que en la edición parcial de 1839 era simplemente el normal del autor y fue remodelado en la de 1882. Baste esta corta muestra tomada del capítulo XI de la segunda parte donde una vendedora de comestibles se cree en la obligación de dar su opinión sobre la situación local: «Labana etá perdía, niña. Toos son mataos y latrosinio. Ahora mismito han desplumao un cristián alante de mi sojo...»23. En el caso especial de los esclavos, el acentuado primitivismo del lenguaje es un signo de su penosa condición. Seguramente con el propósito de acentuar su dignidad humana, el autor, acertadamente, apenas hace hablar al prófugo Pedro Briche. Claro que estaban lejanos los tiempos en que los novelistas buscarían hacer una transposición estética de la lengua del pueblo en vez de una reproducción siempre proclive al pastiche. Añadiremos que en algún caso el personaje popular comparte en exceso las formas cultas del lenguaje de los burgueses. Tal es el caso de la propia seña Josefa, acaso porque el autor haya buscado subrayar la «decencia» y el carácter elevado del personaje.

La novela ofrece también indudable riqueza en otros aspectos lingüísticos, como cuando en aras de lo humorístico se distorsiona la lengua catalana24, y por supuesto en lo que se refiere al vocabulario técnico, sumamente estimable, como el referente a la navegación, al arte de los sastres, a la industria de los trapiches azucareros, y en todos aquellos casos en que el afán descriptivista enfrenta a Villaverde con la necesidad de ofrecer un inventario de voces especializadas. Puede señalarse también la presencia de españolismos y arcaísmos, mas patentes seguramente estos últimos («no embargante» por «sin embargo», «al paño» por «al oído», «maguer que», «pañizuelo», etc.). Posiblemente el autor haya incurrido en ultracorrección a fuerza de querer servir mejor a ese realismo deseado a ultranza, el mismo que le impide, por ejemplo, que su lenguaje, a fuerza de atenerse a lo preciso, alcance un vuelo verdaderamente lírico al reproducir las bellezas del paisaje o la hermosura de Cecilia.




Fuentes literarias

«Hace más de treinta años que no leo novela ninguna, siendo Walter Scott y Manzoni los únicos modelos que he podido seguir al trazar los variados cuadros de Cecilia Valdés» afirmó Villaverde en el prólogo para su novela escrito en 1879, fecha en que se hallaba terminada. Ello podría excusar de cualquier otra indagación al respecto, pero las citas literarias, adagios o fragmentos de folklore popular colocadas al inicio de cada uno de los capítulos (a imitación por cierto de Walter Scott) abren una serie de pistas que habría que seguir aunque no sin cautela. Frente a las probables y eventuales tutorías de los escritores cubanos: los Palma, Heredia, Pérez de Montes de Oca, Milanés, etc., y de los románticos españoles: Zorrilla, Espronceda, Rivas, reveladas por las alusiones a los mismos, otras citas -la Biblia, algunos clásicos españoles, ciertos proverbios latinos o castellanos- pueden tener apenas una significación decorativa. Y es muy curioso que ni Manzoni ni Scott formen parte de ellas. Todas en suma revelan el vasto trasfondo cultural de Villaverde, cuya sutil incidencia en la novela sería tan sugerente como arduo detectar y de la que se deducirían interesantes matices sobre el realismo a ultranza del autor.










Bibliografía

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