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Función política de los emblemas en el «Neptuno Alegórico» de Sor Juana Inés de la Cruz

José Pascual Buxó





La distraída atención que hasta hace poco habían prestado los historiadores del arte y la literatura novohispana a las obras de carácter emblemático fue sin duda una dilatada consecuencia de las ideas que se había formado Lessing acerca de las limitaciones de la mimesis pictórica. Para el autor de Laocoonte (1766), la pintura no es apta para expresar toda la variedad de acciones, emociones y pensamientos humanos, en razón de que su lenguaje -atado a la figuración objetiva- no le permite más que la representación de aquella clase de objetos que para ser reconocidos «necesitan conservar de un modo estable los mismos atributos»1. Sin embargo, para los humanistas del «cinquecento» y en particular para Andrea Alciato, las imágenes de las cosas no sólo la tienen capacidad de evocar, a nuestra mente la clase de objetos perceptibles por los sentidos, sino también de poner ante los «ojos del entendimiento» ciertos contenidos conceptuales que, por no ser de naturaleza material, carecen de una imagen que apropiadamente los represente.

Todos los comentaristas de los Emblemata vincularon la invención de Alciato con los jeroglíficos egipcios, interpretados por ellos como si se tratara sólo de formas ideográficas usadas por los antiguos sacerdotes con el fin de preservar los secretos divinos del mal uso que el vulgo podría hacer de ellos. Esta parcial interpretación de los jeroglíficos egipcios -que olvidaba ciertamente su carácter de transcripciones fonéticas hechas por medio de la representación de animales o partes de animales cuyos nombres contenían algunos sonidos semejantes a los de la palabra correspondiente a la noción que se quería evocar- concedió un valor simbólico cuasi absoluto a ciertas imágenes provenientes del mundo natural, como el halcón para significar «dios» o «alma» la serpiente que se muerde la cola para representar el «universo» o la «eternidad»; el león para denotar el «coraje» o la «vigilancia», etcétera. El prestigio alcanzado por los jeroglíficos de Horapollo entre los humanistas se hallaba sustentado sin duda en la opinión de Plotino, quien concedió a esta clase de signos un origen; propiamente divino. Marsilio Ficino, traductor y comentarista de Plotino y gran propagador de las ideas de la filosofía hermética, que él consideraba como los restos vivientes de una teología prístina, aseguraba que

[...] los sacerdotes egipcios, al querer traducir los misterios divinos, no utilizaban los pequeños signos del alfabeto, sino figuras completas de hierbas, de árboles, de animales, ya que Dios no posee el conocimiento de las cosas como un discurso múltiple que a ellas se refiera, sino como una cosa simple y estable.



De ahí, concluía, que «el egipcio, resume todo este discurso en una figura única y estable», que es, por sí misma, una «copia de las ideas divinas de las cosas». Y un siglo y medio después, el jesuita Atanasio Kircher, tenido en su tiempo por el más experto egiptólogo, continuaba compartiendo la idea de que esa escritura jeroglífica; «no se compone de letras y palabras» sino de símbolos ingeniosamente encadenados «que proponen de un solo golpe a la inteligencia del sabio un razonamiento complejo, elevadas nociones o algún insigne misterio escondido en el seno de la divinidad»2.

En 1680 Sor Juana Inés de la Cruz fue invitada por la Iglesia Metropolitana -o, para ser más exactos, por su amigo el arzobispo-virrey fray Payo Enríquez de Rivera- a idear, no ya el programa o adorno de una pira funeraria, sino de un arco triunfal para la entrada en México de su sucesor en el gobierno civil, don Tomás Antonio de la Cerda, Conde de Paredes y Marqués de la Laguna. El resultado de las especulaciones simbólicas de Sor Juana fueron, por una parte, el arco propiamente dicho, erigido frente a la puerta oriental de la Catedral novohispana y, por otra, el Neptuno alegórico, océano de colores, simulacro político [...], libro editado en México el mismo año de la entrada del virrey y luego incluido en la Inundación castálida (Madrid, 1689). Importa que nos detengamos brevemente en la dedicatoria del libro al nuevo virrey mexicano porque en ella Sor Juana se mostró particularmente conocedora de las tradiciones emblemáticas y perspicaz teórica de ese exitoso género icónico-verbal.

En dicha Introducción se recuerda precisamente la costumbre de los antiguos egipcios de «adorar a sus deidades debajo de diferentes jeroglíficos y formas varias», de suerte que -según el autorizado testimonio de Pierio Valeriano, autor de una Hieroglyphica (Florencia, 1556) realmente vasta y erudita- solían representar a Dios por medio de un círculo, por ser éste símbolo de lo infinito; pero esto es así -acota Sor Juana- no porque aquellos sabios antiguos

[...] juzgasen que la Deidad siendo infinita, pudiera estrecharse a la figura y término de cuantidad limitada; sino porque como eran cosas que carecían de toda forma visible y, por consiguiente, imposibles de mostrarse a los ojos de los hombres [...] fue necesario buscarles jeroglíficos que por similitud, ya que no por perfecta imagen, las representasen3.



De entrada niega Sor Juana el carácter óntico -o hermético- de los jeroglíficos, es decir, la vinculación directa de tales signos con la divinidad y sus atributos. Atendiendo, sin duda las lecciones de Santo Tomás, establece una neta diferencia entre «semejanza» e «imagen» que debe ser recordada a fin de comprender mejor las ideas de nuestra poetisa sobre los problemas relativos a la naturaleza de los signos y, en particular, de la mimesis icónica o representación por medio de imágenes de ciertos contenidos intelectuales. En su Tratado de la Santísima Trinidad establece Santo Tomás la siguiente diferencia entre esas nociones. Dice: en el concepto de imagen entra el de semejanza; sin embargo no basta cualquier semejanza para obtener el concepto de imagen, y ello es así porque «para que algo sea verdaderamente imagen se requiere que proceda de otro como semejante a él en especie o, por lo menos en algún signo de la especie», de suerte que «imagen es propiamente lo que precede a semejanza de otro y, en cambio, aquello a cuya semejanza precede algo, con propiedad se llama modelo e impropiamente imagen»4. Para Sor Juana, pues, los jeroglíficos no son «perfecta imagen» de las nociones que representan -esto es, de sus modelos- sino sólo «similitudes» parciales o, como diríamos hoy, signos de signos, formas icónicas de conceptos que se extienden a todas aquellas cosas cuya «copia» o representación visual es difícil porque carecen de figura natural, como por ejemplo los días, meses y semanas, o el frío, calor, humedad y sequedad, y así se entiende por Vulcano el fuego y por el aire Juno y por la tierra Vesta. Con todo, hay nociones que también escapan a su formulación verbal porque el entendimiento no es capaz de comprenderlas; será entonces razonable «buscar ideas y jeroglíficos que simbólicamente» las representen. Aun a pesar de la imperfecta o parcial similitud de los iconos con las ideas que se quiere representar contribuirán a la comprensión de éstas.

Trasladando la especulación teórica al campo de las ceremonias cortesanas -cosa por lo demás frecuente en la obra de Sor Juana- dirá que a las innumerables virtudes o «prerrogativas que resplandecen» en el nuevo virrey, no pudiendo caber en el corto entendimiento humano, será preciso buscarles simulacros que de manera aproximativa permitan entender la «perfectísima nobleza» del de La Laguna, es decir, habrá que fundarse en imágenes o «jeroglíficos» por medio de los cuales pueda aludirse a sus claras virtudes y a su noble origen. Ajustándose, pues, a ese «método tan aprobado» de buscar entre los dioses y héroes de la Antigüedad alguno que pudiera considerarse como diseño del más perfecto héroe moderno, eligió Sor Juana a Neptuno porque en él, dice, «quiso la erudita antigüedad hacer un dibujo de su Excelencia tan verdadera como lo dirán las concordancias de sus hazañas»5. He aquí el meollo de la cuestión. Lo que importa destacar no es propiamente la comunidad o semejanza del modelo remoto con el sujeto actual, sino sólo la concordancia o analogía proporcional que pueda establecerse entre aquellos «extremos cognoscibles», esto es, entre la imagen del dios de las aguas y el Marqués de la Laguna, al cual -extremando la hipérbole-, no es posible representar al vivo, pues su misma naturaleza, esto es, la extrema perfección a él atribuida, excede toda posibilidad de mimesis cabal.

A este recurso resueltamente utilizado por el arte y la literatura barroca llamaba Baltasar Gracián en su Agudeza y arte de ingenio (Huesca, 1648) «conceptear con sutileza» y este «modo de concepto -añadía- se llama proporcional, porque en él se atiende a la correspondencia que hacen los extremos cognoscibles entre sí»6. En este caso, los «extremos» relacionados son, por un lado, el dios Neptuno, por el otro «nuestro Príncipe»; en el primero, «parece que no acaso, sino con particular esmero, quiso la erudita antigüedad hacer un dibujo de su Excelencia», si bien será necesario «darle ensanchas» a la fábula o, lo que es lo mismo, extenderla y adicionarla con el fin de que pueda representar con la mayor aproximación posible todas las virtudes del nuevo héroe novohispano.

Como todas las obras adscritas a ese género pictórico-literario que se manifiestan sobre la base de efímeras fábricas arquitectónicas, el Neptuno alegórico se constituye como un monumental libro de emblemas en el cual, por medio de los «colores» de la pintura (los «silogismos de colores» como en otra parte los llamó Sor Juana), se da concreción a las «ideas» o imágenes que bajo la cubierta de las hazañas de un dios fabuloso- representan el ideal político de un príncipe católico: sabio, prudente, poderoso y justiciero. Con todo, este diseño, simple en apariencia, se complica y prolifera por modo extraordinario: no bastan las sutilezas del ingenio para poder encontrar esas «simetrías intelectuales entre dos términos del Pensamiento», es decir, las correspondencias analógicas entre el mítico rey de las aguas y el Marqués de la Laguna; es necesario, además, poner a contribución todos los caudales de la erudición cuya «universal noticia de dichos y hechos» -para volver a decirlo con Gracián- sirve para «ilustrar con ellos la materia que se declara»; en nuestro caso, las virtudes políticas y morales atribuidas al nuevo gobernante novohispano. Las fuentes de tales noticias son múltiples: van desde las historias sagradas y humanas hasta las sentencias de poetas y filósofos. Para la poética culterana, «sin erudición no tienen gusto ni substancia los discursos, ni las conversaciones, ni los libros», pero hay que saberla extraer del abundante magacén de la memoria con oportunidad y variedad, y aplicarla con sutileza.

Dentro de ese vasto reservorio de citas y referencias eruditas, los emblemas y jeroglíficos eran -para el mismo Gracián- el más preciado adorno, comparables con «la pedrería preciosa» engastada sobre el «fino oro del discurrir». Y, en efecto, en los tableros de ese arco de triunfo erigido frente a la entrada occidental de la Iglesia Metropolitana se colocaron los lienzos en que se representaban «las empresas y virtudes del dios Neptuno», cuyas «inscripciones» o versos -comenta Sor Juana- se llevaron «la atención de los entendidos», en tanto que las coloridas efigies suspendieron «los ojos de los vulgares», haciendo diferencia entre aquellos individuos que «sólo tienen por empleo de la voluntad el que es objeto de los ojos», por no decir los iletrados ignorantes, y los cultos y discretos que prefieren los conceptos que forma el entendimiento a través de la palabra. Sin embargo, unos y otros -ya fuese por intermediación de las imágenes o de las palabras-, comprenderían sin duda los mensajes insinuados por aquel «Demóstenes mudo / que con voces de colores / nos publica vuestros triunfos». Así, por poner un sólo ejemplo, una vez establecida

[...] la grande similitud y conexión que hay entre nuestro Excelentísimo Príncipe y el Padre y Monarca de las Aguas, Neptuno [...] se copió [...] en el principal tablero [...] la sagrada [imagen] de Neptuno acompañado de la hermosa Anfitrite, su esposa y de otros muchos dioses marinos, como los describe Cartario [...]7



pero dándoles a los cónyuges míticos las fisonomías del virrey y de su esposa, los cuales -por supuesto- excedían en hermosura a los antiguos dioses, así como también los superaban en virtudes8. Y para mayor confirmación de la estructura emblemática de los «argumentos» desplegados en el arco, se puso sobre la pintura referida el mote «Munere triplex» («Triple en su oficio») y, debajo de ella, en un tajón, «se escribió con bien cortadas letras este soneto», que establece precisamente las correspondencias analógicas discernidas por Sor Juana entre las deidades que rinden pleitesía a Neptuno y los habitantes de la Laguna mexicana que se postran ante su nuevo mandatario, así como entre el tridente -signo de la triple cualidad de las aguas sobre las que Neptuno gobierna: dulces, amargas y saladas- y el bastón de mando del Marqués de la Laguna, símbolo del triple poder del virrey: civil, judicial y militar:



   Como en la regia playa cristalina
al Gran Señor del húmedo Tridente,
acompaña leal, sirve obediente
a cerúlea deidad pompa marina;

   no de otra suerte, al Cerda heroico inclina,
de almejas coronada, la alta frente
la laguna imperial del Occidente
y al dulce yugo la cerviz inclina.

   Tres partes del Tridente significa
dulce, amarga y salada en sus cristales
y tantas al Bastón dan conveniencia:

   porque lo dulce a lo civil se aplica,
lo amargo a ejecuciones criminales
y lo salado a militar prudencia.



Pero no basta decir que del poder político del nuevo gobernante esperaban los mexicanos la oportuna intervención para impedir o remediar tanto los desastres naturales que amenazaban continuamente la ciudad, en especial, las incontrolables inundaciones («continua amenaza de esta imperial ciudad»), controlar los incontables desórdenes o motines provocados por la miseria y el descontento populares y, yendo a los intereses de la Iglesia a cuya costa se construía el arco, culminar las obras de la Catedral; había que ponderar -además- sus dotes de sabio y prudente gobernante; y en efecto, la propia Sor Juana, en una atrevida reflexión política, lleva más al extremo la doctrina expuesta por Saavedra: «Para mandar es menester ciencia; para obedecer basta una discreción natural y a veces la ignorancia sola»9 pero Sor Juana prefiere concentrarse en la inexcusable sabiduría del príncipe como instrumento necesario del buen gobernar y soslaya -porque no podría enteramente compartirla- la idea de Saavedra sobre que la obediencia de los vasallos es «casi siempre ruda y ciega». Y, así, sostiene Sor Juana que

[...] pudiera muy bien la república sufrir que el príncipe no fuera liberal, no fuera piadoso, no fuera fuerte, no fuera noble, y sólo no se puede suplir que no sea sabio; porque la sabiduría, y no el oro, es quien corona los príncipes10.



De ahí que, ampliando libremente las implicaciones del mito y basándose en una epístola de San Cipriano, Sor Juana convirtiera a Neptuno en dios de los Consejos, como hijo que era Isis -la Magna Mater, diosa e la sabiduría e «inventora de las letras de los egipcios»11-, y a quien honraron también los antiguos bajo el nombre de Harpócrates, «dios grande del silencio como lo llamó San Agustín». Sor Juana no oculta que en este caso dio demasiadas «ensanchas» a la figura mítica de Neptuno y, así, reconoce con gracioso desenfado y nada oculta satisfacción de su ingenio que

[...] la razón de haber los antiguos venerado a Neptuno por dios del Silencio, confieso no haberla vista en autor alguno de los pocos que yo he manejado; pero si se permite a mi conjetura, dijera que por ser dios de las Aguas, cuyos hijos los peces son mudos [...] Y siendo Neptuno rey de tan silenciosos vasallos, con mucha razón lo adoraron por dios del Silencio y del Consejo.



He aquí por dónde el Neptuno alegórico se presenta ante la faz admirativa del Marqués de la Laguna como un espejo moral en el que -como acontece también en la Empresa 33 («Siempre el mismo») de Saavedra Fajardo- el príncipe ha de saber examinar sus propias acciones y comprobar que sean todas ellas conformes con las virtudes que ya se apresuran a atribuirle sus vasallos, y he aquí también cómo la figura de Harpócrates -según la había canonizado Alciato- viene a insertarse, tácitamente, en el esquema de las correspondencias analógicas en que se funda la construcción mental y el despliegue imaginario del arco de triunfo o, por mejor decir, del programa político trazado por Sor Juana Inés de la Cruz.

A pesar de las interpretaciones que modernamente suelen darse del Neptuno alegórico, considerándolo principalmente como una opresiva y espectacular manifestación del autoritarismo monárquico12, no olvidemos que bajo sus halagüeños «colores» alegóricos, el Neptuno de Sor Juana es un «simulacro político»; vale decir, el diseño del paradigma de un nuevo virrey representado en tanto que un Neptuno moderno -imagen de sabiduría, prudencia y trabajo- pero sobre todo, el bosquejo ideal que de su futuro gobernante deseaban formarse los novohispanos. Si en el sexto lienzo se pintó a Neptuno «colocando en el cielo al Delfín, ministro y valido suyo», fue precisamente a causa de las buenas prendas del Delfín, pues no fuera tolerable ningún yerro en la elección de los ministros, que es «acción en la que consiste el mayor acierto o desacierto del príncipe», y si en el tercer lienzo se había representado a Neptuno defendiendo a Eneas el troyano, a pesar de las ofensas que éste le había inferido, era para dar a entender al nuevo virrey que «los príncipes han de anteponer la piedad al rigor».

Vistas así las cosas, el Neptuno alegórico no se limitó a ser una «triunfal máquina» política, por más que mediante ella se repitiesen los ritos cortesanos y tautológicos de vasallaje al nuevo representante de la monarquía española; sin abandonar la ortodoxia ceremonial, es también -y quizá primordialmente- la manifestación de una esperanza de mejor gobierno para los mexicanos. No en balde la propia Sor Juana calificó su arco emblemática como un «Dédalo de dibujos» y un «Cicerón sin lengua» no sólo atento a publicar «con voces de colores» los «triunfos» del príncipe, sino a insinuar con sutileza cortesana las verdaderas expectativas políticas de sus nuevo vasallos, que esperaban -al fin- poder «gozar estables felicidades sin que turben su sosiego inquietas ondas de alteraciones ni borrascosos vientos de calamidades».





 
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