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Informes presentados en los Congresos penitenciarios de Estocolmo, Roma, San Petersburgo y Amberes


Concepción Arenal






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Informe presentado en el Congreso internacional penitenciario celebrado en Estocolmo en 1878


Sección primera.-Legislación criminal

I. ¿Hasta qué punto la ley debe definir el modo de cumplir las penas? La Administración, ¿debe tener un poder discrecional respecto a los penados en los casos en que no sea aplicable el régimen general?

El modo de cumplir la pena forma parte esencial de la pena misma: apenas se puede imaginar una variación del modo de cumplir la pena que no la agrave o la suavice; de forma que variar viene a ser aumentar o disminuir. Debe tenerse además muy presente que cosas insignificantes, o que pasan desapercibidas para el hombre que goza de libertad, tienen mucho precio a los ojos del recluso, y negarlas o concederlas puede ser una gran mortificación o un gran consuelo. O la Administración puede legislar, o la ley debe definir, exacta y tan detalladamente como fuese posible, el modo de cumplir la pena, determinando:

El sistema de reclusión.

El alimento.

El vestido.

Las horas de trabajo.

Las de descanso.

Las que se dedican a la instrucción moral, religiosa y literaria.

Qué visitas o qué correspondencia se ha de permitir al penado.

Qué recompensas puede recibir.

Qué penas disciplinarias se le pueden imponer.

Qué libertad se le puede dejar para que de algún modo haga uso de su albedrío.

Además, la ley debe formar dos escalas: una de las infracciones del reglamento, otra de las penas disciplinarias, para que siempre el máximum y mínimum de pena corresponda al de culpa. La concesión de las recompensas tiene que ser más discrecional y tiene menos inconvenientes que lo sea.

Nótese que la Administración, en la práctica, vienen a ser los empleados en las prisiones; y aun suponiéndolos muy probos, muy instruídos y muy llenos del espíritu de caridad para con los reclusos, no pueden tener un modo de apreciar las cosas tan idéntico que haya en sus resoluciones aquella igualdad que exige la justicia. Una pena disciplinaria se aplicará a esta o aquella falta, según se cometa en esta o en aquella prisión, o en una misma, según varíe el director. Si, como creemos, la aplicación de la pena, en sus detalles todos, forma parte esencial de ella, la igualdad ante la ley exige que ésta sea una, idéntica siempre y dondequiera, y que al aplicarla se deje el menor campo posible a la divergencia de opiniones, suponiendo que no haya que temer, ni falta de inteligencia, ni abuso de ninguna especie.

Hay otra razón todavía más fuerte para que la ley determine el régimen de las prisiones tan detalladamente como sea posible. Las relaciones entre los penados y los funcionarios que han procurar corregirlos deben ser benévolas: esto es esencial; debe aspirarse a que se amen mutuamente. Para esto es preciso que el recluso vea en el empleado de la prisión, como en el juez, un mero aplicador de la ley, que no está en su mano modificar, que aplica, si es dura, a pesar suyo, porque es su deber; el penado que lo sabe no le mira mal, ni le guarda rencor, y puede haber relaciones cordiales entre los dos, aunque el uno aplique un castigo y el otro le sufra. Resultará de aquí que, limitando el poder material del empleado, dejándole menos facultades discrecionales, se aumenta su poder moral, que es su poder verdadero, el que ha de influir en la corrección del recluso, que sólo si le respeta y lo ama recibirá de él beneficiosas y eficaces influencias.

El régimen general de una penitenciaría debe ser tal que pueda aplicarse en todos los casos en que el penado no se halle enfermo o tenga defecto físico, casos que son de la competencia del médico. Si el sistema penitenciario no fuere completo, si no tuviere la uniformidad que sería de desear porque sólo se halle planteado parcialmente o por otras causas para los casos excepcionales, la ley debe dar reglas, dejando a la Administración que las aplique, no que las formule. El legislador puede y debe oír a la Administración y a todas las personas competentes: nunca se encarecerá bastante la ventaja, moralmente hablando, la necesidad de abrir amplias informaciones donde se recoja y concentre todo el saber que hay en un país sobre una materia dada, dolido con el oráculo de la ciencia se oiga la voz de la opinión, de modo que pueda formarse idea en un punto y en un momento dado, no sólo de lo que es conveniente, sino de lo que es posible hacer. Hecha así la ley, con todo el conocimiento de la materia que haya en el país y en la época en que se hace, no puede tener los inconvenientes de que la acusan los que reservan a la Administración facultad de legislar, si no en el nombre, de hecho; facultad inadmisible, en todo, pero en materia criminal intolerable.

II. ¿Conviene conservar las diversas clasificaciones de penas privativas de la libertad, o más bien adoptar la asimilación legal en todas estas penas, sin otra diferencia entre sí que la duración y las accesorias que pueden tener después de extinguidos?

¿Cuál puede ser el objeto de una clasificación de las penas que priven de libertad? Hacerlas más aflictivas, más infamantes, más temibles, más correccionales; alguna de estas cosas, o todas a la vez: examinémoslas brevemente.

Más aflictivas. La pena que priva de libertad, sea por mucho o por poco tiempo, debe sufrirse en una penitenciaría cuya disciplina severa no puede hacerse más rígida sin degenerar en cruel. El alimento y el vestido deben ser lo necesario fisiológico; el trabajo, ya corporal, ya mental, constante y sólo interrumpido por el preciso descanso; las tristezas de la soledad o las tentaciones de romper el silencio preciso para la incomunicación, muy penosas; y también la uniformidad de una regla inflexible, de una monotonía mortificante. No se puede disminuir nada de esto sin alterar el orden, sin barrenar la disciplina, sin hacer imposible un buen sistema penitenciario; no se puede aumentar el rigor sin convertirle en dureza excesiva y aun en crueldad: sólo la rebeldía puede motivar mayores severidades con las penas disciplinarias, que tienen siempre carácter transitorio.

Más infamantes. El delito deshonra, y por eso la pena infama; pero esta inevitable consecuencia no debe buscarse como objeto, sino, por el contrario, huirla como escollo contra el cual pueden estrellarse los más firmes propósitos de la enmienda. Halla ésta como eficaz elemento la dignidad del hombre, y atenta a ella quien le humilla y le escarnece. La ley, si no quiere ser cómplice, de su envilecimiento y de su reincidencia, debe evitar todo lo que le rebaje, procurando no ser nunca infamante y rechazando siempre esta calificación.

Más temibles. La pena, con el objeto de hacerse temer, no puede prescindir de los medios de conseguirlo; y si éstos no son justos, como no lo serían la crueldad y la infamia, no pueden ser admisibles. No hay que insistir sobre esto; es ya de todos sabido que la esencial condición de la pena es la equidad, y que se faltaría a ella buscando el escarmiento en vez de buscar la justicia.

Más correccionales. ¿Qué modificaciones pueden introducirse en la pena para que corrija con mayor eficacia? Estas modificaciones pueden ser:

En el orden material.

En el orden moral.

En el orden intelectual.

En el orden material, hemos visto que sin crueldad, sin poner en peligro la vida o la salud del penado, no se puede cercenar nada en un régimen en que se concede solamente lo necesario fisiológico. La dureza excesiva, lejos de ser un medio de corregir, lo es de endurecer y depravar; por regla muy general, el hombre que tiene hambre o frío, o cualquier otra sensación dolorosa, se halla poco dispuesto a sentir remordimientos, y los representantes de la ley, los delegados de la Administración, que se le aparecen como instrumentos de tortura, no pueden tener voces que lleguen al corazón y a la conciencia. Los penados no suelen ser personas en quienes prevalezca el espíritu sobre la materia, sino, por el contrario, se hallan más bien dominados por sensuales apetitos. Cuando éstos preponderan, las mortificaciones y los goces materiales impresionan con tendencia al exclusivismo, y debe evitarlos el que quiera modificar a un penado tan profundamente como se necesita para corregirle; creemos, pues, que ni goces materiales, ni mortificaciones físicas deben dársele.

En el orden moral, ¿cómo se modificará la pena que tenga mayor eficacia correccional, según la gravedad del delito que ha cometido el penado? Si la ciencia penitenciaria tuviera un poder moralizador indefinido, y pudiera ir aumentando en eficacia a medida de la necesidad que el culpable tiene de ser moralizado, conociendo bien esta necesidad iría satisfaciéndola, dejando en reserva aquella parte de sus recursos que fuese necesaria; pero no sucede nada de esto. Ni conoce con exactitud los grados de inmoralidad de un penado, ni tiene nunca medios sobrantes de corregirla, como se prueba claramente por las reincidencias, que no sólo se ven en los culpables de delitos más leves, sino que suelen ser en ellos más frecuentes por causas fáciles de comprender y que no es del caso explicar aquí. Resulta que la ciencia penitenciaria, para corregir a cualquiera penado, tiene que emplear todo su poder moralizador, y que no puede hacer diferencia entre ellos bajo este punto de vista, puesto que quien da cuanto tiene no puede dar más, y quien está obligado a dar todo aquello de que dispone no puede dar menos. No es dado, pues, formar una escala de medios moralizadores correspondiente a la inmoralidad de los culpables; porque, aun concedido que ésta se conociera perfectamente por guardar proporción, se faltaría a la justicia aplicando un mínimun con evidencia insuficiente, y sustituyendo a la equidad la simetría. El tratamiento moral no puede, por lo tanto, variar, porque su eficacia máxima es necesaria aun en los casos de gravedad mínima.

En el orden intelectual tampoco se pueden introducir variaciones en el modo de aplicar la pena según la gravedad del delito, sino, según su índole, modificar o suprimir alguna enseñanza que conocidamente pudiera convertirse en auxiliar de la reincidencia. No siendo en estos casos excepcionales, la enseñanza, tanto industrial como literaria, es buena para todos, y mejor cuanta más extensión tuviere. ¿A quiénes ha de negarse o limitarse? ¿A los culpables solamente de delitos leves, o a los que los han cometido graves? O la instrucción es buena, o es mala: si buena, debe darse a todos; si mala, a ninguno. Salvo, conforme dejamos indicado, algunas excepciones, cultivar la inteligencia del hombre es hacerle más razonable, y, por consiguiente, mejor, siempre que en la misma proporción que se le da la instrucción industrial y literaria reciba la moral y religiosa.

Se ve, pues, que las penas no pueden clasificarse suponiendo que sean:

Más o menos aflictivas,

Más o menos infamantes,

Más o menos temibles,

Más o menos correccionales,

y que no pueden diferenciarse sino por ser más o menos largas. Su duración: ésta será su única diferencia y la regla para clasificarlas. Cualquiera que sea el concepto de la pena, puede corresponder a él su clasificación sobre la base del tiempo que dura. Si se mira como correccional educadora, se perfeccionará más la educación prolongándola; y si ha de afligir y escarmentar, también lo hará con mayor eficacia cuanto más larga sea. Exceptuando la multa y las accesorias, creemos que debe adoptarse la asimilación de las penas.

III. ¿Mediante qué condiciones las penas de deportación y transportación podrán ser útiles a la administración de la justicia penal?

No se nos alcanza condición alguna que pueda convertir en útil para la justicia una pena que es radicalmente injusta.

IV. ¿Cuál debe ser la competencia de una Inspección general de prisiones?

Las atribuciones de la Inspección deben variar según ésta se organice. Si se compone de personas de moralidad, ciencia y experiencia, inamovibles en su destino y, en fin, que forman parte de un cuerpo respetable y respetado, en este caso la Inspección puede, sin inconveniente y con muchas ventajas, tener amplias atribuciones. Su carácter no es sólo fiscal o investigador de las faltas de cumplimiento de lo preceptuado, sino que tiene una misión más importante y elevada. La Inspección general lleva a cada penitenciaría en particular aquellos conocimientos superiores, aquellas ideas armónicas que resultan de ver las cosas desde arriba, de conocer todos sus elementos y compararlos; en cambio, recibe de cada establecimiento particular estos elementos, la experiencia en forma de hechos de índole diversa, muchos que ve con admiración, otros que no hubiera podido imaginar, y todos que le sugieren ideas que sin ellos no habría tenido. Alternativamente sintetiza y analiza, recoge datos que aprovecha, a veces inspiraciones que salen de un empleado obscuro, y ¡quién sabe si de un delincuente! Además, es el lazo de unión intelectual entre todos los que rigen las prisiones, que debe dar unidad a sus esfuerzos y elevación a sus miras.

A medida que la Inspección corresponda a esta idea, deben ampliarse sus atribuciones; a medida que se aparte de ella, disminuirse. En España tenemos experiencia de inspecciones que dan por único resultado los gastos de viaje de los inspectores y el descrédito de la alta función que ejercen.

Nos parece necesaria la Inspección que, siendo competente, no sólo investiga y fiscaliza como hemos dicho, sino que enseña neutralizando las tendencias mezquinas del espíritu de localidad, aprende recogiendo de la experiencia datos que sólo ella puede dar, y, en fin, da a la justicia aquella uniformidad que debe tener, que la igualdad ante la ley exige, y que perdería si sus ejecutores no tienen contrapeso para sus tendencias personales. También de esto hay frecuentes ejemplos en España, donde el régimen de un presidio varía con el comandante.

Si la Inspección es conveniente para los establecimientos penales directamente organizados y dirigidos por el Estado, es de todo punto indispensable para los que tienen carácter privado. Aun suponiendo que no se hayan establecido exclusivamente por deseo de lucro; aunque este deseo no entre más que en aquella medida que es compatible con la moral; aunque no tenga parte alguna en la creación de la casa penal, y ésta se deba a un sentimiento humano y religioso, todavía es necesaria la Inspección para evitar las exageraciones del misticismo y de la filantropía, posibles, y aun probables, en quien para emprender obra tan dificultosa ha necesitado un fuertísimo impulso de amor de Dios y de la humanidad.




Sección segunda.-Instituciones penitenciarias

I. ¿Qué fórmula conviene adoptar para la estadística penitenciaria internacional?

La estadística internacional, prueba y consecuencia de un gran progreso, puede contribuir a que éste sea más rápido siempre que llene tres condiciones:

1.ª Que sea exacta.

2.ª Que sea completa.

3.ª Que vaya acompañada de noticias indispensables para que los datos numéricos no induzcan a error.

¿Cuál es el principal objeto que se propone la estadística penitenciaria internacional? Apreciar la eficacia de la pena en una forma dada, o sea la bondad de los sistemas adoptados en los diversos países. Pero una institución social, cualquiera que ella sea, no es un aparato mecánico que funciona de la misma manera en este o en el otro pueblo, y según las circunstancias de aquel en que se aplica la ley penal influye de diverso modo. Antes de delinquir, en la prisión, después de recobrada la libertad, el delincuente recibe influencias sociales, muchas y poderosas, que pueden ser auxiliares del sistema penitenciario o contrariarle. Dos hombres de la misma edad, oficio, grado de instrucción, estado, cuyas condiciones personales exteriores sean idénticas, y que hayan cometido un delito con iguales circunstancias, según la nación a que pertenezcan, entrarán en la penitenciaría con disposiciones muy diferentes, ofreciendo más o menos dificultades para la corrección y enmienda.

La perturbación revelada por el delito es parcial, no total, porque entonces sería demencia. Moralmente considerado el delincuente, es un hombre que, en parte, es como todos los demás, en parte se diferencia de ellos. Esta diferencia constituye la semejanza entre los que han delinquido; su carácter general, que puede apreciarse en el que ha delinquido en Cádiz y en Estocolmo, y ser objeto de la estadística internacional.

En el que roba hay dos cosas que observar, el ladrón y el hombre, que no pueden separarse ni deben confundirse; el ladrón constituye la parte enferma de aquella criatura: el hombre la parte sana. Ésta varía al infinito, no hay dos hombres iguales, pero varía más según la época y el país en que se vive; de modo que dos delincuentes que hayan infringido la ley con idénticas circunstancias exteriores, podrán ser dos hombres que entren con muy diferentes disposiciones en una penitenciaría de España o de Suiza.

La enfermedad podrá ser la misma, pero los recursos que para vencerla se hallen en el organismo variarán mucho, y en la misma proporción las dificultades para restablecer la salud. Cuántas veces se dice con razón de un sujeto que no se cura, no porque en absoluto sea incurable su enfermedad, sino porque en él no hay naturaleza. Pues también en lo moral la curación depende del estado general de aquella situación del espíritu que reacciona contra el delito y da por resultado la enmienda, reacción que está favorecida o contrariada, según el nivel moral del pueblo de donde sale el delincuente.

La prisión misma no está herméticamente cerrada a las influencias exteriores. Con la misma arquitectura, igual reglamento o idéntica disciplina se obtendrán diferentes resultados, no sólo según la disposición de los reclusos, sino conforme la que tengan sus guardadores, maestros y guías. No se sustraen éstos a las influencias del medio en que viven, y el sistema será como un esqueleto, o tendrá vida, según los encargados de realizarle tengan el ejemplo y la opinión por auxiliar, o necesiten combatirla, en la frecuente alternativa de ser criaturas excepcionales o desmoralizadas.

A la salida de la prisión es más perceptible la influencia exterior sobre el penado. El mal ejemplo, la impunidad, las dificultades para ganar honradamente la vida, la carencia o tibieza de las creencias religiosas, las ideas erróneas, la relajación de la moral, las iras populares en fermentación, todas estas circunstancias o las opuestas detienen o empujan a la reincidencia.

Así, pues, la fórmula de la estadística internacional ha de expresar, no sólo las circunstancias que es preciso saber del delincuente en general, sino las particulares del país en que ha delinquido, y para esto hacer mención de todo lo que pueda dar idea de su estado moral, religioso, intelectual, político y económico; sólo así se podrá apreciar un sistema dado, no atribuyéndole méritos que no tiene o males de que no es responsable.

II. La creación de escuelas normales para preparar en su carrera a los vigilantes de ambos sexos en las cárceles, ¿debe considerarse como útil y necesaria para el éxito de la obra penitenciaria?

Los vigilantes y funcionarios de las cárceles deberían pertenecer al Cuerpo facultativo penitenciario. Cierto que la misión del empleado en la cárcel no es educadora como en la penitenciaría, ni ofrece, por consiguiente, tantas dificultades; pero la diferencia es más bien respecto del personal superior que del subalterno; la vigilancia se parece mucho, ya se ejerza con penados o con presos. Las ventajas de que pertenecieran a un mismo Cuerpo los empleados en las cárceles y en las penitenciarías pueden resumirse así:

1.ª Tendrán espíritu de Cuerpo, que debe formarse y que es indispensable si han de llenar cumplidamente su misión.

Este espíritu es el conocimiento de lo que necesitan hacer, y la voluntad firme y perseverante de hacerlo. Si se considera cuán difíciles, cuán penosos son los deberes del que ha de corregir al delicuente; cuánta abnegación necesita, no sólo ignorada, sino seda muchas veces de tristes desengaños, se comprenderá que deben darse al empleado en las prisiones todos los auxilios posibles morales y materiales; retribuirle bien, apreciarlo mucho, ponerle alto en la opinión, fomentar ese espíritu de Cuerpo que, haciendo responsable al individuo del honor de la colectividad y partícipe de su mérito, no hay duda que es un apoyo para la virtud.

2.ª Uno de los inconvenientes para tener un personal tan escogido como sería de desear para el servicio de las prisiones, es la dificultad de dotarlo debidamente: esta dificultad se vencería en parte si fuera uno mismo el de las cárceles y el de las penitenciarías; siendo más numeroso, al medio, y sobre todo al fin de la escala, podrían darse retribuciones crecidas, que fuesen a la vez un premio y un estímulo: la esperanza es para todo un gran auxiliar. El joven que entra en cualquiera carrera, sirve con gusto por un corto sueldo como tenga en perspectiva la seguridad de futuras ventajas. Por el mismo sueldo que no se lograría un empleado regular limitándole al servicio de cárceles, se puede tener uno excelente si empieza su carrera por él y forma parte del Cuerpo general penitenciario.

3.ª Siempre que se pueden graduar las dificultades, es buen método para vencerlas. Por más completa que sea la instrucción teórica que reciban los individuos del Cuerpo penitenciario, necesitan práctica, que debería empezar en las cárceles, ya porque la dificultad es menor, ya porque las inevitables faltas de la inexperiencia son menos perjudiciales en una cárcel que en una penitenciaría.

4.ª Hemos dicho que no debe haber gran diferencia en lo que se exija al personal subalterno de las cárceles y al de los presidios, porque las necesidades de la vigilancia se parecen en toda reclusión; añadiremos que aun los empleados superiores tienen ocasión, y aun necesidad a veces, de emplear toda su inteligencia y toda su abnegación con el preso. Con frecuencia está solo en su celda, sin que, ni pariente, ni amigo, venga a darle consejo ni consuelo. Si es inocente, ¡qué prueba para su virtud! Si culpado, ¡qué agitación! Todavía no se ha calmado tal vez la efervescencia de la pasión o del apetito desordenado que le empujó al delito. Revuelve en su mente los medios de probar su inocencia o atenuar su culpa; recuerda que hace pocos días, o pocas horas, era un hombre honrado, tenía libertad, y ahora se ve entre cuatro paredes cubierto de infamia; se exaspera pensando en sus cómplices impunes, en sus instigadores, que se burlan de la ley, o la sed de venganza no saciada le hace rugir. La cólera, la desesperación, el desaliento, la terrible lucha, se ven muchas veces en la prisión preventiva, y no sobran, sino que hacen falta altas dotes, en el director y empleados superiores de una cárcel.

Así, pues, ya porque se deben auxilios morales a los presos inocentes o culpados, ya porque, respecto de éstos, en cierto modo empieza en la cárcel la obra penitenciaria, debe haber armonía en todos los encargados de realizarla. Por las razones que dejamos indicadas deseamos que no haya más diferencia entre los empleados de penitenciarías y de cárceles que empezar por éstas la práctica de la carrera.

En cuanto a las ventajas conseguidas con los ensayos hechos en este sentido, no tenemos de ellas especial conocimiento para dar ningún dato útil al Congreso; pero no dudamos que el resultado sea satisfactorio.

III. ¿Cuáles son las penas disciplinarias cuya adopción puede permitirse en las cárceles y penitenciarías?

La prisión preventiva usada en sus justos límites, que no son los que ahora tiene, es un derecho de la sociedad y un deber del preso someterse a ella, aun suponiendo que sea inocente.

Además de los deberes generales, los hay especiales de la situación de cada hombre; la especial del preso tiene los suyos consignados en el reglamento que está obligado a cumplir.

Resulta que la pena disciplinaria, lo mismo para el preso que para el penado, no es más que la coacción justa o inevitable para la realización del derecho a que él se niega. La regla de la cárcel no es tan estrecha como la de la penitenciaría; pero, una vez infringida, hay el mismo derecho para reducir al infractor a que la cumpla, y por los mismos medios, salvo las diferencias que lleva consigo la diferente situación. Teniendo muchos más derechos el preso, las penas disciplinarias tendrán carácter más negativo, y será raro que necesiten ser positivas; pero, llegando este caso, pueden equipararse a las del penado, hasta privarle del trabajo, de compañía y aun de luz si su brutal rebeldía lo hiciere necesario.

La regla que tendríamos para establecer penas disciplinarias, es que no perjudiquen a la salud del cuerpo ni del alma; y en el desdichado caso de que no pudiera establecerse armonía, preferir el bien del espíritu al del cuerpo. En una prisión en que estén bien estudiadas y distribuidas con equidad las recompensas, creemos que las penas rara vez serán necesarias; pero, en fin, cuando lo fueren las usaríamos.

La disminución de las ventajas obtenidas, o en caso grave la perdida de todas ellas.

La disminución o supresión de la parte recibida como producto del trabajo.

La disminución o supresión de comunicación, ya verbal, ya por escrito.

La disminución de alimento.

La aplicación de la camisa de fuerza.

El confinamiento a la celda tenebrosa.

Para imponer estas tres penas hay que consultar al médico y cerciorarse bien de que no se trata de un enfermo o de un demente, como es lo más probable; los hombres que tratados con dulzura y justicia son furiosos, sólo por rara excepción estarán cuerdos y sanos.

Se aumentaría extraordinariamente la eficacia de toda pena disciplinaria si fuera unida a ella la circunstancia de que los días que dura no se cuentan para la extinción de la condena: así se harían muy temibles las penas más leves.

IV. Examen de la cuestión de libertad condicional, abstracción hecha del sistema irlandés.

La libertad condicional tiene una circunstancia que la hace en gran manera útil para evitar o disminuir el número de reincidentes, por el temor de la vuelta a la prisión en el momento de salir de ella, cuando es más necesario un fuerte freno, cuando el licenciado tiene tanto peligro de abusar de todas aquellas cosas cuyo uso le estaba prohibido, y de que la libertad le produzca una especie de embriaguez y le trastorne.

En aquellas horas y días críticos es muy saludable el temor de volver a la prisión por faltas que no son delitos, pero que ponen en camino de cometerlos, y ésta es otra razón que nos hace mirar la libertad provisional como un verdadero progreso en la ciencia. Pero todo progreso verdadero y de alguna importancia supone otros, y no pude realizarse sin ellos.

El que disfruta de libertad provisional tiene que estar muy vigilado y muy bien; es decir, que se necesita un personal de vigilancia activo, probo y bastante inteligente para aplicar reglas que, por muy claras que parezcan en estas materias y con tal clase de personas, dejan siempre algo a la arbitrariedad: se tiene o no este personal. Si se tiene, la libertad provisional será un bien; si no, degenerará en licencia o tiranía: el penado infringirá impunemente la regla, o sin infringirla volverá a la prisión, y viéndose tratar con injusticia tendrá en lo sucesivo mayor dificultad para ser justo.

La libertad provisional no hay duda que es un buen instrumento; pero tampoco la tiene que es difícil de manejar, y que mal usado puede ser peligroso. En este caso, no sólo concede una rebaja de pena al que no la merece, sino un estímulo a la hipocresía primero, y después al vicio, dejando además, como hemos dicho, la puerta abierta a la arbitrariedad o al diferente criterio y modo de ver las cosas de empleados subalternos, que envían a la prisión un penado que no se conduce peor, o que acaso sea mejor que otro que queda libre; también hay que tener en cuenta la posibilidad de que un penado tenga algunos recursos y compre la tolerancia del que debe vigilarle.

Aun cuando puedan estar perfectamente vigilados los que disfrutan de libertad provisional, no creemos que ésta debe concederse hasta haber extinguido en la prisión los 9/10 de la condena.

Es necesario estar prevenidos contra las inevitables reacciones que en la opinión se verifican en todas las ramas de las ciencias sociales. De no conceder a la pena carácter correccional, se tiende a no ver más que él solo; de creer que el delincuente es incorregible, a suponer que puede corregirse con facilidad y darle por corregido en virtud de meras apariencias. Pero aunque la razón no nos señalase la injusticia de ciertas exageraciones y exclusivismos, dése a la pena el carácter expiatorio, ejemplar o correccional, es lo cierto que, lo mismo el escarmiento que la expiación y la educación, necesitan tiempo, y que, por lo tanto, no debe abreviarse excesivamente el de la pena por meras apariencias: mientras un penado no recobra por completo la libertad, no puede saberse si está corregido, o es hipócrita y buen calculador.

Cualquiera que sea la forma que se dé a la libertad condicional, siempre tendrá por condición esencial una vigilancia inteligente, perseverante y honrada, y siempre deberá evitar las grandes rebajas de condena, que tienen el peligro de hacer hipócritas impunes.

V. El sistema celular, ¿debe sufrir algunas modificaciones, según la nacionalidad, el estado social y el sexo de los penados?

Debe hacerse una distinción. Si el sistema celular se aplica en todo su rigor, es decir, si el penado no sale de su celda sino, cuando más, para dar su paseo con precauciones materiales, a fin de que no pueda comunicar con sus compañeros, entonces la nacionalidad, o más bien la raza y el estado social, por la diferencia de instrucción religiosa, literaria y actividad espiritual, en fin, podrán hacer indispensables de todo punto modificaciones que, en otro caso, podrían no ser más que muy convenientes. El penado español, por ejemplo, que, o no sabe leer, o entiende mal lo que lee por regla general; que jamás ha leído las Escrituras santas ni libro devoto alguno; que en materia de religión es muy ignorante y muy indiferente, en moral poco instruido, y con frecuencia extraviado por errores que cunden, y exasperado por cóleras que fermentan; el penado español, ¿qué hará solo, recibiendo alguna visita breve y dejándole por todo recurso, en el resto del día y de la noche, la Biblia y el Evangelio, en el caso de que sepa leer? Se embrutecerá más y más, y abatido, aplanado o exasperado o iracundo, se hallara muy mal dispuesto para la corrección y enmienda. La soledad se soporta tanto peor cuanto menos recursos espirituales tiene el solitario. Podrá suceder que no enferme, que no se vuelva loco, que no experimente ninguno de esos trastornos ostensibles y de bulto que se consignan en las estadísticas; pero que no se rebaje intelectual y moralmente si en su miseria moral o intelectual se le deja solo o sin poderoso auxilio, no lo comprendemos. Prescindiendo de las transiciones físicas, las morales varían mucho y son más bruscas, según la vida que tuviese en libertad el penado.

La civilización, con sus necesidades y sus hábitos, establece ciertas reglas y disciplina a que no es fácil sustraerse por completo: un penado que carbonea en Extremadura al aire libre, cambiando el cobertizo donde se alberga según su hacha va talando el monte, y un obrero de Francia o Bélgica que trabaja trece horas en la atmósfera a veces deletérea de una manufactura, deben recibir impresiones muy distintas, físicas y morales, al verse confinados en la celda solitaria. Creemos, pues, que los rigores del sistema celular no pueden aplicarse indistintamente y prescindiendo del grado de civilización y estado social de un pueblo.

El sistema celular, templado con la reunión silenciosa para el trabajo, o al menos por la oración colectiva, y la instrucción religiosa, moral y literaria, y las pláticas frecuentes, creemos que puede aplicarse a los penados de cualquier pueblo civilizado. Esto por regla general; las excepciones no deben desatenderse, pero tampoco considerarse como motivo para modificar un sistema.

El sexo del penado no creemos que debe determinar modificación alguna en el sistema, a no ser que se viera por experiencia que era necesaria, lo cual dudamos mucho. La mujer es más dócil, más resignada, tiene hábitos más sedentarios, y, por consiguiente, se acomodará, si no mejor, tan bien como el hombre, a la reclusión en la celda; el sentimiento religioso es también en ella más fuerte, lo cual lo da un medio más de suavizar las amarguras de la soledad. En cuanto a la imposibilidad que algunos suponen de que las mujeres guarden silencio, creemos que es una opinión infundada.

VI. La duración del aislamiento, ¿debe fijarla la ley? La Administración, ¿puede admitir alguna excepción además del caso de enfermedad?

La duración de la pena con todas sus condiciones importantes, debe fijarse por la ley. Cierto que hay en esto una inflexibilidad muy de lamentar y una imperfección deplorable; pero son consecuencia de la imperfección humana, cuyos malos no pueden atenuarse por medio de arbitrariedad. Suponemos que el arbitrio de resolver en cada caso acerca de las condiciones importantes de la pena no se deje llevar por pasión ni por interés: pero, aun cediendo sólo a móviles honrados y obrando de buena fe, ¿cuántas resoluciones erróneas o injustas toman los hombres, según la diversidad de sus pareceres? ¿No los vemos combatirse hasta dar y recibir la muerte, invocando todos la justicia y creyendo que les asiste? Si esto acontece siempre, más en momentos históricos como el actual, en que todo se discute, y disminuyendo el prestigio de las autoridades, la opinión del individuo propende a erigirse en regla. Los encargados de interpretar la ley de penitenciaría viven en su siglo, y por el espíritu de él, y por la natural disposición del hombre a no apreciar siempre de un modo idéntico las cosas y las personas, los penados por igual delito sufrirían muy diferente pena si pudiera modificarla esencialmente el director de la penitenciaría o el de prisiones, cuyas opiniones indefectiblemente se traducirían en hechos. La duración del aislamiento, siendo una parte esencial de la pena, debe fijarse por la ley, a fin de que ésta sea igual para todos en lo posible: tenga el tribunal que juzga una esfera de acción suficiente para que pueda graduar al delito la pena; pero que ésta no varíe según la apreciación diversa de los diferentes delegados de la Administración; a la arbitrariedad no se deje nunca sino aquello que no se lo puede quitar; en una penitenciaría siempre será mucho.

Las excepciones que puede hacer la Administración, refiriéndose solamente al caso de enfermedad, siempre que se trate de abreviar el plazo de la reclusión solitaria, no pueden llamarse excepciones verdaderamente, sino reglas para los enfermos.




Sección tercera.-Instituciones preventivas

I. Patronato de los licenciados adultos.-¿Debe organizarse, y cómo? ¿Debe formar una organización distinta para cada sexo?

El patronato de los licenciados debería organizarse de modo que tuviese:

Unidad.

Libertad.

Generalidad.

Independencia.

La unidad se conseguirá formando un centro en la población que tuviera más elementos para la obra protectora. Esta Sección Central comunicaría con tantas secciones parciales como hubiera penitenciarías.

Se procuraría que todo lo esencial fuese común a todas las secciones, pero libremente aceptado y previa la discusión necesaria; en lo que no fuera esencial, habría de dejarse completa libertad de acción para no contrariar inclinaciones ni coartar actividades que, según muchas circunstancias, pueden tener formas diferentes; la unidad no es la simetría: consiste en el mismo espíritu, en el mismo fin, en que los medios sean buenos, no en que sean idénticos. La libertad y la unidad son dos elementos de vida que deben entrar en la proporción conveniente, ni más ni menos; y esto es cierto para el patronato de los licenciados, como para cualquiera obra benéfica, siendo muchos los que mueren o languidecen por exceso de libertad en una esfera limitada, o por unidad demasiado absorbente que embaraza los movimientos libres.

Si la acción del patronato ha de ser eficaz, es necesario que se extienda, y esto de dos modos: buscando socios en todas las localidades y en todas las clases.

Hay que evitar, en las enfermedades morales como en las físicas, que formen foco por la acumulación de enfermos; y si el aislamiento en la prisión tiene razón de ser para los reclusos, hay la misma para procurar que no se agrupen los licenciados. Por esto, y por los graves inconvenientes que para ellos tienen las grandes poblaciones, convendría desparramarlos por las pequeñas, y que no hubiera pueblo alguno, ni aun pobre aldea, en que el patronato no tuviera algún socio. El buscarlos en todas las clases importa aún más y es más difícil por muchas causas. Una de ellas es el error de que no se pueden hacer obras de caridad sin dinero, con lo cual se excluye a los pobres, privándoles a ellos de un medio de perfección y a la sociedad de bienes inmensos. La fraternidad no consiste en dar derechos que no pueden negarse, ni limosna con este o el otro nombre, la fraternidad es amor y aprecio, relaciones bajo pie de igualdad, unión de corazones. Si hemos de fraternizar con el pueblo, es necesario que comulguemos con él, que comulgue con nosotros en el altar de las buenas obras, para muchas de las cuales no se necesita dinero, sin que haya ninguna que con dinero sólo se realice. La cooperación del pueblo es indispensable para el patronato de los licenciados: poco aprovechará que los patrocine el gran señor, o el sabio, si son rechazados del taller; un padrino allí le sería en ocasiones más útil que todos los que pudiera tener en los salones y en las Academias.

Son inmensos los servicios que podrían prestar al patronato los consocios de blusa, más cerca de los patrocinados, que tal vez trabajan a su lado todo el día; que los ven vacilar en el buen camino; que observan las faltas precursoras de los delitos; que pueden dar el consejo cuando todavía la pasión no ofusca, y la mano antes de la gran caída. Las personas de muy diferente posición social no tienen ocasiones de saber de su protegido si no las buscan, ni les es fácil buscarlas con frecuencia, ni aunque las hallen, ser de aquellas más propias para conocerlo y ampararle.

Tal vez se diga que al consocio de blusa le faltará autoridad para con su patrocinado; pero nosotros creemos que será mayor la de su ejemplo que la de doctos discursos. No se sabe la fuerza moral que pierde la exhortación a un desdichado cuando se la dirige el que es dichoso. El que goza de las comodidades de una buena posición social y de las ventajas de la general consideración, aconsejando al licenciado que se resigne con su miseria, con la falta de trabajo, con la ignominia, debe despertar en el ánimo del que intenta persuadir la idea de que es fácil exhortar a la resignación de males que no se sufren, y que el venturoso, puesto en el lugar del desventurado, no sería capaz de hacer lo que le aconseja. Pero cuando la situación material del patrono se acerca mucho a la del patrocinado; cuando su tarea es ruda; cuando gana su vida penosa y obscuramente, sin halagos del mundo ni favores de la fortuna, entonces su voz está autorizada o no necesita hablar: el ejemplo de un pobre honrado que trabaja y lucha con su mala suerte, es más elocuente que las peroraciones más doctas.

Tal vez se juzgue imposible la cooperación de los obreros al patronato de los licenciados, no lo creemos así. En todo caso era preciso probar, porque en nuestro concepto vale la pena; bien entendido que habría dificultades que vencer, y en un principio contentarse con poco. ¿Qué señor no podría proporcionarse un consocio obrero? Ninguno que de veras le buscase, lo cual bastaba para empezar; esto tendría otras ventajas, cuya enumeración nos sacaría de nuestro asunto.

La independencia del patronato es también esencial, porque, si se le creyera influido por la policía o relacionado con ella, adiós la mayor parte de su prestigio y poder. Para que la influencia del patronato sea verdaderamente fecunda es necesario que no se presente apoyado más que en el generoso impulso a que debe su origen, sin más fuerza que la moral ni más coacción que la que ejercen las superioridades intelectuales y afectivas. Con igualdad de todas las demás circunstancias, el patrono dominará tanto más al patrocinado cuanto éste le crea más independiente.

No nos parece cuestionable que los que salen de las prisiones deben tener protectores de su mismo sexo, y que, por consiguiente, deben formarse patronatos de mujeres, que, como los de hombres, tengan en su organización unidad, libertad, generalidad o independencia.

II. El Estado, ¿debe subvencionar a las asociaciones para el patronato? ¿En qué condiciones?

Vemos que, en general, las asociaciones de patronato se quejan de falta de fondos, y los reclaman de los Gobiernos como condición de éxito. En vista de que estas quejas y estas afirmaciones se repiten, empezamos a dudar si será errónea nuestra opinión, contraria a que las asociaciones de patronato sean subvencionadas por el Estado. Las razones que para opinar así hemos tenido, son:

1.ª Que cuando se dan demasiadas facilidades a una obra benéfica, decae por falta de aquella energía que sólo se despliega luchando.

2.ª Que suelen gastarse con menos circunspección los fondos que se reciben sin trabajo, que los que se dan haciendo un sacrificio o se agencian con dificultad.

3.ª Que las asociaciones de patronato para los licenciados deben ser más ricas de inteligencia, de celo, de abnegación, que de dinero, porque, si disponen de muchos fondos, es difícil que no sean explotadas por hipócritas que van en busca de ellos, y no de consejo y de protección para encontrar trabajo.

Por lo demás, si las asociaciones de patronato son subvencionadas por el Estado, desearíamos que lo fuesen incondicionalmente. O merecen confianza, o no. Si no la merecen, no deben recibir subvención; si la merecen, no se les deben imponer condiciones que podrán convertirse en trabas y no serán garantías.

III. ¿De qué principios se ha de partir para organizar los establecimientos destinados a los jóvenes que han obrado sin discernimiento, y se ponen a disposición del Gobierno durante el período señalado por la ley?

Para satisfacer esta pregunta hay que examinar y siquiera sea muy brevemente, lo que se entiende o debe entenderse por obrar sin discernimiento.

¿Cómo y cuándo adquiere el hombre aquella plenitud de sus facultades en virtud de la cual se le exige la completa responsabilidad de sus actos? ¿Cómo? Por grados. De una hora a otra, de este mes al siguiente; no pasa de la ignorancia de lo justo a su conocimiento, sino que va comprendiendo la justicia por grados y poco a poco. Y este conocimiento, ¿es como una revelación que, aunque graduada, tiene carácter de espontaneidad, o es reflexivo? La humanidad está en posesión de muchas verdades sobre las cuales no ha reflexionado, y que son para ella creencias firmes, no conocimientos razonados. Aquellas cosas que necesita indispensablemente saber las sabe por intuición, y las cree más bien que las conoce: razonar estos conocimientos debidos a la inspiración, reflexionar sobre las creencias, es obra del progreso y le constituye en gran parte.

En la vida del hombre acontece algo muy semejante. La noción del bien y del mal precede a la aptitud de analizarle. Cuando es muy pequeño, no se le dice: eso no debe hacerse, sino: eso no se hace; la autoridad es imperativa: no puede ser razonada tratándose de un ser que todavía no razona. Pero ¿se sigue de aquí que sea irracional? A un caballo, a un buey, aunque sea a un perro, ¿se le dice: eso no se hace, se le pega o se le amenaza para que no lo haga? Es evidente para el observador más vulgar que desde muy temprano se trata al niño de una manera muy diferente que al bruto, y que en el tono imperativo va envuelta la idea del deber que no se explica, pero que se impone al que más o menos confusamente le comprende ya. Esta noción del mal y del bien se hace muy pronto clara si no la obscurecen circunstancias exteriores. No hay que equivocar lo circunscrito de la esfera de acción intelectual de un niño, con la ignorancia de las cosas que no salen de esta esfera.

Un niño carece de machos conocimientos, de muchos estímulos, de muchas pasiones; ignora muchos modos de hacer bien y mal; pero en su pequeño círculo, pronto, muy pronto distingue el mal del bien: a medida que este círculo se ensancha, puede decirse que se ilumina, la claridad de las ideas aumenta con su número, pero entre conocer todo el mal o el bien que se hace, y no conocer nada, hay una escala, cuyo primer grado ocupa el hombre razonable, y el último el demente o el bruto, no el niño.

Resulta que, cuando un niño ha hecho algo que la ley pena, y se dice que ha obrado sin discernimiento, no se habla con exactitud, y juzgando en consecuencia, no se juzga en justicia. Que el niño no sepa todo el mal que hace, es posible; que no sopa nada, no es probable.

Son sencillos los elementos esenciales que exige el conocimiento suficiente de una mala acción; los tiene un hombre rudo lo mismo que un filósofo, y es posible que los tenga un niño. Decimos el conocimiento suficiente, porque es el que basta para la responsabilidad moral y en su caso legal, aunque no sea todo el conocimiento posible.

Nos parece que, sólo por excepción, los niños delincuentes lo son sin discernimiento, es decir, sin saber que hacen mal. La ley que lo dice, ¿lo creo así? ¿obra en consecuencia?

¿Qué significa poner al niño no responsable legalmente a disposición de la Administración con éstas o las otras condiciones, por tanto o cuánto tiempo? Si no hay discernimiento no puede haber culpa ni pena, y pena es la reclusión forzosa, cualquiera nombre que se lo dé. Hay que educar al niño acusado, se dirá. Y ¿por qué a él y no a otros ciento, a otros mil, de cuya educación nadie se cuida? ¿Parece más necesaria en éste? Y ¿por qué? Porque su proceder prueba la mayor necesidad de corregirle. Luego ese proceder no es un hecho aislado y fortuito; su mano no ha herido o robado como movida por un resorte mecánico; alguna relación se supone entre su manera de ser y su manera de obrar; de otro modo, la ley no le entregaría a la Administración para que le corrigiera.

Resulta que la ley, por no faltar a la justicia, falta a la lógica y pena al que ha declarado irresponsable. Se dirá que la pena es puramente educadora; pero si en el papel pueden hacerse estas distinciones, en el hecho la pena correccional es ejemplar y expiatoria: no se puede corregir al que ha errado en materia grave sin mortificarle de alguna manera, y sin que él y los otros teman esta mortificación. Hay que congratularse de esta armonía de los elementos de la pena que algunos quieren hacer exclusivos u hostiles; pero hay que comprender que al niño a quien la ley manda recluir y educar la pena.

Para la manera de penarle o de educarle, es esencial conocer si obró o no con discernimiento, si supo o no supo lo que ha hecho; en el segundo caso no hay más que esperar a que se desarrolle su inteligencia, cultivarla; en el primero es necesario rectificar la voluntad, sin escrúpulo de imponer las mortificaciones que merece y necesita el que la tiene torcida.

La precocidad para todo es un hecho bien comprobado en nuestra época: todos los días se oye a los ancianos que ahora los niños tienen más malicia que en su tiempo, y dolerse de que la niñez pierde muy pronto el candor y la inocencia; aunque en estas lamentaciones haya algo de exagerado, hay mucho también de cierto, porque el hecho que las motiva está en armonía con otros. En todas partes se disminuye, o hay tendencia a disminuir, el tiempo exigido para la mayor edad; y aunque esto sea efecto de varias causas, una es, a no dudarlo, la observación de que los jóvenes se hallan en estado de gobernarse por sí mismos antes que antiguamente. Se ven frecuentes ejemplos de precocidad notable para adquirir todo género de conocimientos, y en los teatros aparecen artistas distinguidos que pueden llamarse párvulos. La estadística revela la precocidad creciente para el crimen. No nos incumbe investigar la causa; pero es cierto el hecho de que las pasiones hacen explosión y la inteligencia se desarrolla en edad muy temprana, lo cual debe hacernos muy cautos y meditar mucho antes de declarar irresponsable a un niño delincuente.

Hay un hecho repetido, muy propio para inducir a error en esta materia: un niño comete un delito; educándole, a veces sin educarle, pasan años y llega a ser un hombre honrado: de aquí suele inferirse que obró mal porque no supo lo que hacía, y que tan pronto como ha tenido conocimiento ha obrado bien. En algunos casos la conclusión podrá ser exacta; en muchos, en los más, creemos que no lo es. La criatura humana, desde que puede considerarse como ser moral, es decir, desde que tiene noción suficiente del mal y del bien, y poder para realizar el uno o el otro, lo cual acontece en los primeros años de la vida hasta el fin de ella si no es muy breve, experimenta cambios a veces de mucha trascendencia, y se descompone y se desfigura y vuelve a componerse su fisonomía moral como la física. Tiene crisis, casi metamorfosis; el desarrollo de una facultad que se anticipa a otra u otras que deben contenerla o auxiliarla, determina a veces malas acciones, que son consecuencia de falta de armonía por no haber llegado el hombre a la plenitud de sus facultades; otras veces el elemento perturbador está en germen; de manera que puede suceder que el hombre sea mucho mejor o mucho peor que el joven o el niño. Pero de que haya variado mejorando no debe concluirse que no fue malo, que hizo el mal sin conocimiento: una cosa es que en la edad de los cambios el mal no imprima carácter, y otra que se realice sin distinguirle del bien; esto, sólo por rara excepción lo admitiremos.

Partiendo de estos principios, que nos parecen verdaderos, organizaríamos como casas de corrección las que deben servir para recoger los niños declarados irresponsables por los tribunales. Los trataríamos con mayor blandura, teniendo presentes las condiciones físicas y morales de su edad, abrigando mayor esperanza de curación radical, pero creyendo que hay realmente enfermedad, que hubo voluntad culpable; que sobre ella hay que influir, en vez de creerla pura y dirigirse sólo al entendimiento. Es de necesidad clasificar los niños que los tribunales entregan a la Administración declarándolos irresponsables del mal que han hecho; porque entre ellos, a pesar de su poca edad, los hay de voluntad torcida y culpable, y otros que verdaderamente sin culpa han sido empujados al mal por la miseria, el abandono, el mal ejemplo o tal vez la instigación y aun la coacción de los que debían guiarlos al bien. Para declarar responsables o no a los niños y adolescentes no tendríamos en cuenta su edad, sino las circunstancias del delito y las suyas, y, según ellas también, los recogeríamos en una casa de beneficencia o de corrección. Por regla general, este último carácter creemos que deben tener las que reciben a los niños que han faltado en materia grave y son declarados legalmente irresponsables. Sea un establecimiento agrícola como sería de desear, o de otra clase, ha de organizarse para rectificar voluntades torcidas.

IV. ¿Cómo deben organizarse las instituciones referentes a los muchachos vagabundos, mendigos o abandonados?

Estas instituciones habrán da variar mucho, según se hallen en un país en que sea débil o poderosa la acción individual. En aquellos que dichosamente estén en este último caso, la Administración auxiliará; en los otros será auxiliada. Es de desear que la acción directa del Estado no sea necesaria para educar a los muchachos abandonados, y que se encarguen de ampararlos física y moralmente asociaciones particulares. Convendría que estas asociaciones, sin perder su iniciativa y libertad, se armonizasen en la unidad para poder prestarse mutuo auxilio y evitar los inconvenientes del aislamiento.

La organización de las sociedades protectoras de la infancia abandonada debería ser tal que no se limitasen a las grandes ciudades, concentrando su vida en ellas, sino, por el contrario, se extendiesen, a ser posible, por todo el territorio, teniendo socios hasta en los pueblos más insignificantes; sólo así podría trabajar de una manera eficaz para conseguir tres objetos importantes respecto a los muchachos abandonados:

1.º Apartarlos de las grandes poblaciones.

2.º Evitar que formen comunidades numerosas.

3.º Procurarlos vida de familia.

Se sabe la propensión de los obreros a concentrarse en las ciudades; lo cual, si es perjudicial a los adultos, lo es todavía más a los muchachos abandonados, cuya precoz depravación halla en los grandes centros atractivos tan peligrosos y fatales. Tanto para robustecer sin cuerpo, debilitado por la miseria y los desórdenes, como para preservar su alma de estímulos y tentaciones, conviene llevar al joven lejos de aquellos focos del vicio en que probablemente estará ya iniciado; si no es posible dedicarlos a la industria agrícola y faenas campestres, al menos llevarlos a pueblos donde no haya esas multitudes que en horas dadas parecen poseídas de la fiebre del placer, convertida fácilmente en frenesí del vicio.

La acumulación de los muchachos abandonados en casas benéficas es también perjudicialísima, tanto para su moral como para su físico. Considerando que se necesitan muchas precauciones para que no se corrompan en los grandes colegios los niños de las clases acomodadas que han recibido lo que se llama buena educación, se comprenderá el peligro de agrupar los que estarán, en su mayor parte, iniciados en los misterios del vicio, y algunos, probablemente, en los del crimen. Grandes obstáculos hay que vencer para purificar la atmósfera moral de estos asilos cuando los acogidos a él lo sean en gran número.

El mejor medio de preparar un honrado porvenir al muchacho que ha vivido en el abandono, es procurarle colocación con una familia verdaderamente honrada, si ser pudiera en el campo, y bajo el cuidado y vigilancia de un patrono, después de estar más o menos tiempo, según los casos, en el asilo para estudiarle y disciplinarle.

El objeto del patronato de los muchachos abandonados indica su organización: que tenga unidad y centros en las grandes poblaciones, donde hallará el mayor número de sus patrocinados, pero que no concentre allí su vida toda, sino que, por el contrario, la extienda a todo el país, donde es necesaria su acción; que busque socios en los pueblos pequeños, como hemos dicho, en las aldeas; que se disemine para que pueda tener representantes dondequiera que tenga protegidos.

V. ¿Por cuáles medios podría conseguirse la acción unánime de la policía de los diferentes Estados, para evitar los delitos y facilitar y asegurar su represión?

La policía de los diferentes Estados corresponderá a su moral y cultura, no pudiendo hacer la acción internacional nada eficaz, directa e inmediatamente, para mejorarla: indirecta y lentamente podría contribuirse a ello dando idea más exacta y elevada de la justicia, y comprometiendo en su realización la honra de las naciones.

Los tratados de extradición son un preliminar necesario, o un Código internacional; pero no deben tomarse como la última palabra de la justicia. Mientras la legislación no sea uniforme, se dice, no puede haber Código internacional: no somos de esta opinión. El Código internacional podría comprender las semejanzas, prescindiendo de las diferencias, y aunque necesariamente muy incompleto, sería en gran manera útil. Contribuiría a patentizar el carácter universal de la justicia, dándole así más majestad y fuerza; activaría la tendencia, ya muy marcada, a uniformarse las legislaciones; quitaría al criminal toda esperanza de hallar la impunidad en la expatriación, y, por último, evitaría los mil conflictos que ocurren, siempre con detrimento de la justicia, a consecuencia de estos convenios parciales y variados que se hacen para realizarla. Podrían conservarse el tiempo que pareciese necesario, pero sin perjuicio y en armonía con el Código internacional jurídico, en virtud del cual todos los pueblos civilizados conviniesen en definir:

1.º Los delitos penables universalmente.

2.º Las penas que debían aplicárseles.

3.º Los medios de hacer efectiva la pena, cualquiera que fuese la nacionalidad del delincuente y el lugar donde hubiese delinquido.

VI. ¿Cuál sería el mejor medio de combatir la reincidencia?

Como las causas de la reincidencia son varias, diversos tienen que ser los medios de combatirla.

El que se presenta primero como más eficaz es un buen sistema penitenciario, porque, como la prisión que no corrige deprava, evitando que sea corruptora debe empezarse a combatir la reincidencia, cuyas probabilidades disminuyen a medida que aumenta la acción educadora penitenciaria. Ésta, bajo el punto de vista de la reincidencia, obra de dos modos, moralizando y escarmentando, por las verdades que enseña, por los sentimientos que inspira, por los hábitos que forma y por el sufrimiento que impone. No debe pretenderse que la pena no sea penosa al mismo tiempo que moralizadora, porque habrá penados, y muchos, para quienes el recuerdo de lo padecido en la prisión será uno de los motivos más fuertes para no reincidir, y aunque no sea, ni el más noble, ni el primero, en casos dados podrá ser el único, o tendrá gran valor como auxiliar de otros.

El segundo medio que influirá para evitar la reincidencia es dar al licenciado de presidio la mayor suma de libertad y de apoyo posibles, o, lo que es lo mismo, no convertir la acción de la autoridad en un vejamen, y hacer la del patronato eficaz y extensa. Para lo primero conviene mucho establecer clases entre los licenciados, porque a la mayor parte de ellos se los podía dejar libertad de acción. Haciendo extensiva a la masa rigores que sólo necesitan unos pocos, se crean obstáculos para todos en vez de procurar facilidades. Desde que la autoridad hace degenerar su prudencia en suspicacia, en vez de combatir coopera a la reincidencia. Más medios para evitarla tiene la caridad organizada en patronatos si va unida a la inteligencia necesaria y a la indispensable perseverancia.

Para comprender la alta misión del patronato, hay que considerar lo que es y lo que tiene que ser un licenciado de presidio ante la opinión pública. Se la acusa de rechazarlo y de hacer imposible su enmienda negándose a creerla; de lanzarle a la reincidencia por los obstáculos que opone a su regeneración.

No negaremos que haya en este cargo verdad, y mucha verdad; pero la cuestión tiene dos fases: veámosla por entrambas. ¿Conviene que la opinión reciba al licenciado de presidio sin ninguna especie de desconfianza ni de repugnancia? Prescindiendo de inconvenientes materiales, y aun suponiendo que no tenga ninguno el suprimir toda precaución respecto al que sale de presidio, no mirando el caso sino bajo el punto de vista moral, ¿conviene no hacer distinción entre el hombre honrado y el que delinquió? Aunque se haya corregido (cosa que, después de todo, no es dado saber con seguridad), ¿merece la misma consideración y aprecio que el que perseveró en la virtud en medio de situaciones críticas y pruebas rudas? Y nótese que estas pruebas las sufre y las resiste la inmensa mayoría, que trabaja pobre o miserable, en presencia del lujo y de la holganza que la tienta y que la irrita. ¿Qué pensará el pobre honrado que no puso mano sobre lo ajeno aunque tuvo hambre y la tuvieron sus hijos, si se le iguala absolutamente con el penado por ladrón? ¿Es levantar o rebajar la moral pasar ese nivel sobre frentes puras y manchadas, y, bajo pretexto de no conservar rencor, no hacer distinción entre faltas graves y grandes merecimientos? ¿Es estímulo para perseverar en las virtudes difíciles ver que no inspiran más respeto que los delitos una vez transcurrido el tiempo que se calcula necesario para penarlos? ¿Se estrechará con igual efusión la mano que enjugó el llanto del triste y la que vertió la sangre del inocente, aunque sea seguro lo que tantas veces es dudoso, lo que tantas veces es falso, un arrepentimiento sincero? ¿Puede identificarse en nuestro aprecio el que aspira a que se olvide su pasado y el que desea que se recuerde, el que necesita perdón y el que reclama justicia?

El progreso se verifica por acciones y reacciones, consecuencia desdichada y probablemente inevitable de la imperfección humana. Del horrible impío anatema que pesaba sobre el penado, se le quiere convertir en candidato al incondicional aprecio público; una vez fuera del presidio se le pretende igualar al hombre virtuoso, declamando muy alto contra los que establecen diferencias que han de convertirse en dificultades para el que se separó del buen camino y quiere volver a él. Convendría comprender que estas dificultades, en cierta medida al menos, están en la naturaleza de las cosas, y que esa igualdad ante la opinión que se pretende entre el hombre honrado y el que delinquió en materia grave no puede establecerse sin perjuicio de la moral y de la justicia; las severidades de ésta, si bien se mira, son más equitativas que las complacencias de una simpatía ciega que, por dar facilidades al criminal, priva al hombre virtuoso de aquella consideración distinguida que, con el testimonio de la conciencia, constituye su único premio.

Existen dos hechos:

La necesidad que siente el licenciado de que no se le cierren las puertas.

La propensión del público a cerrárselas; propensión necesaria y, en cierta medida, justa.

¿Quién puede conciliar estos extremos, armonizar desacuerdos que tienen tan hondas raíces? La caridad, nada más que la caridad. Sólo esta valerosa y amante patrocinadora alarga sin vacilar la mano al culpable, se sienta a su lado, lo conforta, la calma, le guía, le acompaña, llama con él a las puertas de la sociedad y se abren al verle protegido por esta divina intercesora. Ella, como ama tanto, no teme nada; su confianza sin límites obliga al culpable por su generosidad, alienta a los que le temían como peligroso, disminuye el desvío de los que sentían repugnancias, y con el ejemplo de su amor prepara el perdón, el olvido, la rehabilitación, que se negaría a los fueros de la justicia y se concede a las súplicas de la caridad. A ella toca restablecer la armonía rota entre el penado y la opinión pública; probar, comunicando con él, que no ha perdido las cualidades necesarias de ser racional y moral, y tener y dar esas seguridades que parecen temerarias a los que carecen de fe, pero a que corresponden casi siempre la mayor parte de los hombres.

Después de un buen sistema penitenciario, el primer medio de evitar la reincidencia es el patronato de los licenciados: él es en el mecanismo penal una rueda indispensable, y de su perfección depende en gran parte el resultado que se consiga. La necesidad del patronato es esencial y permanente, como lo es la repulsión que inspira el penado, y el obstáculo que esta repulsión presenta a que viva como hombre honrado.

El estado general de la sociedad puede ofrecer más facilidades para la virtud, más estímulos para el crimen; estas condiciones influyen sobre todos los hombres, aumentan el vicio, la inmoralidad, el crimen, y, por consiguiente, su repetición; pero en este caso la reincidencia no se puede combatir directa, sino indirectamente; su remedio, como su causa, está en el modo de ser de un pueblo, y no variará sino con él. Hay, no obstante, más armonías de las que se comprueban; no se concibe sistema penitenciario perfecto, ni patronato bien organizado, en un país donde esté muy bajo el nivel moral; por manera que donde la reincidencia pueda combatirse por los medios indicados, también lo será por la opinión y las costumbres, por la justicia y eficacia de las leyes.






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Empleo del domingo y de los días festivos en los establecimientos penitenciarios1


- I -

El domingo y el día festivo es un peligro para los hombres libres que no tienen buenas costumbres, y constituye una dificultad para el orden moral de las prisiones, y aun para el material, si la disciplina no es muy severa. La causa de entrambos males es la misma: no se trabaja, y los efectos sólo pueden sorprender al que desconozca la naturaleza esencialmente activa del hombre, y confunda la ociosidad con el descanso.

El hecho de ser más frecuentes los suicidios el domingo y el lunes en las prisiones celulares es de suma gravedad, y corresponde al observado (en España al menos) del mayor número de delitos que se cometen en los días de fiesta.

Digo que el hecho tiene suma gravedad, no sólo por lo que es en sí mismo, sino por lo que significa; el suicidio en la prisión, como fuera de ella, es un mal y un indicio de otro mayor; por cada suicida habrá siempre más o menos, pero habrá muchos hombres a quienes la existencia pesa, abruma, aunque por diferentes motivos no atenten a ella. Puede asegurarse que si el domingo y el lunes hay más suicidios en una prisión, la suma de dolores es mucho mayor en esos días para la generalidad de los presos.

Si para evitar los males que con el domingo vienen al pueblo se ofrecen (ahora al menos) dificultades insuperables, no deben serlo las que se presenten para que el día de fiesta esté en la prisión exento de abusos; en vez de aumentar las penas del penado, las consuele y le dé medios de progresar en su reforma y de llegar, si es posible, a una verdadera regeneración. No veo, en efecto, que estas dificultades sean mayores ni tan grandes como otras que se han vencido, y una vez que se comprenda la importancia de la obra es seguro que se realizará: lo que el domingo debe ser, podrá serlo.

Y ¿qué debe ser el domingo?

En mi concepto, un día especialmente destinado al ejercicio de la voluntad y a la depuración del gusto, cosas ambas de capital importancia.

Ejercicio de la voluntad.-El recluso, más o menos, según el sistema penitenciario que se adopte, tiene que someterse a una regla, que por lo común se sustituye en lo exterior a su voluntad. La hora de levantarse y de acostarse, el tiempo que ha de tardar en comer y asearse, cuánto y cómo ha de trabajar y pasear, etc., todo está dispuesto, y se debe ejecutar reloj en mano. Hay que reconocer que es preciso que sea así; pero tampoco pueden negarse los inconvenientes de esta necesidad, que no debe pasar de los límites estrictamente indispensables.

El hombre no es verdaderamente hombre sino por el ejercicio consciente de su voluntad. La del delincuente, que pasó los límites debidos, tiene que verse reducida a una esfera de acción muy limitada. Pero ¿se sigue de aquí que no se le deba dejar acción alguna, y que por un período de tiempo, a veces muy largo, se la considere como si no existiese? Todos los días, y a todas horas, se le estará diciendo al recluso que debe, y nunca se le preguntará si quiere. Esto, dígase lo que se diga y hágase lo que se haga, le rebaja, y no se elevará a sus propios ojos, ni se considerará como verdadera personalidad, si no hace alguna vez lo que quiere. Ya se sabe que no se le pueden conceder sino muy pocas cosas de las que desea; él lo sabe también, y no las pedirá; a menos que esté loco, no intentará que lo dejen salir solo por la ciudad o por el campo, ni tener en la prisión francachelas, ni faltar a su trabajo, ni interrumpir con cantos o voces el silencio de la noche, etc. Pero dentro de los límites del reglamento puede haber, y es preciso buscar, un medio que armonice las exigencias de la prisión con las de la naturaleza; y que, aun dentro del inevitable cautiverio, se dejen algunos movimientos libres al cautivo.

En las órdenes monásticas, aunque es voluntaria la abdicación de la voluntad; aunque se dignifica la obediencia con la idea de que es a un mandato divino; aunque la pasividad se neutraliza algo con la elevación del espíritu a lo infinito y a lo eterno, todavía pueden observarse los estragos morales que resultan de suprimir la voluntad, atrofiando un órgano esencial de la vida del hombre. Además, y esto debe notarse mucho, la abdicación de la voluntad del religioso es para toda la vida; la regla y la autoridad que lo debilitan, hasta cierto punto lo sostienen. Pero el penado es pasivo sólo mientras dura la condena, terminada la cual, aquella voluntad, que no se consultó, manda; debilitada por la inacción, tiene que vencer grandes obstáculos, y de la esclavitud pasa al imperio, que, como el de los débiles, es de temer que sea violento y caprichoso.

Según el clima, la raza, el estado social y el sistema penitenciario de un pueblo, variarán los medios de dejar a los penados todo el posible ejercicio de la voluntad; pero, una vez admitido el principio, se hallará el modo de realizarlo, variando con las circunstancias en la forma, pero siendo el mismo en la esencia y objeto, que es conservar toda la energía posible a un resorte esencial de la vida del hombre, de su personalidad, de su dignidad; que tantas veces como sea dable pueda decir quiero, sin faltar a la regla; que se acostumbre a querer cosas razonables y a ver respetada en él, por los mismos que le mandan, su voluntad recta.

Depuración del gusto.-Las estadísticas criminales mejor hechas no sé si podrán llegar, pero no han llegado, a seguir lo que pudiera llamarse la filiación del delito. Consignan cuando más el último impulso determinante de la acción culpable, pero hacen caso omiso del primero o los primeros que condujeron a él. Clasificando los móviles, manifiestan qué numero relativo de delincuentes se ha dejado arrastrar de la codicia, del amor, del odio, etc., etc. Mucho merecen los que a tanto han llegado en sus trabajos estadísticos, y no es poca la utilidad que puede sacarse de semejantes análisis, con tal que no se les suponga mayor alcance del que tienen, considerando el impulso como simple, cuando es por lo común compuesto. Ante los tribunales mejor informados es raro que parezcan más antecedentes que los biográficos del culpable, quedando por lo común sin consignar los psicológicos, es decir, lo que más importa saber para corregirlo. Y entre éstos es extraño no figure con más o menos frecuencia, como origen principal del delito, algún gusto depravado, que satisfecho habitualmente es lo que constituye el vicio.

Los golpes no se hubieran dado, ni hecho heridas, sin el depravado gusto que llevó a las casas de juego, de mal vivir, a las tabernas.

Las disensiones domésticas no tomarían criminales proporciones sin los depravados gustos de algún individuo de la familia.

La codicia no blandiría las más veces el arma homicida sin el aguijón de algún gusto depravado o de muchos que se quieren satisfacer con el producto del crimen. ¿Para qué roban gran número de ladrones, y los más temibles? ¿Es, por ventura, para atesorar, para vivir ordenadamente con el producto de lo robado? Sabido es que éste se destina a la satisfacción de sus depravados gustos.

El amor causa del delito es muchas veces de los que con razón se han llamado malsanos, que en último análisis no son otra cosa que pervertidos gustos.

El odio y la ira, antes de verter sangre, suelen crecer en la atmósfera pestilente de costumbres brutales. Si el iracundo no se hubiera complacido en diversiones y placeres que ejercitan los malos instintos a costa de los buenos sentimientos y elevadas ideas, sus gustos groseros no le hubieran predispuesto a sus acciones crueles.

Seguramente que el trabajo, además de un gran recurso para vivir, es un eficaz preservativo contra los peligros de la vida: nunca se encarecerá bastante su importancia y el mérito de un sistema que lo hace desear y pedir como un gran bien por aquellos que lo miraban con aversión. Pero tampoco puede dudarse que hay buenos trabajadores que son hombres muy malos, y cuya perversidad no tiene su origen en la pereza. Mr. Heine, cuya competencia no es discutible, dice: Généralement ce sont les plus mauvais sujets qui arrivent aux plus importantes primes de travail, et nous n'ignorons pas avec quelle rapidité elles sont dissipées. No me parece que se puede reflexionar seriamente sobre este asunto, sin convencerse de que los gustos groseros o pervertidos, en la mayor parte de los casos, si no impulsan directamente al delito, le preparan el camino, y que sin modificarlos no se puede corregir al delincuente.




- II -

Si es cierto lo que queda dicho, si el ejercicio de la voluntad y la depuración del gusto deben formar parte integrante de la educación penitenciaria, veamos cómo pueden dedicarse principalmente a este objeto los domingos y días feriados.

Culto. Instrucción religiosa.-Las prácticas religiosas no convendría limitarlas absolutamente al domingo y días feriados, invirtiendo en ellas mucho tiempo, sino que ningún día deberían ser largas, ni suprimirse absolutamente. No se puede hacer provisión en un día, para siete, de consuelos y sostenes espirituales; su auxilio debe ser diario, como lo es la necesidad; y aunque el día de fiesta se dedique más especialmente al culto, no de modo que canse, sobre todo tratándose de personas rudas. Si hay música y canto, las prácticas religiosas pueden prolongarse más, sin temor de producir hastío.

La instrucción religiosa puede limitarse a los días festivos; pero convendría mucho cimentarla en principios generales, que pueden aplicarse a todas las religiones; basarla en la trinidad eterna y universal de misterio, dolor y aspiración a lo infinito; no confundir lo didáctico con lo dogmático, ni las necesidades del sentimiento que satisfacen la oración y el culto, con las de la inteligencia, a que debe proveer la instrucción. Hay que distinguir entre el que enseña y el que predica, porque el sermón se dirige a los fieles solamente, y la lección a todos los hombres.

Tanto respecto del culto como de la instrucción religiosa, la asistencia ha de ser voluntaria, sobre lo que conviene insistir, porque no en todas partes se respeta en absoluto como es debido la libertad de conciencia. Además de ser un derecho para todo hombre, de que no puede privarle ninguna ley, existen circunstancias especiales en las prisiones para que en ellas, menos que en otras partes, deje de respetarse.

La injusticia no se combate más que con justicia, y al penado a quien injustamente se obliga a practicar una religión en que no creo se le da un mal ejemplo, y razón contra los que lo mandan porque tienen fuerza; nunca debe él ver la fuerza separada de la razón, y la mejor lección de derecho que puede dársele es respetar el suyo.

La asistencia forzosa al culto o instrucción religiosa, lejos de ser útil, es contraproducente: el espíritu a quien se hace violencia permanece hostil, cuando, si se dejara en libertad al recluso, tal vez por curiosidad, o por recurso contra el tedio, se uniría primero materialmente a los que oran, y quién sabe si después con el alma, al menos alguna vez.

Para el que no cree en una religión, sus prácticas son absurdas, y aun ridículas, si no considera las cosas y las personas desde una altura a que no suele estar el penado, el cual se burla de todo aquello que lo parece risible y de los que lo respetan. Esta disposición despreciativa hacia sus compañeros y superiores no es la que mejor conduce a la benevolencia y sumisión de ánimo que debe procurarse en él; conviene, pues, evitar que haga comparaciones de que errónea, pero sinceramente, concluya que es superior en algo a los que valen más que él.

Por último, al negarse a asistir a las prácticas del culto o instrucción religiosa ejercita su voluntad: cosa de suma importancia, y sin ningún inconveniente, haciéndolo dentro de la esfera de su derecho.

Instrucción moral.-En los días festivos podrían tenerse conferencias morales, que, adaptadas a las condiciones del auditorio, serían de mucha utilidad. Mejor que conferencias se llamarían conversaciones, en que tomasen parte todos los oyentes que quisieran tomarla, con lo cual se lograrían tres ventajas: interesarlos, darles animación y saber hasta dónde el auditorio sigue al orador; si va con él, cerca, lejos, o le deja completamente solo. Si saber esto importa siempre, mucho más en asunto en que las verdades deben aparecer muy claras, como que se convierten en preceptos, y ante un público que no tiene la mejor disposición para comprenderlas y sentirlas.

La asistencia a las conferencias morales tampoco debe ser obligatoria, porque, además de que conviene dejar respecto de ellas libre el ejercicio de la voluntad, serán de ningún provecho cuando se impongan por la fuerza. El hecho de que va porque le obligan, predispone mal al oyente; el hecho de que va porque quiere, le prepara bien, y no hay para qué encarecer los inconvenientes de la primera disposición y las ventajas de la segunda; un ánimo hostil es imposible de convencer, se niega a la evidencia.

Lecciones de derecho.-Las personas cultas y honradas, si no han tenido trato con hombres rudos, no pueden imaginar hasta qué punto en algunos está obscurecida la razón y aletargada la conciencia. La pena, para ellos es un hecho de fuerza. Unos hombres con uniforme y armados los prendieron porque podían más que ellos, y todo el mal vino de aquí. Si hubieran tomado una precaución que se les olvidó, si esta o la otra persona no los hubiera vendido, estarían en libertad como Fulano y Zutano: es cuestión de fortuna, y en la primera ocasión no dejarán de tentarla. Sería de mucha utilidad explicar a esta clase de hombres la moralidad de las leyes penales, y que el cuerpo social no puede vivir sin justicia, como el cuerpo humano sin sangre, procurando hacerles comprender que ellos mismos han crecido y vivido hasta allí porque se ha respetado el derecho que a vivir tenían. Atropellándolo y haciendo uso tan sólo de la fuerza, ¿cuánto más sencillo y económico era pegarles un tiro y enterrarlos, que darles alimento, vestido, cama, etc., etc.? Argumentos de esta clase son los únicos que comprenderán, al menos en un principio.

Trabajo.-Si el médico no halla inconveniente, puede dejarse a los penados que lo deseen trabajar algunas horas los días festivos. En nombre de la religión no me parece que ningún sacerdote ilustrado se lo prohibirá, porque haciendo los hombres libres, y sin que cause escándalo, tanta suma de trabajo en los días festivos por necesidad o por conveniencia, y habiendo tanta en que los reclusos no permanezcan en ociosidad solitaria y desesperante, se sancionará indudablemente en nombre de Dios la labor que contribuye a que no se le ofenda.

Respecto al género de trabajo, como en las prisiones no es fácil, ni aun suelo ser posible proporcionarlo según el deseo del trabajador, sólo cabe recomendar que, hasta donde fuese dado, se consulte la voluntad del recluso en su trabajo del día de fiesta.

Hay ocupaciones intermedias entre trabajos y recreos que podrían concederse en los días festivos, como dibujos, pinturas, obras de talla o de carpintería y ebanistería, etc., que, aunque tuviesen poca o ninguna utilidad, sirvieran de entretenimiento. La combinación de las diferentes partes que constituyen un mapa o un edificio, las colecciones de cromos con breves explicaciones instructivas, y otros mil medios que la ciencia combinada con el arte y la industria han puesto al alcance de la fortuna más modesta, deberían utilizarse para cultivar el gusto espiritualizándolo. En el tedio abrumador de la ociosidad solitaria, cualquiera cosa que distrae tiene interés; y como lo que consuela importa, de la importancia que se diera a un recreo vendría tal vez un gusto permanente y racional. Combinando la vista de ciertos objetos con su explicación, acaso se despertarían aficiones que duermen en la mayor parte de los hombres, como la de coleccionar.

Instrucción.-Además de la religiosa y moral debería darse en los días festivos la de las ciencias naturales, que consistiría principalmente en experimentos de física y de química: interesan a los hombres más rudos, y les llaman la atención, los animales raros, las plantas que no han visto, las rocas que forman la tierra, sus mares profundos, sus altas montañas, sus volcanes, siempre que la explicación, breve y clara, vaya acompañada de objetos y medios que materialmente la hagan perceptible.

Con los prodigios de la electricidad se puede despertar el interés de los hombres menos cultos. No es -quizá- tan fácil que lo despierte en ellos la astronomía; pero si se logra aunque sea respecto de muy pocos, ¡qué triunfo haber lanzado hacia el infinito aquellos espíritus que por haberse encerrado en límites estrechos, por no haber considerado más que lo inmediato y lo presente, sacrificaron al actual pasajero goce un porvenir que en la cautividad parece eterno! Aunque las lecciones de astronomía tuviesen pocos oyentes, no sacaría el que las diese pequeño fruto: de ninguna saldrían los ánimos tan preparados para oír al sacerdote que hablara de la omnipotencia divina; los hombres rudos, como los pueblos atrasados, se impresionan más del poder que de la justicia de Dios, y están más dispuestos a temerle que a amarle.

Música.-La música y el canto pueden considerarse a la vez como recreo y como elemento de educación: más aún: pueden ser un consuelo y un medio de confortar y elevar el ánimo abatido y rebajado. Ya se comprende que la música que produce estos efectos no es la trivial y voluptuosa, sino la grave, profunda, austera, aquella que mereció llamarse fuga de la tierra en alas de un arte divino. Hay tanta buena, que no ofrecería dificultad elegir la más propia para una prisión.

Si la música, y el canto principalmente, constituyesen, no sólo recreo, sino ocupación, es decir, si los penados tomaran parte activa en los conciertos, éstos serían de más utilidad, inspirando mayor interés. Los ensayos ocupan o interesan mucho, no sólo a los actores, sino a los oyentes, y aquellas voces que habían adquirido el hábito de la obscenidad y de la blasfemia, entonando cantos religiosos, himnos patrióticos o humanos, producirían una impresión en alto grado saludable.

Lecturas.-Las lecturas deberían ser de dos maneras: las que hiciera el penado mismo, y la que oyese a personas que leen con perfección, de las cuales quizá habría algunas entre sus compañeros. Los inconvenientes que se pudieran temer de las excitaciones del amor propio constituyen en este caso una ventaja, porque es un progreso para el que hacía gala de hablar mal y obrar peor, tener vanidad en cantar o leer bien, en interpretar con perfección nobles sentimientos y elevadas ideas.

Decía que la elección de la música apropiada era fácil porque había mucho bueno en que escoger, y puede añadirse: porque tiene un poder de adaptación peculiar suyo y no cansa aunque se repita. No sucede lo mismo con los libros. Hay pocos a propósito para el recluso que, no le fastidien o no le hagan daño, y es necesario y difícil ponerse con el pensamiento en su situación para aproximarse a saber lo que puede serle útil y agradable. En general, no debe dársele, a menos que lo pida, ningún libro devoto, y en la elección de éstos tener mucha prudencia; porque la fe, aunque la tenga, ni será por lo común muy firme, ni tan sencilla como suponen los que le ven rudo.

Es fácil confundir la atención que un penado presta a la lectura con el provecho que saca de ella, y, no obstante, no son dos cosas idénticas y aun pueden ser opuestas. La historia, por ejemplo, y en particular la patria, suele recomendarse como buena lectura; pero, si bien se considera, no carece de inconvenientes. La historia presenta acciones heroicas y hechos abominables; mártires de la buena causa y vencedores injustos; reyes que heredan un trono y otros un patíbulo, y el triunfo de la fuerza más frecuente que el del derecho, y de las diferentes lecciones que ofrece es dudoso que el penado tome la que le conviene más. Los libros que debe leer u oír no le han de aburrir ni excitarle demasiado; las pasiones y los malos instintos, aunque duerman, tienen el sueño ligero, y hay que aproximarse a ellos suavemente para que no se despierten.

Participación en las buenas obras.-Porque un hombre haya hecho mucho mal no se le debe suponer incapaz de ningún bien: el raciocinio rechaza semejante conclusión y la experiencia demuestra que es errónea. Los sentimientos de familia se conservan, y a veces muy vivos, entre los delincuentes, que no desconocen el compañerismo, la amistad, el amor a la patria, y hechos de abnegación heroica prueban que, a pesar de graves faltas, el hombre es capaz de grandes virtudes.

Podría sostenerse que para todos es más difícil no hacer mal que hacer bien; y si la proposición es dudosa aplicada a los que se contienen en los límites legales, no ofrece duda respecto de los que se han dejado arrastrar por sus pasiones y perversos instintos hasta el punto de infringir las leyes en materia grave. Lo difícil para el arrebatado, violento o vicioso no es hacer algún bien, sino abstenerse del mal; y así como todos tenemos algún impulso malo, no hay nadie que no tenga algún movimiento bueno.

Como los sentimientos buenos, lo mismo que los malos, crecen y se fortifican ejecutándolos, y cuanto mayor es su fortaleza ofrecen mejor punto de apoyo a los buenos propósitos y más resistencia a las tentaciones, de aquí la conveniencia, casi necesidad, de comprender en la educación del penado el ejercicio de sus buenos sentimientos. Además de facilitarle los medios de hacer bien a su familia y a las personas a quienes ha perjudicado, podría extenderse esta esfera benéfica teniendo algunos días festivos conferencias en que se mencionaran nobles acciones dignas de premio o infelices necesitados de consuelo. Como nos interesamos más por las personas a medida que su naturaleza y situación se parece a la nuestra, tanto los beneméritos como los afligidos deberían buscarse entre los penados o sus familias. Una subscripción abierta a favor del que se ennobleció con un hecho heroico, o de la madre anciana falta de apoyo, o de los hijos que deja sin amparo al entrar en la prisión, aunque no recogiese sino algunos céntimos, daría un precioso fruto. Cuadros de esta clase, verdaderos, escenas desgarradoras de las que, por desgracia, hay tantas en las familias honradas de los delincuentes y de sus víctimas, presentadas con abundancia de compasión y sobriedad de palabras, excitarían sentimientos humanos o impulsarían a tomar alguna parte en las buenas obras.-Y ¿cuántos serían los que a este piadoso llamamiento respondiesen?- ¡Quién sabe! Acaso más que se hubiera creído; pero, aunque fuesen muy pocos, sería mucho el fruto que se hubiera sacado.

Me inclino a creer que tomarían parte en las obras benéficas mayor número del que tal vez se presuma: lo primero por lo que queda indicado, de que los buenos sentimientos, aunque se sofocan, no se extinguen del todo por las malas acciones; y lo segundo, porque el amor propio y la dignidad se sentirían halagados al aparecer en compañía -y para un objeto dado, como iguales- de los hombres libres, que pedirían un favor a los que reciben tantas muestras de desdén, y les darían las gracias cuando no están acostumbrados a que les den más que órdenes. Debo añadir que, al tener esta confianza, hablo por experiencia propia respecto de las mujeres; y si se dice que son más compasivas que los hombres, responderé que en todo caso sería cuestión de cantidad, que los nobles y esforzados hechos no encuentran menos simpatía en el corazón del hombre que en el de la mujer, y, por último, que la prisión a que me refiero era muy desordenada, indisciplinada y corrompida. Si allí ardía aún el fuego sagrado de la caridad, ¿dónde se extinguirá?

Ejercicios corporales.-En los días festivos podría prolongarse el paseo, añadiendo alguna gimnasia, no sólo higiénica, sino terapéutica, respecto a los que de ella tuviesen necesidad, y otros ejercicios, todo en armonía con la edad de los reclusos, costumbres del país y sistema penitenciario, y con ventaja como entretenimiento útil a la salud y desarrollo físico, que tan ventajosamente influye en la moral.

Desde luego pueden preverse a lo propuesto dos capitales objeciones: una de inutilidad, de imposibilidad la otra, o más bien de imposibilidad entrambas, por los que crean que existe, no sólo para proporcionar lecciones recreativas y pasatiempos educadores a los penados, sino porque éstos no responderían al llamamiento hecho a su racional gusto y voluntad recta. Respecto a la última, que sería la más grave, puede contestarse con la experiencia, que la rebate de un modo concluyente.

Dondequiera que se ha tratado de instruir o entretener a los penados de un modo racional y adaptado a sus circunstancias, no sólo han correspondido, sino que, por lo común, superaron a lo que de ellos se esperaba. También puede alegarse a favor de lo propuesto lo que sucede con los hombres del pueblo, a quienes interesan y recrean extraordinariamente las lecturas, las lecciones de física y química, etc., con objetos de demostración y experimentos, y la música y el canto: hablo de los de España, y supongo que los de otros países no serán inferiores a ellos. Se dirá, tal vez, que el hombre honrado, aunque rudo, tiene gustos más sanos e inteligencia más clara que el delincuente; y aunque así sea, sobre todo respecto de la primera ventaja, entrambas están más que compensadas con las circunstancias en que se halla el penado, y en las cuales interesan y distraen las cosas más indiferentes. Sabido es que la soledad hace desear la compañía de cualquiera criatura que tenga vida, aunque sea un animal repugnante, y que en la abrumadora monotonía del cautiverio es gusto cualquiera variación. No abrigo, pues, la menor duda de que los penados responderían a la voz que los llamase a santificar los días festivos, perfeccionándose por medio de la instrucción y honesto recreo.

Y ¿puede haber voz que haga el llamamiento? Las habrá: ahora, luego o después.

Primeramente, hay que clamar uno y otro día contra la insuficiencia del personal penitenciario, tanto por cantidad como por calidad; no pueden estar bien servidas las prisiones sin mayor número de empleados, y de más categoría intelectual y moral. Para convencerse de que este clamor, aun cuando empiece por parecer impertinente, acabará por ser atendido, basta considerar lo que se hubiera dicho hace dos siglos del que reclamase millones para recluir a los penados en celdas con aparatos de calefacción y ventilación, alumbrado de gas y vasos inodoros: más que una extravagancia habría parecido una locura o un sueño, que no obstante realizan hoy los pueblos más cuerdos.

La opinión llegará a persuadirse de que la prisión mejor construida no es más que el esqueleto del sistema penitenciario, y que para darle vida se necesita un personal numeroso, inteligente y moral, con la asistencia exterior que no le faltará. Causará entonces extrañeza que, semejantes al industrial que quisiera, utilizar una hermosa máquina sin pagar combustible y maquinista, creyeran los pueblos que las paredes de una prisión, dispuestas de este o del otro modo, puedan por sí solas constituir un sistema: las condiciones materiales son precisas, pero no son suficientes. Cuando así se vea claro, y que la defensa de la sociedad debe comprender en primer término los medios de rechazar al enemigo interior y permanente que a vidas y haciendas tiene declarada guerra, que, como todas, para ser llevada a buen término necesita la aplicación de todos los adelantos de la ciencia, entonces habrá recursos abundantes. Pero mientras llegue ese día, hay que pedirlos siempre que se presente ocasión y buscándola.

A pesar de la falta de personal suficiente y propio para la corrección de los penados, todavía en los días festivos podrían emplearse los medios educadores que hemos indicado, más o menos, según las circunstancias. Las sociedades de patronato, los consejos de vigilancia o cualesquiera otras corporaciones, ya oficiales, ya caritativas, que tienen por objeto coadyuvar bajo cualquier forma a la enmienda y bienestar de los reclusos, podrían, utilizando la aptitud de sus miembros que la tuviesen, buscando auxiliares entre las personas ilustradas y benéficas, y allegando fondos -que pecuniarios no se necesitan muchos,- podrían, digo, llenar en todo o en gran parte el programa sumariamente formulado. ¿No habrían de hallarse hombres de ciencia, artistas, literatos, oradores, que se prestaran a ir a las prisiones alguna vez, y santificaran los domingos llevando verdades y consuelos a los extraviados afligidos? La empresa será más o menos fácil, según la ilustración y caridad del lugar donde se intente, pero no me parece imposible.

Si no la de más bulto, la dificultad mayor, sea tal vez la falta de libros apropiados, tanto para leer a los reclusos, como para que lean ellos. Se dice con satisfacción que en tal o cual penitenciaría se ha formado una biblioteca con cientos o miles de volúmenes, a costa de los esfuerzos de un celo que no puede ser más laudable. Pero el resultado, ¿corresponderá al piadoso esfuerzo? ¿Cuántos de aquellos miles de libros son verdaderamente útiles para la clase de lectores a que se destinan? ¿Cuántos les interesan bastante sin excitarlos demasiado, y enseñarán lo que ellos pueden y deben aprender? Aquí entran las dudas. Si todos los que se dedican (en conciencia) a enseñar niños o instruir obreros lamentan la falta de libros de lectura, ¿cuánta mayor no será la que note todo el que quiera ilustrar y entretener delincuentes?

Este vacío se llenaría en parte con un periódico, que podría llamarse El Domingo, dedicado a los reclusos, y de una índole especial como el objeto a que se destinaba. Como la empresa es en alto grado dificultosa, no sobrarían para llevarla a buen término los hombres inteligentes y de corazón de todo el mundo que se interesan por los encarcelados. Si por quien tiene autoridad se les hiciera un llamamiento, acaso responderían; ¡quién sabe! Si respondieran se publicaría un periódico internacional escrito en francés, y del cual se traduciría a la lengua de cada país lo que pareciese mejor para sus penados. Si se pregunta: «Y ¿no sería más fácil que cada pueblo redactase su Domingo?», responderé que en ningún país hay todavía medios suficientes (intelectuales) para sostener una publicación semejante, a la altura que debe tener, y que los de todo el mundo no sobrarían. Siendo lo que se concibe y se necesita que fuese, constituiría desde luego un precioso recurso para la educación de los delincuentes; y el tesoro, que bien pudiera llamarse así, se iría aumentando, de manera que al cabo de algunos años constituiría una biblioteca.

Debo observar, para concluir, que este conjunto de medios de depurar el gusto y manifestar la voluntad, además de ejercitarla racionalmente, contribuiría al acierto de clasificaciones para las cuales suele haber tan pocos datos exactos. El penado que en los días festivos se niega a prácticas y lecciones religiosas, a conferencias morales y a recibir todo género de instrucción; el que no quiera tomar parte en ningún honesto recreo, ni ejercicio corporal, ni trabajo, ni buena obra, si está sujeto al régimen celular, necesita especial vigilancia, porque de temer es que semejante retraimiento sea precursor del suicidio o de la locura. En general, estos retraídos serán enfermos de cuerpo o de alma; dolientes que necesitan especial cuidado. Esta clasificación que, sin saberlo, hicieran los penados por la manera de manifestar su voluntad, merecería más confianza que las fundadas en sumisiones hijas del cálculo y muchas veces hipócritas.2





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