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Nueva interpretación de un primitivo: Lucas Fernández1

Alfredo Hermenegildo



A mis hijas
Merchines y Laura




Introducción

Desde el año 1960, en que leí mi tesis doctoral en la Universidad de Madrid, he sentido una especial preocupación por la historia del teatro español preclásico. Aquella tesis, que fue publicada un año más tarde con el título de Los trágicos españoles del siglo XVI2, abrió en mi porvenir profesional dos interrogantes a las que intento e intentaré en el futuro dar una respuesta adecuada. Las dos direcciones de mi duda eran:

1. ¿Por qué la investigación sobre el teatro español prelopiano está aún en una etapa incipiente? He de señalar, en honor a la verdad, que lo poco que se ha hecho en este sentido ha sido realizado en gran parte por profesores e investigadores del hispanismo en los Estados Unidos de América (Crawford, Gillet, Green, etc.).

2. ¿Por qué hay autores de los que se vienen repitiendo los mismos tópicos y vaciedades que se le ocurrieron en el siglo XVIII a Leandro Fernández de Moratín en sus nunca bien ponderados Orígenes del teatro español?

Es posible que el gran atractivo que ejercen las profundidades humanas o teológicas de Lope, Tirso o Calderón haya hecho pasar por alto el valor indiscutible de los Encina, Naharro, Gil Vicente, etc. Hay que admitir que estos tres últimos autores han sido estudiados con seriedad, sobre todo Naharro y el dramaturgo portugués. Pero ¿y los demás? ¿Dónde hay trabajos definitivos, o trabajos simplemente, sobre el teatro de los treinta y ocho dramaturgos que cita Manuel Cañete3, aparte de otros más conocidos, como Yanguas, Pradilla o el salmantino Lucas Fernández?

Mi pregunta se plantea en toda la extensión de la palabra. Falta una historia del teatro español preclásico. Es una meta a la que me propongo llegar, tal vez en un futuro no lejano. Hasta la actualización de ese intento, quiero preparar trabajos parciales, que vayan reestructurando, punto por punto y autor por autor, las ideas que nos ha legado la investigación anterior y abriendo, al mismo tiempo, nuevas perspectivas en la comprensión y apreciación de las obras dramáticas de este periodo de nuestro teatro nacional






Aspectos de Lucas Fernández que nos ofrece la crítica hasta el momento actual

La crítica seria sobre Lucas Fernández (desconocido u olvidado en el catálogo de Moratín) se inició con el estudio y edición crítica que Manuel Cañete hizo en 1867 a expensas de la Real Academia de la Lengua4. Estudio primerizo, elemental, ingenuo. Pero único. Los que han seguido a Cañete se han limitado a repetir lo que aquel honrado investigador nos dejó.

Antes de Cañete tenemos algunas noticias y ligeras insinuaciones sobre la obra de Fernández. En el Registrum Bibliotecae, de Fernando Colón, se lee: «Lucae Ferdinandez, farsas y eglogas n. 7 en español. Sa. 1514». Este primer indicio pasó inadvertido para todos hasta Gallardo5, quien fue seguido y mal interpretado por Schack6, Wolf7 y Ticknor8 -en la tercera edición americana-. Donde Gallardo dice que muchas obras de teatro primitivo se perdieron por haber entrado en los Índices la Inquisición, sus fieles seguidores entendieron que el entredicho en que el citado tribunal había puesto a las obras de Fernández era la causa de su extraña rareza. Posteriormente, Cayetano Alberto de la Barrera9, buen entendedor de Gallardo, dejó sentado que ninguna de las obras de Fernández constaba en los Índices inquisitoriales. Cañete deduce de esta peregrina historia que ni Schack, ni Wolf, ni Ticknor habían leído el ejemplar conservado de las obras del salmantino. Lo que ocurrió con la poco honrada actitud de estos estudiosos se ha repetido después. Manuel Cañete -y vuelvo ahora a lo que decía antes de este largo paréntesis- se encaró con el problema Lucas Fernández, según él, «autor coetáneo de Juan del Encina, menos conocido que él, y muy digno de figurar a su lado»10.

El indiscutible cariño que Cañete sentía por la figura de Lucas Fernández le llevó a hacer de él una especie de sombra del ya por todos admitido como autor indiscutible, de Juan del Encina. Este fue uno de esos amores que matan. La crítica posterior (Menéndez y Pelayo11, Cotarelo12, Crawford13, Valbuena Prat14, por citar algunos de los más importantes) se ha limitado, muchas veces, a divagar en torno a esta comparación establecida por Cañete, repitiendo una y otra vez (y alabando en gran medida alguna de sus obras, como el Auto de la Pasión) que Lucas Fernández fue discípulo de Juan del Encina, que no vivió la corriente renacentista como su maestro, que, al no salir de Salamanca, permaneció apegado a las viejas formas ibéricas de hacer teatro y, finalmente, que su Auto de la Pasión, a pesar del primitivismo evidente que contiene, es la obra religiosa más importante del teatro español anterior a Calderón de la Barca. No es éste momento oportuno para traer a colación una larga y extrañamente parecida lista de textos que avalarían de modo absoluto lo que acabo de decir.

Pretendo, pues, en mi trabajo certificar o echar por tierra toda esta serie de tópicos, amparándome exclusivamente en la lectura detenida de las obras de nuestro salmantino.




¿Quién fue Lucas Fernández?

No fue precisamente un hombre de vida apartada, retirada, sino más bien agitado y sometido a los vaivenes, flujos y reflujos a que tan aficionada es la Universidad española. El hecho de que no viajara a Roma o a Tierra Santa como Encina, no nos da pie para imaginar a un Lucas rudamente bucólico, simple, reñido con las nuevas direcciones e inquietudes que el Renacimiento imprimía a su época.

Vayamos por partes. Bueno será, en primer lugar, dar una ojeada a los datos que de su vida poseemos, gracias a la diligencia de Espinosa Maeso15, su biógrafo más documentado.

Lucas Fernández nace en Salamanca en 1474. Hijo de un carpintero. Alonso González, y de una María Sánchez, hermana de tres sacerdotes y beneficiados de la catedral sumamente influyentes en la Salamanca de la época: Martín González de Cantalapiedra. Juan Martínez de Cantalapiedra y Alfonso González de Cantalapiedra. Martín González fue maestro de Música de la Universidad de Salamanca.

La muerte de sus padres, cuando Lucas tenía quince años, le abrió con toda certeza las puertas de la Universidad al ser recogido y tutelado por su tío Alfonso. De otra forma, ¡quién sabe si hubiéramos tenido un carpintero hijo de carpintero, en vez del autor dramático que nos ocupa!

Un hecho que me interesa señalar es que Lucas Fernández se cambió de nombre al quedar huérfano y asomar su alma inquieta a los claustros salmantinos. Aunque no se rebautizó con ningún nombre de aspecto clasicista o bucólico (Nebrija, Encina, Silíceo), sin embarga el hecho del cambio puede indicar ya que Fernández no fue un retrasado, sino alguien que vivía con su época, con el Humanismo.

Se graduó en la Universidad de bachiller en Artes y de lo necesario para ordenarse de presbítero. Cotarelo afirma que se dedicó más que a la ciencia a la poesía y la música, con éxito feliz en las dos cosas16. Ni más ni menos que Juan del Encina.

Lucas Fernández empieza su carrera de mozo de coro en la catedral. Cuando en 1498, por muerte de Fernando Torrijos, queda vacante la plaza de cantor, aspiran a ella Fernández y Encina. La lucha es harto conocida y no insistiré mucho en ella. Lucas Fernández, contando con la poderosa influencia de su tío, venció a Encina y obtuvo la plaza. Hay que considerar cuán lejos está este Lucas intrigante del que nos ha presentado la crítica. Fernández debió vencer con sus intrigas la influencia del duque de Alba, protector de Encina; bien es verdad que, más tarde, en 1507, Juan del Encina consiguió el puesto de Fernández en mejores condiciones de las que él lo habla obtenido.

En la época en que Lucas fue cantor de la catedral, este hombre inactivo y poco vividor consiguió varios aumentos de sueldo: era bien conocido como poeta dramático; vio representadas sus farsas al mismo tiempo que las últimas que hizo Encina en España; escribió varios autos para la fiesta del Corpus, que se representaron en Salamanca a partir de 1501, etc.

En 1502, muerto su tío Alfonso, obtuvo el beneficio de Alaraz, aunque él vivía en Salamanca. Y más tarde el de Santo Tomás.

Su actividad intelectual, cumplidas las ansias del buen vividor que fue Lucas Fernández, estaba absorbida por el estudio de la música teórica y de la composición. Hasta que en 1522, muerto el catedrático de Música Diego de Fermoselle (hermano mayor de Encina), Lucas Fernández obtuvo la cátedra, desde donde organizaba, dirigía y componía música, para las fiestas de la Universidad y la del Corpus Christi.

Así fue pasando por la vida. En sus últimos años fue elegido diputado del Estudio, asistiendo en calidad de tal a los claustros universitarios y tomando parte activa en las reformas y en la economía de la escuela. Y murió apaciblemente (creo que fue una de las pocas horas apacibles de su existencia) en Salamanca, en 1542, a los sesenta y ocho años de edad.

Tal vez me haya extendido excesivamente en la exposición de la vida de Lucas Fernández. De todas formas, y sin entrar en detalles demasiado menudos, era necesaria una presentación de los hechos salientes de su biografía, abundante en peripecias, ambiciones, reveses y triunfos, repleta de esa intrepidez y oportunismo que exigía en muchas ocasiones la vida universitaria de la época. Vida que Lucas quiso apurar hasta el máximo.




La obra de Lucas Fernández

La única edición antigua que conservamos de las obras de Lucas Fernández es un volumen publicado en 151417, que perteneció a la biblioteca de Gallardo, más tarde a la de la casa de Osuna y que actualmente se guarda en la Biblioteca Nacional de Madrid. Gallardo editó algunas de las piezas que contiene el volumen, y en 1867 Manuel Cañete lo publicó completo con un extenso prólogo, bien nutrido de ideas todavía aprovechables. El texto establecido por Cañete no es, ni mucho menos, impecable. En 1929 Cotarelo nos dejó una edición facsímile con un sustancioso prólogo. Pero todavía falta un estudio crítico que fije definitivamente el texto de las Farsas y églogas.

En el volumen conservado hay siete obras:

  • Comedia de Bras-Gil y Beringuella.
  • Farsa o cuasicomedia de una doncella, un pastor y un caballero.
  • Farsa o cuasicomedia de dos postores, un soldado y una pastora.
  • Égloga o farsa del nascimiento de Nuestro Redemptor Jesucristo.
  • Auto o farsa del nascimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
  • Auto de la Pasión.
  • Diálogo para cantar.

Dejo aparte ahora el problema de la pérdida de un cuadernillo (y, en consecuencia, de una farsa entera) en el único ejemplar conservado. Es asunto sin solucionar, pero se escapa de mi preocupación actual. Encontramos, pues, tres obras profanas (comedia de Bras-Gil y las dos farsas o cuasicomedias), dos obras semiprofanas (las dos relativas al nacimiento de Cristo) y una obra plenamente religiosa (el Auto de la Pasión) que ocupa el último lugar en el volumen de Fernández. Voy a olvidar ahora el Diálogo para cantar, la primera ópera en lengua romance, al decir de Cotarelo18.

La contemplación en conjunto de las seis obras y el análisis de la evolución que ellas suponen nos darán la imagen de un Lucas Fernández radicalmente distinto del que nos han presentado hasta ahora.

Voy a señalar una serie de comprobaciones que surgen al comparar las seis obras entre sí:

Hay una absoluta separación temática entre el Auto de la Pasión y las cinco obras restantes. El Auto de la Pasión, del que hablaré más tarde con un poco de detenimiento, es obra plena y exclusivamente religiosa. No hay en ella la menor incursión fuera del relato evangélico, hasta tal punto que ha podido decirse que es una escenificación o, mejor, una simple narración del drama del Calvario. El Auto de la Pasión es un producto de la religiosidad y no el resultado de la mentalidad teatral de una época, concretamente del Renacentismo.

En el resto de la producción de Fernández, incluso en las obras semiprofanas, hay una influencia señalada del teatro de Juan del Encina, producción que siempre se ha alineado, y con razón, en el grupo de las renacientes.

Cañete, en el prólogo citado19, establece, apoyándose en los textos de Fernández, una cierta cronología de sus obras. La Farsa o cuasicomedia de dos pastores, un soldado y una pastora es posterior a la de Bras-Gil y a las obras de Encina Mingo, Gil y Pascuala, Fileno, Zambardo y Cardonio, e incluso a la de Cristino y Febea (esta última no identificada por Cañete). El citado crítico fija la obra como posterior a 1509.

Las cinco piezas no religiosas tienen un aire común. Tratan hechos de la vida corriente, más o menos ocultos o caricaturizados bajo los toscos tratos de los pastores. La primera, la de Bras-Gil, es, para Crawford20, una obra de bodas o esponsales. La segunda, Farsa o cuasicomedia de una doncella, un pastor y un caballero, es comedia de amores y de contrastes entre el cortesano y el rústico. La tercera, Farsa o cuasicomedia de dos pastores, un soldado y una pastora, presenta también el tema de los amores y de los contrastes entre el soldado y el pastor, con una sátira de la milicia y una curiosa reencarnación del miles gloriosus clásico.

Al hablar de la cuarta pieza entramos en el grupo de las obras semiprofanas o semirreligiosas. Son dos: una Égloga o farsa y un Auto o farsa del nacimiento de Cristo. Ambas son de corte enciniano (o encinesco). Plantean el tema religioso de la adoración del Divino Niño después de unas escenas donde se habla de temas más o menos diarios o se discute o se satirizan determinadas instituciones. No olvidemos, en cierto sentido; la Égloga de las grandes lluvias, de Encina, como prototipo. En la Égloga o farsa, dos pastores, Bonifacio y Gil, hablan de fuegos, de amores, de habilidades, de sus linajes, de las artes mágicas de una ermitaña bastante afín a la Celestina. A continuación de uno de los trozos más positivamente renacentistas por su erasmismo y su sátira anticlerical, el ermitaño Macario, objeto de la burla de los pastores (y de Lucas), inicia la didáctica sobre el misterio de la Encarnación y del Nacimiento, para acabar decidiendo ir a adorar al Niño.

Finalmente, el Auto o farsa del Nascimiento languidece entre amodorrados sueños y bromas de pastores hasta la adoración final.

Creo que este resumen será bastante expresivo. Por una parte, el Auto de la Pasión, como obra singular, y, por otra, totalmente desconectadas de la primera y con muchos rasgos semejantes entre sí, las cinco restantes. Quede esto bien definido.

Pero hay algo más. Creo que el Auto de la Pasión es posterior a las otras cinco obras. ¿Razones? Dos. Una, si se quiere, sin importancia. El Auto ocupa el último lugar en la edición de 1514. Otra, y ésta es la decisiva, el Auto de la Pasión es una obra infinitamente más madura y de superior calidad técnica que las demás.

Me apoyo para afirmar la inferior calidad técnica del grupo de las cinco en las siguientes razones:

- El uso casi abusivo de un tipo de escenas prefiguradas de antemano. Una especie de moldes estéticos, de clichés, que Lucas Fernández coloca en determinados momentos, bien sea para llenar lagunas, bien sea por seguir una corriente general en el teatro de su época, bien sea a causa de la presencia subterránea de Encina. Estos clichés suelen consistir en escenas de: amenazas de peleas, pullas -estudiadas por Crawford21-, relación de linajes, relación de regalos de boda, quejas de amor, insultos, enumeración de animales y de objetos relativos al pastoreo, sueños profundos de pastores que no quieren despertarse, etc. Todo ello produce la sensación de que falta la inventiva creadora de situaciones dramáticas.

- Otro rasgo de la inferioridad técnica de estas cinco obras radica en la sucesión de escenas. Es un detalle evidente de primitivismo la falta de agilidad para introducir los personajes en la acción. Lucas Fernández libra una verdadera lucha contra la brusquedad en la entrada de las personas. Generalmente recurre a llamar al personaje en cuestión. Otras veces, el carácter entra en escena sin ningún aviso precedente y cortando en seco el diálogo mantenido con anterioridad a su llegada. Observando sin mucho detenimiento (y algún día lo estudiaré con detalle) la evolución de las obras de Fernández, encuentra una mayor flexibilidad y modernidad (siempre relativas) introduciendo a los personales en escena a medida que nos vamos acercando al Auto de la Pasión. Concretamente, al leer el Auto o farsa del Nascimiento, observé dicho detalle como hecho muy significativo.

- Un tercer punto es digno de señalarse. Y es que en ninguna de las cinco obras encontramos caracteres definidos y diferenciados con rasgos individuales. En el Auto o farsa del Nascimiento lo mismo nos da Pascual que Lloreinte. En la Égloga o farsa del Nascimiento no hay caracterización distinta entre Bonifacio y Gil. El ermitaño Macario no es una PER-SONA, sino un simple portavoz de la didáctica religiosa y un blanco inerme de las sátiras de los pastores y del autor. En la Farsa de una doncella, un pastor y un caballero (detalle importante a señalar: ninguno de los tres tiene nombre) ni el caballero, ni el pastor, ni la doncella actúan a título de individuos diferenciados. En la Farsa de dos pastores, un soldado y una pastora los dos pastores se confunden en sus boberías y el soldado es un arquetipo importado de la Antigüedad a través del Renacimiento22. Esta es la palabra: arquetipo, Lucas Fernández, a lo más que llega, es a imitar (con mucho acierto, es verdad) un prototipo clásico o a diseñar tipos abstractos, arquetípicos, aunque no ejemplares. Pero nunca a pergeñar personajes de carne y hueso. Estoy hablando del grupo de cinco obras. No del Auto de la Pasión. Aquí sí encontraremos algún carácter perfectamente diferenciado. Más adelante puntualizaré sobre extremo tan importante.

- Si a todo esto añadimos que las cinco primeras obras dramáticas son reflejo de la influencia de Encina y que, en consecuencia, adolecen de falta de espontaneidad y originalidad creadora, llegaremos a la conclusión de que este grupo de la producción de Fernández tiene unas características de primitivismo que, según mostraré a continuación, no existen con tanta intensidad, o no existen sencillamente, en el Auto de la Pasión y que, en consecuencia, esta obra es la más tardía de las conservadas.




Lucas Fernández, autor renacentista

Quiero mostrar a continuación una serie de factores que, además de indicar el espíritu renaciente y, en consecuencia, moderno de las cinco obras de que venimos hablando, nos presentan la figura de un Lucas Fernández distinto de ese personaje tradicional enraizado en la Edad Media, sin apenas conocimiento de las nuevas ideologías y casi totalmente absorbido por tos aires religiosos y medievales de su Salamanca natal. En una Historia de la literatura reciente, la de Díez-Echarri y Roca Franquesa23, se dice con excesiva alegría que a Lucas Fernández le faltan las tendencias renacentistas de Encina y que fue fiel en todo a las tradiciones medievales. Valbuena Prat ya había afirmado con anterioridad24 que a Fernández no le oreó el aire humanístico de Encina y hacía hincapié sobre todo en el fervor religioso del salmantino.

Eduardo Juliá Martínez, en el capítulo correspondiente del tomo II de la Historia general de las literaturas hispánicas25, mantiene que Lucas Fernández fue hombre sin crisis pasionales y que no sintió el amor.

Traigo a colación esta serie de nombres para mantener justamente todo lo contrario:

- Lucas Fernández fue un universitario que vivió toda su vida dentro del ambiente académico salmantino, del que fue animador constante. ¿Cómo puede imaginarse una Universidad de Salamanca, en pleno paso de los siglos XV al XVI, radicalmente vuelta de espaldas al Renacentismo o al Humanismo?

- Por los datos de su vida que he citado anteriormente puede entreverse la figura de un hombre no pacato ni pacífico, sino todo lo contrario. Yo diría que fue un presbítero más inclinado a lo temporal que a su menester religioso. La reclamación de los vecinos de Alaraz no indica precisamente un extremado celo espiritual por parte de Fernández.

- Lucas Fernández, en el grupo de cinco obras tantas veces citadas, imita, en algunos casos con bastante descaro, el teatro de su enemigo Encina, teatro bien lleno de preocupaciones humanas más que divinas, humanistas más que medievales y religiosas. Difícilmente puede pensarse que Lucas vivió de espaldas al humanismo. Yo diría que lo vivió en toda su intensidad, aunque no llegase a los extremos de un Encina, de un Gil Vicente o de un Torres Naharro.

- Pero hay más. Juliá Martínez26 -insisto en la cita- dice que Lucas Fernández no tuvo crisis pasionales y que no sintió el amor. Respecto a lo primero, cabe afirmar que el hecho de que no tengamos datos concretos (si concretos lo son en el caso de Encina) no permite negar la existencia de tales crisis.

En cuanto a la pretendida falta de ciencia amorosa en Lucas Fernández, lo mejor será recurrir a los textos conservados. En el Diálogo para cantar27, todo él dedicado al amor, se hace una perfecta disección entre los males que ocasiona el amor. Males morales, espirituales, por una parte, y males físicos por otra. No se trata de atacar el amor (que hubiese sido la actitud medieval), sino de exponer sus males:


«Los huesos y las canillas
se me hacen mil pedazos,
y cáenseme los brazos,
y duélenme las costillas.
Ni'n mis pies ni espinillas
no me puedo ya tener
sin al suelo me caer»28.



En la Farsa o cuasicomedia de dos pastores, un soldado y una pastora, donde el tema central es el amor, Cañete entrevió algo de lo que venimos diciendo. Según el primer editor de Fernández, para que un autor dé matices a la misma pasión cuando cae sobre distintas personas «es necesario haber observado y estudiado mucho al hombre»29. Me da la impresión de que Cañete no quiso entrar en más detalles por salvar la integridad de Fernández. Yo diría que para dar una definición tan matizada del amor como la que detallo a continuación es menester algo más que la pura observación de los hombres. Dice así el Soldado en te citada farsa:

«Es Amor transformación
del que ama en lo amado,
do lo amado es transformado
al amante en afición.
Es el peso puesto en fiel;
es nivel
que hace ser dos cosas una;
es dulce panal, que en él
cera y miel
se contienen sin repuna.
Y este Amor'n el corazón
nace y crece y reverdece,
y en el deseo florece,
y el su fruto es afición.
Cójese en toda sazón
con pasión,
y es sabroso y amargoso,
y es de mala digestión.
Da alteración,
deja el cuerpo emponzoñoso»30.


Dejemos a Lucas Fernández con su ciencia amorosa en algún sitio aprendida y vamos a tocar otro punto de su teatro muy propio del Humanismo, o mejor, del teatro renacentista español: el erasmismo y la sátira anticlerical. Cotarelo, en el prólogo citado31, se admira un poco de que Lucas Fernández, sacerdote, nos dejara una sátira anticlerical en una de sus obras semiprofanas, la Égloga o farsa del Nascimiento de Nuestro Redemptor Jesucristo. El tema de la obra es una afirmación de la fe en el Misterio de la Encarnación, previa la explicación del misterio y temas anejos y la didáctica sobre los mismos. Sin embargo, esto no ocupa más que la segunda parte. En la primera mitad Lucas Fernández nos presenta las fanfarronadas y artes de un pastor con algún toque sobre costumbres villanescas, el tema de la ermitaña de San Bricio y el de la crítica erasmista, concretada en la burla que los pastores hacen de Macario. Parecería que Fernández como un precursor de Torres Naharro, quisiera afirmar su fe atacando la organización terrena de la Iglesia, la parte administrativa del cristianismo, el clero, no muy limpio en aquella época. Esta actitud propia del Renacimiento, que encontramos en Lucas Fernández, nos hace insistir más en la idea de que nuestro autor no fue hombre que vivió al margen de las corrientes modernas de su tiempo.

Citaré dos de los ejemplos más significativos:

Bonifacio a Macario:

«¿Sois echacuervo o buldero
de Cruzada?»32.


Gil a Macario:

«Bien semejás costumero
en vuestra obra mesurada.
Dime (a Bonifacio), ¿es éste fray Zorrón
el que andaba estotros días
con muy sancta devoción
para la composición
desplumando cofradías?
¿Va á ganar el sant perdón?
¿Qu'es fray Egidio»?
¡Oh, do al Diabro el bordión,
moxquilón y macandón!
¿Recaldáis vos el subsidio?»33.





El «Auto de la Pasión»

Ya he dejado sentado anteriormente que el Auto de la Pasión es, con toda probabilidad, obra posterior al grupo de las cinco. Su técnica es superior. Supone en el autor un mayor conocimiento del arte dramático. Y, sin embargo, en el Auto de la Pasión Lucas Fernández renunció de manera radical y absoluta al Renacentismo. Si la oposición Humanismo-Medievalismo supone la oposición culto al hombre-culto a Dios, Lucas Fernández cortó de raíz su preocupación por los temas humanos, alejados del eje divino, para dedicarse por entero al tema del ascetismo, de la penosa y sufriente búsqueda de Dios por el hombre. En este sentido son muy expresivas las palabras de Cotarelo34 cuando dice que Lucas Fernández, en el Auto de la Pasión, «aparece superior a Encina, no sólo por la mayor extensión que da a su obra, sino por su contenido, por el desarrollo, por la poesía y estilo, saturado de recuerdos y frases de los profetas y evangelistas. Aquí estaba el sacerdote Fernández en su verdadero terreno».

¿Por qué huye Lucas Fernández del teatro renacentista a lo Encina para refugiarse en una dramaturgia de tema menos moderno, pero con una técnica más perfeccionada? He aquí la pregunta que pretendo desentrañar y que es, por decirlo de alguna manera, la razón de ser, la motivación de este artículo.

Para conseguir este objetivo estudiaré paso a paso cada uno de los elementos que componen el Auto de la Pasión.

Lucas Fernández, siguiendo la moda de la época, resume así el tema de la obra:

«Representación de la pasión de nuestro Redemptor Jesucristo, compuesta por LUCAS FERNANDEZ, en la cual se entroducen las personas siguientes: Sant Pedro, é Sant Dionisio, é Sant Mateo, é Jeremías, é las tres Marías. Y el primer introductor es Sant Pedro, el cual se va lamentando á facer penitencia por la negación de Cristo como en la pasión se toca. S. Exiit foras et flevit amaré35. É el poeta finge toparse con Sant Dionisio, el cual venia espantado de ver eclipsar el sol, é turbarse los elementos, é temblar la tierra, é quebrantarse las piedras, sin poder alcanzar la causa por sus reglas de astronomía. É después entra Sant Mateo recontando la pasión con algunas meditaciones. É después Jeremías. É finalmente entran las tres Marías. ET INCIPIT FELICITER SUB CORREPTIONE SANTAE MATRIS ECCLESIAE»36.



El autor no hace alusión a la parte de relato de la Pasión puesta en boca de Pedro y de Magdalena. Sólo cita como narrador a Mateo. No menciona el papel que han de tener Jeremías y las tres Marías, ni tampoco la parte que toma en la acción pasional María, la Madre de Cristo. De este argumento del propio autor, el elemento más digno de tenerse en cuenta es la preponderancia absoluta que se da a San Dionisio por encima del resto de los personajes.

Veamos uno por uno todos los caracteres de la obra.

Pedro, Mateo y las tres Marías no son personajes diseñados con rasgos de individualidad. Excepto en algunos momentos de Pedro, en que hace alusión a su traidora negación del Maestro, ninguno de estos caracteres presenta trazos propios y distintivos. Son muñecos parlantes dotados no de un alma provisional, sino de un cometido, de una finalidad: San Pedro y San Mateo tienen que contar la Pasión; Pedro narrará la parte de que fue testigo presencial; Mateo, como evangelista, el resto del drama del Calvario, excepto algunos momentos de la Crucifixión y Descendimiento que son contados por las tres Marías. Las tres Santas Mujeres son personajes indiferenciados. Con ellas ocurre algo curioso y es que en la edición conservada, la de 1514, los parlamentos de cada personaje están señalados sólo con las iniciales, con lo cual se confunde el lector en la identificación del carácter que habla. Dada la falta de diferenciación entre las tres, poco importa el decidir si la solución adoptada por Cañete en su edición fue acertada o no. De ello trataré algún día.

A pesar de que todos estos personajes no tienen otra consistencia que la de ser simples narradores de la Pasión, Lucas Fernández ha puesto en boca de las mujeres, curiosamente, los momentos de mayor ternura del Drama Sacro, aquellos en que Cristo es descendido de la cruz y recibido por María, su Madre:

CLEOFÁS
«De rato en rato besaba (se refiere a la Virgen)
su helada boca fría;
pies y manos no olvidaba
...............
MAGDALENA
¡Cuán desconsoladas fuimos
mezquina entre las mezquinas,
cuando quitar le quisimos
la corona, y no podimos
arrancarle las espinas!
Y aunque en el casco atoradas,
poco á poco las sacamos;
y sus carnes delicadas,
desvenadas,
llorando aromatizamos»37.


Si no hay individualización de los personajes, Lucas Fernández ha pretendido, por lo menos, establecer una diferencia elemental entre hombres y mujeres.

El personaje Jeremías es totalmente episódico. Se le convoca a escena por ser el mayor lamentador de la Historia. Su figura (hay paralelos en los autos sacramentales posteriores, en que aparece un profeta anacrónicamente) es casi alegórica o moral. Encarna el lamento universal ante la muerte de Cristo. Se ha señalado repetidas veces su anacronismo. ¿Qué importa? Podría haberse llamado el Llanto, el Treno o cualquier otra denominación de figura moral. Se habría obtenido el mismo resultado. ¿Pero quién mejor podía llorar la muerte de Cristo, una vez adorada la Cruz, que el autor de los Trenos bíblicos?

Creo ver algún recuerdo de la Escritura en los parlamentos jeremíacos:

«Largo tiempo es ya pasado,
hijos míos, si miráis
que ni ceso ni he cesado
de llorar con gran cuidado
lo que vosotros lloráis.
El corazón, las entrañas
tengo secas con pesar;
mis tristezas son tamañas,
tan extrañas,
qu'el llorar m'es descansar»38.


Así como en este otro texto, donde puede verse alguna huella del llanto de Jesús sobre Jerusalén:

«¡Ay de ti, desconsolada,
ay de ti, triste, abatida,
oh Jerusalén cuitada,
cómo serás asolada,
cómo serás destruida!»39.


Al llegar al estudio de San Dionisio, la pluma se remansa complacida en la extraordinaria perfección del personaje. En ningún estudio, al menos que yo sepa, se han señalado los valores, la profundidad, la estructuración pensada y seria de esta curiosa figura que es, ni más ni menos, el auténtico protagonista de la acción dramática. Hago aquí una diferenciación bien clara entre la acción de la pieza teatral y la acción pasional, el drama del Calvario, que sirve de fondo y de ambiente, y cuyo principal agonista, con toda lógica, es Cristo.

De Dionisio, como de Jeremías, se ha dicho que es una figura anacrónica. Yo más hablaría de su anatopismo. Pero importa poco. Dionisio puede representar el mundo pagano sobre el que cae benéficamente todo el fruto de la Pasión. ¡Y que parecido es el paganismo clásico al renacentista!

Lucas Fernández tiene un interés especial al diseñar el personaje. Le destaca sobre todos los demás, incluso en rasgos nimios. En el resumen del argumento que encabeza la obra el autor cita apenas los nombres de todos los personajes encargados exclusivamente de la narración. Es diferente el caso de Dionisio, «el cual venia espantado de ver eclipsar el sol, é turbarse los elementos, é temblar la tierra, é quebrantarse las piedras, sin poder alcanzar la causa por sus reglas de astronomía»40. De las seis líneas que verdaderamente resumen el argumento se dedican tres íntegras a Dionisio.

Esta intención del autor de hacer resaltar le figura del Areopagita continúa a lo largo de toda la obra. Por ejemplo, desde el canto de las tres Marías hasta que San Mateo continúa el relato, se intercala una elegía donde los personajes lamentan la muerte de Cristo y la soledad y abandono, en que quedan. De todos estos trenos, el de Dionisio es el que destaca:

«Yo soy el más desastrado»41.


Otro caso de este relieve extraordinario del personaje. Dionisio es quien más se lamenta y quien más interés tiene en conocer los hechos de la Pasión:

«Oh pueblo de traición,
¿cómo te has ansí cegado,
que á un matador ladrón
quieres más con afición
que aquel Dios que te ha formado?
¿No te contentas ya del
verle bien como leproso?
Mira bien, pueblo cruel
de Israel,
qu'este es tu Dios poderoso»42.


Dionisio, auténtico protagonista de la tragedia sagrada, es el motor de la narración que va haciendo el resto de los personajes. Desde el principio de la obra, cuando se encuentra con San Pedro y le comunica que no puede explicar por su ciencia los raros fenómenos de la naturaleza que ha contemplado, hasta el final. Dionisio obliga con sus preguntas impacientes a hablar a sus interlocutores. Incluso cuando ya ha acabado el relato. Dionisio se ha convertido y quiere ver al Dios muerto. Con su impaciencia permite a Lucas Fernández terminar la obra adorando el Monumento:

«Vamos, hermanos, á vello,
pues que en vida no le vi.
Razón es de conoscello,
servillo y obedescello
aunque desdichado fui»43.


O en unos versos más abajo.

«Oh Dios del gran poderío
y señorío,
¡cómo estoy desconsolado!
       FINIS
Muéstram'hora el monumento
de aquel Dios de perficción
.................»44.


Lucas Fernández no ha trazado un personaje acartonado y sin alma. Es cierto que la gama de sus rasgos no permite imaginar un carácter polifacético. No nos extrañemos de que nuestro autor hiciese un personaje con ciertas aristas de dureza. El teatro más moderno nos ofrece figuras dramáticas que no vibran más que en una o dos cuerdas. El rasgo que define al hombre Dionisio, mucho más complejo en su estructura que el resto de los personajes, es su conversión. El sabio griego, por la inexplicabilidad de los fenómenos naturales a la luz de la ruta y por la meditación sobre la pasión de Cristo, abandona sus antiguos hábitos y se convierte.

En dos detalles se manifiesta su carácter de neófito en vía de fe cristiana. Por una parte, el interés que tiene en saber cómo ha ocurrido todo. Esto da pie al autor para hacer avanzar poco a poco la narración:

«Y di, ¿quién le maltrataba»45.


Por otra parte, Dionisio, y éste es un rasgo muy propio del neoconverso, reacciona con ira al saber cada uno de los detalles del sufrimiento divino:

«¡Oh falsos perros hebreos!»46.


Y más adelante:

«Oh pueblo desconocido,
luciferal Satanás,
ingrato, desgradecido,
¿por qué a tu Rey elegido
tan graves penas le das?»47.


La reacción contra Judas es absolutamente normal dentro de la línea caracteriológica del personaje:

«Oh falso Judas traidor,
que con paz heciste guerra,
¡sórbate con gran furor
el abismo bramador,
tráguete vivo la tierra!
Oh sucio, huerco, maldito,
¿cómo podiste vender
la sangre del Infinito
Dios bendito?
Él te quiera cohonder»48.


Lucas Fernández aprovecha la complejidad del instrumento creado y se sirve de él como de una especie de portavoz del pueblo que contempla la Pasión y medita sobre ella. Es éste un rasgo más que es preciso destacar en la figura de San Dionisio. Interrumpe el relato de San Pedro en el momento en que los judíos llevan a Cristo del huerto a casa del pontífice. Sus dos intervenciones, de gran valor didáctico, son oraciones o meditaciones tras la contemplación de la Vía Dolorosa;

«¡Oh Señor mío y mi Dios,
descanso de gloria y paz,
que por redemir á nós
sufrís mill injurias vós
en vuestra divina haz!»49.


Y junto a la intervención de Dionisio provocando la meditación están sus interrupciones a los narradores causando así la explicación de los hechos y, en consecuencia, la didáctica sobre el misterio religioso. Sirva de ejemplo una pregunta bien lógica de Dionisio:

«Si aqueste es Dios de la vida,
¿por qué se deja matar?»50.


Seguida de la correspondiente lección, puesta en boca de San Pedro:

«Por levantar la caída
de la maldá envejecida
del ponzoñoso manjar.
........... (Hay una larga didáctica)»51.





La técnica del «Auto de la Pasión»

San Dionisio no es un personaje alegórico, ni una figura moral, como Jeremías. Lucas Fernández, con un espíritu muy moderno, ha preferido no sacar a escena a Cristo y María, agonista y coagonista del drama del Calvario. Nuestro autor ha evitado la aparición de ambos personajes, exponiendo la Pasión por boca de Pedro, Mateo y las tres Marías. Se ha dicho que el Auto no es obra dramática, sino narrativa52. Para mí la técnica utilizada por nuestro autor es, sencillamente, perfecta, y consiste en presentar el Drama Sacro a través del efecto que va produciendo su relato en el pagano Dionisio, hasta su conversión final. La diferencia con los autos franceses, donde Cristo y María aparecen casi indefectiblemente, no puede ser mayor. Con indudable ventaja a favor del salmantino, Fernández ha hecho gala de una gran originalidad al desplazar el eje de la acción hacia Dionisio y el permitir así ver un poco de la evolución de un alma ante la contemplación de la muerte de Cristo. Y de un alma ejemplar. La de un sabio pagano conmovido por la fe. El Auto de la Pasión sería, de esta forma, un triunfo de la fe sobre la deuda a la hora de explicar lo inexplicable. ¿Actitud antirrenacentista? Más adelante insistiremos en ello.

Crawford, en su Spanish Drama before Lope de Vega, con una gran falta de perspectiva, habla de que el Auto de la Pasión «has little dramatic quality, since the incidents are narrated rather than represented»53. Para Crawford la técnica empleada en el Auto es una solución de facilidad o, mejor, de escasez de recursos dramáticos. Me parece más acertada la opinión de Menéndez y Pelayo en su Antología de poetas líricos castellanos, cuando habla de Lucas Fernández, «músico y poeta, menos fecundo que Encina, y quizás menos espontáneo que él, pero más reflexivo, más artista»54. Dejo ahora de lado intencionadamente la comparación con Juan del Encina y me quedo con ese Lucas Fernández reflexivo y artista, puesto que el Auto de la Pasión es fundamentalmente obra de reflexión. Y de reflexión madura. Lucas Fernández sintió un impulso religioso-artístico y poco a poco fue plasmando el drama con una técnica perfectamente desarrollada.

La estructura de la pieza se reparte en tres planos distintos. En primer lugar, el relato de la Pasión de Cristo en tres etapas, narrada cada una de ellas por Pedro, Mateo y las Marías. El autor ha presentado el hecho pasional iluminado desde distintas perspectivas: la de Pedro, interesado en la acción y arrepentido del triste papel que representó; la de Mateo, el evangelista, cronista objetivo del hecho, y la de las tres mujeres, con una visión femenina, amorosa, tierna y maternal del sufrimiento de Jesucristo. El relato de la Pasión comprende desde el pasaje del Huerto de los Olivos hasta el del Santo Sepulcro. Dionisio Areopagita ocupa el segundo plano. Él no es testigo presencial del hecho sangriento. La narración de los otros personajes va cayendo lentamente sobre el alma del sabio pagano como un baño cálido y purificador. La tercera dimensión de la obra es la parte de lamentos, oraciones y adoración: la didáctica y la ascética cara al pueblo espectador y conmovido.

El Fernández reflexivo, que prepara con sumo cuidado el plan de la obra, no deja de ser en ningún momento un autor primitivo. Líneas arriba hablábamos de la brusquedad y rudeza del salmantino al introducir los personajes en escena en su producción primera. Comentábamos la aparición de una mayor flexibilidad en la sucesión de escenas a medida que su experiencia avanza. El Auto de la Pasión supone un progreso, aunque ligerísimo, en este sentido. Después del largo parlamento inicial de Pedro, Dionisio entra en la acción con un saludo intempestivo, con un Deo gratias, inicial. La llegada de Mateo se lleva a cabo de la misma ruda manera:

«Oh Pedro, amigo leal,
amigo, ni grande amigo,
.........., etc. ..........»55.


La aparición de las tres Marías, dentro de esta línea inflexible, ofrece alguna particularidad. Interrumpiendo el relato de Mateo en el momento en que acaba de contar las idas y venidas de Cristo de Anás a Caifás y de Herodes a Pilatos, y después del correspondiente y obligado comentario de Dionisio, Lucas Fernández hace la siguiente acotación: «Entran las tres Marías con este llanto, cantándolo a tres voces de canto de órgano»56. Entonan un «motecico», hay unas exclamaciones de dolor y continúan con otro canto. La forma de introducir a las tres Marías es brusca y primitiva, aunque aquí es más disculpable la rudeza por tratarse de un canto paralitúrgico de dolor ante la Tragedia. El canto, la música, más puros que la palabra, expresan mejor el dolor. Y Lucas, el músico, ha recurrido a su arte favorito para expresar la emoción. Estos dos cantos paralitúrgicos (reflejo evidente de las alternancias del celebrante y el coro en los Oficios Divinos) serían la concretización, el resumen de lo que se ha narrado. Lucas Fernández ha interrumpido el relato para comentar el dolor en grupo coral, quintaesenciando así la expresividad de los afectos. Al mismo tiempo, ha aprovechado la pausa escénica que supone el canto, para introducir a los nuevos personajes. Todo lo cual supone ya un sistema más moderno y perfecto de construcción escénica.

Si la nota anterior no manifiesta un progreso técnico total, si lo hay en otros dos puntos concretos. En primer lugar, el Auto de la Pasión carece absolutamente de aquellos clichés escénicos cuya abundancia señalábamos en el resto de la producción de Fernández. El autor, al verse libre de toda traba, de toda ligazón, de todo molde, puede dar rienda suelta a la expresión de sus afectos y a la estructuración de la obra según su omnímoda voluntad. La única atadura fuerte de la que el autor no se libera es la fidelidad al relato evangélico.

La segunda nota de modernidad es la mayor separación entre los diversos estilos que componen la obra. Las situaciones distintas tienen su propio ritmo, acomodado al sentido del momento representado. Doy algunos ejemplos.

La sensación de tumulto, de muchedumbre alborotada, que debió de dar la contemplación del prendimiento de Cristo en el Huerto de los Olivos, la ha recogido Lucas Fernández con agudo sentido imitativo y rítmico. La obra resulta toda ella un poco hierática, por primitiva, y, sin embargo, la escena de la traición de Judas es un prodigio de movilidad, de vida, de expresión, de fuerza confusa. Dice Pedro:

«Vino luego un desconcierto
muy despierto
de judíos en cuadrillas
con linternas y candiles,
con armas, lanzas, lanzones,
mill ribaldos y aguaciles,
mill linajes de hombres viles,
mill verdugos, mill sayones.
Con tumulto y con estruendo,
con gritos y vocería,
mill baraúndas haciendo,
muy corriendo,
prendieron nuestra alegría»57.


Un poco más adelante la diferenciación de estilo se manifiesta de otra manera. La repetición de las palabras «los otros» crea casi una atmósfera de vértigo para la mejor contemplación y comprensión del sufrimiento de Cristo. Insisto en estos signos adultos del teatro de Lucas Fernández. Continúa Pedro narrando:

«Ay, ¡si vieras cuán feroces
le llevaban arrastrando
con empujones atroces,
y con voces
otros le iban denostando!
Y los otros repelaban
las barbas angelicales;
y los otros le mesaban,
le escopían y llagaban
con heridas muy mortales.
Y los otros le mofaban;
otros que le hacían gestos;
y los otros le empujaban
y ultrajaban
con escarnios y denuestos.
Con los dedos le querían
sus sanctos ojos sacar,
de codo le sacudían,
otros el pie le ponían
por le hacer estropezar»58.


Los personajes amorfos, y casi me atrevería a decir que asexuados, de las primeras obras, van ofreciendo de forma sugerente y progresiva las líneas diferenciadoras de la masculinidad o del feminismo. Lucas Fernández, en el Auto de la Pasión, ha reservado los pasajes más delicados, más afectivos, para ser narrados por los personajes femeninos. Y creo, además, que el autor busca deliberadamente la diferenciación hombre-mujer en la manera de expresarse los distintos caracteres. Ese parece ser el sentido que veo al uso de la palabra «entrañas» en boca de María de Magdala:

«Y en oír las martilladas,
fueron del hincar los clavos
nuestras entrañas rasgadas,
y arrancadas
como de leones bravos»59.


También se revisten de rasgos femeninos evidentes los pasajes en los que se narra el dolor de la Virgen. Tal como ocurre en el Via Crucis, cuando Jesús encuentra a su Madre, en la obra de Fernández se incluye a María a partir de un cierto momento. El dolor es más profundo, más esencial, visto a través de una madre. Nuestro autor se ha esmerado plasmando en imágenes sugestivas (la leona, el cisne) el dolor de María. Los personajes masculinos del Auto se conmueven más racionalmente. Lo que quiere decir que se conmueven menos. El dolor de la Virgen, por el contrario, es físico, integral, de madre, total. Lo narra San Mateo:

«Con tales nuevas turbada
sale te Virgen María,
sin fuerzas, apresurada,
transformada
con el dolor que sentía.
Y viendo con tal fación
aquel Hijo tan amado,
comienza su corazón
á quebrarse de pasión
de tormentos traspasado»60.


Y, más adelante, sigue San Mateo:

«Como leona parida
sobre los sus embríos brama,
así la madre afligida,
con ansia más que crecida,
por su Hijo y Dios reclama.
Por la sangre rastreando
iba aquella Reyna sancta,
muy dulcemente llorando
y entonando
el canto qu'el cisne canta»61.


Otro rasgo de estilo digno de señalarse es la concentración de elementos líricos emocionales al describir la muerte de Cristo y el cuerpo yacente de Dios. Lucas Fernández ha multiplicado sus esfuerzos para presentar un cuadro imborrable. Esta acumulación de elementos, llena de patetismo para mover a piedad al público, se inicia ya en los últimos momentos de la subida al Gólgota. La figura del Cristo agonizante es la misma que aparece en los imagineros españoles. Valbuena Prat, en su Literatura dramática española62, ya habla de esta semejanza. He aquí la desgarradora imagen de Dios agonizante, tal como nos la describe San Mateo:

«¡Oh, qué fue verle acezando
con una cruz muy pesada,
cayendo y estropezando
y levantando!
¡Con la cara ensangrentada,
con la voz enronquecida,
rompidas toda las venas
y la lengua enmudecida,
con la color denegrida,
cargado todo de penas,
y los miembros destorpados,
los ojos todos sangrientos,
los dientes atenazados,
lastimados
los labios con los tormentos!
Lágrimas, sangre y sudor
era el matiz de su gesto,
.................»63.


El momento en que la Virgen contempla el cuerpo muerto de su Hijo es particularmente grandioso por sus dimensiones trágicas. Habla Magdalena repitiendo las palabras de la Madre:

«Mira este cuerpo sagrado
cómo está lleno de plagas,
muy herido y desgarrado;
todo está descoyuntado
.................»64.


Y María Cleofás continúa describiendo la escena, con insistencia especial en el hecho de la muerte de Dios. Se refiere a la Virgen:

«De rato en rato besaba
su helada boca fría;
pies y manos no olvidaba;
suspiraba y desmayaba
y con Él se amortecía»65.


La consideración de este grandioso lirismo funeral me lleva a pensar en lo trágico de la obra de Lucas Fernández. El Auto de la Pasión tiene auténticos tintes de tragedia, tintes que no tiene la muerte de Cristo, donde todo está en función de la alegría de la Resurrección. Sólo hay dos momentos de esperanza, muy cerca ya del final. Ambos están relacionados con la existencia del sacramento de la Eucaristía. No olvidemos que la obra debió de representarse un Jueves Santo. Los dos momentos de esperanza son los siguientes. Uno, en boca de Dionisio:

«¡Oh pelícano muy vero,
que te dejas desgarrar
con amor muy verdadero
y muy entero
por bien tus hijos criar!»66.


El segundo es un comentario de San Pedro:

«Sello y fin de sus tormentos
esa sancta llaga fue,
y fuente de sacramentos;
alimentos
do se ceba nuestra fe»67.


Son dos pasajes muy breves y, me atrevo a pensar, que obligados por las circunstancias litúrgicas del Jueves Santo. La verdadera imagen de Cristo que nos da la obra es la otra, la del Jesús muerto, la nota sombría y sangrienta, tan castellana, de los Cristos de Gregorio Hernández. Esos Cristos están muertos «a perpetuidad», sin solución, con lo que cabe hablar perfectamente de la obra como de una gran tragedia sagrada.

A título de curiosidad seguí la sugestión de Valbuena Prat sobre la existencia de un parecido entre el Cristo del Auto y ciertos rasgos de la lírica unamuniana68. Y el resultado es sorprendente por su paralelismo. Lo religioso castellano, negro y trágico, sin esperanza, viene a ser una concomitancia, en la lejanía de los siglos, entre los dos universitarios salmantinos. Entresaco únicamente algún pasaje de El Cristo yacente de Santa Clara de Palencia, de Miguel de Unamuno:


«...........
Este Cristo inmortal como la muerte
no resucita, ¿paca qué?, no espera
sino la muerte misma.
...........
Este Cristo cadáver,
que como tal no piensa,
libre está del dolor del pensamiento
...........
Y ¿cómo ha de dolerle el pensamiento
si es sólo carne muerta,
mojama recostrada con la sangre,
cuajada sangre negra?
...........
    Este Cristo español que no ha vivido,
negro como el mantillo de la tierra,
yace cual la llanura,
horizontal, tendido,
sin alma y sin espera,
con los ojos cerrados cara al cielo,
avaro en lluvia y que los panes quema.
...........
El Cristo de mi pueblo es este Cristo:
carne y sangre hechas tierra, tierra, tierra»69.






Objeto del «Auto de la Pasión»

La obra tiene, en mi opinión, una doble finalidad originada en una doble causa. Hay un motivo personal en el arranque de la pieza, del que hablaremos más tarde. Y hay también un fin que conseguir entre el público espectador. Este fin es meramente didáctico. Lucas Fernández pretende enseñar en tres obras, las dos semiprofanas y el Auto de la Pasión. Esta didáctica sigue unos determinados caminos, una técnica concreta, que crea poder resumir así: 1) una llamada de atención. Este primer paso de la enseñanza religiosa, encaminado a apoderarse de las mentes espectadoras, sigue dos direcciones distintas en las obras semiprofanas y en el Auto de la Pasión. En aquéllas el autor pretende atraer al público presentándole escenas y temas de la vida diaria, chocarrerías de pastores, sátiras anticlericales, etc. Nada de esto cabía en el Auto de la Pasión, dada la solemnidad y la estructura monolítica del tema. Lucas Fernández, siempre hábil de recursos, apela al dolor de San Pedro en los primeros versos de la obra. Y el apóstol convoca a todos a escuchar el relato de la Pasión. Así, la voz conmovida del discípulo que negó al Maestro prepara al público para el hecho dramático que va a presenciar. Este me parece ser el sentido de la repetición del imperativo oíd en los versos iniciales:

«Oíd mi voz dolorosa,
oíd los vivientes del mundo,
oíd la pasión rabiosa
que en su humanidad preciosa
sufre nuestro Dios jocundo»70.


2) Después de la llamada de atención, cuando el público ya está pendiente de la escena, es preciso conmoverle, revolcar su alma, a veces de forma imprevista. Esta etapa emocional de la didáctica de Lucas Fernández aparece claramente manifiesta en unos cuantos detalles de la obra. Por ejemplo, el largo parlamento inicial de San Pedro tiene sentido ejemplar y de dolor colectivo para intentar conmover al público. No es sólo el dolor y la traición del apóstol lo qué se narra, sino los dolores y las traiciones de todos los mortales.

Hay otro caso curioso. Ya ha pasado la primera parte del relato de la Pasión (hasta que Jesús llega a casa del gobernador romano). Lucas Fernández quiere conmover al público presentando el Ecce homo, previa la preparación del espíritu compasivo del espectador por medio de unos versos de Magdalena llenos de lamentos y de invitación al llanto. La escena se desarrolla así:

«MAGDALENA
Hermanos, llorad, llorad,
llorad vuestra desventura,
llorad con fe y lealtad
la soledad
de vuestra ansia y amargura.
PEDRO
Oh hermana Magdalena.
MAGDALENA
Hermano Pedro, ¿qué haremos?
Cercados somos de pena,
de muy amarga cadena,
y á nuestro bien no lo vemos.
DIONISIO
Lloremos todos, lloremos,
lloremos amargo lloro.
MAGDALENA
Lloremos sin que cansemos,
pues perdemos
nuestra riqueza y tesoro»71.


A continuación va a representarse la ostentación del Ecce homo. La intención de Lucas Fernández se manifiesta abiertamente. La acotación escénica dice: «Aquí se ha de mostrar un Ecce homo, de improviso [en este "de improviso" creo ver la técnica preparatoria de la didáctica de Lucas Fernández] para provocar la gente a devoción, ansí como le mostró Pilatos á los judíos, y los recitadores híncanse de rodillas cantando á cuatro voces: Ecce homo, Ecce homo, Ecce homo»72.

El momento culminante de la obra, la adoración de la Cruz, también es una oportunidad para impresionar al público, según la indicación precisa del autor: «Aquí se ha de mostrar ó descobrir una Cruz repente á deshora, la cual han de adorar todos los recitadores..., etc.»73.

3) Tras la llamada de atención y el choque repentino para conmover al espectador, la didáctica del tema pasional y de redención cae como lluvia benéfica a través de las incesantes preguntas de San Dionisio.






Consideración final

De toda esta larga exposición se desprenden unas cuantas preguntas:

1. ¿Por qué el Auto de la Pasión es obra tan diametralmente opuesta a todas las anteriores?

2. ¿Por qué se separa Fernández tan radicalmente, en ella, del teatro de Encina?

3. ¿Por qué abandona nuestro autor unas maneras más modernas de hacer teatro, como eran las renacentistas, precisamente en su última y más lograda creación dramática?

Me parece que la respuesta a todos estos interrogantes hay que buscarla en la vida y en la persona del autor. Sus primeras obras, incluso las del ciclo de Navidad, no ofrecen la menor preocupación religiosa. Quizá porque su autor no la tenía, viviendo inmerso en su ambición personal dentro del tráfago de la vida universitaria y catedralicia de Salamanca. Sería Lucas Fernández, en su primera época, un auténtico ejemplar de clérigo renacentista. Como Encina, sin ir más lejos. Aunque no manifieste exteriormente sus pasiones como lo hizo el viajero a Tierra Santa. Han dicho que fue hombre sin pasiones. Es mejor pensar que no las conocemos. Lucas Fernández ofrece un panorama vital lleno de ambición y en sus obras demuestra un conocimiento de los temas amorosos que no me atrevo a calificar de libresco.

Lucas Fernández, en un momento desconocido de su vida, cambia de forma de pensar. Siente la inquietud religiosa, la necesidad del ascetismo. Para él la Ascesis era algo opuesto al Humanismo y al Renacentismo. El hecho religioso profundamente vivido era algo distinto del alegre y desenfrenado teatro de Juan del Encina. Ante la duda religiosa, Fernández prescinde de la parte interna del teatro moderno y se hunde en la religiosidad y ascetismo medievales. Y sin olvidar la técnica (ya hemos visto que el Auto es obra superior en todos los sentidos), se desprende del lastre inútil que para su problema interior suponía el Renacimiento. El fruto de esa renuncia, de ese desprendimiento, de esa ascesis, es el Auto de la Pasión. De ahí su grandeza. No sólo es una obra perfecta en su género, sino una pieza dramática llena de emociones y sentimientos personales, producto de su nuevo y definitivo enfrentamiento con el problema de Dios.

El Auto de la Pasión es obra de teatro paralitúrgico, que debió de representarse en la iglesia o en lugar anejo a ella, con toda probabilidad después de los Oficios del Jueves Santo. Por su carácter litúrgico, el autor se vio en la necesidad de prescindir de todo episodio ajeno al tema central evangélico, aunque centrase la acción en torno a Dionisio, personaje no bíblico. Lucas Fernández sigue el Evangelio con entera fidelidad. No hay desviaciones extratemáticas, como en las dos obras del ciclo del Nacimiento. Y para mantenerse con pie seguro dentro del texto bíblico el autor manifiesta un extraordinario respeto por las figuras sagradas. Así, por ejemplo, las palabras que, según el narrador correspondiente, pronunciaron Cristo y María, aparecen en el texto en latín. Hay cuatro estrofas completas en dicha lengua. Todas ellas transcriben el duelo de la Virgen. Insisto en el carácter litúrgico y extremadamente respetuoso que Lucas Fernández da a todas las figuras del Auto de la Pasión, su última, de las conservadas, y mejor obra teatral.

Este extremado respeto de Fernández por las figuras religiosas me parece un indicio del giro total que la vida del autor había dado. Bien por presiones exteriores, bien por temor a una Inquisición que no permitía elucubraciones e invenciones con el drama del Calvario, o bien por propio convencimiento, el resultado es que Fernández ata totalmente su obra a la historia bíblica. Excepción hecha del personaje San Dionisio, el sabio convertido a Cristo por la incapacidad de su propia ciencia a la hora de explicar ciertos fenómenos de la naturaleza.

Y aquí llega mi suposición final ¿Por qué incluye Fernández en la obra a este personaje y centra la acción en torno al problema de su conversión? Por la única y simple razón de que Dionisio es la proyección del propio autor, es su trasunto. La extremada originalidad de la obra centrando el tema de la Pasión en un personaje distinto de Cristo, adquiere así perfiles mucho más humanos y trascendentes. En la página [19] (cf. nota 43) he incluido unos versos de San Dionisio, el impaciente personaje que quiere ir a adorar el Monumento. Los repito aquí porque me parecen muy ilustradores:

«Vamos, hermanos, á vello,
pues que en vida no le vi.
Razón es de conoscello,
servillo y obedescello
aunque desdichado fui».


Lucas Fernández, que ha pasado la vida sin ver a Dios (léase esto con todos los atenuantes debidos), siente prisa y necesidad de «servillo y obedescello», porque antes del cambio que experimentó su pensamiento fue «desdichado». La prisa y la necesidad de volver al camino religioso explicarían así esta ruptura del Auto de la Pasión con todo lo que significa Renacimiento y Humanismo, excepto en lo que a técnica dramática se refiere.

Lucas escenificó su problema, su conversión. Y como uno de aquellos maestros constructores de las catedrales de la Edad Media, escondió su figura tras los ropajes ampulosos y solemnes del sabio de Areópago ateniense.



 
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