El «otro» como ser diabólico: «Poema de mio Cid» y «Poema de Fernán González»
Elena Núñez González
Desde los inicios de las culturas, la anagnórisis de lo desconocido, de lo que está más allá de nosotros, ha interesado y repelido a un tiempo. El hombre es un «yo» que interactúa necesariamente con un «tú» y que establece una relación de acercamiento o separación con ese «otro». Una de esas aproximaciones que está en la raíz misma de la identidad humana es la que sitúa las fronteras entre religiones.
Desde un punto de vista más amplio y ambiguo, la distancia que divide a las creencias de los distintos pueblos, marca los paradigmas más sangrientos y crueles de explotación. Las vertientes fanáticas de las religiones consideran siempre que es absolutamente imprescindible la aculturación del «otro». No ya sólo intentan que su fe sea la imperante, sino que, por otro lado, apenas importan los medios a través de los cuales se realiza dicha absorción.
Por otro lado, según se va a presentar en el siguiente estudio, la óptica desde la cual se observa al «otro» puede tener diferentes matices. Es indudable, que lo primero que causa la visión de la otredad es desconcierto y curiosidad. Más tarde, una vez el «yo» se ha «acostumbrado» a esa perplejidad, el estado de ánimo se torna escéptico. Nada puede ser mejor que lo ya conocido, de ahí que sea preciso un intento de aculturación, de persuasión del «otro». Sin embargo, no siempre el proceso se muestra sencillo. De hecho, mirado desde la perspectiva contraria, también están sucediéndose las mismas situaciones, bien es cierto que en esta relación normalmente hay un elemento considerado como superior culturalmente al otro. Cuando esto ocurre, se ejecutan entonces todos los mecanismos de humillación, tanto física como moral, de que se dispongan, así como la descalificación y bestialización del oponente. El espejo se rompe «sin embargo, para afirmar una imagen deformada y lineal, propiciadora de la construcción de una identidad aberrante»1. Éste es precisamente el aspecto que interesa para esta investigación: la manera en que se demoniza al «otro».
Para ello, se va a establecer un estudio comparativo entre dos de nuestras joyas épicas medievales: el Poema de mio Cid y el Poema de Fernán González. En ambas obras, se presenta un lucha clara entre ese «yo» (los cristianos) y el «tú» (los moros o los judíos). No obstante, esa confrontación no es tratada de la misma forma en las dos, según veremos, aunque sí plantea un esquema semejante de indagación antropológica-literaria.
En el Poema de mio Cid son abundantes los episodios en los que se refleja la relación existente entre el moro y el cristiano; no obstante, hay divergencias entre los estudiosos a la hora de su interpretación. Lo que sí se ha establecido como punto de consenso es que «el antagonismo religioso es factor concomitante, pero no dominante, que los caudillos de los dos lados en pugna tratan de acuciar en el momento más oportuno para encender a sus soldados antes de trabar combate»2. No hay, por tanto, una voluntad o idea de cruzada como tal. De hecho, el musulmán es considerado más un enemigo militar que como adversario infiel propiamente dicho3.
Así lo demuestra el tratamiento que se hace de las diversas lides. En la primera de ellas, la de Castejón, el Cid vence a sus contrincantes sin apenas dificultades. Ruy Díaz, como buen héroe que es, ostenta, ante todo, su carácter generoso, de ahí que no sólo renuncie a su parte de las ganancias para que se distribuyan entre sus hombres sino que, además, permite que los dominados continúen viviendo en paz:
A pesar de que numerosos investigadores han intentado dilucidar «si la moderación del Campeador se debía solamente [...] a interés personal y a táctica de avance», eso poco importa, pues «[...] es evidente que el Cid no tiene escrúpulo en entrar en acuerdo con "infieles" o en dejar que éstos continúen ocupando el lugar en que viven»4. Es muy probable, según se irá demostrando en el transcurso del presente análisis, que la razón de este comportamiento resida en el hecho de que los moros «no son enemigos ocasionales y lejanos como en la Chanson de Roland, sino gente que queda cerca, asomándose por la frontera desde sus dominios sobre el suelo de España, en donde se hallan viviendo desde hace siglos»5.
Tras la entrada en Alcocer, la victoria es asimismo inmediata. Sin embargo, lejos de mostrarse cruel y vengativo tras la masacre, decide no castigar aún con más dureza a los supervivientes, sino utilizarlos para fines personales:
|
Por otro lado, cuando intervienen los tres reyes moros (Tamin, Fariz y Galve) y derrotan a su ejército, tampoco se atisba un deseo que vaya más allá de la pura gloria, aunque, bien es cierto, que se emplean algunas expresiones tales como «¡Tan buen dia pora la christiandad / ca fuyen los moros de la [e de la] part» (vv. 770-771). No obstante, continuamente se pone de manifiesto el conflicto del don, de ahí que el Campeador ordene que «les diessen algo» (v. 802).
Llegados a Murviedro, Ruy Díaz y sus huestes son cercados por los musulmanes. El grito de guerra de aliento a sus hombres no se deja esperar, al igual que la victoria.
|
Las noticias arriban a Valencia, aterrorizando a sus habitantes, y es que «todos temen al Cid, los malos cristianos que lo odian y los moros que son enemigos de la Cristiandad»7. Después de tres años de duros combates los moros «non osan fueras exir nin con el se ajuntar» (v. 1171):
|
Enterado el rey de Sevilla de la conquista manda un ejército de treinta mil armas contra él. No obstante, «con tres colpes escapa» (v. 1230), dejando de nuevo al Cid «con toda esta ganançia» (v. 1231). Lo mismo sucede con Yúçef, rey de Marruecos, que arenga a sus hombres a través de la hostilidad religiosa:
|
Ruy Díaz, en cambio, «en el nombre del Criador e del apostol Santi Yague» (v. 1689-1690), logra vencerlo para alegría de «las yentes christianas» (v. 1799). Por último tiene lugar el enfrentamiento contra Búcar, rey sarraceno. No existe ningún tipo de piedad en el corazón del Campeador: con un solo golpe lo derrota, causándole la muerte:
|
A la vista de todos estos episodios, la crítica ha postulado una posible diferencia en el tratamiento de los moros africanos con respecto a los peninsulares. Así se argumenta que con estos últimos «sigue una política alternativa de paz y de guerra. Por eso los combate y, a la vez, quiere aprovecharse de las victorias con unos tratos benévolos»8. Esta afirmación podría ser confirmada por ese epíteto que sigue a cada nombre de musulmán procedente de África, «d'alent mar». En él se especifica, no ya sólo el lugar de origen del enemigo, sino también, que debe seguir todo un ritual para arribar a tierras cristianas. El mar sería en este caso un verdadero peligro, transformado en misterio y exotismo. No obstante, no parece que esté demasiado clara la distinción propuesta unas líneas más arriba, ya que «la crueldad es común para todos: si el Cid perdona la vida de algunos [...] es por razones prácticas militares, que nada tienen que ver con la bondad o magnanimidad que se le ha atribuido»9. De hecho, ni tan siquiera resulta operativa una dicotomía de tales características. Únicamente interesa que una vez su enemigo ha sido derrotado, Ruy Díaz trata de crear un «régimen de convivencia»10 que pueda serle beneficioso.
Si «ce héros très chrétien dans ses paroles et ses attitudes s'attaque aux Musulmans de Castejón, d'Alcocer, lutte contre les Maures, Fariz et Galve, l'emporte sur les Mahométans de Murviedro et de Valence, triomphe du roi musulman de Séville, de Yúçuf, empereur almoravide, de Búcar, roi sarrasin»11, no es, en modo alguno, por una voluntad escondida de cruzada. El hecho de «situar al Cid y sus combatientes debajo de la protección de Dios, entendiendo que así cumplen una misión providencial, permite reunir las ventajas materiales que pudieran sacar del combate con el sentido religioso que así adopta la lucha contra los moros»12.
Una buena demostración de lo dicho se encuentra en las partes II y III, donde se describe la estrecha relación que une al héroe épico con Avengalvon. Este moro, cuyo «amigo es de paz» (v. 1464), no sólo hospeda a Minaya, Jimena y a las dos hijas de Ruy Díaz, sino que, además, en el cantar tercero, recibe con alegría a sus dos yernos, los infantes de Carrión. Sin embargo, un ladino le advierte de las perversas intenciones de estos dos traidores, que pretenden matar a Avengalvon para quedarse con sus riquezas. En realidad, tanto don Diego como don Fernando son la representación más fiel del antihéroe. Por una parte, cuando creen que deben enfrentarse a un peligro, huyen despavoridos para regocijo de todos. Por otra, se trata de dos fuerzas gemelas que actúan desde la violencia, la humillación y la avaricia.
Con todo esto se observa que «el Cid perdona a los moros por razones tácticas y no por bondad altruista; por otra parte, los mata siempre que la campaña militar lo exige»13. Es decir, la visión que del «otro», en este caso el musulmán, se tiene en el Poema de mio Cid, no parece ser diabólica, ni tampoco misericordiosa. Parece que, en todo caso, atiende a una necesidad meramente bélica que pone a los moros como enemigos a los que hay que vencer a toda costa. Bien es cierto que, en ocasiones, se acude a la mención directa del factor religioso, pero en el sentido de incitación al combate, de arenga militar; de ahí que se puedan hallar situaciones en las que el Campeador se muestra generoso con los vencidos e, incluso, en las que un moro (Avengalvon) se presente como su «amigo natural» (v. 1479). Esto no quiere decir, ni mucho menos, que en la obra no se reflejen los presupuestos ideológico-religiosos de la época, más bien al contrario, pues se aprecian «las convicciones religiosas comunes en cualquiera que participase de algún modo del espíritu clerical de aquellos tiempos aunque su autor fuera un hombre civil»14.
Raquel y Vidas representan un «otro» distinto al moro. No obstante, la probidad cidiana que se ha mencionado, afectaba al segundo pero no a los primeros, pues los judíos, «excluidos de la sociedad cristiana y feudal [...] son las víctimas de engaños ingeniosos»15. Margaret Chaplin, en un estudio dedicado a los motivos folclóricos en la épica medieval española, indaga, según la clasificación de Thompson, las características más difundidas en este tipo de obras y llega a la conclusión de que tanto K (decepciones y engaños) como Q (castigos y recompensas) destacan sobre el resto16. En el Poema de mio Cid, uno de los aspectos que más ha llamado la atención de la crítica es, precisamente, esa especie de guiño burlón que su protagonista hace a esta pareja de prestamistas.
El judío, durante la Edad Media «was identified with the Antichrist, considered to have animal-like attributes, to practice magic and sorcery, to desecrate Christian holy image and to use Christian blood in his ritual»17. De ahí que llame la atención que el Campeador tenga contacto con Raquel y Vidas. Aunque de ellos no se diga en ningún momento que son judíos, se deduce por su ocupación y por ese interés solapado de Ruy Díaz porque mantengan en secreto el tipo de transacción que van a realizar. Sin embargo, es relevante el carácter humorístico que se le da al episodio. El Cid urde el engaño casi con alevosía. Este suceso, en realidad, rompería definitivamente su cualidad de héroe dadivoso que desde el inicio se presenta, ofreciendo una nueva perspectiva de análisis al investigador:
|
Aquí se observa, por tanto, que esa exagerada creencia sobre los judíos se utiliza para racionalizar la conducta innoble de Cid hacia ellos. La conclusión, o más bien la justificación, radicaría en el hecho de que Ruy Díaz haría lo correcto al engañarles porque los judíos son criaturas miserables18. A la vista de esta enorme complejidad de presupuestos, es difícil decidir si existe antisemitismo en esa escena. Si se van estudiando paso a paso los factores antropológicos descritos es probable que se aporten nuevos puntos de vista al debate propuesto. Por una parte, se hallan patentes una vez más las fuerzas gemelas. En este caso la unión es tan potente que se llega incluso a afirmar en el poema que «en uno estavan amos» (v. 100). A pesar de que el lector se encuentre ante dos nombres claramente diferenciados, Raquel y Vidas, en verdad asume que es un único personaje el que actúa. Cuando se establece un diálogo con ellos, en ningún momento se especifica cuál de los dos es el que contesta o plantea las cuestiones. Estas circunstancias hacen que se comporten «como otra pareja geminada de personajes» dentro de la obra19. Otro aspecto relevante es que hablan siempre susurrando. La razón puede encontrarse, precisamente, en esas fuerzas gemelas: el secreto que les pide el Cid, se extiende asimismo hacia el contacto que se establece entre ambos judíos. Con ese aparente silencio muestran la incomprensión del cristiano hacia ellos, así como la constatación de que Raquel y Vidas emplean un lenguaje diferente. Además, con los susurros consiguen una intimidad mayor que refuerza esa imagen de que no son dos sino uno solo.
Por último, destaca la figura del Campeador como bergante. «Y, sin embargo, con aquel acto en apariencia tramposo y rufianesco, más propio de un pícaro que de un señor, el Cid no hacía sino volver a contribuir al que parece ser el objetivo principal de todas sus acciones y constituirse en guía de todo su ejecutoria simbólica: restar bienes a quienes -desde la óptica cristiana de la época- los detentaban ilegítimamente -como los judíos- e inyectarlos en la órbita económica de quienes debían legítimamente poseerlos: los cristianos»20. Este factor es el que ha llevado a la crítica a postular una combinación de estereotipo y de humor en la escena descrita21. Por otro lado, ha permitido el debate ya mencionado sobre la posible intolerancia judía del poema. Parece que «al indagar las razones del antisemitismo en la Castilla medieval, observamos que destaca como una de las fundamentales el monopolio judío sobre el comercio del dinero y la idea de las ganancias que perversamente obtenían de los cristianos que a través de la práctica de la usura, considerada -lo sabemos ya- actividad típica de los hebreos desde mucho antes de la Edad Media»22. Además estaba la Iglesia, que prohibía a los cristianos esos préstamos con intereses y el concepto de sigilo, necesario en estas transacciones llevadas a cabo por un prestamista judío que aseguraba la ayuda de emergencia y el secreto requerido23.
La opinión, sin embargo, más difundida entre los filólogos es que no es probable que sea un episodio antisemita. En él «los personajes establecen esta función precisa: ofrecer al Cid una primera base económica para sus campañas, y el engaño de Raquel y Vidas realiza al mismo tiempo las funciones cómicas»24. Incluso se ha llegado a postular que «si luego el poeta no se ocupa más del asunto es porque la literatura medieval es mucho más insinuante y menos machacona y lógica que la actual. Todo hace suponer que el héroe cumplió, igual que siempre, como bueno, con Raquel y Vidas, esos dos judíos de Burgos»25. Si dicha teoría fuera cierta, entonces el dilema que se planteaba al hallar un episodio en el que Ruy Díaz olvidaba su generosidad, quedaría solucionado.
Toda esta argumentación lleva efectivamente a concluir que, no hay una demonización del judío como tal. No obstante, parece que estudiando uno a uno los comportamientos del Cid, sí podría existir un cierto rechazo antisemita, que no sería más que la palpación o materialización de un sentimiento global de la época. En realidad, Raquel y Vidas harían simplemente el papel que se podía esperar en la Edad Media que hiciera un judío: por una parte, se dedican a la usura26, acto condenable por la Iglesia cristiana y, por otra, sirven de eje humorístico para la trama argumental. El hecho de que aparezcan «en perfecta armonía de vida y relaciones con el Cid y los suyos»27 ayuda a pensar que son empleados tanto por el protagonista como por el autor del poema para desarrollar el hilo narrativo subsiguiente.
En el Poema de Fernán González la figura del «otro» está representada por el moro. No obstante, al contrario de lo que ocurría en el Cid, en esta obra se entremezclan dos factores fundamentales: la fantasía y la religión. «En la literatura medieval española, semejante interrelación, entre el elemento religioso y fantástico no sólo existe en la literatura hagiográfica, sino en la misma epopeya, principalmente en la del mester de clerecía, siendo el testimonio más destacado el Poema de Fernán González, en que la esencia de lo fantástico consiste, por lo general, en apariciones de santos que contribuyen a las victorias de los cristianos y en la evocación de las fuerzas diabólicas por obra de magos mahometanos»28.
Por una parte, según iremos demostrando en el transcurso del presente análisis, el eje central que marcará el desarrollo del poema será, sin duda alguna, el sentimiento patriótico de cruzada y, por otra, la demonización total y absoluta del «otro». El punto de partida es una España en poder de los moros debido al pecado cometido por el rey don Rodrigo, «castigo que Dios ha permitido» porque sólo él «tiene el poder suficiente para controlar el destino» y, por tanto, para ceder «su poder al diablo quien obrará para su perdición»29:
|
En este pasaje se aprecia, no ya sólo una intervención de Satanás por los vicios de don Rodrigo, sino la propia personificación del elemento diabólico en la figura de Mahoma. Gracias, por tanto, a que los cristianos permanecieron fieles a su fe y a que continuaron de espaldas al pecado, con todas las injurias y crueldades que por ello debieron soportar, el Demonio fue vencido y España pudo regresar a su eterna realidad. «La unión de estas dos fuerzas enemigas [los mahometanos y el Diablo] contra la cristiandad hace posible la destrucción de España cuando Fernán González asume el caudillaje de Castilla»31.
Según se ha podido demostrar, «el aspecto tipológico del poema va más allá del héroe: la lucha de España, y sobre todo de Castilla, contra los moros se concibe dentro de la perspectiva histórica cristiana, en la cual la historia humana sigue el plan divino, y se explica en términos de pecado y redención»32. Por todo ello, la España gloriosa y bien avenida fue poco a poco perdiéndose y deteriorándose:
|
Lo que se muestra, por lo tanto, es un «mapa español como un tablero dividido en dos mitades: una donde están los moros, otra donde están los cristianos, siempre y solamente en lucha mutua, sin tener otros contactos que los golpes de las armas, sin sentirse más que como enemigos, sin poder sufrir unos las influencias de los otros»33. Esta relación constante es la que permite la fabulación y las leyendas. En torno a la figura del «otro» se construyen toda una serie de prejuicios que, normalmente, se corresponden con una imaginería que nada tiene que ver con la realidad. Con respecto al moro en el Poema de Fernán González se afirman conductas y actividades consideradas prácticamente diabólicas:
|
Sus acciones son así equiparadas, con las que supuestamente se realizan en el infierno con los pecadores. De hecho, acudir al canibalismo como característica demoniaca del «otro» ha sido una constante tanto en la literatura como en la historia. Este tipo de descripciones y de escenas son las que han permitido a la crítica contrastar las desdichas cristianas con la hagiografía y establecer un cierto vínculo de unión entre el protagonista de la epopeya, Fernán González, y el propio Cristo. «Esto no quiere decir que el héroe sea elevado al nivel de Nuestro Señor, sino que por la técnica tipológica medieval [...] es representado como figura retrospectiva de Cristo. De este modo el poeta aumenta la seriedad de su misión»34.
No obstante, en el Poema de Fernán González sucede algo semejante a lo que se reflejaba en el Libro de Alexandre: el héroe termina por caer en el pecado de la avaricia y la ambición. Se pone tan de manifiesto dicha conducta, que los propios acompañantes del protagonista acaban comparando sus actitudes con las de Satán:
|
Es decir, su soberbia lo hace parecerse al mismo Diablo, pero sus actos, su valentía y su continua lucha contra los infieles, le asemejan a Cristo, de ahí la dualidad del personaje. «Dios y España (Castilla) se unen así desde el principio, formando una meta doble para el héroe de la historia que se va a contar, el cual, al expansionar los límites de su condado, lo hará también con los de la Cristiandad»35. Esto será, precisamente, lo que le conferirá a la obra su carácter de cruzada y lo que permitirá la intercesión de Santiago Apóstol Matamoros:
|
Para España, el Apóstol es todo un símbolo. Su historia «sería impensable sin el culto dado a Santiago Apóstol y sin las peregrinaciones a Santiago de Compostela, es decir, sin la creencia de hallarse allá el cuerpo de un discípulo y compañero del Señor, degollado en Palestina y trasladado a España en forma milagrosa; representaba así a la tierra antes cristianizada por él [...] La fe en la presencia del Apóstol sostuvo espiritualmente a quienes luchaban contra los musulmanes»36. Parece que el autor del Poema de Fernán González, denominado por la crítica como el Arlantino, tenía como objetivo, a través de este episodio, asociar al protagonista con su propio monasterio. De esta manera, y gracias a la ayuda del santo del lugar, el héroe obtiene el socorro del Apóstol, confiriendo así a los combates unos tintes claros de cruzada37. Y es que «Santiago fue un credo afirmativo lanzado contra la muslemía, bajo cuya protección se ganaban batallas que nada tenían de ilusorias. Su nombre se convirtió en grito nacional de guerra, opuesto al grito de los sarracenos»38.
En verdad es necesaria una intervención divina para luchar contra las fuerzas diabólicas encarnadas en los moros, «mas feos que Satan con todo su convento / quando sal' del infierno suzio e carvoniento» (vv. 388c y d). Los prodigios de que se puede valer el enemigo son muy peligrosos, de ahí que se precise la oración y la fe como vehículo para derrotar al adversario:
|
En esta descripción queda puesta claramente de manifiesto la capacidad demoniaca que los cristianos adjudicaban a los moros. En esta especie de visión que, evidentemente tiene lugar por la noche, está conglomerada toda la tradición anterior acerca del Diablo. El animal que se aparece es una serpiente, reptil que hizo caer al hombre en el pecado original y que, transformado en dragón, mantuvo la cruenta batalla a muerte con San Miguel. De hecho, aquí la sierpe también expulsa un fuego infernal que ilumina a unas huestes aterrorizadas. Está herida y, por tanto, derrama sangre. Esto se relaciona con la violencia iniciática: para cambiar de estadio es preciso un rito de iniciación al que se vincula la sangre. Por otro lado, asimismo se corresponde con el color «bermejo», color que siempre se asocia al infierno, al fuego y a las bajas pasiones carnales. Por último, la bestia arriba por el aire, como símbolo del paso al más allá, y lanza aullidos o gritos terribles. Ese chillar a grandes voces es también un modo de indicar lo antiheroico. No cabe duda: se trata de un ardid diabólico urdido por los musulmanes para asustar a los cristianos:
|
El moro, por tanto, es el eje sobre el cual se sustenta el concepto de cruzada. No ya sólo es infiel, hereje y tiene actitudes blasfemas hacia el Dios cristiano, sino que, además, intenta convertir y convencer a los suyos de que Mahoma es el único profeta al que hay que seguir ideológica y moralmente. El moro es, asimismo, un ser extraño, que viene allende el mar para luchar contra el Cristianismo. Es un enviado del mismo Diablo que, como tal, posee ciertas características mágicas y demoniacas con las que poder asustar a las huestes enemigas. Es capaz de formar la imagen de una sierpe sólo porque tiene una especie de contrato con el Mal. Sin embargo, el cristiano tiene un arma aún más potente: su fe, gracias a la cual poseerá la ayuda divina que necesita para derrocar al «otro».
Con todo este desarrollo de acontecimientos y descripción del adversario «parece que el poeta quería fortalecer el patriotismo castellano, estimular la devoción religiosa y proteger los intereses económicos de San Pedro de Arlanza»39.
Durante la Edad Media son varias las dicotomías que se establecen para la definición del «otro». Por un lado, el «otro» es el que ocupa un estatus social distinto y pertenece, por tanto, a un estamento diferente. Por otro, es encarnado asimismo en la polaridad hombre-mujer. Sin embargo, una las dualidades más recurrentes es la que divide a personas o grupos de religiones «opuestas». Bien es cierto que, observado desde la óptica actual, esa divergencia no es tan drástica, es decir, no se colorea con tintes negros de lucha y rivalidad eterna, aunque en ciertos lugares geográficos conviertan sus creencias en fanatismo y se establezcan los mismos enfrentamientos que en el Medievo.
Para un cristiano del siglo XII o XIII, el moro y el judío son auténticos adversarios. El musulmán, por su lado, es el Mal por antonomasia para el habitante de la Península Ibérica. Entra desde el sur y, con astucia, va lentamente adquiriendo el poder y el dominio en todo el terreno anteriormente cristiano. Impone allí su arquitectura, sus leyes y su exotismo. El hispano, que se ve entonces acuciado por una imperiosa necesidad de recuperar sus territorios perdidos se halla ante una relevante problemática que divide a su ser: en cierto modo, envidia y analiza con curiosidad esos nuevos planteamientos que le llegan allende el mar. No obstante, ante todo está su fe, que le ordena e insta a que mate a esos herejes que tanto daño están haciendo a la Cristiandad.
Es entonces cuando se comienza a fabular en torno a la figura del «otro», cuando las leyendas empiezan a fluir e influir en las mentes cristianas debido, fundamentalmente, a la intercesión de la Iglesia y a las necesidades políticas. El moro adquiere en este punto un doble halo de misterio: se sabe que está vinculado a la magia y a todo ese mundo de lo demoniaco. Sin embargo, si bien debía asustar de manera irremediable al enemigo, de otro lado lo atrae. En el Poema de mio Cid se ha visto cómo el musulmán no es más que el contrincante bélico del Campeador. De hecho, a pesar de que la Cristiandad entonces vigente argumentara una imposibilidad de acercamiento al hereje, Ruy Díaz mantiene unas relaciones de estrecha amistad con uno de ellos, Avengalvon. Esto, según se ha desarrollado en el apartado correspondiente, podría relacionarse con la diferencia de tratamiento que algunos investigadores postulan entre el moro africano y el peninsular: el que procede de África sería considerado «más otro» que el que reside junto a los propios cristianos, por su mayor lejanía y su falta absoluta de contacto con los hispanos.
En el Poema de Fernán González, sin embargo, sí se suceden episodios que ponen de manifiesto este rechazo político-religioso. En él el poeta ve al moro como agente directo del Diablo. Debido a su penetración en Castilla, España se ha ido poco a poco deteriorando. Si antes era un todo constituido e íntegro gracias al Cristianismo, la disgregación se ha producido. El moro no sólo ha roto los vínculos con el Dios verdadero, sino que, además, ha introducido todo un conjunto de artificios demoniacos para luchar contra el cristiano. De una parte, actúa como un auténtico ser diabólico cuando, tras apresar a su adversario, procede a su ingestión. De otra, consigue a través de la magia conformar una sierpe para aterrorizar a las huestes enemigas. Asimismo, son descritos como feos, deformes y con defectos físicos tales como el gigantismo.
El judío, por su lado, aunque infiel que, en gran parte de la literatura medieval, ha firmado un pacto con Satanás (recuérdense los Milagros de Nuestra Señora y las Cantigas de Santa María), comete el pecado de la avaricia. En realidad, la Iglesia, como en muchas otras ocasiones, es quien alienta su persecución. Dedicados al préstamo y a la usura, van contra los principios básicos de la Cristiandad. Este «otro», sin embargo, en el Poema de mio Cid está analizado desde una perspectiva cómica y humorística. Ruy Díaz, dadivoso donde los haya, se convierte aquí en un bergante que engaña con astucia a Raquel y Vidas, pareja geminada de judíos. La visión demoniaca de estos dos prestamistas queda aquí solapada por la burla cruel de que son objeto. Este paso se corresponde con una tendencia también medieval que ridiculizaba la acción satánica y se mofaba de sus posibles consecuencias. De ahí que existan diversas miniaturas en las que tanto el judío como el propio Diablo se representan de forma grotesca e irrisoria.
En este estudio, por tanto, se ha tratado de realizar un escrutinio minucioso por las figuraciones del «otro» en dos obras canónicas de la épica castellana: el Poema de mio Cid y el Poema de Fernán González, llegando a la conclusión de que ni su demonización era general, ni tampoco su rechazo. La relación establecida tanto con el judío como con el moro se correspondía con las necesidades del momento: de un lado, estaba el sentimiento indudable de cruzada y, de otro, el contacto inevitable con ese «otro» distinto en cuanto a la religión se refiere. El viaje que resulta de un «yo» que se desplaza hacia un TÚ tiene, como se ha intentado demostrar, una pluralidad de vertientes que no pueden fijarse en una única idea. El acercamiento hacia la otredad, tanto hoy como en la Edad Media, precisa de numerosos resortes que se ponen en marcha para la culminación de la anagnórisis.