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En torno a «Los pies y los zapatos de Enriqueta», novela corta de Gabriel Miró

Miguel Ángel Lozano Marco





Creo que resulta evidente que si lanzamos una rápida mirada sobre el conjunto de las novelas cortas de Gabriel Miró o, mejor aún, sobre su producción novelesca aparecida antes de la publicación de El abuelo del rey (1915), Los pies y los zapatos de Enriqueta destaca de manera notable y mantiene serias diferencias con las obras del entorno en que ha sido situada: no es una novela decadente; no nos cuenta sólo la historia de un fracaso amoroso1 y, sobre todo, no encontramos ese notable clima erótico y sensual, ni siquiera esos párrafos preciosistas que todavía se dejan ver en El abuelo del rey2 (tan típicos y tópicos en la novela decadente modernista) ni las introspecciones en el mundo sentimental de los protagonistas. Es cierto que se nos narra la historia de una frustración amorosa -como en cualquier novela mironiana-, pero aquí la encontramos alternando con otras historias e inmersa en una amplia visión de la vida de un pequeño pueblo, Boraida, asolado por la sequía y sometido a la dictadura de la «Señora», la cacique que decide «piadosa y caritativamente» las rectas normas bajo las que han de vivir «los suyos». La crítica, sin embargo, no ha prestado atención a la singularidad de esta obra -suerte que también ha corrido el resto de las novelas cortas de Miró3-, exceptuando la página y media que Eugenio G. de Nora le dedica, en su obra La novela española contemporánea4. Apunta este crítico que Los pies... presenta «un carácter notablemente más realista, sólido y "profundo" (extra-estéticamente incluso), un aire de crítica beligerante en verdad inusitado en Miró»; y, más adelante, concluye afirmando que este relato revela «la posibilidad de un Miró verdaderamente novelista, testigo de la realidad, hincado en su tierra y en su tiempo y abierto a inquietudes y problemas que desbordan las fronteras de su habitual contemplación esteticista»5. Como podemos comprobar, Nora advierte la originalidad de esta obra en el conjunto de la narrativa mironiana: es «más realista»6 que las demás novelas y presenta una evidente carga crítica. Ahora bien, si estoy de acuerdo con estos dos rasgos apuntados, disiento totalmente de Eugenio G. de Nora en el resto de sus observaciones: Los pies... no delata al novelista posible que no llegó a ser; no representa esta novela el indicio de un novelista en potencia, sino el inicio de una nueva orientación en la narrativa de Miró -como intentaré demostrar- en la que la actitud crítica es primordial. Gabriel Miró fue un novelista auténtico, creador de una técnica original y compleja7 mediante la cual nos presenta su visión de la realidad, pero no puede ser estudiado tomando como referencia las técnicas y usos de la novela realista como tampoco pueden ser medidos con este patrón los más innovadores novelistas del periodo histórico que le tocó vivir: Valle-Inclán, Unamuno, Pérez de Ayala, Azorín, Ramón Gómez de la Serna, etc.

El primer problema que nos sale al paso a la hora de encuadrar la obra que nos ocupa en el desarrollo de la producción novelesca de Miró es el de su fecha de composición. Como se sabe, esta novela apareció publicada en Madrid, en el número 192 de Los contemporáneos, el 30 de agosto de 1912, con el título de La señora, los suyos y los otros y en 1927 volvió a aparecer en Barcelona (Editorial Juventud) llevando ya el título actual8 y acompañada por las dos novelas cortas con las que compartirá el volumen en sucesivas ediciones (O. C., Edición Conmemorativa, vol. III; Biblioteca Nueva; Editorial Losada; Ediciones Felmar), formando, según dice Jacqueline Praag-Chantraine, una trilogía sobre «l'amour malheureux ou incompris de quelques jeunes filies»9, aunque, como se ha apuntado antes y se desarrollará más adelante, éste no sea el único tema que encontramos en la novelita aquí comentada. Pero no consta su fecha de composición. Algunos críticos la identifican con la de su aparición, sin embargo Clemencia Miró, en una breve biografía de su padre10, sitúa La señora, los suyos y los otros junto con El hijo santo y Amores de Antón Hernando (publicadas ambas en Los Contemporáneos en 1909) entre 1905 y 1907, cronología no muy de fiar ya que comete a continuación palmarias inexactitudes tales como fechar en 1914 Las cerezas del cementerio y en 1915 El abuelo del rey, año de su publicación ya que fue compuesta, como se sabe, en 1912. Asimismo, Eugenio G. de Nora, siguiendo la ordenación que Clemencia Miró adoptó para las Obras Completas de su padre, admite la «misma época» de La palma rota (1909) para La señora...11, de manera que suponiendo también una fecha de composición similar para Dentro del cercado (aparecida en 1916) y remitiendo Niño y grande a su primera y más breve versión (Amores de Antón Hernando, 1909) quede bien delimitado el grupo de sus novelas cortas como etapa anterior a su primera novela extensa (Las cerezas..., 1910), dejando tras ésta únicamente, en lo que a obra novelesca se refiere, la novela de Serosca (1912) y la magna obra sobre Oleza (1921 y 1926).

Como podemos comprobar, un cierto confusionismo rodea lo referente a la datación no sólo de la novela que nos ocupa, sino de buena parte de la narrativa mironiana. Ante esto creo que para vislumbrar el sentido que esta novela tiene dentro de la obra novelesca total de nuestro autor deberíamos partir de una clasificación que ilumine las relaciones que Los pies... guarda con las demás obras. Realmente no disponemos de una clasificación satisfactoria12 que nos permita observar la evolución de la novela de Miró y sus relaciones internas, pero sí podemos partir de un hecho aceptado por la crítica: la importancia de El abuelo del rey como novela que limita la producción anterior y con la que comienza una nueva época. Aparecerían, de este modo, dos épocas13 notablemente descompensadas ya que la segunda comprendería solamente dos obras (considerando Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso como una única novela, naturalmente) mientras que la primera agruparía unas ocho novelas en las que, aunque el clima decadente aparece como constante, no hay una total unidad temática ni estilística. Basándome en estos dos elementos (tema y estilo) propondría observar la existencia de tres grupos o periodos en la obra novelesca de Miró, dejando al margen, claro está, las dos novelas repudiadas: La mujer de Ojeda e Hilván de escenas.

El primer grupo estaría compuesto por las dos novelas publicadas en 1908, La novela de mi amigo y Nómada. Ambas tienen como centro a sendos personajes, el pintor Federico Urios y el ex alcalde de Jijona don Diego, caracterizados por poseer una vitalidad desmesurada que los lleva a chocar con el asfixiante medio humano que los rodea. Así Federico expone a su interlocutor su postura vital:

«No olvide que yo estoy sano y que vivo por el impulso y virtud de quererlo. Casi todos los hombres viven fatalmente, y si decaen y enferman se entregan abúlicos a la razón y voluntad ajenas... Yo, no; yo vivo íntima, intensamente, razonando mi vivir fisiológico; y vivo sabiéndolo y queriéndolo, y a solas conmigo mismo, con mis tejidos, con mis huesos, con mi sangre... La circulación de la sangre me parece que he podido descubrirla yo, si no la hubiese descubierto otro. Estoy amenazado y me defiendo, porque amo la vida con toda mi alma y con todo mi cuerpo»14.


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Y don Diego, después de escapar de la mezquina vida provinciana y recorrer como nómada tierras americanas y europeas, vuelve a su país luciendo «barba y cabellera proféticas» como signo de su independencia, pues «ellas guardarían la evocación de su vida peregrina, horra de miradas tenaces de paisanos» (174). Naturalmente, el medio humano de sus ciudades los destruye: Federico, que acabará suicidándose, es un marginado, torturado y humillado incluso por la cicatería de su propia esposa y don Diego es brutalmente rapado entre las burlas de sus paisanos y finalmente entregado a la tutela y vigilancia de su hermana doña Elvira, dama piadosa, autoritaria y seca, figura de celosa cacique tan frecuente en Miró. Lo que definiría, pues, a este grupo sería básicamente el drama de sus protagonistas: esa vitalidad desmesurada que es fatalmente ahogada por el medio; la inexorable frustración dé unas vidas ansiosas de plenitud.

El segundo grupo estaría formado por Las cerezas del cementerio y por: cuatro novelas cortas -La palma rota, Amores de Antón Hernando, El hijo santo y Dentro del cercado- que tienen algo en común con aquella. Podríamos darle el nombre de «ciclo de Las cerezas del cementerio», ya que ésta ocuparía la posición central -es la de más enjundia del periodo- y además «viene a ser la condensación, suma y expresión final de las mismas vivencias plasmadas en las novelas cortas anteriores»15. Temporalmente se extendería entre 1909 y 1910, quedando fuera Dentro del cercado (1916) y Niño y grande (1922); pero si remitimos esta última a su primera versión (Amores..., 1909, fecha que encontramos al final de Niño y grande) sólo escaparía a la coherencia del período la novela aparecida en 1916. Ahora bien, ¿conocemos la fecha de composición de Dentro del cercado? En el apartado de «Variantes y Notas» que cierra el vol. III de las O. C. (Edición Conmemorativa) se nos dice:

«Pero, ¿cuándo escribió Dentro del cercado? La palma rota se publicó en enero de 1909; la suponemos coetánea de Nómada. Dentro del cercado no ve la luz hasta 1916 (según la lista de obras que acompaña al Humo dormido). Un análisis estilístico minucioso proveería razones para no alinearla con el primer estado -conocido- de La palma rota. Sin embargo, no podría deducirse de aquí nada que rebase de los estados de que estrictamente tenemos conocimiento; por ejemplo, en el sentido de distanciar en el tiempo las obras mismas cuyos estados son; pues es absolutamente improbable que un perpetuo insatisfecho como G. M. enviase a la imprenta sin revisarlo, corregirlo, rehacerlo, un manuscrito de cinco o acaso más años atrás. No es aventurada, sino obligada, la conjetura de al menos un estado anterior de Dentro del cercado, hoy perdido, del que, naturalmente, no podemos precisar el momento de composición».


La conjetura es cierta: Miró escribiría esta novela «cinco o acaso más años atrás» y, por causas que desconocemos, no la publicaría hasta 1916, siendo entonces convenientemente revisada y corregida. Basamos esta afirmación en el contenido de una carta de Miró recogida por Vicente Ramos:

«En abril de 1910 envía [Miró] a Doménech, de Barcelona, su novela Las cerezas del cementerio. Cinco meses más tarde, le dice a Puigcerver: "Pronto saldrá otra versión mía (de Lavedán); una novela: Dentro del cercado; un tomito de Crónica del licenciado Sigüenza [...]"»16.


Este ciclo tendría entonces un límite temporal bien determinado, ya que puede suponerse que en abril de 1910 estaría prácticamente acabada la novela en cuestión.

Es común a estas cinco obras el tema amoroso tratado desde una óptica decadente, notablemente erotizado y narrado con un lenguaje en el que al preciosismo modernista añade lo aprendido en los clásicos y místicos castellanos -lo que diferencia esta etapa de la anterior y de la que seguirá a continuación, la de plenitud. También es un rasgo destacado de este ciclo el hecho de que Miró dote a sus personajes de un marcado parecido con su autor y de que incluso utilice elementos autobiográficos. Así, es abundante lo autobiográfico en Amores de Antón Hernando-Niño y grande y parece quedar claro que Aurelio Guzmán, el protagonista de La palma rota17, e incluso el Félix Valdivia de Las cerezas...18, están construidos sobre el retrato físico del Gabriel Miró de la época. Por lo que respecta a El hijo santo (la historia de un sacerdote que vence la tentación amorosa encarnada en doña María) sospecha Entrambasaguas que «pudo ser la conversión imaginativa en literatura del pensamiento que alguna vez le asaltaría de cómo hubiera sido su vida si aquellas aficiones litúrgicas de su niñez se hubieran convertido en un sacerdocio sin vocación, pero con fe y deber inquebrantables»19; otro rasgo que vincularía más la novela con este ciclo sería el personaje de doña María, quien, según Vicente Ramos, «preludia y anuncia la figura de Beatriz que, derramando todos sus encantos femeninos, aparece en Las cerezas del cementerio, obra que, por aquel entonces, se hallaba escribiendo Miró»20. Del mismo modo podrían seguir observándose parecidos entre diversos personajes de estas novelas.

Llegamos así a enfrentarnos con el tercer ciclo, el de las obras maestras, el más rico y complejo en técnica y temas. «La crítica acerca de Gabriel Miró -dice Francisco Márquez Villanueva- registra uno de sus escasos puntos de general acuerdo al considerar El abuelo del rey (1915) como firme paso hacia una novelística más ambiciosa en amplitud y técnicas. El mundo algo claustrofóbico de conflictos internos de la personalidad, en que hasta entonces se han debatido sus novelas, se abre allí para captar el espíritu de una vieja ciudad levantina [...]»21. Pero conviene destacar que esta novela no fue compuesta en 1915, sino en 1912, con lo que se retrasa algo la fecha de cambio en la novela de Miró y no queda tan distanciado de la época decadente. Pues bien, Los pies y los zapatos de Enriqueta fue publicada precisamente en 1912 y presenta unas características que la diferencian notablemente de, la producción narrativa aparecida con anterioridad: no guarda ninguna semejanza con las novelas del ciclo de Las cerezas... y, exceptuando una reincidencia temática bastante amplia22, lo mismo puede decirse de su relación con las dos novelas de 1908. En Los pies... encontramos por primera vez las características básicas que sirven de fundamento a las grandes novelas mironianas: primeramente, un abandono del decadentismo y del subjetivismo23 de sus novelas anteriores para enfrentarse con unos personajes, problemas y ambientes a los que observa con cierta distancia; en segundo lugar, el inicio de la temática básica de este período: la visión crítica de la vida provinciana; por último, aparece aquí la primera gran realización de lo que Miró enunció como su «concepto de la novela», que culminará en El obispo leproso: «decir las cosas por insinuación»24, haciendo amplio uso de la elipsis en el tratamiento de la acción, principalmente, obligando al lector a reconstruir lo que el autor omite25.

No sería, pues, la novela que aquí nos ocupa una obra aislada o una extraña excepción en medio de un período literario marcadamente decadente, sino que tiene un sentido bien preciso: con Los pies... comienza la gran época de la novela mironiana que culminará en 1926; será la primera obra de este tercer ciclo, el de la visión crítica de la vida provinciana, que irá haciéndose más complejo progresivamente, a medida que es más complejo el espacio físico escogido por el autor y los personajes que lo pueblan26. Es interesante observar cómo se ha desplazado el interés desde los personajes, que ocupan la posición central en sus anteriores novelas, a los ambientes humanos, y cómo éstos definirán las obras de esta época: mientras que Las cerezas... es la novela de Félix Valdivia, Los pies... será la novela de Boraida; El abuelo del rey, la de Serosca y Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso, la de Oleza, apreciándose una sucesión en la entidad de los lugares que van desde el pequeño pueblo -Boraida- a la Sede Episcopal -Oleza-, pasando por la ciudad otrora cerrada y ahora en trance de cambio -Serosca27.

También se ha señalado la variación en técnica y estilo que supone esta novela, y de aquí podemos sacar como conclusión que nuestro autor ya ha cerrado el mundo que confluye y se resume en Las cerezas..., que ha superado toda esa época y que se distancia de ella; todo esto nos conduce a imaginar una fecha de composición posterior a 1910 y no muy distante de la de su publicación, y a señalar los aledaños de 1912 como el verdadero momento de cambio en la novela de Gabriel Miró28.

Centrando la atención en la obra, advertimos otro hecho que la singulariza dentro del género a que pertenece, puesto que la novela corta suele caracterizarse por presentar el desarrollo de un único acontecimiento29. Esto ha sido lo habitual también en el resto de las novelas cortas de nuestro autor ya que cada una desarrollaba el conflicto -generalmente amoroso- del protagonista o protagonistas centrales, dejando en vaga penumbra el fondo ambiental, el espacio circundante, y borrosos a los escasos personajes secundarios. Pero he aquí que nos encontramos con una obra de este género que no nos cuenta una única historia, sino varias, y con gran abundancia de personajes -individuales y colectivos-, de manera que recibimos una fuerte impresión de la vida del lugar, y en esto último estriba el interés del relato. Podría pensarse que una novela corta de estas características, al extender su campo de acción sobre varios acontecimientos, correría el peligro de ser una obra desproporcionada, una verdadera novela extensa que ha sido reducida, pero no sucede así puesto que Miró opera por síntesis, concentrando al máximo todos los elementos del relato: ambientes, caracteres de los personajes, diálogos, descripciones, anécdotas, etc., y disponiéndolo todo dentro de una estructura unificadora. No se detiene en los protagonistas, analizándolos o mostrando las razones de sus comportamientos, sino que presenta sus acciones, actuando cada uno en función de su historia y del sentido total de la obra; de igual modo, los breves episodios aislados quedan absorbidos por el ambiente general30. Naturalmente, no hallamos digresiones por parte del autor, ni casi descripciones, excepto la que en el primer capítulo nos muestra los campos secos -necesidad de la trama- y la excelente descripción de la sacristía de Boraida, lugar en el que se desarrolla una escena de singular patetismo; en el resto de los capítulos el espacio queda más sugerido que descrito.

No hay, pues, un argumento único, pero las varias historias no nos aparecen como notas aisladas, sino perfectamente trabadas y aglutinadas en una impresión de unidad de ambiente. Sin duda, Edgar Allan Poe anduvo acertado cuando, al caracterizar lo esencial de la novela corta, puso el acento no en la unidad de argumento, sino en la unidad de efecto: el «hábil artista literario -dice Poe- ha construido un relato. Si es prudente, no habrá elaborado sus pensamientos para ubicar los incidentes, sino que, después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular, inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayude a lograr el efecto preconcebido»31. Y aquí, como antes señalé, no se nos dispersa la atención, sino que recibimos una fuerte impresión del ambiente humano, de la imposibilidad de plenitud vital en ese pueblecito sometido al amparo y vigilancia de la Señora.

Aclaremos todo lo apuntado atendiendo a la construcción de la novela. Encontramos aquí un entramado básico formado por cuatro líneas arguméntales: dos historias con protagonistas individuales y el desarrollo de dos sucesos de carácter más bien ambiental, con protagonistas colectivos; cada una de estas cuatro líneas culminará en un desenlace particular. Al primer par mencionado pertenecen la historia de la abuela Mari-Rosario, que abre la novela, y la que da título a la obra, la de Enriqueta, que comienza casi en su mitad. Las dos líneas de carácter ambiental son la que desarrolla el tema de la sequía, que recorre el relato intensificando su presencia paulatinamente y culminará con el irónico episodio de la procesión de rogativa a San Rafael y el «milagro» de la llegada del zahorí y, lo que es más definitivo en la novela, la aparición en el pueblo de esa tribu de húngaros que provoca tan encontradas opiniones y actitudes: la admirativa de don Acacio y la reprobadora del «desagradable señor Llopera» y de la Señora, quienes los juzgan desde su estricta moralidad represora de todo impulso vital. Estos nómadas «maravillosos» que aparecen ubicuamente a lo largo de la novela cumplen la función de subrayar, por oposición, el marcado carácter sórdido y mortecino de la vida de Boraida frente a lo libre, espontáneo y natural.

Pero también junto a estas cuatro líneas básicas aparecen algunas anécdotas o episodios aislados que enriquecen la densa sensación de vida que se concentra en tan pocas páginas. Habría que señalar a este respecto la anécdota que cuenta don Acacio a mosén Antonio, que sirve para definir la postura vital del personaje; el resumen de la vida habitual de doña Adela, la hija de la Señora, y su marido; la escena de la fiesta del pino en Laderos y los dos episodios aislados en que los niños son las tristes víctimas de la «falta de amor», tema habitual en Miró: el del ama de cría y sus hijas y la emotiva escena de la enfermería de la Casa de Beneficencia.

A la vista de esta diversidad de acciones y episodios podríamos dudar de la cohesión y unidad de la novela, pero esa unidad de efecto y de sentido está conseguida mediante la técnica empleada por el autor, el hábil manejo de los recursos del relato y la estructuración a que somete los episodios. Como hemos dicho, en esta novela se acentúa -y hasta podríamos decir que comienza verdaderamente- ese procedimiento mironiano de «decir las cosas por insinuación», que se manifiesta aquí en la utilización de detalles para sugerir el carácter de los personajes (las «minucias» de las que hablará don Vicente Grifol) y en el empleo de la elipsis en el desarrollo de la acción; de este modo, cada una de las historias nos es contada y sugerida presentándonos tres o cuatro momentos, más o menos distanciados temporalmente, que nos dan sensación de totalidad. Es la técnica que culminará, en complejidad y perfección, en El obispo leproso. Aparece también una supremacía de lo mostrado sobre lo narrado y una abundante utilización de esa técnica mixta de resumen narrativo y presentación directa tan habitual en las mejores obras de Miró. Pero, sobre todo, el principal factor de unidad radica en la estructuración que ha sido impuesta a los elementos del relato y en la confluencia de las líneas arguméntales en un personaje unificador: la Señora, de la que no conocemos el nombre: «Esta Señora no hace falta nombrarla. Al menos en Boraida, sin mentar su nombre, se la conocía sólo diciendo eso: la Señora» (233).

La Señora es, desde luego, el personaje central -tanto en la estructura de la novela como en Boraida-; de ahí que el título con el que apareció esta novelita en 1912 sea más exacto que el actual, que sólo hace referencia a una de las líneas arguméntales; La señora, los suyos y los otros alude a esa actitud de señorío posesivo sobre los habitantes de «su» localidad que dicha dama ejerce de manera caritativa, piadosa y vigilante. Pero ¿quienes son «los otros»? Evidentemente, en la novela, los húngaros, la tribu de «maravillosos lañadores y caldereros» que, según ella, «no tenían hogar, ni Dios, ni ley»; por eso, ante la propuesta de su hijo de encargar a los nómadas la reparación de las máquinas de sus almazaras y destilerías -trabajo que, según se decía, realizaban con asombrosa perfección- ella responde tajantemente:

«-Hijo mío: ¿hemos de favorecer a esas gentes que viven a racimos, todas mezcladas, sin más ley ni hogar ni Dios que su antojo, sus carros, sus lonas y el vicio? ¡Ese ejemplo faltaba que diéramos a los nuestros!».


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En resumen: los «suyos» deben estar bien lejos de «los otros»; de aquí que los húngaros aparezcan como contraste con la mezquina vida lugareña. Se nos muestran desplegando todo un aparato colorista y maravilloso: «traían ropas muy vistosas, con enormes botones de plata afiligranada, chambergos velludos [...]; cabelleras negras y untuosas de nazareno [...]. Las mujeres llevaban sartales de onzas y dijecitos de vidrio y coral, y sayas, almillas y jubones de muchos y vivos colores [...]» (232). Un húngaro se destaca «con un gorro de felpa verde; su tabardo resplandecía de labrados botones, redondos, descomunales y convexos como las rodelas de los pechos de Minerva [...]» (233). Contrastando con el colorido de los nómadas, los lugareños son «hombres sosegados que usaban alpargata y lienzo enjuto y oscuro» (232) y que se paraban a curiosear la vida de los forasteros en actitud de atónitos palurdos mientras los húngaros «sonreían con dulce insolencia del pasmo y contemplación de aquellas buenas gentes» (233). Finalmente, esta tribu trae «a la quietud lugareña una levadura de virtudes imaginativas: la evocación de tierras remotas, la ansiedad de visiones, lo pintoresco, lo libre, lo fuerte y descuidado» (250), en palabras que comparten el autor y don Acacio, el humanista.

Lo libre y lo fuerte frente a lo mortecino y sojuzgado. Es interesante observar cómo en las novelas de esta tercera época -las de la visión crítica de la vida provinciana- aparece siempre frente al grupo castizo, guardador de las viejas tradiciones y sofocador de los impulsos vitales, otro grupo más relajado o más cercano a la naturaleza con el que entra en colisión: son estos húngaros en Boraida o los «advenedizos» de la Marina frente a la Serosca de don Arcadio o, con más complejidad, los dos tipos de «otros» que aparecen en Oleza: los forasteros que construyen el ferrocarril (ingenieros, obreros, prostitutas...) y los habitantes del arrabal de San Ginés:

«Sumida, vieja, sin cielo, viéndosele más sus remiendos y desolladuras, la ciudad se entregaba a los dos bandos: el de San Ginés, que vive siempre en una corralada de humanidad primitiva; en un vertedero de hijos, de bestias, de inmundicias, de faenas, de disputas, de tánganos y coplas; y el de San Daniel, que vive dándose codazos en el corazón, espulgándose la conciencia, sintiéndose entonces con sangre y resabios de casta harapienta, como si brotase a empujones de otras guaridas de peñascal».


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Veamos ahora quienes son «los suyos», los de la Señora. Son, desde luego, los que padecen la sequía; los que, en la procesión de rogativa, abandonan las angarillas de San Rafael para aupar a Bautista el Zahorí que llega en tan oportuno momento, atribuyéndose su aparición a milagro del santo; son, pues, los que aúnan la ingenuidad religiosa con la credulidad supersticiosa y también los que tienen que emigrar «a la Argelia» huyendo del hambre provocado por la sequía. Y son, sobre todo, las personas que reciben los «beneficios» de la Señora: la abuela Mari-Rosario, el ama de cría y sus hijas, y Enriqueta.

La historia de Mari-Rosario singulariza el tipo de protección y ayuda a que están sometidos los habitantes de Boraida por parte de la Señora. Es la historia de una sórdida desavenencia familiar: el enfrentamiento entre Mari-Rosario y su nuera, «mujer áspera y rencillosa» (242). La abuela queda apartada de la familia, sola en su casa campesina y privada incluso de la vista de sus nietos. La Señora, en sus habituales visitas de caridad de los sábados a los «afligidos por duelos y calamidades, los falto de consejo, las familias mal avenidas» (241) convence con relativa facilidad a Martín -el hijo de Mari-Rosario- y a su esposa, ya que éstos se encontraban en la miseria «y a la madre aún le quedaban algunos bancales y el pinarejo» (242), pero le es más difícil doblegar los recelos y temores de la abuela «porque Martín se había vuelto de la hechura de su mala mujer»:

«El orgullo de la Señora padeció recio quebranto. Pero imploró en el nombre de Jesucristo y gritó en el suyo propio. Y acabó enterneciendo a la abuela hablándole de Martinico y Sarieta. ¡Qué dichosa vejez; en un rinconcito, rodeada de nietos limpios y bien criados, no como ahora estaban! ¿Un rincón del cielo quería despreciar?».


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El desenlace era de esperar: el hijo poda ferozmente el pinar y vende los bancales; y la Señora encuentra a Mari-Rosario aún más sola, llorando en las penumbras de un rincón. El «rincón del cielo» prometido se convierte en este oscuro rincón de la cocina al que ha sido relegada.

Un rasgo irónico, básico en la obra, lo constituye el hecho de que las acciones que emprende la Señora tienen el efecto contrario del que se pretendía. Queda esto de manifiesto en la historia de Mari-Rosario, ya que no sólo no consigue la paz familiar con su mediación, sino que empeora la situación de la abuela al quedar ésta despojada de sus humildes posesiones y recluida en el sórdido rincón. Asimismo, al no consentir que los húngaros trabajaran en el arreglo de sus molinos pues temía «que aquellos infieles y abarraganados hubieran podido escandalizar y comunicar sus vicios a los criados» (248) y al verse precisada a llamar a maestros y oficiales de la ciudad para realizar el trabajo, provoca un mayor mal: un jefe de talleres viene acompañado por su mujer, una rubia de inquietadora belleza que despierta la lujuria no de «los villanos, sino de lo escogido entre los prudentes varones de Boraida», quienes, en palabras de la Señora, «se volvían perros» (249). También es evidente la distancia que hay entre el juicio de la Señora sobre el noviciado de Enriqueta -está «a salvo», lejos de las corrupciones del mundo- y la dramática renuncia a la vida que nosotros percibimos. De este modo, la anécdota de la fiesta del pino, en el último capítulo, reincide en este tema básico, trasladado ahora al ámbito de la naturaleza:

«La ceremonia resultó muy lucida. La presidieron el obispo de la diócesis y el gobernador civil desde un cadalso cuyos soportes los hicieron de troncos de palmeras, de las antiguas palmeras, tan altas y donosas, consagradas por el sol poniente, árboles que dieron a los abuelos del pueblo, cuando eran muchachos, el descanso de su sombra y la dulzura de sus támaras. Y mientras su ilustrísima bendecía el pino recién plantado, y el presidente de los "Amigos del Árbol" pronunciaba su oración, los aserrados troncos iban zumando la vida que guardaban para otorgar su fruto a otras generaciones [...]».


(252-253)                


Las acciones de la Señora están condenadas no sólo al fracaso, sino también a acrecentar involuntariamente la desgracia de sus protegidos porque no se realizan movidas por un auténtico amor, sino por un tipo de caridad exterior, rutinaria y fría, vinculada a una rigidez moral que sofoca cualquier impulso vivificador. La piedad exterior oculta una verdadera crueldad, que viene a ser su forma inconsciente y habitual de vida; la de ella y también la de los «suyos» más cercanos. Bien elocuente resulta al respecto el trato inhumano a que somete al ama de cría de su nietecito al obligarla a abandonar a sus dos hijas «porque esas rapazas abandonadas [...] podían traer miseria, sin contar que su presencia quizá despertase en el ama -que al fin y al cabo era madre, según afirmaba el señor Llopera- los malos pensamientos de darles algo de la abundancia que ella gozaba sólo en calidad de nodriza» (238).

Pues bien, en este ambiente se desarrolla la historia del callado fracaso amoroso de Enriqueta, la sobrina del párroco de Boraida. Drama imperceptible para todos salvo -según parece- para la Señora. Gabriel Miró cambió, como sabemos, en 1927 el título de la novela atraído por esta historia de frustración, pues es la línea argumental de más intensidad emotiva y la que capta el interés del lector. Puede ser resumida brevemente: Enriqueta, muchacha pobre y hermosa, está enamorada de don Jaime, el hijo de la Señora, joven «desenfadado, amigo de járacas, de la jineta, de exprimir todos los encantos y risas de la juventud» (236) pero sometido también a la voluntad de su madre. Da esperanzas a la joven el comentario que, entre requiebros, deja caer don Acacio, el humanista, amigo de don Jaime:

«-Las gracias de esta criatura florecen desde sus cabellos hasta sus pies. Yo no he visto piececitos como los de Enriqueta. ¡Parecen de princesita china! Don Jaime está maravillado...

-¿Don Jaime? -exclamó la doncella balbuciente de emoción, alzándose la fimbria de su faldita rosa para mirarse».


(240)                


Y luego, ante la inesperada visita de don Jaime

«Sentía Enriqueta que la acariciadora mirada de don Jaime le iba dejando como un perfume de felicidad por todo su cuerpo, que se detenía más en su boca y en su estremecido seno y en sus pies... ¿Se le verían los pies?

Y ladeando sabiamente la cabecita averiguó que sí que se le veían los zapatitos rojos y algo de la finísima media de color de ámbar».


(241)                


En el capítulo siguiente sus ilusiones son cortadas de raíz por la Señora cuando ésta, de manera fría y seca, le notifica el compromiso de su hijo, una boda «que a todos conviene» con la hija de su primo don César, el diputado de la vecina ciudad de Laderos. En este momento insinúa el narrador que la Señora había adivinado el oculto amor de la muchacha -la insinuación se resolvía en evidencia en la primera edición-, y el despego y la distancia con que la trata contribuye a acentuar su angustia. Esto sucede en el capítulo central de la novela, de irónico título: «Consolatrix aflictorum»; capítulo en el que confluyen y se cruzan las líneas centrales del relato para partir, desde aquí, hacia su desenlace.

Después de la patética escena de la sacristía -el encuentro en soledad de los dos jóvenes cuando don Jaime iba a realizar los trámites para su boda; su desconcierto ante el llanto de Enriqueta- nos enteramos por medio de la Señora, en la última línea del capítulo séptimo, que la muchacha ha tomado los hábitos, lo que viene a constituir el desenlace de su historia, aunque vuelva a ser utilizada para cerrar la novela con una escena de efecto. En una visita que la Señora, su hijo, don César y algunos más realizan a la Casa de Beneficencia de Laderos, escuchan unos pasos «huecos, secos», que al acercarse por un corredor sonaban con un ruido «de tumba hollada, de zapatos que anduviesen solos, sin nadie», pasos «de huesos de muerte» (254), pero el sobresalto que les producen se disipa bien pronto ya que sólo era una monja «pálida, fina» que «huyó agarrándose a los blancos muros para no caerse». Tal es la conclusión que saca don Jaime:

«Nuestras quimeras y filosofías suelen intranquilizarnos..., ¡y la vida es tan sencilla!; ya lo han visto: no era sino una hermana que le estaban grandes los zapatos de la regla».


Pero le contradice el autor, cerrando la novela con un gesto irónico:

«¡Sencilla la vida! ¡Y la monja de los zapatos grandes era Enriqueta, la bella sobrina del párroco de Boraida!...».


(255)                


La unidad de la novela está conseguida básicamente por la utilización de ese personaje central -la Señora- en el que convergen las líneas arguméntales y por la construcción del relato, por su estructura. Consta Los pies... de nueve capítulos de desigual extensión pero con tendencia a la brevedad: el más extenso (el tercero) ocupa seis páginas y el más breve sólo una (el segundo). La acción se organiza alrededor del capítulo quinto, el central, en el que confluyen las líneas argumentales aparecidas en los cuatro capítulos anteriores y del que salen ya modificadas hacia su conclusión. Los cuatro primeros capítulos muestran el ambiente de Boraida y a los protagonistas principales: comienza la novela presentando a Mari-Rosario y su conflicto familiar y finaliza esta primera parte en el capítulo cuarto, cuando se nos presenta a Enriqueta y se nos dan a conocer sus sentimientos hacia don Jaime. Entre el primero y cuarto capítulos aparecen los ambientes y principales personajes de la novela: los húngaros y su contraste con las gentes lugareñas, en el segundo capítulo; en el siguiente, conocemos a la Señora, al humanista don Acacio, a mosén Antonio, al señor Llopera, etc.; comienza también a apuntarse el tema de la sequía. En el capítulo quinto, como se ha dicho, se reúnen las líneas centrales: la Señora visita a los húngaros en actitud de misionera evangelizadora, repartiendo estampitas y habiéndoles de los consuelos de la fe; ordena la reconciliación de la desunida familia de Mari-Rosario y empuja a ésta hacia aquel «rincón del cielo» que se convierte en todo lo contrario. Finalmente, destruye las ilusiones de Enriqueta con frías maneras. Todo esto en ese capítulo citado, de irónico y elocuente título: «Consolatrix aflictorum». Después del remanso descriptivo del capítulo sexto -«La sacristía», uno de los fragmentos antológicos de la prosa mironiana- y de la tensa escena que lo cierra, las líneas arguméntales caminan hacia su desenlace: los húngaros desaparecen, en el capítulo séptimo, y llegan, llamados por la Señora, los mecánicos de la capital acompañados de la inquietante mujer rubia que despierta la lujuria de los lugareños; en el siguiente capítulo, Mari-Rosario queda expoliada por su hijo y relegada al rincón en el que la abandonamos, mientras que los campesinos recurren a la procesión en demanda de un milagro, que se produce con la llegada del zahorí; finalmente, Enriqueta ingresa como novicia, mostrando su resentimiento contra la vida y contra su propia belleza al sepultar sus pequeños pies -tan alabados por su hermosura- dentro de grandes zapatones monjiles.

Como ya dijimos, la nómina de personajes es amplísima, en contraste con la brevedad de la novela: alrededor de treinta, de distinta importancia, naturalmente, ya que mientras conocemos bien a don Acacio o a la Señora, por sus opiniones y actitudes a lo largo de la obra, otros tienen una existencia más bien indicada, como la madre de Enriqueta o el señor que asistía a las tertulias de don Jaime, del que sólo sabemos que era «un licenciado en Ciencias que dirigía una importante fábrica de primeras materias para guanos» (236). Los personajes centrales se nos van dando a conocer mediante un tipo de presentación mixta: por el narrador, por ellos mismos y mediante los otros personajes. Así, la Señora es presentada conjuntamente por el narrador, mosén Antonio y don Acacio (233-234); el señor Llopera, por don Acacio (235), por él mismo (237-238) y por Enriqueta (245); ésta, por don Acacio (240); don Jaime, por el narrador y por Enriqueta (240), etc. Pero conviene destacar que en esta novela, en la que todo o casi todo se ve desde el exterior, los personajes quedan retratados por sus palabras o sus acciones y no por opiniones ni buceos del narrador en sus interioridades, salvo en el caso de Enriqueta ya que, por la índole de su problema -un amor que tiene que ser acallado por la distancia social que media entre ambos- el narrador debe mostrarnos sus pensamientos y sentimientos (240-241, 246-247). Lo mismo sucede en el momento en que el narrador sugiere que la Señora ha intuido ese secreto y cercena las esperanzas de la joven haciéndola sabedora del compromiso de su hijo. Existe, pues, un complejo juego de perspectivas que contribuye a dar sensación de densa realidad' al espacio creado en la novela.

No podemos pasar por alto, al hablar de los personajes, el señalar una de las características de las novelas de nuestro autor: la relación de semejanza que guardan entre sí un considerable número de protagonistas de la narrativa mironiana. Con frecuencia, Miró vuelve sobre tipos ya creados o apuntados anteriormente para darles una nueva dimensión o para profundizar más en las relaciones de estos caracteres con el mundo. Así, la Señora pertenece a la estirpe de damas caciques, piadosas y vigilantes, que aparecen en el fondo rural de las novelas de la época anterior: doña Elvira en Nómada; la desabrida doña Constanza y tía Lutgarda en Las cerezas... y, mirando hacia el futuro, la obsesión por el sexo como pecado la vincula a las severas guardadoras de la moralidad olezana y, salvando la enorme distancia, a tía Elvira, con quien comparte, en su obsesión, aberraciones de este tipo: «Una húngara había muerto de parto, y todo el pueblo, hasta las mocitas solteras y los niños chiquitos supieron la enfermedad. La palabra parto pasó por los labios de la inocencia» (248).

Sin duda alguna, el personaje más simpático de esta novela, caso aislado de lucidez entre las romas mentes del lugar, es don Acacio, el humanista forastero que se emociona ante los húngaros y lo que representan -«lo libre, lo fuerte y descuidado»- y que afirma el supremo valor de la vida y el goce de ella. Así, ante mosén Antonio, quien se queja porque «no tienen nuestros labradores aquella fe de los antiguos», responde de manera realista y se extiende después sobre una afirmación: «Además, mosén Antonio, resulta algo vanidoso ese designio de ser santo» (235). Cuenta a continuación una anécdota de la que concluye el resumen de su postura: a este mundo «hemos venido y vamos a pasar los veranos y los inviernos, en una palabra: a vivir. Y ya es demasiado...» (236). El vitalista don Acacio guarda relación con don Magín, el defensor del goce de la vida en la austera Oleza. Muchas de las opiniones de este pueden ser compartidas por ambos y algunas guardan cierta semejanza; por ejemplo, en sus reflexiones al final de El obispo leproso: «No aspires, alma mía y alma de mi prójimo, a demasiada perfección; no grandes sacrificios, no fuera que lo costoso de estos actos te disculpe de cumplirlos» (1059).

Por su ingenuidad, mosén Antonio puede ponerse en relación con don Jeromillo aunque éste le aventaje notablemente. Ambos son los más cercanos amigos del personaje que encarna las mejores cualidades (don Acacio o don Magín) y con frecuencia quedan turbados ante la erudición o la ironía de aquellos. Ahora bien, mosén Antonio tiene momentos de verdadera grandeza cuando nos aparece con el hábito polvoriento, «extenuado y febril», luchando por salvar de la miseria a sus feligreses, convocándolos a la rogativa, pero al mismo tiempo también se destaca su sencilla fe aldeana: «¡Si hase falta un milagro, pues se pide y tendremos milagro!» (250).

J. Praag-Chantraine señala dos semejanzas que nos parecen más lejanas: la del señor Llopera con don Amando y la de Enriqueta con María Fulgencia. Por último, encontramos una evidente similitud entre dos personajes secundarios de atractiva humanidad, dos médicos: don Esteban, el médico de la Beneficencia, que infunde esperanza y alegre optimismo en los niños de la enfermería, y don Vicente Grifol, el «viejecito que sanaba sólo con su palabra, con su alegría y sus recuerdos» a un don Daniel Egea que «sonreía lo mismo que un niño lisiadito que van a curar» (881-882).





 
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